29 de enero de 2024

Los meteoros (#1043)

 

Los meteoros. Michel Tournier. Alfaguara, 1992
Traducción de Clemente Lapuerta 

«Existe una notable concordancia entre mi tempo humano y el ritmo del desarrollo meteorológico. En tanto que la física, la geología, la astronomía nos cuentan historias que nos resultan totalmente ajenas, bien por la formidable lentitud de su evolución, bien por la rapidez vertiginosa de sus fenómenos, los meteoros viven con gran exactitud a nuestro ritmo. Están dirigidos —como la vida humana— por la sucesión del día y la noche, y por la ronda de las estaciones. Una nube se forma en el cielo como una imagen en mi cerebro, el viento sopla igual que respiro, un arcoíris se extiende de un horizonte a otro en el tiempo que necesita mi corazón para reconciliarse con la vida, el verano transcurre conforme pasan las vacaciones».

Incluida en la sección de filosofía natural del Corpus Aristotelicum figura el texto Μετεωρολογικά, traducido al latín como Meteorologica o Meteora, en el que Aristóteles trata de las interacciones entre los cuatro elementos y sus efectos. Inspirándose en ese título, Tournier titula una de sus obras más complejas Los meteoros (Les Météores, 1975).

Maria-Barbara, viuda de marino, casada en segundas nupcias con Édouard, es una ubérrima madre entre cuya descendencia se encuentran dos gemelos, Paul y Jean; la gran familia se localiza en Bretaña, en un complejo que incluye una fábrica de tejidos, Pierres Sonnantes, heredada por Édouard de su suegro, y un asilo para disminuidos en una antigua cartuja; una ubicación que Édouard comparte con un nidito de amor en París en el que se cita con mujeres como Florence, una cantante de cabaret. La familia se completa con dos hermanos del cabeza de familia: Gustave, el mayor, fallecido en un accidente en la obra que realizaba la empresa que dirigía; y Alexandre, el menor, que vive a cuerpo de rey en París, al cuidado de su madre, hasta que la muerte de Gustave le obliga a hacerse cargo de la empresa, que dirige especialmente hacia la recogida y transformación de basura. Alexandre y los gemelos —por separado y fusionados en un ente al que Paul llama «Jean-Paul»— tomarán la voz narrativa primordial a lo largo de la historia, combinados con un narrador omnisciente e imparcial, pero es el primero, un personaje literariamente extraordinario, libertino, descreído, epicúreo, canalla, esteta, irrespetuoso, lenguaraz y excéntrico, el verdadero protagonista, por cuestiones de peso, de la mayor parte de la novela, con predominancia, aparte de las cuestiones familiares, del sexo, solitario y acompañado, y la basura, acerca de la cual enuncia diversas y variadas teorías que se presentan como una poetización de los desechos, regeneración, recogida y eliminación, un proceso en el que la incineración se ve como una degradación.

«De la masturbación. El cerebro suministra al sexo un objeto imaginario. Incumbe a la mano encarnar ese objeto. La mano es actriz, juega a ser esto, luego aquello. Se convierte, a placer, en pinzas, martillo, visera, silbato, peine, máquina de calcular para los primitivos, abecedario para los sordomudos, etcétera. Pero su obra de arte es la masturbación. Aquí se convierte a voluntad en pene o vagina. Después de todo no hay nada más natural que el encuentro de la mano con el sexo. La mano, abandonada a sí misma, balanceándose al azar al final del brazo, tarde o temprano —de hecho, casi inmediatamente— encuentra el sexo. Tocarse la rodilla, los riñones, la oreja exige un particular esfuerzo de contorsión. Pero el sexo, no. No hay más que dejarla caer. Además, el sexo, por su dimensión y configuración, se presta admirablemente a la manipulación. ¡Piénsese hasta qué punto una cabeza, un pie o incluso otra mano ofrecen menos agarraderos, o agarraderos menos satisfactorios para la mano! De todas las partes del cuerpo el sexo es, sin duda, la más manejable, la más fácil de manipular».

Precisamente en cuanto al sexo, una conversación con un antiguo colega de la escuela se convierte en una teoría general de la homosexualidad, una característica considerada elitista, en contraposición a las vulgares y pedestres hetereosexualidad y procreación, pero también —mediante unas conexiones realmente imaginativas— un tratado religioso sobre la relevancia del Espíritu Santo sobre las otras Personas de Dios.

«El deseo me ha simplificado, me ha dejado en los huesos, me ha reducido a un diseño. ¿Cómo enganchar a este tropismo elemental los perendengues de un estado civil? En estos momentos críticos comprendo el miedo que el sexo inspira a la sociedad. Niega y escarnece todo lo que constituye su sustancia. Entonces, la sociedad le pone un bozal —la hetereosexualidad— y lo encierra en una jaula —el matrimonio—. Pero en ocasiones la fiera sale de su jaula e incluso llega a arrancarse el bozal. Enseguida todo el mundo retrocede dando alaridos y llama a la policía».

Paul, un individuo inteligente, obsesivo, perfeccionista —y, ocasionalmente, Jean, en ocasiones verdadera y declara némesis de su hermno— centra sus intervenciones sobre la gemelaridad, dando a conocer la extraña complicidad con su hermano y su explotación en propio beneficio —de ambos—, y sobre la indistinción fraternal, anunciando la futura desaparición de Jean y su propia invalidez. Jean, por su parte, efectúa sus intervenciones dando la réplica a su gemelo desde su no-existencia, un estatus que le otorga una cierta superioridad que refleja la que ya sentía en su infancia y que ahonda en unas diferencias imperceptibles para el resto del mundo —e ignoradas por Paul—.

«Riendo al notarnos tan salobres... [...] Solo estas pocas palabras resultarán perfectamente inteligibles para el lector sin hermano gemelo. Y es que dos seres normales que ríen juntos se aproximan —pero solamente en este caso— al misterio de la criptofasia. Entonces, sobre un fondo común —a partir de un nudo de implicaciones cuyo secreto comparten— profieren un seudolenguaje, la risa, en sí mismo ininteligible, cuya función es reducir la divergencia de su situación respectiva que les aleja de este fondo».

Esa multiplicidad de voces narrativas evidencía lenguas particulares que confieren al texto un doble efecto: dificulta a los demás, a los ajenos, comprender lo que se dice y sirve de nexo de unión para los gemelos; además, en este caso, no puede traducirse a una lengua singular o impar.

Como anécdota, Abel Tiffages —el protagonista de El Rey de los Alisos— aparece en una feria e interactúa con Jean en una atracción, sorprendiendo a Paul por su tamaño y llevándole a reflexionar sobre ese fenómeno que denomina gemelaridad.

«Escucha esta maravilla y calcula sus inmensas implicaciones: todo hombre tiene primitivamente un hermano gemelo. Toda mujer encina lleva dos niños en su seno. Pero el más fuerte no tolera la presencia de un hermano con el que tiene que compartir todo. Le estrangula en el vientre de la madre, se lo come y viene al mundo solo, mancillado por este crimen original, condenado a la soledad y traicionado por el estigma de su monstruosa estatura. La humanidad está compuesta de ogros, de hombres fuertes, sí, con manos de estrangulador y dientes de caníbal. Y esos ogros que con su fraticidio original han desencadenado la cascada de violencias y de crímenes que se llama Historia vagan por el mundo, locos de soledad y de remordimiento. Solo nosotros, me oyes, somos inocentes. Solo nosotros hemos svenido al mundo cogidos de la mano y con una sonrisa fraternal en los labios».

Alexandre se aprovecha de su anonimidad para infiltrarse en grupos a los que no tendría acceso bajo su propia identidad, y pasa a formar parte, de este modo, de colectivos marginados o herméticos, a los que no le une ningún interés ni rasgo en común, un contacto tanto más regocijante cuanto mayor sea la distancia social, intelectual o económica que les separa, sean los clientes de unos baños de beneficencia o los trabajadores de su propia empresa que planean una huelga; a este respecto, manifiesta él mismo que «odio todo tipo de relación desprovista de un mínimo de cinismo».

Alexandre pasa los primeros meses de la guerra y la toma de París entre la capital y el vertedero de basura, otra capital en sí mismo, lamentándose de la pérdida de su amante y de su perro; esta situación tan poco habitual le permite desarrollar una inusitada teoría del sexo o reflexionar acerca de las semejanzas entre la guerra de ocupación y la recogida y eliminación de aquello que, en un monento determinado, la ciudad considera desechable.

«El vertedero es como la cebolla, que está formada de pieles superpuestas, y así hasta el corazón. La sustancia de las cosas —pulpa de la fruta, carne, pastas, artículos de limpieza o de tocador, etcétera— se ha desvanecido, consumida, absorbida, disuelta por la ciudad. El vertedero —esta anticiudad— acumula las pieles. Una vez fundida la materia, la forma se convierte ella misma en materia. De aquí la riqueza incomparable de esa seudomateria que no es más  que un montón de formas. Desaparecidos los líquidos y las pastas, solo queda una acumulación, de un lujo inagotable, de membranas, películas, cápsulas, cajas, barriles, cestas, sobres, sacos, alforjas, talegos, ollas, damajuanas, jaulas, jaulones y nasas, por no hablar de trapos, marcos, lienzos, lonas y papeles».

Poco después, es inculpado por sostener una red de mercado negro; pero la ocupación ha dejado más huellas en la familia: Édouard ha articulado un grupo clandestino —y de dudosa utilidad—, mientras Maria-Barbara es detenida por haber sostenido un comando de resistencia —esta realmente efectiva— contra el invasor; estos hechos provocaron el definitivo salto de los gemelos de la infancia a la adolescencia, que profundiza en su particularidad. Sin embargo, la verdadera dimensión trágica tendrá lugar una vez terminada la guerra: la desaparición confirmada de Maria-Barbara, la muerte de Édouard y el posterior asesinato de Alexandre.

Paul, por su parte, sale en peregrinaje en busca del desaparecido Jean, de la otra cara de la moneda, en definitiva, en busca de sí mismo: Venecia, Túnez, Islandia, Japón, Canadá, Alemania —Berlín, en tiempos de la construcción del Muro—, donde sufre el accidente que le revelará la sustancia más profunda de la gemelaridad. 

