17 de septiembre de 2018

El ala izquierda. Cegador I

El ala izquierda. Cegador I. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2018
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
"¡Cuánta necrofilia hay en el recuerdo!"
Editado en castellano por el empecinamiento enfermizo del editor de una pequeña editorial independiente madrileña, Mircea Cartarescu, considerado en su país como uno de los escritores más relevantes de las letras rumanas actuales, tuvo un éxito relativo en castellano, a pesar de las buenas críticas mediáticas, reducido a lectores conocedores de la literatura centroeuropea contemporánea. La literatura rumana, vecina de las grandes literaturas mittleuropeas, a pesar de ser, ateniendo a su dimensión, una de las más prolíficas de la literariamente marginada literatura de los países de la órbita soviética, había exportado a occidente a autores como Mircea Eliade y Camil Petrescu, pero sus escritores más conocidos por el gran público fueron exiliados que acabaron adoptando otras lenguas de expresión, como Celan con el alemán y Tzara, Wiesel, Ionescu y Cioran con el francés; a partir de todos ellos, excepto casos relativamente anecdóticos -Ana Blandiana, Mihail Sebastian-, se abrió una brecha que se prolongó por décadas en la que no llegaron noticias del único país de la Europa del Este, con la recientemente independizada Moldavia, con lengua románica. Todo parece indicar que Mircea Cartarescu ha venido a rellenar ese boquete; si el año pasado sorprendió con el enciclopédico Solenoide, este 2018 arranca la edición de la que los conocedores consideran su obra cumbre, la trilogía Cegador (Orbitor), de la cual este El ala izquierda (Aripa stângă, 1996, merecedor, entre otros, del premio Gregor Von Rezzori) constituye su primer volumen; para 2019 está anunciado, en la misma editorial, El cuerpo (Corpul, 2002), y para 2020 la conclusión, El ala derecha (Aripa dreaptă, 2007). Como en todos aquellos libros que apelan más a la inteligencia del lector que a su emoción -esta es una apreciación de índole personal sujeta a todos los cuestionamientos que se quiera-, no hay forma de resumir ni extractar el argumento de El ala izquierda, y eso contando con que la novela desarrolle un tema determinado, una afirmación muy controvertible; el primer volumen de Cegador es de una ambición desmesurada que, más que a un libro, a lo que se ve enfrentado el lector es a todo un mundo; cerrado, oscuro y, a ratos, impenetrable como lo acaban siendo todos, pero un mundo al fin y al cabo. Estupefacto como el salvaje ante un arma de fuego, este lector no ve otra forma de salir de su asombro que escribir estas Notas de Lectura con el convencimiento de que nada que diga podrá dar una idea de la impresión que le produjo su lectura ni, mucho menos, de la calidad del texto.
"Podría intentar  (como hago desde hace tres meses) volver al lugar de donde nadie ha vuelto, recordar lo que nadie recuerda, entender lo que nadie alcanza a entender: quién soy, qué soy."
Los sueños, la imaginación y los recuerdos son instancias mediante las cuales el ser humano suele  relacionarse con su pasado que, curiosamente, llevan implícito cierto carácter azaroso: parece ser que los sueños, con independencia de su función terapéutica, provienen de lo más profundo de nuestro inconsciente y, como tales, no son programables ni manipulables; la imaginación, un proceso que, a diferencia de los sueños, suele ser consciente, pone en relación ciertos hechos cuando no están presentes, hayan sucedido o no, pero la variedad de vínculos que puede suscitar tiene también un sospechoso carácter aleatorio; los recuerdos, finalmente, parecen poseer un mecanismo de disparo que escapa a la comprensión, y si bien su generación parece potestativa, su cualidad tiene equívocos visos de eventualidad. 
"Recuerdo, es decir, invento."
Otra instancia de relación con el pasado son los objetos, cuya materialidad -o realidad, o verdad- los dota de un pasado propio, objetivo -u objetivable-, intrínseco a su propia naturaleza -es decir, que tienen una realidad propia-, que no tiene por qué tener relación alguna con la experiencia que tenemos de ellos, con nuestra verdad. 
"De la oscuridad a la luz, del plomo al cristal, del aplastamiento a la levitación, del todo a la nada se deshilacha la absurda trayectoria de nuestra vida hasta acabar en un jirón de vacío."
El ala izquierda puede leerse como la huella que deja en el sujeto la acción combinada de las cuatro instancias, los sueños, la imaginación, los recuerdos y los objetos -considerando los hechos como objetos inmateriales-, en la búsqueda de sí mismo, así como el registro literario de la imposibilidad de distinguirlas.
"Todo es extraño, porque todo se remonta muy atrás en el tiempo. Y porque todo está en ese lugar en el que no se distingue el sueño del recuerdo, pues las grandes zonas del mundo no estaban entonces separadas unas de otras. Y vivir el extrañamiento, sentir una emoción, quedarse petrificado ante una imagen fantástica significa siempre lo mismo: regresar, volver, descender al núcleo arcaico de tu mente, mirar con el ojo de una larva humana, pensar algo que no es un pensamiento con un cerebro que no es todavía un cerebro y que funde en un núcleo de placer desgarrador eso que nosotros, al crecer, separamos."
Los mitos, otra forma de relación con el pasado, hunden sus raíces en la profundidad abismal del tiempo, inaccesibles a la comprensión humana, que forja su forma narrativa, el único acercamiento permitido, por mediación de las leyendas. Una vez incorporadas al acervo común de la colectividad, adquieren vida propia y se independizan de sus creadores hasta el punto de que estos llegan a olvidar que fueron ellos mismos quienes las forjaron. Es a partir de ese momento que adquieren el poder de influir de manera decisiva en la vida de los hombres porque estos, los olvidados artífices, le han otorgado naturaleza taumatúrgica.
"El espacio es el paraíso, el tiempo es el infierno. Y qué extraño resulta que, al igual que en el símbolo de la bipolaridad, en el centro de la sombra se encuentre la luz y que en la luz esté la semilla de la sombra. Pues, al fin y al cabo, ¿qué es la memoria, ese manantial venenoso del centro de nuestra mente, del paraíso, con sus pozos de mármol torneado, con su agua temblorosa, verde como la hiel, con el dragón de alas de murciélago que la custodia? ¿Y qué es el amor, el agua límpida y fresca de las profundidades del infierno sexual, la perla cenicienta de la concha de fuego y de aullidos desgarradores? La memoria, el reino del tiempo sin tiempo. El amor, el espacio del territorio sin espacio. Las semillas opuestas y, sin embargo, tan semejantes de nuestra existencia, unidas por encima de la gran simetría y anulándose en un único sentimiento inmenso: la nostalgia."
De este modo, el mundo mitológico invade el mundo real y le impone sus condiciones. El Bucarest real, la ciudad gozosa a orillas del Dambovita, se transforma en una Tir na nÓg, a la que se accede desde la ciudad real a través de callejuelas que se despliegan a medida que se recorren, donde las dimensiones del espacio y del tiempo se confunden y en la que pululan personajes legendarios que el ojo humano distingue como soldados del III Reich o de la reciente invasión soviética pero que trascienden la realidad para imponerse a cualquier forma de percepción terrenal, influida por el ambiente feérico, el crepúsculo otoñal permanente, y envuelta en una mezcla ineludible de olor a putrefacción y a desinfectante.

