28 de noviembre de 2018

Un vespre al paradís

Un vespre al paradís. Lucia Berlin. L'Altra Editorial, 2018
Traducció de Josefina Caball
"El cas és que, si hagués d'explicar la història de la Lucia, fins i tot des del meu punt de vista (objectiu o no), s'entendria com a realisme màgic. És impossible que ningú s'arribi a creure la seva història." Del pròleg "La història és el que compta", de Mark Berlin, fill de Lucia.
Després de la sorpresa que va representar la publicació del recull Manual per a dones de fer feines (A Manual for Cleaning Women, 2015), aquest 2018 han aparegut vint-i-dos contes més de Lucia Berlin -sembla que s'han rastrejat un total de setanta-sis contes publicats en vida de l'autora- aplegats en un altre recull, Un vespre al paradís (Evening in Paradise: more stories, 2018). Més llenya al foc, doncs, mentre esperem la traducció de Welcome Home, el volum que inclou, a més de documentació vària, les memòries -ara sí- en les que estava treballant Lucia Berlin quan va morir, l'any 2004.

El lectors que vam disfrutar de la fascinació del seu primer llibre pòstum tenim un altre motiu d'alegria perquè els contes d'aquest recull no són restes de sèrie ni la seva publicació ha estat el resultat d'una hàbil operació comercial: tota la Berlin que hi havia al Manual hi està present i, a primera vista, la qualitat dels relats no desmereixen de cap manera els inclosos a l'antologia prologada per Lydia Davis -tot i que jo hagués triat per donar-li títol el conte "A vegades a l'estiu", un relat extraordinari que, tot i la seva mesura, com sempre amb la Berlin, deixa el lector sense alè-; en especial, els que fan referència a la infantesa de la protagonista  barregen una sensibilitat impressionant amb una profunditat psicológica d'una certesa espaordidora. Tota una geografia real -les històries estan ubicades a llocs tan remots, variats i descentrats com Santiago de Xile, Manhattan, Mèxic i Oakland- que va aparellada amb una igualment variable geografia humana, però amb un centre permanent: les seves protagonistes que, preses com a conjunt, no solen estar gaire lluny de la seva pròpia persona. 


Segueix la precarietat vital de les protagonistes dels relats, que continuen amb l'aire d'autobioficció present a la totalitat de la seva obra, igual que segueix la seva mirada, alhora lúcida i innocent, el vital sentit de l'hum+or i una intel·ligència notable. Però el que destaca, sobretot -i això és el que fa a Berlin diferent- es una veu narradora que aconsegueix fer compatible la negror amb l'afabilitat, l'angúnia amb l'esperança, la sordidesa amb la generositat, la lletjor amb la bellesa, la vida ordinària amb l'exemplaritat, la possessió amb el despreniment, la perversitat amb la benevolència i l'espontaneïtat amb la versemblança.

"De vegades, al cap dels anys, mires enrere i dius això va ser el començament de.. o bé, que n'érem de feliços llavors... abans de... després de... O penses tornaré a ser feliç... quan hagi... si nosaltres..."
Qualificació: *****/*****

26 de noviembre de 2018

Vorrh. El bosque infinito

Vorrh. El bosque infinito. Brian Catling. Ediciones Siruela, 2018
Traducción de Pablo González Nuevo
"A veces pensaba que la realidad era una quimera de su propia creación, el producto de un sueño que ahora lo eludía continuamente."
Tras la muerte de su esposa y después del cumplimiento de algunos extraños rituales con su cadáver, Unodeloswilliams, el protagonista de la historia -y le adjudico ese papel porque es el único personaje referenciado con voz en primera persona del relato-, emprende un viaje iniciático con el objetivo de atravesar un bosque, el Vorrh, sobre el que pesa la leyenda de de inviolable. Unodeloswilliams, el nombre con el que es conocido por los aborígenes, posee un pasado oscuro condicionado por su deserción del ejército inglés. El escenario principal de la novela, compartido con los Estados Unidos de América y la metrópoli londinense, es un país africano recién descolonizado tras las Guerras de Posesión en el que aún conviven la civilización europea, representada por los supervivientes blancos, dueños de la gran compañía maderera que explota el bosque, y los habitantes originarios, de raza negra, cuya relación con el bosque se sitúa entre la indiferencia y la superstición. 

Pero el verdadero protagonista de la novela es el Vorrh, el bosque, como encarnación de lo desconocido, el misterio que el hombre no ha podido desentrañar, el enigma que ejerce su poder hasta que pueda ser desvelado; pero también el último reducto de la resistencia nativa  frente al omnipotente poder de la metrópoli, un mecanismo de defensa ante la posibilidad de invasiones indeseadas, pero con una autonomía que no acepta órdenes de nadie, y ni siquiera los aborígenes obtienen un trato especial, aunque pueden aprovecharse de su poder como colectividad si el objetivo es común. El bosque tiene un significado distinto para cada individuo que intente atravesarlo, como también son distintas las pruebas a las que se verá sometido, pero todo el que se enfrente a su travesía deberá arriesgarse a padecer su efecto más doloroso -que es, también, su sistema de protección frente a las amenazas del exterior: el drenado de su alma y borrado de sus recuerdos.

