26 de febrero de 2021

Travesti

 

Travesti. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2021
Versión en cómic de Edmond Baudoin. Traducción de Lorenzo F. Díaz

El equívoco, la oscuridad, los sueños y el particularísimo mundo de Cartarescu reflejados a la perfección, mediante un blanco y negro sórdido, en esta versión en cómic de Lulú (Travesti, 1994), una de las primeras novelas que estrenaban esa escritura de la obsesión y la nostalgia de uno de los mayores escritores europeos vivos.

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22 de febrero de 2021

Dime una adivinanza

 

Dime una adivinanza. Tillie Olsen. Editorial Las Afueras, 2020
Traducción de Blanca Gago. Prólogo de Jane Lazare. Epílogo de Laurie Olsen

En un momento histórico en el que cada individuo se siente acreedor de unos derechos insólitos, la lectura de autores como Tillie Olsen es un bálsamo de cordura; en primer lugar, porque su literatura trasciende el entorno temporal en que se escribió, pero también porque su carácter reivindicativo está planteado desde un reducto en que la injusticia, por motivos raciales, sociales o económicos ―Olsen era hija de emigrantes judíos rusos huidos después del intento fallido de la revolución de 1905―, se sobreentiende como una realidad inamovible que incluye como definitivos hechos supuestamente triviales, más próximos, como las relaciones familiares y, concretamente, la maternidad. Su obra más conocida, referenciada y admirada es este sensacional volumen de relatos que toma el nombre de uno de ellos: Dime una adivinanza (Tell me a Riddle, 1961, 2013). Olsen trasciende el papel de prestar voz a los que, por razones discriminatorias, carecen de ella, y se aplica en la exigencia de los derechos a que son acreedoras aquellas personas que jamás los han disfrutado; entre estas, las que unían la escritura y el hecho de ser madres a mediados del siglo pasado y en la peculiar sociedad del midwest norteamericano, con esa religiosidad primaria y esa discriminación endémica.

El pasado es un lastre que impide planificar el futuro, aunque este siempre acaba aconteciendo, pero distinto de como se había planeado, sin correspondencia con los indicios que aquel parecía mostrar; por simple acumulación, el conjunto de acciones ―lo que hicimos―, omisiones ―lo que no hicimos―, posibilidades ―lo que podíamos haber hecho― y aflicciones ―lo que no debimos hacer―, terminan aplastando ese instante fugaz que llamamos presente con un peso ineludible.

La asunción de responsabilidad que conlleva la maternidad, plena y conscientemente asumida, arranca un inevitable sentimiento de culpabilidad cuando no se consigue nivelar expectativas y realidad, una frustración que aumenta en igual proporción que la propia exigencia.

La peor de las tristezas, el desconsuelo ineluctable, sin esperanza, irrumpe en la fría objetividad de la narradora ―la crudeza de esa primera persona, tan próxima, tan poco vehemente y, en cambio, tan verosímil― cuando se refiere a un pasado invasivo que impone su presencia y para el que no existe ya remedio. Un pasado cuyo mero recuerdo evidencia los errores, cometidos en un tiempo ya olvidado, cuya subsanación es imposible.

Tal vez la vida sea poco más que un conjunto de frustraciones irremediables.

«Déjela. Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen».

Ese desapego con la época que ha tocado vivir contamina todo tipo de relación ―en el libro de Olsen, la maternidad, el matrimonio, la amistad, los cuidados mutuos― porque esas vidas están marcadas, desde su inicio, por el estigma de la discriminación, en toda su variabilidad, y los personajes no tienen más remedio que transigir con la situación, ya que su recuperación es imposible.

En las vidas insignificantes nunca ocurren sucesos memorables ―esos que están reservados a las vidas eminentes, como si lo uno fuera función de lo otro―, sino lo que podría calificarse de anécdotas irrelevantes, pero que para ellas, debido a la modestia de sus requerimientos, revisten una importancia fundamental.

La estratificación social, omnipresente e inevitable, se manifiesta en todos los órdenes de la vida desde la escuela, la primera oportunidad de socialización, y actúa no solo verticalmente, en función de la posición social y económica, sino también en forma horizontal, cuando cada estrato busca uno inferior ―la procedencia, la ocupación, la raza― en el que descargar sus frustraciones y sobre el que mantener sus pequeñas porciones de poder; algo que ponga en evidencia una superioridad inexistente y que no lo relegue a la última posición.

