«¿Por qué un matrimonio dichoso es tan poco frecuente? Este fenómeno del mundo moral se realiza rara vez a causa de que existen pocos hombres de genio. Una pasión durable es un drama sublime representado por dos actores iguales en talento, un drama en el que los sentimientos son catástrofe, en el que los deseos son acontecimientos, en el que el más ligero pensamiento hace cambiar la escena. Ahora bien, ¿cómo encontrar con frecuencia, en ese rebaño de bimanos que se llama nación, un hombre y una mujer que posean en el mismo grado el genio del amor, cuando las personas de talento están ya tan esparcidas en las otras ciencias, en las que para lograr su objeto el artista no necesita sino entenderse consigo mismo?».
Balzac, evidentemente, dado el tono de la obra, se suma a la ficción de que no puede haber matrimonio si no hay amor —o este es, al menos, el principio invariable que adopta—; así pues, confunde, deliberadamente, una y otra circunstancias —el lector se inclina a pensar que el evidente y no disimulado sesgo masculino presente en Fisiología del matrimonio es más que intencionado— y pretende que sus instrucciones sean aplicables a ambas o, como mínimo, intercambiables. Por esa razón, el primer principio de la «secreta teoría del amor» adolece de ambas inclinaciones: la confusión de términos y la aplicación exclusiva al miembro masculino: «entre dos seres susceptibles de amor, la duración de la pasión está en relación directa de la resistencia primitiva de la mujer o de los obstáculos que los azares sociales oponen a vuestra dicha». Por supuesto, no solo la capacidad de decisión está en manos masculinas —aunque la realmente decisiva sea la respuesta a los requerimientos, y esta está siempre en poder del elemento femenino—, sino también la labor más dura y persistente.
«Tener celos por una mujer de quien se es amado constituye un singular vicio de razonamiento. O somos amados o no lo somos: planteados en estos dos extremos, los celos son un sentimiento inútil en el hombre; tal vez no se expliquen más que el miedo, y quizás los celos sean el miedo en amor. Pero no es dudar de la propia mujer, es dudar de sí mismo. Ser celoso es a la vez el colmo del egoísmo, del amor propio mal entendido y de la irritación de una falsa vanidad. Las mujeres mantienen con un cuidado maravilloso este sentimiento ridículo, porque le deben cachemiras, el dinero para sus vestidos, diamantes..., y porque, para ellas, es el termómetro de su poder. Así, si no parecéis cegado por los celos, vuestra mujer se mantendrá en guardia: porque no existe más que un solo lazo del que no desconfía, aquel que se tenderá a sí misma».
Sin embargo, todos esos principios se refieren a los primeros pasos del proceso; parecen dificultosos e inciertos, pero solo son el aperitivo de lo que vendrá después, de la verdadera prueba de fuego: la entereza ante el paso del tiempo; una circunstancia que merece la formulación de un «teorema»: «El hombre va de la aversión al amor; pero cuando ha comenzado por amar y llega la aversión, no vuelve jamás al amor».
A partir de ese teorema, Balzac enumera y analiza los síntomas —a veces muy explícitos, otras absolutamente ambiguos— que anuncian cambios en la institución matrimonial y que siempre son en perjuicio del elemento masculino. Y lo más curioso de este fenómeno es su aplicación global, que diferentes costumbres, incluso antagónicas, concluyen con la misma resolución.
«El desarrollo de los principios de Oriente ha exigido eunucos y serrallos. Las costumbres bastardas de Francia han traído la plaga de las cortesanas y la plaga mayor de nuestros matrimonios. Así, para emplear la frase hecha de un contemporáneo, el Oriente sacrifica todo a la paternidad de los hombres y a la justicia; y Francia, al pudor de las mujeres. Ni el Oriente ni Francia han alcanzado el objeto que esas instiotuciones debían proponerse. El hombre no es más amado por las mujeres de un harén de lo que el marido está seguro de ser en Francia padre de sus hijos; y el matrimonio no vale todo lo que cuesta. Ya es hora de no sacrificar nada a esa institución y de colocar los fundamentos de una mayor solidez de la dicha en el estado social, conformando nuestras costumbres y nuestras instituciones con nuestro clima».