«El reencuentro es posible, pero no de esta forma tan simplona. ¿De qué forma? No sabría decirlo, pero está seguro de que cada etapa del viaje —desde los espejos venecianos a los agrimensores de la Pradera— tendrá su parte en la fórmula de la célula gemelar. Insensiblemente, el sentido de su carrera  a través del mundo ha cambiado, es inútil tratar de engañarse. Primero se trataba de una simple persecución, como podrían haberla emprendido dos impares, de no ser por algunos detalles típicamente gemelares, como el fulgor alienante. Pero poco a poco ha ido revelándose que el objetivo trivial de la empresa —alcanzar al hermano fugitivo y devolverle a casa— solo era una careta cada vez más seca, transparente, deshecha. Al principio, la obligación que sentía Paul de tener que seguir con exactitud el itinerario de Jean —renunciando a la ventaja que le hubieran proporcionado algunos atajos— podía pasar por un agravamiento de la habitual subordinación del perseguidor al perseguido. En realidad, iniciaba la autonomía de Paul al mostrar que para él era más importante recoger el beneficio de cada etapa que alcanzar a Jean por la vía más rápida. Luego, la travesía del continente americano había sido la primera ocasión de una divergencia de las dos trayectorias y, paradójicamente, en el tren rojo fue al final Jean quien alcanzó a Paul. Y he aquí que esta progresión de topo por el subsuelo berlinés constituía una prueba original, solitaria, con la que Jean no tenía nada que ver. No hay duda de que Paul acaba de cruzar un umbral decisivo y va al encuentro de metamorfosis radicales. ¿Una nueva vida, una vida distintas, tal vez simplemente la muerte?»

22 de enero de 2024

El Rey de los Alisos

 

El Rey de los Alisos. Michel Tournier. Alfaguara, 2006
Traducción de Encarna Castejón

Der Erlkönig (El Rey de los Alisos) es un poema de Johann Wolfgang von Goethe que describe la lucha de un padre por la vida de su hijo, asediado por un ser sobrenatural, que representa la muerte. El título de este poema es reciclado por Michel Tournier para su novela —y no es una propiación gratuita— El Rey de los Alisos (Le Roi des Aulnes, 1970).

Abel Tiffauges, dueño de un garaje al noroeste de París a finales de la década de 1930, inmediatamente anterior al estallido de la IIGM —que tendrá importancia creciente en la trama—,  escribe una especie de diario al que llama Escritos Siniestros —los escribe con la mano izquierda, que no es su mano natural—, en el que recoge recuerdos de su pasado, incluidos sus años escolares y algunos hechos históricos trascendentales; naturalmente, el lector deberá estar prevenido acerca de la fiabilidad de ese testimonio, más cuando el mismo narrador aduce a la posible función redentora de sus escritos.

«11 de marzo de 1938. Esta especie de libro-diario de recuerdos, que escribo con la mano izquierda desde hace más de dos meses, tiene el extraño poder de situar los hechos y gestos que narra —mis gestos y hechos— en una perspectiva que los ilumina y les otorga una nueva dimensión. Por ejemplo, veo mi nombre bajo una luz distinta desde la nota del 18 de febrero. Lo mismo ocurre con las pequeñas costumbres íntimas, vagamente vergonzosas, aparentemente insostenibles por lo absurdas: me creo capaz de redimirlas al dedicarles unas líneas en este cuaderno».

Este relato comienza con su estancia preadolescente en la escuela, donde, debido a su constitución, es el blanco de las burlas y el escarnio de sus compañeros, buscando las correspondencias —o, quizás, los antecedentes— del fracaso de su relación sentimental; un colegio con una atmósfera terrorífica y punitiva; y la influencia de Néstor —recuérdese al personaje de la mitología griega y de la Odisea del mismo nombre—, una especie de hechizo al que Abel rinde no solo su admiración sino también su voluntad, una amistad especial a la que Abel reconoce una influencia fundamental en su vida, pero que tiene un final trágico, .

Abel no crea a su propio personaje al escribir su diario, pero sí que la visión de su yo pasado queda modificada al recrearlo: hechos que parecían suspendidos en el vacío cuando sucedieron encuentran su explicación y su fundamento el algunos acaecidos posteriormente, y solo la mirada retrospectiva, hacia el pasado, puede revelarlos.

«20 de abril de 1938. ¿La felicidad? En ella hay comodidad, organización, una acabada estabilidad que me resulta completamente ajena. Ser desgraciado es sentir que los cimientos de la felicidad se tambalean bajo los golpes de la suerte. En este sentido, puedo estar tranquilo. Estoy al abrigo de la desgracia, pues no tengo cimientos. Yo soy hombre de tristezas y alegrías. Alternativa totalmente opuesta a la alternativa desgracia-felicidad. Vivo desnudo y solitario, sin familia, sin amigos, ejerzo para sobrevivir un oficio tan por debajo de mí que lo llevo a cabo sin pensar en él más que en la respiración o en la digestión. Mi clima moral cotidiano es una tristeza color de ébano, opaca y tenebrosa. Pero esta oscuridad se ve a menudo traspasada por alegrías fulgurantes, inesperadas e inmerecidas, que se extinguen de inmediato aunque no sin dejarme en los ojos un baile de lucecitas doradas».

El discurso de Abel en sus diarios es irreverente, misantrópico, con evidentes trazos anarquistas, que recurre a algunos tópicos pero al que no le falta, a menudo, rigor intelectual.

«3 de octubre de 1938. La única e irresistible respuesta auténtica  para el sinsentido de la vida es la desesperación. Cualquier otra actitud —pasada o futura— parece responder a la embriaguez. La vida solo es tolerable en estado de embriaguez. Embriaguez alcohólica, amorosa, religiosa. Criatura de la nada, el hombre solo puede enfrentarse a la inconcebible tribulación acaecida —estos pocos años de existencia—, borracho como una cuba».

Todo parece indicar que se trata de un superviviente en el más amplio sentido de la palabra —aunque el retrato que tenemos de Abel es un autorretrato, con el conflicto de intereses que esto puede suponer—, un ser que se adapta a las condiciones existentes en cada momento, aunque se diría que exagera las situaciones adversas para mostrarse más valeroso.

A medida que avanza el relato, parece evidenciarse cierta fijación escatológica y algunos indicios de paidofilia. La falta de fiabilidad mencionada con anterioridad se va revelando a medida que avanza el texto; primero, como sospecha; después, parece confirmarse leyendo transversalmente sus Escritos Siniestros. La fotografía, actividad a la que es aficionado, parece limitarse a un mero registro de imágenes pero, sobre todo, acaba siendo un intento de detener el tiempo, de que esos niños retratados permanezcan para siempre en la infancia y no se malogren con la despiadada adolescencia.

«7 de mayo de 1939. Tengo una caja llena de negativos procedentes de mis búsquedas por los campos empíricos. Perfecta disponibilidad de estos niños, prudentes como imágenes. En cualquier momento puedo deslizar a uno de ellos en el proyector, y entonces invade la habitación, se pega a las paredes, a la mesa, a mi ropa. Puedo reproducir cualquier parte de su cuerpo o su rostro a una escala gigantesca, y hacerlo tantas veces como me plazca. Pues si el ancho mundo es una inagotable reserva de caza —siempre renovada—, mi vivero de imágenes es perfectamente finito —por grande que sea su riqueza—, mi pueril rebaño está contado y enumerado, y conozco, como debe ser, todos sus recursos. El número finito de mis negativos se ve justamente compensado por la posibilidad que tengo de sacar un número infinito de imágenes positivas de cada uno de ellos. El infinito empírico aplicado a la finalidad de mi colección se convierte en un infinito posible, pero que esta vez solo se despliega a través de mí. Gracias a la fotografía, el infinito salvaje se transforma en un infinito doméstico».

Una acusación de violación, infundada según el mismo Abel, le convierte en un enemigo para la sociedad que le juzga, pero provoca, o intenta provocar, debido a su relato, un sentimiento general de simpatía ante la injusticia a la que está siendo sometido; Humbert Humbert destella entre las páginas de los Escritos Siniestros. Su inculpación, sus reflexiones y el propio proceso le llevan a formular diversas teorías —que, por cierto, escandalizarían a la mojigata sociedad actual— sobre la paidofilia, la distinción de sexos y el tratamiento que los poderes públicos y, como consecuencia, la población en general, ofrecen a esas circunstancias; un castigo del que, por cierto, se libra gracias a la movilización previa de la IIGM.

«16 de julio de 1939. No debo ocultarme el hecho de que, sin todos esos hombres que me odian por culpa de un malentendido me conocieran , si supieran, me odiarían mil veces más, y por buenos motivos. Pero debo añadir que, si me conocieran perfectamente, me amarían infinitamente. Como hace Dios, que me conoce a la perfección».

Al estallar la guerra —desaparecen las anotaciones de los Escritos Siniestros y toma el relevo un narrador omnisciente—, Abel es destinado al oficio de colombófilo, que ejerce con notoriedad hasta que es hecho prisionero porel enemigo y trasladado al Alemania.

«Tiffauges aceptó el cautiverio sin resistencia, con la fe robusta y optimista del viajero que se abandona al descanso en un alto en el camino, sabiendo que va a despertarse unas horas más tarde, a la vez que el sol, recuperado de las fatigas de la víspera, fresco y dispuesto para una nueva etapa. Él había dejado caer tras de sí París y Francia, con Rachel, el Ballon y los Amboise en primer plano y, al fondo, allá en el horizonte, Gournay-en-Bray, Beauvais y el colegio San Cristóbal. Como un montón de ropa sucia, unos zapatos rotos, una piel resquebrajada. Nadie tenía tanta conciencia del destino como él; un destino rectilíneo, imperturbable, inflexible, que disponía para sus propios fines de los más grandiosos acontecimientos mundiales. Pero esta conciencia implicaba, igualmente, una lucidez sin la menor indulgencia en lo tocante a lo accidental, lo anecdótico, todas esas menudas fruslerías a las que el común de los mortales se siente tan apegado que deja en ellas parte de su corazón cuando tiene que abandonarlas. Desde su infancia pisoteada, su rebelde adolescencia y su ardiente juventud —largo tiempo disimulada bajo la más mediocre de las apariencias, pero luego descubierta y escarnecida por la chusma—, se alzaba, como un grito, la condena de un orden injusto y criminal. Y el cielo había contestado. La sociedad en la que Tiffauges había sufrido estaba siendo barrida con sus magistrados, generales y prelados, sus códigos, leyes y decretos».

