25 de noviembre de 2024

Romola

 

Romola. Mary Ann Evans (George Eliot).
Manuscrito de la traducción de Mario Domínguez Parra. Inédita.

George Eliot, pseudónimo de la novelista inglesa Mary Ann Evans, es una de las escritoras del siglo XIX con una obra más consistente y más acreditada; a lo largo de su vida escribió relatos (Scenes of Clerical Life, 1857; Escenas de la vida parroquial, 2013), poesía (Self and Life, 1879),  no ficción (Silly Novels by Lady Novelists1856; Las novelas tontas de ciertas damas novelistas, 2012) y traducciones del alemán (Das Wesen des Christentums de Ludwig Feuerbach, 1854, o la Ética de Spinoza, 1856, publicada en 1982); pero el género que le ha valido el reconocimiento prácticamente unánime de la crítica literaria y de una parte significativa de compañeros de profesión es la novela: Middlemarch (1872, traducida al castellano en 2011) ha sido reconocida como una de las cumbres de la novelística inglesa de su siglo, pero diez años antes de su publicación se editó otra novela, también de largo aliento y, tal vez, de más compleja lectura que la anterior —ninguna de ambas podría considerarse una novela popular en el sentido que lo son las de Charles Dickens, por ejemplo—, titulada Romola (1863), de la que no existe ninguna traducción al castellano disponible; estas Notas de Lectura han tomado como fuente la traducción, hasta el momento inédita, de Mario Domínguez Parra.

Lectora reconocida de los grandes clásicos de la literatura occidental, Cervantes, Shakespeare, Dante, Chaucer, Ben Jonson, Thomas Fuller y Robert Burton, su obra ha sido elogiada por figuras tan dispares como Henry James, Anthony Trollope, Virginia Woolf —«Middlemarch es una de las pocas novelas inglesas escritas para adultos»—, Harold Bloom —«Eliot es la única novelista importante en la que la moralización constituye una virtud estética en lugar de un desastre» y calificando Middlemarch como, posiblemente, el «análisis más sutil de la imaginación moral jamás logrado en la ficción en prosa»— y sus colegas Martin Amis —«una novelista sin debilidades cuya importancia se renueva a cada generación»—o Julian Barnes —«Middlemarch es, probablemente, la mejor novela en lengua inglesa»—. En todo caso, ni Middlemarch ni Romola pueden calificarse de novelas victorianas —Charles Dickens, William Thackeray, Elizabeth Gaskell, las hermanas Brontë—; ambas pueden considerarse novelas avanzadas a su tiempo de una autora que, no solo literariamente, también fue una adelantada a su tiempo.

«Una viuda de cincuenta y cinco años, cuya satisfacción se ha extraído, en gran medida, de lo que piensa de su propia persona y de lo que cree que otros piensan de esta, requiere una gran inversión de imaginación para mantener sus ánimos optimistas. Y Monna Brigida había comenzado a albergar frecuentes conflictos con respecto a su acicalamiento. Si su alma prosperase mejor sin ellos, ¿realmente merecía la pena ponerse el colorete y las trenzas? Pero cuando levantaba el espejo de mano y veía un rostro cetrino de mejillas caídas y patas de gallo que no se iban a poder disimular con una sonrisa afectada en los labios…, cuando se hacía la raya en el pelo y lo dejaba caer, a la simple manera de una Piagnone, alrededor del rostro, su coraje se tambaleaba».

Romola es una novela histórica cuya acción transcurre en la ciudad de Florencia a finales del siglo XV, entre los años 1492 y 1498, dos fechas con explícita importancia histórica: el 8 de abril de 1492 fallece Lorenzo de Medici y el  23 de mayo de 1498 es ejecutado Girolamo Savonarola; ambos personajes forman parte del elenco de la novela —aunque Lorenzo de Medici en forma de sus partidarios—, junto con Ludovico Sforza, Alejandro Borgia, Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, Angelo Poliziano, Leon Battista Alberti, Nicolás Maquiavelo, algunos como personajes intervinientes en la acción, otros como presencia nominal por su importancia histórica. Junto con los protagonistas, numerosos hechos históricos puntúan el relato de ficción y lo dotan de verosimilitud; la propia autora comentó que su principal preocupación era la veracidad. De hecho, la novela abarca —no se divide: Romola es una unidad indivisible— dos escenarios, la historia de Florencia, con incursiones en primera persona de los protagonistas históricos, y la historia de Romola, y avanza a través de cuatro grandes episodios en la vida de la protagonista que tienen un reflejo —insistiré a lo largo de este artículo en ese planteamiento especular— en los hechos acaecidos en Florencia en el mismo período: la placentera y erudita vida de Romola con su padre y el propósito de la familia Medici y de sus partidarios de mantener el poder; la llegada de Tito Melema y el comienzo de las intrigas palaciegas por la sucesión de los Medici; el fracaso del matrimonio de Romola con Tito y la importancia creciente de Savonarola —que concluirá con el alistamiento de la protagonista en sus huestes—; y, finalmente, el propósito de cambio de vida de Romola y la condena del Frate.

Eliot no era una novelista al uso en su época; su estilo es exigente, incluso para el lector actual. Desde el principio, la tarea pedagógica del narrador se limita a aquellos acontecimientos acerca de los cuales los personajes no pueden dar razón directa, a comentarios que superan la duración de la trama y, naturalmente, a los pensamientos de los actores; para el resto, la autora sigue un método invariable, un ejemplo del cual es la descripción de la conmoción en la ciudad por la reciente muerte de Lorenzo de Medici: diversos compadres comentan los últimos hechos acaecidos en la ciudad y ofrecen al lector información fehaciente y de primera mano acerca del entorno histórico en el que se desenvolverá la acción: el poder de las familias antiguas, la ambición, la avaricia y la lascivia de la Iglesia; Eliot relata encuentros, conversaciones, que no forman parte de una trama aún oculta, para acercar al lector a un entorno al que debe ser introducido —entre otras razones porque ni el lugar, Florencia, ni la época, el siglo XV, son suficientemente conocidos para el lector inglés de novelas del XIX—, y lo hace intercalando breves descripciones, accesorias, con esas muestras de color local. Incluso la presentación de los personajes, desde su primera aparición, sigue un método parecido; es el caso de la presentación del extranjero Tito Melema, cuya situación de recién llegado podría asimilarse a la del lector, y que, sin llegar a tomar la voz narrativa, el relato de su deambular y de sus conversaciones facilitan a aquel la información necesaria para introducirlo en la trama; o la de Bardo de Bardi, el padre de Romola, un estudioso y erudito ciego, poseedor de vastos conocimientos  y de una magnífica biblioteca a la que acude con frecuencia con el auxilio de la vista de su hija, y que se lamenta por el hijo perdido tras haberse unido a la «errancia de los peregrinajes apropiados para hombres que no conocen un pasado más antiguo que el misal y el crucifijo».

«En una de estas casas de los Neri vivía, empero, un descendiente de los Bardi y de aquella rama que un siglo y medio antes se había convertido en condes de Vernio: un descendiente que había heredado el orgullo familiar y la energía de antaño, el antiguo amor por la preeminencia, el antiguo deseo de dejar una huella duradera de sus pasos sobre la tierra rauda, girante. Pero las pasiones familiares seguían viviendo en él bajo condiciones alteradas: este descendiente de los Bardi no era un hombre raudo en la guerra callejera; ni alguien a quien agradaba hacer de signor, que fortificaba baluartes y que reclamaba el derecho a colgar vasallos; ni un mercader y usurero de entusiasta atrevimiento, que se deleitaba en el generalato de los vastos proyectos comerciales: era un hombre de manos intensamente venadas, contraídas por los muchos manuscritos que había copiado, que tomaba cenas frugales y llevaba ropas deshilachadas, primero por elección y luego por necesidad; que se sentaba entre sus libros y sus fragmentos marmóreos del pasado y solo los veía a la luz de esos días más jóvenes, lejanos ya, que todavía brillaban en la memoria: era un erudito anciano, ciego, sin dinero, el Bardo de’ Bardi a quien Nello, el barbero, había prometido presentar al joven griego, Tito Melema».

Gracias a la influencia de Bardo, que ve en el extranjero a su hijo extraviado, Tito entra en contacto con algunos integrantes de la sociedad principal de Florencia; este contacto será decisivo para el desarrollo de dos de las subtramas que componen la trama principal.