Tomándose muy en serio su labor pedagógica —dirigida, principalmente, a los futuros maridos—, Balzac enumera y amplía algunos de los requerimientos insalvables para el éxito de todo matrimonio: la mujer debe ser educada pero no letrada, porque la ignorancia es mucho más manejable que la inteligencia; se debe tenerla ocupada en labores ligeras y adecuar su dieta al desgaste físico al que esté sometida, sobrealimentarla es tan malo como hacerle pasar hambre; se deben mantener buenas relaciones con sus amantes o aspirantes a amantes para poder sembrar, en el momento oportuno, la cizaña requerida; se debe cuidar de la disposición de la vivienda, evitar los recovecos, los espacios escamoteables y, en especial, la disposición del lecho y de la habitación que lo alberga; se debe conseguir que haga lo que uno quiere pero convencida de que está haciendo su voluntad; cuanto más nos acerquemos a lo que la esposa piense que somos, más desprevenida se mostrará y más fácil será cogerla en falta; se deberá ser lo bastante hábil como para acertar en la trampa que tender, en función de la falta que se quiera descubrir; y, finalmente, sobre todo, se deberá ser un observador constante y avezado para buscar las razones de cualquier cambio, de toda índole, que se produzca en el entorno familiar o social.
«Uno de los mayores errores humanos consiste en la creencia de que nuestro honor y nuestra reputación resultan de nuestros actos o de la aprobación que la conciencia da a nuestra conducta. Un hombre que vive en sociedad es esclavo de la opinión pública. Ahora bien, en Francia un hombre particular tiene en el mundo social mucha menos influencia que su mujer, y está en manos de esta el ridiculizarlo. Las mujeres poseen el talento de colorear con razones artificiosas las recriminaciones que se permiten hacer. No defienden jamás sus errores, y este es un arte en el que son maestras, sabiendo oponer autoridades a los razonamientos y asertos a las pruebas, y obteniendo con frecuencia pequeños éxitos de detalle. Se adivinan y se comprenden admirablemente cuando una de ellas presenta a otra un arma que le está vedado afilar. Así es como a veces pierden un marido sin querer. Prenden la chispa, y largo tiempo después están asustadas del incendio».
Todas estas estratagemas pueden mostrarse útiles siempre y cuando se pueda contar con la aquiescencia, real o figurada, de la esposa, pero no sirven para nada si esta toma una actitud beligerante: en este caso, se desata una guerra sin cuartel de resultado bastante predecible pero no por ello menos cruento. Una guerra, que Balzac califica como «civil», que, como todas las guerras, está sujeta a todas las argucias, planes, estrategias, contrainteligencia, pero también al papel de los aliados, unos coligados de los que, dada su naturaleza, sacará más partido la esposa, y de los que el marido hará bien en cuidarse, porque su beligerancia puede llegar a ser más letal que la propia del enemigo declarado. Balzac enumera y analiza algunos de ellos: la religión, particularmente la confesión, la suegra, las amigas, las doncellas, el médico y los aliados del amante.
«Si el autor ha cometido la impertinencia de decir verdades demasiado duras, si ha generalizado demasiado frecuentemente hechos particulares, y si ha descuidado demasiadolos lugares comunes que se emplean para incensar a las mujeres desde tiempo inmemorial, ¡oh!, que sea crucificado. Pero no le atribuyáis intenciones hostiles contra la institución en sí misma: él no ataca más que a las mujeres y a los hombres. Sabe que desde el momento en que el matrimonio no ha destruido al matrimonio, es inatacable; y, después de todo, si existen tantas quejas contra esta institución, tal vez es porque el hombre no tiene memoria sino para sus males y acusa a su mujer como acusa a la vida, ya que el matrimonio es una vida en la vida. Sin embargo, los personajes que tienen la costumbre de formarse una opinión leyendo un periódico criticarán tal vez un libro que lleva demasiado lejos la manía del eclecticismo; entonces, si necesitan de todos modos algo que parezca una peroración, no es imposible encontrarles una».
Pequeñas desazones de la vida conyugal
Petites misères de la vie conjugale fue publicada por capítulos en varias revistas entre 1830 y 1846, y se incluyó en La Comedia humana en 1855, en una edición póstuma. Sus 39 capítulos y 25 axiomas están agrupados en dos partes: una primera, dedicada a las desazones que sufren los maridos a causa de sus esposas, y una segunda, a las zozobras que sufren las esposas por causa de sus maridos, para completar el retrato de las miserias del matrimonio. En cuanto al título, esas desazones parecen bastante menos drásticas que las misères del original; dado que las definiciones en francés y castellano —misères y miserias—son bastante aproximadas, tal vez hubiese sido una buena idea mantener miserias en la traducción del título.
