7 de junio de 2021

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XII

 

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XII. Honoré de Balzac. Hermida Editores, 2021. Traducción de Aurelio Garzón del Camino

Nuevo volumen de la edición integral de La Comedia humana, que finaliza el ciclo de las «Escenas de la vida parisiense».

Los empleados

En la mayor parte de las novelas que componen el ciclo de La Comedia humana, Balzac se ajustó a su proyecto de trazar, más que una sucesión de historias o de tramas, un inventario de caracteres. Los empleados (Les Employés ou la Femme supérieure18381844) sería uno de los casos paradigmáticos de la obra en que, a lo largo de casi trescientas páginas y mediante el recurso a su acostumbrado narrador omnisciente, en esta ocasión combinado con fragmentos de diálogos en notación teatral, prescinde prácticamente de trama, para limitarse a caracterizar un grupo humano, con todas sus derivadas, concreto y teóricamente homogéneo.

Rabourdin, jefe de sección de un ministerio, casado con Célestine, hija de un burgués con altas pretensiones, y destinado a una brillante carrera en la Administración, se empantana entre sus ambiciones y la realidad de una vida parisiense que muestra su inclemencia a los aspirantes que no cuentan con un sólido apoyo, pero también a las mujeres casadas que lo fían todo a una excepcionalidad imaginaria.

«Célestine creía de buena fe ser una mujer superior. Tal vez tenía razón, o tal vez hubiese sido grande en grandes circunstancias, o tal vez no estaba en su verdadero lugar. Reconozcámolo: tanto en la mujer como en el hombre existen variedades que las sociedades se forman para sus necesidades. Ahora bien, lo mismo en el orden social que en el orden natural, se encuentran más retoños que árboles y más huevas que peces llegados a todo su desarrollo».

Ya en tiempos de Balzac ―el autor insinúa el origen del fenómeno en las consecuencias de los sucesos de 1789―, la Administración, ese monstruo insaciable e indolente, se hallaba asediado en su funcionamiento por los dos niveles que ocupaban los extremos del organigrama: en la cumbre, los altos cargos, ocupado per personal recomendado ―aristócratas venidos a menos, militares de salón, segundones de lustrosos apellidos, burgueses bien relacionados―, pero completamente incapaz; y en el nivel funcionarial más bajo, los empleados, la verdadera fuerza productiva de la Administración, en cuyas manos descansaba el mantenimiento del engranaje, y cuya máxima preocupación ―a menudo, la única― era conservar el privilegio de su puesto de trabajo, intocables ―su habilidad para hacerse imprescindibles se hizo legendaria― debido, en gran medida, a la incompetencia de sus superiores. Ambos grupos se odiaban a muerte y no perdían ocasión para causar bajas en el bando contrario, pero se necesitaban con la misma intensidad con la que se aborrecían.

«Si al subordinar toda cosa y todo hombre a su voluntad, Napoleón retrasó por un momento la influencia de la burocracia, esta cortina, colocada entre el bien que hay que hacer y aquel que puede ordenarlo, se había organizado definitivamente bajo el Gobierno constitucional, que es por fuerza un amigo de las medianías, gran aficionado a las pruebas y a las cuentas, en una palabra, meticuloso como una pequeña burguesa. Contentos con ver a los ministros en lucha constante con cuatrocientos espíritus mezquinos y con diez o doce cabezas ambiciosas y de mala fe, las oficinas se apresuraron a hacerse indispensables, y sustituyendo la acción viva por la acción escrita, crearon un poder de inercia llamado "informe"».

Ingenuo, pero no privado de razonamiento, Rabourdin pergeña un proyecto mediante el cual, con la reformulación de los impuestos, pretende suprimir burocracia y conseguir mayores ingresos para el Estado, mayor facilidad para recaudarlos y más justicia para los contribuyentes. Estas altas aspiraciones, sin embargo, no son apreciadas por Célestine, que no percibe ningún brillo en los proyectos de su marido, nada que pueda realzar su situación social ni proveerla a ella de la disponibilidad de fondos para dar cumplida cuenta de sus caprichos; a la vista de ello, y convencida de merecer mucho más de lo que ha conseguido, sucumbe a la trampa de contraer deudas destinadas al lucimiento personal, de su hogar y de su reputación; una estrategia que le consigue el favor de tres diputados, que la ponen en contacto con todo un ministro. 