Vorrh. El bosque infinito (The Vorrh, 2012), primera parte de la trilogía The Vorrh, que se completa con The Erstwhile: The Vorrh II (2017), y The Cloven: The Vorrh III (2018), podría adscribirse con facilidad en el género de la literatura fantástica, pero esta clasificación pecaría de simplista teniendo en cuenta la complejidad de la trama, formada por episodios aislados en apariencia de la acción principal, y el ambiente mítico, fundacional, que mezcla elementos, ideas y clichés de la fantasía épica con ingredientes de la ciencia-ficción contemporánea y con la aparición de hechos y personajes históricos directa o colateralmente relacionados con la acción: aparte del mismo Vorrh, el bosque imaginario aparecido en Impresiones de África, deambulan por la narración el propio Raymond Roussel, perfectamente caracterizado; William Gull, el médico inglés a quien la leyenda ha atribuido la autoría de los asesinatos adjudicados a Jack el Destripador; Sara Winchester, la heredera del imperio del inventor del rifle; y Eadweard Muybridge, el fotógrafo inventor del zoopraxiscopio. Todos esos elementos, y las combinaciones entre ellos ideadas por Catling, hacen de la lectura de Vorrh una experiencia extremadamente gratificante, esas que sustituyen la voluntad de seguir leyendo por la necesidad de seguir leyendo.

Calificación: *****/*****

23 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 IV

"Siéntese, por favor"

Una de las cosas que sorprende viajando por Francia en motocicleta es la consideración extrema de la mayoría de conductores con respecto a las normas de circulación -uso de los intermitentes, respeto a las distancias de seguridad, consideración a las preferencias-, a las velocidades máximas y, en general, a la cortesía de los automovilistas hacia los motoristas. He comentado este hecho con otros conductores de moto o con peatones, y la opinión general es que los importes de las multas de tráfico y las condenas por conducción indebida deben ser más disuasorios que en otros lugares; yo, en cambio, tiendo a pensar que ese comportamiento tiene una raíz más profunda que no tiene nada que ver con las restricciones sino con la educación.

Conducir por las calles de París se parece mucho a hacerlo en cualquier capital superpoblada, con un parque de automóviles excesivo para lo que podrían soportar las infraestructuras ciudadanas; una red de vías no diseñada especialmente para los automóviles, sobre todo en sus calles de trazado antiguo; y la existencia de unas horas punta de circulación que hacen del caos su estado habitual. Sin embargo, existen algunas condiciones que distinguen el movimiento por París en automóvil de lo que sucede en otras ciudades: la existencia de una red importante de carriles exclusivos para bicicletas y el respeto de la mayoría de los automovilistas por los ciclistas; el numeroso parque móvil de motocicletas, que disminuyen la densidad de tráfico; el respeto absoluto de los conductores por los semáforos y las preferencias; y, en cuanto a los peatones, la existencia de multitud de zonas exclusivamente peatonales; la restricción, en las calles de menos de dos carriles, para los automóviles, de circular a menos de 30 Km. por hora; y los semáforos de preferencia peatonal, en los que la luz para el conductor siempre está en ámbar porque el peatón siempre tiene preferencia. Parece, pues, una cuestión más relacionada con la educación que con las sanciones. 

Pero limitar esta cuestión al tráfico no justificaría mi aseveración anterior; hay otros ejemplos en los que sustentarla.

Sorprende, y más a los fumadores, la casi nula cantidad de colillas en las calles; y es que todas las papeleras, varias por cada tramo de manzana, tienen un suplemento metálico para apagar el cigarrillo y un pequeño depósito para dejarlo una vez apagado. La mirada que me lanzó una parisina cuando me vio tirar una colilla me advirtió, sin decir una palabra, de lo inadecuado de mi conducta; por supuesto, hice uso, en lo sucesivo, de las papeleras, y cuando no había ninguna a mano, apagué el cigarrillo en la acera y guardé la colilla dentro del propio paquete de tabaco.

Los restaurantes parisinos son el ejemplo más claro de cómo gestionar el espacio: en general, pero  particularmente los situados fuera del núcleo turístico de la capital, suelen estar ubicados en locales de medidas reducidas, pero ello no es óbice para que el número de mesas que mantienen parezca inviable, si no fuera porque las distancias de separación entre ellas casi nunca supera los 20 cm. En esas condiciones, se agrupan en locales bastante pequeños tal cantidad de comensales que uno esperaría un nivel de ruido alarmante, pero nadie habla por encima del volumen necesario para que sus acompañantes puedan oírlo, lo que redunda en beneficio de las conversaciones del resto de las mesas y en un ambiente bullicioso pero para nada molesto.

La conducta de los viajeros en transporte público se distingue también de forma notable de lo que estamos acostumbrados al sur de los Pirineos: el orden absoluto y respeto a las preferencias para bajar y subir; la colocación junto a los pies de mochilas y carteras y el levantarse de los asientos plegables cuando los vagones se llenan por encima de la que parecería su capacidad habitual; el relativo silencio -me refiero a las conversaciones a través de teléfonos móviles, a los mensajes de voz emitidos y recibidos, a las conversaciones hormonadas de las pandillas de adolescentes y a la música sin auriculares- de un lugar tan concurrido sorprende a los habituados al transporte público en España, pero lo que me fascinó de veras fue la facilidad con que cualquier viajero -en mi caso, un adolescente de raza negra, gafas de sol tamaño máscara y auriculares más grandes que su cabeza- cede su asiento al pasajero con la movilidad reducida o, simplemente, de más edad.

Los habitantes de la península padecemos de un inefable complejo de inferioridad con respecto a lo extranjero que hace que nuestra visión de todo lo que está más allá de nuestras fronteras se nos aparezca profundamente sesgada; y todo parece indicar que ese sentimiento se acentúa con la proximidad. La antipatía hacia lo francés es paradigmática -ser afrancesado era casi un delito en tiempos de Jovellanos-, tal vez debido a la envidia inconsciente de haber menospreciado a nuestros Ilustrados, por habernos perdido la Revolución, o acaso por la invasión de la armada napoleónica que dio lugar a una guerra que, haciendo uso de la inquina más cateta, no dudamos en calificar de independencia. Esa antipatía ha sido, desde antiguo, una de las razones por las que siempre se ha considerado a los franceses los seres más groseros, desagradables, descorteses y maleducados del orbe; y tal vez no faltara razón al que, con una moderación que excluye esas descalificaciones, se haya visto algo menospreciado por su origen peninsular, pero esta situación, vivida en propia carne en los años 80 del siglo pasado, ha ido cambiando con el paso del tiempo, y en la actualidad el viajero es tratado en igualdad de condiciones -a menudo, con corrección; extraordinariamente, con excelencia o con displicencia- con independencia de su origen; el parisino contemporáneo no hace ninguna distinción a la hora de pronunciar sus "por favor", "disculpe", "muchas gracias", "no hay de qué", "¿me permite?"; es más, los pronuncia con una frecuencia que en nuestro país, dependiente del turismo y baluarte del gracejo y la simpatía, es desconocida.