«Cuando a una mujer se le dan razones en lugar de darle lo que quiere, pocos hombres se han atrevido a descender al fondo de ese pequeño abismo llamado corazón para apreciar en él la fuerza de la tempestad que se desencadena en él súbitamente»,
Esas treinta y nueve «pequeñas desazones imprevistas» ponen en cuestión la idea general de matrimonio, especialmente de aquellos que aún no lo practican; funcionalmente, podrían pasar como casos prácticos del equipamiento ideológico que proporcionarían los fundamentos teorizados en Fisiología del matrimonio, con parecida orientación —fundamentalmente destinados a la facción masculina— y parejo sentido del humor; sin embargo, al faltar esos acostumbrados mensajes, por llamarlos de algún modo, del narrador al lector, tan frecuentes en la totalidad de la obra de Balzac, los relatos adquieren un cariz tal vez algo más amargo; así sucede, por ejemplo, con la cuestión de las herencias, las prometidas, las denegadas, las esperadas y las malogradas.
«Por lo general, una joven no descubre su verdadero carácter hasta dos o tres años después del matrimonio. Disimula, sin quererlo, sus defectos en medio de las primeras alegrías y las primeras fiestas. Acude a los salones para bailar en ellos, va a casa de los parientes para haceros triunfar, viaja escoltada por las primeras malicias del amor y se hace mujer. Después se convierte en madre y nodriza, y en esta situación, llena de dulces dolores, que no deja a la observación ni una palabra ni un minuto, pues hasta tal punto se multiplican los cuidados, es imposible juzgar a una mujer. Habéis necesitado, pues, tres o cuatro años de vida íntima antes de que hayáis podido descubrir una cosa horriblemente triste, un motivo de perpetuos terrores. Vuestra mujer, esa muchacha en quien los primeros placeres de la vida y del amor sustituían a la gracia y al talento, tan coqueta, tan animada, tan viva, xuyos menores movimientos tenían una deliciosa elocuencia, se ha despojado lentamente y uno por uno de sus artificios naturales. En fin, ¡habéis advertido la verdad! Os habéis negado a ello, creyendo que os engañabais. Pero no, Caroline carece de inteligencia, es tarda, no sabe dar bromas ni discutir, y tiene a veces poco tacto. Os aterráis. Os veis obligados para siempre a conducir a la linda gatita a través de los caminos espinosos en los que os dejaréis vuestro amor propio hecho jirones».
Pero hay más. La temible e invencible alianza de la esposa con su madre, mucho más cruenta si la fortuna ha concedido uno o varios hijos; los malentendidos provocados por la incomprensión de los crípticos sobrentendidos que el hombre no ha sabido descifrar en tiempo y forma; las alianzas capaces de tejer con los hijos, cualquiera que sea su edad, para someter a interminable asedio las posiciones, otrora infranqueables, del padre, con el consiguente llamamiento a su conciencia, a su honor y a sus antiguas, aunque jamás se profirieran, promesas; la inagotable capacidad para insistir una y otra vez acerca de un deseo y el inexplicable talento para llevar el agua a su molino creando conexiones insólitas para que cualquier discusión sobre cualquier tema conduzca, invariablemente, al reproche por no haber respondido a aquel anhelo.
«Las mujeres, cuando cenan invitadas, comen poco. Su arnés secreto las cohíbe; llevan el corsé de gala y se encuentran en presencia de mujeres cuyos ojos y lengua son igualmente temibles. Les gusta, no la buena, sino la delicada mesa: chupar cangrejos, mordisquear codornices al gratín, torturar el alón de un gallo silvestre y comenzar por un trozo de pescado muy fresco, aderezado con una de esas salsas que constituyen la gloria de la cocina francesa. Francia reina en todo por el gusto: Así pues, modistillas, burguesas y duquesas quedan encantadas de una buena cena regada con un vino exquisito, tomada en pequeñas cantidades y que termine por frutas como no llegan más que a París, sobre todo cuando se va a digerir esa pequeña cena en el teatro, en un buen palco, escuchando tonterías, las de la escena y las que les dicen al oído para explicar las de la escena. Únicamente la cuenta del restaurante es de cien francos, el palco cuesta treinta, y los coches, el tocado (guantes flamantes, ramillete, etc.) otro tanto. Esa galantería asciende a un total de ciento sesenta francos, algo así como cuatro mil francos al mes si se va con frecuencia a la Ópera Cómica, a los Italianos y a la gran Ópera. Cuatro mil francos al mes suponen hoy dos millones de capital. Pero todo honor conyugal lo vale».