«Uno de estos espectadores era Tito Melema. Brillante en medio de la brillantez, estaba sentado cabe la ventana de la habitación sobre la tienda de Nello, el codo derecho apoyado sobre la pañería roja que colgaba del alféizar y la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la mano derecha, que presionaba los rizos contra la oreja. Su rostro ostentaba esa viveza insípida, tan alejada de la excitabilidad como de la pesadez o la melancolía, que señala al compañero igualmente popular entre hombres y mujeres, el compañero que nunca es agresivo o ruidoso a causa de una vanidad inquieta o un humor animal excesivo, y cuya frente nunca se contrae a causa del resentimiento o la indignación».

Tito, debido a unos hechos del pasado que pueden condicionar su posicionamiento en la ciudad, se  enfrenta a un dilema moral, que le pondrá a prueba, que puede verse reflejado en cierto dilema que parece convocar también al narrador: por una parte, hace explícita, en sus intervenciones más fiscalizadoras, una idea de Tito como personaje de conducta intachable, mientras que en el relato de acontecimientos, donde parece mostrarse más neutral, las conductas de Tito descritas no siempre se corresponden con esa supuesta pulcritud del personaje. Debatiéndose entre Tessa, la aldeana que le dio un vaso de leche a su llegada a la ciudad, y Romola, Tito tiene noticias de su padre adoptivo: está preso en Antioquía y le pide ayuda para que lo libere, una noticia que le aboca a una nueva disyuntiva: quedarse en Florencia en compañía de Romola o partir, quién sabe por cuánto tiempo, en busca de Baldassarre. 

«Habiendo, en una ocasión, comenzado a justificar la reivindicación de Baldassarre, el pensamiento de Tito se mostró tan activo como un ácido virulento, abriéndose corrosivo camino a través de todos los tejidos del sentimiento. Su mente estaba desprovista de ese terror que ha sido erróneamente vislumbrado como si no hubiese nada más glorioso que el esmero animal de un hombre por su propia piel: ese sobrecogimiento de la Divina Némesis que los paganos religiosos sentían y, aunque hubiese adquirido una forma más positiva bajo el cristianismo, todavía la masa de la humanidad sentía simplemente como un miedo difuso a cualquier cosa que se denominase pecado. Semejante terror a lo invisible está tan por encima de la mera cobardía sensual que aniquilará esa cobardía; es el inicial reconocimiento de una ley moral que restringe el deseo y que verifica el escrutinio sólido, atrevido del pensamiento imperfecto en obligaciones cuya posesión de la santidad, en ausencia de sentimiento, no puede probarse. "Que es, a veces,", cantan las viejas Euménides, "el miedo provechoso: / centinela del alma, en ella mora / entronizado. Es útil la prudencia / que inspira la atrición. Porque, ¿quién, individuo, / o bien, ciudad, bajo este sol que alumbra / si no abriga un temor dentro del pecho / honrará a la Justicia?" Esa custodia puede resultar innecesaria; pero solo cuando toda ley externa haya resultado innecesaria, solo cuando el deber y el amor se hayan unido en una corriente y convertido en una fuerza común».

Las dudas religiosas que asaltaron a la autora, de las que derivaron un beligerante anticlericalismo y el posterior agnosticismo, se explicitan ampliamente mediante el conflicto entre Bardo y su hijo: ciencia contra fe, filosofía contra religión, amor terrenal contra amor divino, el vínculo familiar contra las visiones celestiales. El narrador reproduce un sermón de Savonarola, del que se diría descendiente el incendiario sermón de padre Mapple en Moby Dick, que es el resumen perfecto de su vision religiosa o, como dice el narrador, de «la complicidad simplista de Savonarola».

«Los misterios del carácter humano apenas se han presentado de manera más adecuada para verificar los juicios de la complicidad simplista que en Girolamo Savonarola; pero podemos otorgarle una veneración que no requiere que cerremos los ojos ante los hechos, si consideramos su vida como un drama en el que había grandes modificaciones reflexivas que acompañaban los cambios externos. Y hasta este período, cuando su acción más directa sobre los asuntos políticos solo acababa de comenzar, es probable que su imperiosa necesidad de dominio hubiese ardido indiscerniblemente en la intensa llama de su fervor por Dios y el hombre. Antaño era costumbre que, cuando se conducía a un buey al sacrificio a Júpiter, se pintara con tiza los rincones oscuros y se diera a la ofrenda un aspecto falso de blancura inmaculada. Lancemos lejos la tiza y digamos, con atrevimiento: la victima está poluta, pero no resulta inútil, por tanto, que su glorioso corazón se coloque sobre el ara de las más altas esperanzas de los hombres».
Aunque el mayor grado de animadversión hacia la religión y hacia lo que esta representa es la visión terrorífica, desde el punto de vista religioso, que Dino le cuenta a su hermana bajo la atenta vigilancia del mismo Savonarola —cuyas propuestas son censuradas y ridiculizadas por el círculo de clientes habituales del ilustrado barbero—, y el pernicioso efecto que su relato provoca en Romola.

«A pesar del pensamiento que estaba en proceso en Romola, que le decía que esa visión no era más que un sueño alimentado por recuerdos de juventud y convicciones ideales, un extraño sobrecogimiento se había apoderado de ella. Su mente no estaba lista para que unos caprichos enfermizos la asaltasen; tenía el intelecto vívido y la sana pasión humana, que están demasiado profundamente vivas en las constantes relaciones de las cosas como para tener cualquier anhelo mórbido que persiguiese lo excepcional. Empero, las imágenes de la visión que despreciaba le ponían los pelos de punta y la afligían, como los gritos dolorosos y crueles. Y era la primera vez que había sido testigo de la lucha con la muerte que se aproxima: su joven vida había sido sombría, pero no había sabido nada de las supremas necesidades humanas; ni un agudo sufrimiento, ni una pena que cortaba el corazón; y este hermano, que regresaba a ella en esta hora de agonía suprema, era como una aparición repentina, horrible, procedente de un mundo invisible. Los pálidos rostros de dolor en el fresco de la pared opuesta parecían haberse acercado para hacer compañía al pálido rostro sobre la cama».

En Florencia, llega Carlos VIII de Francia, camino de la toma de posesión de la corona de Nápoles; este hecho, nada neutral políticamente, sucede a la vez que el apogeo de Savonarola, tampoco por casualidad. Esa amenaza, de nuevo, tiene su reflejo en el microcosmos de la vida familiar de los protagonistas; después de la boda de Tito y Romola, entran en escena dos elementos desequilibrantes para él: uno, personificado por la boda fingida con la muchacha que le auxilió a su llegada a la ciudad; el otro, la aparición súbita de su padre adoptivo, a quien abandonó a su suerte cuando podía haberlo rescatado de su cautiverio.

Bardo muere y Romola echa en falta más atención por parte de Tito, cuya conducta con respecto a ella se disipa: la dependencia, inexcusable pero deseada, de su padre no es sucedida por la no menos deseada de Tito. Romola se siente decepcionada y la belleza de su alma carga esa decepción sobre sus propias espaldas, como si fuera un defecto de la incuestionable sumisión debida a su  marido. En ese momento, su mayor preocupación es cumplimentar el deseo de su padre respecto de la preservación de la unidad de su biblioteca.

La trama queda tendida entre el empeoramiento de la relación entre Romola y su marido y la razón última de ese empeoramiento, la amenaza que significa Baldassarre para Tito: «no estoy solo en el mundo; nunca estaré solo porque mi venganza está conmigo». La materialización de ese empeoramiento provoca el primer conflicto serio del matrimonio: violando el deseo de Bardo y el  propósito de Romola, Tito ha vendido la biblioteca de su suegro y su fondo de arte, lo que provoca el rechazo instantáneo y absoluto de su esposa.

«Romola había hecho una pausa y vuelto los ojos hacia él mientras lo veía tomar posiciones y meter la llave en su scarsella. Los ojos de ella destellaban y todo su cuerpo parecía estar poseído de una fuerza impetuosa que quería salir de un salto en forma de acción. Todo el dolor devastador de la decepción con respecto a su marido, que había constituido la parte más fuerte de su consciencia unos minutos atrás, fue aniquilado por la vehemencia de su indignación. No podía importarle en este momento que el hombre al que despreciaba mientras se inclinaba allí en su odiosa belleza… no le importaba que fuese su marido; solo podía sentir que lo despreciaba. El orgullo y la fiereza de la vieja sangre de los Bardi se habían despertado plenamente en ella por vez primera».

En ese juego de espejos omnipresente a lo largo de la novela, Florencia debate su futuro político y Romola el futuro de su vida matrimonial. 