Y no es por miedo a las sanciones porque en Francia no existen las multas por tirar una colilla en plena calle, por dar alaridos en una aglomeración, por no ceder el asiento en el metro, ni siquiera por ser grosero; todo parece indicar que algo que tiene que ver con la educación se gestiona mejor en el país vecino que a este lado de los Pirineos.

21 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 III

Banderas y otros trapos o dónde se encuentra la identidad



Siempre me ha llamado la atención la relación de los franceses con su bandera, sobre todo cuando se intenta correlacionar con lo que sucede en otros países, por ejemplo, con España o con las diversas así denominadas identidades nacionales existentes en el territorio español. Es muy común que cualquier edificio oficial, por pequeño e insustancial que sea, luzca al menos una tricolor, y que en festividades relacionadas con la República pero también en otras de signo político menos nacional, la bandera forme parte inseparable de la celebración.

Mi viaje a París coincidió con la celebración del Centenario del Armisticio que dio fin a la Primera Guerra Mundial. El día 11 de noviembre gran parte de los mandatarios -esos que se autodenominan líderes- mundiales se dieron cita en la capital para llevar a cabo la conmemoración oficial del cierre del conflicto; se dieron discursos, se hizo un amago de desfile militar y un homenaje al pie del Arco de Triunfo. Gran parte de la ciudad estaba literalmente tomada por la Gendarmería y el Ejército y algunos de los monumentos cerrados por motivos de seguridad. No es extraño que la conmemoración tuviera lugar en París, pues Francia fue tal vez el principal escenario del conflicto y el que sufragó con más muertos la factura de la contienda, y que toda la ciudad luciera, uno diría que con algo parecido al orgullo, la enseña común a la mayoría de los franceses.



El paisaje urbano ese 11 de noviembre estaba pues dominado por los cuerpos de seguridad, no tan solo presentes sino muy visibles, pero cuando la reunión de mandatarios había llegado a su fin, quedaron una serie de restos de celebración que son los que provocaron, por el contraste mencionado con anterioridad, mi desconcierto. No solo el Ayuntamiento, el impresionante Hôtel de Ville, lucía el azul, blanco y rojo en sus fachadas, sino que también todos aquellos edificios públicos con cierto valor arquitectónico estaban iluminados con la tricolor.  Mientras la bandera francesa se mostró omnipresente en la celebración oficial, en la Plaza de la República, el Pole de Renaissance Communiste en France convocó una manifestación contra el imperialismo -Donald Trump fue uno de sos asistentes a la conmemoración- que, por cierto, acabó con cargas policiales, en la que la mayoría de banderas eran rojas con la hoz y el martillo, pero también había presencia notable de banderas de Francia. ¿La misma enseña para la cumbre del imperialismo global y para la revolución que quiere acabar con él? Pues sí, la misma.



No quiero especular acerca de ese hecho; ni tengo la capacidad para hacerlo ni dispongo del tiempo que debería dedicarle para llegar a conclusiones fiables; pero mi primera impresión relaciona, casi involuntariamente, esa identificación con un símbolo, el "trozo de tela triste" de Chicho Sánchez Ferlosio, con el hecho de que ninguna facción se haya apropiado con la suficiente solidez de esa bandera como para hacerla extraña a la gran mayoría de ciudadanos. Una bandera, por cierto, cuyo origen fue la Revolución de 1789 y que, paradójicamente, une los colores de la enseña de la ciudad de París, el origen de la Revolución, el azul y el rojo, con el blanco de los Borbones que la propia Revolución desbancó. Pero en Francia no tuvieron una dictadura como la española, que se apropió de la enseña, provocando el rechazo de gran parte de la población hacia el símbolo; ni, en otro orden de cosas, un grupo de burgueses acomodados en busca de promoción personal, los que llevan años apropiándose de la bandera catalana hasta que consigan hacerla extraña a una parte considerable de la población del principado.

Aunque tal vez el origen del sentimiento de identidad no sea una bandera, sino que se funde en otros hechos no tan simbólicos pero más convincentes. Durante los primeros años de este siglo, el Estado francés colgó en todas las escuelas de París que ya existían en los años 40 del siglo pasado un placa de homenaje a los alumnos "nacidos judíos" deportados y asesinados por los nazis durante el exterminio -y reconociendo, de manera pública, la responsabilidad del régimen colaboracionista de Vichy, una parte del Estado francés de la época-.


Al mismo tiempo que en los Campos Elíseos tenían lugar los fastos protagonizados por la República, la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, inauguraba, en el muro exterior del Cementerio de Père Lachaise, un homenaje a todos los parisinos fallecidos durante los años de la Primera Guerra Mundial, detallando nombre y apellido y año del fallecimiento; un listado ejemplar casi cien metros que sobrecoge el corazón más pétreo y emociona al más insensible.



Todo ello lleva a a uno, refractario por principios tanto a los símbolos como a las identidades colectivas, a pensar que tal vez las filiaciones comunitarias y las banderas no tienen nada que ver con el lugar de nacimiento o con supuestas -o, directamente, inventadas- razones históricas sino con la identificación con los hechos palpables de quienes tienen en su mano agitar ambas cosas. Me parece que esta es la razón por la que cada vez que visito Francia me siento más francés, y cada día que vivo en España y en Cataluña menos español y menos catalán.

