30 de enero de 2023

Claude Simon VII


Los Laberintos

Marie-Hélène Lafon

1985, esto empieza, leo La Ruta de Flandes; me esfuerzo, lo intento, persevero, persevero más de lo que leo, me hundo, me pierdo, me aburro, me obstino, lo termino como una penitencia; y ya está. No ha pasado nada o casi nada.

Casi nada si no fuera porque Claude Simon está vivo, es la primera persona viva notable que he leído; con notable quiero decir santificado, consagrado por la Universidad, por el Premio Nobel que le fue concedido precisamente en 1985. No sé nada del mundo editorial, pero creo también entender que Éditions de Minuit debe ser un verdadero hogar para una obra en curso. Claude Simon fue el primer gran escritor vivo que leí; a principios de los años 80, los estudios clásicos en la Sorbona sólo se concebían con autores muy muertos, y en la lista de textos presentados al examen oral de francés de bachillerato en Saint Flour en 1979, sólo Albert Camus habría podido seguir vivo.

Ahora bien, leer a un escritor vivo me habría dado la oportunidad, o hecho correr el riesgo, de permitirme pensar, adivinar, suponer que en una habitación, o en un despacho, o bajo un tilo, o en un café, mientras yo estaba ocupada estudiando, y, desde 1984, enseñando, un hombre, más que una mujer —no leí ni a Duras ni a Sarraute en aquellos años ochenta—, un hombre, pues, piel huesos carne, deseos y dolores incrustados por igual en él, un hombre estaba escribiendo, había escrito, había elaborado, había exudado lo que estaba leyendo, allá, yo; yo estaba al otro lado del libro y, sin embargo, en el mismo mundo que el que escribía; el que escribe es contingente, tiene un cuerpo, existe, puedo haberme cruzado con él en el metro, podemos haber tomado el mismo tren; es contingente; escribir es un acto contingente, plausible; escribir es contingente.

En 1985 yo tenía veintitrés años, quise escribir desde que aprendí los fundamentos en la escuela primaria, pero no lo hice y no escribiría nada hasta octubre de 1996; me aplicaría todavía durante once años más en leer y estudiar textos escritos por otros. Seguiría caminos sinuosos algo austeros, la prueba de capacitación en gramática, una tesis doctoral, y fue la lectura, entre octubre de 1995 y octubre de 1996, de tres escritores vivos, tres hombres, la que me llevó al banco de trabajo, un banco que no he abandonado desde entonces. Estos tres escritores fueron Pierre Michon, Pierre Bergounioux y Richard Millet. En estos últimos años me he preguntado por qué la lectura de Claude Simon, en 1985, no precipitó la escritura, no le dio impulso; en otras palabras, ¿por qué, con La Ruta de Flandes, me perdí la lectura de Claude Simon, pero también, y sobre todo, la escritura, como quien pierde un tren que no volverá a pasar hasta once años después?

Ciertamente, yo no estaba preparada para dar el paso a los veintitrés años, como sí lo estaría a los treinta y cuatro, y no hay en ello nada tan banal ni tan íntimo que me impida exponerlo, aquí aún menos que en otras partes. Me pareció, sin embargo, que había otras razones, menos intestinas y menos insignificantes, y, bajo esa doble condición, quizá digna de ser exhumada, que habían regido lo que no era una elección. No pude leer a Claude Simon, en el sentido en que leer significaría reconocerse en una escritura, antes de 1997 y de La hierba, en primer lugar, porque no tenía con él el mismo parentesco sociológico y geográfico, ni siquiera geológico, que tenía con los tres candidatos antes mencionados, Michon Bergounioux Millet, más o menos salidos, como se dice para indicar los orígenes, como yo, salidos, pues, del Macizo Central, y los tres ocupados, no más que yo, en escribir sobre mundos que nunca acaban en silencio desde principios de los sesenta. También creo que el encuentro no se produjo porque yo no podía aceptar leer mientras perdía el aliento y el sentido y el hilo, mientras me dejaba revolcar en harina textual, y finalmente porque el texto de Claude Simon estaba demasiado saturado sexualmente para ser soportable para mí en aquel momento.

Ausencia de parentesco, vértigo del sentido, carga sexual y también otros motivos, enlazados entre sí y que yo no acabé de desentrañar, me mantuvieron al margen de la obra hasta que leí La hierba, que me ofreció en 1997 un amigo que me conminó a leerla, con extrema urgencia, como lo hacen a veces, a riesgo de parecer impertinentes, los amigos más tenaces. De pronto, sucedió algo; era septiembre en el libro, pero a mí me pareció que era verano, me parece que siempre es verano en La hierba; la respiración dificultosa de una vieja muchacha agonizante silabea la lectura, amortiguada por las paredes de la casa, da al texto su tempo lacerante, cava en él un pozo de sombra vertiginosa, suave y helada, mientras que la luz «llueve»; perdura, no termina, algo se resiste, la moribunda es testaruda, a su alrededor continúan los demás, el hermano adorado, la cuñada, consumida en el «mantenimiento imposible» de cuerpos septuagenarios, ellos mismos ancianos impedidos por los achaques de la edad, Louise, la sobrina por matrimonio, una joven desgarrada por los deseos. Repentinamente, ya no intento comprenderlo todo, atar, reatar, desatar los hilos narrativos, saber quién dice qué quién piensa quién aguarda quién espera quién tiene miedo, me dejo llevar, me dejo llevar; nada impide la subida de la marea; se me lleva y me supera; es ante todo una experiencia orgánica, una cuestión de los sentidos, los cinco y otros que no tienen nombre; es un poco brutal, y bestial, y al mismo tiempo de una dulzura que conmueve; es una sorpresa, nunca lo hubiera creído de y con Claude Simon, no me lo esperaba, eso me enseñará a creer y a esperar en los escritores.

Le cojo el gusto, recupero el aliento como quien pide clemencia y vuelvo a empezar, reincido, rumiaré La hierba hasta La cabellera de Bérénice, que leo por primera vez en 1998; pierdo el aliento desde el segundo párrafo y el «tejido de sus medias»; después tropiezo con una coma, la de la página 22, «sin dejar de andar se volvió a colocar la peineta, negra en el crepúsculo», coma que me produce el mismo efecto que el «sin embargo» [«cependant»] inaugural de Gustave Flaubert en Un corazón simple, coma y adverbio azotando el cuerpo textual e imprimiendo a la frase su arqueo. La cabellera de Bérénice sería para mí la historia de la aparición de las mujeres, de su encarnación; además, más tarde sabría que el título de la edición de 1966, con los cuadros de Joan Miró en la sala Maeght, era Mujeres; pienso de nuevo en Gustave Flaubert y veo a Madame Arnoux en el puente de La-ville-de-Montereau, el «esplendor de su piel morena (...) esta finura de los dedos a través de los que pasaba la luz».

Con La cabellera de Bérénice y La hierba, se me abrió un camino a la obra de Claude Simon, se despejó una senda de acceso, la palabra se hizo carne; fue la llave manchada de sangre, de sudor o de semen, la llave de la cámara secreta donde jadean en las sombras los cuerpos resplandecientes. Una mujer se adelanta, aparece en el campo de visión. Una mujer es mirada. Es la vida misma, aparece una mujer y todo comienza. Mar, playa desierta, un pañuelo negro, un niño. Sus cuerpos, mano brazo busto pierna, sobre la arena, posados. La carne de la mujer estalla. Blanco contra el negro de las medias, las alpargatas, el faldón. Muslos lechosos. Cavidad imaginada. Es una orgía, te hundes, te hunden. El mar respira, se le oye. Los olores ascienden, ascenderán. La frase avanza como un barco, su proa hiende la página, drena a su paso el poderoso caudal. La frase no se detiene, se enrosca, se eleva, jadea, brama, gime, se tensa, se calma, se reanuda. Podría no terminar nunca, habría estado siempre ahí, desde todas las noches, y todos los crepúsculos, y todos los amaneceres, en todas las playas vacías donde las mujeres con muslos lechosos aparecen en el azul primigenio. Estamos atrapados. Estoy atrapada. El mundo emerge, se encarna, convocado, espeso, fluido, inmediato, suave e imperioso. El texto no se agota, el mundo tampoco, ambos chocan y se enredan, yo me contento con estar ahí, superada, agarrada. Es la melé capital, en el centro del campo, pelos piel hueso sangre sudor. Sería una crucifixión deliciosa, un descuartizamiento exquisito que no quisiera terminar.

El tranvía es el único libro de Claude Simon que leí cuando salió, en 2001. El hilo narrativo está menos enterrado que en los anteriores, y también pude sentir por primera vez, sentir en el sentido de oler, olfatear, lo que hay de tierra en los textos de Claude Simon, tierra del sur, tierra de la viña y del olivar,  tierra, sin embargo, que se posee, que se hereda y de la que se vive aunque uno mismo no la haya trabajado con sus manos, con su espalda, con su cuerpo; esta vinculación no está en la historia de Claude Simon, está en la de Eugenia y Marie, las hermanas vestales, entregadas al culto del hermano como se cultiva un campo. Con el impulso que me dio El tranvía, leí y releí La acacia, que es también, no sólo, sino también, una saga campesina áspera y carnosa. Desenredo la novela familiar, la parte paterna, la  materna, las propiedades, las casas, la infancia, las guerras que siempre se vuelven a librar, todo genera sustrato y sólo entonces puedo retomar el hilo de la obra, leer El viento, Tríptico, Archipiélago, Norte, y retomar La Ruta de Flandes. Todavía no he leído ninguna biografía, en realidad no quiero saber nada más que lo que aparece en las novelas como como una filigrana persistente. También rumío voluptuosamente unas cuantas imágenes, un puñado, una foto de Réa, terciopelo redondeado con los hombros anchos ojos manos anudadas, la foto de la portada de la edición de bolsillo de Las Geórgicas, cabeza de monje jersey suave, triple capa en el cuerpo, sobre la mesa, sobre la hoja de papel blanco la mano de un colegial razonablemente colocada, y, en la mirada, en el pliegue de la boca, algo pícaro y travieso a la vez. Vi en el Beaubourg la película de una entrevista con Marianne Alphant, oí la voz, vi cómo se mueve el cuerpo, lo que tiene de tierra y de viento a la vez esta elegancia felina; vi esta película como una danza y me gustó estar así al borde de la pista de baile, al borde de la grieta, al otro lado de la empalizada.

He llegado a este punto. No he leído todo Claude Simon, pero he intentado leer cada texto en su totalidad; por leer en su totalidad entendería tanto leer como uno se ahoga, aceptando ahogarse hasta perder el sentido, como dejarse trabajar en el cuerpo textual por otro cuerpo textual. Entendería por dejarse trabajar el dejarse hacer silenciosamente un trabajo de la lengua por la lengua; esto ocurre en primer lugar en términos de fraseo y, por tanto, de puntuación. Antes de Claude Simon había, principalmente, el punto y coma de Gustave Flaubert, que uso, incluso abuso, con voluptuosidad; los puntos suspensivos de Louis Ferdinand Céline, que me prohíben todo uso de este orificio anal del texto; y esa manera poderosa,  imperiosa, que tiene Richard Millet de hacer sobrepasar los límites de la frase en La Gloire des Pythre y L'Amour des trois sœurs Piale. Con la lectura de Claude Simon, la frase, la mía, la que quisiera escribir, tiende a convertirse en un flujo textual; atención, no se trata de reblandecerla ad libitum, es justo lo contrario; hace falta que se sostenga por sí misma, entre las mayúsculas, que sigo utilizando por el impulso vertical que dan a la página, en el sentido tipográfico del término, siendo la mayúscula en la página impresa lo que sería el ciprés en ciertos paisajes y el poste de madera en la alambrada; entre la mayúscula y el punto, pues, la frase debe permanecer erguida y flexible, empapada de vida como un árbol, empapada de vida como un cuerpo suave y cálido que caminara durante mucho tiempo por un sendero cercado por el viento. Es una cuestión de organización, una cuestión de tensión interna, entre violencia y suavidad, entre contención y explosión. La ausencia de coma se convierte en un signo de puntuación, marca un hueco, revela una carencia; nos asfixiamos en silencio y se busca el aliento al borde de un vértigo jubiloso, o de un júbilo vertiginoso.

