27 de abril de 2020

Prosas y mitos

Prosas y mitos. Pierre Michon.  Jus Ediciones, 2020
Traducción de Nicolás Valencia Campuzano
«Cuan mudables y próximas a lo incierto son todas las cosas».
Prosas y mitos agrupa la reedición en un solo volumen de cuatro prosas breves del escritor francés: Mitologías de invierno (Mythologies d'hiver, 1997), El emperador de Occidente (L'empereur d'Occident, 1989), El rey del bosque (Le roi du bois, 1996), y Abades (Abbés, 2002). Una excelente oportunidad para la relectura de uno de los escritores franceses más originales y con una de las obras más coherente y apasionante de las letras europeas actuales.

Mitologías de Invierno

El choque cultural entre las creencias en los viejos dioses de la tierra y de los bosques y el inabarcable ritual del nuevo dios cristiano, ascendente, poderoso, multitudinario, se resolvió  con la retirada discreta de aquellos y su destierro entre los accidentes de la naturaleza. Cuando las viejas divinidades se han retirado, las huestes de la nueva deidad arrasan contra cualquier vestigio de heterodoxia mediante la invencible alianza entre la espada y la cruz, pero esa rígida militancia también padece la deserción de elementos fieles a las veleidades de la jerarquía en tiempo de guerra pero sedientos de libertad en cuanto se alcanza la paz;  las enemistades, gastadas por la edad o relucientes de juventud, permanecen en el alma de los belicosos guerreros, que llevan en sus genes cientos de años de enfrentamientos a los que deben dar salida si no quieren perecer a manos del odio que ellos mismos incuban.
«Comulgan vestidas de blanco. Leary está allí, dubitativo. Se ha peinado la barba, se ha puesto la gran pelliza. Se arrodillan, Patricio es muy grande sobre ellas, reciben de su mano el cuerpo del Prometido. Ya están en Su presencia, aunque Él permanezca escondido. Han cerrado los ojos; Brigid, al abrirlos, solo ve el rostro impasible del rey. Eso es todo. Salen al sol de mayo y, bajo este sol, una tras otra se desploman: una, sobre los peldaños; la otra, sobre el sendero; Brigid, cerca del rosal. Una tiene la cabeza entre su brazo; la otra, en el polvo del camino; Brigid, hacia el cielo con los ojos completamente abiertos. Están impecablemente muertas. Contemplan la cara de Dios».
El invierno posee su propia mitología, igual que el verano, que son las estaciones enérgicas, las que ponen a prueba el valor del guerrero y el vigor de los dioses a diferencia de la primavera y el otoño, las dos estaciones con atributos femeninos, el nacimiento y la muerte—. El invierno es la etapa de las pruebas y de las tentaciones, aquella en que los combates —contra el enemigo, contra dios o contra el diablo— son más fieros y las heridas más ulcerosas, las victorias más nobles y las derrotas más honrosas, los milagros más asombrosos y los prodigios más portentosos. La estación que dibuja en el paisaje marcas indelebles, que agudiza los sentidos de los hombres, que escribe en lengua inteligible las historias que han de perdurar en el tiempo, mucho después de que sus protagonistas hayan sido inhumados bajo la cruel costra endurecida por el hielo; la de las lluvias más inclementes y las hambrunas más severas; la de la riqueza más acogedora y la miseria más ruda.
«En su tienda de guerra en Cul Dreimhne, Columbkill, tembloroso, desata el saco, toma el libro. Es macizo y dócil como una mujer. Es suyo como el ternero es de la vaca, como la mujer es del amante; del incípit al colofón, es suyo. Quiere disfrutarlo lentamente, abre, acaricia, transhoja, contempla... y, de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido. Busca mucho tiempo en vano: estaba ahí, sin embargo, cuando no era suyo. Todo parece haberse estropeado, haber cambiado, tan solo quizás el colofón se parezca a sí mismo, el colofón en que el monje Faustus pide que oren por él. Columbkill levanta la cabeza, escucha el estertor de los heridos y la alegría de las cornejas. Sale de su tienda, ha dejado de llover: también allá arriba, grandes trozos de azul viajan por encima del establo de la muerte. El libro no está en el libro. El cielo es un antiguo lugar azul bajo el cual estamos desnudos, bajo el cual lo que poseemos hace falta. Arroja el libro, arroja su pelliza y su espada. Toma el sayal, toma el mar, busca y encuentra un desierto en el mar espantoso de Irlanda: en la isla pelada de Iona, se sienta libre y despojado bajo el cielo, que a veces es azul».
El emperador de Occidente

¿La insolencia precede a la libertad, o esta es su irreemplazable antecedente? La edad atempera nuestra osadía pero, ¿templa también nuestro deseo de independencia? 

La religión establecida no admite la herejía; la razón, en cambio, es siempre herética. Acomodados en nuestra pretenciosa autarquía, despreciamos todo aquello de lo que carecemos y rechazamos lo que más deseamos; somos incapaces de cargar con nuestras limitaciones y jamás aceptaremos que la experiencia ajena pueda competir con nuestra indisimulable bisoñez; ni que las engorrosas pesadillas predispuestas a la interpretación de los viejos persistan en la conciencia ante los explosivos sueños, fulminantes y seductores, de los jóvenes; ni que las viejas verdades, oxidadas por falta de uso, puedan aducir vigencia contra las nuevas verdades fruto de la tiranía de la unanimidad; ni que la plácida y serena vejez pueda hallar su lugar ante la osadía y la frescura de la juventud; ni que los bárbaros y ridículos reyes de otras épocas sirvan de ejemplo para los reyes actuales, guarnecidos de magnanimidad y magnificencia; ni que los viejos dioses de antaño —cuyas imágenes yacen extraviadas y descompuestas por la lepra de la piedra, convertidas en anónima arena—, inmovilizados por la artrosis y olvidados por falta de creyentes, tengan alguna oportunidad contra los insolentes nuevos dioses, flamantes y omnipotentes. 
«Los habitantes de la isla decían que, a juzgar por ciertos signos, podía adivinarse que el Stromboli haría pronto una de sus erupciones calmas, las cuales, al parecer, hacen surgir por las noches un candelabro en alta mar; pero no, solo había una montaña muerta sobre el mar de asfalto. No podía dejar de pensar en esa tienda en la que, en otra noche, antes de que yo naciera, entre un hermoso sirio con una dalmática y un coloso con pelliza, mirándolo, sentado, algo había ocurrido; poco importaba que aquel juego hubiera tomado la forma de la música enfrentada al poder, dedicada al poder, más fuerte tal vez que aquello a lo que se enfrentaba y se dedicaba, o a la forma más brutal del puro poder frente a sí mismo; sabía bien que el juego, el desafío, la lucha mortal y desigual había ocurrido».
El rey del bosque