19 de noviembre de 2018

Morte d'Urban

Morte d'Urban. J. F. Powers. La Navaja Suiza Editores, 2018
Traducción  de Ce Santiago
Urban Roche es un sacerdote que pertenece a la Congregación de los Clementinos, una orden católica -ficticia-, fundada por San Clemente de Blois, un sacerdote martirizado por los hugonotes durante las Guerras de Religión en Francia, en baja forma permanente que sobrevive en su insignificancia entre un exceso apabullante de oferta religiosa, precaria situación que no le impide el desempeño de un cómodo puesto de predicador. 

Pero "los caminos del Señor son inescrutables", y esa confortable situación profesional se ve truncada cuando es trasladado a una casa de retiro en ruinas en medio de ninguna parte, en un ambiente rural cerrado y sectario, en la que tres sacerdotes y un lego languidecen entre la impracticable expansión de la orden y las interminables e infructuosas reparaciones de la sede. La inclusión en esa comunidad resta importancia al aspecto evangélico -Urban es un reconocido orador y sus sermones y conferencias gozan de gran prestigio- y plantea retos de simple convivencia; más cuando la doctrina católica, en un entorno en su mayoría protestante, es vista como una curiosa anécdota o incluso como una excentricidad.

Ese cambio que lleva a Urban de las tareas de evangelización a las preocupaciones por la supervivencia de la orden y de la propia sede, en un ambiente hostil en lo religioso pero comprensivo en lo humano, se ve agravado por la animadversión, mezcla de envidia y de autoritarismo, de uno de sus colegas, situación que da lugar a incruentos pero malintencionados enfrentamientos provocados por diferencias relativas a la vida cotidiana de la comunidad, unas intrigas palaciegas por asuntos de menor importancia que sustituyen a los desvelos que deberían ocuparles, la salvación de las almas de los fieles.

Pero esa hostilidad no es la única que debe afrontar Urban, también está la manifiesta animosidad de la sociedad local, sobre todo por parte de los caciques de la región, poco dados a los planteamientos religiosos que puedan cuestionar sus acciones y más atentos a sus intereses, a menudo poco cristianos. Es en este ambiente tan poco prometedor en el que tiene lugar el nacimiento de la duda de Urban entre seguir con su misión apostólica e integrarse en una sociedad religiosamente indiferente, proceso que constituye el núcleo principal y central de la trama.

Morte d'Urban (Morte d'Urban, 1962; un título con reminiscencias artúricas, el texto de Malory forma parte de la trama) es una novela rara, se mire como se mire, y más si esa visión es desde una Europa en pleno siglo XXI: pertenece a un autor del Medio Oeste en la práctica desconocido por estos lares -esta es su segunda novela traducida al castellano, ya anteriormente editada en 1971 con escaso eco-; autor, por cierto, objetor de conciencia por razones religiosas durante la IIGM, o que le valió condena de prisión; además, desarrolla una temática que, desde un punto de vista actual -y, repito, desde la irreverente Europa contemporánea- parece adolecer de interés; por si fuera poco, el protagonista es un sacerdote católico, un carácter, en principio, poco dado a excentricidades y con una vida poco novelesca. Pues a pesar de estos reparos y de que su rastro en la narrativa norteamericana actual se encuentra, si acaso, poco menos que oculto, J. F. Powers consiguió el reconocimiento por algunos de sus colegas contemporáneos -Flannery O'Connor y Walker Percy, entre otros-, y Morte d'Urban mereció en 1963 el prestigioso National Book Award, un premio con una nómina de ganadores difícilmente superable. Y es que, obviando todos los reparos expuestos y todos los que se le pueda hacer desde la prejuiciosa mirada contemporánea, Morte d'Urban es una gran novela que vale lo que cuesta por la profundidad y precisión de su análisis psicológico y por su prosa sutil y elegante.

Calificación: ****/*****

16 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 II

El vino del Jura




El principio que reza que unas vacaciones no son completas si no incluyen una vertiente gastronómica es aplicable a todo el territorio francés, pero donde muestra su validez es en la ciudad de París. De hecho, de mis viajes a París podría confeccionar una guía para amantes principiantes de la cocina francesa si no fuera porque, con el transcurrir de los años y el avance de la globalización, muchos pequeños restaurantes en los que disfruté de excelentes experiencias gastronómicas o son quioscos de comida rápida o se han transformado en tiendas de ropa de marcas globales. 

Así que en esta ocasión, y teniendo en cuenta que hacía unos cuantos años que no visitaba París, pedí consejo a un amigo, un buen gourmet y buen conocedor de la capital francesa; además, con su intermediación, he contado también con la opinión de una amiga que vive en París; aprovecho para expresarles mi agradecimiento. He comido en restaurantes de comida francesa clásica y en otros algo más imaginativos, aunque nunca perdiendo aquel carácter de cocina en mayúsculas, que es precisamente el que busco; sin desmerecer el resto, la experiencia gastronómica fue muy gratificante en un restaurante de la parte alta de la ciudad, un pequeño local con mesas minúsculas, carta en pizarra y, además, una impresionante selección de excelentes vinos, franceses y extranjeros, pintada en una de las paredes del local.


Mientras esperábamos nuestros primeros platos, entró una pareja de cierta edad, formada por un señor cuya altura era solo superada por su pose altanera -después descubrimos que era de nacionalidad alemana, aunque hablaba un francés perfecto, salvo por el acento-, y una señora que, más que acompañante, parecía un adminículo del monsieur, que solo hablaba alemán. Estuvieron un buen rato escogiendo mesa -tampoco había tantas, su elección tuvo que limitarse a las dos mesas para dos comensales que quedaban vacías- y, cuando pareció que había sopesado todos los pros y los contras, se sentaron en la adyacente a la nuestra. 