"Todos aquellos pueblos estaban enfermos y tullidos. Cada uno presentaba un estigma diferente, cientos de miles de enfermedades mostraban sus secuelas ante nuestros ojos, era un espectáculo patético pero fascinante. Ese hombre joven de perfil griego, tan altivo que los tendones del cuello le aplastaban la nuez, se había amoldado a su forma a la perfección, fundiéndose con ella, si un ántrax venenoso en la axila izquierda no lo hubiera distinguido de entre sus iguales, no definiera su verdadero ser. Todos vivían gracias a aquellas enfermedades que les servían de nombre, de cualidades e incluso tal vez de alma. Labios leporinos, dedos palmeados, vientres hinchados por la cirrosis, hernias umbilicales como melones, lepra y sarna ennoblecían aquellos cuerpos rosados que, de otro modo, portarían el sello de una empalagosa perfección." 

Esa queste, esa búsqueda, no puede reproducirse ni de forma secuencial ni de forma direccional, pues toda relación causa-efecto sería una especulación sometida a la influencia del sujeto; ante la imposibilidad manifiesta de representarla mediante los sistemas clásicos de modelo, parece imprescindible hacerlo mediante un acercamiento fractal, mediante la simulación del proceso creador, la única forma posible de racionalizar el caos, pasado, presente y futuro concurriendo de forma simultánea y cuyo análisis solo puede emprenderse a partir de las repeticiones inapreciables a simple vista o mediante los métodos de observación tradicional.
"Nada, no existe nada -dijo lentamente el Albino en medio de aquel silencio ensordecedor-. Somos delicadas telarañas hinchadas y desgarradas por el viento. Somos franjas de interferencia en una pompa de jabón, multicolores, húmedas, desesperadas... Sarcoptos en la piel de una pompa de jabón, que depositan en ella sus huevos y sus excrementos... Nuestro mundo no tiene peso ni sentido. Somos simulacros de una irrealidad que es a su vez un simulacro. Y solo si se contempla su grosor desde el extremo superior o inferior, superponiendo una capa traslúcida sobre otras, esa escalera de irrealidad se vuelve opaca hasta tornarse real. Pero no existe un extremo superior ni inferior, y tampoco existen ojos que puedan mirar desde allí. Hoja sobre hoja sobre hoja, nuestro mundo es un libro con páginas de membranas."
De forma semejante a la de ciertos caracteres físicos, cabe la posibilidad que el ser humano herede también parte de las habilidades de sus progenitores, una especie de poso psíquico provocado por esas experiencias y que, de forma inconsciente e involuntaria, esté preparado para afrontar situaciones vitales para las cuales esa herencia sea de utilidad; 