Aquel cautiverio y expatriación, que afectaban en diversos grados pero siempre de forma negativa a todos los prisioneros, significó una verdadera liberación para Abel: podría drsfrutar, aunque en medio de la muchedumbre de presos, de una inexpugnable soledad y construir un mundo a su medida sin interrupción ninguna. Renace, o se incrementa, su condición de superviviente. En plena guerra, es liberado del campo de prisioneros y destinado como ayudante del encargado de una reserva natural y, poco después del fracaso de la invasión de Rusia, consigue, por fin, su destino más deseado: una escuela en la que multitud de impúberes de ambos sexos son instruidos para ser destinados al ejército nazi.

«Reanudó el servicio que había prestado en Moorhof pero con medios más rústicos y, sobre todo, dándole un sentido más profundo. En efecto, nunca olvidaba que atendía a las necesidades de los niños, y consideraba aquel papel de proveedor de alimentos, de pater nutritor, como una exquisita inversión de su vocación de ogro. Cuando descargaba su carro en los almacenes de intendencia, llenos de olores y de ventanas estrechas y enrejadas, se complacía en soñar  que los cuartos de tocino, los sacos de harina y las pellas de mantequilla que llevaba en los brazos o a la espalda se convertiráin pronto, gracias a la alquimia secreta, en canciones, movimientos, carne y excrementos de niño. De este modo, su trabajo cobraba el sentido de una nueva clase de foria, derivada e indirecta, sí, pero nada despreciable mientras no hubiera algo mejor».

En la relativa comodidad de este nuevo destino, Abel reanuda sus Escritos Siniestros. Su suerte entre los enemigos de su país se opone al avance de la guerra: cuanto peor son las consecuencias para Alemania, mejor en su situación y su consideración por parte de sus superiores, inmerso en una ineluctable decadencia cuyo fin solo puede ser la derrota. La llamada a filas de todos los oficiales deja el centro en manos de Abel.

«Una de las peores fatalidades que se ciernen sobre mí —¿o debería decir una de las más luminosas bendiciones que pesan sobre mi cabeza?— es que no puedo formular una pregunta o un deseo sin que, tarde o temprano, el destino se encargue de darle respuesta. Y esta casi siempre me sorprende por su fuerza, a pesar de que estoy acostumbrado desde hace mucho tiempo a esta clase de golpes.
¿Qué voy a hacer con estos niños que he encerrado y aislado en Kaltenborn? Ahora sé por qué el poder absoluto del tirano siempre acaba por volverle completamente loco. Porque no sabe qué hacer con él. No hay nada más cruel que este desequilibrio entre un poder infinito y un saber limitado. A menos que el destino haga estallar los límites de la imaginación indigente y viole la vacilante voluntad».

La llegada de las tropas soviéticas representa el final de la institución y el heroísmo de Abel, siempre bajo sospecha, se transforma en acobardamiento para salvar su vida y la de un compañero de huida que le sirve de salvoconducto; un final que Tournier transforma, visual y narrativamente, en una majestuosa apoteosis.

18 de enero de 2024

La invención del presente X

 

«Existe un privilegio del origen, también un hechizo. Tomamos de las cosas inaugurales sus pliegues y sus inclinaciones, su contorno, la edad que tenían. Interiorizamos el exterior que, debido a su proximidad, hemos vivido como interioridad. No nos rehacemos. No se es más que una vez. Y entonces volvemos, con el pensamiento, a aquello que ocurrió sin que lo supiéramos, sin nuestro consentimiento. Utilizamos un resplandor complementario, lejano, para disipar la incomprensión, las sombras que acechaban la primera inmediatez. El pasado nos acompaña. No habremos estado, en la medida en que está en nosotros, presentes en el mundo, si no hemos traído al registro de la conciencia los acontecimientos que nos detuvieron, nos magullaron, cuando fue el momento, debido a que no los comprendimos. No teníamos la fuerza, los medios, el tiempo».

«El sortilegio del origen», en La invención del presente. Pierre Bergounioux. Shangrila Textos Aparte, 2023. Traducción de Rubén Martín Giráldez

15 de enero de 2024

Viernes o los limbos del Pacífico

 

Viernes o los limbos del Pacífico. Michel Tournier. Alfaguara, 1992
Traducción de Lourdes Ortiz

El naufragio, el desánimo, la resignación, la superación: Viernes o los limbos del Pacífico (Vendredi ou les limbes du Pacifique, 1970) es una emulación del clásico Robinson Crusoe —no una actualización del contenido, pero sí de la forma— en un lenguaje preciso y rico y con una combinación de narradores que la convierten en una versión impecable y maravillosa de uno de los títulos fundamentales de la historia de la literatura occidental.

En los momentos inmediatamente posteriores a su naufragio, la inconformidad de Robinson le lleva a cometer grandes errores que le sumen en un inmovilizante estado de desesperación y a una actitud de pasividad y de relajación moral agravadas por un en apariencia inevitable regreso a la animalidad. El espíritu religioso del Robinson de Defoe cede ante la degradación creciente de su humanidad, con respecto a la cual comprueba que solo es posible en compañía de sus semejantes e impracticable en soledad en un territorio inhóspito.

«Sabía ahora que el hombre es semejante a esos heridos en el transcurso de un tumulto que permanecen de pie mientras les sostiene la multitud y caen a tierra en cuanto esta se dispersa. La multitud de sus hermanos, que le había mantenido en lo humano, sin que se hubiera percatado de ello, se había apartado bruscamente de él, y ahora sentía que ya no tenía fuerzas para seguir manteniéndose sobre sus piernas. Comía, con la nariz en tierra, cosas innombrables. Hacía sus necesidades y rara vez dejaba de revolcarse en el calor tibio de sus propias deyecciones. Se desplazaba cada vez menos y sus breves incursiones le conducían siempre a aquella pocilga. Allí perdía su cuerpo y se liberaba de su malestar en la envoltura húmeda y cálida del cenagal, mientras que las emanaciones emponzoñadas de las corrompidas aguas le oscurecía el espíritu [...] Liberado de todas sus ataduras terrestres, se mantenía en una embrutecida ensoñación con migajas de recuerdos que ascendían del pasado y danzaban en el cielo en las lacerías formadas por las inmóviles hojas».

Pero después de una alucinación que casi acaba con su vida, reaparece el espíritu colonizador  y, firmando la paz consigo mismo, se pone en marcha para civilizar la isla, empezando por la escritura de un diario —que se convertirá, en la novela, en un narrador alternativo al narrador omnisciente que figura desde el inicio del texto—. Le seguirán la siembra de cereales recuperados del naufragio y la domesticación de algunos animales salvajes de la isla, emprendiendo, de ese modo, la recuperación y ubicación en el tiempo y la delimitación y apropiación del espacio, al reproducir en un reducido espacio de tiempo el camino que la Humanidad, en sus principios, necesitó varios milenios para  recorrer: la civilización del propio Robinson y de la isla, bautizada como Speranza.

«Una era nueva comenzaba para él —o más exactamente, comenzaba su verdadera vida en la isla después de la etapa de debilidad que ahora le producía vergüenza y se esforzaba por olvidar—. Por eso, cuanso se decidió al fin a inaugurar un calendario, le importaba poco que le resultara imposible evaluar el tiempo que había transcurrido desde el naufragio del Virginia. El naufragio había tenido lugar el día 30 de septiembre de 1759 hacia las dos de la madrugada. Entre aquella noche y el primer día en que él marcó una muesca en un poste de pino seco se inscribía una duración indeterminada, indefinible, llena de tinieblas y de lágrimas, de tal modo que Robinson se hallaba apartado del calendario de los hombres como estaba separado de ellos por las aguas y reducido a vivir en un islote de tiempo, como en una isla en medio del espacio».

Los fragmentos dei diario —log-book— informan al lector de las reflexiones, los propósitos y las renuncias de primera mano, y de su empeño por evitar el peor de los horrores, dada su situación: la deshumanización.

«Log book. Sé ahora que cada hombre lleva consigo —y como sobre él— un frágil y complejo andamiaje de costumbres, respuestas, reflejos, mecanismos, preocupaciones, sueños e implicaciones que se ha formado y continúa transformándose por los contactos perpetuos con sus semejantes. Privada de savia, esta delicada eflorescencia se marchita y se disgrega... El prójimo: pieza maestra de mi universo... Mido cada día lo que yo le debía, registrando nuevas fisuras en mi edificio personal. Sé el riesgo que correría si perdiera el uso de la palabra y combato con todo el ardor de mi angustia esta suprema decadencia. Pero mis relaciones con las cosas se encuentran ellas mismas desnaturalizadas por mi soledad. Cuando un pintor o un grabador introducen personajes en un paisaje o en las proximidades de un monumento, no es por gusto de lo accesorio. Los personajes dan la escala y, lo que importa más todavía, constituyen puntos de vista posibles que añadir al punto de vista real del observador de indispensables virtualidades».

Dos hechos, uno fortuito y otro fruto de su voluntad, contribuyen a alejar aquel fantasma: el regreso del perro de la expedición y la edificación de un habitáculo, a los que se une la construcción de un rudimentario reloj. Después vendrá la progresiva identificación con la isla hasta que ambos, hombre e islote, llegan a convertirse en un solo ser a través de una metamorfosis compartida de re-creación mutua y continua.

«Log book. Todos lo que me conocieron, todos sin excepción, me creen muerto. Mi propia convicción de que yo existo tiene en cuenta suya la unanimidad. Haga lo que haga, no impediré que en el ánimo de la totalidad de los hombres esté la imagen del cadáver de Robinson. Eso basta —no, desde luego, para matarme— para relegarme a los confines de la vida, a un lugar suspendido entre cielo e infierno, en el limbo, en una palabra... Speranza o los limbos del Pacífico».

El encuentro con Viernes provoca un doble efecto: representa la llegada de un compañero que rompe una soledad que estaba a punto de acabar con él, pero también transtorna su vida y su relación con la isla.

«Log book. Me he preguntado por vez primera si yo no habría pecado gravemente contra la caridad al intentar por todos los medios someter a Viernes a la ley de la isla administrada, haciendo resaltar así que yo prefería la tierra modelada por mis manos antes que a mi hermano de color. Vieja alternativa, es verdad, origen de más de un desgarramiento y de innmerables crímenes».