Dejarse trabajar sería también dejarse afectar por lo que la lectura de Claude Simon afecta al tiempo de la narración y, en consecuencia, al tiempo mismo, al tiempo del que lee, al tiempo del que escribe, al tiempo de la vida y de la muerte. Sería como si el tiempo no tuviera fondo, como si todo hubiera empezado ya y también como si todo hubiera terminado antes del acto de lenguaje que lleva el nombre de narración y que inaugura un orden temporal específico para el libro. Poco importa si se pueden o no establecer puntos de referencia, ajustarse a tal o cual fecha, computar la duración de una agonía, de una retirada a caballo o de la matanza de un conejo; no se trata de eso; el que lee debe consentir en verse envuelto en una materia opaca, estratificada y compacta a la vez, densa, movediza como la arena, una materia viva que sería la mucosa misma del tiempo. El tiempo de la narración transcurre y no transcurre, se enrolla sobre sí mismo, se coagula, se espesa, se despliega en redes ínfimas, laberínticas, entrelazadas unas con otras, más o menos materializadas en la página por paréntesis, guiones, comas o puntos. Mi conciencia de lectora avanza en ráfagas terebrantes y, al hacerlo, me veo a la vez traspasada y desbordada por ondas temporales a la vez simultáneas y sucesivas. Voy al texto y él viene a mí, lo incorporo y me engulle, me hundo y se hunde.

Volviendo al banco de trabajo, recuperando el taller de escritura, una vez puesto a prueba, amoldado al cuerpo, por una parte me sorprendo atreviéndome aún más a ciertos desprendimientos narrativos que dislocan la cronología, la vuelcan, la sacuden, la desdoblan, alterando el ritmo de la narración, me parece, dinamizado, a la vez saciado y enriquecido con una sobredosis de tensión; por otra parte, y este es otro efecto tangible provocado por la lectura de Claude Simon y de las reflexiones calladas que la siguen, comprendo mejor, experimento plenamente, como si tocara madera, hasta qué punto la escritura, como la pintura, la fotografía y el cine, sería en el fondo una cuestión de representación y de mirada, la representación presupone la mirada. El lector sería, a la vez, un espectador deslumbrado en La cabellera de Bérénice y un mirón escondido en la posición del voyeur, su ojo pegado a la «rendija (...) ampliada a propósito» de la empalizada de Tríptico, observando al que monta el espectáculo al otro lado de la empalizada, al que ofrece la representación al voyeur, obviamente, el que escribe. Habría pues, cuando funciona, en la escritura y en la lectura, doble placer a ambos lados de la página empalizada palimpsesto, a lo Tríptico, el placer del voyeur y el placer del gerente del establecimiento que se lo ofrece al voyeur a cambio de su dinero, que se lo pone en el punto de mira, para que pueda cazarlo más o menos furtivamente en la fecunda espesura de lo real. Nunca me canso de esta Tentativa de restitución de un retablo barroco, que es el otro título, el subtítulo, de El vientoTentativa de restitución es todo a la vez, tensión y juego, carencia y saciedad, distancia y cuerpo a cuerpo, y, en este punto, me digo que Claude Simon, al final, es muy bailable.

Recursos relativos a Marie-Hélène Lafon en este blog:

Notas de Lectura de Historia del hijo

Notas de Lectura de Flaubert for ever

Notas de Lectura de Nuestra vidas

Notas de Lectura de Los países

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Este artículo es la traducción al castellano de: Marie-Hélène Lafon, «Les Labyrinthes», Cahiers Claude Simon [En ligne], 8 | 2013. URL : http://journals.openedition.org/ccs/871

La imagen de la cabecera corresponde a la fotografía de la portada de la edición de bolsillo, citada en el texto y publicada por Éditions de Minuit, de Las Geórgicashttp://www.leseditionsdeminuit.fr/livre-Les_G%C3%A9orgiques%C2%A0-2324-1-1-0-1.html

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

27 de enero de 2023

Claude Simon VI


Bon dieu!

Pierre BERGOUNIOUX

Desde hace cinco siglos, la literatura adoptó, en Francia, el carácter aventura colectiva. Algunas comnsideraciones que, a primera vista, le son ajenas facilitaron su despertar. De las luchas internas en el seno de las órdenes de caballería surgió el ejercicio profundo, asiduo, del pensamiento. Al principio, como simple extensión de la dinastía victoriosa, primero la de los Valois, después la de los Borbones, el Estado centralizado se reservó el uso legítimo de la coacción física. La nobleza guerrera, convertida en cortesana, se vio impedida de utilizar la espada para obtener la satisfacción de sus ambiciones. Cuando ya no puede actuar, se piensa. Un principio de termodinámica interna sustituye con la reflexión y la contención de la palabra a la imposibilidad de actuación. Un puñado de privilegiados, un terrateniente perigordino [Michel de Montaigne], un caballero de Touraine [René Descartes], un burgués de Clermont-Ferrand [Blaise Pascal], emprendieron la toma en consideración de todo aquello que podía tratar su mente, inaugurando la brillante tradición meditativa con la que, generación tras generación, no hemos dejado de comprometernos. El ensayista alemán Curtius observó que «las ideas maestras de la civilización inglesa no se encuentran ni en Shakespeare ni en Keats», que «la Reforma luterana favoreció en Alemania el desarrollo de la investigación histórica y filosófica, mientras que en Francia la literatura asumió las funciones que en otros lugares correspondían a la ciencia y a la poesía, a la música y a la filosofía». Es el único país, concluye, donde existe una «religión de las letras».

Puesto que la literatura es el ámbito en el que el país toma conciencia de sí mismo, tenemos derecho a suponer que existe una obra literaria que ha dejado constancia del trágico episodio que comenzó el 3 de agosto de 1914 y cuyas secuelas han envuelto el siglo que acabamos de dejar. Esta obra existe. Es la de Claude Simon.

Como cualquier religión, la de las letras se basa en una hierocracia, la de los escritores, que, a posteriori, tenían el propósito de ser los intérpretes de su tiempo porque tenían la experiencia, en términos de tipo ideal weberiano, del mismo. La literatura no nace de sí misma. Toma prestada su sustancia del mundo. Sus invenciones formales, si no responden a las nuevas exigencias de la vida, de la realidad, equivalen a discusiones bizantinas. Era necesario pertenecer a la nobleza de toga, y provinciana, del siglo XVIII para someter los distintos regímenes políticos a un examen desapasionado. Fue el flemático barón de Montesquieu quien lo hizo. Pero su censura no alcanzó a la monarquía absolutista. Fue un inquieto e irreverente burgués de París, Voltaire, quien tomó el relevo. Una vez despejado el terreno, la cuestión que se planteó fue qué nuevo hogar se debía construir, el día de mañana, sobre los escombros del feudalismo. La burguesía, que tuvo un papel destacado en la demolición, no tenía ningún plan propiamente dicho. Fue  porque pudo aspirar a cierto beneficio marginal por lo que la nobleza estuvo dispuesta a conceder a Voltaire los títulos de historiógrafo del rey, chambelán, el sillón en la Academia, los honores y los miles de libras de renta, además de los azotes y el calabozo en la Bastilla, con los que también fue gratificado. Entonces, un plebeyo atormentado, muy sensible, de origen ginebrino [Jean-Jacques Rousseau], empezó a hablar de virtud e igualdad en publicaciones a las que la generación siguiente daría fuerza de ley, valor de realidad.

Quizá no haya siglo más terrible en toda nuestra historia que el siglo XX. Hubo otros atroces, el XV, por ejemplo, que trajo a este país la peste, el hambre y la Guerra de los Cien Años. La Beauce volvió a convertirse en bosque. Los lobos entraban en París por el Sena helado. La mitad de la población pereció. Pero el mismo cielo religioso siguió cubriendo la tierra desolada. Algunos médicos hacían comentarios sobre Aristóteles, como si nada. A la inmadurez de los medios de producción —y de destrucción— la acompañaba la sostenida debilidad del pensamiento. Le impidió ocuparse de sí mismo, preguntarse, tembloroso, asustado, si podía mantenerse a la altura de su objeto, si existía una respuesta a la pregunta que acababa de formularse.

Al siglo XX le tocó romper los límites, trangredir todas las prohibiciones —el «siglo de los extremos», como dice Eric Hobsbawm—. Se anunció bajo auspicios radiantes, atractivos, engañosos, que agudizaron  el horror en que se acabaría convirtiendo. Todo parecía sonreír a sus mayores, a los niños que nacieron al final de la Belle Époque, como se la denomina. Claude Simon nació en 1913. Francia estaba aún en la cima de su poder. Como poco, creía estar desempeñando el papel protagonista en la escena mundial que venía desempeñando desde el Renacimiento. Con su Estado centralizado y su peso demográfico, competía con sus poderosos vecinos por la preeminencia europea —y mundial—. La legitimidad de la República estaba consolidada, la Iglesia separada del Estado, la sección francesa de la Internacional Obrera,   dominada por pequeñoburgueses, reacia —como lo demostraría la Union sacrée— a explotar todas las consecuencias políticas y revolucionarias de las contradicciones que se operaban en el capitalismo. Era un asunto que concernía a un puñado de intelectuales apátridas, rusos, que parecían soñar en voz alta, en Suiza, donde estaban exiliados.

Nunca, sin duda, había mostrado el país un rostro más armonioso que entonces. Era el apogeo de la «edad de la tierra», la dulzura madura de una nación esencialmente campesina, todavía masivamente católica y, por tanto, refractaria a los axiomas luteranos de los negocios, al «cálculo racional de las posibilidades pacíficas de ganancia pecuniaria». Se mantuvo un cierto gusto, contemporáneo de la sociedad cortesana, por la producción a pequeña escala de objetos lujosos, especialmente obras de arte, que irradiaban cada vez más esplendor. Pintores, escultores, artistas venidos de toda Europa inventaron el fauvismo y el cubismo y, bajo la influencia del arte negro, es decir, del colonialismo, liberaron la investigación plástica de los cánones académicos. Mientras el país se asemejaba a una inmensa provincia campesina, apenas alterada en algunos lugares por los castilletes de las minas y el humo de las fábricas, París, blanca, aireada, pavimentada, deliciosamente habitable, brillaba con renombre universal.

Los libros escritos antes de la tormenta dan testimonio de estos veranos como ya no los hubo jamás. Son las páginas de la joven Madame Willy —Colette—; la maravillosa fuga del gran Meaulnes, que parte,  una tarde de invierno, hacia la estación del pueblo, a la que nunca llegará. Se pierde en el camino, pero su rumbo errante le conduce al misterioso ámbito en el que el pasado parece estar establecido permanentemente. Los signos se multiplican. Un camino de arena ha sido barrido en círculos regulares, como para la festividad de la Asunción. Niños disfrazados pasan junto al héroe, escondido entre los abetos, pronunciando enigmáticas palabras. Una luz verde, que ya ha visto en sueños, le guía. Y cuando, en la mañana del solsticio, despierta del sueño, amanece un día primaveral a su alrededor. Este es, más o menos, el mundo que descubrieron los inocentes de hace cien años. «No quedaba más que esperar la felicidad», escribió Alain Fournier.

La inquietud que acechaba, constantemente, en el entorno, se condensaba en los detalles. Fueron esos  emigrados rusos los que contemplaban, desde sus guaridas llenas de humo, tomar al asalto el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Fue, después de la crisis de Tánger en 1905, durante los sucesos de Agadir, el gesto extravagante —uno más— de Guillermo II, que envió una cañonera a Marruecos. A Francia no le importó y puso al país del Magreg bajo su protectorado. Fue, también —pero ¿quién podía medir las posibles consecuencias?—, la tupida red de alianzas diplomáticas en la que estaban implicadas las grandes potencias costeras y las pequeñas e inquietas naciones de Europa Central, incluida Serbia. Fueron, por fin  —pero ¿quién lo sabe?— las profundas grietas que resquebrajaron los cimientos intelectuales, de veinticinco siglos, que habían sostenido el ascenso prometeico del último medio milenio. Un chiflado recluido en un puesto subalterno en la Oficina de Patentes de Berna [Albert Einstein] reexaminó el experimento de Michelson-Morley, datado veinte años antes. Su objetivo era medir las diferencias en la velocidad de propagación de la luz y no encontró ninguna. Dado que el experimento era técnicamente impecable y su resultado claramente negativo, se demostró que la velocidad de la luz debía tomarse como constante, y el tiempo y el espacio absolutos de Aristóteles como relativos. Pero eso no fue todo. Elevada al cuadrado, fijaba la relación entre una cantidad dada de materia, fisionable, preferentemente, si se quiere comprobar experimentalmente, y la energía en que puede convertirse.

