30 de octubre de 2008

Contrapunto XXIV

Mi escepticismo me ha llevado siempre a desconfiar más del altruista que del egoista. Las motivaciones de este último son siempre tan transparentes...

Lo infraordinario


Lo infraordinario. Georges Perec. Editorial Impedimenta

El mismo autor de la espectacular La vida: instrucciones de uso, inagotable novela de novelas, y de la grandilocuente El secuestro, uno de los mayores tour de force de la historia de la literatura, escribió también una serie de obras que, lejos de constituir una serie de ejercicios de estilo, son seguramente el taller de escritura donde refleja sus manías y que, aunque difícilmente comprensibles algunas de ellas aisladamente, configuran un conjunto tremendamente coherente en su diversidad.

Lo infraordinario es un ejemplo de esas “apologías de la nimiedad” tan perecquianas, sin que esa nimiedad signifique, por supuesto, pobreza. Estamos ante un libro-iceberg, que muestra más de lo que posee, que esconde su verdadera magnitud, pero que la necesita para mantenerse a flote; es en este punto donde se exige del lector no tanto la lectura entre líneas sino entre conceptos, como si se le enfrentara a un puzzle: no solo deben juntarse todas las piezas y colocarlas en el lugar adecuado, sino que se hace imprescindible interpretar cada una por separado para saber qué lugar ocupa. Y todo ello, como es de suponer, sin tener a la vista el modelo acabado. Más todo que la suma de sus partes, como esa roca que, de apariencia tan sólida, contiene mucho más espacio vacío que el ocupado por las partículas que la constituyen, de modo que su substancia se diferencia de otra no por su aspecto exterior sino por la forma en que se combinan esos espacios vacíos –espacios, siempre espacios: Perec- con los ocupados.

La constricción, en este caso, no es de carácter formal, sino conceptual; y de doble enfoque. Espacialmente, se tiene a considerar una narración como el camino recorrido desde una situación punto-de-partida hasta otra situación punto-de-llegada; comúnmente, estas instancias, que podrían tenerse como estáticas, figuran en la narración en forma elidida; pero se puede construir un texto prescindiendo de la narración y considerando únicamente esas dos situaciones-ancla. Y también temporalmente, pues no se hace énfasis en mostrar cómo transcurre el tiempo sino en certificar que ha transcurrido, y en cómo este hecho ha afectado a determinadas realidades. En cualquier caso, una brillante exploración en los límites de la narratividad cuando a ésta se la limita con una constricción consistente en comunicar lo que ha pasado sin explicar lo que ha pasado.

Más que lectura, lecturas –múltiples, multiformes, multicéfalas: Perec- no dirigidas al lector-consumidor pasivo sino al lector-redactor activo.



22 de octubre de 2008

20 de octubre de 2008

Adiós, hasta mañana


Adiós, hasta mañana. William Maxwell. Libros del Asteroide

Un remoto pueblo del Medio Oeste norteamericano ve alterada su crónica tranquilidad por el asesinato de un ciudadano, al que el asesino, además, corta la oreja.

Este hecho, en apariencia intranscendente, es tomado por el narrador de Adiós, hasta mañana como el punto de partida de un ajuste de cuentas con su propio pasado, ese lugar que el tiempo fija con carácter de permanencia pero al que, súbita e inesperadamente, el recuerdo, en lo que tiene de reformulación, modifica de forma incontrolada al evocarlo. Más cuando este ajuste de cuentas no se limita a esa instancia que consideramos inamovible, sino que alcanza también al pasado propio, a ese niño que era el narrador en aquel entonces. Así, conoceremos la muerte de su madre, el advenimiento de una indeseada madrastra, la crisis en la relación con su padre, y una casa en construcción que deviene un inesperado locus amoens de la amistad entre el narrador y su mejor amigo, hijo del sospechoso de asesinato.