La decepción que supone dejar el gobierno de la familia a la esposa, no tanto porque ella sea incapaz de llevarlo a buen término —que también—, sino porque los antiguos reproches por no dejar que decidiera nada se han convertido en nuevas recriminaciones por dejar caer sobre sus espaldas todas las responsabilidades. Las alusiones a la buena salud y el imaginario padecimiento —fingido hasta la extenuación— de las enfermedades más exóticas, los síntomas más insólitos, las afecciones más excepcionales, y su hábil utilización, primero, para crear un entorno de crisis generalizada que ponga en disposición al incauto marido —el diagnóstico del médico es inmediatamente descartado por la enferma bajo el criterio de autoridad incuestionable del sufriente—, para después, cuando se acentúa la gravedad de la dolencia, iniciar una conflagración de guerrillas a la que el adversario, que ha olvidado sus defensas, es incapaz de responder.
En la segunda parte del ensayo, el autor, presente en la obra como personaje accesorio que se limita —o debería limitarse— a transcribir, cede —reproduce fielmente— la voz narrativa a las mujeres para que sean ellas mismas quienes relaten sus desazones, en aras de una neutralidad autoral que no pasa, si acaso, de ser una mera intención. En este punto de la obra se hace evidente que la división en dos partes, que presupone la inclusión debidamente balanceada de dos puntos de vista, no es más que parte de la broma y fruto del sentido del humor —y, tal vez, de las convicciones; pero solo tal vez— del propio Balzac. De hecho, el autor asegura más de una vez, explícitamente, que «hablando en puridad, no existen pequeñas desazones para la mujer en la vida conyugal», con lo que esa segunda parte se concreta en el disimulo de esa carencia mediante las declaraciones de las propias esposas, que quieren presumir de sus desazones con el fin de adquirir y conservar un buen tono.
«Para ser feliz en el matrimonio es preciso ser un hombre de genio casado con una mujer cariñosa e inteligente, o bien que, por efecto de una casualidad no tan corriente como pudiera creerse, ambos cónyuges sean extremadamente estúpidos».
Además de intervenir decididamente en la acción con ese papel parecido al de confesor —o confidente, si no es lo mismo—, Balzac emplea diversos trucos metaliterarios, como el hecho de que algunos personajes lean Fisiología del matrimonio, con el enfado subsiguiente de sus esposas y su temor a ver descubiertas sus artimañas.
«Poneos en el lugar de una pobre mujer de belleza discutible, que debe a la cuantía de su dote un marido largo tiempo esperado, que se toma infinitos trabajos y gasta mucho dinero para parecer guapa y seguir las modas, que se sacrifica para tener ricamente puesta y con economía una casa bastante difícil de llevar, que, por religión y tal vez por necesidad, no ama más que a su marido, que no pretende otra cosa sino la dicha de este precioso marido, y que, para expresarlo todo en una frase, une el sentimiento maternal al sentimiento de sus deberes. Este circunloquio es la perífrasis de la palabra amor en el lenguaje de las gazmoñas».
No es extraño que en su búsqueda de aquellos defectos del marido que originarían las desazones de la esposa, Balzac acabe tropezando con el enemigo más letal de las mujeres, sean casadas, solteras, viudas o monjas —pero especialmente en el primer caso—: los seres de su mismo género; doncellas y criadas, parientes de variada lejanía y, sobre todo, las enemigas más irreconciliables —un grupo que puede incluir a la amante del marido—, que pueden convertirse en las más preciadas confidentes; todo es cuestión de la comunidad de intereses, que es el instrumento más eficaz para reclutar aliados entre las filas del enemigo.
«La moraleja de todo esto es que los únicos matrimonios felices son los que se componen de cuatro».
Patología de la vida social
Pathologie de la vie sociale reúne tres ensayos escritos entre 1830 y 1839, Tratado de la vida elegante, Teoría de la marcha y Tratado de los excitantes modernos. Parece ser que el autor tenía en proyecto incluir algunos escritos más, que jamás fueron escritos.