El hecho de que las categorías a priori de la experiencia, y por tanto de la ciencia y, en consecuencia, de la conciencia, fueran despojadas de su antigua intangibilidad, no afectó inmediatamente ni a los teoremas de la mecánica clásica ni al contenido de la vida ordinaria. Sin embargo, conllevó una sombra de ansiedad que las aves nocturnas detectaron cuando desciendieron el silencio y la oscuridad. En París, fue Proust, que se comparaba a sí mismo con un búho; en Praga, Kafka, con su predestinado nombre de pájaro negro, grajo; en Dublín, Trieste y, por supuesto, París, James Joyce, que estaba casi ciego y escudriñaba las murmurantes tinieblas interiores. Enfermos, hipersensibles, perseguidos, los primeros por ser judíos en la Francia que generó el caso Dreyfus o en el Imperio austrohúngaro; el otro, por ser católico en un Reino Unido dominado por los protestantes ingleses; estos individuos constataron, como Einstein, pero en el orden del sentido, en su registro mayor, el de la gran narración, que lo que sucede escapa a la comprensión del pensamiento, o que el pensamiento —viene a ser lo mismo— descubre que le está vedado enfrentarse a lo que la evidencia muestra que sigue sucediendo y le concierne. Sabemos que uno convertirá en tema de su obra la infructuosa búsqueda del tema que no pudo encontrar, que el otro dejará inconclusas sus obras mayores —América, El castillo—, y que el tercero, incapaz de inventar una materia para una novela, reescribirá paródicamente la odisea —Ulises— del judío Bloom por las prosaicas calles de Dublín.

Sabemos lo que pasó después. El disparo de pistola de Gavrilo Princip dio la señal de inicio de la batalla campal. El padre de Claude Simon desapareció, junto con un millón y medio de jóvenes, en los campos de batalla de la Gran Guerra. La producción de riqueza, a la que el criterio de utilidad, predominante desde que el hombre empezó tomar en consideración la vida material, ya no se tiene en cuenta, enloquece. Por un lado, la gente pasa hambre; del otro, se quema café en las calderas de las locomotoras. Entretanto, los inquilinos de las guaridas de Zúrich han regresado a San Petersburgo antes de trasladarse a Moscú, al Kremlin. Pero las naciones imperiales rechazan sus propuestas de paz sin anexión. Matones y asesinos agitaron las frustraciones y resentimientos nacidos del Tratado de Versalles y comenzaron a quemar libros ante la gente, y así fue como los hijos de la Belle Époque, veinticinco años después que sus padres, se encaminaron a las fronteras para enfrentarse de nuevo al mismo enemigo. Sólo que la historia, cuando se repite —lo dijo Hegel, lo repitió Marx el 18 de brumario—, lo hace en forma de comedia. Se marchó a caballo, como en 1914, pero para enfrentarse a divisiones acorazadas apoyadas desde el cielo por enjambres de bombarderos. La orgullosa nación que celebró, el 11 de noviembre de 1918, su ruinosa y mortal victoria sobre el enemigo hereditario, fue barrida en seis semanas. Claude Simon fue capturado, como un millón de hombres. Escapó, como varios miles, y regresó a su Languedoc natal, donde se preguntó, como todo el mundo, qué le había ocurrido.

Si tenía alguna posibilidad de responder, fue porque procede de un entorno acomodado, como la mayoría de los escritores. Pero que, a diferencia de los grandes enfermizos que llevaron la narración clásica, homérica, a su brillante y destructiva conclusión en su alcoba, él es un ser diurno, preocupado por los terribles acontecimientos, todos externos, que han trastornado el mundo antiguo. Aunque procedía de la burguesía terrateniente del sur vinícola, se trasladó a España a luchar contra el fascismo junto a los campesinos pobres y los obreros republicanos. No padecía ni el asma proustiana ni la ceguera parcial joyceana, por lo que fue apto para el servicio armado. Fue a caballo, bajo las bombas, donde descubrió lo que el historiador Marc Bloch, poco antes de morir fusilado por los nazis, consideraba el rasgo inaudito y sobresaliente de la historia tal y como se hace: la intrusión de la velocidad. La antigua pareja, casi mitológica, que Claude Simon formaba con su caballo fue atacada por los tanques y los bombarderos y su escuadrón de caballería casi aniquilado.

Dos palabras, aunque él aún no lo supiera, encerrarán desde este momento la obra futura. Ya no sé en qué libro las escribirá con todas sus letras. Podrían aparecer en todas las páginas de todos los libros. Son : «¡Dios mío!». Desde 1940, y aún antes, cuando aún no era más que un pequeño huérfano, un adolescente inseguro de sí mismo, pensaba y no sabía qué pensar del mañana. Aquello de lo que fue víctima, que vio como testigo, que sufrió como protagonista, le afectó sin que pudiera decir otra cosa que: «¡Dios mío!». Se descubrió afectado por el acontecimiento, pero el acontecimiento, por su brutalidad irruptiva, por su novedad estupefaciente, aterradora, escapa al acto subjetivo por excelencia, al poder de nombrar que constituye el mundo como objeto, lo coloca a distancia, lo domina.

El estilo tan particular de Claude Simon es el resultado de la experiencia traumática de su generación. Lo que ha dicho al respecto, en numerosas entrevistas, arroja poca luz sobre lo que realmente hizo, pluma en mano, y no tiene ninguna importancia. Es un artista, y el arte, como repite Durkheim, es «una práctica pura, sin teoría». El artista, el escritor, no necesita saberlo. Para él es suficiente crear. El significado de su empeño tomará forma por sí solo, sin pasar a través de una conciencia evidente. De ahí la necesidad de una orientación crítica. El artista dictamina sobre el significado de una obra de la que no es consciente cuando está terminada y sólo puede producirla teniendo en cuenta esa ignorancia.

El estilo es una visión, inseparable de una posición social a la que la palabra remite espontáneamente — estilo burgués, refinado, llamativo... —. Es el rasgo distintivo de formas diferentes, opuestas, de actuar y pensar en las sociedades de clases. Puede permanecer unido a los gestos, a la vestimenta, a la forma de vivir, de hablar, sin reflejarse en el registro de la palabra escrita. Cuando es proyectado en este, lleva la marca de su origen y sus fundamentos —el estilo noble de la tragedia clásica, que sostiene un espejo complaciente ante el príncipe, ante su corte, el pulcro estilo burgués de las grandes novelas realistas que explican las ambiciones y los infortunios de provincianos temerarios, las costumbres de ricos comerciantes, de los usureros, de las antiguas duquesas y cortesanas, mucho más raramente de artesanos, peones agrícolas y sirvientes—.

Es razonable preguntarse si el estilo y la actitud de Claude Simon no se deben en última instancia a las carencias, siempre históricas, de su socialización. Uno se hace a sí mismo por mimetismo, por contacto directo, bajo la tutela ejemplar de aquellos a los que va a perpetuar. La conservación de la energía social exige que el hijo reproduzca al padre, que se convierta en alguien como este. Sin embargo, la imagen a la que el pequeño Claude Simon tendría que parecerse ya no existía cuando él la buscaba, con su mirada, a su alrededor, y la desaparición prematura de su madre, una desabrida burguesa cuya enfermedad y agonía describió en El tranvía, prolongó su relativa inmadurez. La indeterminación suprema de la que sus libros son producto y testigo se gestó en su infancia. Esta llevó el sello del primer cataclismo que golpeó Europa, y es con una actitud abierta y desafiante como Claude Simon, convertido en adulto, afrontará los desafíos que le esperan.

Ya sea en primera o en tercera persona, su obra equivale a una autobiografía cuyos episodios se suceden según dos secuencias cruzadas de violencia decreciente y de examen regresivo. Los escritores no saben lo que hacen. Es para saberlo que lo están haciendo. Ignoran adónde conduce su camino mientras lo abren, paso a paso, en su progresión obstinada, incierta, a través del caos de la experiencia. Están abiertos al espíritu de la época, a los debates, a las controversias que conmocionan su ámbito, a la representación de su obra en círculos cultos, cuya autoridad es, a veces, tan firme como para perturbarla, como para influir en ella. Claude Simon ya no existe. Su desaparición congeló la obra en la que trabajó durante sesenta años. Podemos ver, ahora, el proceso involutivo que condujo de sus primeras novelas —El tramposo,, La Consagración de la primavera— a la triste historia de la incipiente  infancia, que fue su último libro —El tranvía—.

Cuando la guerra de treinta años que comenzó en Sarajevo, en 1914, terminó en las ruinas de Berlín, el 8 de mayo de 1945, los supervivientes, si eran ciudadanos de una nación culta, si eran herederos de una tradición ilustrada, no pudieron evitar preguntarse acerca de lo que ocurrió. Pero eso no fue todo. El hábito de plantearse preguntas, la postura espontáneamente reflexiva y disertativa de las fracciones privilegiadas, instruidas, de la población, quedaron como paralizadas, licuadas por los acontecimientos monstruosos, realmente inconcebibles que se sucedieron ininterrumpidamente. Para alguien que nació en vísperas de la Primera Guerra Mundial, como Simon, pero también como Henri Thomas o Samuel Beckett, es evidente que la narrativa clásica, con sus principios de identidad y de causalidad, de coherencia y de continuidad, murió con el mundo cuyos contornos había estado trazando durante más de cuatro siglos. Europa, cuna de la Ilustración y protagonista de la Historia, se vio presa de una locura asesina, suicida. Recién descubierto  el horror de los campos de exterminio, el apocalipsis nuclear se abatió sobre Japón.

Claude Simon rondaba la treintena. De los treinta años que había vivido, once fueron años de guerra que le afectaron personalmente; una, la Gran Guerra, a través de su padre; la segunda, directamente. Y, además, el interludio español. En cuanto a la paz precaria que separó ambos conflictos, era evidente, para cualquiera que intentara comprenderlo, presentirlo, que no era más que un respiro entre las dos oleadas de violencia bárbara, irracional, de las que Europa se había convertido en epicentro. No fueron sólo las grandes ciudades, las viejas capitales, las que ardieron en llamas —Rotterdam, Londres, San Petersburgo (Leningrado, provisionalmente), Tokio, Berlín—, sino también la carne humana que se hizo humo, que quedó reducida a cenizas, cuando no en jabón. El curso del mundo, que había vacilado en las horas doradas previas a la tormenta, se detuvo. Solo algunas almas muy sensibles, atadas a cuerpos enfermizos, pudieron detectar, en torno a 1913, el inexplicable divorcio del curso de las cosas y la formulación que, durante una eternidad, fue de su mano, escoltándolo, iluminándolo. Cuando, superviviente de la Blitzkrieg, fugado del campo de prisioneros, refugiado en Languedoc, Claude Simon sacude la cabeza, se hace preguntas, se puede suponer que las primeras palabras que acuden, las únicas, también, a propósito lo que ha vivido, sufrido, son algo así como «¡Dios mío!». Con los venerables muros al abrigo de los cuales se meditaba desde el Renacimiento, las catedrales y los palacios de mármol, las instalaciones portuarias desde las que se había partido a la conquista del mundo, las certezas, las modalidades de enunciado, las estructuras narrativas, debilitadas desde los principios del siglo, saltaron por los aires 

El tono de los primeros libros es ya el que dominará toda su obra posterior. Cuando el malogrado pintor de nombre Claude Simon cambió el pincel por la pluma, su experiencia trágica, traumática, dictó sus textos iniciales, y lo que dicen, bajo una apariencia más o menos novelesca, es que nada es menos seguro, de pronto, que aquello de lo que uno se atreve a hablar. La abominación de la desolación no sólo barrió el optimismo razonable, las grandes esperanzas del nuevo siglo. Alcanzó también el humilde suelo de la existencia, desposeyó a la vida misma de lo único que es permanente, la conciencia desnuda, prohibida, temblorosa de la nada. Fue la totalidad del mundo, de lo que quedaba de él, incluso en sus componentes más elementales, lo que un hombre de treinta años se vio en la necesidad de reivindicar cuando, hacia 1943, juzgó que la pintura, para la que estaba destinado, no respondía a su inquietud. Fue escribiendo como pudo volver a orientarse, a reconocer el rostro oscurecido, tal vez ausente, de su destino. Así brotó  la frase titubeante, sinuosa, perseverante, que es la propia voz de Claude Simon. Es el esfuerzo extenuante, extenuado, invencible, por reconectar todo aquello que la historia, en su locura, se ha llevado por delante, empezando por el que escribe, después de haberlo hecho rodar como una piedra en su curso irresistible, incomprensible.