«Los contenidos de la biblioteca no se empacaron y enviaron hasta tres semanas después. Y Romola, en lugar de cerrar los ojos y las orejas, había observado el proceso. El agotamiento, consecuencia de la emoción violenta, conviene para introducir un descreimiento onírico en la realidad de su causa; y por la tarde, cuando los trabajadores se habían ido, Romola cogía su lámpara de mano y caminaba lentamente por los alrededores, entre la confusión de la paja y las cajas de madera, parándose ante cada pedestal vacante, ante cada objeto famoso que yacía abatido, con una suerte de deseo amargo, para asegurarse de que existía una razón suficiente por la que su amor hubiese desaparecido y el mundo fuese un baldío para ella. Y, sin embargo, mientras llegaban las tardes, iba una y otra vez; no ya para asegurarse, sino porque esta vivificación del dolor y de la desesperación con respecto al recuerdo de su padre era la vida más fuerte que le quedaba a sus afectos. Sabía que los últimos paquetes iban a partir el veintitrés de diciembre. Corrió a la loggia, en la parte superior de la casa, para no perderse el último dolor agudo de ver las lentas ruedas moverse a lo largo del puente».
La única opción viable para Romola es escapar de su marido con el propósito de abrazar una vida independiente con la sola compañía de la erudición y el único empeño de rescatar el nombre de su padre del olvido; pero en el camino sucede un encuentro inesperado que rompe su decisión, la obliga a volver y, en contra de su propósito inicial, someterse a una voluntad superiorPor otra parte, toman preponderancia las intrigas por el control de Florencia, una vez desbancada definitivamente la familia Medici, entre dos bandos aspirantes enfrentados: los Piagnoni, el partido del pueblo, cristianos partidarios de Savonarola, y los Arrabbiati, el partido aristocrático, con nexos en Roma y Milán, enfrentado a Savonarola, una alianza con poderosas fuerzas extranjeras, entre las que destacaban el duque de Milán y el Papa, que se habían unido a la Liga Santa contra el rey de Francia y veían en Savonarola el principal obstáculo para que Florencia se uniera a ellos. Este enfrentamiento da pie al narrador para expresar, de nuevo, la visión crítica de la estrecha idea de la religión de Savonarola y de la religión en general, con mención especial a la inquisición, retrógrada y sectaria en su afán por prificar Florencia, y a la «La Hoguera de las Vanidades», la pira en la que deben quemarse los libros considerados perjudiciales para la nueva moral que se pretende instaurar, o incluso pecaminosos; un exceso de celo que conllevará la excomunión dictada por Alejandro VI, Rodrigo Borgia.

«Poco pensaba en los dogmas y se alejaba de la cercana reflexión sobre las profecías del Frate con respecto al inmediato flagelo y la regeneración que seguiría a continuación. Había sometido su mente a la de él y había entrado en contacto con la Iglesia, porque, de esta forma, había hallado una satisfacción inmediata a través de las necesidades morales, que toda la cultura y experiencia previas de su vida habían dejado en estado de inanición. La voz de Fra Girolamo había despertado en su mente una razón para vivir, separada del disfrute personal y del afecto personal; pero era una razón que parecía necesitar alimento, con fuerzas mayores de las que ella poseía en su interior, y su sumiso uso de todos los cargos de la Iglesia eran, simplemente, una observación y una espera, por si de alguna manera pudiesen presentarse nuevas fuerzas. El problema apremiante para Romola, justo por entonces, no era resolver asuntos controvertidos, sino mantener viva la llama de la emoción altruísta, por medio de la cual una vida de tristeza podría aún ser una vida de amor activo».

Después de una accidentada entrevista en la que Romola suplica el perdón para uno de los acusados de sedición, Savonarola queda desenmascarado y ella abandona su fielato. Esa ejecución, en cambio, es muy favorable a los intereses de Tito al impedir que su doble juega sea descubierto. Una vez consumada, Romola abandona Florencia tras darse cuenta de su error.

«Romola había perdido su confianza en Savonarola, había perdido ese fervor admirativo que la había convertido en una persona desatenta con respecto a las aberraciones de aquel, en una persona atenta solo a la grandiosa curva de su órbita. Y ahora que el sentimiento intenso por su padrino la había arrojado a la arena del antagonismo con el Frate, veía todos los detalles repulsivos e inconsistentes en sus enseñanzas con una lucidez dolorosa que exageraba sus proporciones. En la amargura de su decepción, ella dijo que su lucha por la renovación de la Iglesia y del mundo era una lucha por un mero nombre que no comunicaba más que el título de un libro: un nombre que había llegado a identificarse, prácticamente, con medidas que fortalecerían su propia posición en Florencia; es más, con acciones y palabras con frecuencia cuestionables, en aras de salvar su influencia del sufrimiento que sus propios errores causaron. Y esa reforma política, que antaño había creado un nuevo interés en su vida, parecía en ese momento reducirse a estratagemas de poco alcance para la seguridad de Florencia, en contradicción repugnante con las alternantes profesiones de ciega fe en la asistencia divina».

El Juicio de Dios propuesto por Savonarola —caminar sobre fuego sin quemarse; una opción ciertamente curiosa, viniendo del promotor de las Hogueras de las Vanidades— se convierte en el tema principal de las habladurías en Florencia. En opinión de mucha gente cultivada, Savonarola deja de ser un fanático sectario para convertirse en un tipo astuto y ambicioso. Este episodio del Juicio por el Fuego, de las dudas de Savonarola y de las escapatorias que están a su disposición sin que parezca que renuncia a sus ideales por cobardía o por falta de fe, es uno de los conflictos en que la narración, aunque la historia de esos acontecimientos y su desenlace sean sobradamente conocidos, alcanza la excelencia, con una inigualable combinación de los pensamientos del cura y los comentarios de los personajes, no solo de Tito, implicado directamente, sino también de las conversaciones, tomadas como a vuelapluma, de diversos conciudadanos sin más interés en el asunto que la mera curiosidad.

«Estamos hechos de tal manera, casi todos nosotros, que la falsa apariencia en la que hemos pensado con dolorosa cobardía cuando de antemano en nuestra soledad se ha impuesto sobre nosotros, como una necesidad, poseerá nuestros músculos y moverá nuestros labios como si nada, excepto eso, fuese fácil una vez hayamos estado bajo el estímulo de ojos y oídos expectantes. Y la fuerza de ese estímulo para Savonarola apenas puede medirse según la experiencia de vidas ordinarias. Quizá ningún hombre haya ejercido una influencia gloriosa en sus paisanos sin tener la innata necesidad de dominar y esta necesidad normalmente deviene más imperiosa en proporción al hecho de que las complicaciones de la vida hacen que el ego sea inseparable de un propósito que no es egoísta. De esta manera, llegó a ocurrir que, en el día del Juicio por medio del Fuego, la duplicidad, que es la apremiante tentación en toda trayectoria pública, ya sea como sacerdote, orador o estadista, estaba más fuertemente definida, en la consciencia de Savonarola, como la interpretación de un papel que en cualquier otro período de su vida. No luchaba contra el martirio inminente, sino contra la ruina inminente».

La inevitable tragedia que amenaza Florencia tiene su correspondencia, de nuevo, en el microcosmos familiar: una venganza antigua, no materializada, se concreta a través de un inopinado golpe de azar. El mismo golpe de azar que remunera con creces a quien ofrece su vida al servicio de los demás.

«La experiencia fue como un nuevo bautismo para Romola. En Florencia, las relaciones más simples de los seres humanos con sus congéneres habían sido complicadas para ella, con todos los vínculos especiales del matrimonio, el estado y la disciplina religiosa, y cuando todo ello hubo decepcionado su confianza, el impacto pareció haberla conmocionado, alejándola de la vida y aturdiendo su conmiseración. Pero en ese momento se dijo: "Fue una mera bajeza en mí el desear la muerte. Si todo lo demás es dudoso, este sufrimiento que puedo mitigar es cierto; si la gloria de la cruz es una ilusión, la pena es mucho más verdadera. Mientras tenga fuerzas en los brazos, los extenderé para los que se desvanecen; mientras la luz visite mis ojos, ellos verán a los desamparados"».