«―Joder, es que, si pensáis que es algo tan importante, ¿por qué tenemos que vivir aquí, donde es una realidad? ¿Por qué no nos mudamos a Ivy, como Betsy ―sí, ya lo sé, por el dinero―, donde los tratan como colegas, al menos en la escuela? Allí hay tres niños negros y sus padres son médicos o jueces o peces gordos de no sé qué, y a uno de ellos siempre se le elige presidente de algo y la otra es la primera voz del coro, o lo que sea, para demostrar lo democráticos que somos... ¿Qué quieres que pase con esa pobre niña? A ver, aclárate. Sigue siendo amiga de Parry pero, claro, sin dejar a los tuyos. Sí, seguro. Saca buenas notas, pero no seas empollona. Crece, prepárate para la universidad, pero no te separes de ella. Sí, intégrate, pero... »

Tal vez sea cierto que las dificultades y los retos actúan a favor de la consolidación de una situación frágil, pero, para que suceda esa posibilidad, es imprescindible que el reto sea asumible y que la situación cuente con un índice de cohesión mínimo; si alguna de esas circunstancias no aparece, el proceso colapsa y la recuperación es inviable; como el derrumbe de un edificio, que mostraba una indiscutible solidez, debido a unos defectos constructivos que nadie se había preocupado por examinar.

«No es que no hubiera querido a sus bebés, a sus niños. El amor ―ese afán por cuidar al otro― había crecido con la necesidad como un torrente y, como un torrente, arrastraba y sacrificaba todo lo demás. Pero cuando la necesidad ya estaba satisfecha, ay, ese poder se perdía en el doloroso proceso de retener y secar lo que aún manaba, pero que no tenía un cauce por donde discurrir. Solo quedaba un débil latido que no podía acallarse, que sufría por unas vidas a las que ya no podía sostener ni ayudar».

Cada recuerdo, levemente evocado, emergiendo de las brumas del olvido, deslavazado, intuitivo, es un puñal que agranda la herida de un pasado que se quiere evocar como feliz, aunque sea por contraste con un presente que ejerce su tiranía sin piedad, echando en cara la felicidad inocente de las nuevas generaciones, un asedio constante para el que no existe subterfugio.

«(La corona de tranzas cercenada). Instantáneamente, él dejó a la anciana muda que leía con detenimiento el Libro de los mártires, y se remontó a la madre pisando el pedal de la máquina de coser que cantaba con los niños; a la joven con el uniforme de presa arrugado que se escondía el pelo con sus manos llenas de cicatrices, que alzaba los ojos para ofrecerle una mirada incómoda, pudorosa y llena de amor; y la estrechó en un abrazo afectuoso, intimo, carnal, lleno de toda la intensa pasión que siempre había querido despertar en ella».

Las dos últimas citas pertenecen a Dime una adivinanza, uno de los mejores relatos que recuerdo haber leído en mi vida.

19 de febrero de 2021

Matadero Cinco (cómic)

 

Matadero Cinco. Kurt Vonnegut. Astiberri Ediciones, 2020
Versión en cómic de Albert Monteys y Ryan North. Traducción de Óscar Palmer

Estupenda versión en cómic de una de las mejores novelas antibélicas jamás escritas.

15 de febrero de 2021

Contemplaciones

 

Contemplaciones. Zadie Smith. Penguin Random House, 2020
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino

Cuando fue una evidencia que la epidemia del coronavirus iba para largo y que una de las consecuencias negativas no directamente relacionadas con la salud de la población iba a ser la proliferación viral de libros en los que escritores de la más diversa condición ―y aptitudes― aprovecharían ese suceso para colar su novela, ensayo, cómic o poema, decidí que no leería ninguno. Pero he hecho una excepción ―¿qué sería de las decisiones irrevocables sin las excepciones?― con Zadie Smith, una escritora con la que no he conseguido conectar en el terreno de la ficción ―con la excepción, otra vez, si acaso, de Dientes blancos―, pero de la que he leído con placer y admiración sus ensayos, sean en forma de libro ―el magnífico Cambiar de idea―, o como colaboraciones en revistas y otros medios.