La elección de los platos requirió también una considerable porción de tiempo, principalmente empleado en discutir con el camarero -un tipo amable en grado sumo, como el resto de personal- algunos de los ingredientes del plato que se le ofrecía, y en echar indisimuladas miradas a nuestros primeros, que entretanto ya habían llegado y de los que estábamos dando buena cuenta. Pero el verdadero espectáculo tuvo lugar a la hora de escoger el vino; se levantó, poniéndose al lado del sommelier, para ver bien la pared donde estaban escritos, descansó su peso sobre una pierna, plegó un brazo, que sostenía el codo del otro, con cuya mano se rascaba la barbilla con actitud concentrada, y le preguntó cuál de dos botellas en concreto escogería el profesional; este optó por una y, después de hacer algunas observaciones que parecían aprobar los conocimientos del sommelier, acabó escogiendo una botella de vino blanco del Jura cuyo importe en la mesa era de 130€. 

Exigió probarlo antes de decidirse, a lo que accedió el camarero; le abrió la botella y cuando iba a servirle la cata, el cliente le pidió otra copa, con otra forma, distinta de la que había en la mesa; aquel se la trajo, le sirvió los dos dedos de vino al cliente y, a continuación, a la silenciosa compañera, y se retiró respetuosamente. El tipo miró el vino a luz y a contraluz, en contraste con la pared, oscura, y con la servilleta, blanca; lo agitó, lo olió y volvió a mirarlo para, a continuación, verter el contenido de su copa en la de su acompañante -que no había bebido aun, supongo que esperando el permiso del entendido- y solicitar la presencia del sommelier. Cuando este llegó, le pidió una nueva copa, a la que trasladó la mitad de la que contenía la de su pareja, para, después de otras agitaciones, remolinos y olfateos, tomar por fin un pequeño sorbo. Pidió de nuevo la presencia del camarero para darle su aprobación, pero le dijo que suponía que le traería una cubitera; cuando esta llegó, sumergió la botella en ella para, a continuación, preguntar de nuevo por el sommelier para decirle que la cubitera debía estar hasta arriba de hielo, que por favor acabara de rellenársela; cuando eso sucedió, ambos pusieron a comerse los primeros platos, con lo que pareció que la pugna por la botella de Jura había, por fin, acabado. Pero nada más lejos; poco antes de levantarnos después de acabar la cena, quitó la botella de la cubitera, hizo algunas observaciones al sommelier con respecto a la temperatura, volvió a ponerla al poco rato para, finalmente, calentar con la mano la copa antes de verter una pequeña cantidad de vino, beber un sorbo y mostrar una gran sonrisa de satisfacción por haber hallado al fin una razón para pagar los 130€ por una botella de vino blanco. 

Como es de suponer, la atención del personal y de los comensales adyacentes quedó monopolizada por el espectáculo del cliente alemán. ¿Y qué hacía, mientras tanto, su enmudecida acompañante? Pues iba cogiendo trozos de pan de la cesta, una especie de pan ázimo de harina integral, excelente, uno a uno y con el suficiente espaciado de tiempo para no llamar la atención, para depositarlos cuidadosamente dentro de su bolso; primero uno, después otro, y así hasta dejar un solo trozo en la cestilla; teniendo en cuenta que los camareros retiraban el pan con el primer plato y volvían a traer la cesta llena con el segundo, nos quedó la duda de si el destino de ese nuevo servicio sería también el bolso o con el que había puesto con anterioridad consideraba amortizado el importe de la botella de Jura; pero es que nosotros ya habíamos terminado con nuestros quesos, pagado la cuenta, que incluía un excelente vino tinto del Loira, y teníamos un buen rato hasta el hotel, ya que siempre que cenamos un poco fuerte solemos dar una buena caminata para facilitar la digestión. Ah, por cierto, el pan para el desayuno del día siguiente lo compramos en una boulangerie próxima al hotel; buenísimo, no llegó a 3€.

14 de noviembre de 2018

Diario de París 2018 I

El Louvre de los selfies


No llevo la cuenta de forma estricta, pero sospecho que he estado en París, siempre por placer, quizás una veintena de veces. En los primeros viajes, allá en mi juventud, predominó la impresión de hallarse en una ciudad cuyas muestras de cultura, gastronomía e historia caían sobre el visitante, aplastándolo, nada más llegar a las afueras de la capital, mientras que los días de que disponía volaban entre las visitas a los museos, a los monumentos y a los enclaves más conocidos; desde entonces, siempre me ha dado la impresión de que me he marchado antes de lo que hubiera deseado. Después, con el tiempo, esas visitas obligadas perdían importancia, también por puro cansancio, aunque los días discurrían con la misma celeridad pero ahora ocupados en visitar exposiciones escogidas, conciertos de música barroca, algún que otro espectáculo teatral pero, sobre todo, en pasear sin rumbo -el famoso flanear- tanto por los grandes bulevares como por las callejuelas más inquietantes, tomar un café en una terraza y sentarme a leer, cuando el tiempo acompañaba, en uno de los numerosos y tranquilos parques metropolitanos. 

Pero una de aquellas visitas obligadas he seguido cumplimentándola en cada ocasión: el Louvre me ocupa apenas medio día -pues esas visitas con afán de absorber todo el arte que contiene hace mucho que las descarté-, un razonable espacio de tiempo en el que me limito a ver algunas salas y ciertas obras en concreto, como si quisiera comprobar el efecto que tiene sobre ellas el paso del tiempo, o la diferencia que ese mismo transcurrir ha tenido para ellas y para mí. 