Si en Middlemarch, Eliot pone en escena toda su pericia literaria, en Romola, en cambio, publicada diez años antes, es la propia autora la que se refleja, Romola no deja de ser, una vez pasada por el filtro literario, un trasunto de la propia Eliot. Si Middlemarch, puede considerarse su testamento literario, Romola constituye, sin duda, su testamento intelectual.
«El único efecto de su vínculo matrimonial parecía ser la sofocante predominancia sobre ella de una naturaleza que despreciaba. Todos sus esfuerzos por la unión solo habían conseguido que su imposibilidad fuese más palpable y la relación se había convertido, para ella, en una degradante servidumbre. La ley era sagrada. Sí, pero la rebelión podría ser sagrada también. En su mente destelló el hecho de que el problema que se le presentaba era, esencialmente, el mismo que el que había recaído en Savonarola… el problema sobre dónde concluía la sacralidad de la obediencia y dónde comenzaba la sacralidad de la rebelión. Para ella, como para él, había llegado uno de esos momentos de la vida en los que el alma debía atreverse a actuar siguiendo su propia justificación, no solo sin una ley externa a la que apelar, sino también a pesar de una ley que no está desprovista de relámpagos divinos…, relámpagos que pueden aún caer si la justificación resulta ser falsa».

20 de noviembre de 2024

Tierra(s) del deseo: La Grande Beune o la escritura absoluta



Hoy se pone a la venta Los dos Beune (Les deux Beune, 2023), publicado por Editorial Anagrama con traducción de María Teresa Gallego Urrutia; al igual que sucede con la edición en francés, el volumen contiene dos textos: La grande Beune, publicada por la misma editorial con la misma traductora en 2012 con el título de El origen del mundo, retraducido ahora como El Beune Grande, y La petite Beune, El Beune Chico, inédita hasta hoy en castellano.

Por si algún lector está interesado en recordar y profundizar en el primero de los relatos, acompaño la traducción del artículo de Ivan Farron “Terre(s) Du Désir ‘La Grande Beune’ Ou l’écriture Absolue.” publicado originalmente en L’Esprit Créateur, vol. 42, no. 2, 2002, pp. 62–75.

Remito también a ese hipotético lector a las Notas de Lectura de El origen del mundo. La Grande Beune (http://jediscequejensens.blogspot.com/2023/05/el-origen-del-mundo-la-grande-beune.html) y a las de Les deux Beune (http://jediscequejensens.blogspot.com/2023/03/les-deux-beunes.html) publicadas con motivo de su aparición en francés.


Tierra(s) del deseo: La Grande Beune o la escritura absoluta


Ivan Farron


Desde la publicación de Vies minuscules¹ en 1984, y a pesar de contar con un público discreto, Pierre Michon ha sido reconocido por sus colegas como un escritor importante. En 1993, Verdier publicó la recopilación Compagnies de Pierre Michon, que incluía trabajos, entre otros, de Jean-Pierre Richard, Jacques Réda, Michel Deguy, Pierre Bergounioux, Christian Jambet, Pierre Pachet y Christian Bobin. La publicación de Vies minuscules y de Rimbaud le fils² en la colección «Folio», varias tesis en curso y algunas traducciones otorgan reconocimiento, a distintos niveles, a esa obra, que figura entre los más exigentes de la literatura francesa contemporánea.

Vies minuscules cuenta la historia de ocho vidas, la mayoría desgraciadas, que simbolizan a su manera la problemática del escritor, cuya autobiografía emerge en segundo plano. La campiña de la Creuse es mucho más que un telón de fondo para estas vidas empantanadas, a las que Michon confiere la dignidad de ser contadas, con la ayuda de una lengua clásica contrarrestada  por inflexiones primitivas: algo así como un Chateaubriand bufonesco. Conservando este sistema de narración poco convencional, los siguientes libros de Michon remiten al problema del origen del arte. ¿Por qué y cómo se empieza a escribir y a pintar? Vie de Joseph Roulin³, Maîtres et serviteurs, Le Roi du bois abordan la vida de algunos de los grandes pintores —entre los que se encuentran Van Gogh, Goya, Watteau—, la mayoría de las veces a través de la perspectiva de testimonios desconocidos: la de Joseph Roulin, el empleado de correos de Arles pintado por Van Gogh, o la de un abad melancólico, modelo de Gilles⁶. La disparidad que se mantiene en Vies minuscules entre la indignidad del referente y los remates de gran estilo permanece, pero con una inversión de términos: la lengua sobrecargada de Michon hace desaparecer lo indigno y lo innombrable de unas vidas ya promovidas al rango de mito. Lo mismo ocurre con Rimbaud (Rimbaud le fils), examinado a través de los ojos de sus impotentes rivales y comentaristas. En cuanto a Mythologies d'hiver, publicado en 1997, recurre a un archivo más amplio: las vidas aparentemente insignificantes de aficionados a la prehistoria, de predicadores medievales o de santos olvidados proporcionan al autor un material que se amplía sin cesar. La Grande Beune, publicada en 1995 (tras una primera aparición en la N.R.F. en 1988, con el título L'Origine du monde), es el primer intento de ficción pura de Pierre Michon. Como en toda su obra, la evocación de la provincia y de la tierra no se reduce a una especie de regionalismo literario. Con la ayuda de un lenguaje densamente poético y simbólico, las carencias y los deseos que pueblan este universo hacen expresa la existencia de un arcaísmo universal.

¿Un relato poético?


La trama de La Grande Beune es sutil, casi inexistente. En 1961, el narrador, de veinte años, es destinado a su primer puesto de profesor en Castelnau, un pueblo de la Dordoña cercano a las cuevas de Lascaux. Nada más llegar a esa remota provincia, se enamora perdidamente de Yvonne, la estanquera del pueblo y madre de uno de sus alumnos, Bernard. Al contrario de lo que sucedería en una intriga más tradicional, no intentará seducir a la Venus calipigia que le vende periódicos y cigarrillos. La narración se concentra, de hecho, únicamente en el deseo, transformando la insatisfacción en realización, mediante el señuelo de una ronca escansión «como el interminable pero agudamente cortado y modulado grito, lleno de lágrimas y deseos invencibles, que hace brotar de gargantas nocturnas, encadenadas, curiosamente libres, la palabra honey en el “blues”».

Las etapas que jalonan el trayecto del narrador no tienen nada que ver con la épica carrera de obstáculos, superada con más o menos éxito por ciertos héroes balzaquianos. La brevedad del libro, el carácter retrospectivo de su sistema narrativo, limitado esencialmente al rango pretérito imperfecto-pretérito perfecto, lo definirían más bien como un relato, en el sentido clásico del término: la relación de acontecimientos pasados en una forma despojada de lo novelesco. Pero las ochenta páginas de La Grande Beune se distinguen de un modelo del género como La Symphonie pastorale por su lenguaje poético, cuya alta tensión provoca el despliegue de significados múltiples. Unos significados que destacan por su aspecto autorreferencial. En efecto, este relato, que tiene el aire de una búsqueda iniciática, trata en realidad de la propia escritura: la «grande Beune» no es sólo el nombre de un curso de agua, sino también el oscuro origen del texto.

El aparente frustración del deseo esconde el desciframiento de un sentido oculto, sirviendo de pantalla a una búsqueda en la que el narrador es, a su pesar, el héroe, y cuyo objetivo le elude constantemente. Como ha escrito Jean Roudaut¹⁰, La Grande Beune no narra actos, sino que sigue un rastro. ¿Quizás el del surco de la escritura en busca de su propio origen, a la espera de una gracia¹¹ que le permita reencontrarlo? Pero esta gracia es ambigua, y la teología de Michon comporta una buena dosis de negatividad, que en algunos puntos la acerca al misticismo descaminado de Georges Bataille.