Es a partir de ese encuentro cuando Tournier abandona la recreación de la historia de Defoe y su imitación se convierte en creación, aunque aceptando las constricciones históricas y, en menor medida, formales del Robinson Crusoe original. Después de un trágico suceso en el que la colonización de la isla sufre un serio revés, en esa vuelta a la situación salvaje original, va a ser Viernes quien asuma el mando y se revele como perfectamente capaz cuando es de la supervivencia de lo que se trata, en un incuestionable cambio de roles cuya consecuencia principal es la conversión, no por patente y necesaria menos cuestionada por Robinson, de Viernes en un Hombre Libre; pero como contrapartida —o como complemento—, también acreedor de una libertad sustancialmente distinta de la que disfrutaba antes, una libertad más exigente y menos productiva en términos civilizatorios, pero infinitamente más provechosa en términos humanos.

La llegada de la civilización —más que llegada, invasión— a la isla constituirá la prueba definitiva de que ambas, humanidad y civilización, casi nunca van asociadas. 

«Log book. Nada de sorprendente cuando pienso en él, excepto la atención casi maníaca con que yo le observo. Lo que es increíble es que haya podido vivir tanto tiempo con él, por decirlo de algún modo, sin verle. ¿Cómo concebir esa indiferencia, esa ceguera, cuando él es para mí toda la humanidad reunida en un solo individuo, mi hijo y mi padre, mi hermano y mi vecino, mi prójimo, mi ajeno...? ¿Estoy por eso obligado a hacer converger todos los sentimientos que un hombre  proyecta hacia todos los que viven a su alrededor, sobre ese único "otro"? Si no, ¿qué sería de ellos? ¿Qué haría yo de mi piedad y de mi odio, de mi admiración y de mi miedo, si Viernes no me inspirase al mismo tiempo piedad, odio, admiración y miedo?»

11 de enero de 2024

La invención del presente IX

«La literatura extrae su valor fundamental de aquello que ella misma no es, de la existencia, de lo real. Cuando ambos superan sobradamente la idea que se suele tener de ellos, les atrapa y se esfuerza por responder a su voraz, a su continua demanda».

«[...] nunca hemos estado más inclinados ni mejor justificados para dudar de la naturaleza, del significado de lo que ocurre y de cómo se refleja en la página impresa. Todo va muy rápido. Lo que parecía eterno se desvanece, mientras que hechos verdaderamente inimaginables hace unos años se instalan en el paisaje, esbozando la fisonomía de la extraña época en la que hemos entrado. Nunca lo real, el presente, han sido más desconcertantes que hoy. No sabemos en qué obras se están   dibujando sus rasgos. Podemos suponer, simplemente, que se escriben, al margen, de acuerdo con la ley que prescribe para la literatura la sombra y la ausencia, y que el tiempo posterior, que no veremos, las volverá a encontrar».

«La invención del presente», en La invención del presente. Pierre Bergounioux. Shangrila Textos Aparte, 2023. Traducción de Rubén Martín Giráldez

8 de enero de 2024

La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV

 

La conquista de Plassans. Émile Zola. Alba Editorial, 2022
Traducción de Esther Benítez 

La conquista de Plassans (La conquête de Plassans), cuarto volumen de la serie de los Rougon-Macquart, se publicó por entregas en la revista Le Siècle y, posteriormente, en forma de libro, en el año 1874. Los protagonistas pertenecientes a la saga son: François Muret, nacido en 1817, hijo del sombrerero Mouret y de Ursule Macquart; después del suicidio de su padre, entra a trabajar con Pierre Rougon, su tío, y se casa con su hija, su prima Marthe, con la que tiene tres hijos, Octave, Serge y Desirée, retirándose posteriormente en Marsella y, por último, en Plassans. Y Marthe Rougon, nacida en 1820, hija de Pierre y Félicité Rougon. La novela se ubica temporalmemnte en la época de Napoleón III y en esa Plassans del título —una pequeña ciudad de provincias inspirada en Aix-en-Provence—, adscrita al bando legitimista, partidario de los borbones, gracias a las intrigas de la familia Rougon.

François y Marthe llevan una vida plácida en su casa solariega de Plassans en compañía de sus tres hijos, de 18, 17 y 14 años, y de Rose, su sirvienta, a la que el autor reserva el papel de testigo nada  imparcial de los sucesos que transtornarán la vida familiar, una especie de notario carente del sentido común atribuido a las personas de condición humilde. A pesar de su acomodada posición económica y de reconocido prestigio social, y de la nula consideración que le merecen a François la gente de su oficio, la familia alquila el segundo piso de su casa, que no utilizan, a un sacerdote, el padre Faujas; la llegada de ese inquilino, acompañado por una omnipresente madre, a horas intempestivas y sin avisar, provoca un sentimiento de mutua incomodidad que hace prever que la convivencia no estará exenta de conflicto.

«Arriba, en la ventana, el padre Faujas, con la cabeza descubierta, contemplaba la noche negra. Estuvo allí un buen rato, feliz de hallarse por fin solo, absorto en aquellos pensamientos que ponían tanta dureza en su frente. Abajo, percibía el sueño trranquilo de aquella casa donde estaba desde hacía unas horas, el aliento puro de los hjijos, el hálito honesto de Marthe, la respiración gruesa y regular de Mouret. Y había desprecio en el enderezamiento de su cuello de luchador, mientras levantaba la cabeza como para ver a lo lejos, hasta el fondo de la pequeña ciudad dormida. Los grandes árboles del jardín de la subprefectura formaban una masa sombría, los perales del señor Rastoil alargaban unos miembros flacos y retorcidos; después, no había sino un mar de tinieblas, una nada, de la cual no surgía un rumor. La ciudad tenía una inocencia de niña en la cuna».

En realidad, Faujas, afiliado a las filas bonapartistas y enviado a la reconquista de la ciudad para las huestes imperiales, es un personaje maquiavélico y traidor al que no le dolerán prendas en perjudicar a quien sea necesario para conseguir sus tenebrosos fines; preparado por sus superiores para enfrentarse a enemigos más cualificados, la bondadosa e inocente población de Plassans no representará para su infamia más que una tarea sumamente asequible que le permitirá, además, conquistar no solo la población sino la voluntad, la buena voluntad, de sus vecinos. El afán de la familia Mouret, que implica también a Rose, tan perentorio como desmañado, por penetrar en la intimidad del cura, no consigue avanzar en su objetivo pero, en cambio, sí que desvela a este las intimidades familiares, un conocimiento que sabrá aprovechar en beneficio de sus fines.

François no es más que un burgués acaudalado que da rienda suelta a sus cotilleos el tiempo que le permiten los negocios esporádicos con los que acrecienta su fortuna; un dinero ganado a pulso hasta convertirlo en un nuevo rico, un advenedizo, a ojos de su familia política, que habían probado los sinsabores del camino inverso, de la opulencia —asociada a su nombre y a su posición— a la relativa estrechez, aunque con las ínfulas intactas y cierta reserva, no exenta de prepotencia, hacia su yerno y sobrino, que había sido contratado como dependeinte en los tiempos en que cada cosa, y cada individuo, estaban en su lugar correspondiente. Además, François evita por igual a los dos bandos políticos, al contrario que su suegra, cuya reminiscencia de su riqueza y las indicaciones de su hijo Eugène, a la sazón ministro, le obligan a mantener un salon que, en principio, acoge a miembros de ambos partidos y que es, en realidad, un nido de intrigas, traiciones y delaciones.

«—Me divierten el viejo Macquart y tu madre. ¡Ah! ¡Se detestan con toda su alma! Ya has visto cómo ella se sufocaba, al verlo aquí. Se diría que siempre tiene miedo de oírle contar cosas que no se deben saber. Materia hay de sobra, podría contar cosas peregrinas... Pero no es a mí a quien cogerán en su casa. He jurado no meterme en esos atolladeros... Ya ves, mi padre tenía razón cuando decía que la familia de mi madre, esos Rougon, esos Macquart, no valían ni lo que la cuerda para ahorcarlos. Yo tengo su sangre, igual que tú, no puede herirte que diga eso. Lo digo porque es cierto. Hoy han hecho fortuna, pero no han perdido el pelo de la dehesa, al contrario».

En cuanto a Marthe, se trata de un caso típico de esposa de un burgués, que dedica su tiempo a la crianza de los hijos, aunque, ya mayores —solo Desirée, afectada de cierto retardo, reclama constantemente su atención—, a la administración doméstica, auxiliada por la omnipotente Rose, y a lo que se conocía antiguamente como sus labores; una mujer de poco espíritu, apática y despreocupada, a la que no parece que no exista nada que pueda perturbar.

Pero sí que existe: se trata de quien menos se podría sospechar, y lo tiene alojado en su propia casa. La indiferencia, tan recalcitante como falsa, que muestra el padre Faujas con respecto a las habladurías de los vecinos de Plassans y el nulo interés que exterioriza hacia las intrigas de las diversas familias enfrentadas por motivos políticos, económicos o personales, es, en realidad, un treta para estar informado de todo lo que concierne a la población y, a partir de ese conocimiento, tener la posibilidad de controlar a unos y a otros. Parece que algunos individuos, por lo general desconfiados con los foráneos, mantienen ciertas sospechas con respecto al cura, pero en su origen no parecen más que habladurías que desaparecen cuando aparece otra persona a la que dirigir sus sospechas y sus invectivas.

«Este chismorreo de las dos señoritas puso un sudor en las sienes del padre Faujas. No pestañeó; su boca se adelgazó, sus mejillas adquirieron un tinte terroso. Ahora oía al salón entero hablar del cura a quien había estrangulado, de los negocios turbios en los que se había mezclado. Frente a él, el señor Delangre y el doctor Porquier seguían severos; el señor De Bourdeu hacía un mohín de desdén, conversando bajito con una dama; el señor Maffre, el juez de paz, lo miraba de soslayo, devotamente, olfateándolo de lejos, antes de decidirse a morder; y en el otro extremo de la estancia, la pareja Paloque, los dos monstruos, alargaban sus rostros marcados por la hiel, donde se encendía la maligna alegría de todas las crueldades propaladas en voz baja. El padre Faujas retrocedió lentamente, al ver a la señora Rastoil, de pie a unos pasos, regresar a sentarse entre sus dos hijas, como para meterlas bajo su ala y protegerlas de su contacrto. Se acodó en el piano que encontró detrás de él, y allí se quedó, la frente alta, la cara muda y dura como una cara de piedra. Decididamente, había un complot, lo trataban como a un paria».

