Romola. Mary Ann Evans (George Eliot). Manuscrito de la traducción de Mario Domínguez Parra. Inédita. |
George Eliot, pseudónimo de la novelista inglesa Mary Ann Evans, es una de las escritoras del siglo XIX con una obra más consistente y más acreditada; a lo largo de su vida escribió relatos (Scenes of Clerical Life, 1857; Escenas de la vida parroquial, 2013), poesía (Self and Life, 1879), no ficción (Silly Novels by Lady Novelists, 1856; Las novelas tontas de ciertas damas novelistas, 2012) y traducciones del alemán (Das Wesen des Christentums de Ludwig Feuerbach, 1854, o la Ética de Spinoza, 1856, publicada en 1982); pero el género que le ha valido el reconocimiento prácticamente unánime de la crítica literaria y de una parte significativa de compañeros de profesión es la novela: Middlemarch (1872, traducida al castellano en 2011) ha sido reconocida como una de las cumbres de la novelística inglesa de su siglo, pero diez años antes de su publicación se editó otra novela, también de largo aliento y, tal vez, de más compleja lectura que la anterior —ninguna de ambas podría considerarse una novela popular en el sentido que lo son las de Charles Dickens, por ejemplo—, titulada Romola (1863), de la que no existe ninguna traducción al castellano disponible; estas Notas de Lectura han tomado como fuente la traducción, hasta el momento inédita, de Mario Domínguez Parra.
Lectora reconocida de los grandes clásicos de la literatura occidental, Cervantes, Shakespeare, Dante, Chaucer, Ben Jonson, Thomas Fuller y Robert Burton, su obra ha sido elogiada por figuras tan dispares como Henry James, Anthony Trollope, Virginia Woolf —«Middlemarch es una de las pocas novelas inglesas escritas para adultos»—, Harold Bloom —«Eliot es la única novelista importante en la que la moralización constituye una virtud estética en lugar de un desastre» y calificando Middlemarch como, posiblemente, el «análisis más sutil de la imaginación moral jamás logrado en la ficción en prosa»— y sus colegas Martin Amis —«una novelista sin debilidades cuya importancia se renueva a cada generación»—o Julian Barnes —«Middlemarch es, probablemente, la mejor novela en lengua inglesa»—. En todo caso, ni Middlemarch ni Romola pueden calificarse de novelas victorianas —Charles Dickens, William Thackeray, Elizabeth Gaskell, las hermanas Brontë—; ambas pueden considerarse novelas avanzadas a su tiempo de una autora que, no solo literariamente, también fue una adelantada a su tiempo.
«Una viuda de cincuenta y cinco años, cuya satisfacción se ha extraído, en gran medida, de lo que piensa de su propia persona y de lo que cree que otros piensan de esta, requiere una gran inversión de imaginación para mantener sus ánimos optimistas. Y Monna Brigida había comenzado a albergar frecuentes conflictos con respecto a su acicalamiento. Si su alma prosperase mejor sin ellos, ¿realmente merecía la pena ponerse el colorete y las trenzas? Pero cuando levantaba el espejo de mano y veía un rostro cetrino de mejillas caídas y patas de gallo que no se iban a poder disimular con una sonrisa afectada en los labios…, cuando se hacía la raya en el pelo y lo dejaba caer, a la simple manera de una Piagnone, alrededor del rostro, su coraje se tambaleaba».
Romola es una novela histórica cuya acción transcurre en la ciudad de Florencia a finales del siglo XV, entre los años 1492 y 1498, dos fechas con explícita importancia histórica: el 8 de abril de 1492 fallece Lorenzo de Medici y el 23 de mayo de 1498 es ejecutado Girolamo Savonarola; ambos personajes forman parte del elenco de la novela —aunque Lorenzo de Medici en forma de sus partidarios—, junto con Ludovico Sforza, Alejandro Borgia, Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, Angelo Poliziano, Leon Battista Alberti, Nicolás Maquiavelo, algunos como personajes intervinientes en la acción, otros como presencia nominal por su importancia histórica. Junto con los protagonistas, numerosos hechos históricos puntúan el relato de ficción y lo dotan de verosimilitud; la propia autora comentó que su principal preocupación era la veracidad. De hecho, la novela abarca —no se divide: Romola es una unidad indivisible— dos escenarios, la historia de Florencia, con incursiones en primera persona de los protagonistas históricos, y la historia de Romola, y avanza a través de cuatro grandes episodios en la vida de la protagonista que tienen un reflejo —insistiré a lo largo de este artículo en ese planteamiento especular— en los hechos acaecidos en Florencia en el mismo período: la placentera y erudita vida de Romola con su padre y el propósito de la familia Medici y de sus partidarios de mantener el poder; la llegada de Tito Melema y el comienzo de las intrigas palaciegas por la sucesión de los Medici; el fracaso del matrimonio de Romola con Tito y la importancia creciente de Savonarola —que concluirá con el alistamiento de la protagonista en sus huestes—; y, finalmente, el propósito de cambio de vida de Romola y la condena del Frate.