El ala Denon de la primera planta del museo es una de las más concurridas; no tanto por la increíble colección de pintura francesa e italiana sino porque en la sala 711 se expone la pintura más conocida en más lugares del mundo de toda la historia del arte universal: La Mona Lisa, la Gioconda, la obra maestra de Leonardo da Vinci. La popularidad de ese cuadro, indiscutiblemente el más selfigrafiado del museo, hace que merodeen por las salas adyacentes numerosas personas cuya relación con el arte es, cuando no esporádica, inexistente, lo que no les impide ir en búsqueda de ese selfie como quien busca un unicornio en el bosque de los elfos; el ala Denon debe tener unos 200 metros, y teniendo en cuenta que las dos paredes longitudinales están llenas de cuadros, calculo que deben permanecer ahí colgadas más de 200 grandes obras de la pintura europea anteriores a 1850; también existen, a la mitad del recorrido, dos paneles de unos 4 metros de ancho y altos como toda la sala, casi en paralelo, que en lugar de contener cuadros lucen dos grandes espejos. 

Quien desee tener un recuerdo -a saber para qué, pero esa es otra cuestión- de su visita a ese templo del arte, descartada la compra de una postal con, por ejemplo, la reproducción de su obra preferida, podría intentar tomar una fotografía del cuadro elegido, ya que todo el mundo se pasea con el teléfono móvil en la mano -y ante los ojos, cuestión menos comprensible teniendo en cuenta dónde se encuentran, pero es el signo de los tiempos-, o incluso tomarse un autorretrato con esa obra de fondo -es decir, lo que hacen los giocondófilos-. Pues no, nada de eso, el recuerdo que ese tipo de visitante, claramente mayoritario en esa zona del Louvre, desea atesorar de su visita es un selfie delante de los espejos; mientras me tomaba un pequeño descanso en uno de los bancos próximos a esa zona, no menos de diez smartphones fueron utilizados a fin de dejar constancia para los tiempos venideros de la supina idiotez de sus usuarios, algunos de forma individual, los más de forma colectiva, incapaces de percibir la belleza que se extendía a su alrededor y concentrados en hacer muecas delante de un espejo como el más estúpido de los chimpancés.



12 de noviembre de 2018

Bajo la red

Bajo la red. Iris Murdoch. Editorial Impedimenta, 2018
Traducción de 
Javier Alfaya y Barbara McShane
"Comenzar una novela es como abrir la puerta a un paisaje neblinoso; ves muy poco, pero hueles la tierra y sientes el soplo del viento."
Bajo la red (Under the Net, 1954) fue la primera novela publicada por la escritora de origen irlandés pero inglesa de formación Iris Murdoch y fue seleccionada por la Modern Library entre las mejores 100 novelas en lengua inglesa del siglo XX. A pesar de esa primicia, la novela contiene ya en su plenitud dos de las características que determinarían toda su obra prosística posterior: un tratamiento riguroso del lenguaje y una caracterización psicológica minuciosa y precisa de los personajes.

Jake Donaghue -a quien podríamos denominar Lucky Jake en homenaje al protagonista de Kingsley Amis sin tener que forzar demasiado la identificación- es un escritor de poemas épicos y traductor en horas bajas a quien su novia, con quien mantiene una peculiar relación de convivencia basada más en la utilidad que en cualquier otro motivo menos material, que va a casarse con un corredor de apuestas, expulsa de la vivienda que comparten. Ese contratiempo lleva a Jake a rebuscar entre sus antiguos -y algunos olvidados- camaradas  una solución a su problema puntual de alojamiento, amistades que incluyen, cómo no, algunas mujeres y, concretamente, alguna vieja relación que no contó con un final demasiado  aseado.
"Los acontecimientos se suceden ante nosotros como estas multitudes, y el rostro de cada uno de ellos se ve únicamente un instante. Lo que es urgente no lo es para siempre, sino efímeramente. Todo el trabajo y todo el amor, la búsqueda de la riqueza y la fama, la búsqiueda de la verdad, la vida misma están formadas por momentos que se convierten en nada. Sin embargo, el impulso de esas nadas nos lleva hacia adelante con esa milagrosa vitalidad que crea nuestros precarios habitáculos en el pasado y en el futuro. Así vivimos; un espíritu que cavila y vacila por encima de la muerte continua en el tiempo, el sentido perdido, el momento no recuperado, el rostro no recordado, hasta el golpe final que termina con todos nuestros momentos y zambulle ese espíritu en el vacío del que procede."
A partir de ese comienzo, Bajo la red se convierte es un texto paradigma de la novela británica -aunque esta misma afirmación contenga no poco contenido tópico-. Las idas y venidas por un Londres -al que, curiosamente, Murdoch dota de una luz y una claridad inusuales tanto en el tratamiento literario tradicional de la capital como en la realidad- de pulso desbocado dan lugar a las situaciones más desconcertantes: la traición de la antigua amante, el robo del trabajo intelectual, la conspiración de las antiguas amistades, el intento de fraude a un productor de Hollywood, el secuestro de un perro estrella de cine, el asalto con rescate a un hospital. Y en medio de esas cuitas, incalculables litros de alcohol para corroborar más tópicos -aunque no por comunes menos reales-: que los ingleses no se prestan tanto a la caricatura cuando están borrachos, a diferencia de los chistes ordinarios, sino cuando están sobrios; y, last but not least, el honor que se les debe a esos mismos ingleses por haber descubierto el poder creativo de la resaca.
"Su risa sonó cortante, pero sus ojos parecían preocupados y, aunque fuera demasiado tarde, sentí ganas de hacerle una temeraria proposición. Una extraña luz, dirigida sobre nuestra amistad, hizo resaltar cosas nuevas e intenté por un momento entender la esencia de mi necesidad de ella. Sin embargo, respiré hondo y seguí mi regla de no hablar nunca con franqueza a las mujeres en momentos de emoción. No trae nada bueno. No es propio de mi naturaleza asumir la responsabilidad de otras personas. Tengo ya bastante con ocuparme de mí mismo."
En todo caso, y este parece ser uno de los corolarios de la novela, hurgar en el pasado no hace más que empeorarlo. En primer lugar, porque el recuerdo que conservamos de él siempre lo idealiza, pero también porque la imposibilidad de recrearlo lo marca con la señal de lo inapelable.