"Yo no he tenido infancia ni juventud. En vano las busco en mi memoria, así como en vano intentas recordar la eternidad previa al nacimiento. Sin embargo, existe ahí una luz gris, un matiz, algo más claro que el negro a través del cual representamos la nada y que, de hecho, sin representarla, sin mostrar nada, es siquiera la señal de que existe el aparato a través del cual podría aparecer algo";

esta hipótesis, por supuesto, daría al traste tanto con el sentimiento de identidad única del sujeto como con el significado que otorgamos al concepto de recuerdo, y la supuesta firmeza del triángulo formado por la realidad, el sueño y la memoria se vería menoscabada por la consustancial fragilidad de la hipótesis que considera ese triángulo el campo donde se juega la vida.
 "[...] estamos entre el pasado y el futuro como el cuerpo vermiforme de una mariposa entre sus dos alas. Podemos utilizar una de ellas para volar, pues hemos tendido filamentos nerviosos hasta sus márgenes; la otra nos resulta desconocida, como si nos faltara un ojo por esa parte. Pero ¿cómo vamos a volar con una sola ala? Profetas, iluminados, herejes de la simetría anticipan lo que podríamos ser y lo que tendremos que ser. Y eso que ellos ven per speculum in aenigmate lo veremos todos con claridad, al menos con tanta claridad como vemos el pasado. Entonces también nuestra torturante nostalgia estará entera, el tiempo no existirá ya, la memoria y el amor serán todo uno, el cerebro y el sexo serán uno, y nosotros seremos como los ángeles."
El ala izquierda es un gran texto y, a la vez, un reto lector de altura. 

Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Solenoide

Disponible també la traducció al català:

L'ala esquerra. Encegador IMircea CartarescuEdicions del Periscopi, 2018
Traducció d'Antònia Escandell Tur

12 de septiembre de 2018

Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo

Hace exactamente diez años, el dia 12 de septiembre de 2008, moría, a los 46 años, David Foster Wallace,  al suicidarse en el garaje de su vivienda a causa de un transtorno depresivo que sufrió a lo largo de su vida adulta.

Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo.  David Lipsky. Ed. Pálido Fuego, 2017
Traducción de José Luis Amores
En el año 2010, David Lipsky, escritor -el escritor-promesa- de la misma generación que DFW -el escritor consagrado-, publicó la transcripción de las cintas en las que recogió la larga entrevista -cinco días y a todas horas, acompañando al escritor en la campaña de promoción de La broma infinita- que debía servir de guía para un artículo en Rolling Stone, que nunca llegó a publicarse. El interés del texto, al fin y al cabo una larga conversación que va saltando de tema en tema en función de la habilidad del entrevistador y, sobre todo, de la astucia del entrevistado, aparte de darnos a conocer la visión de Wallace acerca de los más variados temas y gustos personales, no necesariamente literarios, estriba en que, de forma fraccionaria y nada planificada, se puede extraer, de primera mano, todo el bagaje ético y estético que acarreaba el escritor y que, de forma aplicada, queda de manifiesto en sus ensayos y, por encima de todo, en su obra de ficción; además, claro está, de oir sin intermediarios la voz de uno de los escritores más influyentes del último medio siglo.

