30 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VIII



Al paredón

Marie-Hélène Lafon sobre Pierre Michon


Todo esto empieza en marzo de 1996, con La Grande Beune —publicada en castellano con el título El origen del mundo—, y me pone contra el paredón; y, para empezar, es sexual. En La Grande Beune, no se trataría más que de esto, de los cuerpos y del deseo de los cuerpos. Es la vieja danza, es la vieja caza, es rupestre, esto ocurre dentro de cuevas, unos cequíes de oro cuelgan de las orejas de la estanquera, y la seda de sus muslos blancos susurra bajo las faldas que el joven maestro no levantará, unas postales se marchitan en expositores solitarios, los zorros tienen los dientes afilados y están disecados o muy muertos y abandonados en manos de los niños, llueve, los brazos de las mujeres limpian las mesas de posada y sirven robustos embutidos, los brazos de las mujeres son blancos, esto no tiene edad y es para siempre mientras la Beune está ocupada en sus barrancos, sigue lloviendo, el pequeño Bernard es irremediable a pesar de su bicicleta nueva, los hombres que huelen a humedad se apoyan en el mostrador, cavilan, lanzan juramentos, han pescado, pescarán, beben sin énfasis, callan, sus manos cuelgan y están rojas, saldrán, la noche se los tragará.


No se trataría más que de esto, en todos los libros de Pierre Michon, y quizá en todos los libros, de los cuerpos y de la vieja danza, antes de la muerte, o incluso después, para hacer durar el deseo, un poco más. Y eso sería más o menos todo. Y ya está.


No es un ejercicio de admiración. Tú lo sabes, se sabe, ellos lo dicen, yo lo sé. Dacuerdo. La admiración sería ridícula, está prohibida, es buena para los simples, o los recién promovidos que aún no saben lo que se hace y lo que no se hace, no es de buen gusto, no está bien llevada, no es chic, adhiere, pega, rezuma, estanca, suda, no hace pensar, no piensa, no piensa en nada. La admiración no piensa, admira. Pero aun así. Habría derecho a admirar. A alimentarse, a apoyarse, a cavilar, a extraer el zumo, a exprimir el fruto, a jugar con la comida, a repetir, y a tomar otro trago, un lengüetazo, un pellizco, una buena ración, un trago colosal, una tremenda dosis. Yo tomo otra dosis y tomo la correcta. Y no importa. Y no importa el aire que tendré, para poner, para ponerme contra al paredón, para rezumar, para babear, para boquear. No importa. Me permito esta voluptuosidad, este jarabe, y el boqueado boqueo; a Pierre Michon le importa un bledo, lo ve de lejos.


Por ejemplo, durante todo un invierno, este último invierno, he estado dándole vueltas a su pero qué tiene, pues, el zorro, que hace que pronunciar su nombre nos perturbe tanto. Está en un número remoto de la Quinzaine littéraire, un número de invierno de 2003; pero yo no lo leí en 2003 en la Quinzaine littéraire, lo extraje de Internet después de que el asunto me hubiera sido mencionada por un animado grupo de jóvenes escritores suizos que conocen a su Pierre Michon al dedillo. Sin signo de interrogación; no lo pongo, lo quito, esto no soporta la interrogación, no me interroga, yo estoy contra el  paredón; y veo al zorro. Eso es lo que cuenta, la encarnación a través del  verbo, ver al zorro, sus rasgos fieros, tener dentro de la nariz y sobre la piel el gusto de la bestia, de la piel sin curtir, presentir, a la orilla del bosque, su latido; y que, con frecuencia, en la curtiduría de la ciudad cálida, se asalvajan todos los inviernos del país; y que un puñado de palabras te arrebata, en el metro, línea 4, entre Mouton-Duvernet y Alésia, o en la mesa de corrección plagada de copias fallidas, o en la modesta línea de cajas del Franprix de la rue  Rendez-Vous; un puñado de palabras arranca y recoge, y de disfrute. Mejor aún, esto se comparte, el zorro y su agitación se comparten, en un aula del bulevar Arago, en una librería de Lyon, en un anfiteatro de Lausana o en un jardín a orillas del Loira. Las palabras del zorro se convierten en el lecho del asombro, serpentean por los pliegues del tiempo, se remontan a las fuentes y a los comienzos de las cosas, abren nuevos caminos, las seguimos, le seguimos. Seguimos al zorro. Seguimos a PM.


Me llamo PM. Entre yo y yo, cuando le llamo, es PM, en la forma anglicista: pi-em, para los vivos; y el bueno de Gustave, para lo otro, para los muertos. Son los dos.