Balzac sigue acometiendo contra la clase social no productiva, los burócratas, desde un favoritismo hacia su opuesta, la productiva, los pequeños y no tan pequeños comerciantes y los artesanos, aunque no se olvida de los vicios y las virtudes de ambas. 

Por otra parte, el Balzac más sarcástico confecciona un mapa de las oficinas del Estado, un enorme laberinto de corredores, recibidores, salas y despachos, que reproduce, casi cartográficamente, el caos de cargos que lo ocupan; para recorrer y no extraviarse en el primero, es imprescindible un plano detallado, entendiendo que este solo puede ser provisional, dada la imparable cantidad de cambios que se produce sobre el terreno, sin previo aviso, y los movimientos tectónicos que suponen cambios de nivel. El segundo de estos, más afectado por la provisionalidad, solo es posible recorrerlo con la ayuda de un guía actualizado y experto, pues a la ingente multitud de cargos y empleos, se le suma el imprescindible apoyo, uno para cada nivel, del personal bragado en esas lides y de los distintos puestos con los que deben mantenerse buenas relaciones si se quiere medrar en la burocracia. Y toda esa estructura, de apariencia tan firme, descansa sobre los hombros del infatigable Atlas de la Administración: el empleado.

«Ahora bien, tal como están constituidos los negociados, de las nueve horas que sus empleados deben al Estado, pierden, según va a verse, cuatro en conversaciones, en relatos, en disputas, y, sobre todo, en intrigas. Por eso es preciso haber frecuentado los negociados para reconocer hasta qué punto la vida empequeñecida se asemeja en ellos a la de los colegios. Pero en todas partes donde los hombres viven colectivamente, esa similitud es patente: en el regimiento y en los tribunales encontráis el colegio más o menos agrandado. Todos estos empleados, reunidos durante sus sesiones de ocho horas en las oficinas, veían en ellas una especie de clase donde había tareas que hacer, donde los jefes reemplazaban a los prefectos de estudios, donde las gratificaciones eran como premios de buena conducta dados a los favoritos, donde se burlaban los unos de los otros, donde se odiaba y donde existía, sin embargo, una especie de camaradería, pero ya más fría que la del regimiento, la cual es a su vez emnos fuerte que la de los colegios. En fin, ¿no son los negociados el mundo en pequeño, con sus extravagancias, sus amistades, sus odios, su envidia y su ambición, con su movimiento de marcha a pesar de todo, sus frívolos discursos que causan tantas heridas y su espionaje incesante?»

Al final, en un ascenso, lo que menos cuenta es la eficiencia, la capacidad de trabajo o la creatividad; el destino de un alto funcionario queda en manos de las intrigas interdepartamentales, de la efectividad de los grupos de presión, de la dirección errática que tome la política nacional o de la disponibilidad de la esposa del candidato. Sin embargo, nada es capaz de detener la maquinaria de complicidades, intereses y compromisos; la potencia de la inercia, facilitada, en última instancia, por todos los intervinientes, la convierte en  incontenible.

Los pequeños burgueses

Proyectada por Balzac como continuación de Los empleadosLos pequeños burgueses (Les Petits Bourgeois, 1856, inacabada y sin corregir) retoma a los protagonistas de aquella, años después y retirados de sus obligaciones funcionariales, en su intento de convertirse en nuevos burgueses ―"mostrar al hipócrita moderno en acción", los sucesores por derecho, de la extinta aristocracia, mediante la especulación, la usura y por saber ubicarse en tiempos convulsos ―en concreto, algunos de los protagonistas de la novela, durante la Revolución de 1830 y de sus consecuencias; específicamente, comprando residencias históricas y adecuándolas a los gustos modernos, siempre haciendo ostentación de su poderío económico, un proceso que culminaba, invariablemente, con un pastiche cargante― y que debería sustituir o complementar a la antigua burguesía, formada por comerciantes y artesanos enriquecidos por su trabajo o por su visión para los negocios.