Contemplaciones (Intimations, 2020) es una colección de cinco ensayos y una galería de personajes «ensayos personales, modestos por definición, breves por necesidad»― escritos a mediados de 2020 y supeditados a dos hechos: la pandemia y la simultánea lectura de Marco Aurelio; como trasfondo, la propia Smith, la de verdad, escritora, madre, activista y emigrante. Divagaciones, diría yo, casi epifanías en algún caso, relatos accidentales o circunstanciales, pero que llaman la atención por su inmediatez y proximidad, intimaciones, como señala su título original, una acepción que se ha perdido en la traducción; en todo caso, prefiero leer a alguien que tenga poco que contar pero que escriba bien que a quien tiene una buena historia pero la cuenta de pena.

Precisamente en su doble condición de escritora y cualquier otra cosa, Smith se pregunta acerca de la diferencia entre aquello que se espera de una mujer y lo que está dispuesta a ofrecer, y cómo, a partir de este planteamiento, las exigencias sociales ―y la autoexigencia personal― deben circunscribirse a su elección, no a la expectativas externas.

«[...] escribir es, a cada momento, nadar en un océano de hipocresías: sabemos que nos engañamos pero, por extraño que parezca, ese engaño es necesario, aunque sea provisionalmente, para crear el molde donde verter todo aquello a lo que no puedes dar forma en la vida».

¿Dónde queda la actividad creativa que representa la escritura cuando la muerte ―una muerte ilógica, irrazonable― acerca sus pasos? ¿Y qué puede aportar una mujer que escribe, cuando lo que se espera de ella como mujer no tiene nada que ver con lo que está dispuesta a proporcionar?

El supuesto carácter democrático de la muerte ―en todas partes, aquí más, se ha entonado con la fe de un mantra la muletilla "el virus no sabe de fronteras, razas ni clases sociales"― queda en evidencia cuando se examina el origen de las víctimas y su estrato sociológico, y es más manifiesto aún en el caso de aquellos países en los que la brecha ―las brechas― que separan las diferentes capas son más pronunciadas, como en los EE. UU. de América. Smith rastrea la veracidad de aquella "excepción" americana y la pone en relación con la realidad de la pandemia en ese país bajo el mando político, emocional y comunicativo de su presidente; un caso curioso ahora mismo, cuando el individuo en cuestión ha sido desalojado de la Casa Blanca y sus bravuconadas forman parte de la historia que millones de americanos ―aunque, por lo que parece, sigue teniendo también un número inquietantemente aproximado de seguidores, en concreto, más de setenta y cuatro millones― intentan olvidar.

Smith, que confiesa honestamente ―aunque, hasta ahora, se haya avergonzado de declararlo en público― que su motivación para escribir ha sido siempre "para hacer algo", siente redimida la falsa modestia de esta frase ahora, en medio de la pandemia, porque todo le mundo, ante la imposibilidad teórica de hacer lo que le viene en gana debido a las restricciones impuestas, hace cosas "para hacer algo". Parece que esta situación debería generar la oportunidad de recuperar el tiempo para llevar a término aquello que el ritmo de vida acelerado nos impedía disfrutar, pero la mayoría de la gente se ve atrapada por la disponibilidad de tiempo, incapaz de recuperar la vida que antes echaba en falta. Smith se sorprende de su propia incapacidad ―se supone que los artistas deberían estar mejor preparados para una situación como esta: su vida cotidiana difiere menos de la provocada por la pandemia que la de la gente común― para no sentirse desubicada..., pero no es un problema grave:

«Pero agradezco tener compañía: viendo esta fiebre por crear, cultivar o "hacer algo" que ahora parece consumir a todo el mundo, me consuela descubrir que no soy la única persona de este mundo que no tiene ni idea de cuál es el sentido de la vida, ni de qué podemos hacer con este tiempo muerto, salvo llenarlo».

Ese tiempo, que debería ser duración ganada a la vida, puede convertirse en una amenaza ―hace siglos que el individuo del mundo desarrollado ha perdido la capacidad de disfrutar del aburrimiento―; así es como un privilegio del que no sabemos disfrutar se convierte en sufrimiento.