La frase me pone contra el paredón. Contra el paredón blanco de la escritura en este caso; la frase me asigna a la mesa de trabajo, en el otoño de 1996; hace veinte años. Leí a Pierre Michon, primero La Grande Beune, luego Vidas minúsculas, y sólo eso, primero; el resto tendrá que esperar, Joseph Roulin tendrá que esperar, y Cuerpos del rey, y Abades y toda la comitiva de flacos orgullosos apretujados en la casa Verdier con su casaca amarillo dorado; o azafrán; más dorado que azafrán; dorado como los ranúnculos en los prados húmedos de la infancia; ORO. Descubro a Pierre Michon al mismo tiempo que a Pierre Bergounioux y a Richard Millet, el Richard Millet de La Gloire des Pythre; son mi Triángulo de las Bermudas de las regiones desgastadas; en otoño de 1995 me entero de que existen, los tres, sé en qué trabajaban, los tres, lo sé por fin; comprendo, al leerlos, siento que registran con la lengua los viejos países vaciados, el viejo país de los prados húmedos de donde vengo, desgranan la letanía de los burgos exhaustos, se detienen en el recodo del bosque bajo un cielo de invierno sin atractivo, no hacen más que esto pero lo hacen y, al principio, yo no veo más que esto, yo no puedo ver más que esto. Están los tres en esta parte del mundo, en los prados húmedos o al borde del bosque, y eso es decisivo.


Es a Pierre Michon a quien enviaré el primer texto escrito, Liturgie, una breve pieza que trata de un padre, de sus hijas, de cuerpos, de muerte, y de la dermatosis granular de un cuarto de baño, un domingo por la mañana antes de misa. Pierre Michon me contestará; me contestó el 8 de febrero de 1997, escribió la palabra coraje; y haré lo que me dice, trabajar; trabajaré; he trabajado estoy trabajando.


Sería el padre en la escritura; el padre en el orden de los escritores vivos; eso se llamaría convertirse en hijo a sus espaldas, pero a él no le importa, ya lo he dicho, ve esto, y lo demás, desde lejos.


Años más tarde, en Cuerpos del rey, en El cielo es un bhombre pero que muy grande, a cuenta de los prolijos y atareados niños del Menz, que es, en Etiopía, un altiplano extendido bajo el azul extravagante del cielo, leería esto, Simplemente, ellos se habían dado cuenta desde el primer día de que yo llevaba siempre en los bolsillos varios de esos lápices de plástico de colores que se compran en estuches en los quioscos de las estaciones, y que eran un tesoro para ellos; así que la manutención y los servicios estaban puntuados por frecuentes: Padre. Un bolígrafo, dame un bolígrafo, padre.


Padres. Mendigar al padre. Toda la vida. Toda su vida. Este vértigo. Este pozo.  El deseo y la necesidad.


Flaubert, Gustave, y Michon, Pierre. Los padres. El vivo y el muerto. Lo que el muerto le hace al vivo. Lo que el vivo le hace al muerto, lo que él hace con él, lo que escribe sobre él, de nuevo en Cuerpos del rey, lo que cuenta sobre él, lo que  le inventa y le supone, que no hizo nada la mayor parte del tiempo con sus diez dedos en Croisset, que disfrutaba del Sena, del viento en los álamos, de su sobrinita comiendo confituras, de las vacas grandes en los campos, mugitusque boum, de las mujeres grandes de vez en cuando, del libertinaje que es la lectura, de la lujuria que es el conocimiento; que cosechaba alegremente tilo para hacer tisanas, que desafiaba alegremente nomenclaturas fenicias en su cabeza; y que aquí y allá, con estilo, para marcar la hora, para impresionar a los parisinos, para dar trabajo a sus aduladores de París, se metía en su cubil y escribía unas cuantas frases perfectas que le salían con toda naturalidad. El muerto del cuchitril tendría de sorprendente que le importa un bledo el vivo; ni siquiera lo ve de lejos, no lo ve en absoluto.


Él y Saint-Pardoux-les-Cards. El capítulo de les Cards. El crucial y delicado capítulo de les Cards. Las fotos fueron tomadas en la casa por Éric Morin. A veces Pierre Michon está sentado a la mesa, con una chaqueta de lana, la mesa está desordenada y la amplia chimenea, el hogar, se abre a sus espaldas; casi parece estar solo en la casa, solo con ella, en su vientre; y es muy intimidante. No conozco ninguna imagen, ningún retrato de Pierre Michon que sea más fiel y más intimidante. Intento atemperar les Cards con otras fotos, que rodean la casa y serpentean por el bosque, las fotos de Anne-Lise Broyer en Vermillion; lo intento, y tropiezo con la entrevista, al final del libro, tropiezo con los veranos de la infancia, los macaones, todos los verdes de julio, las zarzas homéricas y la restauración de 1985 con los escasos derechos de autor de Vidas minúsculas, y los ciervos, el viento, el tractor trash de Guy, los aviones de caza, y el cenicero mágico, que vela la casa cerrada. Me caigo en el relato, caigo en la epopeya, caigo en el cartel. Se hace liturgia con lo que se puede. Es un viejo cenicero publicitario de las fajas lumbares del doctor Gibaud, que me regaló mi padrino, que era vendador.