Actuar, como hacían los personajes enérgicos y candorosos de la novela realista, ya no era la cuestión. Los axiomas en los que se basaba la voluntad práctica han declinado con todo lo demás. El padre murió prematuramente. Franco se lo llevó. La caballería francesa fue aplastada por los tanques, un ejército completo quedó estacionado tras las alambradas, una nación beligerante, orgullosa, fue ocupada, humillada. Entonces hubo que reconsiderar la realidad, aceptar que no era lo que se pensaba ya que, de lo contrario, lo que ocurrió no hubiese ocurrido. Habríamos obtenido los resultados esperados en lugar de lo contrario o, peor aún, lo impensable —«lo innombrable», según Beckett—, que es lo que acabó ocurriendo. Desde sus primeras novelas, Claude Simon empezó a registrar las cosas más simples, aquellas en las que no pensamos y sobre las que, poco antes, el filósofo alemán de origen judío Edmund Husserl, llamaba la atención, no fuera a ser que su razón desdeñada, menospreciada, se vengara de la soberbia razón ocupada en trascendencias lejanas, en el cielo de las ideas. De entrada, no hay nada en la obra de Claude Simon que sea sospechoso de ser otra cosa que lo que parece ser y, por tanto, no es necesario incidir en su naturaleza mediante una descripción fastidiosa, metódica, agotadora. Este es el precio que hay que pagar para que lo que llamamos realidad, esta construcción ubicada y fechada, histórica,  transitoria, puede renacer de la destrucción que la ha aniquilado. En este aspecto, que es el estilo mismo, Claude Simon no dudará. Lo que cambia es el tema, o más bien, como él habría dicho, el dominio gradual, la clarificación del mismo. Los primeros libros se sacrifican aún a una preocupación estética —la del círculo, la del anillo, en La consagración de la primavera—. Evocan a estudiantes, a notables de provincias, cuya acomodada existencia, más o menos estilizada, les predispone a convertirse en personajes de novela. 

Más tarde, Claude Simon se verá más o menos implicado en el movimiento del Nouveau Roman, que se confunde con un fenómeno editorial, el de Éditions de Minuit. Nacida en plena ocupación, esta editorial atrajo a los escritores más conscientes de la crisis sin precedentes que asolaba Europa y de su impacto en la propia forma de expresión. Se plantea explícitamente la cuestión de si la literatura sigue siendo capaz de nombrar el mundo, de sostener en el camino el espejo que Stendhal le tendía. Algunos de los nuevos novelistas responden negativamente y trabajan para construir universos simbólicos autónomos, libros que sólo se refieren a sí mismos. Esta decisión, aunque las circunstancias lo expliquen, equivale a una autodestrucción de la literatura. Abandona el mundo a su irreparable confusión y sólo ofrece al lector el deleite formal, estético, de una obra plástica, definida por sus relaciones internas, en lugar de la revelación, por la liberación que trajo consigo, en Francia y en otros lugares, desde el comienzo de la Edad Moderna. El viento  y La hierba evocan este momento, mostrando los procedimientos que los escritores de los años cincuenta utilizaban para la literatura que se estaba creando. Pero Simon, al igual que Beckett, no se rinde al espíritu de la época. Sigue con su lenta reevaluación y, por efecto de la retrospectiva, de la edad, de la creciente conciencia que es su contrapartida, se acerca a aquello que inspira sus libros, a la experiencia singular, generacional, que ha vivido. Es entonces cuando las figuras típicamente simonianas emigran de la realidad, de la vida en la que las ha encontrado, enfrentado, de la confusión estupefaciente, indescriptible, de la que han surgido —los jinetes, los dinamiteros, los burgueses, los obreros agrícolas, el padre, la madre, finalmente— en el segundo y docto orden de una narración consciente de su incertidumbre histórica, del asombro —«"¡Dios mío!»—  al que se ha impugnado, palabra por palabra, en su totalidad.

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Este artículo es la traducción al castellano de: Pierre Bergounioux«Bon dieu!»Cahiers Claude Simon [En ligne], 2 | 2006. URL: http://journals.openedition.org/ccs/465.                                     DOI: https://doi.org/10.4000/ccs.465

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23 de enero de 2023

Claude Simon V


Los escritores contemporáneos lectores de Claude Simon: acerca de la memoria contemporánea de la novela. 

Katerine Gosselin

Multitud de escritores consideran actualmente la obra de Claude Simon como una de las más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Los numerosos homenajes tributados al autor en el momento de su fallecimiento, en 2005, permitieron evaluar la admiración que suscita hoy en día. Más allá de esta admiración, varios escritores, entre ellos Pierre Bergounioux, François Bon, Olivier Rolin, Richard Millet y Pascal Quignard, han dedicado breves ensayos a Simon, y lo citan con frecuencia en las entrevistas que conceden. Desde principios de la década de 2000, en torno a la figura y la obra de Simon ha cristalizado un discurso en el que se plantean varias cuestiones relativas a la literatura contemporánea y a la ubicación e importancia de la obra de Simon en la historia reciente de la novela.

Llama la atención la escasez de referencias al Nouveau Roman en el discurso de los que escriben actualmente sobre Simon; a pesar de que su obra incluye una veintena de novelas publicadas entre 1945 y 2001, los escritores contemporáneos se interesan sobre todo por el último periodo de la producción del autor, que va de Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1981) a El tranvía (Le tramway, 2001). Novelas como La batalla de Farsalia (La Bataille de Pharsale, 1969) o Tríptico (Triptyque, 1973), por ejemplo, e incluso la muy estudiada La Ruta de Flandes (La Route des Flandres, 1960), están prácticamente ausentes del discurso de los escritores, a pesar de que atrajeron mucha atención de la crítica desde los años setenta hasta finales de los ochenta. Las novelas de Simon que actualmente parecen acaparar la atención de los escritores, aquellas que admiran y comentan detenidamente, pertenecen al llamado periodo "contemporáneo". En este sentido, los escritores hablan de la obra de Simon como de algo todavía próximo, pero también como de un punto de inflexión a partir del cual ubicar las obras posteriores de ese conjunto de autores.

Según Pierre Bergounioux, la obra de Simon marca un giro completo, una revolución, debido a la posición activa e implicada de su narrador. Bergounioux distingue a Simon de sus tres grandes predecesores, Proust, Joyce y Kafka, por su buena salud, que le permitió vivir directamente la guerra, la historia en ciernes: 

«A diferencia de los escritores afectados por molestas enfermedades, que llevaban la narración clásica, homérica, a su conclusión […] en sus habitaciones, [Claude Simon] es un ser diurno, preocupado por los terribles acontecimientos, todos exteriores, que transtornaron al mundo antiguo. [...] No está sujeto al asma proustiana, ni a la ceguera parcial joyceana, y por lo tanto es apto para el servicio militar. Fue a caballo, bajo las bombas, donde descubrió lo que el historiador Marc Bloch, poco antes de morir fusilado por los nazis, consideraba inaudito, el hecho sobresaliente de la historia tal y como se estaba desarrollando: la intrusión de la velocidad».

Simon llevó a cabo una revolución faulkneriana en Francia: 

«En 1929, Faulkner se dio cuenta de la relatividad de lo que se entiende como realidad, dependiendo de si se lo examina desde fuera, con toda serenidad, o si está implicado en ello. [….] Para quienes están ocupados por un interés vital en el presente, que es el único tiempo real, las cosas que describirá complacientemente un hombre sentado ante su mesa simplemente no existen, mientras que un detalle que […] descuidará —porque como no lo vive, no lo conoce— invadirá el campo de la conciencia. En esto consiste el avance faulkneriano. Un joven de un nuevo país reintroduce el movimiento de la vida en las estructuras de la narración».

Bergounioux muestra cómo Simon inscribe este «movimiento de la vida» en su obra confrontándolo con las estructuras narrativas existentes, que lo niegan, lo contradicen: 

«Claude Simon [...] entra en la edad de oro en 1930, cuando se derrumbó el aparato conceptual de Europa Occidental. Se hace difícil relatar el cataclismo. La narración ya no está a la altura de su materia. Con extraordinaria inteligencia, confronta su experiencia con el aparato descompuesto de las categorías narrativas que ha heredado».

Esta confrontación con el patrimonio literario, que no es ni un simple rechazo ni una negación, pone en marcha una cierta memoria de la literatura, cuya profundidad subraya por su parte François Bon: 

«Ellos [Claude Simon y sus contemporáneos] inventaron las formas sobre la marcha, en distintas direcciones. No es un camino sencillo. Uno puede derrumbarse en él: véase Robbe-Grillet en la Académie. Puedes someterte a él hasta el borde mismo del enigma, como en Beckett. Puedes volver a conectar con los orígenes antiquísimos de la literatura, desde Gilgamesh o la Biblia o Sófocles, en la épica, la opacidad y la furia de la aventura humana. Y es un honor para Claude Simon haberlo recorrido y atenerse a él, sin aclaraciones, pero invocando a Tolstoi o a Balzac, aceptando los efectos del zoom y del encuadre y la cinemática del cine, o la inclinación de la mirada y del tiempo que nace de la fotografía».

Olivier Rolin se pregunta, de forma parecida, cómo la gran modernidad formal de la obra de Simon consigue hacer resonar un fondo literario muy antiguo, originario: "La obra de Claude Simon [...], este gran poema moderno en el que resuenan los ecos de la literatura antigua (porque hay pocas obras en las que la antigüedad de la literatura se manifieste con tanta altura).

Para definir esta memoria de la literatura a la que se refieren los escritores contemporáneos de Simon, debemos intentar comprender cómo las novelas de este consiguen mantener presente una herencia con la que no puede hacer nada, porque se ha vuelto inapropiada. De hecho, Simon es también, para un escritor como Pascal Quignard, «el rechazo del vínculo»: «lo moderno como ausencia de conexión. Como rechazo a la conexión. Como rechazo del vínculo, incluso el social. Este tema es muy poderoso en Claude Simon. Es quizá lo que recordaré como más impactante. Lo más fundamental. La negativa a rellenar. El rechazo de la unidad. El rechazo de la exhaustividad. La  anti-costura».

¿Cómo una obra que, por un lado, es decididamente «moderna» (el adjetivo utilizado por Rolin y Quignard), que rehúye la vinculación, que es la «anti-costura», puede, por otro, «reconectarse con el origen antiquísimo de la literatura», por utilizar los términos de Bon? ¿Cómo puede una obra que se niega a todo vínculo permitir que «se manifieste» —y en un grado pocas veces igualado—, en términos de Rolin esta vez, «la antigüedad de la literatura»? ¿En qué consiste esta «automanifestación», esta autopresentación de obras heredadas del pasado que permite la obra de Simon? En otras palabras, de Bergounioux esta vez, ¿cómo se enfrenta al patrimonio literario sin relegarlo al olvido?

Para aportar algunas respuestas a estas preguntas, me gustaría referirme a las declaraciones de Simon en una entrevista con Bernard Pivot , cuando participó como invitado en el programa Apostrophes, junto con el compositor Pierre Boulez. Esta entrevista tuvo lugar justo después de la publicación de Las Geórgicas en otoño de 1981. La fecha es significativa: es el comienzo mismo del periodo que más tarde se llamaría «contemporáneo», cuando acababa de ponerse en circulación la novela de Simon que parece haber sido la más importante para la generación de escritores nacidos después de la guerra, que empezaban entonces a publicar.

Al final de la entrevista con Simon y Boulez, Bernard Pivot propone abordar, a modo de conclusión, la cuestión del «progreso en la creación»; cita las palabras de Boulez en Points de repère para lanzar el debate:

B. Pivot: Pierre Boulez, usted dice que, a partir de cierto momento, «nadie se habría atrevido a ir en contra de esta idea de que la música se enriquece constantemente, de que hay un progreso indefinido hacia una especie de El Dorado futuro. Hoy en día sería difícil adoptar un punto de vista tan exclusivo». Bueno, usted no lo está abandonando del todo. Quiero decir, ¿podemos asegurar, efectivamente, que Berlioz significa un progreso en relación con Mozart, y que Boulez significa un progreso en relación con Berlioz?

P. Boulez: Eso es lo que solía pensarse antes. [...] Durante un cierto tiempo, la música que sonaba era la música del día. Cuando Beethoven redescubrió a Haendel, cuando Mendelssohn redescubrió a Bach, fue algo realmente excepcional y ésta es probablemente la primera señal de esta conciencia de la historia en la música. Antes, por ejemplo, en la época de Mozart, no existía ninguna clase de conciencia histórica [...]. A Mozart no le interesaba en absoluto la música de sus predecesores, y así fue durante mucho tiempo. En el siglo XIX se instauró una especie de «equilibrio», es decir, que un determinado periodo de la historia (que se remontaba a Bach y no más allá [...]) se ponía en paralelo con los compositores de la época. Y luego, a medida que nos fuimos dirigiendo hacia una cultura de mayores dimensiones... digamos desde el punto de vista de la «masa», la historia abrumó, cada vez más, con un peso muy determinante, hasta el punto en que, realmente... Si hay algo en la Revolución que, a veces, me complace, es que supieron demoler las estatuas. 

B. Pivot: No sólo hay que ponerle bigotes a la Mona Lisa, sino que también hace falta quemar... romper el cuadro. 

P. Boulez: A veces es necesario, ciertamente, desmantelar los museos. Personalmente, me parece que cuando las civilizaciones se arropan tanto con toda su vestimenta de abrigo, sudan tanto, se vuelven tan débiles, que quedan a merced de la menor corriente de aire. 