El deseo posee un lenguaje propio fácil de formular pero difícil de comprender, una lengua en la que sabemos plantear preguntas pero cuyas respuestas sobrepasan nuestra comprensión; el estruendo de sus requerimientos rara vez deja percibir la sutileza de la elección, la levedad de la ocasión, como tampoco la fuerza del anhelo y la premura de la perentoriedad. El tiempo se prolonga irrazonablemente mientras la urgencia se acelera con la inasumible rapidez de aquello que no se deja medir. Avanza amenazante como las grandes olas del mar en tempestad, con su pulso lento pero constante, irremediable y seguro —aunque imprevisible—, tenaz e indiferente, y se retira, veloz y decidido, como esa sombra imposible de alcanzar, como la infructuosa carrera en pos del horizonte, como un recuerdo antiguo, como un amor no consumado, como una afrenta olvidada, como si la acción intentara atrapar al pensamiento, como si la tierra rodara al revés, como si el hijo engendrara a su madre. Tan incomprensible que si se alcanza no se puede, no se sabe, no se consigue identificar.
«¿Acaso soltáis los halcones, mis polluelos? Bien hecho. Con ellos también se caza, en efecto, cuando ya no se ve nada. No es miel lo que plantan en los lomos de los conejos y las abubillas tampoco, ¡basta de cancioncillas! Son hermosas y enormes aves que cantan para copular y apestan, también ellas, las desdichadas. Tú sabes de abubillas, ¿verdad, Hakem? No se comen, tienes el pudor de no hablar de ellas. ¡Ánimo, polluelos! No veis nada, pero no hace falta ver para matar algo allí dentro: los halcones ven por nosotros, son nuestros ojos y nuestros picos, que por acto de magia se echan a volar con ellos de repente, cuando los descapirotamos. Vuelven llenos de sangre, con plumas apenas muertas. ¿Codornices? ¿Otra cosa? Venga, el Duque estará contento, esta noche tendrá grévoles en su mesa. Y yo tendré a su  mujer. Haré secar mis harapos, beberé el doble, iré tranquilamente a su dormitorio y me hundiré en ese bol de leche. Qué simple y negro es todo alrededor de esa leche».
Abades

La parábola de la rosa nacida en el estiércol: la belleza real —la de la flor es solo visual— es la posibilidad que le brinda la porquería, con su proceso de fermentación y podredumbre, a la generación de algo radicalmente distinto, contrario en concepto, a su propia degeneración; la vida desde el deshecho, lo útil desde el desperdicio, panteones excelsos edificados sobre miríadas de huesos blancos y porosos, de jirones de carne putrefacta, de sangre estancada, de restos confusos de ropajes majestuosos y joyas deslumbrantes; la palmera en el oasis, la nube sobre el desierto. La fama y el honor son el estiércol; la flor que crece sobre sus despojos es la gloria.
«Èble es después de todo hermano de Cabeza de Estopa, es hora de decirlo. También arde. Es verdad que su fuego no toma la forma de una masa reluciente al galope, cota de mallas, jubón y chatarra con una lanza en el extremo; su fuego es más sutil, menos ruidoso... Sus dos fuegos más bien. Puesto que sus dos pasiones, que vienen del fuego, que se incuban sin cesar bajo el capuchón negro en la cabaña de Saint-Michel como se incubaban bajo la mitra de oro en Saint-Martial de Limoges, entre las humaredas de incienso, sus dos ascuas, las ha guardado: la gloria y la carne. La gloria, que es el don de propagar el fuego en la memoria de los hombres, y la carne, que tiene el don de consumir a voluntad el cuerpo en una llama aguda, un rayo. Y esta gran mujer que está de pie frente a él, que ya se aleja sobre sus pies de mármol, es la vertical sin freno del relámpago».
La vida se asienta sobre la muerte con la misma fuerza que las sabinas se aferran a las grietas de las rocas donde no hay tierra en la que asentar las raíces; resiste las inclemencias del tiempo, los aguaceros repentinos, la caricia ígnea del sol, las punzadas agudas del hielo hasta que, en todo su esplendor, sucumbe a una ráfaga de leve brisa, al posado de un liviano pajarillo, al azar de la piedrecilla lanzada por un niño.
«Ha cruzado el bosque, ha dejado su caballo en el puerto. Ya son las cinco de la tarde en invierno, oye cantar los salmos del atardecer allá arriba. Antorchas corren por el bosque, la buscan. La luna es pequeña. Desata una barcaza y alcanza la corriente del río. Su exaltación no la ha abandonado, ríe, el alma sedienta de obediencia al siniestro destino. Se desviste, arroja al agua pellizas y terciopelos. El su cintura deja el signo, las dos manos de piel de jabalí ceñida. Era efectivamente un signo, pero lo ha leído mal. No era el jabalí de Dios. Era el jabalí que ha engendrado a Gaucelin, que ha engendrado el altar antiguo, que ha engendrado el priorato, que ha engendrado las cartas y a la vizcondesa de Thouars, que ha engendrado el crimen, que va a engendrar su muerte. Era el jabalí de Emma. La aguja del coro brilla bajo la luna, un monasterio no es una mujer, como tampoco un jabalí es un enviado de Dios. Sus errores también la exaltan, ve justo a estos lo verdadero, despojado de signos. Todas las cosas son mudables y próximas a lo incierto. Se tira al agua, se hunde hasta el fondo, luego se sumerge en la porquera de los cenagales, donde no la encontrarán».
Otros recursos en este blog relativos al autor:
Notas de Lectura de Llega el rey cuando quiere

23 de abril de 2020

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen IX

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen IX. Honoré de Balzac.
Hermida Editores, 2019. Traducción de Aurelio Garzón del Camino

Todos sabéis lo que significa el día de Sant Jordi para un librero catalán; personalmente, nunca lo he disfrutado (o padecido) como cliente: antes de trabajar en una librería era de los pocos días del año que era seguro que no visitaba ninguna; después, como es natural, los he vivido siempre dentro del vientre de la bestia, con lo que la dicotomía entre disfrutar o padecer quedaba aclarada.

Este año, la pandemia ha impedido "celebrar" esa efeméride, pero me resisto a dejar pasar el día como si este fuera uno más; con esta idea en mente, y encerrado todavía en casa, me ha parecido que la mejor manera de conmemorarlo es publicando en el blog mis Notas de Lectura de algún libro que mereciera, por encima de gustos o desapetencias, ese honor y, de los que tenía pendientes de leer, he escogido el noveno volumen de La Comedia humana que está publicando Hermida Editores para disfrute y regocijo de los lectores en castellano: todos deberíamos leer a Balzac, y leerlo siempre.

Feliz y fructífero Día del Libro (¿y de la lectura?) a todos los lectores.

La edición de Hermida Editores de La Comedia humana alcanza, con este noveno volumen, el ecuador de la obra magna de Balzac, para disfrute y regocijo de los lectores en castellano.

Esplendores y miserias de las cortesanas


Esplendores y miserias de las cortesanas (Splendeurs et misères des courtisanes, 1838-1847), que podría considerarse como una continuación temática de Las ilusiones perdidas, es una de las novelas mayores del ciclo de La Comedia humana, un compendio de los caracteres de la sociedad parisina de la época, una de las más reeditadas y conocidas y en la que adquiere verdadero significado la calificación de la serie como un efectivo "estudio de costumbres".

«La naturaleza social provee a todas sus especies de las cualidades necesarias a los servicios que de ellas espera. ¡La sociedad es otra naturaleza!»
Cómo aman las cortesanas

Lucien de Rubempré —un personaje citado en varias novelas del ciclo, es uno de los grandes caracteres de La Comedia humana: humillado por el Señor de Châtelet en Los dos poetas, menospreciado por la marquesa d'Espard en Un gran hombre de provincias en París, auxiliado por su hermana Éve y David Séchard en Éve y David; y citado, sin aparición personal, en otros textos—, un joven que ha sufrido diversos encontronazos con la aristocracia parisina, está dispuesto a saldar antiguas cuentas con algunos personajes que le habían menospreciado —damas de firme posición pero frágil moralidad, caballeros encumbrados por fortunas heredadas pero ya desaparecidas, plumillas arrimados al sol que más calienta... —, gracias a un radical cambio de su suerte.


Esa aparente vuelta de la fortuna le abre ciertas puertas que han permanecido cerradas desde siempre; por ejemplo, la Ópera, en cuyo baile de máscaras coincide con sus pocos amigos y sus muchos enemigos, y donde aprovecha para ponerse al día en insultos, bravuconadas y habladurías —un subgénero en el que el ingenio de Balzac se recrea con inigualable maestría—; sin embargo, Lucien ha cometido un error no por involuntario menos fatal: hacerse acompañar por una prostituta, con lo que su propósito de ridiculizar a la sociedad de entresuelo se ha vuelto en su contra. Pero Carlos Herrera, un supuesto sacerdote español —un villano que le viene que ni pintado a la trama, de nombre real Jacques Collin y con un amplio historial delictivo— de intenciones poco transparentes, toma a la pareja bajo su tutela: recluye a la cortesana en un convento para su redención y acoge a Lucien bajo su sotana. Una vez superado ese alejamiento obligatorio, Herrera vuelve a juntarlos y los mantiene bajo su protección con la condición de que su relación permanezca oculta y de que Esther, la cortesana redimida, nunca suponga un impedimento para el proyectado ascenso social de Lucien.