Eliot no era una novelista al uso en su época; su estilo es exigente, incluso para el lector actual. Desde el principio, la tarea pedagógica del narrador se limita a aquellos acontecimientos acerca de los cuales los personajes no pueden dar razón directa, a comentarios que superan la duración de la trama y, naturalmente, a los pensamientos de los actores; para el resto, la autora sigue un método invariable, un ejemplo del cual es la descripción de la conmoción en la ciudad por la reciente muerte de Lorenzo de Medici: diversos compadres comentan los últimos hechos acaecidos en la ciudad y ofrecen al lector información fehaciente y de primera mano acerca del entorno histórico en el que se desenvolverá la acción: el poder de las familias antiguas, la ambición, la avaricia y la lascivia de la Iglesia; Eliot relata encuentros, conversaciones, que no forman parte de una trama aún oculta, para acercar al lector a un entorno al que debe ser introducido —entre otras razones porque ni el lugar, Florencia, ni la época, el siglo XV, son suficientemente conocidos para el lector inglés de novelas del XIX—, y lo hace intercalando breves descripciones, accesorias, con esas muestras de color local. Incluso la presentación de los personajes, desde su primera aparición, sigue un método parecido; es el caso de la presentación del extranjero Tito Melema, cuya situación de recién llegado podría asimilarse a la del lector, y que, sin llegar a tomar la voz narrativa, el relato de su deambular y de sus conversaciones facilitan a aquel la información necesaria para introducirlo en la trama; o la de Bardo de Bardi, el padre de Romola, un estudioso y erudito ciego, poseedor de vastos conocimientos y de una magnífica biblioteca a la que acude con frecuencia con el auxilio de la vista de su hija, y que se lamenta por el hijo perdido tras haberse unido a la «errancia de los peregrinajes apropiados para hombres que no conocen un pasado más antiguo que el misal y el crucifijo».
«En una de estas casas de los Neri vivía, empero, un descendiente de los Bardi y de aquella rama que un siglo y medio antes se había convertido en condes de Vernio: un descendiente que había heredado el orgullo familiar y la energía de antaño, el antiguo amor por la preeminencia, el antiguo deseo de dejar una huella duradera de sus pasos sobre la tierra rauda, girante. Pero las pasiones familiares seguían viviendo en él bajo condiciones alteradas: este descendiente de los Bardi no era un hombre raudo en la guerra callejera; ni alguien a quien agradaba hacer de signor, que fortificaba baluartes y que reclamaba el derecho a colgar vasallos; ni un mercader y usurero de entusiasta atrevimiento, que se deleitaba en el generalato de los vastos proyectos comerciales: era un hombre de manos intensamente venadas, contraídas por los muchos manuscritos que había copiado, que tomaba cenas frugales y llevaba ropas deshilachadas, primero por elección y luego por necesidad; que se sentaba entre sus libros y sus fragmentos marmóreos del pasado y solo los veía a la luz de esos días más jóvenes, lejanos ya, que todavía brillaban en la memoria: era un erudito anciano, ciego, sin dinero, el Bardo de’ Bardi a quien Nello, el barbero, había prometido presentar al joven griego, Tito Melema».