10 de septiembre de 2018

Stop-Time

Stop-Time. Frank Conroy. Libros del Asteroide, 2018
Introducción de Rodrigo Fresán. Traducción de Eduardo Jordà
"Mi fe en la consistencia del tiempo va debilitándose progresivamente. Empiezo a creer que el tiempo cronológico es una ilusión y que hay otro principio que organiza la  existencia. Mis recuerdos centellean como instantáneas de películas inconexas. De pronto me pregunto si estoy vivo. Sé que no estoy muerto, pero ¿estoy vivo? Examino mis recuerdos en busca de certidumbre, a la caza de signos de vida. Veo a alguien moviéndose. ¿Soy yo? Se me hincha el pecho."
Todo el mundo tiene recuerdos, y todos los evocamos por razones que, a menudo, no somos capaces de precisar. De entre todos esos motivos se hallan dos, menos opuestos de lo que parece: conceder estatuto de validez a la autoexigencia de redención -es decir, la confesión voluntaria de los pecados cometidos en el pasado y con respecto a los cuales no se pagó ninguna penitencia-; y por pura venganza, o lo que es lo mismo, para ajustar unas cuentas que quedaron pendientes en su día. 
"Los niños se hallan en la curiosa tesitura de estar obligados a hacer lo que se les pide, tanto si quieren como si no. Un niño sabe que tiene que hacer lo que se le ordena. Importa poco si la orden es justa o injusta, porque el niño carece de confianza en su capacidad para apreciar la diferencia. La justicia no es la misma cosa para los niños que para los adultos. Para un niño todas las órdenes son moralmente neutras."
Ambas razones, en manos de escritores contrastados, pueden ser literaturalizadas y dar lugar a textos excelentes, pero todo parece indicar que los escritos bajo la segunda motivación conllevan un añadido de calidad, aunque no demostrable, sí evidenciada por los ejemplos. En este segundo grupo es donde debería emplazarse Stop-Time (Stop-Time, 1967), las memorias de infancia y juventud del escritor neoyorquino Frank Conroy.
"Buscar la compasión en lo autobiográfico no es recomendable. Lo que hay que encontrar es la complicidad. Voy a confesar lo que creo que motivó la redacción de Stop-Time. No fue un "Oh, qué infancia tan dura la mía", sino un "Eh, jódanse todos". No lo vi entonces, pero sí lo vi con el paso de los años. Escribí Stop-Time para vengarme, para tomar revancha." Fragmento de la introducción de Rodrigo Fresán.
Unas memorias, pues, de acuerdo con Conroy, no pueden ser complacientes, ni difusas, ni ambivalentes sino concretas, honradas y, literariamente, expresadas sin ambages, mediante la destrucción de las máscaras con que el presente suele disfrazar al pasado; un relato de los hechos expresados no como sugiere el recuerdo sino tal y como sucedieron, retrocediendo y limpiándolos de todos los aditamentos -que suelen ser embellecedores- con que el tiempo los ha ido impregnando. No importa tanto la realidad como la verdad.
"Un adulto reconoce los problemas intrascendentes y procura superarlos atendiendo a sus preocupaciones más importantes o a sus objetivos en la vida: pasa de largo, como si dijéramos. Pero un niño no tiene más opción que tomarse al pie de la letra las experiencias inmediatas de la vida. No puede pasar de largo porque sencillamente está allí donde le ha tocado estar. Los niños sufren por un libro que no han devuelto a la biblioteca o por un contador del gas que se rompe por casualidad tanto como un adulto por el riesgo de ir a la cárcel."
Por supuesto, existen reglas que deben respetarse en ese proceso de memoria; una de ellas, tal vez la más relevante para que el procedimiento no quede viciado y cumpla con su función es la prohibición absoluta de recrear el pasado, de interpretarlo en función de lo aprendido con posterioridad -es decir, de lo vivido-, y de convertir el recuerdo en una ficción más digerible o más adaptada al presente.
"La tristeza me embargaba; una tristeza que yo no podía cuestionar; una tristeza tan profunda que para mí no podía surgir de la vida ni tener ningún origen que pudiera comprender, sino que se me había infiltrado desde el mismo aire, desde el universo, en el que yo no era más que una mota; una tristeza que no era una emoción, sino la conciencia de un vasto vacío. Con la cabeza entre las manos me miré los pies, sabiendo que en cualquier momento mi cuerpo empezaría a volatilizarse, desapareciendo progresivamente hasta hacerse invisible, como Robert Donat en El fantasma va al Oeste."
Uno de los efectos más perversos de esa revisita tiene que ver con las dimensiones. La impresión infantil del tamaño de los objetos o de los lugares desde el punto de vista de la medida del observador se redimensiona de acuerdo con su nueva magnitud de adulto; es cierto que la perspectiva se va adecuando a la realidad, pero esa visión contemporánea no puede sustituir a la impresión inicial, que es la verdadera. La misma norma debe aplicarse en relación con los hechos, ya que su importancia o irrelevancia son en función del tiempo en el que sucedieron -dimensión inicial; no convertir hechos extraordinarios en anécdotas intrascendentes-, no en su significado tras la reelaboración por medio de la edad o la experiencia. ¿De qué sirve calificar, desde la edad adulta, de irracionales hechos vividos en la niñez? ¿Acaso pueden desactivarse sus efectos años después? ¿Qué derecho tenemos para transformar las pesadillas en cuentos infantiles? ¿Cuál sería, si la tuviera, la utilidad de esa alteración?