Como es harto frecuente en Balzac, la moral de sus personajes nunca es un elemento a tener en cuenta: un pisaverde cuyas mayores virtudes son su atractivo y su juventud pero sin un real —aunque bajo el mecenazgo de un sujeto poco recomendable—, intenta cazar a una heredera mientras mantiene a una amante que piensa conservar después de su boda; una amante que es pretendida, a su vez, por un barón, cuya edad se acerca peligrosamente a la senectud, convenientemente casado pero con la aquiescencia de su esposa. Y, sirviendo la mesa, un personaje sin escrúpulos dispuesto a todo para conseguir sus oscuros fines, todo ello en medio de intrigas palaciegas, traiciones imperdonables y complicidades inconcebibles; policías corruptos y criados lenguaraces; conquistadores burlados y sacrificios inverosímiles.

«[Carlos Herrera] Obligado a vivir fuera de la sociedad, a la que la ley le prohibía para siempre volver, agotado por el vicio y por furiosas y terribles resistencias, pero dotado de una fuerza de alma que lo devoraba, este personaje innoble y grande, oscuro y célebre, corroído sobre todo por una fiebre de vida, revivía en el cuerpo elegante de Lucien, cuya alma se había convertido en la suya. Se hacía representar en la vida social por aquel poeta, al que prestaba su consistencia y su voluntad de hierro. Para él, Lucien era más que un hijo, más que una mujer amada, más que una familia, más que su vida: era su venganza. Como las almas fuertes tienen en más un sentimiento que la propia existencia, lo había hecho suyo y unido a su vida por lazos indisolubles».
El precio al que los viejos pagan el amor

Una doncella espabilada —o dos—, una joven bella y de moral relajada con aspiraciones sociales y económicas y un plan diseñado al detalle forman la combinación más efectiva para desplumar a un viejo enamorado —mejor si es acaudalado y está felizmente casado; no existe atraco más fructífero y menos sanguinario—. Al igual que en el caso de otros grupos humanos, como la nobleza de provincias en los volúmenes VI y VII, Balzac intercala en la acción —de desarrollo y desenlace previsible— sus fragmentos carateriológicos; en esta ocasión, la diana de sus invectivas la forma el gran capital de nuevo cuño, los verdaderos adalides de la carencia de escrúpulos y sin ninguna habilidad social digna de mención, los especuladores en la Bolsa, los acaparadores de bienes de primera necesidad, los extorsionadores y todos aquellos nuevos ricos instalados en una opulencia que no superaría la prueba de la ética más relajada.
«Las fortunas colosales de los Jacques Coeur, de los Médicis, de los Ango de Dieppe, de los Auffredi de La Rochelle, de los Fugger, de los Tiepolo, de los Cornaro fueron lealmente conquistadas en su tiempo por privilegios debidos a la ignorancia en que se estaba acerca de las procedencias de todos los artículos preciosos; pero hoy, las claridades geográficas han penetrado hasta tal punto las masas, y la competencia ha limitado tanto las ganancias, que toda fortuna rápidamente hecha es o el efecto de una casualidad y de un descubrimiento, o el resultado de un robo legal».
Al igual que el género del nuevo rico agrupa a una pluralidad de individuos diferentes a los distingue solo la procedencia de su fortuna, el estrato de las mujeres mantenidas, cuyo objetivo es su único punto en común, también puede subdividirse en varias especies: la de la mujer, generalmente joven y bella, cuya única ocupación es acumular deudas a la espera del primo que las satisfaga y la haga ascender cuantos escalones mejor en el prestigio social y la disponibilidad económica; la de la que ya ha disfrutado de esas inmejorables disposiciones pero que, por desgracia o por traición, ha perdido a su bienhechor y se boquea entre el destierro social y la indigencia; y, finalmente, la que ha conseguido su mecenas, cuanto más viejo, más rico y más tonto mejor, y disfruta de todas las ventajas de la situación.

Los enfrentamientos entre ambos géneros no están exentos de crueldad pero, por lo general, la fiereza de sus asaltos no comporta más que pérdidas morales; sin embargo, cuando una de esos combates oculta intrigas políticas o furiosas enemistades personales, las consecuencias pueden llegar a ser bastante más cruentas, a menudo sobre individuos inocentes y, con mucha menos frecuencia, sobre los verdaderos culpables de la conspiración.

A dónde conducen los malos caminos

Los teóricos de la justicia y del código penal sostendrán que el encarcelamiento iguala a todo el mundo y esta debe ser la aspiración de la sociedad democrática, por supuesto, pero la práctica jurídica y la mera observación disienten de ese principio: no es el tipo de crimen cometido lo que distingue a un preso de otro, ni siquiera la pena a la que han sido condenados, sino la posición social del reo —no solo su nobleza sino, sobre todo, los contactos a los que puede, dado el caso, recurrir y que, a través de una inextricable red de complicidades, pueden actuar sobre su confinamiento— la que determina la calidad y la cantidad —aunque este parámetro esté, en principio, en manos del tribunal, no está sujeto a  la impermeabilidad supuesta de tal instancia— de la pena y de la reclusión.

Esta diferencia en el punto de partida tiene también su reflejo en la actitud de los allegados del preso; mientras que en un caso quedan sumidos en la tristeza por el carácter irreparable de la condena, en el otro se pone en marcha toda la red de influencias —un proceso que puede llegar a reunir con un mismo objetivo a enemistades irreconciliables— destinada a modificar la situación del preso y entre las cuales acostumbra a haber, por razones directas o indirectas pero siempre con intereses particulares, una mujer.

«Las mujeres, las bellas mujeres de prestancia reconocida, como lo es la señora de Sérisy, son los niños mimados de la civilización francesa. Si las mujeres de los demás países supiesen lo que es en París una mujer de moda, rica y con título, pensarían todas en venir a gozar de esta magnífica realeza. Las mujeres dedicadas únicamente al logro de su bienestar, garantizado por esa colección de pequeñas leyes a la que en La Comedia humana se ha llamado con frecuencia el "Código femenino", se burlan de las leyes que han hecho los hombres. Lo dicen todo y no retroceden ante ninguna falta ni ante ninguna tontería, ya que todas han comprendido admirablemente que no son responsables de nada en la vida, excepto de su honor femenino y de sus hijos. Dicen, riéndose, las mayores enormidades. Repiten, a propósito de cualquier cosa, la frase dicha por la linda señora de Bauvan a su marido, en los primeros tiempos de su matrimonio, un día que fue a buscarle al Palacio de Justicia: "¡Date prisa en juzgar y vámonos!"»
Sin embargo, ni todo el poder del mundo concentrado en un punto puede torcer el trayecto del destino, que seguirá su camino, indiferente a sus requerimientos.