Bajo la denominación común de "Capturas de pantalla", Smith confecciona una serie de retratos protagonizados por personas supuestamente irrelevantes, pero a los que la pandemia ha otorgado un inesperada significación: su masajista, de origen oriental, preocupado por el pago del alquiler del local, situado en una buena zona de Manhattan; el vagabundo que protagonizó, adecuadamente camuflado, uno de sus relatos, desubicado de la situación ficticia en que lo dispuso; la vecina con perrito, cuya mundanidad la faculta para afrontar graves retos pero que flaquea ante el más nimio inconveniente; el jovencísimo informático, que encarna una vida con estilo, adquirido de unas subculturas con intención minoritaria convertidas en mainstream, cuyas aspiraciones han quedado en el aire, interrumpidas por la crisis sanitaria; la pariente lejana que, después de una larga ausencia, la aborda como si hubieran pasado solo veinticuatro horas desde la última charla e intenta ponerla al día con respecto a las vidas de antiguas amistades comunes con las que hace años que no se relaciona; el asiático con una pancarta autodenigrante que encarna una de las peores manifestaciones del odio, el que se dirige a uno misma, la locura; y, finalmente, las implicaciones sobre las relaciones humanas del nuevo virus y la diferencia con otros organismos nocivos endémicos, como el del desprecio británico, sobre una población subyugada, o el que afecta a los policías norteamericanos blancos; la manifestación explícita de una pandemia que nos afecta a todos, incluso ―hecho que lo hace más peligroso― a los que nos creemos asintomáticos.

12 de febrero de 2021

Poética

 

Poética. Nicolas Boileau-Despréaux. KRK Ediciones, 2009
Edición y traducción de Aníbal González Pérez

Cuando las estanterías dedicadas a los libros pendientes de leer adquieren una dimensión amenazante, es difícil ―a veces, imposible― rastrear las razones que te llevaron a adquirir un libro determinado ―siendo, a veces, inadecuado, en principio, a los gustos lectores y a los géneros literarios que se suele frecuentar―.

En este caso, por raro que parezca que figure entre mis lecturas un libro como la Poética de Boileau-Despréaux, puedo reproducir paso a paso el camino para que ese libro despertara mi interés: la lectura del excelente El suscitador. Apuntes sobre Francis PongeAlfonso Barguñó VianaHurtado-Ortega, 2020, reactivó mi interés por el autor francés, tan injustamente tratado por la posterioridad; leí y releí La soñadora materiaFrancis Ponge. Galaxia Gutenberg, 2007, y de ahí Pour un Malherbe. Francis Ponge. Gallimard, 1965. La lectura acerca de Malherbe me recordó la Querelle des Anciens et des Modernes y provocó otra nueva relectura, en diagonal, del estupendo Las abejas y las arañas: La Querella de los Antiguos y los Modernos. Marc Fumaroli. El Acantilado, 2008 (cuyas Notas de Lectura siguen pendientes de publicación). Parecía que mi momentáneo interés se veía satisfecho, pero, por una asociación de ideas que no puedo reproducir, recordé a un autor clave en la Querelle ―claramente alineado con los Antiguos― y de quien no había leído nada: Nicolas Boileau-Despréaux; fui a la fuente, la maravillosa base de datos de la Bibliothèque Nationale de France, Gallica.bnf.fr, donde encontré el original en francés ―que, como es natural dado el asunto, está escrito en forma de poema― y, de ahí, busqué una traducción que me ofreciera garantías; el resultado fue esta edición de la exquisita KRK, con un iluminador prólogo de Aníbal González Pérez, a la que, si hay que poner algún reparo, es que no haya conservado la forma de poema. No sé si los caminos del Señor serán o no inescrutables, pero es manifiesto que, a veces, el recorrido hasta un libro determinado es un largo y tortuoso camino con notables dosis de misterio.  

La Poética (L'art poétique, 1674) es el tratado más influyente de su época, un verdadero libro de estilo sobre la poesía clásica que sienta las bases de la estética de este género mediante la actualización de las reglas de Aristóteles y Horacio y su adaptación a la literatura francesa del barroco, originariamente destinado a la poesía, por su carácter de manifestación de la literatura culta ―la otra era el teatro; la novela, como género serio, no había alcanzado todavía esta consideración―. Boileau-Despréaux no solo establece las reglas para escribir con estilo, sino que se burla, sin ninguna cortapisa y citando los nombres, de los poetas infaustos y de sus defectos.