«Uno de estos espectadores era Tito Melema. Brillante en medio de la brillantez, estaba sentado cabe la ventana de la habitación sobre la tienda de Nello, el codo derecho apoyado sobre la pañería roja que colgaba del alféizar y la cabeza echada hacia atrás, apoyada en la mano derecha, que presionaba los rizos contra la oreja. Su rostro ostentaba esa viveza insípida, tan alejada de la excitabilidad como de la pesadez o la melancolía, que señala al compañero igualmente popular entre hombres y mujeres, el compañero que nunca es agresivo o ruidoso a causa de una vanidad inquieta o un humor animal excesivo, y cuya frente nunca se contrae a causa del resentimiento o la indignación».
«Habiendo, en una ocasión, comenzado a justificar la reivindicación de Baldassarre, el pensamiento de Tito se mostró tan activo como un ácido virulento, abriéndose corrosivo camino a través de todos los tejidos del sentimiento. Su mente estaba desprovista de ese terror que ha sido erróneamente vislumbrado como si no hubiese nada más glorioso que el esmero animal de un hombre por su propia piel: ese sobrecogimiento de la Divina Némesis que los paganos religiosos sentían y, aunque hubiese adquirido una forma más positiva bajo el cristianismo, todavía la masa de la humanidad sentía simplemente como un miedo difuso a cualquier cosa que se denominase pecado. Semejante terror a lo invisible está tan por encima de la mera cobardía sensual que aniquilará esa cobardía; es el inicial reconocimiento de una ley moral que restringe el deseo y que verifica el escrutinio sólido, atrevido del pensamiento imperfecto en obligaciones cuya posesión de la santidad, en ausencia de sentimiento, no puede probarse. "Que es, a veces,", cantan las viejas Euménides, "el miedo provechoso: / centinela del alma, en ella mora / entronizado. Es útil la prudencia / que inspira la atrición. Porque, ¿quién, individuo, / o bien, ciudad, bajo este sol que alumbra / si no abriga un temor dentro del pecho / honrará a la Justicia?" Esa custodia puede resultar innecesaria; pero solo cuando toda ley externa haya resultado innecesaria, solo cuando el deber y el amor se hayan unido en una corriente y convertido en una fuerza común».
«Los misterios del carácter humano apenas se han presentado de manera más adecuada para verificar los juicios de la complicidad simplista que en Girolamo Savonarola; pero podemos otorgarle una veneración que no requiere que cerremos los ojos ante los hechos, si consideramos su vida como un drama en el que había grandes modificaciones reflexivas que acompañaban los cambios externos. Y hasta este período, cuando su acción más directa sobre los asuntos políticos solo acababa de comenzar, es probable que su imperiosa necesidad de dominio hubiese ardido indiscerniblemente en la intensa llama de su fervor por Dios y el hombre. Antaño era costumbre que, cuando se conducía a un buey al sacrificio a Júpiter, se pintara con tiza los rincones oscuros y se diera a la ofrenda un aspecto falso de blancura inmaculada. Lancemos lejos la tiza y digamos, con atrevimiento: la victima está poluta, pero no resulta inútil, por tanto, que su glorioso corazón se coloque sobre el ara de las más altas esperanzas de los hombres».
«A pesar del pensamiento que estaba en proceso en Romola, que le decía que esa visión no era más que un sueño alimentado por recuerdos de juventud y convicciones ideales, un extraño sobrecogimiento se había apoderado de ella. Su mente no estaba lista para que unos caprichos enfermizos la asaltasen; tenía el intelecto vívido y la sana pasión humana, que están demasiado profundamente vivas en las constantes relaciones de las cosas como para tener cualquier anhelo mórbido que persiguiese lo excepcional. Empero, las imágenes de la visión que despreciaba le ponían los pelos de punta y la afligían, como los gritos dolorosos y crueles. Y era la primera vez que había sido testigo de la lucha con la muerte que se aproxima: su joven vida había sido sombría, pero no había sabido nada de las supremas necesidades humanas; ni un agudo sufrimiento, ni una pena que cortaba el corazón; y este hermano, que regresaba a ella en esta hora de agonía suprema, era como una aparición repentina, horrible, procedente de un mundo invisible. Los pálidos rostros de dolor en el fresco de la pared opuesta parecían haberse acercado para hacer compañía al pálido rostro sobre la cama».
