«¿Tengo algún antepasado que fue gallardo capitán, joven alférez insolente o negrero ferozmente taciturno? ¿Al este de Suez algún tío que volvió a la barbarie debajo del casco de corcho, los pies enfundados en jodhpurs y la amargura en los labios, personaje trivial que suelen asumir las ramas menores, los poetas apóstatas, todos los deshonrados llenos de honor, de recelo y de memoria que son la perla negra de los árboles genealógicos? ?¿Un antecedente marino o colonial cualquiera?»
Sobre el recuerdo construido de la tradición familiar y el relato que se ha impuesto por ausencia de alternativa, un relato formado por párrafos cerrados e irrefutables, pero que no evita la sospecha de la existencia de inquietantes espacios en blanco, Michon busca reconstruir otro, ni más real ni más verdadero, sino más coherente. Un relato que no es literario, aunque sí susceptible de literaturizar; los recuerdos propios y los prestados ―o quizás una mezcla del efecto de las reminiscencias, como evocación de algo que ha sucedido o que creemos que ha sucedido, y de los sueños, la recreación de algo que no sucedió jamás―, tal vez en la misma medida, acaso con una prevalencia azarosa, cuando no intencionada, no configuran un relato por sí mismos, únicamente suministran datos, y es el escritor el que tiene que escoger unos y descartar otros y, a través de una sangrienta intervención quirúrgica, restituir los órganos imprescindibles y descartar los inútiles o los que pueden interferir en las funciones vitales de aquellos, para dar una nueva vida, provisional por su propia naturaleza, al caos preexistente, que se concreta en ese producto que hemos dado en llamar literatura, que no es, en sí misma, una revelación, sino la manifestación del equilibrio perfecto entre lo revelado y lo encubierto. El legado más importante del pasado: un lenguaje y un nombre, sin los cuales no seríamos nada.
«¿Quién, si yo no lo hiciera constar aquí, se acordaría de André Dufourneau, falso noble y campesino desnaturalizado, que fue un niño bueno, quizás un hombre cruel, tuvo deseos poderosos y no dejó huella más que en la ficción que elaboró una vieja campesina difunta?»
El reloj que se detuvo cuando se interrumpió la vida de su propietario no puede ponerse nuevamente en marcha, eso significaría instalarse en un futuro que no está a su alcance: su papel queda limitado a ser una reliquia ―relinquere, dejar atrás―; su tiempo está roto para siempre, las manecillas, ancladas en su tiempo, ya no miden nada; el espacio que ocupa; su espacio, es una parcela de pasado inaccesible. El único acercamiento que podemos pretender, trascendiendo su anacronismo, es el literario: la creación de un tiempo y un mundo en el que tenga cabida, el intento más cabal de reconstruir ese objeto del que solo disponemos de su sombra.
La materialidad de ese objeto lo distingue de la intangibilidad del recuerdo, volátil e inconstante, pero no tiene ningún sentido sin esa parte impalpable, es decir, no puede ser sujeto de un relato, su historia estaría escrita en una lengua indescifrable, fuera de alcance. Una vez integrados ambos, objeto y recuerdo, es cuando se puede articular un relato, y de la organización de varios relatos, una historia.
Pero, una vez dotado de un sentido, de haberlo convertido en historia, ese objeto seguirá, tenaz, resuelta, insistentemente, manteniendo su propia realidad.
«En el cementerio de Saint-Goussaud, el lugar de Antoine está vacío, y es el último: si él descansara ahí, yo sería enterrado quién sabe dónde, al azar de mi muerte. Me ha dejado su lugar. Aquí yo, final de raza, el último que se acuerda de él, quedaré yacente: entonces quizá habrá muerto del todo, mis huesos serán quien sea y también Antoine Peluchet, al lado de Toussaint su padre. Ese lugar ventoso me espera. Este padre será el mío. Dudo que alguna vez esté mi nombre en la piedra: estará el arco de los castaños, inamovibles viejos con gorras, cosillas que mi alegría recuerda. Habrá en la tienda de algún ropavejero lejano una reliquia de tres centavos. Habrá malas cosechas de trigo sarraceno; un santo ingenuo y abandonado; las agujas que, con el corazón latiendo fuerte, le clavaron muchachas muertas hace ciento cincuenta años; los míos por acá y por allá entre madera podrida; las aldeas y sus nombres; y todavía más viento».