¿A qué género pertenece La Grande Beune? Ni verdadera novela, ni poema, a pesar de ciertos atributos de ambos, puede clasificarse a primera vista en la categoría, difícil de definir, de narrativa poética, tal como establece Jean-Yves Tadié en su ensayo del mismo nombre¹². Tadié sitúa la aparición del género en el cambio de siglo. En la estela del simbolismo y de los héroes decadentes de Huysmans, la narrativa poética se distancia de los grandes frescos naturalistas y celebra el yo, exaltándolo tanto más cuanto que ha perdido su soberbia. La narrativa poética compensa la relativa falta de argumento con el uso de una lengua al rojo vivo. Otras características del género son la importancia concedida a los sueños y los mitos, a menudo situados en un contexto contemporáneo —como en Nadja¹³ y Le Paysan de Paris¹⁴—, la dimensión simbólica de ciertos lugares, como el castillo y el bosque, y un vago contexto histórico que lo aleja de cualquier preocupación social o política. Estos criterios se reflejan en gran medida en La Grande Beune. Pero el primer proyecto de Michon era escribir un gran conjunto, titulado L'Origine du monde, como confesó en una entrevista concedida al Magazine littéraire en febrero de 1997:

«La Grande Beune es casi una novela. En cualquier caso, fue recibida como tal. El proyecto inicial era mucho más extenso, bajo el título L'Origine du monde, en referencia a Courbet y al deseo masivo de mi estanquera, que es el corazón de la historia, si se me permite decirlo, o su vientre, y también porque se habla mucho de prehistoria, de arcaísmos. Pero con todo el revuelo que se ha armado estos últimos años en torno al cuadro de Courbet, me he visto obligado a suprimir el título. Para volver a la «novela»: La Grande Beune, el centenar de páginas que se han publicado, representan apenas un tercio de lo que escribí. Porque los otros dos tercios que no se publicaron, los dos tercios restantes, eran dos tercios sobrantes. De hecho, era toda una novela que estaba fabricada, planificada, atada y necesariamente amañada, ya que tendía a la arbitrariedad de una forma bastante manida: la del pequeño objeto de trescientas páginas que al público le gusta llamar novela. Lo único que valía la pena publicar era lo que se publicó: el deseo loco e indefinido de un hombre muy joven por una bella dama, deseo que yo mismo sentí durante cien páginas. Después, tenía que haber acción, posesión o renuncia, fornicación o muerte, vueltas y revueltas, como suele decirse, todos esos acontecimientos tan relativos y arbitrarios en los que la novela pierde por el camino el potencial energético de la prosa»¹⁵.

Esta postura exigente, preocupada por los universales (el deseo loco y sin salida, el potencial energético de la prosa) en detrimento de las muy contingentes marquesas que salen a las cinco de la tarde¹⁶, se ha convertido ya en clásica. Es la del escritor moderno, que cultiva la fantasía flaubertiana del libro perfecto a pesar de ser consciente hasta la neurosis de las paradojas de su empeño.

La obra de Michon aborda directa o indirectamente estas cuestiones, creando algo nuevo a partir de formas antiguas. Pero estos problemas, debatidos desde la época de los románticos alemanes, parecen una letanía antigua para muchos de nuestros contemporáneos. La Grande Beune pertenece, pues, a un género que podemos definir, provisionalmente, como la variante actual de la narrativa poética¹⁷. Se caracteriza, en particular, por su nostalgia del tema en una época en la que la constatación de su muerte se ha convertido en un lugar común en todos los manuales escolares, y también por su angustiosa preocupación por mantener la prolongada vacilación entre el sonido y el sentido tan cara a la poética de Valéry. La tentación de retroceder en el tiempo, que no excluye una lúcida ironía, es flagrante cuando el narrador evoca el recuerdo de los maestros republicanos que «a pesar de Verdún y de la niebla eslovaca, [...] seguían de todos modos, [...] poniendo grandes nombres en pequeñas piedras». Aquí, la escritura se pone en abyme, designando su proyecto a través de la metáfora caligráfica.

A pesar de la reivindicación de su carácter ficticio, La Grande Beune no se aparta de las demás tentativas de Michon. No supone una ruptura con sus otros libros, como Vies minuscules, Mythologies d'hiver o las «vidas de artistas»¹⁸, en los que se basa en los registros históricos. Su proyecto parte de la misma premisa, y desemboca en el mismo callejón sin salida.

El mito de lo cotidiano


Desde las primeras líneas del relato, a pesar de su precisa ambientación espacio-temporal («Entre Les Martres y Saint-Amand-le-Petit, está el pueblo de Castelnau, en la Grande Beune. Fue en Castelnau donde me destinaron en 1961»), La Grande Beune se aparta de la novela tradicional. Bajo la lluvia, el narrador llega en autobús a Castelnau. Este personaje, que no tiene nombre de pila, es una forma vacía. Todo lo que sabemos de él a medida que leemos sólo tiene sentido en relación con el relato mítico del que ejerce como narrador. Sus veinte años, su amor por Yvonne y su oficio de profesor le convierten en testigo, convierten en paradigma la figura del escriba dentro de un sistema de valores creado por el propio texto. Ese narrador, por tanto, sólo está ahí para ver y dar testimonio, una mera persona gramatical, receptáculo de múltiples experiencias cuyo sentido se le escapa.

Desde el principio, es un testigo incompleto: cuando llega, su visión está nublada por la lluvia y su desconocimiento del lugar. Pero el topos del joven que llega bajo la lluvia a una ciudad de provincias¹⁹ se transforma. En lugar de enfrentarse a Castelnau y a sus habitantes, se ve reducido a ser un espectador pasivo pero fascinado de un mundo congelado en su arcaísmo. La imposibilidad de aprehender este universo inmóvil queda subrayada por la figura de la lluvia, acompañada generalmente de su corolario, la niebla. Un aguacero ininterrumpido —que se evoca en cada referencia al calendario—  es retransmitido a partir de septiembre por la crecida del Beune, un brazo del Vézère que atraviesa Castelnau y da título al libro. Es la lluvia la que impide al narrador distinguir a sus jóvenes alumnos:

«Me habían dado la clase de los pequeños, no la de los más pequeños, sino el curso elemental; era  muchos cuerpecitos iguales; aprendía a nombrarlos, a reconocerlos, corriendo bajo la lluvia hacia el agujero ventoso del patio cubierto durante los recreos, mientras yo, desde las ventanas altas, los miraba y luego, de repente, dejaba de verlos, encogidos bajo un alero, detrás del cuerpo múltiple de la lluvia y su galope desenfadado»²⁰.


Al principio del relato, el mundo sensible disimula, al igual que ese inquietante zorro disecado de la posada que «te contemplaba, su aguda cabeza vuelta violentamente hacia ti, pero su cuerpo corría por la pared, huyendo». El ocultamiento de lo visible tras sus secretos lleva al observador a preferir una realidad soñada, que es también lo que hace el pequeño Bernard: «Y como yo, levantando la nariz entre dos restas, dos párrafos, miraba esta hartura a través de las ventanas, tras la lluvia que cubre el mundo sólo para dejarnos ver en su lugar nuestros sueños, la saciedad de nuestros sueños tras esta cortina gris donde todo está permitido».

El oído y el olfato corroboran la visión: el narrador percibe «olores de colillas, de toneles, de salitre», oye el «habla ruda» de los pescadores, a los que teme que le asalten «a bordo de la barca de mala muerte de la vida adulta». Mediante una sobreabundancia de significantes poéticos, el texto transmuta la banalidad provinciana en una segunda realidad que apela al inconsciente del lector.

Estos elementos son traspuestos a un plano mítico gracias a un sistema de referencias literarias, apoyado por la tematización del descenso, tanto espacial como temporal. Castelnau, donde «los autobuses [...] te dejan [...] muy tarde, al final del recorrido», se compara con los círculos del Infierno de Dante («A Castelnau me destinaron en 1961: supongo que también dan destino a los demonios en los Círculos de las profundiades»²¹). En un momento de reflexión retrospectiva —el único del libro—, el narrador asimila toda su vida a esta caída infernal («Todavía no había caído del todo»). En esta observación hay más de lo que parece. Para ser un testigo creíble, el personaje de Michon tiene que ser un fracasado, es decir, un minúsculo.

Dante es en seguida relevado por Virgilio y el episodio de la Sibila de Cumas, ambientado en el sexto canto de La Eneida. La guardiana del umbral de los infiernos, la precursora que advierte a Eneas de lo que le espera en su viaje, está representada aquí por la figura de Hélène, la dueña de la posada de misteriosa sonrisa. La posada «eterna» con sus inmemoriales «pâtés de mosquetero» arrastra al narrador a un aterrador «pasado indefinido» que limita su horizonte temporal a la duración cíclica marcada por el ritmo de las estaciones y el calendario escolar. El sueño desrealiza el espacio al tiempo que le confiere nuevos significados («[...] me encontraba [...] al final de la Dordoña, es decir, en ninguna parte, en Valaquia»).