«Romola había hecho una pausa y vuelto los ojos hacia él mientras lo veía tomar posiciones y meter la llave en su scarsella. Los ojos de ella destellaban y todo su cuerpo parecía estar poseído de una fuerza impetuosa que quería salir de un salto en forma de acción. Todo el dolor devastador de la decepción con respecto a su marido, que había constituido la parte más fuerte de su consciencia unos minutos atrás, fue aniquilado por la vehemencia de su indignación. No podía importarle en este momento que el hombre al que despreciaba mientras se inclinaba allí en su odiosa belleza… no le importaba que fuese su marido; solo podía sentir que lo despreciaba. El orgullo y la fiereza de la vieja sangre de los Bardi se habían despertado plenamente en ella por vez primera».
En ese juego de espejos omnipresente a lo largo de la novela, Florencia debate su futuro político y Romola el futuro de su vida matrimonial.
«Los contenidos de la biblioteca no se empacaron y enviaron hasta tres semanas después. Y Romola, en lugar de cerrar los ojos y las orejas, había observado el proceso. El agotamiento, consecuencia de la emoción violenta, conviene para introducir un descreimiento onírico en la realidad de su causa; y por la tarde, cuando los trabajadores se habían ido, Romola cogía su lámpara de mano y caminaba lentamente por los alrededores, entre la confusión de la paja y las cajas de madera, parándose ante cada pedestal vacante, ante cada objeto famoso que yacía abatido, con una suerte de deseo amargo, para asegurarse de que existía una razón suficiente por la que su amor hubiese desaparecido y el mundo fuese un baldío para ella. Y, sin embargo, mientras llegaban las tardes, iba una y otra vez; no ya para asegurarse, sino porque esta vivificación del dolor y de la desesperación con respecto al recuerdo de su padre era la vida más fuerte que le quedaba a sus afectos. Sabía que los últimos paquetes iban a partir el veintitrés de diciembre. Corrió a la loggia, en la parte superior de la casa, para no perderse el último dolor agudo de ver las lentas ruedas moverse a lo largo del puente».
«Poco pensaba en los dogmas y se alejaba de la cercana reflexión sobre las profecías del Frate con respecto al inmediato flagelo y la regeneración que seguiría a continuación. Había sometido su mente a la de él y había entrado en contacto con la Iglesia, porque, de esta forma, había hallado una satisfacción inmediata a través de las necesidades morales, que toda la cultura y experiencia previas de su vida habían dejado en estado de inanición. La voz de Fra Girolamo había despertado en su mente una razón para vivir, separada del disfrute personal y del afecto personal; pero era una razón que parecía necesitar alimento, con fuerzas mayores de las que ella poseía en su interior, y su sumiso uso de todos los cargos de la Iglesia eran, simplemente, una observación y una espera, por si de alguna manera pudiesen presentarse nuevas fuerzas. El problema apremiante para Romola, justo por entonces, no era resolver asuntos controvertidos, sino mantener viva la llama de la emoción altruísta, por medio de la cual una vida de tristeza podría aún ser una vida de amor activo».
Después de una accidentada entrevista en la que Romola suplica el perdón para uno de los acusados de sedición, Savonarola queda desenmascarado y ella abandona su fielato. Esa ejecución, en cambio, es muy favorable a los intereses de Tito al impedir que su doble juega sea descubierto. Una vez consumada, Romola abandona Florencia tras darse cuenta de su error.
«Romola había perdido su confianza en Savonarola, había perdido ese fervor admirativo que la había convertido en una persona desatenta con respecto a las aberraciones de aquel, en una persona atenta solo a la grandiosa curva de su órbita. Y ahora que el sentimiento intenso por su padrino la había arrojado a la arena del antagonismo con el Frate, veía todos los detalles repulsivos e inconsistentes en sus enseñanzas con una lucidez dolorosa que exageraba sus proporciones. En la amargura de su decepción, ella dijo que su lucha por la renovación de la Iglesia y del mundo era una lucha por un mero nombre que no comunicaba más que el título de un libro: un nombre que había llegado a identificarse, prácticamente, con medidas que fortalecerían su propia posición en Florencia; es más, con acciones y palabras con frecuencia cuestionables, en aras de salvar su influencia del sufrimiento que sus propios errores causaron. Y esa reforma política, que antaño había creado un nuevo interés en su vida, parecía en ese momento reducirse a estratagemas de poco alcance para la seguridad de Florencia, en contradicción repugnante con las alternantes profesiones de ciega fe en la asistencia divina».