"Volví a casa. Tras un arrebato de pánico, mi mente se desconectó. Pensar era muy peligroso. Si no pensaba, podía alcanzar una especie de invisibilidad interior. Sabía que el temor atraía al mal y que el ruido descontrolado de mi propia mente acabaría entregándome a las fuerzas que me amenazaban, del mismo modo que el chapoteo de un pez en aguas poco profundas atrae a las gaviotas. Intentaba mantenerme quieto, pero cada dos por tres el temor volvía a colarse en la conciencia y mi mente se ponía en movimiento, recolocándose como un hombre que intentase dormir en una posición muy incómoda. En esos momentos era cuando me sentía más vulnerable: abría por completo los ojos y aguzaba los oídos para captar el sonido del peligro que se acercaba."
Ajeno todavía al lenguaje de las metáforas, la experiencia del mundo, ese entorno exterior a uno mismo cuya percepción significa el primer trauma para la mente infantil, se adquiere por mimetismo, por conocimiento espontáneo, involuntario, azaroso, y la relación del sujeto con ese entorno se rige por una incomprensible pero asumida correspondencia de causa a efecto. Una de las consecuencias del paso a la adolescencia, aparte de la percepción del mundo como sujeto y no solo como objeto, es el peso progresivo que va adquiriendo la experiencia para modelar nuestra relación con aquel; es decir, el descubrimiento de que nuestros actos modifican nuestro entorno y que la futura relación con él será función, también, de nuestros hechos del pasado. La imposibilidad de manejarlo a nuestro arbitrio será la mecha que haga explotar el sentimiento más ligado a la adolescencia: la rebeldía.
"Sonó el timbre. Al instante se oyó la algarabía de miles de alumnos en el pasillo. Escuché distraído, disfrutando del privilegio de haberme podido escapar de la rutina. ¿Cómo explicar el placer que entrañaba oír la máquina funcionando a toda pastilla y librarse de ella? Me había saltado la clase y había subido las escaleras hasta llegar al rellano vacío que había encima de la última planta. Me había sentado con la espalda apoyada contra la puerta que llevaba a la azotea, escuchando los timbrazos, los gritos de los chicos en las escaleras de abajo y los vastos silencios cuando el centro de vaciaba. Un estado de ánimo olímpico."
La adolescencia conlleva también el descubrimiento del significado de dos circunstancias reservadas a los adultos: el futuro, y su inseparable consecuencia, la muerte.
"En la calle, llegado a no sé dónde, me arrebató el deseo. Quería vivir. Quería ver cosas bellas. O morirme. Quería algo que fuera definitivo, algo que fuera nítido, tan visible y tangible como morir o como salvar la vida de alguien o como ser besado por Jean Simmons. Por mis ojos empezaron a rodar lágrimas de rabia. Empezó a suceder algo muy raro. Primero lo sintió mi cuerpo: una repentina calidez, una sensación de que algo se estaba congregando, el sentimiento de estar poseído por poderes sobrenaturales, como si yo pudiera hacer que los coches aparcados se elevasen en el aire por el simple capricho de que eso sucediera. Y de repente una fuerza extraordinaria me arrastró: tenía una potencia inmensa que podía sacudir la tierra y que se ponía en funcionamiento como la inesperada segunda fase de ignición de un cohete que ya está en el aire."
Esa disonancia entre la propia vida y la existencia de lo desconocido, el hambre de experimentación y las posibilidades que abre la visión adulta del mundo convierten esa rebelión en razón de la supervivencia, y la materialización, cuando se rechaza el sometimiento, es la huida del mundo conocido, el ineluctable peregrinaje hacia el santuario de la edad adulta.
""He ganado. Lo he conseguido. Voy a empezar una nueva vida." Y era cierto. Haverford College iba a darme la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva, y eso era lo único que yo había deseado. Ser aceptado por una buena universidad significaba que podía destruir mi pasado. Tenía la impresión de haber recibido la orden de destruir mi pasado, un pasado que yo no entendía, un pasado que temía, y un pasado con el que había imaginado que debería cargar durante toda mi vida."
Conroy habla de la infancia con la espontaneidad de un chiquillo, pero también con la fiabilidad de un adulto. El resultado son unas Memorias inolvidables.
"No podía resistirme a la claridad del mundo que se percibía en los libros, esa forma increíblemente grata a través de la cual la vida se volvía densa y accesible. Los libros eran la realidad. Y yo no me había decidido aún sobre mi vida real, esa cosa confusa y soñolienta, amorfa y casi imperceptible, sin principio ni fin."
Calificación: ****/*****