La última encarnación de Vautrin

Un suceso inesperado —una muerte no natural siempre lo es— concerniente a una persona con complejas imbricaciones en el tejido de la buena sociedad provoca una alteración de tal magnitud —en un grupo que aborrece las perturbaciones, excepto las desencadenadas por determinados miembros que tienen adjudicado y reservado el papel de provocadores—, que los movimientos necesarios para recuperar la estabilidad implican a un número incalculable de elementos y pueden prolongarse en el tiempo mucho más de lo razonable. Sin embargo, el sistema siempre recupera el equilibrio perdido y, además, acompañado de una extraña amnesia con respecto al suceso perturbador.
«La amable filantropía moderna cree haber adivinado el atroz suplicio del aislamiento, pero se engaña. Desde la abolición de la tortura, el tribunal, en su deseo bien legítimo de tranquilizar las conciencias, ya bastante delicadas, de los jurados, había adivinado los recursos terribles que la soledad presta a la justicia contra el remordimiento. La soledad es el vacío, y la naturaleza moral siente por él tanto horror como la naturaleza física. La soledad solo es habitable para el hombre de genio, que la llena con sus ideas, hijas del mundo espiritual, o para el contemplador de las obras divinas, que la encuentra iluminada por la claridad del cielo y animada por el soplo y por la voz de Dios. Fuera de estos dos hombres, tan cercanos del paraíso, la soledad es a la tortura lo que la moral es a lo físico. Entre la soledad y la tortura existe la misma diferencia que de la enfermedad nerviosa a la enfermedad quirúrgica. Es el sufrimiento multiplicado por el infinito. El cuerpo toca al infinito por el sistema nervioso, del mismo modo que el espíritu penetra en él por el pensamiento».
Pero si el seno de la sociedad parisina es campo abonado para cultivar los influjos y hacer florecer las conspiraciones y las traiciones, el interior de la cárcel, en contra de lo que la reclusión provoca, es el verdadero campo de batalla porque allí lo que está en juego no es una reputación más o menos amañada o un ajuste de cuentas de carácter económico sino la misma vida; y si en la sociedad abierta la red de influencias y complicidades es enrevesada, en prisión es indescifrable.
«"¡Helas ahí, a esas gentes que deciden de nuestros destinos y del de los pueblos —pensó Jacques Collin, que se encogió de hombros cuando los dos amigos hubieron entrado en la alcoba—. ¡Un suspiro lanzado de través por una hembra les vuelve el seso como si fuera un guante! ¡Pierden la cabeza por una mirada! Una falda que cae un poco más alta o un poco más baja, y corren por todo París desesperados. ¡Los caprichos de una mujer influyen en todo un Estado! ¡Oh! ¡Cuánta fuerza adquiere un hombre cuando se sustrae, como yo, a esas tiranías de niño, a esas probidades deshechas por la pasión, a esas maldades cándidas, a esas astucias de salvaje! La mujer, con su genio de verdugo y su talento para la tortura, es y será siempre la pérdida del hombre. ¡Fiscal, general, ministro, helos ahí, ciegos tofos, violentándolo todo por unas cartas de duquesa o de niña, o por la razón de una mujer que estará más loca en su sano juicio de lo que lo estaba privada de razón! —Se echó a reír con soberbaia—. Y me creen —se dijo—; obedecen a mis revelaciones y me concederán ese puesto. Yo seguiré reinando sobre ese mundo que desde hace veinticinco años me obedece..."».
Los comediantes

Un inocente pueblerino del Midi se ha trasladado a París para seguir un pleito en el que es parte interesada. Su primo, un pintor famoso, le pone al corriente de la diversidad de la fauna capitalina que es, en realidad, un catálogo concentrado de los principales tipos que pululan, con diversos antecedentes y fortuna, por la ciudad y, al mismo tiempo, un inventario del elenco de personajes que van apareciendo a lo largo de La Comedia humana algunos de los cuales, por cierto, convenientemente estimulados, pueden hacer caer el veredicto del pleito a su favor
«No conocéis nada de París. Pedid aquí cien mil francos para realizar la idea más útil al género humano, para ensayar algo análogo a la máquina de vapor, y moriréis como Salomon de Caux en Bicêtre; pero, si se trata de una paradoja, se harán matar por ella y darán su fortuna. Pues bien, ocurre con los sistemas como con las cosas. Los periódicos no viables han devorado aquí millones en estos últimos quince años. Lo que hacía que vuestro pleito fuese tan difícil de ganar es que tenéis razón».
el policía corrupto que complementa su sueldo con trabajos parapoliciales de dudosa moralidad y franca delincuencia; el variado censo que compone el elenco artístico de la Ópera; el artesano con ínfulas de renovador del mundo de la moda; la empeñadora sobre cuyos préstamos contra prenda descansa gran parte de la sociedad parisina; el portero que pone remedio circunstancial a la falta de liquidez de sus inquilinos; el usurero que desea limpiar su reputación entrando a lo grande en la buena sociedad y deseando reproducir en público las actitudes que, en privado, no pierde ocasión de censurar; el peluquero pretencioso que cree esculpir una obra de arte en cada esquilada; el artista que excusa su fracaso en la nula preparación del público para apreciar su arte; la vieja adivina que predice los acontecimientos más notables de la vida pasada; el diputado consciente de su insignificancia pero atento a cualquier conspiración contra sus adversarios político o contra sus compañeros de partido; y, finalmente, los asistentes a una fiesta galante en la que el paisano experimentará, en sus propias carnes, la compleja red de influjo y el poder supremo del personaje más influyente en el París de la época: la cocotte.
«—Yo ya desconfiaba bastante de esta gran pécora de ciudad; pero desde esta mañana ¡la desprecio! La pobre provincia, tan mezquina, es una muchacha honrada; pero París es una prostituta, ávida, embustera, comedianta, y yo estoy muy contento de no haber dejado aquí nada de mi piel...»
Un príncipe de la bohemia

Inclemente retrato de la bohemia parisiense, una actitud de pose vacía y estúpida, preocupada únicamente en hacer brillar una inteligencia que luce por su ausencia y un escaso ingenio consistente en reírse de los demás por poseer aquello de lo que se carece y no se conseguirá jamás; individuos cuyas aspiraciones sociales y económicas se hallan a años luz de su ubicación real y de sus disponibilidades dinerarias; y que suplen con mala educación lo que piensan que es, en el trato con los demás, privilegio de clase, especialmente con las mujeres que sufren la desgracia de caer en sus redes. Para ello, Balzac utiliza el recurso de la novela dentro de la novela y el de una escritora que reniega, de cara al exterior, de todo aquello que pagaría por conseguir a cualquier precio.
«La bohemia no tiene nada y vive de lo que tiene. La esperanza es su religión, la fe en sí misma, su código, y la caridad está reputada de ser su presupuesto. Todos esos jóvenes son más grandes que su desgracia; están por debajo de la fortuna, pero por encima del destino. Siempre a caballo sobre un , ingeniosos como folletines y alegres como gentes que deben, porque, ¡oh!, deben tanto como beben».
Gaudissart II

Balzac efectúa un repaso al tipo del dependiente de las tiendas de artículos especialmente destinados a las mujeres, a la variedad de estrategias comerciales de que deben hacer gala para conseguir su objetivo y a la cantidad de maniobras que entran en el juego de eso que se llama ahora comunicación no verbal, que alguien ajeno al asunto sería incapaz, no solo de traducir sino, incluso, de percibir. Para que el dueño del establecimiento consiga el éxito comercial, sin embargo, no debe fiarlo todo al proceder de un solo dependiente, sino tener especialistas no tanto en el género que vende como en el trato con cada tipo de clienta que entre en su tienda.
«—¡Ah, señor!, reconocí al instante su carácter de mujer excéntrica que gusta de ser notada. Cuando ha visto que todo el mundo miraba su mantón, me dijo: "Decididamente, quedaos con vuestro coche, señor; os compro el mantón". Mientras que el señor Bigorneau —añadió señalando al dependiente novelesco— iba desdoblando mantones para enseñárselos, yo examinaba a mi cliente, que os estaba mirando para averiguar qué idea os formabais de ella, y advertí que se ocupaba mucho más de vosotros que de los mantones. Las inglesas tienen una falta de gusto (no se le puede llamar un gusto) particular; no saben lo que quieren, y se deciden a comprar las cosas más bien por una circunstancia fortuita que por propio deseo. He conocido en esta a una de esas mujeres aburridas de sus maridos y de sus hijos, virtuosas a pesar suyo, a la caza de emociones, y siempre en actitud de sauce llorón...»
Pierre Grassou