La lectura como ceremonia. Un ritual que sólo practico con los libros de Pierre Michon, y aun así, no con todos sus libros, sólo con algunos. Con Vida de Joseph Roulin, por ejemplo. Lo compro como regalo, y pido que me lo envuelvan, me lo regalo; así está envuelto, el libro está envuelto, enfundado en papel de bronce y envainado; se queda, durante mucho tiempo, varios meses, acostado en el papel, arropado; lo veo, me hace señas, sobre mi mesa, en una pila. Luego, en abril de 2008, por primera vez, voy a Nueva York, y me detengo frente al cuadro en el museo, sabía que estaba allí, quería verlo, me había preparado, pero aún así. Tanto azul, tanto azul; y la barba rizada, y la carnosidad de la boca joven escondida allí, bajo los rizos. Vuelvo, dejo pasar un poco de primavera sobre tanto azul, sobre tantos rizos; pasa todo el mes de mayo, y me llevo el libro conmigo al Cantal, lo desnudo en una casa que tengo en el Cantal, in situ, en el epicentro. Es el primero de junio, al día siguiente, el 2 de junio, leo hasta la página treinta y ocho en el tren de regreso. Leo a PM en el tren. Lo acabo, lo acabaré, unos días más tarde, en la silla 256 de la Salle Labrouste, en la Bibliothèque Nationale de France, durante la exposición que allí se celebra, una exposición bulliciosa tramada por Sophie Calle. No me acuerdo los detalles de la página, de la fecha, del lugar, y sabía que no no me acordaría; los anoté, inscritos en tinta violeta, en el libro, sobre él, en su piel. Se hace liturgia con lo que se puede.


Él leyendo. PM leyendo. El libro amarillo oro, ranúnculo. Lejos de los prados húmedos. Él, Ipse, Himself. En el Beauboug el miércoles 12 de marzo de 2008. Frente a una mujer de Bacon, una mujer malva, rosa, púrpura y confusa. Y mujeres enrevesadas de palabras y boqueantes. Bienaventuradas. Yo también. Ego quoque. Ecce homo. Oficiante. El cuerpo del escritor. El cuerpo menudo y seco de un agricultor de la Creuse envuelto en tejidos  oscuros. Reconozco esto también. El cuerpo de los ancestros, de los nimios  linajes tenaces, encorvados, aferrados a las parcelas, predestinados a las bestias, clavados a las cosas; atornillados, obstinados; y orgullosos, violentamente; y humillados, largamente; es atávico y es etimológico. Este es mi cuerpo esta es mi sangre. Bebedla y comedlo todos.


Casti. La llama Casti. Y esto da ganas de reír y de cantar; y esto da ganas de llorar. Casti, como un nombre de país, un nombre de ribera viva, un nombre azul, un nombre de Italia, un nombre de flama, un nombre de oriflama. Un nombre baila en el aire, ese nombre que abofetea y acaricia, un nombre inflamado, un nombre de mujer. Casti.


Él leído. PM leído. Por hombres con bellos nombres de pila masculinos, André, François, Thibault. Le escucho en el habitáculo cerrado del coche que hace de salón, que hace de casa. Es una inmersión en aguas profundas, es hundirse en la carne del verbo, su carne misma, su embrión, su calor, es forrajear allí, estar allí, ser, sepultada, nutrida. Digo ciertas frases, ciertas palabras, en voz alta, las articulo, mi garganta las libera y las emite, me las como, como de ellas. Es mejor de noche, bajo el cielo irracional de la meseta. Es bastante pernicioso para la conducción del vehículo del que sólo se oye el motor.


Pierre Michon en Paris Match. Escribe para Paris Match. En marzo de 2010, con motivo del Salón de la Agricultura. Una columna de texto, con grandes fotos en color, fotos de agricultores tomadas en cualquier lugar de Francia; incluso en el Cantal. En marzo de 2010, en Paris Match, el tema eran los abuelos, los hombres de la Ilíada, el nombre de las cosas, de las personas y de los lugares, de los prados para segar, por la mañana y de los prados segados, por la tarde, de la trilladora y de Victor Hugo, de mitología más que de sociología, de epopeya y de éxodo rural, y de lo que, siempre, sobrevive. Mis padres sobreviven, mi hermano sobrevive, en octubre de 2016, todavía; durante toda mi vida los veo sobrevivir, durante veinte años labro una huella de lo que,  siempre, sobrevive. Durante toda su vida de supervivientes, mis padres y mi hermano compran y leen Paris Match. El peso de las palabras el impacto de las fotos.  