3 de septiembre de 2018

La Gran Caída. Handke en España

La Gran Caída. Peter Handke. Alianza Editorial, 2014
Traducción de Carmen Gauger
"Las palabras, incluso las no pronunciadas, no son solo palabras."
Acostumbrados a la sumisión a nuestras insistentes rutinas, a dejar que los hechos sucedan de forma pasiva, casi inconscientemente, nos sorprendemos tanto cuando cambian algunos de los factores que las componen -una inapreciable variación temporal, por ejemplo, o que nos sorprendan en un lugar desconocido o distinto del que llevan aparejado- que la estupefacción que nos invade nos puede llevar a la conclusión de que el sujeto que percibe esas experiencias puede ser alguien distinto de nosotros mismos, un individuo que, expulsado de la cotidianidad, debe entablar una pugna inmediata para recuperar, desde un incierto pasado que advierte como ajeno, una coherencia histórica que ha perdido en aquel desplazamiento.
"Pero, según él, ya no había hechos que contar, y con hechos él no se refería a ese "conforme a un hecho verdadero", sino a revelación, ya fuese la revelación del rostro de una persona, como en los retratos fílmicos de Carl Theodor Dreyer, Robert Bresson, Maurice Pialat, John Ford, Satyajit Ray, o el manifestarse uno, el otro, uno más grande, el grande, en ti y en mí, o el mero manifestarse de un recién nacido en un moribundo, de un zapato vacío como metáfora de un mudo grito de muerte, de una cucharilla que cae de la mano, como metáfora de una caída mayor."
La conciencia, ese nivelador de la experiencia, adquiere todo el sentido de su existencia en adjudicar a un mismo individuo prácticas tan dispares como engendrar a un ser y asesinar a otro, atribuyéndose una ficción de unidad contraria al sentido común. ¿Cómo podemos estar seguros de ser agentes, a la vez, de acciones tan dispares? ¿Cuándo actuamos como una realidad evidente, cuando llevamos a cabo un hecho determinado o su contrario? ¿O tal vez en ninguno de los dos, y nos limitamos a ser unos patéticos actores que representamos un papel cuyo guión escribió un demente bajo los efectos de sustancias disgregadoras de la individualidad, que nosotros adaptamos a las circunstancias en función de los parámetros que nuestra limitada inteligencia es capaz de percibir?
"Oyó a alguien detrás de él. Una vara de madera crujió bajo las pisadas del otro. Pero ya antes de volverse, cayó en la cuenta: el ruido procedía de él. Y después no fue solo esa equivocación. Un helicóptero tableteaba, cerca y más cerca: la camisa al viento, al andar. Un crujido en la maleza venía de la pluma de su sombrero. Un árbol iba a derrumbarse: su bostezo. El gruñido de aquel perro invisible: su estómago. Un grupo de caminantes que muy lejos entonaban una canción a coro: él mismo, solo, sin darse cuenta, se había puesto a cantar, a tararear. Desde abajo, desde los helechos y hierbas altas, alguien le lanzaba un líquido a la cara: otra vez él, que, espontáneamente, al andar, había cogido entre los dedos la cáscara llamativamente hinchada de una balsamina."
Pero si asumimos ese desdoblamiento en el caso de incidentes extremos, ¿no deberíamos también aceptarlo para las acciones más cotidianas? ¿Somos el mismo individuo cuando nos recortamos la barba que cuando ponemos agua a calentar para prepararnos un café? O, ¿es el mismo ser el que aguanta un chaparrón a campo abierto que el que ve la tormenta desde la ventana?
"Pero ahora la huida no entraba en consideración. No era permisible. Y además, el hedor se podía evitar levantándose y doblando la cabeza sobre la nuca, con la nariz y los ojos dirigidos al cielo. Así ya no había mal olor, y si lo había, limitado a quien se dejaba caer al suelo. Arriba, en las alturas, un campo de nubes, como estrías en la arena a orillas de un mar; otro campo de nubes, como salpicaduras de espuma; un avión que en lo alto de los cielos surca las estelas, ya muy desflecadas, de un avión anterior, semejante a las que deja un barco en el mar. Y el águila seguía describiendo sus giros, también aquí entre los millones de personas. Era verano."
No es tanto un problema de identidad como de identidades: ¿dónde está escrito que debamos tener una sola? Las contradicciones, esos torpedos dirigidos a la línea de flotación de nuestra unicidad, no son incongruencias que destruyen una pretendida uniformidad, pero imposible, sino manifestaciones de una multiplicidad que nos enriquece y que, una vez asumidas, añaden otra cara a esa compleja figura geométrica en constante evolución y cambio. Es la ausencia de contradicciones lo que hace imposible e incomprensible la existencia de Dios; es con su concurso como el ser humano adquiere consistencia en su interior, por la capacidad psíquica de aceptarlas, y flexibilidad en su exterior, la disposición para doblarse sin romperse.
"Pensando en todos esos senderos didácticos de los bosques, con letreros y dibujos a cada paso que informan no solo sobre árboles y arbustos sino también sobre la naturaleza del suelo, sobre la procedencia de las piedras, sobre cómo surgieron las rocas, ideó un "sendero didáctico equivocado" que era más o menos así: también a cada paso habría, en ese sendero, muy a la vista, cosas tan parecidas a otras que a primera vista se las tendría que confundir con ellas [...].  ¿Y el sentido de tal sendero didáctico? La contemplación, detallada, del error, de lo erróneamente considerado digno de ser encontrado, del causante del error, del objeto del error, una vez descubierto el engaño."
Conocer a alguien es, pues, una pretensión inútil porque ese alguien es, en realidad, un ser multifacético, imprevisible, que nunca reaccionará de la forma esperada, y cuya libertad se verá coaccionada si se le exige que se comporte de acuerdo a unas expectativas preestablecidas. Se debería tratar a los demás, incluso -o especialmente- a los más allegados, como si fueran siempre perfectos desconocidos, esta sería la muestra máxima de respeto. La misma consideración, con más razón, se debería tener hacia uno mismo: pretender que alguien se conoce a la perfección es una ficción fatal que solo puede conllevar irremediables consecuencias. Deberíamos, una vez más, hacer como los actores y representar, ante cada nuevo desafío, el papel adecuado y actuar con la tranquilidad de poder deshacerse de la máscara, aunque sea para adoptar otra, en el momento en que uno desee.