Bernard Pivot aprovechó esta declaración de Boulez para reanimar a Simon, que había permanecido en un segundo plano; se dirigió al novelista, entusiasmado ante la idea de un acuerdo entre sus dos invitados: 

B. Pivot (a C. Simon): ¿Comparte usted esta misma opinión?

C. Simon: No, no del todo…

La respuesta de Simon sorprende al entrevistador, pero Simon vuelve a decirlo claramente: 

B. Pivot: ¿Ah, no? ¿No del todo

C. Simon: No, no estoy a favor de demoler los museos. 

Bernard Pivot trató de aclarar la postura de Boulez, que tomó el relevo: 

C. Simon: No, no estoy a favor de demoler los museos. 

B. Pivot: No, pero... ¡era una metáfora!

C. Simon: Pero sigue correspondiendo a…

P. Boulez: Demolerlos en sí mismos

C. Simon: ¿En sí mismos? Bueno, no... no, creo que somos herederos de todo eso. 

P. Boulez: Yo prefiero ignorarlo, dejarlo ahí en un rincón, simplemente. 

C. Simon: ¿Cómo puede ignorarse? Yo no puedo ignorar a Proust, lo que Proust escribió... 

B. Pivot: Pero, entonces, ¿se puede ignorar a la Mona Lisa?

C. Simon: Qué va, no. Algo en lo que discreparía con Pierre Boulez es que a mí me parece que el arte es algo atemporal. No hay nada mejor. Una cabeza pintada por Cimabue o por Picasso no es mejor por ser Picasso que por ser Cimabue: es diferente. 

B. Pivot: Entonces usted diría que no hay progreso en Balzac con respecto a Madame de La Fayette, no hay progreso en Proust con respecto a con Balzac... 

C. Simon: No, no, hay ninguna variación.

«No estoy a favor de demoler los museos», ni en sentido literal ni figurado, afirma Simon, que parece calificar de farsa tal empeño. No tiene sentido demoler los museos, porque «somos herederos de todo [eso]» que contienen. Boulez reivindica el derecho del artista a «ignorar» este patrimonio, a dar la espalda a su presencia invasora, que percibe como una amenaza. Es en este punto donde Simon se desmarca del compositor. Esta ignorancia voluntaria le parece imposible porque está condenada al fracaso; por muy invasiva que sea la herencia, no se puede repudiar. De nada sirve destruir museos o, más moderadamente, fingir ignorancia de su contenido: hagamos lo que hagamos, deseemos lo que deseemos, las obras del pasado siguen presentes en nosotros, y esta prevalencia anula cualquier intento de aniquilación.

El ejemplo de A la busca del tiempo perdido de Proust es el que se impone en primer lugar a Simon y refuerza su oposición a Boulez; pero la Recherche es el ejemplo emblemático de todas las producciones culturales del pasado, en su infinita diversidad, como Bernard Pivot da a Simon la oportunidad de precisar. La Recherche, la Mona Lisa, una cabeza pintada por Cimabue, otra pintada por Picasso, una novela de Madame de La Fayette, La Comedia humana, etc., son obras, y no podemos pretender ignorar ninguna de ellas. Porque «somos herederos de todo eso». La imposibilidad de ignorar este patrimonio, unida a la imposibilidad propiamente moderna de renovarlo y apropiárselo, podría ser el sino de una memoria propiamente contemporánea de la literatura.

Boulez señala que la «conciencia histórica» moderna, cuyas primeras manifestaciones observa en el siglo XVIII, implica un conocimiento del pasado desproporcionadamente creciente que escapa a todo control. Evoca, para subrayar a contrario el carácter debilitador de esta conciencia histórica, dos formas de libertad artística: en primer lugar, la de los clásicos; fue Mozart quien, afirma, «no se interesó en absoluto por la música de sus predecesores»; en segundo lugar, la de los revolucionarios, que derribaron estatuas y vaciaron museos. En La Mémoire des œuvres, Judith Schlanger intenta definir la libertad de los clásicos, tal como es evocada por Boulez:

«Es muy bueno, aseguraba Kant (como muchos otros), que los modelos del gusto sean monumentos escritos en lenguas muertas. Y esta situación puede haber parecido durante mucho tiempo, de hecho, una situación ideal. Al estar aislado del mundo de los modelos por una brecha radical en el lenguaje y la civilización —de modo que es claramente imposible añadir nada a estos monumentos–, uno es libre. El dispositivo garantiza a la vez una fuente fértil y una libertad cuyo principio nos cuesta comprender hoy».

En esta «figura ideal del clasicismo» descrita por J. Schlanger, los monumentos a la gloria del pasado pertenecen a una época lejana. El clásico no siente la necesidad de «derribar las estatuas» porque su peso no alcanza a todo su presente. La distancia temporal, sin embargo, permite una libertad que Boulez considera esencial para la creación. Esta libertad se pierde ante la creciente conciencia histórica, y lo que queda es el gesto revolucionario que derriba las estatuas y rompe categóricamente con el pasado. 

Lo que la entrevista de Apostrophes parece revelar esencialmente es la posición no vanguardista de Simon, que la polémica en torno a la nueva novela pudo haber ocultado durante largo tiempo. En 1981, el periodo del Nouveau Roman había, por así decirlo, concluido; habían pasado diez años desde el coloquio de Cerisy de 1971, organizado por Jean Ricardou , y faltaba un año para que se celebrara el coloquio de Nueva York, en el que los escritores, esta vez sin Ricardou, harían balance de este «movimiento» en el que se habían visto envueltos más o menos a su pesar. Lo que apareció, entonces, fue la posibilidad de formular una crítica de la vanguardia que no fuera de carácter reactivo. Frente a la oposición entre la «tradición» y la «novedad», entre la continuidad y la ruptura, que había sido la fórmula crítica aplicada al Nouveau roman desde finales de los años cincuenta, frente a esa oposición, que se había convertido en obsoleta, Simon expone, como reacción a las observaciones de Boulez, otra concepción de la historia del arte y de la literatura. 

La revolución romántica, al romper categóricamente con la tradición, mantuvo paradójicamente a la literatura moderna en su «sistema», en el sentido de que derrocar la tradición presupone estar siempre determinado por ella, debido a su posición diametralmente opuesta. En otras palabras, la tradición o su derrocamiento ocupan siempre el mismo espacio, por plenitud o por vacío, por reconducción o por vaciamiento. Lo que Simon pretende construir, y que expresa de manera ejemplat su desacuerdo con Boulez, es precisamente otro espacio que reconfigure el espacio tradicional sin vaciarlo; un espacio que no establezca una continuidad con las obras del pasado, pero que «no ignore» su presencia —o más exactamente, que haga imposible ignorar esta presencia. A diferencia de Boulez, que reivindica el derecho a demoler estatuas, Simon legitima una cierta memoria de las estatuas que no sea ni asfixiante ni puramente restrictiva. 

En Les Grandes Disparitions, Isabelle Daunais postula que la innovación de la novela está «del lado de lo que ve desaparecer» , del de los mundos que ya no existen,  cuya memoria conserva y desde los que observa el presente. Si hay una desaparición que la novela simoniana registra, bien podría ser la de las vanguardias, en su dimensión programática; desaparición, más exactamente, de su pretensión de hacer tabla rasa del pasado. Lo que tiende a desaparecer, pues, no es el gesto revolucionario que derriba las estatuas, sino la convicción de que la demolición de las estatuas permitirá olvidarlas, eliminarlas de la memoria. La trayectoria de la obra de Simon, desde El tramposo (Le Tricheur, 1945) hasta El travía (Le Tramway, 2001), muestra precisamente lo contrario, una presencia irremediable y constantemente renovada del pasado en la memoria. 

La dificultad reside en que esta presencia irremediable del pasado no ayuda a la comprensión ni a la dirección el presente. Al desvincularse de la vanguardia, Simon no aboga por una restauración. Sigue siendo resueltamente moderno: la historia del pasado no es, como escribe Jean-François Hamel en su prólogo a la obra colectiva titulada Le Temps contemporain, «el depósito de una sabiduría que proporciona reglas para vivir»; el tiempo ya no es, como lo era bajo el Antiguo Régimen, un «gran maestro», según la fórmula de Corneille en Sertorius (Sertorius, 1662). Jean-François Hamel recuerda esta fórmula y su transposición paródica por Balzac en Las ilusiones perdisas: «El tiempo es un gran pellejo. ¡Vaya! Para nosotros también, el azar es un gran pellejo, hay que ponerlo a prueba”». J.-F. Hamel comenta que "debemos alimentar [el tiempo de la modernidad] con nuestra propia persona", porque ha perdido toda la autoridad por sí mismo: «[…] sus lecciones son inaudibles, su memoria se ha reducido como la piel de zapa [...]. El gran sueño del progreso no será para la modernidad más que la máscara de una desorientación temporal». A la mirada retrospectiva de los clasicistas, que buscan orientación en el pasado, y a la mirada prospectiva de los modernos, que tratan de orientar el futuro, que se ha vuelto imprevisible, Simon opone una mirada sobre el presente. Cuestiona continuamente el pasado, pero desde un «aquí y ahora», un punto temporal preciso que es y sigue siendo rigurosamente el presente de la escritura, y fuera del cual no pretende obtener ningún alcance efectivo. Quizá en ello radique su «contemporaneidad». 

Para Simon, se trata de expresar esta presencia pura y simple del pasado, con independencia de todo vínculo lógico —cronológico—, de modo que no se pueda extraer ninguna lección, ningún sentido definitivo. El pasado no es insignificante en la obra de Simon; pero el significado que adopta es relativo al presente en el que aparece. La escritura impide, de este modo, cualquier intento de racionalización, de organización, de orden. El pasado aparece en Simon como una suma móvil de fragmentos, interpelados por el presente, susceptibles de ser combinados y recombinados sin cesar. El recorrido de la obra de Simón es el de estas recombinaciones, nunca completadas; aunque opere desde la rotura del curso del tiempo, establece una continuidad en el trabajo escritural de la rememoración. El tiempo simoniano es el presente de la escritura en la medida en que representa y reconfigura continuamente el pasado. 

Esta escritura del pasado en el presente cortocircuita cualquier intento  historiográfico, incluso en el campo del arte. «El arte es algo intemporal», responde Simon a Boulez; "[...] no hay nada mejor. Una cabeza pintada por Cimabue o por Picasso no es mejor por ser Picasso que por ser Cimabue: es diferente». De una modificación a la siguiente, en la sucesión de diferencias, no surge ninguna línea de evolución, ningún significado. En el arte, siempre estamos inmersos en lo diferente, es decir, en un presente puro, fragmentado, inasimilable: ninguna obra de arte puede ser asimilada por una corriente y ver a su realidad material subsumida en una historia del arte. Sólo hay algo así como un «movimiento» de las obras, que va de diferencia en diferencia. 

Esta historia del arte, o mejor dicho, este «movimiento» de las obras como una sucesión de diferencias, coincide en el caso de Simon con un permanente retorno de los mismos temas. Bernard Pivot induce a Simon a explicar esta paradoja, cuando se sorprende ante él de que Las Geórgicas no sea muy diferente, en contenido, a «otras novelas»: 

B. Pivot: Al final, este libro es muy novelesco, porque, después de todo, usted habla de lo que siempre encontramos en las novelas, es decir, la guerra, la muerte, el amor a la vida, por supuesto, el amor también, pero también el amor a la tierra [...]. Por último... se dice [que] usted forma parte del Nouveau Roman, pero cuando le leemos... la estructura de la novela es completamente diferente, pero encontramos en su novela todo lo que encontramos en las otras novelas. 

    C. Simon: Sí, ¿por qué no? ¿Por qué no? 

    B. Pivot: No, pero ¿eso le sorprende o no? 

    C. Simon: No, no me sorprende en absoluto, pienso que... 

    B. Pivot: Si le sorprende, dígalo... Abrónqueme, si se escandaliza... 

C. Simon: No, no le abronco... no voy a abroncarle… No me sorprende enabsoluto. [...] Sí, siempre es el amor, la muerte, los celos, etc., lo que cuenta es la forma de decirlo, [eso es] lo que cambia. Por ejemplo, si coge usted un cuadro, la crucifixión de Grünewald o una crucifixión de Tintoretto, no tienen absolutamente nada que ver, y sin embargo es una crucifixión, siempre.  

Simon sitúa en la base de la actividad artística una repetición temática que no excluye en absoluto la diferencia, garantizada por un trabajo formal cuyo resultado es siempre particular. En resumen, el arte es siempre lo mismo, básicamente, pero en virtud del trabajo formal siempre se convierte en otra cosa, en algo diferente. 

