22 de enero de 2024

El Rey de los Alisos

 

El Rey de los Alisos. Michel Tournier. Alfaguara, 2006
Traducción de Encarna Castejón

Der Erlkönig (El Rey de los Alisos) es un poema de Johann Wolfgang von Goethe que describe la lucha de un padre por la vida de su hijo, asediado por un ser sobrenatural, que representa la muerte. El título de este poema es reciclado por Michel Tournier para su novela —y no es una propiación gratuita— El Rey de los Alisos (Le Roi des Aulnes, 1970).

Abel Tiffauges, dueño de un garaje al noroeste de París a finales de la década de 1930, inmediatamente anterior al estallido de la IIGM —que tendrá importancia creciente en la trama—,  escribe una especie de diario al que llama Escritos Siniestros —los escribe con la mano izquierda, que no es su mano natural—, en el que recoge recuerdos de su pasado, incluidos sus años escolares y algunos hechos históricos trascendentales; naturalmente, el lector deberá estar prevenido acerca de la fiabilidad de ese testimonio, más cuando el mismo narrador aduce a la posible función redentora de sus escritos.

«11 de marzo de 1938. Esta especie de libro-diario de recuerdos, que escribo con la mano izquierda desde hace más de dos meses, tiene el extraño poder de situar los hechos y gestos que narra —mis gestos y hechos— en una perspectiva que los ilumina y les otorga una nueva dimensión. Por ejemplo, veo mi nombre bajo una luz distinta desde la nota del 18 de febrero. Lo mismo ocurre con las pequeñas costumbres íntimas, vagamente vergonzosas, aparentemente insostenibles por lo absurdas: me creo capaz de redimirlas al dedicarles unas líneas en este cuaderno».

Este relato comienza con su estancia preadolescente en la escuela, donde, debido a su constitución, es el blanco de las burlas y el escarnio de sus compañeros, buscando las correspondencias —o, quizás, los antecedentes— del fracaso de su relación sentimental; un colegio con una atmósfera terrorífica y punitiva; y la influencia de Néstor —recuérdese al personaje de la mitología griega y de la Odisea del mismo nombre—, una especie de hechizo al que Abel rinde no solo su admiración sino también su voluntad, una amistad especial a la que Abel reconoce una influencia fundamental en su vida, pero que tiene un final trágico, .

Abel no crea a su propio personaje al escribir su diario, pero sí que la visión de su yo pasado queda modificada al recrearlo: hechos que parecían suspendidos en el vacío cuando sucedieron encuentran su explicación y su fundamento el algunos acaecidos posteriormente, y solo la mirada retrospectiva, hacia el pasado, puede revelarlos.

«20 de abril de 1938. ¿La felicidad? En ella hay comodidad, organización, una acabada estabilidad que me resulta completamente ajena. Ser desgraciado es sentir que los cimientos de la felicidad se tambalean bajo los golpes de la suerte. En este sentido, puedo estar tranquilo. Estoy al abrigo de la desgracia, pues no tengo cimientos. Yo soy hombre de tristezas y alegrías. Alternativa totalmente opuesta a la alternativa desgracia-felicidad. Vivo desnudo y solitario, sin familia, sin amigos, ejerzo para sobrevivir un oficio tan por debajo de mí que lo llevo a cabo sin pensar en él más que en la respiración o en la digestión. Mi clima moral cotidiano es una tristeza color de ébano, opaca y tenebrosa. Pero esta oscuridad se ve a menudo traspasada por alegrías fulgurantes, inesperadas e inmerecidas, que se extinguen de inmediato aunque no sin dejarme en los ojos un baile de lucecitas doradas».

El discurso de Abel en sus diarios es irreverente, misantrópico, con evidentes trazos anarquistas, que recurre a algunos tópicos pero al que no le falta, a menudo, rigor intelectual.