A pesar de formar parte de la fracción inmaterial de la existencia y de ejercer sobre esta una influencia difícil de precisar ―el hombre es un animal que recuerda, que no puede vivir sin recuerdos, que no es nadie si no es con referencia a algo o a alguien instalado en su pasado y convocado para formar parte de esa ficción llamada identidad―, el recuerdo no es una estructura aislada y autosuficiente, sino más bien una red ―o una telaraña que apresa, antes que una red que recoge― cuyos nudos no tienen sentido si no es en función de los adyacentes, y que está sujeto a numerosas contingencias ―el eclipse lunar, cuando uno de ellos proyecta su sombra sobre otro recuerdo, o el eclipse solar, cuando llega a ocultar la luz―. A menudo, el acceso a ese nudo, infranqueable, solo puede conseguirse a través de los que lo rodean. Es un recuerdo inexistente, de evocación imposible, como un espectro sin cadáver, pero re-creado a partir de fragmentos de pasado, en unas circunstancias ajenas e inaccesibles, construido y ubicado en un espacio en blanco de nuestra experiencia mediante ese proceso, extractivo y abstractivo, llamado literatura.
Esa es la única manera de otorgarle entidad, de convertir su provisionalidad en firmeza para que quede integrado en la memoria y pase a formar parte de la historia; una vez escrito, adquiere vida propia, independiente del médium que lo ha convocado, que ya no lo tiene bajo su dominio. Se le debe más a su existencia de lo que debe él a su artífice por su invención.
«Yo renegaba entonces de mi infancia; estaba impaciente por rellenar el hueco que en ella habían dejado tantas ausencias y, armado con la autoridad de estúpidas teorías que estaban de moda, culpaba a aquellos que las habían sufrido más que yo. El desierto que yo era, hubiera querido poblarlo con palabras, tejer un velo de escritura para ocultar las órbitas vacías de mi rostro; no lograba hacerlo; y el vacío obstinado de la página contaminaba el mundo del que escamoteaba todas las cosas: el demonio de la Ausencia triunfaba, rechazándome, junto con muchos otros cariños, el de una vieja a la que amaba».
Si el pasado, en general, tomado como un lapso de tiempo inalcanzable, es un país extraño, más singular es la infancia, que suma a todo lo que aquel conlleva el hecho de nuestro protagonismo ―un protagonismo en el que, a menudo, ni siquiera nos reconocemos―, en el que las nuevas experiencias nos desconciertan por el hecho de carecer de los instrumentos para asimilarlas y descodificarlas, y acerca de cuya influencia sobre nuestra vida posterior somos incapaces ni siquiera de especular. Una edad en que lo minúsculo puede agigantarse hasta magnitudes inconcebibles, y lo grande se resiste a nuestra comprensión. Una edad en la que quedan impresos de forma endeleble los terrores que nos acompañarán para siempre ―la edad adulta primero, ese territorio enemigo del que proceden todas las embestidas; la senectud y, por primera vez, la muerte como posibilidad universal, que un día se materializará también en nosotros; esa revelación es, tal vez, la más terrible de las que deberemos asumir a lo largo de nuestra existencia―, pero en la que también se rellenan las primeras páginas en blanco de ese libro del que somos únicos y últimos artífices.
«Los hermanos Bakroot eran retoños perdidos extraviados de una especi de locura medieval, terrosa y, en suma, flamenca; mi memoria los lleva hacia ese norte; allí caminan eternamente uno al encuentro del otro en una tierra de turbas, de vana extensión que el mar abraza de un extremo a otro, de pólders y de patatas enanas bajo un cielo colosalmente gris a la manera del primer Van Gogh, uno quizás miserabvle y precedido por una carraca, o villano labrador con calzones pardos en el primer plano de una Caída de Ícaro, y el otro, el más joven, el más pulido, vestido al modo bátavo, es decir provinciano, lluvioso y como de segunda mano, con gorguera a la española y espada toledana».
La infancia es la edad de los apegos inquebrantables y de los desafectos persistentes; por primera vez, se es consciente no de la existencia de los otros ―que se percibe en una edad más temprana, cuando desaparece la impronta―, sino de la importancia e influencia que pueden ejercer sobre nosotros, justo cuando se empieza a intuir el orden de la vida y se evidencian los tiempos verbales compuestos, cuando el presente, volatilidad creciente, el pasado, complejidad indescifrable, y el futuro, incógnita indespejable, pierden concreción y se dotan de una multiplicidad que acrecienta, a un ritmo inasumible, su complejidad.