El primer paso de Faujas para satisfacer sus intenciones, debía ser la integración total en la comunidad, y ni siquiera tiene que darlo él, es el propio François quien insiste en invitarle, junto con su madre, a pasar las veladas en su casa; una propuesta a la que el cura, tras una fingida  vacilación, acaba aceptando. Esa recién adquirida relación será el primer paso para las pretenciones de Faujas y la aprovechará para intimar con Marthe, la verdadera, a pesar de las apariencias, puerta de entrada a la familia y a todo lo que significa esa relación como punto de partida de su proyecto de conquista.

«En la otra punta, a los dos lados de la estufa, el padre Faujas y Marthe estaban como solos. El cura sentía un desprecio de hombre y de sacerdote por las mujeres; las apartaba, al igual que un obstáculo vergonzoso, indigno de los fuertes. A su pesar, ese desprecio se traslucía a menudo en una palabra más ruda. Y Marthe, entonces, presa de extraña ansiedad, alzaba los ojos, con uno de esos temores bruscos que le hacen a uno mirar detrás de sí por si algún enemigo escondido levanta el brazo. Otras veces, en medio de una risa, se detenía bruscamente, al ver la sotana; se detenía, cortada, extrañada de hablar así con un hombre que no era como los demás. La intimidad tardó en establecerse entre ellos».

El cura posee la habilidad de conseguir todo lo que se propone de las personas con cierto poder, haciéndoles creer que son ellas las que han tenido la idea; así sucede con Marthe y con su proyecto de fundar una institución benéfica, la "Obra de la Virgen", para la salvaguarda moral de las hijas de los obreros.

La influencia de Faujas, como consecuencia de aquella obra social, se va haciendo más manifiesta y sobrepasa lo que le atañe, entrando, paulatina pero irrevocablemente, en el seno de la comunidad; este ascendiente se extiende también sobre la persona de Marthe —que pasa de la indiferencia a la admiración, y de esta a la adoración—, que lo adopta como consejero espiritual y empieza a acudir a la iglesia, dando fin a una vida alejada de la religión que compartía, más por costumbre que por convencimiento, con su marido, para desesperación de François, que ve, así, alterada no solo la paz doméstica, sino también el carácter de su esposa y, como consecuencia, su relación con ella.

«Las grandes ocupaciones de Marthe, ahora, eran las misas y los ejercicios religiosos a los que asistía. Se encontraba bien en la inmensa nave de San Saturnino; allí saboreaba más a fondo el reposo totalmente físico que buscaba. Cuando estaba allí, lo olvidaba todo; era como una inmensa ventana abierta sobre otra vida, una vida dilatada, infinita, llena de una emoción que la colmaba y le bastaba. Pero todavía tenía miedo a la iglesia; acudía con un inquieto pudor, una vergüenza que instintivamente le hacía echar una ojeada a sus espaldas, cuando empujaba la puerta, para ver si había alguien mirándola. Después se abandonaba, todo se ablandaba, hasta vozarrón del padre Bourrette que, tras haberla confesado, la tenía a veces arrodillada durante unos minutos más, hablándole de las cenas con la señora Rastoil o de la última velada de los Rougon».

Esa conquista, cuyo proceso solo François parece ver, pero a la que nadie, especialmente su mujer, hace caso, parece seguir un plan calculado a la perfección cuyo siguiente paso es traer a la familia del cura, instalarlos en su alojamiento, e implicar al marido de su hermana, un sujeto sin oficio ni beneficio, aparentemente poco recomendable, en la administración de la obra social.

En este punto, aparece de forma explícita la parte de motivación política de Faujas. La división entre legitimistas y bonapartistas, a pesar de la adscripción tácita de Plassans al bando legitimista, impregna a todos los estamentos de la sociedad, no solo a nivel político local, sino también en las categorías más variadas: justicia, gobierno municipal, incluso a la iglesia. Es esta, que concierne a Faujas, la que se bate en un duelo entre las dos facciones para, por una parte, asegurarse el dominio en la materia terrenal, pero también por el poder dentro de la misma institución, y en cuyo enfrentamiento Faujas es un hábil peón que conspira en favor de los bonapartistas, revelando una ambición que sobrepasa por mucho sus aspiraciones en la conquista de Plasssans, y cuyo primer paso es conseguir, en contra de las expectativas instaladas en la Iglesia, ser nombrado párroco en esa localidad; su primer encargo es la promoción de un "Círculo de la Juventud", a semejanza de la obra social, que está dirigida a chicas, esta vez encaminado a los jóvenes de buena familia con el fin de evitarles experiencias pecaminosas —y, por supuesto, de tenerles controlados—.    

«Monseñor Rousselot siguió mudo un instante aún. Era de natural muy fino, al haber aprendido el vicio humano en los libros. Tenía conciencia de su gran debilidad, incluso estaba un poco avergonzado de ella; pero se consolaba juzgando a los hombres por lo que valían. En su vida de letrado epicúreo había, a veces, una profunda burla de los ambiciosos que lo rodeaban y se disputaban los jirones de su poder.
—Vamos —dijo sonriendo—, es usted un hombre tenaz, mi querido Faujas. Ya le he hecho una promesa, la mantendré... Hace seis meses, lo confieso, habría tenido miedo de sublevar contra mí a todo Plassans; pero usted ha sabido hacerse querer, las señoras de la ciudad me hablan de usted a menudo, con grandes elogios. Al darle la parroquia de San Saturnino, pago la deuda de la Obra de la Virgen».

Al mismo tiempo, y a medida en que su influencia alcanza hasta los más recónditos componentes de la sociedad local, su maléfico influjo se ceba en la familia Mouret —el hijo más capaz intelectualmente es mandado al seminario y la esposa acaba convertida en una ferviente e inexpugnable meapilas—. La tragedia, de tintes clásicos, está servida, y Zola la expone, gradual y minuciosamente, con su maestría habitual. 

«Quisiera [dice Rose, la sirvienta, cuando la catástrofe se ha consumado] que la casa se nos cayera encima, para que todo terminase de golpe... Me meteré en un agujero, viviré sola, no veré nunca a nadie, nunca, nunca. La vida entera está hecha solo para llorar y para montar en cólera».

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Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédiay Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de ParísLos Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV, en este post
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las DamasLos Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
GerminalLos Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893

4 de enero de 2024

La invención del presente VIII

 

«La literatura, como la filosofía, como la ciencia, es una actitud especial, hecha de desapego y de neutralidad afectiva, que controla el acceso al orden de las verdades ocultas. El conocimiento lúcido, adyacente, pasa por la suspensión de los impulsos y de los automatismos que nos arrastran, de los compromisos vitales».

«Se puede trabajar en la propia reformulación, tratarse con la severidad, con la energía que aplicamos a un pedazo de hierro, un trozo de madera. Pero una parte de nosotros escapa a esos trabajos de fuerza, de apremio: es la memoria, la persistencia presente del pasado, las hipóstasis que nos acosan. Nos reclaman explicaciones, apaciguamientos. Nos impedirán ir si las ignoramos. Nos empujarán hacia los senderos del arrepentimiento y del pesar, hacia los pantanos de la melancolía, las horas muertas, los recuerdos abolidos, si no escuchamos su queja. Nos empujarán en dirección contraria si no las izamos hasta nosotros, si no arrastramos su manada por el camino del tiempo. La única manera de lograrlo es descender a su encuentro, comunicarles las revelaciones, las razones que nos hemos proporcionado para el rescate, ya tarde en la vida, y cuya privación, negación, definieron tanto o más que sus rasgos efectivos, positivos, esos estados antiguos, esas figuras desfasadas que se obstinan».

«Es al lector de hoy a quien me dirijo, es en atención a sus propias expectativas —que son las mías cuando leo— que escribo. Pero más allá de este destinatario formal, tardío, invisible, inevitable, es hacia el pasado, el origen y sus habitantes que estoy secretamente vuelto. Les tiendo los esquemas, las propuestas, las palabras simples que conseguí lejos, después, y cuya ausencia limitó sus visiones, oscureció sus días. Me parece que les hablo, que les digo en voz baja lo que me parece haber efectivamente pasado y que no saben, aquello que habría podido ser. Pero les da igual puesto que hay tiempo y que no están allí para darme su aprobación, concederme su perdón y la paz».

«Dentro, fuera», en La invención del presente. Pierre Bergounioux. Shangrila Textos Aparte, 2023. Traducción de Rubén Martín Giráldez

1 de enero de 2024

La Comedia humana. Estudios analíticos. Volumen XVII


La Comedia humana. Estudios analíticos. Volumen XVII. Honoré del BalzacHermida Editores, 2023. Traducción de Aurelio Garzón del Camino y Natalia Zarco

Corría el año 2014, si no me falla la memoria, cuando una pequeña editorial de Paracuellos del Jarama publicaba el primer volumen del ciclo novelístico más ambicioso de la literatura occidental. Nueve años y dieciséis volúmenes después, la misma editorial da por terminada la edición con el decimoséptimo y último tomo de la edición integral de La Comedia humana —que incluye el apartado de los Estudios analíticos (Études analytiques)—. La puesta a disposición de los lectores en castellano de ese monumento literario es un hito de la edición española que todo aquel que se interese por la historia de la literatura occidental debería agradecer.

Fisiología del matrimonio

Physiologie du marriage ou méditations de philosophie éclectique, sur le bonheur et le malheur conjugal, publiées par un jeune célibataire fue publicada por primera vez en 1829, cuando el autor contaba con apenas treinta años, y no fue hasta 1834 que se imprimió firmada por el autor. En 1846 se incluyó en La Comedia humana.

«La política marital no consiste sino en la constante aplicación de tres principios que deben ser el alma de vuestra conducta. El primero es no creer jamás en lo que dice una mujer; el segundo, buscar siempre el espíritu de sus actos sin prestar atención a la letra; y el tercero, no olvidar que una mujer no es jamás tan habladora como cuando se calla, y que no obra nunca con más energía que cuando está quieta».
Fisiología del matrimonio es una obra que, bajo ese equívoco título y la irónica intención ensayística, ofrece un enfoque entre cómico y mordaz del matrimonio como institución y como hecho social; incluye la reprobación al autor por sus ideas juveniles, inmaduras y poco contrastadas acerca de la naturaleza del matrimonio —hasta el punto de calificar como «pequeño libelo» su obra—, una idea que fue cambiando, a medida que el autor maduraba, tanto en el aspecto conceptual como de signo; parece ser el Balzac adulto el que habla de «perfeccionamiento», incluyendo, pues, un matiz de mejora y llegando, incluso, a atribuirlo a un mefistófeles instente y personal; pero ha contado, asimismo, con la inestimable y desinteresada colaboración de los seres que disfrutan del conocimiento más exhaustivo y contrastado de ese fenómeno: las mujeres —en especial, pero no únicamente, las que han pasado por ese trago.
 «A través de las preocupaciones del mundo y de la vida había siempre en el autor una voz que le hacía las revelaciones más burlonas en el momento mismo en que  examinaba con más placer a una mujer bailando, sonriendo o hablando. Igual que Mefistófeles muestra con el dedo a Fausto, en la espantosa reunión de Broken, siniestras figuras, el autor sentía un demonio que, en medio de un baile, venía a darle un golpe familiar en el hombro y a decirlo: "¿Ves esa sonrisa encantadora? Es una sonrisa de odio"».