El certamen de pintura en el que un jurado escogía los cuadros a exponer, y que después el público podía votar, conseguía reunir obras infinitamente mejores que la nueva edición, en la que no había ninguna elección previa: las buenas obras, si las había, se extraviaban entre la ingente cantidad de cuadros mediocres o directamente execrables,
«Cuando, doce años antes, La cortesana de Ingres y la de Sigalon, la Medusa de Géricault, La matanza de Scio de Delacroix, El bautizo de Enrique IV de Eugène Devéria, admitidos por celebridades a quines se tachaba de envidiosos, demostraban al mundo, no obstante las denegaciones de la crítica, la existencia de paletas jóvenes y ardientes, no surgía protesta alguna. Ahora, que el más insignificante pintorzuelo puede enviar su obra, no se habla más que de genios incomprendidos. Donde ya no hay juicio, deja de haber cosa juzgada».
todo ello certificado por una crítica voluble y desvergonzada que, con tal de justificar su propia existencia, era capaz de las calificaciones más aberrantes. 

Otros posts relativos a La Comedia humana obra en este blog:
La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen I
La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen II
La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen III
La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen IV

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen V
La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VI
La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VII
La Comedia humana. Escenas de la vida de provincia. Volumen VIII

Es de suma utilidad la consulta puntual al recurso de la Lista de Personajes de La Comedia humana

20 de abril de 2020

Los palimpsestos

Los palimpsestos. Aleksandra Lun. Minúscula, 2015
Desterrados de la lengua o exiliados voluntariamente. Por pura supervivencia o por razones estéticas. El fenómeno del escritor que escribe en una lengua que no es la suya es un prodigio extraño y de difícil justificación —al menos para el que nunca se ha planteado una forma de expatriación semejante—. Algo debe saber acerca de ello Aleksandra Lun, la traductora —una forma de extrañamiento lingüístico en sí misma— y escritora de nacionalidad polaca, formación académica en lengua española y autora de este libro, Los palimpsestos, en castellano —y que domina el catalán escrito como pocos aborígenes—.

«La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa»​ es una de las frases más famosas de Karl Marx; dos géneros a los que la seriedad y la circunspección del alemán impidió añadir la comedia. Lun podía haber escogido cualquiera de ellos para escribir acerca del exilio lingüístico pero, por suerte para los lectores, escogió formalmente el último, y compuso un relato de corta duración pero, camuflada en su jocoso desarrollo, con bastante más enjundia que la manifiesta en su superficie. Y para alguien que fue educado de forma impuesta en una lengua distinta de la que hablaba en casa y que tuvo que buscarse la vida para alcanzar un nivel académico aceptable en su lengua materna —y que sigue expresándose, al menos por escrito, mejor en la adquirida que en la propia— pero que, a pesar de ello, no ha desarrollado ninguna fobia especial hacia ninguna de ellas, la ironía desplegada por la autora es un trago de agua fresca después de atravesar un desierto.

En todo caso, ni yo soy Czeslaw Przesnicki ni he escrito una primera novela —un estrepitoso fracaso en todos los órdenes— en antártico; no he pasado por la situación perentoria de estar recluido en un manicomio en Lieja —en Bélgica, un país, por cierto, con dos idiomas cooficiales irreconciliables— en compañía de un cura polaco; no he huido de la Polonia post-soviética ni he tenido que soportar la doble acometida de mis colegas de profesión: de los autores del polo sur por haber escrito una novela en su idioma en lugar de, como le dicen estos, traducir sus obras al polaco para que pudieran influir en una cultura tan secundaria, organizar conciertos folklóricos gratuitos de música polaca o salir en reportajes de cocina autóctona; ni de los escritores de mi lengua materna, que me acusan, con la misma virulencia, de traidor por haber abandonado la lengua de mi patria.

Czeslaw está convencido de que escribir en una lengua extranjera es un fenómeno ineludible. Su psiquiatra, en cambio, pontifica desde su sitial que toda lengua determina una cultura; si se escribe en una lengua extranjera ya no se pertenece a ninguna cultura, y eso es intolerable: "¿os creéis que os podéis inventar lo que os dé la gana, y escribirlo en el idioma que os apetezca"?

Y así pasan los días, en un arresto de duración indeterminada y con dudosa rehabilitación, entre sus lecturas de Enrique Vila Matas, Javier Cercas, Nicanor Parra, Luis Cernuda, Mario Vargas Llosa o José Ortega y Gasset, y las visitas de otros reclusos culpables de su mismo delito: Vladimir Nabokov, Samuel Beckett, Jerzy Kosinski, Émil Cioran, Joseph Conrad, Karen Blixen, Eugène Ionesco o Agota Kristof.

Los palimpsestos en un artefacto bastante más peligroso de lo que parece.

17 de abril de 2020

La tinta de la melancolía

La tinta de la melancolía. Jean Starobinski. Fondo de Cultura Económica, 2017
Traducción de Alejandro Merlín. Epílogo de Fernando Vidal
Since brass, nor stone, nor earth, nor boundless sea,
But sad mortality o'er-sways their power,
How with this rage shall beauty hold a plea,
Whose action is no stronger than a flower?
O, how shall summer's honey breath hold out
Against the wreckful siege of battering days,
When rocks impregnable are not so stout,
Nor gates of steel so strong, but Time decays?
O fearful meditation! where, alack,
Shall Time's best jewel from Time's chest lie hid?
Or what strong hand can hold his swift foot back?
Or who his spoil of beauty can forbid?
O, none, unless this miracle have might,
That in black ink my love may still shine bright.
William Shakespeare, soneto 65
La tinta de la melancolia (L'Encre de la mélancolie, 2012) es el título bajo el que se recogen varios textos del ensayista francés, incluida su tesis doctoral, relativos a la melancolía.

En primer lugar, Starobinski busca rastros relativos a  la melancolía entre los autores antiguos, cuyo punto de vista parece aportar remedios de una temprana psicoterapia y aboga por la adecuación de la existencia a la ley natural. Para Homero, es una forma de autofagia cuando se ha perdido el favor de los dioses. Los escritos hipocráticos, que son los primeros que citan la melancolía por su nombre, la atribuyen a un exceso de bilis negra y en atribuirles causas físicas. Celso introduce en el tratamiento una psicoterapia de estímulo consistente en conmocionar al enfermo. Sorano de Éfeso sitúa su origen en el esófago y es partidario de combinar remedios físicos y psicoterapéuticos. Areteo de Capadocia intuye la imposibilidad de cura y apuesta por remedios paliativos. Galeno, finalmente, fija la descripción y la definición de la dolencia a través de la teoría de los vapores.


El cristianismo aporta el concepto de acedia, traspasando al terreno religioso —la acedia es pecado— la enfermedad somática y la atribuye a la intervención del diablo. Hildegard von Bingen remonta su origen a la expulsión del paraíso y prescribe únicamente remedios naturales. Constantino El Africano aboga por la combinación de medicamentos con el cambio de estilo de vida. El Renacimiento fija su carácter positivo para el poeta, el príncipe y el filósofo, abogando por paliar los efectos negativos pero manteniendo, para los oficios creativos, la base temperamental. Sydenham apuesta por medicamentos energizantes y el ejercicio físico severo. Hoffmann la considera una afección local del cerebro. Lorry distingue la "melancolía nerviosa" de la "melancolía humoral".


La época moderna coincide con el descubrimiento del papel funcional del sistema nervioso y con el abandono progresivo de la teoría humoral. Pinel aconseja un tratamiento psicológico como apoyo al tratamiento médico, mientras que Esquirol habla de una "tratamiento moral". Esa ampliación del foco terapéutico trae consigo el incremento de los métodos y comienzan a prescribirse, con más buena intención que por razones científicas, la gimnasia, los viajes, los balnearios, la música y otras innovaciones terapéuticas.