La connotación regresiva de este espacio-tiempo se ve apuntalada por las imágenes acuáticas y cavernosas, ya cargadas de violencia y erotismo mucho antes de la aparición de Yvonne. Bajo la posada, «en el borde del acantilado» se encuentra el «agujero» de la Beune. Los grandes peces capturados allí por los «granujas valacos, antiguos como los fabliaux» son escamados en barreños en la sala de la posada. En este universo cerrado, un dispositivo vertical invierte los valores de arriba y abajo. Por ejemplo, un zorro disecado muerto «reina» sobre Hélène, animal al que más tarde se referirá como «un cánido, el traidor de las viejas cosmogonías». En el episodio de la cueva, en el quinto capítulo, el narrador, «más bajo que los muertos», tiene la impresión de que el «miasma universal» sopla sobre él, y la luna vigila «como un gran cuchillo» el sueño repleto de pesadillas de Bernard. La dinámica de la narración es esencialmente un viaje que conduce a algunos encuentros, aunque la experiencia del narrador se limite la mayoría de las veces a una travesía solitaria de sí mismo y de su deseo. Otros lugares de la narración alimentan este descenso onírico hacia lo arcaico. Las ventanas actúan a menudo como pantallas mediadoras entre el sujeto y los objetos de su búsqueda. Por ejemplo, la escuela dispone de una vitrina donde los barbudos profesores anteriores a Auschwitz han archivado utensilios prehistóricos. A estas herramientas, bautizadas con nombres de peces, de árboles y de pájaros, «a las que pusieron los nombres de aldeas perdidas y que, a cambio, cargaron a esas aldeas con montañas de edades, excavaron por debajo infinitas catacumbas, más antiguas que Micenas, más antiguas que Menfis (...)».

Es también desde de las ventanas de su habitación donde el narrador contempla el gran agujero negro de la Beune. En otro dormitorio, el pequeño Bernard duerme acurrucado junto a su madre y oye la llamada de los zorros en sueños similares a los del narrador. Tras su encuentro con Yvonne, la posada Chez Hélène se convierte en un lugar de fantasía erótica:

«Me imaginaba, en la sala color sangre de toro que olía a colillas, a tonel, a salitre, que se habían ido todos los bebedores hacia la noche oscura a la que nadie se resiste, y la estanquera, sucumbiendo en el acto a aquella llamada, se sentaba en la cama y se echaba por los hombros la gabardina para acudir, torciéndose los tobillos con los tacones altos, la reina, entraba como el viento, se abría la gabardina com ambas manos trémulas y, sólo a disposición mía bajo la mirada reflexiva de Hélène, detrás de la barra, arrojada desnuda sobre las mesas manchadas, sobre el billar automático apagado (…). Yo le sacaba las tripas».


Entre esos lugares propicios para desencadenar un sueño relacionado con el origen, se revelará también la cueva, con sus «bisontes redondos y esas mujeres espantosas de la misma época llamadas Venus»; o también esos numerosos agujeros excavados por el agua en la piedra caliza, pretexto para una evocación de la trashumancia de los renos, cazados por «hombres con hacha».

Madres e hijos

Antes de ser reinvestido en lugares concretos, lo arcaico se encuentra primero en el sujeto y se relaciona con el deseo materno. La ensoñación del narrador parece estar impulsada inconscientemente por un deseo regresivo de fundirse con su madre. La sedimentación de la geografía y la evocación de la prehistoria forman parte de esta nostalgia, como recuerda la cita de Platónov que abre el libro: «La tierra dormía desnuda y brusca, como una madre a la que se le hubiera caído la manta». El acceso directo al cuerpo de la madre se consigue ocultando el asesinato del padre. El narrador nunca se erige en rival de Jeanjean, el amante de Yvonne, contentándose con poseer a la Venus calipigia en sueños.

Como en Vies minuscules, las figuras paternas están ausentes de La Grande Beune. El pequeño Bernard, unido al narrador por una curiosa relación gemelar, nunca ve a su padre, que trabaja «en el más allá, es decir, en un supermercado de Périgueux». En ausencia de su padre, este niño sagaz y callado tiene a su madre toda para él, aunque este conocimiento se detenga en «límites firmes y confusos, más arriba de las medias». Del mismo modo, la posada, crisol de analogías inagotables, es una «caverna con sus madres, sus hijos, sus compañeros de tractor de cuyas libaciones surgen hermanos y su suma calipigia allí importunada, metiendo la cintura, prestando a todo aquello meta y pasión, desmedida, invisible, mientras los padres cazan en el más allá». Como el narrador en su deseo angustiado, goza de una plenitud, invencible y dolorosa a la vez por su carácter incompleto, que forma parte de un paraíso preedípico. Esta carencia denota una ausencia insuperable, pero puede invertirse en una especie de plenitud negativa, como explicó el propio autor en una entrevista concedida a la revista Lire en diciembre de 1998:

«Un padre ausente proporciona la experiencia de la plenitud. La ley no está. Jacques Lacan decía: “El bien soberano no está, la madre está prohibida”. Pues bien, cuando el padre se va, la madre ya no está prohibida, nada interfiere entre tú y ella. Tal vez sea esta experiencia de plenitud lo que intento reconstruir cuando escribo»²².

Sólo la escritura puede aspirar a alcanzar el «bien soberano» inaccesible en la vida real, aunque la violencia que la habita marque este paraíso original como irremediablemente perdido.

Las estrellas y la cuchilla

Yvonne es la figura en torno a la cual se despliega la esencia del deseo insatisfecho. El narrador mira las postales del expositor giratorio del estanco, se detiene en la imagen de un jesuita local, torturado por los chinos en el siglo XVII, antes de convertirse a su vez en el testigo petrificado («mártir» en griego significa «testigo») de la aparición de Yvonne. Esta escena de la primera visión es también una fina pieza retórica:

«No creo en las bellezas que se van revelando poco a poco, a poco que nos las inventemos; solo me importan las apariciones. Esta me puso al instante pensamientos abominables en la sangre. Decir que era un bocado soberbio es poco. Era alta y blanca, era leche. Era amplio y copioso como las huriés en las Alturas; anchuroso, pero estrangulado, con la cintura apretada; si los animales tienen una mirada que no desmiente sus cuerpos, era un animal […]».


La alianza del tormento y de la visión extática, de lo divino y de lo bestial (el bello pedazo, la bestia), instaura una teología pagana cuya dialéctica, reproducida admirablemente en el texto por la elección de las antítesis, debe sin embargo mucho a la doctrina católica. Sólo la carne miserable puede transfigurarse («La gran calipigia es una pobre mujer») y dispensar una gracia fulminante en esta visión donde «el amor que mueve las estrellas» (otra vez Dante) levanta el vuelo gracias a la compra trivial de un paquete de cigarrillos. Las estrellas del amor vislumbradas por el amante-mártir están «clavadas» en el cielo e implican «la cuchilla gigante sobre la pequeña conjunción de los dos sexos» (sexo proviene del latín secare, cortar). Pero estas estrellas son también inaccesibles, como la mujer amada, depositaria de su secreto, incluso para quien la posee. De nuevo a través de la confrontación de antítesis, el narrador subraya la imposibilidad combinada de describir y conocer verdaderamente el cuerpo deseado: «Aquel rostro regio iba desnudo como un vientre; y, en él,  esos ojos muy claros que tienen, milagrosamente, las morenas de piel blanca, esa índole rubia secreta bajo el pelo de ala de cuervo, ese enigma que nada, si por azar posees a esas mujeres, ni los vestidos remangados ni los gritos, resuelve».

Como en Vies minuscules, donde los amuletos eran los encargados de conferir una hipotética plenitud a la ausencia de los muertos, los atributos de Yvonne son fetichizados por el narrador. Sus pendientes baratos se convierten en «lentejuelas de oro» y los paquetes de cigarrillos la «aureolan» detrás del mostrador. Esta metonimia generalizada se repite en la descripción del paisaje. El narrador sigue a Yvonne a través del bosque, sin saber de antemano que va a encontrarse allí con su amante Jeanjean. La escritura transforma este marco banal en un blasón para el cuerpo de Yvonne cuando, a la salida de Castelnau, el amante-mártir asciende hacia su «pequeño Gólgota», el bosque: «En el límite del bosque, subía a veces abruptamente, y había escondrijos tras las laderas de pedregal, valles donde no se veía nada más que el cielo, descansillos secretos bajo las hayas».

Desde las alturas, el narrador vislumbra el Beune: «Lo vi abajo fluir hacia su agujero, aguas sucias bajo un cielo sucio donde desovaban peces invisibles, los ojos muy abiertos y apagados; qué hermoso era este mundo, sin embargo, donde las medias de nylon podían llenar mi mente, desnudarla desnudando una carne soñada».

Las antítesis frío/calor completan esta oposición vertical en la descripción de los campos inundados de los que emergen mechones de juncos al acercarse el invierno, transformando el mundo en «un nylon helado, un acabado fabuloso bajo el que palpitaba, no sabía dónde, una carne hirviente que tenía que agarrar, que tenía que quemar». La escala de temperaturas pasa aquí sin solución de continuidad de la tibieza uterina de los lugares cerrados (la posada y la cueva) a un frío que agudiza la percepción y da toda la importancia al calor de los cuerpos.