Es imposible escribir un tratado sobre el matrimonio desde un punto de vista racional, y todos los que lo han intentado han fracasado: sacerdotes, jueces, poetas, escritores; los únicos que podrían conseguirlo no lo escribirán jamás. No existe ninguna circunstancia relacionada con el ser humano que tenga perspectivas tan halagüeñas —y deseos tan bienintencionados por parte de los implicados—, unos prolegómenos tan esperanzadores y unas conclusiones tan nefastas.

A pesar de que los antecedentes naturales inducen a incluir a la mitad de la población en el género humano y que las distinciones anatómicas no parecen suficientes para diferenciarla de la otra mitad, el sentido común parece diferir de esa identificación; aunque es cierto que esa variación de la especie solo se observa en ciertas capas sociales, aquellas que no dependen del trabajo físico y que tienen cubiertas, por medio de variados métodos, todas sus necesidades. Pero tal astronómica cantidad se irá viendo mermada por multitud de tipologías y excepciones hasta dar con el número aproximado, sorprendentemente bajo, que atesora la posibilidad de ser honestas; es decir, las capaces de inspirar pasiones.

«Para que una mujer no haga por sí misma la cocina, haya recibido una brillante educación, tenga el sentido de la coquetería y el derecho de pasar horas enteras en un boudoir, acostada en un diván, y vivir la vida del alma, necesita por lo menos una renta de seis mil francos en provincias, o de veinte mil libras en París. Estos dos términos de fortunas van a indicarnos el número presunto de mujeres honestas que se encuentran en el millón, producto bruto de nuestra estadística».

No obstante, la honestidad de una mujer, para ser justos, no se basa tanto en su posicionamiento ético ni depende de su nivel de exposición a las tentaciones, sino al ser que disfruta de todo el poder sobre ella: el marido.

En efecto, en ausencia de marido no tiene sentido hablar de honestidad ni, mucho menos, de la cualidad más preciada, y menos profusa que esta: la virtud. Pues del ya reducido número de mujeres honestas habría que restar a las feas, a las beatas y a las estúpidas. Y no vale decir que los jóvenes de veinte años —que no se casarán hasta los treinta—, en plenitud de facultades amatorias, son una prueba imposible de superar porque, para satisfacer ese ansia existe una institución de inestimable valor y eficacia demostrada a lo largo de los tiempos: las cortesanas.

En cuanto al papel de los maridos, limitado siempre a ser circunstancial, habría que distinguir las múltiples tipologías que los agrupan: los predestinados, por su jornada laboral, por sus preocupaciones, los sabios y los abducidos por una inagotable sed de conocimientos, los poetas, que tienen siempre la cabeza en otro sitio, los ancianos casados con mujeres jóvenes y los que piensan abiertamente mal de las mujeres.

«El mundo está lleno de mujeres jóvenes que se arrastran pálidas y débiles, enfermas y dolientes. Unas sufren inflamaciones más o menos graves, otras permanecen bajo el cruel dominio de ataques más o menos violentos. Todos los maridos de esas mujeres son ignaros y predestinados. Han causado su desgracia con el mismo cuidado que un marido artista hubiese puesto en hacer abrirse las tardías y deliciosas flores del placer. El tiempo que un ignorante emplea en consumir su ruina es precisamente el que un hombre hábil sabe emplear en la educación de su dicha».

Balzac, en la estela de otros novelistas que han dedicado páginas a la institución del matrimonio —tanto los que lo han hecho desde un punto de vista científico como los que lo han enfocado desde una perspectiva más jocosa, si es que ambas son excluyentes—, parte de una premisa fundamental: igual que todo ser humano está dotado para la reproducción pero no necesariamente para el amor, es un error grave y de no menos graves consecuencias  defender que cualquiera puede considerarse apto para el matrimonio. Y sigue esa premisa básica a través de un sistema que ya conocemos de otras obras: aunque habitualmente la acción respalda sus lecciones, en Fisiología del matrimonio procede a la inversa, expone sus reflexiones sin prácticamente acción. Por otra parte, viene a la mente que sería posible agrupar desde distintos puntos de vista las novelas de La Comedia humana. por  escenarios —esta sería la clasificación canónica, que es la utilizada en esta edición—; cronológicamente, que mostraría la evolución de su estilo; pero también temáticamente, aunque la mayoría de sus novelas mezclan diversos temas: el matrimonio, en todas sus variedades, podría ser un tema prolífico.

Bajo el supuesto indiscutible que el miembro fuerte y resiliente de todo matrimonio es el femenino, Balzac, citando in extenso y tomando como guía espiritual el Tristram Shandy de Lawrence Sterne, se aplica en dar instrucciones precisas y prolijas al miembro masculino de la institución.
«¿Por qué un matrimonio dichoso es tan poco frecuente? Este fenómeno del mundo moral se realiza rara vez a causa de que existen pocos hombres de genio. Una pasión durable es un drama sublime representado por dos actores iguales en talento, un drama en el que los sentimientos son catástrofe, en el que los deseos son acontecimientos, en el que el más ligero pensamiento hace cambiar la escena. Ahora bien, ¿cómo encontrar con frecuencia, en ese rebaño de bimanos que se llama nación, un hombre y una mujer que posean en el mismo grado el genio del amor, cuando las personas de talento están ya tan esparcidas en las otras ciencias, en las que para lograr su objeto el artista no necesita sino entenderse consigo mismo?».

Balzac, evidentemente, dado el tono de la obra, se suma a la ficción de que no puede haber matrimonio si no hay amor —o este es, al menos, el principio invariable que adopta—; así pues, confunde, deliberadamente, una y otra circunstancias —el lector se inclina a pensar que el evidente y no disimulado sesgo masculino presente en Fisiología del matrimonio es más que intencionado— y pretende que sus instrucciones sean aplicables a ambas o, como mínimo, intercambiables. Por esa razón, el primer principio de la «secreta teoría del amor» adolece de ambas inclinaciones: la confusión de términos y la aplicación exclusiva al miembro masculino: «entre dos seres susceptibles de amor, la duración de la pasión está en relación directa de la resistencia primitiva de la mujer o de los obstáculos que los azares sociales oponen a vuestra dicha». Por supuesto, no solo la capacidad de decisión está en manos masculinas —aunque la realmente decisiva sea la respuesta a los requerimientos, y esta está siempre en poder del elemento femenino—, sino también la labor más dura y persistente.

«Tener celos por una mujer de quien se es amado constituye un singular vicio de razonamiento. O somos amados o no lo somos: planteados en estos dos extremos, los celos son un sentimiento inútil en el hombre; tal vez no se expliquen más que el miedo, y quizás los celos sean el miedo en amor. Pero no es dudar de la propia mujer, es dudar de sí mismo. Ser celoso es a la vez el colmo del egoísmo, del amor propio mal entendido y de la irritación de una falsa vanidad. Las mujeres mantienen con un cuidado maravilloso este sentimiento ridículo, porque le deben cachemiras, el dinero para sus vestidos, diamantes..., y porque, para ellas, es el termómetro de su poder. Así, si no parecéis cegado por los celos, vuestra mujer se mantendrá en guardia: porque no existe más que un solo lazo del que no desconfía, aquel que se tenderá a sí misma».

Sin embargo, todos esos principios se refieren a los primeros pasos del proceso; parecen dificultosos e inciertos, pero solo son el aperitivo de lo que vendrá después, de la verdadera prueba de fuego: la entereza ante el paso del tiempo; una circunstancia que merece la formulación de un «teorema»: «El hombre va de la aversión al amor; pero cuando ha comenzado por amar y llega la aversión, no vuelve jamás al amor».

A partir de ese teorema, Balzac enumera y analiza los síntomas —a veces muy explícitos, otras absolutamente ambiguos— que anuncian cambios en la institución matrimonial y que siempre son en perjuicio del elemento masculino. Y lo más curioso de este fenómeno es su aplicación global, que diferentes costumbres, incluso antagónicas, concluyen con la misma resolución.

«El desarrollo de los principios de Oriente ha exigido eunucos y serrallos. Las costumbres bastardas de Francia han traído la plaga de las cortesanas y la plaga mayor de nuestros matrimonios. Así, para emplear la frase hecha de un contemporáneo, el  Oriente sacrifica todo a la paternidad de los hombres y a la justicia; y Francia, al pudor de las mujeres. Ni el Oriente ni Francia han alcanzado el objeto que esas instiotuciones debían proponerse. El hombre no es más amado por las mujeres de un harén de lo que el marido está seguro de ser en Francia padre de sus hijos; y el matrimonio no vale todo lo que cuesta. Ya es hora de no sacrificar nada a esa institución y de colocar los fundamentos de una mayor solidez de la dicha en el estado social, conformando nuestras costumbres y nuestras instituciones con nuestro clima».

Tomándose muy en serio su labor pedagógica —dirigida, principalmente, a los futuros maridos—, Balzac enumera y amplía algunos de los requerimientos insalvables para el éxito de todo matrimonio: la mujer debe ser educada pero no letrada, porque la ignorancia es mucho más manejable que la inteligencia; se debe tenerla ocupada en labores ligeras y adecuar su dieta al desgaste físico al que esté sometida, sobrealimentarla es tan malo como hacerle pasar hambre; se deben mantener buenas relaciones con sus amantes o aspirantes a amantes para poder sembrar, en el momento oportuno, la cizaña requerida; se debe cuidar de la disposición de la vivienda, evitar los recovecos, los espacios escamoteables y, en especial, la disposición del lecho y de la habitación que lo alberga; se debe conseguir que haga lo que uno quiere pero convencida de que está haciendo su voluntad; cuanto más nos acerquemos a lo que la esposa piense que somos, más desprevenida se mostrará y más fácil será cogerla en falta; se deberá ser lo bastante hábil como para acertar en la trampa que tender, en función de la falta que se quiera descubrir; y, finalmente, sobre todo, se deberá ser un observador constante y avezado para buscar las razones de cualquier cambio, de toda índole, que se produzca en el entorno familiar o social.