La sospecha de la predisposición hereditaria favorece la aplicación de la terapéutica combinada: física, buscando la raíz orgánica, y psíquica, actuando contra la conducta disfuncional; pero los remedios farmacológicos, en particular los opiáceos, son los que suscitan mayores esperanzas.

En el siglo XVII (1621), Robert Burton compone el primer tratado monográfico y completo sobre la enfermedad: la Anatomía de la melancolía. Aparte del análisis de todas sus variantes, Burton, ya desde el prólogo de la obra, irónico como pocos teniendo en cuenta el tema, aboga por una relación estrecha entre melancolía y sátira, adjudicando a aquella la ironía romántica y prescribiendo como remedio infalible ver la propia imagen en el espejo. Burton hace patente, asimismo, la distinción entre el tiempo real, exterior, teatral, veloz, el tiempo de una farsa irreal, y el tiempo melancólico, interior, subjetivo, fúnebre, aletargado, inferior; esta diferencia temporal ubica al melancólico fuera de la escena y le habilita para censurarla, circunstancia que configura un privilegio. Y aunque tenga poco que ver con el tema principal, son estimulantes las relaciones cruzadas entre Burton, Bayle y Montaigne: el uso de la cita como confesión de la insuficiencia intelectual propia, pero también como autoridad incuestionable; y el reconocimiento a Demócrito de Abdera.


En el siglo XVI se introduce el vocablo psicología como contrapeso al de fisiología —psychologia, relativo a De anima y phisiologia, relativo a De natura—, pero su objeto dista mucho del concepto actual; se refiere a las facultades del alma y su relación con el cuerpo, aunque algunos tratados contienen verdaderos catálogos de enfermedades mentales e inician la exclusión del campo de estudio de numerosos transtornos medievales como la brujería y la posesión diabólica y su absoluta distinción con la melancolía.


La nostalgia (Heimweh) comienza a ser considerada como objeto médico en el siglo XVII. El Desiderium patriae como adyacente al Desiderium amoroso, debido al cambio en las condiciones físicas. A principios del siglo XX se desecha la concepción psicosomática antigua, tras alcanzar su apogeo en el Romanticismo, y es recogida por la psiquiatría como una carencia socioafectiva.


En busca del rastro y la huella que el estado melancólico ha dejado en la historia de la literatura, Starobinski centra su mirada en algunas de las obras en las que la disfunción adquiere un papel relevante, sea como objeto de estudio o como premisa en su redacción.


En primer lugar, advierte el carácter generador de cierta categoría de literatura del exilio y del sentimiento apátrida que posee la Eneida.

Los cuentos de hadas podrían considerarse como una versión satírica de lo sagrado, pues son capaces de acentuar el papel del sarcasmo y parodia de una época desde la libertad y la impunidad que proporciona la fantasía; pero reivindica también su rol  en lo referente a la huida de la realidad como remedio a un estado melancólico, una especie de intervención terapéutica a través de la palabra, originalmente hablada, citando como ejemplo La Princesa Brambila, E. T. A. Hoffmann. Una función parecida reclama para el género teatral en su cometido de establecer la frontera entre el actor y el papel representado, como sucede en las obras de Carlo Gozzi.


El repliegue hacia el yo de Kierkegaard dada la incompletitud de la existencia, con el consiguiente incremento del poder de la reflexión, provoca más sufrimiento que el de la existencia desnuda. El tormento que se halla detrás de la máscara que utilizamos para nuestras relaciones con los demás es considerado por el danés como hastío o melancolía.


Ante la inviabilidad de la vida soñada, Baudelaire recupera la idealidad del sujeto frente a la realidad sórdida y la muerte como remedio a esa dicotomía maldita. Su intuición poética adjudica al spleen lo que posteriormente será atribuido a la melancolía.


El arte del siglo XX, aunque rompedor por definición, insiste en la presencia de estatuas en su representación icónica de la melancolía; entre las varias razones que ensaya Starobinski, se encuentra la ceguera con respecto al mundo que las rodea.


Jules Cotard, a finales del siglo XIX, propone dos tipologías con respecto al enfermo de melancolía: los "negadores", poseedores de una convicción negativista de la realidad del mundo exterior e incluso de su propia existencia, con la presencia constante del delirio, una hipocondría que puede llegar al intento de suicidio debido a un fuerte sentimiento de inmortalidad; y los "perseguidos", afectados de una melancolía ansiosa de carácter paranoico (esquizofrenia paranoide).


Finalmente, en el apartado que denomina propiamente "La tinta de la melancolía", Starobinski efectúa un repaso a la presencia de la melancolía en la literatura: el vacío de Baudelaire, Montaigne, Rousseau, Goethe y Valéry; la espera en el Quiijote; la relación, literaria y personal, de Madame de Staël con el suicidio por amor; el papel de la fatalidad y la omnipresencia de la muerte en la obra de Pierre-Jean Jouve; y, finalmente, la metafórica piedra de Caillois, perfecta por su ausencia de vida.

13 de abril de 2020

La vida no es una biografía

La vida no es una biografía. Pascal Quignard. Shangrila Ediciones, 2020
Traducción de Manuel Arranz