El teatro de la lengua, su énfasis, su hojalatería, su ferretería, su oropol, su tralalá, sus faralaes, sus coqueterías, sus arcanos, sus bambalinas, sus emboscadas, sus callejones sin salida, sus agujeros negros, sus vértigos, su seísmo, sus fastos, sus grandezas, sus miserias, sus desenfados, sus ternuras, su cálida oquedad, sus perfidias, su deslumbramiento, como una Asunción. Hasta los huesos.


El Rey viene cuando quiere. Las entrevistas. El personaje público. Las apariciones. La desaparición, el enmudecimiento, la evasión. Lucir, lucirse, bailar bailar, emprender el camino, tomar la tangente y el matorral. Como el zorro. Agudeza, juego, salvaje, vértigo, dulzura, dolor.


Los rizos de la juventud en las fotos de los años de Clermont-Ferrand. Una en particular, tomada en la rue des Gras, en una librería, la de Jean Rome, a finales de los años sesenta. Tiene las manos en los bolsillos, lleva un gran jersey de cuello alto bajo una chaqueta oscura que podría ser de terciopelo, la barbilla es sabia, la cabeza está inclinada, sonríe, mira los libros. Tendría unas maneras a la Pasolini. Un Pasolini ragazzo que habría en Creuse y crecido en Clermont-Ferrand, bastante lejos de Roma al fin y al cabo. Se me ocurre de repente que este Pierre Michon de pelo rizado habría sido perfecto en el papel de la criada que levita en el patio de su granja natal al final de Théorème. La criada que está de vuelta de todo, que ha vuelto a la granja, devuelta a los dominios de sus orígenes, rimbaldiana y recogida; y santificada, elegida, arrancada, incendiada. Encendida, literalmente encendida, que ha prendido fuego y que incendia. Pierre Michon ha prendido fuego e incendia. Al paredón.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Au mur, de Marie-Hélène Lafon, procedente del volumen Pierre Michon. Cahier de L'Herne, Éditions de L'Herne, Paris, 2017.


Imagen del encabezamiento procede de: https://www.sortir47.fr/evenement/habiter-une-oeuvre-vies-minuscules-de-pierre-michon/

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23 de octubre de 2023

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia


Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. Espasa Calpe, 2003
Traducción de Encarna Castejón

«Yo busco lo imprevisible».

En 1984 Pascal Quignard cuenta 36 años y faltan todavía diez para que renuncie a todas sus responsabilidades en la editorial Gallimard y a su carrera musical para dedicarse únicamente a la escritura. Desde su primera publicación, El ser del balbuceo. Ensayo sobre Sacher-Masoch, en 1969, ha dado a la edición más de una decena de textos, pero una sola novela, Carus, en 1979; la década siguiente publicará tres novelas más: El salón de Wurtenberg (1986) y Las escaleras de Chambord (1989), precedidas por este Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (Les tablettes de buis d'Apronenia Avitia). Con posterioridad a esa década, el autor racionará muy cuidadosamente sus incursiones en el género novelesco, al menos en su vertiente más canónica. Aunque hablar de canon en el caso de Pascal Quignard es bastante temerario; Las tablillas de boj de Apronenia Avitia es un ejemplo de esa dificultad de concreción; forzosamente, con la intención de dar cuenta de esa confusión, estas Notas de Lectura abordarán el texto desde dos perspectivas divergentes; el modo en que Quignard las hace converger es el objeto sobre el que este lector ha puesto su atención.

«Para las tradiciones clásicas en todas las civilizaciones de lenguas muertas, la invención no reside en el tema o en la forma, sino en puesta en práctica lingüística. Ser original es estar cerca del origen. Significa elegir a un anciano al que todos los demás contemporáneos han dejado sin posteridad a la que imitar. En China, un mandarín; en Roma, un patrón; en Sicilia, un padrino». Sur le jadis, (2002)

Siglo IV. Imperio romano, bicéfalo y a punto de entrar en su decadencia definitiva. En su contecto histórico, se trata de una de las épocas más convulsas del Imperio, una época en la que se está decidiendo el futuro de la civilización, en peligro por las amenazas externas, en unas fronteras cuya extensión ha convertido en indefendibles, e internas, con conflictos sucesorios, guerras civiles y el surgimiento y adopción del cristianismo como religión oficial.