«Uno de los mayores errores humanos consiste en la creencia de que nuestro honor y nuestra reputación resultan de nuestros actos o de la aprobación que la conciencia da a nuestra conducta. Un hombre que vive en sociedad es esclavo de la opinión pública. Ahora bien, en Francia un hombre particular tiene en el mundo social mucha menos influencia que su mujer, y está en manos de esta el ridiculizarlo. Las mujeres poseen el talento de colorear con razones artificiosas las recriminaciones que se permiten hacer. No defienden jamás sus errores, y este es un arte en el que son maestras, sabiendo oponer autoridades a los razonamientos y asertos a las pruebas, y obteniendo con frecuencia pequeños éxitos de detalle. Se adivinan y se comprenden admirablemente cuando una de ellas presenta a otra un arma que le está vedado afilar. Así es como a veces pierden un marido sin querer. Prenden la chispa, y largo tiempo después están asustadas del incendio».

Todas estas estratagemas pueden mostrarse útiles siempre y cuando se pueda contar con la aquiescencia, real o figurada, de la esposa, pero no sirven para nada si esta toma una actitud beligerante: en este caso, se desata una guerra sin cuartel de resultado bastante predecible pero no por ello menos cruento. Una guerra, que Balzac califica como «civil», que, como todas las guerras, está sujeta a todas las argucias, planes, estrategias, contrainteligencia, pero también al papel de los aliados, unos coligados de los que, dada su naturaleza, sacará más partido la esposa, y de los que el marido hará bien en cuidarse, porque su beligerancia puede llegar a ser más letal que la propia del enemigo declarado. Balzac enumera y analiza algunos de ellos: la religión, particularmente la confesión, la suegra, las amigas, las doncellas, el médico y los aliados del amante.

«Si el autor ha cometido la impertinencia de decir verdades demasiado duras, si ha generalizado demasiado frecuentemente hechos particulares, y si ha descuidado demasiadolos lugares comunes que se emplean para incensar a las mujeres desde tiempo inmemorial, ¡oh!, que sea crucificado. Pero no le atribuyáis intenciones hostiles contra la institución en sí misma: él no ataca más que a las mujeres y a los hombres. Sabe que desde el momento en que el matrimonio no ha destruido al matrimonio, es inatacable; y, después de todo, si existen tantas quejas contra esta institución, tal vez es porque el hombre no tiene memoria sino para sus males y acusa a su mujer como acusa a la vida, ya que el matrimonio es una vida en la vida. Sin embargo, los personajes que tienen la costumbre de formarse una opinión leyendo un periódico criticarán tal vez un libro que lleva demasiado lejos la manía del eclecticismo; entonces, si necesitan de todos modos algo que parezca una peroración, no es imposible encontrarles una».

Pequeñas desazones de la vida conyugal

Petites misères de la vie conjugale fue publicada por capítulos en varias revistas entre 1830 y 1846, y se incluyó en La Comedia humana en 1855, en una edición póstuma. Sus 39 capítulos y 25 axiomas están agrupados en dos partes: una primera, dedicada a las desazones que sufren los maridos a causa de sus esposas, y una segunda, a las zozobras que sufren las esposas por causa de sus maridos, para completar el retrato de las miserias del matrimonio. En cuanto al título, esas desazones parecen bastante menos drásticas que las misères del original; dado que las definiciones en francés y castellano —misères y miserias—son bastante aproximadas, tal vez hubiese sido una buena idea mantener miserias en la traducción del título.

«Cuando a una mujer se le dan razones en lugar de darle lo que quiere, pocos hombres se han atrevido a descender al fondo de ese pequeño abismo llamado corazón para apreciar en él la fuerza de la tempestad que se desencadena en él súbitamente»,
Esas treinta y nueve «pequeñas desazones imprevistas» ponen en cuestión la idea general de matrimonio, especialmente de aquellos que aún no lo practican; funcionalmente, podrían pasar como casos prácticos del equipamiento ideológico que proporcionarían los fundamentos teorizados en Fisiología del matrimonio, con parecida orientación —fundamentalmente destinados a la facción masculina— y parejo sentido del humor; sin embargo, al faltar esos acostumbrados mensajes, por llamarlos de algún modo, del narrador al lector, tan frecuentes en la totalidad de la obra de Balzac, los relatos adquieren un cariz tal vez algo más amargo; así sucede, por ejemplo, con la cuestión de las herencias, las prometidas, las denegadas, las esperadas y las malogradas.
«Por lo general, una joven no descubre su verdadero carácter hasta dos o tres años después del matrimonio. Disimula, sin quererlo, sus defectos en medio de las primeras alegrías y las primeras fiestas. Acude a los salones para bailar en ellos, va a casa de los parientes para haceros triunfar, viaja escoltada por las primeras malicias del amor y se hace mujer. Después se convierte en madre y nodriza, y en esta situación, llena de dulces dolores, que no deja a la observación ni una palabra ni un minuto, pues hasta tal punto se multiplican los cuidados, es imposible juzgar a una mujer. Habéis necesitado, pues, tres o cuatro años de vida íntima  antes de que hayáis podido descubrir una cosa horriblemente triste, un motivo de perpetuos terrores. Vuestra mujer, esa muchacha en quien los primeros placeres de la vida y del amor sustituían a la gracia y al talento, tan coqueta, tan animada, tan viva, xuyos menores movimientos tenían una deliciosa elocuencia, se ha despojado lentamente y uno por uno de sus artificios naturales. En fin, ¡habéis advertido la verdad! Os habéis negado a ello, creyendo que os engañabais. Pero no, Caroline carece de inteligencia, es tarda, no sabe dar bromas ni discutir, y tiene a veces poco tacto. Os aterráis. Os veis obligados para siempre a conducir a la linda gatita a través de los caminos espinosos en los que os dejaréis vuestro amor propio hecho jirones».

Pero hay más. La temible e invencible alianza de la esposa con su madre, mucho más cruenta si la fortuna ha concedido uno o varios hijos; los malentendidos provocados por la incomprensión de los crípticos sobrentendidos que el hombre no ha sabido descifrar en tiempo y forma; las alianzas capaces de tejer con los hijos, cualquiera que sea su edad, para someter a interminable asedio las posiciones, otrora infranqueables, del padre, con el consiguente llamamiento a su conciencia, a su honor y a sus antiguas, aunque jamás se profirieran, promesas; la inagotable capacidad para insistir una y otra vez acerca de un deseo y el inexplicable talento para llevar el agua a su molino creando conexiones insólitas para que cualquier discusión sobre cualquier tema conduzca, invariablemente, al reproche por no haber respondido a aquel anhelo.

«Las mujeres, cuando cenan invitadas, comen poco. Su arnés secreto las cohíbe; llevan el corsé de gala y se encuentran en presencia de mujeres cuyos ojos y lengua son igualmente temibles. Les gusta, no la buena, sino la delicada mesa: chupar cangrejos, mordisquear codornices al gratín, torturar el alón de un gallo silvestre y comenzar por un trozo de pescado muy fresco, aderezado con una de esas salsas que constituyen la gloria de la cocina francesa. Francia reina en todo por el gusto: Así pues, modistillas, burguesas y duquesas quedan encantadas de una buena cena regada con un vino exquisito, tomada en pequeñas cantidades y que termine por frutas como no llegan más que a París, sobre todo cuando se va a digerir esa pequeña cena en el teatro, en un buen palco, escuchando tonterías, las de la escena y las que les dicen al oído para explicar las de la escena. Únicamente la cuenta del restaurante es de cien francos, el palco cuesta treinta, y los coches, el tocado (guantes flamantes, ramillete, etc.) otro tanto. Esa galantería asciende a un total de ciento sesenta francos, algo así como cuatro mil francos al mes si se va con frecuencia a la Ópera Cómica, a los Italianos y a la gran Ópera. Cuatro mil francos al mes suponen hoy dos millones de capital. Pero todo honor conyugal lo vale».

La decepción que supone dejar el gobierno de la familia a la esposa, no tanto porque ella sea incapaz de llevarlo a buen término —que también—, sino porque los antiguos reproches por no dejar que decidiera nada se han convertido en nuevas recriminaciones por dejar caer sobre sus espaldas todas las responsabilidades. Las alusiones a la buena salud y el imaginario padecimiento —fingido hasta la extenuación— de las enfermedades más exóticas, los síntomas más insólitos, las afecciones más excepcionales, y su hábil utilización, primero, para crear un entorno de crisis generalizada que ponga en disposición al incauto marido —el diagnóstico del médico es inmediatamente descartado por la enferma bajo el criterio de autoridad incuestionable del sufriente—, para después, cuando se acentúa la gravedad de la dolencia, iniciar una conflagración de guerrillas a la que el adversario, que ha olvidado sus defensas, es incapaz de responder.

En la segunda parte del ensayo, el autor, presente en la obra como personaje accesorio que se limita —o debería limitarse— a transcribir, cede —reproduce fielmente— la voz narrativa a las mujeres para que sean ellas mismas quienes relaten sus desazones, en aras de una neutralidad autoral que no pasa, si acaso, de ser una mera intención. En este punto de la obra se hace evidente que la división en dos partes, que presupone la inclusión debidamente balanceada de dos puntos de vista, no es más que parte de la broma y fruto del sentido del humor —y, tal vez, de las convicciones; pero solo tal vez— del propio Balzac. De hecho, el autor asegura más de una vez, explícitamente, que «hablando en puridad, no existen pequeñas desazones para la mujer en la vida conyugal», con lo que esa segunda parte se concreta en el disimulo de esa carencia mediante las declaraciones de las propias esposas, que quieren presumir de sus desazones con el fin de adquirir y conservar un buen tono.

«Para ser feliz en el matrimonio es preciso ser un hombre de genio casado con una mujer cariñosa e inteligente, o bien que, por efecto de una casualidad no tan corriente como pudiera creerse, ambos cónyuges sean extremadamente estúpidos».

Además de intervenir decididamente en la acción con ese papel parecido al de confesor —o confidente, si no es lo mismo—, Balzac emplea diversos trucos metaliterarios, como el hecho de que algunos personajes lean Fisiología del matrimonio, con el enfado subsiguiente de sus esposas y su temor a ver descubiertas sus artimañas.