Las palabras de Simon ponen patas arriba la idea de tradición y progreso en el arte. En el arte no hay ni tradición ni progreso: las cosas evolucionan pero siempre son diferentes. No hay ni continuidad ni ruptura completas; ninguno de los términos de estas oposiciones binarias funciona plenamente en la obra de Simon; no hay, siempre, desde el principio, más que algo diferente. Las obras se suman unas a otras en nuestra memoria sin entrar en competición, irreductibles a cualquier forma de clasificación. La concepción simoniana de la diferencia determina una memoria no jerárquica de las obras, que adopta la forma de una presentación fragmentada y discontinua de sus particularidades bajo el impulso del presente. En esta presencia de las obras en la memoria, algunas destacan, otras permanecen en la sombra, pero esta configuración sigue siendo siempre relativa al presente de la escritura en el cual y a través del cual se produce. 

Para Simon, lo cierto es que las obras de arte nos afectan y, por tanto, pasan a formar parte de nuestra realidad. En una conferencia titulada «Literatura y memoria», pronunciada en 1993 en la Universidad de Queens, Simon abordó este entrelazamiento: 

«La naturaleza imita al arte», como se sabe que dijo Oscar Wilde, en una formulación con mucho mayor alcance que la simple ocurrencia. [...] «El hombre (y tomo prestada esta fórmula de Faulkner) es el único animal que sólo conoce el mundo a través de los libros» (o, podría haber añadido, a través de los museos y las fórmulas algebraicas)... de modo que, como bien observa Jean Dubuffet, [...] nuestra mente sólo recibe del mundo una traducción codificada [...]. 

 »Y por poco que intente vislumbrar en mi interior, puedo comprobar hasta qué punto mi percepción (y, en consecuencia, mi memoria) está atestada de una multitud de esas «traducciones» que, desde mi infancia, han venido a habitarme: ¿es necesario enumerar desordenadamente los recuerdos de las Sagradas Escrituras, de los cuadros que representan sus episodios, de los textos [...] que me hicieron aprender de memoria en la escuela, de la mitología antigua, de las figuras o razonamientos matemáticos, de las imágenes cinematográficas, etc.?» 

De este modo, «algo “ya dicho” o “ya pintado” se interpone entre las cosas y nosotros». Lo que la novela simoniana parece representar para algunos escritores contemporáneos es un espacio en el que las obras del pasado están completamente presentes; en el que se interponen con toda su fuerza en la conciencia, pero donde esta fuerza está contenida en el presente en el seno del cual se manifiesta, fuera de toda cronología, de todo juicio de valor. Lo que perdura, en este tiempo presente  siempre cambiante, ya no son las obras en sí mismas, sino la fuerza con la que se nos imponen y reconfiguran constantemente nuestro presente. Este presente, que no confiere ningún significado al pasado y que tampoco abre ningún futuro determinado, se presenta como plenamente contemporáneo; si permite una continuidad, es en la actividad memorial que lo impulsa y que protege, en ausencia de libertad, su  movilidad.

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Este artículo es la traducción al castellano de "Les écrivains contemporains lecteurs de Claude Simon: sur la mémoire contemporaine du roman", de Katerine Gosselin, que forma parte del libro La mémoire du roman, un volumen colectivo dirigido por Isabelle Daunais, publicado en 2013 por Presses de l’Université de Montréal y puesto bajo dominio público el 23 de enero de 2018 en https://books.openedition.org/pum/4596 

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

20 de enero de 2023

Claude Simon IV

 


Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura

Damas y caballeros, 

Uno de mis compañeros de premio Nobel, como nos llama el Dr. André Lwoff en una carta que tuvo la amabilidad de enviarme, explicó muy bien los sentimientos de un laureado distinguido por la Academia Sueca:

«Al ser la investigación un juego —escribió en su agradecimiento—, poco importa, al menos en teoría, si se gana o se pierde. Pero los estudiosos —y yo diría también los escritores—, conservan ciertos rasgos de la infancia. Como a los niños, les gusta ganar y, como ellos, ser recompensados. En el fondo, todo científico —y todo escritor, diría yo— desea ser reconocido».

Si trato de analizar los múltiples componentes de esta satisfacción, en cierto modo infantil, diría que hay un incuestionable orgullo en el hecho de que, más allá de mi persona, se llame la atención sobre el país que, para bien o para mal, es el mío, y en el que no está de más que la gente sepa que, a pesar de todo, existe una cierta vida del espíritu, que, en sí misma, sin otra finalidad o razón que la de existir, marca la diferencia, resiste como una protesta obstinada, denigrada, burlada, a veces incluso hipócritamente perseguida, que sigue haciendo de ese país uno de los lugares donde sobreviven algunos de los valores más amenazados de la actualidad, indiferente a la inercia o, a veces, incluso a la hostilidad de los distintos poderes.

Me gustaría, así pues, declarar a los miembros de su Academia que, si me dirijo a ellos para hacerles saber cuánto aprecio y agradezco la elección que han hecho, no es sólo para ceñirme a un ritual o para corresponder con una simple cortesía.

No es casualidad, en efecto, que esta institución tenga su sede y delibere en Suecia, y más concretamente en Estocolmo; es decir, más o menos en el centro geográfico o, si se prefiere, en la encrucijada de las cuatro naciones que componen esta Escandinavia, tan pequeña en cuanto al número de sus habitantes, pero tan grande en cuanto a su cultura, sus tradiciones, su civismo, su apetito por el conocimiento y sus leyes, que ha llegado a constituir, al margen del mundo de hierro y violencia en que vivimos, una especie de isla privilegiada y ejemplar.

No es casualidad que las traducciones noruega, sueca y danesa de mi última obra, Las Geórgicas, fueran las primeras en aparecer, como tampoco lo es que el pasado invierno la librería de una pequeña aldea perdida en medio de bosques y lagos tuviera otra traducción, esta vez en finés, mientras que (por hablar sólo de uno de los dos monstruosos gigantes que nos aplastan con su peso) cuando se anunció la concesión de este último Premio Nobel, el New York Times preguntaba  infructuosamente a los críticos literarios estadounidenses y los medios de comunicación de mi país corrían  desasosegadamente en busca de información sobre este autor prácticamente desconocido, publicando la prensa de gran difusión, a falta de análisis críticos de mis obras, las noticias más fantasiosas sobre mis actividades como escritor o mi vida —cuando no era para deplorar su decisión como un desastre nacional para Francia.

Por supuesto, no soy ni tan presuntuoso ni tan necio como para no comprender que, en el campo del arte o de la literatura, cualquier elección es cuestionable y, hasta cierto punto, arbitraria, y soy el primero en pensar que aquí y allá, en el mundo y en Francia, tanto o más que yo, podrían haber sido premiados otros escritores por los que siento el mayor respeto.

Si he mencionado el asombro, incluso el escándalo, del que se hace eco la prensa generalista (a veces incluso asustada: un semanario francés de gran tirada se preguntaba si la KGB soviética no se habría infiltrado en su Academia), no quisiera que nadie pensara que lo hice con un mezquino espíritu de burla o de prepotencia, sino porque estas protestas, esta indignación, este miedo incluso, se formularon en términos que ilustran perfectamente los problemas que, en el campo de la literatura y del arte, oponen las fuerzas conservadoras a esas otras que no llamaré progresistas (esta palabra no tiene ningún sentido en el arte), sino de progreso, rebeldes, poniendo de manifiesto el divorcio cada vez más pronunciado y polémico entre el arte vivo y el público en general, que es temerosamente mantenido en un estado de atraso por los poderes fácticos, aquellos que tienen pánico al cambio.

Dejemos de lado las quejas de que soy un autor «difícil», «aburrido», «ilegible» o «confuso», y recordemos simplemente que los mismos reproches se han hecho a cualquier artista que perturbe los hábitos adquiridos y el orden establecido, y admiremos el hecho de que los nietos de aquellos que veían en los cuadros impresionistas nada más que borrones sin forma (es decir, ilegibles), hagan ahora colas interminables para ir a admirar las obras de estos mismos emborronadores en exposiciones o museos.

Dejemos también de lado la insinuación de que ciertos agentes de una determinada policía política podrían sentarse entre ustedes y dictarles su elección, aunque, dicho sea de paso, no deja de ser interesante constatar que aún hoy, en ciertos círculos, la Unión Soviética sigue siendo el símbolo de formidables fuerzas de desestabilización con las que es, creo, halagador, que se asocie a un simple escritor, porque finalmente, aquí y allá, la gratuidad egoísta y vana de lo que se llama «el arte por el arte» ha sido denunciada hasta tal punto que no es una pequeña recompensa para mí ver que mis escritos, que no tenían otra ambición que la de elevarse a este nivel, se puedan considerar instrumentos de una acción revolucionaria y desestabilizadora.

Lo que me parece más interesante de tener en cuenta y digno, creo, de consideración, son otros juicios emitidos contra mi obra que, por su naturaleza y por el vocabulario que utilizan, ponen de manifiesto no un malentendido que pudiera existir entre los partidarios de una determinada tradición y lo que llamaré literatura viva, sino lo que parece ser una verdadera inversión (o, si se prefiere, vuelco) de la situación, porque cada uno de los términos utilizados en sentido peyorativo es, de hecho, muy juicioso, y, contrariamente a las intenciones del crítico, tiene un valor positivo a mis ojos.

Volveré sobre el reproche de que mis novelas no tienen «ni principio ni fin», lo cual, en cierto sentido, es bastante obvio, pero me gustaría mencionar dos adjetivos que se consideran infamantes, de forma natural o, podríamos decir, lógicamente asociados, y que muestran inmediatamente dónde está el problema: son los que denuncian mis obras como el producto de un trabajo laborioso y, por tanto, necesariamente artificial.

El diccionario da la siguiente definición de esta última palabra: «hecho por mano o arte del hombre», y también «producido por el ingenio humano», una definición tan pertinente que uno podría conformarse con ella si, paradójicamente, las connotaciones que comúnmente se cargan de un significado peyorativo no resultaran igualmente instructivas al examinarlas; porque, como añade el diccionario, «artificial» también significa «no natural, falso», enseguida se nos ocurre que el arte, la invención por excelencia, también artificial y, por tanto, fabricado (palabra a la que convendría devolverle toda su nobleza), es, por su propia naturaleza, imitación (que obviamente postula la falsedad). Pero aún sería necesario precisar la naturaleza de esta imitación, ya que el arte se autogenera, por así decirlo, imitándose a sí mismo: así como no es el deseo de reproducir la naturaleza lo que hace al pintor, sino la fascinación del museo, es el deseo de escribir, suscitado por la fascinación de la palabra escrita, lo que hace al escritor, mientras que la naturaleza, como dijo ingeniosamente Oscar Wilde, se limita a «imitar al arte»...

Y es, en efecto, un lenguaje de artesanos que, durante siglos, antes, durante y después del Renacimiento, utilizaron los más grandes escritores o músicos, a veces tratados como siervos, que trabajaban por encargo y que hablaban de sus trabajos (pienso en Johann Sebastian Bach, Nicolas Poussin...) como obras muy laboriosas y muy concienzudamente ejecutadas. ¿Cómo explicar entonces que hoy en día, para algunos críticos, las nociones de trabajo y de obra hayan caído en tal descrédito que decir que a un escritor le cuesta escribir les parece el colmo de la burla? Tal vez no sea mala idea detenerse en este dilema, que abre horizontes mucho más amplios que los meros cambios de humor.

«Un valor de uso o cualquier artículo — escribe Marx en el primer capítulo de El Capital—, no tiene valor alguno hasta que el trabajo humano se materializa en él». Este es, en efecto, el laborioso punto de partida de todo valor. Aunque no soy ni filósofo ni sociólogo, me parece preocupante constatar que fue durante el siglo XIX, paralelamente al desarrollo del maquinismo y de la industrialización feroz, cuando asistimos, al mismo tiempo que al auge de una cierta mala conciencia, a la desvalorización de esta noción de trabajo (este trabajo mal pagado de transformación): el escritor se ve entonces desposeído del beneficio de su esfuerzo en favor de lo que algunos han llamado inspiración, convertido en un mero intermediario, en el portavoz de quién sabe qué poder sobrenatural, de modo que el escritor, que antes era un sirviente asalariado o un artesano concienzudo, ve ahora su persona simplemente negada: es a lo sumo un copista, o el traductor de un libro ya escrito en otra parte, una especie de máquina para descodificar y entregar en lenguaje llano los mensajes que le dicta un misterioso más allá.

Se puede ver la estrategia, a la vez elitista y aniquiladora: honrado en este papel de pitonisa borracha u oráculo inútil, el escritor pertenece a una casta de elegidos en la que nadie puede pretender ser admitido por su mérito o su trabajo. Por el contrario, este último, como en el pasado para los miembros de la nobleza, se considera infame, degradante. El término que se utilizará para juzgar una obra será naturalmente un término religioso, gracia, una gracia que, como todo el mundo sabe, no se puede adquirir a través de ninguna virtud, ni siquiera del ascetismo.