Recordamos hechos, por supuesto, pero es una ilusión pensar que los recordamos tal como sucedieron: los recordamos tal como los recordamos, y cada evocación se transforma en una nueva mentira. Consciente de esa contaminación que hace que aquello que recordamos sea a medias los hechos y a medias la realidad creada por la mente del sujeto, el narrador decide viajar a ese pasado donde cargó con un lastre del que no ha podido librarse para hacer las paces con un comportamiento que le ha perseguido desde ese día en que ignoró a Cletus Smith, su amigo, por una razón que no podía aducir y que, en su momento, ni siquiera comprendió.

Podría parecer, tras una lectura superficial –que no recomiendo-, que este ajuste de cuentas con el pasado constituyera una justificación por parte del narrador de aquellos hechos de los que se siente avergonzado; o, peor aún, que el mismo hecho de la narración adquieriera el carácter de catarsis: nada de eso, para frustración de freudianos trasnochados o de sus epígonos. El narrador no busca justificación: cuenta, y mediante este ejercicio de ensamblaje de episodios fija el pasado –los hechos acaecidos en ese pasado; el “pasado”, tomado en su acepción genérica, no deja de ser pura entelequia- mediante el establecimiento de un sistema de huellas que le confieren ilusión de unidad, y que facilitan, mediante ese eje de coordenadas fijas, su formulación humana, eso que llamamos recuerdo.

Los incondicionales de Maxwell no podemos más que alegrarnos de la recuperación para los lectores de la obra narrativa de un escritor fundamental en la literatura norteamericana del siglo pasado. Lean a Maxwell, lean, disfruten de la intensidad que esconde su aparente sencillez. Y hagan votos para que este Asteroide nos siga proveyendo de alimento espiritual ya que, por lo que parece, ha pasado décadas ignorado por los cuerpos estelares que más relucen en el firmamento editorial. Pero esa, me temo que es otra historia…


El trasfondo


15 de octubre de 2008

En el café de la juventud perdida


En el café de la juventud perdida. Patrick Modiano. Anagrama
En el cafè de la joventut perduda. Patrick Modiano. Proa

Cuando afirmamos conocer a alguien, o cuando actuamos como si este conocimiento fuera cierto, ¿acaso nos basamos en algo con más pretensión de solidez que un conjunto de fragmentos inconexos? ¿Depende nuestro conocimiento de la intensidad de la relación, o de su calidad? ¿Con qué armamos nuestro juicio? ¿Con la deducción o con la intuición? ¿En qué grado podemos asegurar que una es más fiable que la otra?

En el café de la juventud perdida es un recorrido por el París de los primeros 60, del Bois de Boulogne a Montmartre y de Montparnasse al Odeon, agotando la cartografía de la ciudad canalla y, bajo la inspiración de Lautréamont y Rimbaud, detenernos en la efervescencia de la Rive Gauche para salir disparados hacia el Marais, virgen todavía de segundas residencias de brokers norteamericanos en busca de la “autenticidad” que no desembarcó del Mayflower; el Boulevard Sant-Germain sólo de paso, y el barrio de l’Étoile reservado para las noches de locura en que se ha vendido un artículo a uno de los innumerables números 0 de cualquier revista condenada a muerte por inanición. Siempre siguiendo los pasos de la enigmática Louki, esa chica de la que todos nos podíamos haber enamorado porque en aquel medio de poetas con vocación de malditos y profetas de la absenta, el objeto del deseo no podía ser otro que la mujer independiente, autosuficiente, liberada y, ai-làs, inconquistable.

Una Louki que solamente llegamos a conocer fragmentariamente en las voces de los hombres que se cruzan en su vida en diferentes momentos y situaciones: un presunto estudiante adolescente fascinado por el descubrimiento de la vida bohemia; el “capitán” Bowling, permanentemente atareado con su registro de entradas y salidas del Condé, el café-refugio (¿y hogar?); Caisley, un adulto de oscuro pasado y memoria fotográfica empeñado en seguirle el rastro; y Roland, amante ocasional con vocación de permanencia y obsesionado por el Eterno Retorno de Nietzsche. Todos ellos persiguiendo su inalcanzable fantasma y, como el propio lector, rendidos entre las ineluctables redes de la fascinación.