[Retrato del empleado jubilado]: «Entrado en el engranaje de la máquina ministerial, cultivó poco las letras, y todavía menos las artes; adquirió unos conocimientos rutinarios de su quehacer, y cuando tuvo ocasión de penetrar, en la época del Imperio, en la esfera de los empleados superiores, adquirió en ella unas formas superficiales que ocultaron el hijo del portero, pero su inteligencia no logró siquiera el menor provecho. Su ignorancia le enseñó a callarse, y su silencio le sirvió. Se acostumbró, bajo el régimen imperial, a esa obediencia pasiva que agrada a los superiores, y a esa cualidad fue a la que debió más tarde su ascenso al grado de subjefe. Su rutina se trocó en una gran experiencia, y sus maneras y su silencio disimularon su falta de instrucción. Esta nulidad fue un título cuando se necesitó un hombre nulo. Se temió dejar descontentos en la Cámara a dos partidos, cada uno de los cuales protegía a un hombre, y el ministerio salió del apuro dando cumplimiento a la ley sobre la antigüedad. Así fue como Thuillier llegó a subjefe. Sabiendo la señorita Thuillier que su hermano aborrecía la lectura y no podía reemplazar los trajines de la oficina con ningún asunto, había resuelto juiciosamente lanzarle a los cuidados y preocupaciones de la propiedad, al cultivo de un jardín, a las pequeñeces de la existencia burguesa y a las intrigas de vecindad».

Thuillier, un personaje extraído de Los empleados, es un sujeto insignificante sometido al dominio de su hermana, avispada y ambiciosa, que dirige su carrera profesional y su vida privada con mano de hierro ―ella es la que le busca esposa con suficiente dote como para mantenerse todos y lo bastante idiota como para no darse cuenta de esa circunstancia―.

Balzac rastrea en la historia de los protagonistas para explicitar con la suficiente claridad que ni la relativa fortuna ni la frágil posición social son el resultado de la inteligencia o de la valía, sino fruto de las intrigas, del matrimonio favorable o de la simple casualidad; en resumen, un modo de ascenso social que, inviable en tiempo de la Revolución, fue habilitado, tras el bonapartismo, por las sucesivas restauraciones para rellenar el espacio dejado por la aristocracia y la corte del ancien régime. Una instauración que debería seguir, como en la aristocracia y en la monarquía, un orden dinástico, con el fin de que las nuevas generaciones, nacidas y educadas en el nuevo estatus, pudieran recoger los beneficios conseguidos por sus predecesores sin cargar con un pasado dudoso o inadecuado a su posición.

«La señora Colleville era, en mujer, la persona más distinguida de aquella sociedad, así como Minard hijo y el profesor Phellion eran los hombres superiores: porque todos los demás, sin ideas, sin instrucción, y procedentes de los estratos inferiores, prestaban los tipos y las ridiculeces de la pequeña burguesía. Aunque todo advenedizo supone un mérito cualquiera, Minard era tan solo un globo hinchado. Prodigándose en frases retorcidas, tomando la obsequiosidad por cortesía y la fórmula por talento, soltaba los lugares comunes con un aplomoy una rotundidad que se aceptaban como elocuencia. Todas esas palabras que no dicen nada y responden a todo: progreso, vapor, betún, guardia nacional, orden, elemento democrático, espíritu de asociación, legalidad, movimiento y resistencia, intimidación, parecían inventadas, a cada fase política, por Minard, que glosaba entonces las ideas de su periódico. Julien Minard, el joven abogado, sufría tanto con su padre como su padre sufría con su mujer. En efecto, con la fortuna, Zélie había adquirido pretensiones, sin haber podido jamás aprender el francés, se había puesto gorda y parecía, bajo sus ricos atavíos, una cocinera con la que se hubiese casado su amo».

Pero, en realidad, aunque los escaladores no fueran plenamente conscientes de sus limitaciones, ese trasvaso se revelaba imposible porque, si bien el objetivo estaba a la vista, los medios imprescindibles para alcanzarlo no estaban a su disposición, y los que sí poseían no estaban a la altura de la misión. Es en esa imposibilidad y en las infructuosas maniobras que despliegan, inútilmente, los aspirantes, la herida en la que hurga Balzac, exponiendo el ridículo con que estos ejercitan sus estrategias, la futilidad de sus esfuerzos y la satisfacción con que reciben cualquier migaja de poder ―citas, menciones, condecoraciones― que supla un éxito que jamás estará a su alcance. 