«3 de octubre de 1938. La única e irresistible respuesta auténtica  para el sinsentido de la vida es la desesperación. Cualquier otra actitud —pasada o futura— parece responder a la embriaguez. La vida solo es tolerable en estado de embriaguez. Embriaguez alcohólica, amorosa, religiosa. Criatura de la nada, el hombre solo puede enfrentarse a la inconcebible tribulación acaecida —estos pocos años de existencia—, borracho como una cuba».

Todo parece indicar que se trata de un superviviente en el más amplio sentido de la palabra —aunque el retrato que tenemos de Abel es un autorretrato, con el conflicto de intereses que esto puede suponer—, un ser que se adapta a las condiciones existentes en cada momento, aunque se diría que exagera las situaciones adversas para mostrarse más valeroso.

A medida que avanza el relato, parece evidenciarse cierta fijación escatológica y algunos indicios de paidofilia. La falta de fiabilidad mencionada con anterioridad se va revelando a medida que avanza el texto; primero, como sospecha; después, parece confirmarse leyendo transversalmente sus Escritos Siniestros. La fotografía, actividad a la que es aficionado, parece limitarse a un mero registro de imágenes pero, sobre todo, acaba siendo un intento de detener el tiempo, de que esos niños retratados permanezcan para siempre en la infancia y no se malogren con la despiadada adolescencia.

«7 de mayo de 1939. Tengo una caja llena de negativos procedentes de mis búsquedas por los campos empíricos. Perfecta disponibilidad de estos niños, prudentes como imágenes. En cualquier momento puedo deslizar a uno de ellos en el proyector, y entonces invade la habitación, se pega a las paredes, a la mesa, a mi ropa. Puedo reproducir cualquier parte de su cuerpo o su rostro a una escala gigantesca, y hacerlo tantas veces como me plazca. Pues si el ancho mundo es una inagotable reserva de caza —siempre renovada—, mi vivero de imágenes es perfectamente finito —por grande que sea su riqueza—, mi pueril rebaño está contado y enumerado, y conozco, como debe ser, todos sus recursos. El número finito de mis negativos se ve justamente compensado por la posibilidad que tengo de sacar un número infinito de imágenes positivas de cada uno de ellos. El infinito empírico aplicado a la finalidad de mi colección se convierte en un infinito posible, pero que esta vez solo se despliega a través de mí. Gracias a la fotografía, el infinito salvaje se transforma en un infinito doméstico».

Una acusación de violación, infundada según el mismo Abel, le convierte en un enemigo para la sociedad que le juzga, pero provoca, o intenta provocar, debido a su relato, un sentimiento general de simpatía ante la injusticia a la que está siendo sometido; Humbert Humbert destella entre las páginas de los Escritos Siniestros. Su inculpación, sus reflexiones y el propio proceso le llevan a formular diversas teorías —que, por cierto, escandalizarían a la mojigata sociedad actual— sobre la paidofilia, la distinción de sexos y el tratamiento que los poderes públicos y, como consecuencia, la población en general, ofrecen a esas circunstancias; un castigo del que, por cierto, se libra gracias a la movilización previa de la IIGM.

«16 de julio de 1939. No debo ocultarme el hecho de que, sin todos esos hombres que me odian por culpa de un malentendido me conocieran , si supieran, me odiarían mil veces más, y por buenos motivos. Pero debo añadir que, si me conocieran perfectamente, me amarían infinitamente. Como hace Dios, que me conoce a la perfección».

Al estallar la guerra —desaparecen las anotaciones de los Escritos Siniestros y toma el relevo un narrador omnisciente—, Abel es destinado al oficio de colombófilo, que ejerce con notoriedad hasta que es hecho prisionero porel enemigo y trasladado al Alemania.