El día que a los escritores, y particularmente a las escritoras, se les deje de considerar como  meritorio el personaje que incubaron a lo largo de su vida y que utilizaron en beneficio propio obviando la calidad literaria, y su valoración se limite únicamente a esta, Murdoch y tantas otras escalarán de forma concluyente e inapelable hasta el lugar en el podio que merecen.

Calificación: ****/*****

9 de noviembre de 2018

Normal

Normal. Warren Ellis. Editorial Males Herbes, 2018
Traducció de Ferran Ràfols Gesa
Warren Ellis, conegut com a creador de còmics i guionista de sèries de televisió, és autor també de  varies novel·les, de les quals Normal (Normal, 2016) n'és la més recent.

Adam Dearden, un investigador social afectat per una estranya alteració psíquica que es manifesta mitjançant un irreprimible pessimisme pel futur, és reclòs al complex Normal, una institució situada en una zona boscosa i aïullada de l'estat d'Oregon que recull científics, la majoria dels quals provinents de la indústria de la vigilància. La direcció del centre separa els interns, a efectes terapèutics però també relacionals, en tres grans grups: els Estrategues de la Previsió, els Previsors de l'Estratègia, i els Escenificadors; tots tres estan formats per individus amb la mateixa disfunció: han estat investigadors del futur i les conclusions a que han arribat com a conseqüència dels seus estudis -que es podrien resumir en: el futur és una merda, ens dirigim irremissiblement cap al caos- els hi han fet perdre la xaveta.

Normal, la institució, basa la seva teràpia en sotmetre als pacients a un inevitable aïllament de comunicacions que preveu que al treure la temptació s'anul·la la posibilitat de recaiguda: privació sensorial al recinte, sotmesos a l'exposició només d'estímuls perfectament controlats i privació comunicativa, en especial internet i tota mena de connexions virtuals, una mena de mort digital, amb el recolzament d'una farmacopea altament afectiva.
"-Miro de ser sincer perquè sé que com més informació tingueu més em podreu ajudar, i en dec necessitar, d'ajuda, perquè m'han enviat a Normal. Per tant, he de dir que fa temps que veig coses que no hi són, i que a vegades no sé ben bé del cert què és real i què no. Collons, si ara mateix he vist un home als arbres i ni tan sols estic segur de si realment era allà."
En aquesta mena d'oasi lliure de temptacions i de fets inesperats, un pacient desapareix misteriosament de la seva habitació, tancada per dintre, i deixa com a testimoni un munt d'insectes del bosc. Tenint en compte les condicions de la reclusió, els sistemes de vigilància de la institució i els antecedents d'alguns dels residents, el director sospita que el responsable n'és un d'ells.
"-Vinga -va dir el director-. Tots els presents sou sonats que s'ho passen bé manipulant aparells tecnològics i teories socials estranyes fins que el cervell us fa un pet i us ensorreu. Qualsevol de vosaltres ho hauria pogut fer, això."
A fi d'esbrinar el que ha succeït, el director aplega un grup de detectius especialitzats en desaparicions, però els interns, en diferents etapes de curació però afectats tots encara de paranoia, en formen un altre perquè no se'n refien de la investigació oficial.

Els bojos, apartats del món perquè les seves idees no coincideixen amb els projectes de les elits dominants, mantenen, tot i així, un fons de lucidesa que sol manifestar-se sota les capes superficials de bogeria, i que està sotmès a una lògica interna imbatible. Les seves visions pessimistes del futur, encara que provocades per desajustos de les seves prediccions, contenen un fons de realitat inqüestionable; de fet, qui els ha tancat a Normal són els mateixos que els van demanar que fessin les previsions però no els van agradar els resultats obtinguts.
"Assegut allà se li va acudir que un bon futurista sempre hauria de saber quan era l'hora de plegar. Un bon futurista havia de saber en quin moment s'acabava la partida i li tocava fer-se enrere. La partida que ell havia contribuit a crear. Què més pots fer, collons, quan ja no tens cap futur per predir ni res per dissenyar-hi estratègies a favor o en contra? Tot era al sac i ben lligat. Era el final de la història."
La investigació de la desaparició del pacient desvela, per casualitat, una conspiració al més alt nivell que esvalota la població reclusa. No hi ha res pitjor per a un paranoic que ser perseguit de debò. Davant d'aquesta situació, els interns s'amotinen i adquireixen una notable influència sobre els poders de decisió, però, en realitat, només estan sent utilizats com una mena d'experiment sociològic portat a terme per instàncies inassolibles.