Incluso a la manera pasiva del voyeur, el intercambio amoroso no está desprovisto de elementos sadomasoquistas. El narrador queda traspasado por las apariciones de Yvonne, que casi simultáneamente le hacen «sofocarse de brutalidad» y extienden su deseo al mundo entero, asimilado con «la carne blanca, un hermoso bocado». Pero estas relaciones están sujetas a inversión. La verdugo Yvonne es también la víctima voluntaria de su amante. Delante de Jean-jean —y del narrador, al que mira un poco más tarde «como nunca lo había hecho antes», incluyéndolo a su pesar en el intercambio—, Yvonne se compara a su vez con el mártir de la postal. Ante la «Mano inefable», ella tiene «esta llamada en los ojos, [...] como las mujeres en misa [...] una sumisión deliciosa y un vano estremecimiento de revuelta, aún más delicioso».

Una escena posterior revela la cicatriz en su cuello causada por el látigo de Jean-jean. En esta ocasión, el bosque es atravesado por niños que transportan los restos de un zorro, en virtud de  un antiguo rito que una inquietante Yvonne explica al sofocado narrador, convertido en «un árbol». Esta violencia, cercana al reino animal (Yvonne es comparada con una loba) y al reino vegetal, nos remite a la insaciable crudeza del deseo a través de la cual la escritura despliega estos esplendores: la cicatriz de Yvonne es «escritura absoluta».

Un mundo de intercambios

Los personajes de La Grande Beune constituyen personificaciones del mito más que personas reales, aunque nunca dan la impresión de ser incorpóreos. El relato teje varias redes de intercambios que desatan la violencia y la rivalidad, las canalizan en una sociabilidad con roles muy sutilmente establecidos, a pesar de su aparente arcaísmo, resumido por las metáforas de «moneda» y «dominio». Ya se trate de Yvonne y de las diversas relaciones que la unen al narrador («Así que entre ella y yo había una mediación distinta de los cigarrillos y del fabuloso aturdimiento que me producía el bosque en el que aparecía, una moneda distinta de estos encuentros trucados, furiosos, corteses; era esta niña») o de las relaciones entre los hombres de Castelnau, lo que está en juego tiene que ver con la correcta circulación de lo simbólico. Por su tendencia a evitar el conflicto, lo simbólico forma parte de la tendencia precipitada del conjunto.

Sin embargo, las divisiones son inevitables, como la de los sexos, muy similar a la de Vies minuscules. Las mujeres, ligadas a la tierra por su papel de madres, son todas figuras de generosidad. Hélène, la guardiana del umbral, está radiante, a pesar de su «carne muerta». Esta aura negativa impide cualquier rivalidad real con Yvonne, pero no la condena a una morosa inexistencia. Su carne resucita en la de su hijo, Jean, que tiene una halagadora reputación como «el mejor pescador del cantón, quizá del departamento». La novia del narrador, Mado, eclipsada por el atractivo de la  estanquera, sufre y sólo es una figura secundaria en la historia. En cuanto a Yvonne, reparte sus dones con desigual munificencia, pero satisface sin embargo a todos los hombres del pueblo, a los que regala «su sonrisa y la calidez de su voz», haciéndoles «posar en su vientre» un deseo compartido a lo largo de los siglos con «los habitantes de las cavernas que habían experimentado el deseo en los bosques». Si las imágenes de la «miel negra» y la aún más cruda de las «grosellas negras hinchadas en la horchata» están reservadas a sus relaciones amorosas con Jeanjean, Yvonne transforma las manos del narrador, ahora suyas por un milagro de transubstanciación poética, en instrumentos de dicha indecible:

«No atravesaban a Jean-Gabriel Perboyre flechas más abrasadoras, ni estaba él más caído contra su tocón de árbol que yo contra el mío, dándome gusto con manos que ya no eran yo, que eran de ella: los deleites con los que me colmó, que me dio ella en persona, desde luego, en cierto sentido, pues estoy seguro de que sucedía a sabiendas suyas, son los más virulentos que hayan cruzado nunca por mí».


La población infantil constituye un pueblo maravilloso cuyos detalles interesan poco a la narración, Bernard aparte. Directamente salidos de los cuentos de hadas, intercesores entre el presente y el mito antiguo y sus lados más oscuros, como en el episodio del zorro, los niños forman un «ejército de enanos». Más depositarios de magia que individuos reales, se resumen en sus atributos: «capuchas» o «coletitas». Bernard actúa como un «mediador» suplementario entre el narrador e Yvonne. Aunque amado por su madre, es para ella una «carne supernumeraria», inútil para su propio resplandor. El narrador le persigue sádicamente, lo que no es casual, ya que —la geminidad obliga— él y Bernard son rivales en esta escala simbólica de los valores.

A veces más allá de la muerte, los demás protagonistas masculinos comparten los atractivos del mundo sensible sin rivalidades notables. Al contrario que las mujeres, guardianas inmutables e intemporales de las leyes de la filiación, los hombres son eternos hijos perdidos en la contemplación de un sueño arcaico de prensión, que los sitúa en el bando de los transgresores. Jean el pescador y Jeanjean, en dominios distintos, acechan la misma presa imposible. Esta analogía permite la amistad en un modo dialéctico de estima mutua, expresada por la metáfora del «reinado»:

«Cada uno vio en la cabeza del otro la pluma invisible del sachem que permite escabullirse por las rendijas de la ley. Y aunque cada uno no se esforzaba por ensanchar la misma malla de la red, no pasaba por el mismo agujero, aunque sus imperios eran muy diferentes, o tal vez porque eran muy diferentes, uno no se escandalizaba del reinado del otro: así podían ser amigos, es decir, que indiscutiblemente se desafiaban y se perdonaban, que la envidia y el respeto compartían sus corazones, y que el respeto ganaba por un pelo»²³.

El «perfil delgado y afilado» de Jean el pescador es una «pura ausencia», que reduce a este personaje a su sueño ahabiano de pesca milagrosa. En la cueva sobre la que «reina» el otro Jean, desovan en la oscuridad «peces albi-nos, desde hace milenios». Al igual que la captura de mujeres, la captura de carpas implica un ascenso de la oscuridad a la luz, devolviendo siempre al pescador a la fantasía de una futura captura, un hipotético «gran esturión». La gracia pescadora es también femenina, inseparable de la indignidad que la alimenta. Si la gran calipigia sólo puede ser una pobre mujer, la carnosa suavidad de la carpa procede del fango que la llena.

El sueño del pescador se corresponde con el de Jeanjean, que tiene la difícil tarea de poseer a Yvonne y custodiar la cueva prehistórica. Estos dos dominios pertenecen al mismo reino inaccesible: «(...) lo que le contentaba y bailaba en su mirada, (...) muy lejos de él, desprendido».

El empeño soñador de captar un misterio inasible ligado a los orígenes caracteriza también a varias figuras del pasado. Los maestros perigordinos buscadores de huesos de la Ill République intentan demostrar que «el hombre no nació de Adán», y los «corazones solitarios» prehistóricos dibujan animales en las paredes de las cavernas, practicando estas «artes» danzando también «delante de la despensa para sacudirle las puertas y que se abran de par en par revelando maravillas». La imaginación erótica del narrador le equipara con la tentativa artística de estos —y, más discretamente, con el escritor—, mientras que su función le convierte en rival de los antiguos maestros de escuela, aunque éstos le absuelvan en virtud del deseo que ellos mismos sentían de «muslos más gruesos bajo las crinolinas».

La escritura absoluta 


El arte es, así, una de las figuras del deseo, encargada desde un punto de vista erótico de captar la verdad secreta oculta tras las apariencias. La metáfora de la escritura recorre La Grande Beune. El acto de escribir se pone a menudo en abyme, designándose a sí mismo como una escansión piadosa, en la imagen de los «grandes borrones» trazados «sobre la madera blanca» por los alumnos del narrador. Pero ciertos episodios ponen en duda la validez del intento, como la evocación de los profesores del Périgord clasificando objetos prehistóricos:

«[…] de ahí venía lo de la vitrina, como lo atestiguaban las etiquetas pegadas en todos los objetos, en que habían caligrafiado denominaciones científicas con la letra de mano primorosa característica de aquellos tiempos, la primorosa letra vanidosa y vana, redonda, recargada, ferviente, que compartían entonces los ingenuos y los modestos de ambos bandos, los que creían en las Excrituras y los que creían en el porvenir de los hombres.»