Aproenia Avitia, una mujer, romana, patricia, que vive voluntariamente autoexcluida de su contexto, ubicada fuera de los grandes movimientos históricos, deja una serie de testimonios escritos  sobre hechos, pensamientos y anécdotas referentes a su cotidianidad —quién sabe si podría tratarse de una de las precursoras de aquella comunidad de solitarios por la que clama, dieciséis siglos después, el propio Quignard. 

Estos testimonios se materializan, pasados los siglos, en los dos tipos que han sobrevivido: las cartas —epistolae—, dedicadas a comunicaciones con un interlocutor, para gestionar asuntos domésticos, utilitarios o de negocios, y en las que ignoran los hechos históricos; y las tablillas —buxi—, empleadas para asuntos con pretensión de pervivencia, más diario que agenda —aunque también—, y que abarcan el período entre los años 395 y 414.

«De repente, les pareció que llevar el registro de las enfermedades era un medio para contenerlas, ya que no había modo de vencerlas. Todos creían que, poniéndolas por escrito, controlarían un cuerpo devorado por la nada y que así se procurarían una especie de andamio, de aislamiento y de cimientos. Intentaron retener esa agua que se escapa entre los dedos por mucho que apretemos el puño. Soñaban. Es obvio que Apronenia Avitia, al contrario que Vivia Perpetua en el siglo anterior, nunca tuvo intención de hacer público lo que había escrito de manera apresurada. No obstante, Paulino de Pella, en 459, a la edad de ochenta y tres años, publicó sus efemérides. El texto latino de los Buxi figura en los folios 484 a 524 del compendio de Fr. Juret en 1604. A mí, el texto de los Buxi me pareció curioso. Y pensé que si el lector consentía en prestarle la tibieza de su aliento, esos olores y esos ensueños, esas ropas y esas formas recuperarían una especie de resplandor y de movimiento, y que tal vez esta antiquísima sombra femenina erigiese a su lado, en el aire, el recuerdo de un cuerpo vivo».

Estimulado por ese deseo y haciendo uso de su recia formación clásica, Quignard, después de la  introducción que he intentado glosar en las líneas que preceden, traduce y transcribe literalmente el contenido de esos Buxi.

Pero lo cierto —y aquí empezaría ese desdoblamiento de la Nota de Lectura que citaba anteriormente— es que Apronenia Avitia no existió jamás. El apartado Vida de Aponenia Avitia es un acercamiento biográfico absolutamente ficticio de una mujer imaginaria, y los sucesivos capítulos, que glosan los folios «de la reedición parisina del compendio de Fr. Juret, Orrian, 1604», son un mimotexto, una invención del autor.

Una primera particularidad, que aparece nada más emprender la lectura de la segunda parte, tiene que ver con la situación del texto entre tres ejes: el de fidelidad-infidelidad, el de realidad-ficción y, finalmente, el de originalidad-imitación. El primero, evidente ante cualquier tipo lectura, se refiere a la honestidad de Apronenia Avitia a la hora de escribir sus apuntes —no deja de sorprender su indiferencia a los hechos contemporáneos—; y, por otra parte, a la supuesta fidelidad de ese Quinti Aurelii Symmachi, el compendio de François Juret que reproduce los textos originales, un libro que, por cierto, sí que existe, aunque con otro contenido que el que pretende Quignard, así como algunas de las anotaciones de las tabletas, que hacen referencia a ese texto real; el segundo, siguiendo el desafío que propone el autor, tendría que ver con el modo en que este trata un texto inventado con las herramientas, lingüísticas, formales, incluso eruditas, con las que trataría un texto histórico, pero trambién al hecho de la conversión de Pascal Quignard, autor y traductor, en un simple narrador; el tercero, que tiene que ver con la intertextualidad, debería tener en cuenta la referencia a ese texto real y al modo con que Quignard recrea un texto falso que imita otro, el original, inexistente.

Otra de las particularidades del texto —y, en general, de la apuesta estilística de Quignard— es el espacio en blanco. Las aportaciones de Apronenia, reproducidas literalmente, adolecen de una fragmentariedad exasperante: ninguno de los hechos que se relatan, de los pensamientos que se reproducen, de los deseos y demás sentimientos, ni tienen continuación, más allá del fragmento en el que se citan, ni conclusión; con los pocos datos que se nos facilita, es imposible hilvanar, no ya un relato, mucho menos una vida. A menos que el autor, ahora sí Pascal Quignard, pretenda que esos fragmentos se limiten a formar una especie de boceto conceptual a partir del cual, a partir del silencio que representa aquello que no se dice, de la discontinuidad, sea el lector el que reproduzca la biografía real de Apronenia, teniendo en cuenta tanto lo que dice como lo que —supone— que calla.