El empeño de permanecer al margen, de nadar a contracorriente, personalizado en unos outsiders que sembraron la disidencia para dejar de ser perdedores y que reclamaron su papel en una sociedad que no era la suya, en esos mismos boulevares de París, en unos esperanzadores días de Mayo de unos pocos años después.

Doisneau y Cartier-Bresson cartografiaron aquel París efervescente mediante imágenes inolvidables. Modiano complementa el mapa con un conjunto de personajes desarraigados cuyo destino es vagar en busca de una identidad perdida por las esquinas del Barrio Latino.

4 de octubre de 2008

Contrapunto XXI

Tal vez el sentido del que estoy más orgulloso sea el del olfato. Me pesaría horrores perder la capacidad para oler la mierda desde lejos.

3 de octubre de 2008

Los espectros



Los espectros. Leonid Andreyev. Cuadernos del Acantilado.

La vida en un manicomio es un microcosmos, un nicho ecológico, un ecosistema en equilibrio que se limita a ser una imagen del mundo exterior, pero que se sitúa en el lado desconocido del espejo.

De la mano de Yegor Pomerantsev, un burócrata que ha perdido irremediablemente la razón y que, por suscripción popular, ha sido recluido, nos internamos en la vida cotidiana de una clínica psiquiátrica privada -y ésta es una distinción cargada de sentido y de objetivos, teniendo en cuenta dónde y en qué momento se desarrolla la acción- en la que los elementos excedentes de una sociedad que, ella misma, no superaría un test de sanidad mental, arrastran sus alienadas vidas aislados como las manzanas podridas. Vidas que, no obstante, siguen llenas de contenido y que, a veces, son indistinguibles de las de aquellos que, en principio, deberían cuidarles: el doctor Shevirov, que escapa cada noche al Babilonia a beberse sus frustraciones, y la enfermera Astafievna, enamorada silenciosa y desesperada del doctor, atareada en la ingente ocupación de conseguir hacerse visible.

Allí conoceremos a Petrov, siempre alerta y armado permanentemente con una piedra en el bolsillo para defenderse de sus perseguidores; a Anfisa Andreyevna, el ama de llaves cuarentona que sufre por la longitud de sus piernas y se preocupa porque, una vez muerta, no la depositen en un ataúd tan corto que tengan que cortárselas para que quepa; al innominado paciente que llama incesantemente y a todas horas a cualquier puerta que esté cerrada... Todos ellos acompañados por las apariciones súbitas de San Nicolás, el interlocutor privado de Pomerantsev y su único contacto con el exterior, con quien el subjefe de la administración parte en vuelos nocturnos para examinar el estado del mundo. Una vez más, la eterna pregunta acerca de dónde está el manicomio, si dentro o fuera, queda respondida; sin embargo, lo que sigue sin estar nada claro es dónde están los locos...

Andreyev, mediante un estilo que bordea el expresionismo, nos guía a través del transcurrir de una de las vidas posibles, precisamente aquella en la que la tragedia puede tener su trasfondo irónico, la tristeza puede redimir, y la locura corre pareja con la ternura.

Una pequeña joya; un tratado de moral; una crítica mordaz al tratamiento de la diferencia; un espejo, otra vez un espejo, en el que no se sabe si la deformación es debida a la forma de éste o es la imagen original la que está ya deformada. Todo ello condensado en apenas 70 páginas de un estilo preciso y brillante. Y es que la economía expresiva no tiene por qué ser sinónimo de ligereza; y el pesimismo, como ya habíamos sospechado, es, de todos los estados posibles del espíritu, el más creativo.

1 de octubre de 2008

El parecido

"Un hombre sin doctrina se parece más a un hombre".
Gao Xingjian, Ganzhou (China), 4-1-1940.
Premio Nobel de Literatura 2000