Tratado de la vida elegante (Traité de la vie élégante, 1830) divide a la humanidad en tres grandes grupos: el hombre que trabaja, el hombre que piensa y el hombre que no hace nada; de lo cual resultan tres tipos de vida: la vida ocupada, la vida de artista y la vida elegante.
La vida ocupada es aquella que se valora por sus resultados, a pesar de sus distintas gradaciones, y se basa en la acción; a estos efectos, la vida de un albañil no se distingue de la de un notario, y la dedicación que requiere impide el acceso, siquiera momentáneo, a los otros dos tipos.
La vida del artista, el segundo peldaño de la escala social, es una mezcla de los otros dos: tiene un trabajo, pero este consiste en no hacer nada, y disfruta de alguna de las ventajas del escalón superior, pero siempre en régimen de usufructo y por tiempo limitado. La vida del artista es siempre «la expresión de un gran pensamiento».
La vida elegante, debido a su complejidad intrínseca y a la dificultad —que es, casi, imposibilidad— de precisar sus características y de concretar su variabilidad, se resiste, como los grandes sistemas complejos, a una definición —que, como precisa el autor, siempre es una simplificación. Sin embargo, existen dos circunstancias que, si no definen, sí que delimitan este tipo de vida: la primera y más importante, es que no se puede adquirir, es innata; y la segunda, menos relevante pero igualmente imprescindible, es la exclusión de la vulgaridad en cualquiera de sus manifestaciones.
«A partir del momento en que dos libras de pergamino ya no sirven para todo, en que el hijo natural del propietario millonario de unos baños y un hombre de talento tiene los mismos derechos que el hijo de un conde, ya solo nos puede distinguir nuestro valor intrínseco. Además, en nuestra sociedad han desaparecido las diferencias: ya solo hay matices. Asimismo, el trato social, la elegancia de las maneras y ese no sé qué fruto de una educación completa forman la única barrera que separa al hombre ocioso del hombre ocupado. Si existe un privilegio, este deriva de la superioridad moral. De ahí el alto grado de valor otorgado, por la gran mayoría, a la instrucción, la pureza del lenguaje, la gracia del porte, la más o menos soltura con la que se lleva una indumentaria, la decoración de los apartamentos y, en definitiva, a la perfección de todo lo que depende de la persona. ¿Acaso no contagiamos con nuestros hábitos y nuestras ideas todo lo que nos rodea y nos pertenece? "Habla, camina, come o vístete y te diré quién eres" ha sustituido al antiguo proverbio, expresión cortesana, adagio de los privilegiados».
La vida elegante es una vida, en contra de las apariencias —y debido a su aparente poca productividad—, muy exigente: no solo requiere cierto nivel de medios de vida —no imprescindibles pero sí necesarios en función de la duración que se le exija—, sino también cierta predisposición por adquirirla, cierta voluntad por mantenerla, cierta responsabilidad por representarla y, last, but not least, una dosis ingente de amor propio. Debido a esa complejidad, y para sentar definitivamente las bases de esa tipología, Balzac echa mano, de nuevo, de la metaliteratura, poniendo en boca de un personaje el «gran beneficio para la humanidad», el «paso inmenso en la senda del progreso», que significaría la publicación de un tratado sobre la vida elegante.
«La antesala es una institución en Inglaterra, donde la aristocracia ha hecho grandísimos progresos; allí hay muy pocas casas que no tenga recibidor. Esa pieza está destinada a dar audiencia a todos los inferiores. La distancia mayor o menor que separa a nuestros ociosos de los hombres ocupados está representada por la etiqueta. Los filósofos, los contestatarios, los guasones que se burlan de las ceremonias no recibirán a su tendero ni aunque fuera candidato a senador con las mismas atenciones que prodigarían a un marqués. No debe deducirse que los fashionables desprecian a los trabajadores; todo lo contrario, les reservan una admirable fórmula de respeto social: "Son personas estimables"».
A pesar de recoger multitud de particularidades, uno de los signos externos más definitorios de la elegancia es la indumentaria. Primero, porque su estado delata el uso al que ha sido sometida, y este a la calidad de su poseedor; pero también revela el buen gusto —o su contrario— de su propietario, una circunstancia que depende solo en parte de su condición social y mucho de su predisposición.