Es en esa existencia ajena donde halla campo fértil el malditismo que busca la honra en la pérdida, la sublimación en la tortura, la gloria en el martirio. La búsqueda del inepto, del vago, del incapaz. Cilicios mentales para disimular la incompetencia para fijar un rumbo ―cualquiera, el apropiado, si es que existe, o alguno de los incorrectos―. Disciplinas para reafirmar una voluntad inexistente. La Gran Excusa bajo la que se oculta la inacción, la desidia, la indolencia. El camino empinado al que se cree destinado cuando el trayecto llano es suficiente para vencer la debilidad que se viste de obstinación. Por más que se empeñe, el náufrago es insensible a la belleza del mar.
El orgullo de la soledad ―la constancia del estilita, el aislamiento del ermitaño, la serenidad del cartujo, la valentía del fuera de la ley; el odio que despierta ese oponente que no se ha presentado al duelo, ante quien no se tenía ninguna posibilidad― se derrumba ante su presencia real, irremediable; la negación de uno mismo, ficticio, siempre se queda en heroica intención; la valentía real, siempre ausente, se manifestaría en la reacción al rechazo del otro, que se cree imprescindible hasta que ocurre y la arrogante torre del homenaje erigida a golpe de orgullo se derrumba, dejando una ruina irrecuperable.
«No hay en mi memoria un día más insoportablemente fuerte que ese; experimentaba que las palabras pueden desvanecerse y qué charco sangriento, hostigado y lleno de moscas queda de un cuerpo del que se han retirado: cuando se han ido las palabras, quedan la idiotez y el aullido. Abolidas toda palabra, toda lágrima, daba gritos de cretino zarandeado, gruñía: cuando estaba tomando a Marianne en la habitación de los Cards, como un puerco en montanera cubre a la campesina que lo llevó, seguramente había soltado gruñidos semejantes; pero estos eran todavía más emocionados, olían a rastro. Si dejaba un instante mi dolor, lo nombraba y me veía vivirlo, no podía más que reír de él, como hacen reír las palabras "mear sangre", si por casualidad uno mea sangre».
La sensatez máxima está en la infancia; después, cada conquista que creemos lograr va reduciendo su posesión hasta que llegamos a viejos totalmente cretinos. Esa es la razón de que cuanto más lejos nos quede la edad de la inocencia, más presente se nos materialice y, por el efecto de la envidia que nos provoca, su recuerdo idealizado no sea más que una forma de rechazo. Su cadáver se pudre ante nuestros ojos y nosotros no podemos dejar de celebrar su belleza, tal vez para olvidar lo cerca que estamos nosotros de la misma putrefacción.
Después, en plena edad de la vileza, se adquiere y se aprende a explotar el recurso del impostor que se cree con el poder y el derecho de desenmascarar a sus congéneres, pero niega a los demás la posibilidad de hacerlo con él. La pretensión de ser mejor que los demás, de arrogarse derechos fundándose en una superioridad intelectual o moral que jamás dejará que se ponga en cuestión. Y si llega el momento en que el edificio de su ficción ya no puede sostenerse y amenaza ruina, reunirá a todos, amigos y enemigos, bajo su techo y, como Sansón, al grito de "¡muera yo con los filisteos!", derrumbará el templo sobre sus cabezas.
«Nos acercábamos; los tejados relumbraron, se nos apareció elk pueblo en su vallecito; en el espacio acrecentado, sonaba la pequeña campana. El doctor C y Thomas habían dicho la verdad: el requoqueteo alegre y triste no convocaba a nadie a la tristeza del sacrificio, a la alegría de los renacimientos;M nadie en la plaza, ni en los escalones de la iglesia; de toda la extensión azul que en vano sacudía, la campana de Saint-Rémy no llamaba cada domingo por la mañana más fieles que ese frebaño indefinido que, chocando, tropezando con cada piedra y con cada palabra, bajaba pesadamente por las callejuelas, hacía resonar la plaza con sus frívolos galopes, se precipitaba lloriqueando bajo el portal. El bronce hueco, el bronce radiante y altivo, sonó hasta que pasamos por la puerta: debajo del campanario, el cura en su casulla de todos los días volaba junto con la cuerda, concentrado, serio, bailando».
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