A pesar de las apariencias, existe otra vida que se oculta tras la que se puede contar, otra configuración de la existencia que se puede intuir pero no materializarse en un objeto comunicable. Existe porque la sentimos inherente a eso que llamamos yo, porque caemos bajo el huidizo hechizo que la concreta, que la certifica como verdadera y real, aunque jamás podremos acceder a ella, aprender de sus lecciones o motivarnos con su ejemplo. Es un peso muerto que estamos condenados a arrastrar y cuya masa no hace más que incrementarse; un yo virgen sin antecedentes, sin acontecimientos, sin recuerdos; un estado en el que no nos reconocemos o no queremos reconocernos, ineludible, cuyo objeto es provocarnos la nostalgia por lo existente y cuyo relato es imposible porque, en caso contrario, sería como una autobiografía de lo no vivido; porque no contendría lo que no sabemos que somos, tan distinto de lo que somos en realidad; ni los planes que no sabemos que no se han cumplido ni el propio sujeto, un nosotros que jamás hemos sido capaces de identificar y del que estamos más lejos cuanto más vivimos. Las relaciones entre estos parámetros son el objeto de La vida no es una biografía (La vie n'est pas une biographie, 2018), uno de los últimos trabajos de Pascal Quignard.
«Tengo la impresión de estar intentando rescatar una prenda que dejaron escapar mis dedos infantiles. 
Luego mi voz enmudece. 
Es preferible escribir. Así se habla algo menos. Y se solloza más. No hay nada que tiemble. El grito de ahoga». 
Revela el mito que al final de la existencia atravesamos el Aqueronte embarcados en la nave de Caronte para alcanzar la morada definitiva. La imagen es muy poética y presupone una existencia después de la existencia, colmando nuestras ansias de vida cuando ya hemos apurado su cáliz hasta las heces —algunos mitos, incluso, deslumbran a los incautos con la promesa de una vida después de la vida, venturosa y eterna, en función del ajuste del  comportamiento a un código de normas, absurdas e irrazonables, dictadas por un ser impredecible, atrabiliario e inconstante—, cuando el recuerdo está a punto de desaparecer y nos vemos en el límite del abismo de la no existencia. Sin embargo, la realidad, insobornable, despierta la intuición de que la verdadera travesía del Aqueronte, el genuino viaje sin retorno a los infiernos tiene lugar justo al nacer, cuando se abandona la placentera no existencia para recalar en la orilla de la vida en una extravagante huida hacia el origen —desnudo, desvalido y sin recuerdos—, donde nos esperan el infortunio y el vacío.
«Escribir. Desaparecer en la lengua hablada por el grupo sin pronunciar una sola palabra de ella. Sin mirar a ningún rostro.
Y luego leer. Leer se pone al servicio de un canto conmovedor que tampoco necesita despegar los labios, pero que resuena en la psique mientras el cuerpo retrocede y alcanza la curvatura calcificada, rígida, blanca, protectora del huevo».
La forma más segura de estar presente es hacerse invisible, mimetizarse con el entorno hasta que se pierda la percepción, sumarse a la ausencia de los ausentes, callado, inmóvil como el pez nadando a contracorriente, como el ave planeando contra el viento, ¿por qué no como el hombre avanzando hacia su nacimiento, hacia la ceguera, es decir, la oscuridad por deslumbramiento, como la ablepsia de quien mira ininterrumpidamente al Sol durante demasiado tiempo? Solo en el afán de citarse con el origen —empeño imposible pero no por ello menos codiciable—, es decir, de abandonar la comodidad de la corriente favorable, podemos hurgar en todas las circunstancias, impuestas o azarosas, que han determinado el trayecto recorrido, y en la arqueología de nuestros deseos y de nuestros rencores; acceder al laboratorio de la conciencia y naufragar, definitiva pero honrosamente, en la corriente de la  realidad.
«“No podemos sumergirnos ni siquiera parecidos en lo idéntico y lo idéntico mismo no es un parecido”.
Este es el teorema de la biografía imposible».
Sumergidos en el río de Heráclito, nosotros somos el objeto, el curso de la inmersión es nuestra trayectoria y el río nuestra biografía, y no ese intento infructuoso de búsqueda de nexos causales, sin intervención de la voluntad ni de la experiencia, entre acontecimientos,  cuya única des-conexión es debida al azar. El espejo de Saint-Réal no sirve; si acaso —aunque no es seguro, depende de las manos que lo enarbolen— el de Rodoreda.
«El aprendizaje de la lengua es un acto voluntario (una servidumbre a la que el niño termina por consentir) después de haber sido una metamorfosis pasmada ante los melindres virtuosos del rostro de la madre. Ahí es donde hay que situar no solamente el problema sino también el análisis que lo resuelve o al menos lo desenreda: quizá sea necesario a una vida humana desimbolizarse de lo simbólico. Abandonar la lengua del grupo. Olvidar a la madre y su objetivación en el espacio y su toma de poder a lo largo de la infancia. Volver a una inmersión más libre en la pulsión más allá de lo visible, más allá de los objetos, más allá de los cuerpos. (Más biótica. Más hipnótica. Más onírica. Más ágrafa. Más errática. Más nocturna.) 
Solo vivirás con la condición de dejar de tratar de descubrir lo que eres (si te non noveris)»
Los sueños, al contrario que el pensamiento, no necesitan del lenguaje. Por eso, su formulación es un intento vano de traslación a una dimensión ajena: el lenguaje, capaz de expresar el mundo, se retira con vergüenza ante su incapacidad para expresarlos, y mucho más para descifrarlos, porque no existe, ni siquiera en lenguaje matemático, idoneidad para convertirlos, en su complejidad, en relato, porque configuran una circunstancia en la que la identidad queda diluida y, por tanto, la entidad denominada yo es indefinible.

El camino se limita al recorrido ya realizado, a la senda que nos queda atrás; por delante, no existe camino, solo incerteza, incógnita, amenaza. Por esa razón es tan fácil volver al lugar donde todas las profecías se han descodificado; las amenazas, desactivado; las incógnitas, despejado; las incertidumbres, certificado. Lo único imposible es subsanar los errores; esta es la razón de la invención del pecado: una falta que no se puede subsanar pero que, a cambio, se puede perdonar una vez convertida el relato.

«No podemos más que amontonar lenguaje en el lenguaje pues él fue el principal vehículo del envenenamiento del aire, luego del encarcelamiento, inmediatamente después de su choque con el aire. 
Esto es lo que significa re-vocar la voz, para hablar como la Sibila de Cuma, la voz tan frágil, tan fortuita, tan vulnerable, a las puertas de la gruta del Infierno. 
Re-vocar la voz (vox) es des-viar la vía (via).
Re-vocare la voix (vox) c’est re-révoyer la voie (via)».
Cuando algo adquiere significado queda habilitada la expresión; sin embargo, ¿cuál es el origen, cuando aún no existía significado? ¿Una forma arcaica, inaccesible, de expresión —la palabra creadora del Dios del Génesis— o una irrastreable no-expresión? ¿Existe una cola, en el mundo intangible, de no-expresiones pendientes de significado o, simplemente, a través de un proceso parecido a la sustitución, cada vez que se revela un significado, una no-expresión generada ab ovo toma el lugar que ha dejado libre la ya descodificada?
«En ocasiones corremos hacia nuestra propia derrota cargados de razón. En ocasiones, hay que correr hacia ella, porque hay que darse prisa, hay que pasar a otra cosa. La derrota puede ser un atajo. A menudo es preferible renunciar al honor y a la buena imagen social que se reivindica en él, y preferir el vigor de un nuevo ataque, el esplendor angustioso e íntimo de una nueva creación».
La biografía es el intento vano de convertir la vida en un relato: vano porque es imposible conocer aquello que no fue explícito, que no pudo ser aprehendido por ninguna estancia exterior al sujeto; vano porque el lenguaje no es suficiente para expresar la complejidad, la multiplicidad de pliegues del tejido de la experiencia; vano porque la vida no posee ningún sentido teleológico, ni objeto ni dirección; vano porque la existencia está construida por mucho más que palabras, por elementos intraducibles al lenguaje, por circunstancias que no dejan ninguna huella externa y que se desnaturalizan al intentar trasladarlas al ámbito de la lengua; vano porque carece de significado intrínseco.

Cuando alguien explica cómo es un objeto, puede hacerlo con tal nivel de detalle que no llegue a existir ninguna diferencia entre el objeto y su descripción; por contra, ¿cómo se explica, con un nivel semejante de completitud, qué es el vértigo?

«Empezamos nuestra estancia en este mundo abandonando violentamente otro. Una mujer empuja, empuja para que salgamos. Hay que saber emigrar. Hay que saber divorciarse. Hay que saber dimitir, hay que saber engancharse y desengancharse. Hay que saber largarse y huir a todo correr. Hay que saber borrar las huellas para desorientar al perseguidor. Hay que saber salir pitando como un ciervo. Hay que saber alzar el vuelo como un pájaro diurno. Lanzarse en picado sin hacer el menor ruido, moviendo apenas las alas desplegadas, abiertas como una rapaz nocturna que confía el silencio de su vuelo a las brisas de la noche. Vivir es saber abandonar las funciones de la vida y la idea que uno tiene de su vida e incluso la idea de la duración de su vida».
Vivir es andar tambaleándose de derrota en derrota. Vivir es lo que sucede entre derrota y derrota.

La biografía es a la vida lo que el relato de lo soñado es al sueño, la traducción imposible del hecho —no del objeto— al relato. La biografía y el relato de lo soñado son un recorrido, un camino, un trayecto; la vida y el sueño son una evasión. 

«Estos dos axiomas debemos pensarlos conjuntamente. Las lenguas no son organismos vivos. El hombre dormido no es un hombre muerto.
El sueño no es una sombra. El sueño toca a la sombra en el otro mundo y una vez ha vuelto a este mundo y atracado en su orilla de luz a menudo se deshace».
El sueño se olvida —se pierde— si no se toma nota nada más despertar, se dice. En 
realidad, el sueño se pierde siempre porque su naturaleza es extratemporal. Al anotarlo, especulamos con la ilusión de atraparlo, de temporalizar su extratemporalidad, pero lo que conservamos, por más detalladamente que lo hayamos anotado, es el relato —tiempo— del sueño —no-tiempo—, ni mucho menos el sueño en sí mismo.