L'art poétique. Nicolas Boileau-Despréaux. Paul Masgana, París, 1840. Texto original disponible en Gallica.bnf.fr

8 de febrero de 2021

Flaubert for ever

 

Flaubert for ever. Marie-Hélène Lafon. Editorial Minúscula, 2021
Traducción de Lluís-Maria Todó

«No puedo escribir cuando estoy leyendo a Flaubert; o no puedo leer a Flaubert cuando estoy escribiendo; son dos cosas que no pueden hacerse juntas».

Si es por la magnitud de su producción, la reducida obra novelística de Flaubert (1821-1880), si se la compara con sus paisanos seculares Balzac (1799-1850) y Zola (1840-1902) ―y con  Stendhal (1783-1842), para completar el cuarteto de los colosos de la novela francesa del siglo XIX― parece relegarle al infierno de los segundones; pero, de los cuatro, es el único que tiene en su haber la novela perfecta y el relato perfecto.

«Flaubert nada, en las zapatillas, en el Sena, en el mar, y en el mundo, y en la frase. Imaginemos eso, cómo Flaubert se extrae de la frase, del libro, de los libros, del flujo de los textos, los suyos, los ajenos, tiene que extraerse porque se hunde de tal modo en sus textos y en los de los demás, que tritura poderosamente».

Flaubert for ever (Flaubert for everpublicado en 2018 como parte del volumen Flaubert de la colección "Les auteurs de ma vie") es el homenaje que Marie-Hélène Lafon, flaubertiana confesa, rinde a su admirado autor ―"a causa del imperfecto, es a causa del imperfecto"―. 

«Il ne pouvait suivre aucune carrière, étant absorbé dans les estaminetsNo podía seguir ninguna carrera, estando absorbido en las tabernas. El impávido gerundio pasivo, engarzado por una coma, moldeado en el mármol de la frase perfecta, definitiva y desopilante, insondable, abismal».

La autora mezcla la vida del autor y los personajes con los que tuvo relación a lo largo de su vida, con las tramas de sus propias novelas y los protagonistas de sus obras, para dar a la luz un improbable universo híbrido en el que la literatura no sustituye a la vida: es la vida.

«El amor de lejos no tendrá fin; permanecerá enquistado bajo la piel, clavado bajo las uñas, incrustado en el hueso, infundido en el tuétano; envejecido, alisado y tozudo, permanecerá, por más que madame Maurice [Élisa, esposa de Maurice Schlésinger] haya perdido su nombre de caramelo; diáfano y flotante como un velo de estameña en la luz irremediable de los veranos  cumplidos, permanecerá, danzando, bajo el grueso drapeado de las convenciones y las frases repetidas en París entre una Señora Madre canosa y un Señor Hijo barbudo».

En esa festiva mixtura de flaubertofilia, Lafon incluye trifulcas familiares: con su padre, con su hermano, con la hija de su hermana, con su cuñado; líos amorosos: George Sand, Louise Colet, la enigmática mademoiselle Leroyer de Chantepie, Élisa Schlésinger; amistades conflictivas: Maxime du Camp, los hermanos Goncourt, Sainte-Beuve; sus ambivalentes personajes: Charles y Emma Bovary, las dos Felicité; Salambó y Herodías; y sus epígonos: Rimbaud, Bergounioux y Michon.

«Flaubert a caballo. Flaubert fue guapo. Flaubert fue joven. Joven. Glorioso. Rubio, rizado. Alto y bien proporcionado. Flaubert tuvo dolor de muelas. Cayó fulminado a los diecisiete años en el camino de Pont-l'Évêque; no se sabe bien qué lo fulminó; fue fulminado y esquivó el Derecho y pudo empezar a devenir. Flaubert es inagotable. Flaubert for ever».

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5 de febrero de 2021

El físico y el filósofo

 

El físico y el filósofo. Jimena Canales. Arpa Editorial, 2020
Traducción de Àlex Guàrdia Berdiell

El día 6 de abril de 1922 tuvo lugar en París un encuentro entre dos personajes que protagonizarían uno de los debates intelectuales más prolongados y encarnizados del siglo XX. El tema de esa controversia acerca de la naturaleza del tiempo —el subtítulo del libro de Jimena Canales ((The Physicist and the Philosopher, 2015es: "Albert Einstein, Henri Bergson y el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo"— enfrentó al físico más popular, que era capaz de congregar multitudes y que defendía que no hay más que dos formas válidas para entender el tiempo, la física y la psicológica; y al filósofo más importante de su época, para quien la teoría de la relatividad no era más que "una metafísica injertada en la ciencia, no es ciencia". 