«Tiffauges aceptó el cautiverio sin resistencia, con la fe robusta y optimista del viajero que se abandona al descanso en un alto en el camino, sabiendo que va a despertarse unas horas más tarde, a la vez que el sol, recuperado de las fatigas de la víspera, fresco y dispuesto para una nueva etapa. Él había dejado caer tras de sí París y Francia, con Rachel, el Ballon y los Amboise en primer plano y, al fondo, allá en el horizonte, Gournay-en-Bray, Beauvais y el colegio San Cristóbal. Como un montón de ropa sucia, unos zapatos rotos, una piel resquebrajada. Nadie tenía tanta conciencia del destino como él; un destino rectilíneo, imperturbable, inflexible, que disponía para sus propios fines de los más grandiosos acontecimientos mundiales. Pero esta conciencia implicaba, igualmente, una lucidez sin la menor indulgencia en lo tocante a lo accidental, lo anecdótico, todas esas menudas fruslerías a las que el común de los mortales se siente tan apegado que deja en ellas parte de su corazón cuando tiene que abandonarlas. Desde su infancia pisoteada, su rebelde adolescencia y su ardiente juventud —largo tiempo disimulada bajo la más mediocre de las apariencias, pero luego descubierta y escarnecida por la chusma—, se alzaba, como un grito, la condena de un orden injusto y criminal. Y el cielo había contestado. La sociedad en la que Tiffauges había sufrido estaba siendo barrida con sus magistrados, generales y prelados, sus códigos, leyes y decretos».

Aquel cautiverio y expatriación, que afectaban en diversos grados pero siempre de forma negativa a todos los prisioneros, significó una verdadera liberación para Abel: podría drsfrutar, aunque en medio de la muchedumbre de presos, de una inexpugnable soledad y construir un mundo a su medida sin interrupción ninguna. Renace, o se incrementa, su condición de superviviente. En plena guerra, es liberado del campo de prisioneros y destinado como ayudante del encargado de una reserva natural y, poco después del fracaso de la invasión de Rusia, consigue, por fin, su destino más deseado: una escuela en la que multitud de impúberes de ambos sexos son instruidos para ser destinados al ejército nazi.

«Reanudó el servicio que había prestado en Moorhof pero con medios más rústicos y, sobre todo, dándole un sentido más profundo. En efecto, nunca olvidaba que atendía a las necesidades de los niños, y consideraba aquel papel de proveedor de alimentos, de pater nutritor, como una exquisita inversión de su vocación de ogro. Cuando descargaba su carro en los almacenes de intendencia, llenos de olores y de ventanas estrechas y enrejadas, se complacía en soñar  que los cuartos de tocino, los sacos de harina y las pellas de mantequilla que llevaba en los brazos o a la espalda se convertiráin pronto, gracias a la alquimia secreta, en canciones, movimientos, carne y excrementos de niño. De este modo, su trabajo cobraba el sentido de una nueva clase de foria, derivada e indirecta, sí, pero nada despreciable mientras no hubiera algo mejor».

En la relativa comodidad de este nuevo destino, Abel reanuda sus Escritos Siniestros. Su suerte entre los enemigos de su país se opone al avance de la guerra: cuanto peor son las consecuencias para Alemania, mejor en su situación y su consideración por parte de sus superiores, inmerso en una ineluctable decadencia cuyo fin solo puede ser la derrota. La llamada a filas de todos los oficiales deja el centro en manos de Abel.

«Una de las peores fatalidades que se ciernen sobre mí —¿o debería decir una de las más luminosas bendiciones que pesan sobre mi cabeza?— es que no puedo formular una pregunta o un deseo sin que, tarde o temprano, el destino se encargue de darle respuesta. Y esta casi siempre me sorprende por su fuerza, a pesar de que estoy acostumbrado desde hace mucho tiempo a esta clase de golpes.
¿Qué voy a hacer con estos niños que he encerrado y aislado en Kaltenborn? Ahora sé por qué el poder absoluto del tirano siempre acaba por volverle completamente loco. Porque no sabe qué hacer con él. No hay nada más cruel que este desequilibrio entre un poder infinito y un saber limitado. A menos que el destino haga estallar los límites de la imaginación indigente y viole la vacilante voluntad».

La llegada de las tropas soviéticas representa el final de la institución y el heroísmo de Abel, siempre bajo sospecha, se transforma en acobardamiento para salvar su vida y la de un compañero de huida que le sirve de salvoconducto; un final que Tournier transforma, visual y narrativamente, en una majestuosa apoteosis.

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