"Uno o dos quisieron trabar conversación, hablaban sin esperar respuesta, y él escuchaba en silencio y seguía su camino. Al mirar de reojo hacia atrás, había inesperadamente niños y niños sentados en lo hondo de la hierba y formaban un corro, y él pensó: "Las flores del bien". Pero también estaban ya los matones entre ellos. Hitler, de niño, tiraba piedras a las cabras."
Como mundo encerrado en sí mismo, la falta de perspectiva aísla a la naturaleza salvaje del discurrir del tiempo y del mundo, la encierra en una jaula de cristales reflectantes en la que la ilusión de mirar más allá queda refrenada por el propio reflejo, que acentúa su reclusión y refuerza su autorreferencia. El único punto de vista válido es el que se obtiene en la linde, en la línea trazada por el hombre, allí donde empieza su desaparición, justo en el espacio anterior al de la muerte. Lo mismo sucede con los grandes asentamientos urbanos, no perceptibles en toda su extensión desde el interior sino desde sus límites, donde la ciudad pierde su nombre, desde el arrabal asentado en precario sobre las alturas que la circundan, en el límite con la naturaleza, cuya supervivencia depende, paradójicamente, de la resistencia que puedan ofrecer los suburbios a la expansión de la peste urbana.
"Cualquier ruido procedente del mundo de los hombres le hacía vociferar en contra. Era un vociferar por sufrimiento y más aún por indefensión. Indefenso, indefenso, indefenso. Y al mismo tiempo, por determinación propia, la única que aún podía tomar, iba saliendo del bosque y persiguiendo de estación en estación lo que le torturaba."
También el ser humano, ese actor pésimo, se define en los límites, en las instancias no previstas, en los miedos inevitables, en los desafíos repentinos; es decir, en aquella situaciones para las que no tiene un guión preparado, una experiencia traducible, un recuerdo rescatable; donde también pierde su nombre, donde no existe identidad alguna ni definición establecida. Solo allí es visible su naturaleza, la duda, el terror, la indefensión.
"Desviar la vista y seguir caminando sin respuesta a su saludo: allí no había nada que ver. Y al mismo tiempo cayó en la cuenta de que conocía al que estaba sentado en aquel banco y le miraba como si fuera transparente y no sólo allí. Eso lo supo al momento, con una claridad como solo se da en algo que uno jamás habría considerado posible. Ese extranjero, que estaba en un país extranjero, había sido una vez, en el país común a ambos, su vecino, su buen vecino. Casi un amigo. Un amigo. Con una exclamación se dio la vuelta hacia él, con la exclamación de su nombre: "¡Andreas!", el primer nombre de persona que ese día le venía al actor a los labios y a la mente. Para él, la mujer se llamaba desde el comienzo solo "la mujer", lo que entre hombres, en su tierra de origen, era, había sido, podría haber sido, una expresión de respeto; y su lejano hijo había sido ese día de hoy su hijo, o también solo "el hijo"."
En la antigüedad, y también ahora en la naturaleza, las guerras eran provocadas para ocupar un espacio y los beneficios de la victoria alcanzaban a todos los intervinientes: mejores pastos, bosques más productivos, mares más fecundos. En la actualidad, las guerras se entablan para conseguir  más tiempo, para adueñarse de los tiempos de vida del enemigo, para aniquilar su supervivencia con el espejismo de apropiarse de su futuro, de sus posibilidades, de sus expectativas, para sumar el tiempo que le fue concedido al nacer, ese bien inmaterial del que uno solo puede apropiarse robándolo, para añadirlo al propio y avanzar en la esperanza de una inalcanzable inmortalidad: almas a cambio de tiempo.
"Las palabras de Dios o de su oráculo pasarían, ¿o habían pasado ya? Desde cuándo? ¿Desde los genocidios? ¿Desde las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki? ¿O ya desde los millones de muertos de la Primera Guerra Mundial? ¿O antes aún? ¿Y con las palabras de Dios pasarían el cielo y la tierra, o habrían pasado hacía tiempo, la tierra había dejado de ser el mundo de Dios y de los hombres?"
El lugar que mejor reconocemos, en el que han transcurrido los instantes más numerosos o más importantes de nuestras vidas, puede ser también el lugar en el que nos sintamos más solos. Ni la identificación de las señales, viejas, ajadas, pero aún reconocibles, que marcaron como hitos nuestro pasado; ni el reencuentro con las personas a las que, en algún momento, nos sentimos ligados; ni los episodios que podemos recrear con la fidelidad máxima; pues todo ello hace referencia a un tiempo que ya no existe, puede aliviar nuestra condición de superviviente y el profundo sentimiento de soledad del tiempo presente. El pasado -un lugar peligroso en el que mandan los únicos hechos que no se pueden enmendar, los recuerdos-, como parece que dijo alguien, es un país que no se puede visitar de nuevo.
"Habría deseado menos luz para acercarse a la meta. Pero era una ciudad de las luces, y hasta en las calles laterales había una claridad de la que, eso pensaba él, "no había escapatoria posible". Había una claridad como si fuera de día, y sin embargo de modo muy distinto: en lugar del cielo en las alturas, ya a media altura solo tinieblas. Recordó la historia de aquellos habitantes de Schilda que creían poder llevar la luz del día con cubos o palas a las casas sin ventanas, y se imaginó una escena al revés, en la que, a paladas, fuesen transportadas las tinieblas a la excesiva claridad."
Si la literatura de ficción suele ser la narración de los hechos que ocurren en un lapso de tiempo determinado, Handke, cuyo análisis se resiste a esta catalogación tan general, sitúa su narración en el tiempo que transcurre entre dos hechos concretos, elaborando una narrativa volátil que no se deja aprisionar en la celda de los géneros; multifacética, con cambios de aspecto a cada momento en función del punto de observación en que se sitúa el autor; cambiante, alternando la relación de hechos con las inmersiones en la cabeza de los personajes; fronteriza, explorando los límites de los horizontes de sucesos para internarse en los intersticios entre las brechas de la realidad. Una literatura total, enraizada en el paisaje y focalizada en las experiencias, de las cuales los hechos son únicamente las manifestaciones externas.