Los secretos de la princesa de Cadignan

Publicada por primera vez en 1839 con el título de La princesa parisinaLos secretos de la princesa de Cadignan (Les Secrets de la princesse de Cadignan) fue incorporada en 1844 a la serie "Escenas de la vida parisiense" con ese título.

La princesa Diane de Uxelles, que gozó con su anterior marido de fama, renombre y fortuna, perdió su posición debido a las deudas impagadas de su segunda pareja; ante ese descalabro económico y social, decide recluirse, apartada de la buena sociedad a la que perteneció, con la intención de pasar desapercibida para todos aquellos que le habían brindado su consideración incondicional.

Ese cambio de fortuna, una situación que soportó con gran dignidad, conllevó cambios en sus relaciones: la aristocracia, si bien no se encarnizó en su desgracia, sí que pasó a ignorarla, mientras que muchos de los que habían estado en un nivel de consideración más bajo, ponderaron su nueva posición con una respetuosa discreción, debido, precisamente, a su enclaustramiento.

«Es preciso haber sido reina para saber abdicar y descender noblemente de una posición elevada que jamás se pierde por completo. Solo aquellos que tienen la conciencia de no ser nada por sí mismos manifiestan pesadumbre al caer, o murmuran y tornan sobre un pasado que no volverá jamás, adivinando bien que no se sube dos veces».

Así pues, desengañada de vivir un amor arrebatador que, cuando tuvo a su alcance, desdeñó ―su marido se había exiliado, también por razones políticas― y de disfrutar de una fortuna razonable, dedicó todo su empeño a criar a su hijo y a buscarle un buen matrimonio, digno de su nobleza.

La joven viuda ―en este caso, casada, pero disponible― de opulento pasado ― del que solo pervive un nombre que sostiene un abolengo aparente, pero de lo más rancio y fastuoso presente, es un carácter que aparece con cierta frecuencia en La Comedia, y que Balzac utiliza para mostrar el contraste entre una aristocracia que se extingue ―una mujer, princesa o noble, de mediana edad, que conserva parte de su atractivo, pero cuya utilidad se ha visto mermada por la madurez  «―¡Ah!― exclamó la princesa―. Si no tuviese más que treinta años, ¡cómo me divertiría! Lo que hasta ahora me ha faltado ha sido un hombre de talento a quien engañar. Siempre he tenido compañeros, y jamás adversarios. El amor era un juego en vez de ser un combate»― y la naciente nueva burguesía presta a tomar su papel ―encarnada por esos jóvenes cuya ambición empuja sus expectativas, dispuestos a adquirir notoriedad social al precio de sacrificar su vida amorosa; una vida, por cierto, con la que no sabrían qué hacer, inútil para sus fines: «―Pues bien, así tendréis un tema preparado ―dijo Blondet sonriendo―. Esta es la mujer que necesitáis; no será cruel sino por delicadeza, y os iniciará muy amable y graciosamente en los misterios de la elegancia. Pero ¡tened cuidado! ¡Ha devorado muchas fortunas! La bella Diane es una de esas derrochadoras que no cuestan un céntimo y por la cual se gastan millones. Entregaos en cuerpo y alma, pero conservad en la mano vuestro dinero»―; la primera, es la representación agonizante del absolutismo; los segundos, del vigoroso republicanismo.

El reverso de la historia contemporánea

Godefroid, el protagonista de El reverso de la historia contemporánea (L'Envers de l'histoire contemporaine1848), hijo de unos modestos comerciantes, es educado por encima de las posibilidades de su estado para que pueda desempeñar una profesión liberal que lo sitúe por encima del que le corresponde por ascendencia familiar. Sin embargo, el sello que imprime el origen acaba por condicionar su formación: ante la imposibilidad de satisfacer las aspiraciones paternas, Godefroid va renunciando a las suyas para acabar convertido en un irrelevante dueño de un intranscendente periódico, después de haber volatilizado las tres cuartas partes de la herencia familiar. Balzac insiste en uno de los temas recurrentes en su obra: disponer de pocos medios, para un aristócrata, es tan nefasto como disponer de medios en exceso para una persona modesta.