«Poneos en el lugar de una pobre mujer de belleza discutible, que debe a la cuantía de su dote un marido largo tiempo esperado, que se toma infinitos trabajos y gasta mucho dinero para parecer guapa y seguir las modas, que se sacrifica para tener ricamente puesta y con economía una casa bastante difícil de llevar, que, por religión y tal vez por necesidad, no ama más que a su marido, que no pretende otra cosa sino la dicha de este precioso marido, y que, para expresarlo todo en una frase, une el sentimiento maternal al sentimiento de sus deberes. Este circunloquio es la perífrasis de la palabra amor en el lenguaje de las gazmoñas».

No es extraño que en su búsqueda de aquellos defectos del marido que originarían las desazones de la esposa, Balzac acabe tropezando con el enemigo más letal de las mujeres, sean casadas, solteras, viudas o monjas —pero especialmente en el primer caso—: los seres de su mismo género; doncellas y criadas, parientes de variada lejanía y, sobre todo, las enemigas más irreconciliables —un grupo que puede incluir a la amante del marido—, que pueden convertirse en las más preciadas confidentes; todo es cuestión de la comunidad de intereses, que es el instrumento más eficaz para reclutar aliados entre las filas del enemigo.

«La moraleja de todo esto es que los únicos matrimonios felices son los que se componen de cuatro».

Patología de la vida social

Pathologie de la vie sociale reúne tres ensayos escritos entre 1830 y 1839, Tratado de la vida elegante, Teoría de la marcha y Tratado de los excitantes modernos. Parece ser que el autor tenía en proyecto incluir algunos escritos más, que jamás fueron escritos.

Tratado de la vida elegante (Traité de la vie élégante, 1830) divide a la humanidad en tres grandes grupos: el hombre que trabaja, el hombre que piensa y el hombre que no hace nada; de lo cual resultan tres tipos de vida: la vida ocupada, la vida de artista y la vida elegante.

La vida ocupada es aquella que se valora por sus resultados, a pesar de sus distintas gradaciones, y se basa en la acción; a estos efectos, la vida de un albañil no se distingue de la de un notario, y la dedicación que requiere impide el acceso, siquiera momentáneo, a los otros dos tipos.

La vida del artista, el segundo peldaño de la escala social, es una mezcla de los otros dos: tiene un trabajo, pero este consiste en no hacer nada, y disfruta de alguna de las ventajas del escalón superior, pero siempre en régimen de usufructo y por tiempo limitado. La vida del artista es siempre «la expresión de un gran pensamiento».

La vida elegante, debido a su complejidad intrínseca y a la dificultad —que es, casi, imposibilidad— de precisar sus características y de concretar su variabilidad, se resiste, como los grandes sistemas complejos, a una definición —que, como precisa el autor, siempre es una simplificación. Sin embargo, existen dos circunstancias que, si no definen, sí que delimitan este tipo de vida: la primera y más importante, es que no se puede adquirir, es innata; y la segunda, menos relevante pero igualmente imprescindible, es la exclusión de la vulgaridad en cualquiera de sus manifestaciones.
«A partir del momento en que dos libras de pergamino ya no sirven para todo, en que el hijo natural del propietario millonario de unos baños y un hombre de talento tiene los mismos derechos que el hijo de un conde, ya solo nos puede distinguir nuestro valor intrínseco. Además, en nuestra sociedad han desaparecido las diferencias: ya solo hay matices. Asimismo, el trato social, la elegancia de las maneras y ese no sé qué fruto de una educación completa forman la única barrera que separa al hombre ocioso del hombre ocupado. Si existe un privilegio, este deriva de la superioridad moral. De ahí el alto grado de valor otorgado, por la gran mayoría, a la instrucción, la pureza del lenguaje, la gracia del porte, la más o menos soltura con la que se lleva una indumentaria, la decoración de los apartamentos y, en definitiva, a la perfección de todo lo que depende de la persona. ¿Acaso no contagiamos con nuestros hábitos y nuestras ideas todo lo que nos rodea y nos pertenece? "Habla, camina, come o vístete y te diré quién eres" ha sustituido al antiguo proverbio, expresión cortesana, adagio de los privilegiados».

La vida elegante es una vida, en contra de las apariencias —y debido a su aparente poca productividad—, muy exigente: no solo requiere cierto nivel de medios de vida —no imprescindibles pero sí necesarios en función de la duración que se le exija—, sino también cierta predisposición por adquirirla, cierta voluntad por mantenerla, cierta responsabilidad por representarla y, last, but not least, una dosis ingente de amor propio. Debido a esa complejidad, y para sentar definitivamente las bases de esa tipología, Balzac echa mano, de nuevo, de la metaliteratura, poniendo en boca de un personaje el «gran beneficio para la humanidad», el «paso  inmenso en la senda del progreso», que significaría la publicación de un tratado sobre la vida elegante.

«La antesala es una institución en Inglaterra, donde la aristocracia ha hecho grandísimos progresos; allí hay muy pocas casas que no tenga recibidor. Esa pieza está destinada a dar audiencia a todos los inferiores. La distancia mayor o menor que separa a nuestros ociosos de los hombres ocupados está representada por la etiqueta. Los filósofos, los contestatarios, los guasones que se burlan de las ceremonias no recibirán a su tendero ni aunque fuera candidato a senador con las mismas atenciones que prodigarían a un marqués. No debe deducirse que los fashionables desprecian a los trabajadores; todo lo contrario, les reservan una admirable fórmula de respeto social: "Son personas estimables"».

A pesar de recoger multitud de particularidades, uno de los signos externos más definitorios de la elegancia es la indumentaria. Primero, porque su estado delata el uso al que ha sido sometida, y este a la calidad de su poseedor; pero también revela el buen gusto —o su contrario— de su propietario, una circunstancia que depende solo en parte de su condición social y mucho de su predisposición.

«El patán se cubre, el rico o el tonto se atavían, el hombre elegante se viste».

Teoría de la marcha (Théorie de la démarche, 1833), significa el adelanto, por parte de Balzac, de un siglo a la situación del pensamiento teórico en la que se encuentra desde hace unos años; la inflación de especialidades, combinada con la excepcional cantidad de académicos, ha comportado que, en pocos años, se hayan agotado —sí, sí: agotado— los temas de estudios que poseían algún intertés o alguna utilidad. Pero esa carencia hubiese acabado con los foros de debate, las revistas especializadas, las dignidades académicas y las tesis doctorales. Espoleado por esa necesidad, el autor ha encontrado un tema virgen —o, a decir verdad, poco manoseado, lo que, a estas alturas, es lo más parecido a virgen que se puede hallar— y se ha impuesto la tarea de tratarlo con la seriedad y profundidad que merece.

«Puede que suene pretencioso, pero perdonen al autor su orgullo o, mejor aún, confiesen que es legítimo. ¿No es realmente extraordinario constatar que desde que el hombre camina nadie se haya preguntado por qué camina, cómo camina, si camina, si puede caminar mejor, lo que hace al caminar, si no habría forma de imponer, cambiar o analizar su caminar: preguntas que obedecen a todos los sistemas filosóficos, psicológicos y políticos de los que se ha ocupado el mundo?».

Así pues, impulsado por un legítimo afán científico, sacrificando su tiempo y su inteligencia en aras del bien de la humanidad, el autor se lanza, bravamente y sin red, a formular la definitiva e incuestionable teoría general del caminar. De ello resulta un texto que es una caricatura de los estudios científicos de la época, de las grandes formulaciones teóricas con bases empíricas con pies de barro, de las conclusiones basadas en meras suposiciones, de la mala interpretación del pensamiento inductivo, del desafío de la silogística y, en definitiva, de la esterilidad de la proliferación de teorías acerca de los hechos más insignificantes.

«Codificar, establecer el código del andar; en otras palabras, redactar una serie de axiomas para el reposo de las inteligencias débiles o perezosas, con el fin de ahorrarles la molestia de reflexionar y, mediante la observación de varios principios claros, llevarlos a regular sus movimientos. Al estudiar dicho código, los hombres progresistas y los que se aferran al sistema de perfectabilidad podrán parecer amables, graciosos, distinguidos, bien educados, modernos, queridos, instruidos, duques, marqueses o condes en vez de vulgares, estúpidos, aburridos, pedantes, ruines, maestros de obras del rey Luis Felipe o barones del Imperio. Y ¿no es esto lo más importante en una nación cuya divisa es Todo por la insignia?».

Tratado de los excitantes modernos (Traité des excitants modernes, 1839) apareció por primera vez como apéndice a una edición de Fisiología del gusto, de Jean Anthelme Brillat-Savarin, considerado el primer tratado de gastronomía jamás publicado. En él, Balzac trata de la capacidad de modificación de la conducta y, por tanto, de las sociedades modernas, de cinco sustancias que tienen en común su poder excitante, su reciente incorporación a la sociedad occidental de forma generalizada y, en tres de ellas, su origen exótico: el alcohol, el azúcar, el té, el café y el tabaco.

El autor parte de la distinción entre sustancias que cubren necesidades, cuyo consumo equilibra déficits naturales, imprescindibles en sociedades que no han cubierto enteramente ls supervivencia de sus individuos, y las sustancias que se consumen por placer, propias de sociedades opulentas que tienen sobradamente cubiertas sus necesidades básicas de subsistencia, que pueden crear dependencia y que se siguen consumiendo para evitar las consecuencia negativas a que ha llevado la habituación. Personalmente, el autor sostiene una opinión contraria la uso de estas segundas por sus efectos sobre la salud individual y la sanidad pública.

[P. 774]: «La Administración se las arreglará para contradecir estas observaciones sobre los excitantes que grava con impuestos, pero están fundamentadas, y me atrevería a decir que la pipa tiene mucho que ver con la tranquilidad de Alemania, pues esta despoja al hombre de una parte de su energía. El fisco es por naturaleza estúpido y antisocial, y capaz de precipitar una nación a los abismos del cretinismo por el gusto de hacer pasar escudos de una mano a otra, como hacen los malabaristas indios».

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La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen I

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen II

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen III

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen IV

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen V

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VI

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VII

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VIII

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen IX

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen X

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XI

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XII

La Comedia humana. Escenas de la vida política. Volumen XIII

La Comedia humana. Escenas de la vida campestre. Volumen XIV

La Comedia humana. Escenas de la vida militar. Estudios filosóficos. Volumen XV

La Comedia humana. Estudios filosóficos. Volumen XVI


Es de suma utilidad la consulta puntual al recurso de la Lista de Personajes de La Comedia humana.