El Juicio de Dios propuesto por Savonarola —caminar sobre fuego sin quemarse; una opción ciertamente curiosa, viniendo del promotor de las Hogueras de las Vanidades— se convierte en el tema principal de las habladurías en Florencia. En opinión de mucha gente cultivada, Savonarola deja de ser un fanático sectario para convertirse en un tipo astuto y ambicioso. Este episodio del Juicio por el Fuego, de las dudas de Savonarola y de las escapatorias que están a su disposición sin que parezca que renuncia a sus ideales por cobardía o por falta de fe, es uno de los conflictos en que la narración, aunque la historia de esos acontecimientos y su desenlace sean sobradamente conocidos, alcanza la excelencia, con una inigualable combinación de los pensamientos del cura y los comentarios de los personajes, no solo de Tito, implicado directamente, sino también de las conversaciones, tomadas como a vuelapluma, de diversos conciudadanos sin más interés en el asunto que la mera curiosidad.
«Estamos hechos de tal manera, casi todos nosotros, que la falsa apariencia en la que hemos pensado con dolorosa cobardía cuando de antemano en nuestra soledad se ha impuesto sobre nosotros, como una necesidad, poseerá nuestros músculos y moverá nuestros labios como si nada, excepto eso, fuese fácil una vez hayamos estado bajo el estímulo de ojos y oídos expectantes. Y la fuerza de ese estímulo para Savonarola apenas puede medirse según la experiencia de vidas ordinarias. Quizá ningún hombre haya ejercido una influencia gloriosa en sus paisanos sin tener la innata necesidad de dominar y esta necesidad normalmente deviene más imperiosa en proporción al hecho de que las complicaciones de la vida hacen que el ego sea inseparable de un propósito que no es egoísta. De esta manera, llegó a ocurrir que, en el día del Juicio por medio del Fuego, la duplicidad, que es la apremiante tentación en toda trayectoria pública, ya sea como sacerdote, orador o estadista, estaba más fuertemente definida, en la consciencia de Savonarola, como la interpretación de un papel que en cualquier otro período de su vida. No luchaba contra el martirio inminente, sino contra la ruina inminente».
La inevitable tragedia que amenaza Florencia tiene su correspondencia, de nuevo, en el microcosmos familiar: una venganza antigua, no materializada, se concreta a través de un inopinado golpe de azar. El mismo golpe de azar que remunera con creces a quien ofrece su vida al servicio de los demás.
«La experiencia fue como un nuevo bautismo para Romola. En Florencia, las relaciones más simples de los seres humanos con sus congéneres habían sido complicadas para ella, con todos los vínculos especiales del matrimonio, el estado y la disciplina religiosa, y cuando todo ello hubo decepcionado su confianza, el impacto pareció haberla conmocionado, alejándola de la vida y aturdiendo su conmiseración. Pero en ese momento se dijo: "Fue una mera bajeza en mí el desear la muerte. Si todo lo demás es dudoso, este sufrimiento que puedo mitigar es cierto; si la gloria de la cruz es una ilusión, la pena es mucho más verdadera. Mientras tenga fuerzas en los brazos, los extenderé para los que se desvanecen; mientras la luz visite mis ojos, ellos verán a los desamparados"».
«El único efecto de su vínculo matrimonial parecía ser la sofocante predominancia sobre ella de una naturaleza que despreciaba. Todos sus esfuerzos por la unión solo habían conseguido que su imposibilidad fuese más palpable y la relación se había convertido, para ella, en una degradante servidumbre. La ley era sagrada. Sí, pero la rebelión podría ser sagrada también. En su mente destelló el hecho de que el problema que se le presentaba era, esencialmente, el mismo que el que había recaído en Savonarola… el problema sobre dónde concluía la sacralidad de la obediencia y dónde comenzaba la sacralidad de la rebelión. Para ella, como para él, había llegado uno de esos momentos de la vida en los que el alma debía atreverse a actuar siguiendo su propia justificación, no solo sin una ley externa a la que apelar, sino también a pesar de una ley que no está desprovista de relámpagos divinos…, relámpagos que pueden aún caer si la justificación resulta ser falsa».