«En esta esfera, Godefroid se vio preterido por el grosero maquiavelismo de los unos o por la prodigalidad de los otros, por la fortuna de los capitalistas ambiciosos o por el espíritu de los redactores; después se vio arrastrado a los despilfarros a que dan lugar la vida literaria o política y las costumbres de la crítica entre bastidores, y a las distracciones que les son necesarias a las inteligencias muy ocupadas. Frecuentó entonces las malas compañías, pero se le dijo que tenía una figura insignificante, que uno de sus hombres era visiblemente más fuerte que el otro, sin que esta desigualdad quedase compensada ni por la maldad ni por la bondad de su espíritu. El mal tono es el salario que cobran los artistas al decir la verdad».

Justo antes de la bancarrota total, en la enésima reflexión acerca de su situación, después de haber reconocido la culpa y admitida la necesidad de un imprescindible propósito de enmienda, Godefroid es consciente de su deber de rebajar sus expectativas al nivel de sus posibilidades, y planea un repliegue de su vida social que, por seguir con el símil religioso, representaría la penitencia inherente a toda confesión.

Además de la autocensura consciente a que se somete, esta penitencia se materializa con la intención de vender todos los bienes que le restan, colocar el producto de la venta en un banco honesto y retirarse en una pensión económica para vivir de forma frugal y sobria el resto de su vida.

«La soledad posee encantos comparables a los de la vida salvaje que ningún europeo ha abandonado después de haberlos gustado. Esto puede parecer extraño en una época en la que cada cual vive tanto para los demás que todo el mundo se inquieta por cada uno, y en la que la vida privada dejará pronto de existir, pues hasta tal punto aumenta el atrevimiento y la avidez de los ojos del periódico, Argos moderno. Y, sin embargo, esta proposición se apoya en la autoridad de los seis primeros siglos del cristianismo, durante los cuales ningún solitario volvió a la vida social. Pocas heridas morales existen que la soledad no cure. Así pues, Godefroid fue dominado desde el principio por la serenidad profunda y por el silencio absoluto de su nueva morada, del mismo modo que un viajero fatigado descansa en un baño».

Para este propósito cuenta con la ayuda de su casera y de los otros huéspedes, todos ellos hombres maduros de los que supone un intrigante pasado. Las explicaciones de los pensionistas y las actas del proceso, reproducidas por Balzac literalmente,  incoado, en el pasado, contra su casera, ponen en conocimiento de Godefroid su turbulento pasado y explican y justifican el inusual proceder de esa señora.

Balzac teje, con retazos de novela de aventuras y con las imprescindibles dosis de intriga en un ambiente de melodrama familiar, sabiamente regulado, una ―otra, aunque no son excesivamente numerosas en el conjunto de La Comedia― historia de redención, en la que la religión, en contra de la opinión común, no actúa como razón sino como coadyuvante ―no sería excesivo considerarla, incluso, como excusa, como justificación colateral―. En todo caso, el ejemplo de su casera y de los huéspedes debería influir en ese cambio de estilo de vida que Godefroid parece anhelar.

«Del mismo modo que el mal, también lo sublime se contagia. Por esto, cuando el pensionista de la señora de La Chanterie hubo habitado aquella vieja y silenciosa casa durante algunos meses, después de la última confidencia del bueno de Alain, que le hizo experimentar el más profundo respeto por los casi religiosos con los que se encontraba, sintió ese bienestar del alma que procura una vida regalada, unas costumbres tranquilas y la armonía de los caracteres de quienes nos rodean. En cuatro meses, Godefroid, que no oyó ni una voz ni una discusión, terminó por confesarse a sí mismo que, desde la edad de la razón, no recordaba haberse encontrado no ya dichoso, sino tranquilo tan por completo. Juzgaba sanamente el mundo al verlo de lejos. Finalmente, el deseo que alimentaba desde hacía tres meses de participar en las obras de aquellos misteriosos personajes se convirtió en una pasión, y, sin ser filósofo, cada cual puede sospechar la fuerza que alcanzan las pasiones en la soledad».

Ese deslumbramiento le lleva a una nueva misión encomendada por el grupo de la pensión, una primera tarea en la que deberá demostrar su destreza si desea ser admitido en la hermandad de filántropos, la Orden de los Hermanos de la Consolación, una prueba en la que Godefroid experimentará los efectos de la necesidad y las dificultades que puede llevar aparejada la caridad.

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La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VII

La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VIII

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen IX

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen X

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XI


Es de suma utilidad la consulta puntual al recurso de la Lista de Personajes de La Comedia humana

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