«Para mí, el arte es algo serio. Es mi vida. O uno retoma la experiencia en su origen, como el sueño de la víspera, sin preocuparse del post o del pre, y uno es constantemente emergente, constantemente un Renaciente. O uno es puro resentimiento o reacción, o caricatura. La destrucción es profundamente académica. La historia de la literatura no me interesa en abasoluto».

18 de octubre de 2023

Todas las mañanas del mundo

 «Tous les matins du monde sont sans retour».

Tous les matins du monde. Pascal Quignard. Gallimard, 1991



Les Pleurs. Monsieur de Sainte-Colombe.

Jordi Savall, Bass Viol Christophe Coin, Bass Viol

16 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VII

 


¿Qué decir de Châtain?

Pierre Bergounioux sobre Pierre Michon


Como forma elaborada, revalorizada, de la experiencia, la literatura no ha reflejado, durante mucho tiempo, más que una fracción de la existencia colectiva, la de los grupos con título, acomodados, que viven en las fincas  prósperas o en las grandes ciudades, la nobleza menor del Périgord, la burguesía de Touraine o Rouen, la gente de París. Existe una especie de afinidad recíproca entre el resplandeciente espejo de los libros y la gente importante; los demás, han permanecido ahogados en las sombras, extraños a sí mismos, ignorados por el mundo entero.


La fantasía de escribir puede prender en cualquiera, pero determinadas circunstancias facilitan ese capricho, mientras que otras se oponen ferozmente. Un nativo del departamento de Creuse, por ejemplo, actuaría con prudencia si se abstuviera de pensar en ello. Ondulada franja del desierto central, con su prefectura de nombre frondoso, Creuse nunca ha sido escenario de nada. En toda su historia, quizá solo haya aportado una palabra a la lengua francesa, la de Croquants, con la que los señores llamaban, antaño, a los campesinos rebeldes. Proviene de Crocq, una aldea en los bosques, por encima de Aubusson, de donde partió una mañana un grupo de descalzos exasperados por alguna amarga injusticia. Fueron masacrados antes de que acabara el día. Aparte de eso, nada. Al menos, nada que justifique tomar lápiz y papel. Gente de escasos recursos, con días deprimentes, farfullando en patois en sus tristes cantones, el vacío, el viento, diría Michon, una nada irredimible.


No se puede hacer libros con eso.


Esta es la conclusión que se impone al ingenuo de cuya mente haya podido aflorar semejante pensamiento, hace unos cuarenta años, cuando el mundo exterior irrumpió en este reducto aislado desde la noche de los tiempos. Para quien se esfuerce en desentrañar lo que ocurrió, hay que imaginar, sin ningún orden en particular, la súbita desaparición del campesinado parcelario, la huida de las muchachas a Limoges, la apertura en Guéret de una tienda de ropa con el rótulo «La moda de París», la ampliación, para algunos niños, de su escolarización, y el descubrimiento, por un puñado de ellos, de que la vida puede encontrar, en las páginas de los libros, una claridad de la que carecería sin ellos.


Pierre Michon escribió sobre este deslumbramiento y la desesperación que lo  siguió. Todo le predestinaba a la incomprensión, al extravío. Los libros extraían, al parecer, su brillo de universos invariablemente alejados cientos de leguas o de años. Nada, de lo que había vivido, era digno de traducirse al magnífico lenguaje que le había sobrecogido.


Hace falta tiempo para entenderlo, tanto más cuanto más antiguas son las obviedades con las que uno se topa. Aquella que, por ejemplo, condena al silencio o al deslumbrante ridículo a los escolares lemosinos, los «escholiers limouzins». Data del siglo XVI. Rabelais la estableció ya en el capítulo VI de su Pantagruel. Irritado por un sabelotodo que imita la bella lengua, nuestro gigante le agarra por el cuello. El otro, inmediatamente, se ensucia, y pide clemencia en su lengua natural: «Ne me touquas gran!», «¡No me toques!».


Pierre Michon experimentó la gran frustración que todo, desde siempre, le había sido impuesto. Contó su larga penitencia y luego la Anunciación, en un día ya avanzado, en el desolado patio de la escuela donde había sido niño, con el campo indigente, a su alrededor, los muertos sin gloria a los que había rechazado, traicionado, para escribir cualquier cosa vana, inventada. Lo que parecía condenarle se ofrecía para salvarle si aceptaba abdicar de sus pretensiones grandilocuentes para volver a lo que había sucedido allí, sin ruido, casi sin enunciados, ante sus ojos, antes de desvanecerse.