Como depositario o poseedor privilegiado esta gracia de un saber («¿qué tienes que decir?», preguntaba Sartre —en otras palabras: «¿qué saber posees?»), depositario incluso antes de la escritura de un saber negado al pueblo llano, al escritor se le asigna la misión de instruirlo, y la novela adoptará con toda naturalidad la forma imaginaria en que se imparte la enseñanza religiosa, la de la parábola, la fábula. Si la persona del escritor queda abolida (debe desvanecerse detrás de sus personajes), también lo está su obra, así como el producto de este trabajo, la propia escritura: «El mejor estilo es el que no se nota», solemos escribir, recordando la famosa fórmula de que una novela es sólo «un espejo llevado a lo largo de un camino»: una superficie plana, lisa, sin asperezas, sin nada más, detrás de una fina placa de metal pulido, que las imágenes virtuales que refleja con infiferencia, una tras otra, objetivamente — en otras palabras: «el mundo como si yo no estuviera allí para contarlo», según la fórmula de Baudelaire, definiendo, irónicamente, el «realismo».

«Al conceder el Premio Nobel a Claude Simon, ¿se pretendía confirmar el rumor de que la novela estaba definitivamente muerta?", se pregunta un crítico. No parece haberse dado cuenta todavía de que, si por novela se entiende el modelo literario que floreció durante el siglo XIX, está efectivamente bien muerta, a pesar de que en las bibliotecas de las estaciones de ferrocarril o en cualquier otro lugar se sigan vendiendo y comprando por miles historias de aventuras amables o terroríficas, con conclusiones optimistas o desesperadas, y con títulos que anuncian verdades reveladas como, por ejemplo, La condición humana, La esperanza o Los caminos de la libertad.

Lo que me parece más interesante es constatar que, si a principios de nuestro siglo, aquellos dos gigantes, Proust y Joyce, abrieron vías completamente diferentes, no hicieron más que sancionar una lenta evolución en el curso de la cual la novela llamada realista se dio lentamente muerte a sí misma.

«Yo intentaba —escribió Marcel Proust— encontrar la belleza donde nunca había imaginado que podía hallarse: en las cosas más ordinarias, en la vida profunda de las naturalezas muertas». Por su parte, en un artículo publicado en Leningrado en 1927, titulado «Sobre la evolución literaria», el ensayista ruso escribió: «A grandes rasgos, las descripciones de la naturaleza en las novelas antiguas, que uno estaría tentado, desde el punto de vista de un determinado sistema literario, a reducir a un papel auxiliar de soldadura o ralentización (y, por tanto, casi a rechazar), deberían, desde el punto de vista de otro sistema literario alternativo, ser consideradas como un elemento principal, porque puede ocurrir que la fábula sea sólo una motivación, un pretexto para acumular descripciones estáticas». Este texto, que en algunos aspectos parece profético, me parece que exige una serie de observaciones.

En primer lugar, señalemos que, según el diccionario, la primera acepción de la palabra «fábula» es la siguiente: «Breve relato ficticioen prosa o versocon intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en unamoraleja finaly en el que pueden intervenir personasanimales y otros seres animados o inanimados.». Inmediatamente, me viene a la mente una objeción: se trata de que, en realidad, el proceso real de elaboración de la fábula tiene lugar exactamente a la inversa de este esquema y que, portanto, es la historia la que se deriva de la moraleja. Para el fabulista, primero hay una moraleja —«La razón del más fuerte es siempre la mejor», o «todo adulador vive a costa de su oyente»—, y sólo después la historia que imagina como una demostración pictórica, para ilustrar la máxima, el precepto o la tesis que el autor busca por este medio hacer más llamativa.

Es esta tradición la que, en Francia, a través de los fabliaux de la Edad Media, de los fabulistas y de la llamada comedia costumbrista o de carácter del siglo XVII, y luego del cuento filosófico del siglo XVIII, condujo a la llamada novela realista del siglo XIX, con intención didáctica: «Usted y unas cuantas almas bellas, tan bellas como la suya —escribió Balzac— comprenderán mi pensamiento leyendo La casa Nucingen junto a César Birotteau. En este contraste, ¿no hay toda una enseñanza social?».

Audazmente innovadora en su época (lo que olvidan sus epígonos retrasados que, siglo y medio después, la proponen como ejemplo), sostenida por un cierto «entusiasmo por la escritura» y una cierta desmesura que la elevaba más allá de sus intenciones, la novela balzaciana degeneró luego para dar lugar a obras que sólo conservaban su espíritu puramente demostrativo.

Y, por supuesto, desde este punto de vista, cualquier descripción parece no sólo superflua sino, como señala Tynianov, inoportuna, ya que se injerta parasitariamente en la acción, interrumpe su curso y sólo retrasa el momento en que el lector descubrirá finalmente el sentido de la historia: «Cuando en una novela llego a una descripción, me salto la página», decía Henry de Montherlant, y, en el Segundo Manifiesto del Surrealismo, André Breton (al que todo, sin embargo, oponía a Montherlant), declarando que se moría de aburrimiento ante la descripción de la habitación de Raskólnikov, exclamaba con furia: «¿Qué derecho tiene el autor a endosarnos sus tarjetas postales?» 

* * *

Tipos sociales o psicológicos en situación, simplificados hasta la caricatura (al menos en cierta tradición francesa: «Harpagon no es más que un avaro —señalaba Strindberg en su prefacio a La señorita Julia —. Podría haber sido al mismo tiempo un excelente concejal, un excelente padre de familia o cualquier otra cosa; ¡no, no es más que un avaro!»), los personajes de la novela tradicional se ven arrastrados a una serie de aventuras, de reacciones en cadena que se suceden por un supuestamente implacable mecanismo  de causa y efecto que los conduce gradualmente a ese desenlace que se ha llamado la «culminación lógica de la novela», demostrando la validez de la tesis sostenida por el autor y expresando lo que su lector debe pensar de los hombres, las mujeres, la sociedad o la Historia...

El problema es que estos sucesos supuestamente determinados y determinantes sólo dependen de la buena voluntad de quien los cuenta y de su intención de que  tales o cuales personajes se encuentren (o se pierdan), se amen (o se detesten), mueran (o sobrevivan), y de que si estos sucesos, que son,  por supuesto, posibles, igualmente podrían no ocurrir. Como señala Conrad en su prefacio a El negro del Narciso, el autor apela solamente a nuestra credulidad, ya que la lógica de los personajes y de las situaciones es susceptible de ponerse en cuestión infinitamente: Mientras que Henri Martineau, eminente stendhaliano, asegura que Julien Sorel está predestinado desde el principio de la novela El rojo y el negro a disparar el tiro de pistola fatal a Madame de Rénal, Emile Faguet, por su parte, encuentra este desenlace «más forzado de lo permitido».

Esta es, sin duda, una de las razones del paradójico fenómeno por el que, al mismo tiempo que nacía, la novela realista ya empezaba a trabajar en su propia destrucción. En efecto, parece como si,  conscientes de la debilidad del proceso que utilizan para transmitir su mensaje didáctico (un proceso basado enteramente en el principio de causalidad), estos autores hubieran sentido la necesidad de dar a sus fábulas un cierto espesor material para hacerlas más convincentes. Hasta entonces, en la novela o el cuento filosófico, ya sea La princesa de Clèves, Cándido, Las relaciones peligrosas o incluso La nueva Heloísa, escrita por ese amante de la naturaleza que era Rousseau, la descripción es prácticamente inexistente y sólo aparece en forma de estereotipos invariables: todas las mujeres bonitas tienen invariablemente una tez «de lirio y rosa», están «hechas a medida», las viejas son «grotescas», las sombras «frías», los desiertos «espantosos», y así sucesivamente... Con Balzac (y en esto reside quizá su genio), se ven aparecer largas y minuciosas descripciones de lugares o de personajes, descripciones que, en el transcurso del siglo, no sólo serán cada vez más numerosas, sino que, en lugar de limitarse al comienzo del relato o a la aparición de los personajes, van a fraccionarse, a entremezclarse en dosis más o menos masivas al relato de la acción, hasta el punto de que al final desempeñan el papel de una especie de caballo de Troya y se limitan a expulsar la fábula a la que debían dar contenido: si el final trágico de Julien Sorel en el cadalso, el de Emma Bovary envenenada con arsénico o el de Ana Karénina arrojándose bajo un tren pueden aparecer como la coronación lógica de sus aventuras y entresacar una moraleja, es imposible extraerla de la muerte de Albertine, a la que Proust hace desaparecer (uno estaría tentado de decir: «de la que se deshace») por un banal accidente de equitación...

Me parece que se puede establecer un interesante paralelismo entre la evolución de la novela que tuvo lugar en el siglo XIX y la de la pintura, que comenzó mucho antes: «El fin (la meta) del arte cristiano —escribe Ernest Gombrich— consiste en dar a la figura sagrada y, sobre todo, a la Historia Sagrada, un emplazamiento convincente y conmovedor a los ojos del espectador». Concebido inicialmente por los bizantinos como un instrumento de edificación y utilizado con fines didácticos, «el acontecimiento se relata con la ayuda de jeroglíficos claros y sencillos que lo harán comprender más que ver». Un árbol, una montaña, un arroyo, las rocas se indican con signos pictográficos. «Sin embargo, poco a poco, se percibe una nueva exigencia, que es la de hacer que el espectador se convierta, por así decirlo, en testigo del acontecimiento (...), que se supone que es el objeto de su contemplación», y así asistimos poco a poco al advenimiento del naturalismo, del que Giotto es uno de los primeros artífices, continuando la evolución hasta que, como nos dice Gombrich, «el paisaje naturalista de los fondos, concebido hasta entonces de acuerdo con las concepciones del arte medieval como ilustraciones de proverbios y proveedor de lecciones morales, este paisaje que rellenaba las localizaciones, desprovistos de personajes y de acciones (...), devora, por decirlo así, en el siglo XVI, los primeros planos, hasta llegar a su objetivo con especialistas como Joachim Patinir, de modo que lo que el pintor crea ya no deriva su relevancia de alguna asociación con un tema importante, sino del hecho de que refleja, como la música, la armonía misma del universo».

De ese modo, como resultado de una lenta evolución, la función del pintor se ha, en cierto modo, invertido, y el conocimiento o, si se prefiere, el sentido, ha pasado de un lado a otro de su acción, al principio precediéndola, suscitándola, para, al final, resultar de esta misma acción, que ya no expresará el sentido sino que lo generará.

Y lo mismo ha ocurrido con la literatura, hasta el punto de que hoy parece legítimo reclamar para la novela (o exigirle) una credibilidad, más fiable que la que, siempre discutible, puede atribuirse a una ficción, una credibilidad que sea conferida al texto por la relevancia de las relaciones entre sus elementos, cuyo orden, sucesión y disposición ya no se basarán en una causalidad externa al hecho literario, como la causalidad de carácter psicosocial que es la norma en la tradicional novela llamada realista, sino en una causalidad interna, en el sentido de que un acontecimiento, descrito y ya no relatado, seguirá o precederá a otro en virtud de sus propias cualidades.

Si no puedo dar crédito a este deus ex machina que hace que los personajes de una historia se encuentren o se pierdan demasiado oportunamente, por el contrario, me parece totalmente creíble, porque está en el orden sensato de las cosas, que Proust se vea transportado de repente del patio del mansión de los Guermantes a la plaza de San Marcos de Venecia por el efecto de dos adoquines desiguales bajo su pie, igual de creíble que Molly Bloom se vea arrastrada a sus ensoñaciones eróticas por la evocación de la jugosa fruta que piensa comprar al día siguiente en el mercado, o que el desdichado Benjy de Faulkner grite de dolor cuando oye a los golfistas gritar la palabra caddie;  y todo ello porque entre esas circunstancias, esas reminiscencias, esas sensaciones, hay una evidente comunidad de cualidades, es decir, una cierta armonía que, en estos ejemplos, es el resultado de asociaciones, de asonancias, pero que también puede ser el resultado, como en la pintura o en la música, de contrastes, de oposiciones o de disonancias.

A partir de ese momento, se empieza a entrever una respuesta a las conocidas preguntas: «¿Por qué escribe?» «¿Qué tiene que decir?»