La lúcida nostalgia del narrador subraya la paradoja inherente a la empresa literaria, a la que se refiere la metáfora caligráfica. La búsqueda del origen a la que se entrega el positivista maestro de escuela de la III República se devuelve en su obstinada ingenuidad. Aunque la simpatía brille en este comentario, no puede considerarse como una aprobación en toda regla.

Esta duda se confirma cuando la narración repasa las grandes catástrofes históricas de la modernidad, Verdún, «donde la caligrafía deja plumas» y «los famosos campos, no lejos del campo de Atila, pero a la vista de los cuales el campo de Atila era una escuela de filosofía», que le hace «quemar para siempre sus alas y convertirse en cenizas». La inclusión de la escritura en su propia historia la marca como una paradoja: es a la vez un canto y una negación crítica de su propio canto.

Pero a La Grande Beune no le falta generosidad. La ortografía transmitida por el narrador a su pequeña clase tiene una coquetería aliterativa que recuerda mucho a las galas de Yvonne, con «su cuello alto, su abotonadura exuberantemente conectada, su falbala, su fíbula». Firma de las vísceras, como la cicatriz de Yvonne, la escritura rastrea lo oscuro en todos sus aspectos, tratando de asignarle un orden, como «las pinturas prehistóricas» concebidas por «la mano más delicada» de los «corazones solitarios que iban de noche a buscar el sentido en los charcos de la Beune, no lo encontraban allí y traían en cambio piedras opacas que tienen sentido, palabras y combinaciones de piedras y palabras que tienen sentido».

¿Cómo no detectar en esta exaltación tan moderna de lo arcaico una alegría indiscutible? Alegría que transmiten los destellos deslumbrantes de la escritura de Michon, ella misma una fuerza rítmica ininterrumpida en la que se alternan secuencias cortas con largas frases paratácticas, a menudo puntuadas por el bajo continuo de los demostrativos anafóricos y el participio, o la intrusión repentina de un largo flujo escrito esencialmente en tiempos y lenguaje muy literarios que utilizan un vocabulario coloquial (el imper, los Marlboro), lo que le confiere ese clasicismo bárbaro al que aspira. La escritura de Michon atraviesa las tranquilas apariencias y hace vibrar la carne del mundo.

Sin embargo, el episodio en el que Jeanjean lleva de visita a su caverna a Mado y al narrador revela la futilidad del intento. La vecindad de Lascaux es, pues, un exemplum que muestra lo que está en juego en el ideal artístico, al tiempo que desbarata sus pretensiones:

«Era impresionante. No había nada. Era la cúpula de Lascaux en el momento preciso en que entraron en ella los antiguos célibes, tocados con los candiles de astas, cuando, en las antorchas, les dio un respingo el corazón; cuando apareció para ellos solos la extensión impecable de calcita blanquísima, tierna, lisa, apenas con grano, pero con un grano, pese a todo, que rozaban con la yema de los dedos […]. No había pinturas, era Lascaux en el momento en que los célibes en cuclillas se desposan con su pensamiento, conciben, quiebran las barritas de ocre y remueven el carbón vegetal en un charco, callan […]».


La cueva se revela como un lugar de deseo de arte más que de arte en sí, pero sobre todo está vacía, como muestra Jeanjean con una especie de orgullo negativo:

«Con un ademán amplio y algo teatral que le soltó la mano por las alturas, lo abarcó todo: “Como pueden ver”, dijo “no hay nada”. Lo decía completamente en serio, aunque sonreía, casi sin ironía, y los ojos ebrios vagaban por las paredes, ávida, tiernamente […]. Nada de nada».


Este pasaje recuerda la visita a los «pisos privados» del Instituto Benjamenta de Robert Walser²⁴, hipostasiados como un lugar mítico a pesar de su trivialidad. En Le Temps est un grand maigre, prefacio de Un Début dans la vie, reeditado en Trois Auteurs²⁵, Michon cita este episodio para apoyar la hipótesis «nihilista», una de las varias propuestas para explicar el hundimiento creativo de Balzac después de 1848. Para Michon, la impostura de la obra, abordada en los escritos sobre arte, ya se trate de Rimbaud o de libros sobre pintores, es uno de los elementos irrenunciables de la empresa estética. El creador es siempre una persona minúscula, cuya obra, por brillante que sea, atañe a la vez al alarde y a la nada.

Pero esta «incredulidad» es redimida por su opuesto, la fe absoluta en los poderes del arte como único medio de establecer una trascendencia perdida y redescubrir el paraíso perdido de una relación ideal con la madre. Una fe que el novelista espera sin cesar en una esperanza siempre recurrente. La Grande Beune sería así, más que la novela del deseo insatisfecho, el deseo insatisfecho de la novela, de esa gran obra que quedó pendiente, que es L'Origine du monde.


Notas.

1. Vidas minúsculas. Editorial Anagrama, 2002. Traducción de Flora Botton-Burlá.

2. Rimbaud el hijo. Editorial Anagrama, 2001. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

3. Incluida en Señores y sirvientes. Editorial Anagrama, 2003. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

4. Ídem.

5. El rey del bosque. Abades. Editorial Alfabia, 2010. Traducción de Nicolás Valencia.

6. Pierrot, dit autrefois Gilles, cuadro de Jean-Antoine Watteau, expuesto en el Museo del Louvre.

7. Mitologías de invierno. El emperador de Occidente. Editorial Alfabia, 2009. Traducción de Nicolás Valencia.

8. Publicada en castellano bajo el título El origen del mundo. Editorial Anagrama, 2012. Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.

9. La sinfonía pastoral. André Gide. Menoscuarto Ediciones, 2022. Traducción de José Ángel Zapatero.

10. Reseña de Roi du bois y de La Grande Beune. Universalia, 1997.

11. Este concepto de gracia que se espera figura como uno de los leit-motiv de Vies minuscules.

12. Le Récit poétique. Jean-Yves Tadié. Paris: PUF, 1978.

13. Nadja. André Breton. Editorial Cátedra, 2006. Edición de José Ignacio Velázquez.

14. El aldeano de París. Louis Aragon. Errata Naturae, 2016. Traducción de Vanessa García Cazorla.

15. Entrevista con el autor con Thierry Bayle, Le Magazin Littéraraire 353.

16. La razón por la que Paul Valéry nunca escribiera novelas es que, según sus propias palabras, se sentía incapaz de escribir: La marquesa salió a las cinco de la tarde…

17. Según Jean-François Lyotard, este género es moderno y no posmoderno, como lo es Proust en contraste con Joyce: «Proust alega a lo irrepresentable mediante un lenguaje intacto en su sintaxis y su léxico, y un estilo de escritura que en muchos aspectos sigue perteneciendo al género de la narración novelística. La institución literaria, tal y como Proust la heredó de Balzac o Flaubert, se ve ciertamente subvertida en la medida en que el héroe no es un personaje, sino la conciencia interior del tiempo: y la diacronía de la diéresis, menoscabada por Flaubert, es puesta en entredicho por la voz narrativa elegida. Sin embargo, la unidad del libro, la odisea de esta conciencia, aunque se posponga de capítulo en capítulo, no se ve perturbada: la identidad de la escritura consigo misma a través del laberinto de la narración interminable basta para connotar esta unidad, que ha sido comparada a la de la Fenomenología del Espíritu. Joyce revela lo irrepresentable en su escritura misma, en el significante». J.-F. Lyotard, Le Posimoderne expliqué aux enfants. Le Livre de Poche, 1993.

18. Puedes considerarse «vidas de artistas» los libros de Michon consagrados a pintores (Vie de Joseph Roulin, Maîtres et serviteurs, Le Roi du bois), a escritores (Rimbaud le fils, Trois auteurs) y al músico de L'Empereur d’Occident.

19. Un registro parecido al principio de Vent, de Claude Simon.

20. Las citas proceden de la traducción de María Teresa Gallego Urrutia, op. cit.

21. Los Círculos del Infierno de la Divina Comedia.

22. Entrevista del autor con Catherine Argand, Lire (diciembre de 1998-enero de 1999).

23. Cita no publicada en La Grande Beune, que se incluye en Compagnies de Pierre Michon. Verdier, 1993.

24. Jacob von Gunten. Robert Walser. Ediciones Siruela, 2024.

25. Trois auteurs. Pierre Michon. Verdier, 1998.



Procedencia del artículo: Farron, Ivan. “Terre(s) Du Désir ‘La Grande Beune’ Ou l’écriture Absolue.” L’Esprit Créateur, vol. 42, no. 2, 2002, pp. 62–75. 

JSTOR, http://www.jstor.org/stable/26288475


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