La vida se olvida —se pierde— si no se toma nota después de cada suceso, se dice. En realidad, la vida se pierde siempre porque su naturaleza es extratemporal. Al anotarla, especulamos con la ilusión de atraparla, de temporalizar su extratemporalidad, pero lo que conservamos, por más detalladamente que lo hayamos anotado es el relato —tiempo— de la vida —no-tiempo—, ni mucho menos la vida en sí misma.
«La muerte violenta, después del enfrentamiento, transforma a los contendientes en presas y predadores.
La biografía hace de los onar, hypar. 
La retrodicción hace de las potencialidades, causas. 
El lenguaje arranca la vida a su corazón de sueño. Abre un camino en lo más profundo del bosque primario. 
Entonces el sueño sustituye al trauma (a la carencia, a lo perdido). 
El lenguaje sustituye a la pérdida (a la pulsión de muerte, al duelo). 
El relato sustituye al enigma (a Eros, a Caos). 
El pensamiento sustituye al sueño (al juego, al arte, al emplazamiento vacío)».
¿Y si, en lugar de anunciar sucesos futuros, profecías sobre lo que está por venir, los sueños no fueran sino reformulaciones del pasado, reimpresiones de lo que ya ha sucedido, el despliegue de las múltiples posibilidades de lo ya ocurrido o, al contrario, su encapsulamiento definitivo, reescrituras de sucesos, palimpsestos sobre protocolos olvidados, prolongaciones de aquello que registraron los sentidos, reformulaciones de procesos inacabados, la acción de la levadura sobre la harina cuando se deja reposar la masa, impresiones del deseo sobre la invulnerabilidad de la realidad? ¿Son intercambiables, se puede hablar de patrones compartidos por todas las especies que sueñan o por distintos individuos de la misma especie? ¿Es de la misma naturaleza natura, participio de nasci, en cuanto a proceso, no a objeto— el sueño del Neanderthal que el del homo abductus? ¿Y el de los individuos encerrados en la caverna de Platón que el de los hombres libres? ¿Y si fueran, generados en ausencia de lenguaje, los rastros vívidos de la vida antes de la vida, de nuestra no-existencia intrauterina, pasos imprescindibles para un cerebro en formación a la búsqueda de identidad —igual que esta, los sueños son ferozmente individuales, no pueden ser compartidos ni divididos, son una experiencia psíquica «más individual que la conciencia», el único rastro palpable de la carrera hacia el origen antes del origen?
«El sueño es un pensamiento que no sabe que está pensando. Es una salida corporal del cuerpo que se erige y se despliega y se aventura cuando el volumen del cuerpo completamente anquilosado, inmóvil, abandonado a su circuito sanguíneo, al jadeo apático de su respiración, a la relajación deliciosa de sus músculos, duerme».
Aprendemos a decir yo antes de comprender lo que significa y de ese modo abrimos un atajo para, probablemente, jamás poder volver al camino principal; siempre encontraremos obstáculos que nos lo impedirán y, tal vez, si damos con él de manera fortuita, lo evitemos al no reconocerlo. Igual que la lengua en la que hemos aprendido a nombrarlo, también robamos su significado y así seguimos, de prestado, toda nuestra existencia. 
«¿Cómo se atreve uno a decir “yo” hablando de sí mismo, cómo encontrarnos en ese “yo”, nosotros que no tenemos más que un sexo de los dos, y tan poca autonomía en nuestros proyectos, y ninguna identidad en nuestra doble fuente? 
Para que podamos reconocernos tenemos que ver en nosotros a alguien que hemos conocido antes de vernos a nosotros mismos. 
¿Cómo decir yo sin una lengua adquirida en otros labios donde la hemos recogido después de haberla robado?
¿Cuándo somos yo?»
La vida es un estado terminal, estable en la materia, un punto de su organización, pero solo en el plano teórico porque justo cuanto se materializa en un vivir pierde por completo su estabilidad y se desenvuelve entre el azar y la necesidad, para lo cual es imprescindible acepotar el estatus de imprevisibilidad al carecer por completo de patrones. Cualquier intento de sistematizar esa imprevisibilidad está condenado al fracaso, de ahí la inutilidad del psicoanálisis —aunque recurra a símbolos inventados y a procesos irrastreables para demostrar sus sofismas— en su intento de establecer relaciones causales en un sistema cuya supervivencia se sustenta en el caos. El error ab initio del psicoanálisis es bucear en la biografía —en el relato— en lugar de tomar como referencia la vida —el hecho—; es decir, haber confundido biografía y vida.
«Cada mujer, cada hombre ha experimentado hasta qué punto volver la mirada atrás, por llenos de lágrimas que estén los ojos, fabula. 
Como los bruscos flashes que finge lanzar la memoria cuando se la convoca en el presente son la mayoría de las veces disparados, mediocres, incongruentes. 
Carbonillas que incendian el emplazamiento, o que queman y ciegan la mirada.
Jirones desparejos. La ley de la inversión es simple: cuanto más convincentes más mentirosos».
Habría que preguntarse si el sentimiento que embargaba al aislado y ágrafo hombre de las cavernas, que conocemos con el nombre de amor romántico, puede asimilarse al del hombre actual; en el primer caso, hablamos de vida, en el segundo, de biografía. En el mismo momento en que damos nombre a un sentimiento ya cambiamos su naturaleza porque este nombrar actúa de forma retroactiva sobre el sentimiento original aún-no-nombrado. Pero ¿cómo prescindir del lenguaje?
«¡Filósofo, tira todos tus conceptos, tus representaciones, tus tradiciones por sutiles que sean, renuncia a todas esas boyas hinchadas de belleza y de vacío, salta!»
Después del alumbramiento, el recién nacido queda expuesto a una multitud de estímulos que no puede procesar; Quignard los agrupa en cuatro categorías: símbolos, imágenes, esquemas y enigmas, categorías que irán modificándose a medida que se vayan superando las sucesivas etapas de maduración, un proceso que parece culminar cuando queda establecida de forma definitiva la entidad denominada yo y que depende de la capacidad de traducir el contenido de esas categorías a una lengua reconocible; así, aquellos contenidos que el psicoanálisis traslada al inconsciente por haber sido "reprimidos" —sean reales o maginarios— son únicamente elementos para los que no se ha encontrado aún una traducción;
«Cada sujeto es de aquello que no ha recibido de su tiempo ni del lugar, de aquello que no ha percibido en razón del deslumbramiento de la luz, de aquello que no ha retenido del lugar cuando lo ha encontrado, a continuación cuando se ha puesto de pie, a continuación cuando ha empezado a andar, de aquello que no sentía en aquello que observaba, de aquello que no sentía en aquello que sentía, de lo que no encontraba en lo que engullía. Este no-encuentro es la estructura misma del sujeto en su vida, en su cuerpo, en su sexualidad, en su carácter, en su humor, por supuesto en su conciencia, y todavía más en el interior de aquello que él cree que es su propio pensamiento»;
Según esa tesis, la madurez se alcanzaría cuando fuera posible esa traducción completa aunque nada ni nadie garantiza su consecución.

Corolario: solo si la vida tuviera algún fin podría ser relatada y la biografía sería posible.

«El biógrafo remienda en vano el sudario irreparabilis. Cadáver en alemán se dice Laichnam: tejido del cuerpo. Punto del cuerpo. El biógrafo coge sus agujas, su dedal, sus tijeras, sus madejas de hilo. Cose, pregunta, borda, se detiene, retoma, simula reparar la tapicería, reorganizar los hilos de color, configurar un motivo, mientras que el tiempo es lo irreparable en acto. 
La vida es lo irreparable».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios
Notas de Lectura de Pequeños tratados
Notas de Lectura de Las lágrimas