«El patán se cubre, el rico o el tonto se atavían, el hombre elegante se viste».
Teoría de la marcha (Théorie de la démarche, 1833), significa el adelanto, por parte de Balzac, de un siglo a la situación del pensamiento teórico en la que se encuentra desde hace unos años; la inflación de especialidades, combinada con la excepcional cantidad de académicos, ha comportado que, en pocos años, se hayan agotado —sí, sí: agotado— los temas de estudios que poseían algún intertés o alguna utilidad. Pero esa carencia hubiese acabado con los foros de debate, las revistas especializadas, las dignidades académicas y las tesis doctorales. Espoleado por esa necesidad, el autor ha encontrado un tema virgen —o, a decir verdad, poco manoseado, lo que, a estas alturas, es lo más parecido a virgen que se puede hallar— y se ha impuesto la tarea de tratarlo con la seriedad y profundidad que merece.
«Puede que suene pretencioso, pero perdonen al autor su orgullo o, mejor aún, confiesen que es legítimo. ¿No es realmente extraordinario constatar que desde que el hombre camina nadie se haya preguntado por qué camina, cómo camina, si camina, si puede caminar mejor, lo que hace al caminar, si no habría forma de imponer, cambiar o analizar su caminar: preguntas que obedecen a todos los sistemas filosóficos, psicológicos y políticos de los que se ha ocupado el mundo?».
Así pues, impulsado por un legítimo afán científico, sacrificando su tiempo y su inteligencia en aras del bien de la humanidad, el autor se lanza, bravamente y sin red, a formular la definitiva e incuestionable teoría general del caminar. De ello resulta un texto que es una caricatura de los estudios científicos de la época, de las grandes formulaciones teóricas con bases empíricas con pies de barro, de las conclusiones basadas en meras suposiciones, de la mala interpretación del pensamiento inductivo, del desafío de la silogística y, en definitiva, de la esterilidad de la proliferación de teorías acerca de los hechos más insignificantes.
«Codificar, establecer el código del andar; en otras palabras, redactar una serie de axiomas para el reposo de las inteligencias débiles o perezosas, con el fin de ahorrarles la molestia de reflexionar y, mediante la observación de varios principios claros, llevarlos a regular sus movimientos. Al estudiar dicho código, los hombres progresistas y los que se aferran al sistema de perfectabilidad podrán parecer amables, graciosos, distinguidos, bien educados, modernos, queridos, instruidos, duques, marqueses o condes en vez de vulgares, estúpidos, aburridos, pedantes, ruines, maestros de obras del rey Luis Felipe o barones del Imperio. Y ¿no es esto lo más importante en una nación cuya divisa es Todo por la insignia?».
Tratado de los excitantes modernos (Traité des excitants modernes, 1839) apareció por primera vez como apéndice a una edición de Fisiología del gusto, de Jean Anthelme Brillat-Savarin, considerado el primer tratado de gastronomía jamás publicado. En él, Balzac trata de la capacidad de modificación de la conducta y, por tanto, de las sociedades modernas, de cinco sustancias que tienen en común su poder excitante, su reciente incorporación a la sociedad occidental de forma generalizada y, en tres de ellas, su origen exótico: el alcohol, el azúcar, el té, el café y el tabaco.
El autor parte de la distinción entre sustancias que cubren necesidades, cuyo consumo equilibra déficits naturales, imprescindibles en sociedades que no han cubierto enteramente ls supervivencia de sus individuos, y las sustancias que se consumen por placer, propias de sociedades opulentas que tienen sobradamente cubiertas sus necesidades básicas de subsistencia, que pueden crear dependencia y que se siguen consumiendo para evitar las consecuencia negativas a que ha llevado la habituación. Personalmente, el autor sostiene una opinión contraria la uso de estas segundas por sus efectos sobre la salud individual y la sanidad pública.
[P. 774]: «La Administración se las arreglará para contradecir estas observaciones sobre los excitantes que grava con impuestos, pero están fundamentadas, y me atrevería a decir que la pipa tiene mucho que ver con la tranquilidad de Alemania, pues esta despoja al hombre de una parte de su energía. El fisco es por naturaleza estúpido y antisocial, y capaz de precipitar una nación a los abismos del cretinismo por el gusto de hacer pasar escudos de una mano a otra, como hacen los malabaristas indios».