Calificació: ****/*****

5 de noviembre de 2018

Zarza-Rosa

Zarza-Rosa. Éric Chevillard. Shangrila Ediciones, 2018
Traducción de Mariel Manrique
"Las preguntas más interesantes son las que no tenemos derecho a hacer."
Zarza-Rosa (Ronce-Rosa, 2017), es uno de los últimos textos, a día de hoy, publicados por el prolífico y polifacético -a la par que desconcertante- escritor francés, que forma parte de la cuadra de autores de Éditions de Minuit, una pertenencia que se ha convertido, a pesar de su diversidad, en categoría. Prácticamente inédito en castellano, el conjunto de su inclasificable obra contiene más de treinta textos que se sitúan en los límites de la ficción, pero su trabajo más insólito, por su origen y por su desarrollo, es la serie de cuadernos en forma de Diario llamados L'Autofictif, en los que, desde el año 2007, escribe tres textos diarios de la más variada naturaleza, que comienzan en su blog personal y que son transcritos con posterioridad a un libro anual.
"Me encanta mirar a la gente. Caminan con el aire de quien sabe totalmente adónde hay que ir, pero van en distintas direcciones. Algunos pensaron que es mejor tener un perro. Hay señoras con ropa que otras jamás se querrían poner. De hecho, la gente no se pone de acuerdo sobre nada. Uno sale del quiosco justo cuando otro prefiere entrar en la farmacia. Y ambos están seguros de estar haciendo lo mejor. Nadie se dice que es el único que lee ese periódico sobre ese banco o el único que hurga en su bolso, y que por lo tanto todos los otros, que no obstante son muchos, piensan que eso no vale la pena y que uno pasa al costado de la vida."
Zarza-Rosa, el texto, propiamente dicho, es un cuaderno secreto que una niña que se llama Rosa, o Zarza-Rosa, que es como la llaman, escribe para sí misma y que, a pesar de dejar la llave del candado que lo cierra atada al aro para que no se pierda, espera de la gente de bien que no lo lea; restricción que nosotros, los lectores, rompemos al leerlo, pero que solo podemos conocer si lo leemos  -¿qué convención rompemos cuando leemos que no deberíamos leerlo? ¿Deberíamos dejarlo cuando nos enteramos, por el propio texto, que no somos los destinatarios?-. Pero el relato de Zarza-Rosa toma, de forma simultánea, una doble y contradictoria faceta: tono de monólogo porque no existe interlocutor -etimológicamente, "el que habla entre los demás", pero también "el que interrumpe al hablar"- directo; pero también de diálogo, aunque sin respuestas, con el propio cuaderno, descartada por principio -recuérdese la llave de cierre- la interacción con el posible lector, objeto que recibe en forma pasiva sus intervenciones pero que las condiciona debido a su mera existencia.
"[...] (ustedes no pueden verlo, estoy sentada en los escalones de una iglesia y escribo estas palabras y por supuesto ellas ya no serán verdaderas en el momento en el que sean leídas, si lo son, en ese momento yo estaré por cierto en otra parte porque me he dado diez minutos según el reloj del campanario para contar la cosa extraordinaria que acaba de ocurrirme) [...]"
Zarza-Rosa forma parte de una peculiar unidad familiar formada por dos atracadores y una menor, estructura que se mantiene unida de forma insólita hasta la desaparición de los dos maleantes, una noche que no regresan de sus trabajos. A partir de ese momento -en el cual podemos datar el comienzo del cuaderno, aunque no de la acción-, Zarza-Rosa emprende una odisea urbana, con numerosos puntos en común y varias referencias indirectas al viaje de Ulises camino de Itaca, en busca de su cómplice; ese periplo a través de la ciudad, señalado con una serie de flechas indicativas trazadas en los lugares por donde pasa para facilitar el reencuentro con sus secuaces, le descubrirá un mundo desconocido difícilmente valorable con sus parámetros y de cuya existencia dejará testimonio en su cuaderno.
"Me mostraba una banqueta, en el vestíbulo del castillo. Aproveché para contar todo lo que tal vez acaban de leer, tenía la memoria colmada y era hora de que trasvasara algo antes de que ya no pudiera retener nada. Cuando eso ocurre, ya no nos ocurre nada más porque no tenemos más lugar para los recuerdos, y por eso los viejos casi no se mueven, como yo ahora sobre la banqueta. Me imagino como una muñeca sin niño para jugar o como mi panda rojo sentado en este momento en un rincón de mi habitación. Pero cuando escribo, tengo la sensación de desbrozar un espacio invadido de zarzas y de rosas donde podré volver a vivir, incluso a correr, si quiero."
Pero Zarza-Rosa sufre dificultades a la hora de discriminar los hechos ocurridos en realidad y aquellos que expone en su cuaderno, y aunque gestiona esa inconveniente dualidad con la habilidad de un tahúr, también es cierto que parece afectar a su frágil estabilidad mental. La realidad viva no es más real que la realidad que se crea cuando se escriben unos hechos en un cuaderno. No se limita a esperar a Godot, sale en su busca, y aunque esta es igual de infructuosa que la espera pasiva, los frutos de esa queste son utilizados para crear una imagen, parcial y particular, difícilmente compartible, pero no por ello menos sustantiva, de la realidad, a menudo con razonamientos que se sitúan por debajo del nivel de la deducción; son razonados, es cierto, pero la lógica que los rige no es ni la elemental propia del razonar de la infancia ni la absurda de la locura: al mantener una estructura interna congruente -tal vez incluso sólida, a su manera-, consigue una apariencia de solidez que rebate la fragilidad aparente. Para ello, debe saber administrar la disonancia evidente entre los hechos acaecidos en el mundo real y los inventados por ella misma -incluyendo en estos su percepción de aquellos, que da lugar a hechos nuevos-, y la dificultad en la discriminación de la preponderancia, aunque su conducta se ajusta y se justifica siempre en su mundo personal, adaptando, incluso subvirtiendo, la lógica de aquel a este. Para ello, Zarza-Rosa echa mano del recurso más cercano, el lenguaje -el protagonista subyacente de la novela y de otras obras del autor-, con un doble propósito: mediar en la contienda entre las palabras cuyo significado trasciende la gramática y aquellas que, simplemente, no significan nada; y dotar a la escritura del papel de testimonio de la existencia: no vivo para escribir ni escribo para vivir; vivo, luego escribo.
"No es para librarme de lo que escribo que escribo en este cuaderno, esto es lo que quiero decir. Por el contrario, estos son mis preciados secretos, este es mi tesoro de filibustera. Toda mi colección de ornitóloga etimologista. Si un día pierdo este cuaderno, no haría falta que de golpe me encuentre sin nada, con el cuerpo completamente blanco. Pero no creo. Cuando cuento, tengo más bien la sensación de que mis mejillas arden, mi piel debe estar roja de sangre como la servilleta de Escoria. Pero la sangre se queda en mi cuerpo con mis recuerdos. Lo que no impide que las páginas de este cuaderno se cubran de tinta."
Calificación: ****/*****