«Si (...) se me interroga —escribió Paul Valéry—, si se me inquieta (como a veces, y encarecidamente) sobre lo que quería decir (...), respondo que no quería decir sino hacer, y que fue esta intención de hacer la que me hizo querer decir lo que dije». Una respuesta cuyos términos podría reproducir punto por punto: si el abanico de las motivaciones del escritor está completamemnte abierto, la necesidad de ser reconocido de la que habla André Lwoff no es quizás la más fútil, pues requiere en primer lugar ser reconocido por uno mismo, lo que implica un hacer  (yo hago—yo produzco—, por lo tanto yo soy), ya se trate de construir un puente, un barco, de hacer crecer una cosecha o de componer un cuarteto. Y, si nos limitamos al ámbito de la escritura, ¿es necesario recordar que hacer, en griego, está en el origen de la palabra poema, cuya naturaleza quizá aún deba cuestionarse, ya que,  si estamos de acuerdo en conceder cierta libertad a quien en el lenguaje popular se conoce como poeta, por qué habría que negársela al prosista y asignarle, en cambio, la única misión de narrador de apólogos, sin tener en cuenta ninguna otra consideración sobre la naturaleza de esa lengua que se supone que utiliza como mero vehículo? ¿No es olvidar que, como decía Mallarmé, «siempre que hay un esfuerzo de estilo, hay versificación», olvidar la pregunta que se hace Flaubert en una carta a George Sand: «¿Cómo es posible que haya una relación necesaria entre le mot juste y la palabra musical?»

Ahora soy un anciano, y, como muchos habitantes de nuestra vieja Europa, la primera parte de mi vida fue bastante agitada: fui testigo de una revolución, luché en la guerra en condiciones particularmente mortíferas (pertenecí a uno de esos regimientos que los estados mayores sacrifican fríamente de antemano y del que, en ocho días, no quedaba prácticamente nada), fui hecho prisionero, conocí el hambre, el trabajo físico hasta el agotamiento, me evadí, estuve gravemente enfermo, varias veces al borde de la muerte, violenta o natural, me codeé con la gente más diversa, tanto con sacerdotes como con pirómanos de iglesias, tanto con burgueses pacíficos como con anarquistas, tanto con filósofos como con analfabetos, compartí mi pan con matones, viajé por todo el mundo... y, sin embargo, a los setenta y dos años, todavía no le he descubierto ningún significado a todo esto, como no sea lo que dijo, me parece, Barthes, siguiendo a Shakespeare, que «si el mundo significa algo, es que no significa nada» —excepto aquello que es.

Como puede verse, no tengo nada que decir, en el sentido sartreano de esta expresión. Además, si me hubiera sido revelada alguna verdad importante en el ámbito social, histórico o sagrado, me habría parecido cuando menos burlesco tener que recurrir para exponerla a una ficción inventada en lugar de un tratado razonado de filosofía, de sociología o de teología.

¿Qué hacer, entonces, para retomar la palabra de Valéry, que, inmediatamente, conduce a la siguiente pregunta: ¿hacer con qué?

Pues bien, cuando me encuentro ante mi página en blanco, me enfrento a dos cosas: por un lado, al turbulento magma de emociones, de recuerdos, de imágenes que hay en mi interior, y por otro, a la  lengua, a las palabras que voy a buscar para decirlo, a la sintaxis por la que se van a ordenar y en el seno de la cual, de alguna manera, van a cristalizar.

Y, de inmediato, una primera constatación: es que nunca se escribe (o se describe) algo que haya sucedido antes del trabajo de escritura, sino lo que sucede (en todos los sentidos de la palabra) en el curso de este trabajo, en su tiempo presente, y que resulta no del conflicto entre un muy vago proyecto inicial y la lengua, sino, por el contrario, de una simbiosis entre ambos que hace, al menos para mí, que el resultado sea infinitamente más rico que la intención.

Stendhal experimentó este fenómeno del tiempo presente de la escritura cuando, en La vida de Henry Brulard, emprendió el relato de su travesía del paso del Gran San Bernardo con el ejército italiano. Mientras intenta proporcionar el relato más veraz, dice, se da cuenta de repente de que puede estar describiendo un grabado que representa ese suceso, un grabado que ha visto después de los hechos y que, escribe, «ha ocupado (en él) el lugar de la realidad». Si hubiera llevado más allá su reflexión, se habría dado cuenta —ya que es fácil imaginar la cantidad de cosas representadas en este grabado: cañones, carros, soldados, caballos, glaciares, rocas, etc., cuya mera enumeración habría llenado varias páginas, mientras que el relato de Stendhal ocupa solo una—, de que ni siquiera estaba describiendo este grabado, sino una imagen que en aquel momento se estaba formando en él y que seguía ocupando el lugar del grabado que creía describir.

Más o menos conscientemente, como resultado de las imperfecciones de su percepción y de su memoria, el escritor selecciona subjetivamente, elige, elimina, pero también valora entre cien o mil elementos cualesquiera de un espectáculo: estamos muy lejos de aquel espejo imparcial recorrido a lo largo de un camino que el mismo Stendhal pretendía...

Y si hubo una ruptura, un cambio radical en la historia del arte, fue cuando los pintores, seguidos pronto por los escritores, dejaron de pretender representar el mundo visible limitándose solamente a las impresiones que recibían de él.

«Un hombre en perfecto estado de salud —escribió Tolstoi— piensa con fluidez, siente y recuerda una cantidad ingente de cosas a la vez». Esta observación está próxima a estas frases de Flaubert, a propósito de Emma Bovary: «Todas las reminiscencias, las imágenes y las combinaciones que había en ella se escaparon a la vez, como las mil piezas de un fuego de artificio. Veía con claridad y en cuadros desvinculados a su padre, a Léon, el despacho de Lheureux, su habitación de allí, otro paisaje, figuras desconocidas».

Flaubert habla de una mujer enferma, aquejada de una especie de delirio, pero Tolstoi va más allá y generaliza cuando dice: «un hombre en perfecto estado de salud». Están de acuerdo al constatar que  la totalidad de estas reminiscencias, de estas emociones y de estos pensamientos se presentan todos a la vez, pero Flaubert precisa, por su parte, que se trata de «cuadros desvinculados», es decir, de fragmentos, y que el aspecto en que se nos presentan es el de «combinaciones». Se puede ver ahora por dónde se queda corta la tímida propuesta de Tynianov, que, si consideraba anticuado el tipo de novela tradicional, sólo podía concebir una novela para el futuro en la que la fábula sólo fuera el pretexto para una acumulación de descripciones estáticas.

Porque es aquí radica una de las paradojas de la escritura: la descripción de lo que podría llamarse un paisaje interior aparentemente estático, cuya principal característica es que nada está cerca o lejos, resulta que no es estática sino dinámica: obligada por la configuración lineal del lenguaje a enumerar uno tras otro los componentes de este paisaje (que ya implica la preferencia de la elección, la valorización subjetiva de unos sobre otros), el escritor, en cuanto empieza a trazar una palabra sobre el papel, entra en contacto inmediatamente con un conjunto prodigioso, este prodigioso sistema de relaciones establecidas en y por este lenguaje que, como se ha dicho, «habla ya antes que nosotros» por medio de lo que se llaman sus figuras, es decir, los tropos, las metonimias y las metáforas, ninguna de las cuales es efecto del azar, sino que, por el contrario, son parte constitutiva del conocimiento del mundo y de las cosas adquirido gradualmente por el hombre.

Y si, siguiendo a Chklovski, aceptamos definir el hecho literario como «el traslado de un objeto desde su percepción habitual al ámbito de una nueva percepción», ¿cómo intentaría detectar el escritor los mecanismos que hacen confluir en él ese número incalculable de cuadros  aparentemente desvinculados que le constituyen como ser sensible, si no es mediante este lenguaje que le constituye como ser pensante y hablante y en el seno del cual, en su sabiduría y su lógica, se nos ofrecen ya innumerables transferencias o intercambios de sentido? Las palabras, según Lacan, no son sólo signos, sino nodos de sentido o, como escribí en mi breve prefacio a Orión el ciego, encrucijadas de sentido, de modo que ya sólo con su vocabulario el lenguaje ofrece la posibilidad de combinaciones en número incalculable, gracias a la cual esta aventura narrativa en la que el escritor se compromete por su cuenta y riesgo parece finalmente más fiable que esas narraciones más o menos arbitrarias que nos propone la novela naturalista con una seguridad tanto más imperiosa cuanto que conoce la fragilidad y el muy cuestionable valor de sus medios.

Por tanto, no hay que demostrar sino mostrar, ya no hay que reproducir sino producir, ya no hay que expresar sino descubrir. Como la pintura, la novela ya no se propone derivar su relevancia de cualquier asociación con un tema siognificativo, sino del hecho de esforzrase por reflejar, como la música, una cierta armonía. Ante la pregunta: «¿Qué es el realismo?», Roman Jakobson observa que es habitual considerar el realismo de una novela no por referencia a la realidad en sí misma (un mismo objeto puede tener mil aspectos), sino, simplemente, como un género literario que se desarrolló en el siglo pasado. Es olvidar que los personajes de estas historias no tienen otra realidad que la de la escritura que los establece: ¿cómo podría, entonces, esta escritura desaparecer detrás de una historia y unos acontecimientos que no existen más que a través de ella? De hecho, al igual que la pintura tomó como pretexto una escena bíblica, mitológica o histórica (¿quién puede creer seriamente en la realidad de tal o cual crucifixión, de tal o cual Susana en el baño o tal o cual rapto de las sabinas?), lo que nos cuenta la escritura, incluso en la más naturalista de las novelas, es su propia aventura y sus propios hechizos. Si esta aventura es un fracaso, si estos hechizos no entran en juego, entonces una novela, sean cuales sean sus pretensiones didácticas o morales, también es un fracaso.

Se habla mucho aquí y allá, y con autoridad, de la función y del deber del escritor. Hace unos años, se llegó a abogar, no sin demagogia, por una fórmula que lleva en sí misma su propia contradicción, que decía que «ante la muerte de un niño en Biafra, no hay libro que valga». Si justamente, a diferencia de la muerte de un pequeño simio, esta muerte es un escándalo intolerable es porque este niño es un hombrecito, es decir, un ser dotado de una mente, de una conciencia, aunque sea embrionaria, susceptible más tarde, si sobrevive, de pensar y hablar de su sufrimiento, de leer el de los demás, de conmoverse a su vez y, con un poco de suerte, de escribir sobre él.

Al final des SDiglo de las Luces y antes de que se forjara el mito del realismo, Novalis enunciaba con asombrosa lucidez la aparente paradoja de que «el lenguaje es como las fórmulas matemáticas: constituyen un mundo en sí mismas, para sí mismas; juegan exclusivamente entre sí, no expresan  nada más que su propia naturaleza maravillosa, que es precisamente lo que las hace tan expresivas, que reflejan el extraño juego de relaciones entre las cosas».

Es a la busca de este juego que tal vez podríamos concebir un compromiso con la escritura que, cada vez que cambia la relación que el hombre mantiene con el mundo a través de su lenguaje, contribuye en su modesta medida a cambiar este mundo. El camino seguido será entonces, se sospecha, muy diferente al del novelista que, a partir un principio, llega a un final. Este otro camino, recorrido con gran dificultad por un explorador en una tierra desconocida (perdiéndose, volviendo sobre sus pasos, guiado —o engañado— por la semejanza de ciertos lugares que, sin embargo, son diferentes o, por el contrario, por los diferentes aspectos de un mismo lugar), se confunde con frecuencia, pasa por encrucijadas que ya han sido recorridas, incluso puede ocurrir (y esto es lo más lógico) que, al final de esta investigación en el presente de las imágenes y las emociones, ninguna de ellas esté más lejos o más cerca que la otra (pues las palabras tienen ese prodigioso poder de reunir y confrontar lo que de otro modo quedaría disperso en el tiempo cronometrado y en el espacio mensurable), puede ocurrir que uno sea devuelto al punto de partida, solo que más rico por haber indicado algunas direcciones, haber tendido algunos puentes para haber alcanzado quizás, a través de la incesante profundización de lo particular y sin pretender haberlo dicho todo, este fondo común en el que cada uno podrá reconocer un poco —o un mucho— de sí mismo.

Así que no puede haber otro final que el agotamiento del viajero que explora este paisaje inagotable, contemplando el mapa aproximado que ha elaborado y sólo algo tranquilo por haber obedecido lo mejor que ha podido en su camino a ciertos impulsos, a ciertas pulsiones. Nada es seguro ni ofrece más garantías que aquellas de las que Flaubert habla después de Novalis: una armonía, una música. En su búsqueda, el escritor avanza laboriosamente, a tientas, se mete en callejones sin salida, se empantana, vuelve a empezar. —y, si se quiere a toda costa sacar una lección de su planteamiento, se puede decir que siempre avanzamos sobre arenas movedizas.

Muchas gracias por su atención.

Estocolmo, el 10 de diciembre de 1985

Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1985, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1986