En definitiva, estaba en cuestión el paradigma bajo el que debe tratarse el tiempo: la ciencia o la filosofía; es decir, la naturaleza de la magnitud: el fenómeno concreto, el tiempo es lo que miden los relojes; o el fenómeno abstracto, la experiencia de la duración que percibe el ser humano. Bergson no acepta que Einstein invada el campo de la filosofía en el que él reina de forma absoluta; Einstein, más radical, deniega a la filosofía parte en el debate. La discusión se trasladó a campos en principio alejados del debate intelectual como la política (Alemania contra Italia), a la religión (judaísmo contra cristianismo), y a las tendencias colectivas (pacifismo contra nacionalismo). 

Asimismo, esa fragmentación degeneró en una polarización, a lo largo de todo el siglo XX, que  conllevó el alineamiento tanto de los filósofos como de los físicos, y la disociación, amenazantemente definitiva, de las dos formas de acercarse al conocimiento, la filosofía y la ciencia, en el momento en que ninguna de ellas acierta a precisar su objeto e intenta suplir sus deficiencias epistemológicas invadiendo el campo ajeno. El camino que empezaba a recorrer la ciencia, de lo concreto a lo abstracto, parecía acentuar su validez; el intento de la filosofía por transitar el recorrido contrario llevaba el signo de su derrota.

1 de febrero de 2021

Cuatro caminos hacia el perdón

 

Cuatro caminos hacia el perdón. Ursula K. Le Guin. Minotauro, 2021
Traducción de Ana Quijada

La mayor parte de la producción novelística de Ursula K. Le Guin se agrupa en ciclos, es decir, en obras que se ubican en un período y localización determinados y que comparten, aparte de personajes, un mundo que se concreta y cartografía a medida que va incorporando títulos; de los dos grandes ciclos, el de Terramar contiene más de diez unidades, entre novelas, novelas cortas y relatos; el de Hainish, o Ekumen, está compuesto por siete novelas de variada extensión, y dieciséis relatos, escritos a lo largo de tres décadas. Cuatro caminos hacia el perdón (Four Ways to Forgiveness, 1995), perteneciente a esta última serie, contiene cuatro relatos con un denominador común: el perdón y la redención.

La noción de castigo, en su acepción de "pena que se impone a quien ha cometido un delito o falta" (DLE), en una sociedad fuertemente estratificada, conlleva por fuerza la distinción en función de quién tiene la capacidad connatural de imponerlo y quién carece de ella; por la misma razón, la concesión y el alcance del perdón sufrirán la misma limitación, y deberá distinguirse entre aquellos individuos predestinados a concederlo y aquellos a los que, debido a esa segmentación, se ven imposibilitados de dispensarlo.

El hecho de que las relaciones entre las diferentes capas sociales estén reguladas por la desigualdad marcará que los diversos niveles de implicación personal, desde la educada indiferencia hasta la relación más estrecha, conlleven desiguales gradaciones de ese perdón,  de modo que su intensidad sea función de esa complicidad y no tanto de la importancia, sea  desde el punto de vista social como del personal, de la falta cometida, ni de la magnitud de la ofensa ni de su duración.

Tampoco parece que, caso de incluirlo, el componente compasivo de ese otorgamiento de perdón tenga la misma gradación cuando es el ofendido quien pertenece a la élite que cuando es el perdonado el que pertenece a ese estrato social privilegiado. De las cuatro variantes que pueden darse del binomio ofendido-ofensor en situaciones de desigualdad acentuada (1. ofendido y ofensor de la élite; 2. ofendido de la élite y ofensor común; 3. ofendido común y ofensor de la élite; y 4. ofendido y ofensor comunes), solo aquellas que implican o igualdad de los intervinientes (opciones 1 y 4) o posición superior del agraviador (opción 3) pueden considerarse susceptibles de perdón.

Por cierto, ¿existe algo parecido al perdón en otras especies?

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