La literatura de Handke es una literatura aferrada al paisaje, a la naturaleza. Cada piedra, cada árbol, cada flor, cada fruto, escriben sus líneas en párrafos que van desde la bravía hasta la domesticidad, desde la exuberancia en un pasado salvaje hasta la extinción en un futuro próximo; la rebeldía transformada en sumisión, pero también desde la persistencia, la lucha sorda y constante contra la extinción, hasta la pérdida del paisaje -por lo tanto, del lugar- por la acción insolente del autoproclamado rey de la creación, inconsciente de estar destruyendo el medio que le dio la vida.

Calificación: *****/*****


Handke y España. Alianza Editorial,  2017
Edición de Cecilia Dreymüller
"Al igual que mis otros paisajes del mundo, para mí, escucha bien, también la sierra de Gredos, de vez en cuando, cada vez que he estado aquí, a pesar de la historia y del tiempo de ahora, me ha parecido un ejemplo de una vida terrenal que es indevastable y que, si tal vez no una eternidad entera, sí que promete media eternidad."
El volumen, editado por la traductora, editora y crítica Cecilia Dreymüller, la handkeana más acérrima -tal vez junto a Eustaquio Barjau, pero este tiene menos mérito- de estos lares, ofrece una visión general de la relación entre el escritor austríaco y España, un lugar omnipresente en su obra. Recoge fragmentos de prosa inspirados o localizados en la geografía española; entrevistas relativas a los libros relacionados con este país más otra a su traductor Eustaquio Barjau; y, finalmente, algunos textos de escritores en castellano que reflexionan sobre su lectura particular de Handke y, en algunos casos, rastrean la influencia de la escritura del austríaco sobre su propia obra.

Un libro especialmente interesante para los lectores de Handke pero en el que los no lectores pueden encontrar una atrayente introducción a la obra del genial escritor austríaco.

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Los avispones
Notas de Lectura de La noche del Moldava
Notas de Lectura de Ensayo sobre el lugar silencioso
Fe de Lectura de Los hermosos días de Aranjuez
Notas de Lectura de Una vez más para Tucidides
Fe de Lectura de Lento en la sombra