Sus Vidas minúsculas hacen salir a la luz a aquellos a quienes se la había negado. Y es justo que ofrezcan una voz, por fin, a aquel que los había ignorado desde buen principio. Pierre Michon ha roto el silencio secular en el que los hombres, y las mujeres, estaban enterrados; ha llevado su existencia al segundo registro, específico, inteligible, de la palabra escrita. La literatura no es otra cosa que este poder de revelación, esta fuerza liberadora.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Que dire du Châtain?, de Pierre Bergounioux, procedente del volumen Pierre Michon. Cahier de L'Herne, Éditions de L'Herne, Paris, 2017.


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10 de octubre de 2023

Les heures heureuses VII

 

«La especie Homo ha inventado sufrimientos increíbles para los cuerpos humanos que componían sus diferentes especies, después sus diferentes grupos, después sus diferentes estados, para protegerse del conocimiento de la muerte. Detrás de lo que el Neanderthal o el Sapiens llamaban lo real se esconde lo «salvaje» que perdieron cuando comenzaron a hablar o que reprimieron formando tropas que huyeron de tierras, islas, continentes, e incluso levantaban el vuelo al espacio. Por eso la realidad es más imprevisible que la vida misma. No tenemos una imagen más precisa del origen que la radiación fósil emitida trescientos ochenta mil años después del extraño destello de la implosión primigenia. Lo inolvidable es más grande que lo verdadero y lo originario más inmenso que lo inolvidable».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

8 de octubre de 2023

Les heures heureuses VI

 

«Dar una forma imprevisible a su propia vida y aferrarse a ella, sea lo que sea en lo que se haya convertido, tal es el objetivo de la ascesis.

En el interior del enigma de cada vida, cada cual se convierte en el indicio de una oportunidad, en una ventura que ha como caído del cielo.

Yo he tenido la ventura de vivir.

Buena ventura: buena fortuna.

Mala ventura: mala suerte, mala estrella».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

7 de octubre de 2023

Les heures heureuses V

 


«El emperador Marco Aurelio escribió, en griego, a finales de la Antigüedad romana, en el Libro VII de sus Meditaciones: «Te es posible revivir. Mira nuevamente las cosas como las has visto, pues en esto consiste el revivir». O podría traducirse: «Es posible vivir dos veces».

En otras palabras, es posible escribir.

Porque traducir y renacer son lo mismo. Esta es la esperanza del análisis: traducir lo que fue, devolver a la vida lo que se extinguió. El volcán bajo el jardín de Virgilio».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

6 de octubre de 2023

Les heures heureuses IV

 


«Y también nosotros, cuando la muerte se acerca, nos escondemos en la esquina de nuestro salón, en la oscuridad, junto a las lamparitas inclinadas cuya luz no hiere a los ojos, con el pudor por la piel de un cuerpo que la edad ha afeado o al menos estirado y arrugado, con la extinción del mañana que empieza a perder las horas, con la aprehensión por los males que por un lado se multiplican, por otro se hacen más precisos, más acuciantes, y,m finalmente, permanecen al acecho. Uno se esconde en el recodo de las cortinas, cerca de la ventana, en compañía de los libros, es decir, se esconde en los recuerdos más vívidos que quedan del mundo. Uno se repliega en los momentos más conmovedores vividos en lo más tierno y devastador de nuestra infancia. Uno se complace en trasladarlos a lo más profundo de nuestro ser, a revivirlos».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

5 de octubre de 2023

Les heures heureuses III

 

«En latín, la palabra tempus se refiere al universo físico y al mundo verbal, pero también a la vida viva que persigue y cuya búsqueda le enfebrece día tras día. A la vita viva que caracteriza a este mundo antiguo, que siguió siendo más salvaje que muchos otros de la misma civilización. Más pulsional. El temps  remite al temporal, a ambos lados del rostro humano, donde el pulso sanguíneo, interno, fetal, prenatal, preatmosférico, señala que el cuerpo está vivo, que la vida que alberga se impulsa. No sólo indica emoción, sino que mide la energía, la excitación, el calor, el enrojecimiento —en definitiva, esa fiebre que se revela al medir el flujo.

Se coloca el pulgar sobre el pulso».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

4 de octubre de 2023

Les heures heureuses II

«A las horas tristes no hay que acompañarlas de la pena que las convierte en tediosas. Y quizá —si se es supersticioso— no se deba añadir la espera que las convierte en inmóviles. Hay que ir al clavicordio, al piano, al violín, a la viola, al shamisen, al violonchelo, y descifrar cualquier cosa. Hay que ir al jardín para regar los arbustos que se estremecen o los pétalos de las flores que se cierran al final del día, para librarlos del polvo que los ha cubierto en el momento de calor más extremo, hay que traducir un libro, hay que coger un marco de bordado y trazar en él con un lápiz el diseño elegido, el sueño deseado, hay que coger una partitura y rehabilitarla, acompasarla, embellecerla, ensayarla».

Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

3 de octubre de 2023

Les heures heureuses I

 

Trouville (1864). Eugène Bodin

«Eugène Bodin anotaba en cada uno de sus cuadros, cuando tenía la sensación de que estaba acabado, el día y la hora. Nunca el año. A veces añadía la dirección del viento, su fuerza. Pero nunca la mención del año. Hay algo en la mención de la hora al margen del año que es más temporal de lo que lo sería la ausencia de toda leyenda, que la hace eterna. La mención temporal, pero antianual —e incluso antiestacional—, que Eugène Boudin se preocupaba de añadir al pie de sus cuadros los convertía en arrebatos no biográficos, más meteorológicos, impersonales, lo contrario de eternos, entre la tierra y el cielo. Contemplaciones de la naturaleza en sí misma en el instante imprevisible, en el puro instante del tiempo. En el instante temporal del tiempo».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

2 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VI



Una cuestión anecdótica entre Pierre Bergounioux y Pierre Michon se suscita a raíz de la dedicatoria de este al primero que encabeza el texto La bailarina (La petite danceuse) de Cuerpos del rey, una escultura de lo que parece una persona bailando que le regala Bergounioux a Michon y el texto Pequeño bailarín (Petit danseur) que este publica en Pierre Bergounioux. Les Cahiers de l'Herne. Éditions de L'Herne, 2019.

Petit danseur aparece por primera vez como postfacio de Pierre Michon al libro de Pierre Bergounioux Esthétique du machinisme agricole de 2016. La bailarina, el relato incluido en Cuerpos del rey, fue publicado en 2002: parece, pues, que el regalo de la figura danzante fue la contrapartida de Pierre Bergounioux a la dedicatoria de Pierre Michon.

Contenido relativo extraído del post Cuerpos del rey:

Charles-Albert Cingria —La bailarina—, escritor suizo de lengua francesa de la primera mitad del siglo XX, hace aparecer la imagen de una bailarina en sus tres libros más conocidos —La Civilisation de Saint- Gall, Pétrarque y La Reine Berthe—. 

«Es una miniatura románica. La vemos en las páginas de un tropario lemosín del siglo X, uno de esos libros en que los monjes escribían los tropos, esos cantos que metían de clavo en las pausas del aleluya, si no lo he entendido mal. Representa a una mujer bailando. Se nota que baila porque tiene algo dobladas las piernas, que le cubre una falda ceñida en las rodillas y con vuelo en la parte de abajo; y alza un pie, mientras con el otro pega atrevidamente en el suelo, aunque no exactamente en el suelo: ese pie que da impulso pega en los pequeños neumas cuadrados escritos directamente debajo. Alza los brazos. Lleva en las manos dos pesados crótalos que une entre sí una cadenilla ancha y muy en evidencia: recuerda a una niña saltando a la comba muy formalita. La boca abierta canta con mucha formalidad. El aire del baile ahueca un poco a ambos lados de los brazos los largos pliegues de un chal que recuerda a una estola. A primera vista, parece ingenua, como lo parecen con frecuencia las imágenes de aquella época. Pero los pliegues de la falda, la flexión de la danza, todo denota mucha ciencia».

Convencido de que se trata de una especie de código, Michon rastrea en las obras de Cingria las apariciones —multiformes o uniformes, explícitas o implícitas, también simbólicas— de esa figura: en forma de oso apaciguado por un santo en el siglo VII; el propio Cingria bailando en la desolación y la suciedad de su cuartucho, en 1904; la danza sobre la nieve de Adelaida,  futura reina de los germanos y emperatriz de Roma, descendiente de la estirpe carolingia a finales del siglo X; el baile de Geo Chávez, el primer aviador que atravesó los Alpes, en 1910, y que desde entonces es visto, en noches estrelladas, renovar su danza por encima de la cadena montañosa a bordo de su Gypaète; la danza del grupo de peregrinas, especialmemnte la de una pelirroja vestida de blanco, que se cruzan en el camino de Petrarca hacia el Mont Ventoux; la estatuilla femenina de una bailarina javanesa que deviene objeto de culto para Sylvain Pitt, compañero de fatigas y cogorrzas de Cingria en la década de 1910; y, finalmente, las dos comas en medio de una frase de Cingria que se transforman, por transposiciónm en los movimientos danzantes de los hortelanos llevando sus mercancías a la ciudad.