26 de junio de 2023

Herencia y filiación



Herencia y filiación

Entrevista con Pierre Michon por Dominique Viart 

Dominique Viart: Nuestra conversación estará dedicada esencialmente a las cuestiones de «filiación». Esta cuestión está presente en gran parte de su obra, aunque nunca en primer plano. Está ahí como con sordina: es un bajo continuo, por encima del cual se escribe el resto. A este respecto, he pensado incluso que se podrían considerar sus textos, junto con otros, muy diferentes, de Annie Ernaux o Claude Simon, entre los que forman la base de esta forma literaria actual que yo llamo narraciones de filiación. Su Rimbaud es un «hijo», las Vidas minúsculas aluden a ello, varios textos recientes evocan la figura materna… Tal vez podríamos empezar por esto: usted dedicó Vidas minúsculas a su madre, Andrée Gayaudon, ¿se trata simplemente del gesto de un escritor que agradece a su madre el hecho de existir en el momento de escribir o es un gesto más concreto? 

Pierre Michon: Me parece más concreto porque es su apellido de soltera. Es a mi madre joven a quien se lo dedico. Pienso a menudo en mi madre, cuya vida estaba, como la de todos nosotros, completamente arruinada. Fue para devolverle a mi madre el tiempo de la esperanza y de la juventud y al mismo tiempo, evidentemente, el tiempo en el que habría podido, yo, seducirla si hubiera sido una jovencita. 

D. V.: Al final de Rimbaud el hijo, está también esta referencia a la «madre que no me lee»… 

P. M.: Sí. Es la parte negativa, en esa ocasión. Es todo lo contrario de la dedicatoria a la joven de Vidas minúsculas. Es incluso una calumnia a propósito de mi madre. Quise hacerme el listo, quise hacer como Rimbaud, decir que mi madre no me leía. Es falso. Me leía y me lo dijo después. No estaba contenta, no me lo dijo, pero sé que se lo escribió a una de sus amigas.  

D.V.: ¿Es venganza hacia ella, es rabia? ¿Por qué esa mentira en el mensaje  final? 

P. M.: Para parecerme a Rimbaud. Para hacerlo más atractivo.

D. V.: ¿Para que se corresponda con el Vitalie Cuif descrito al principio del libro? 

P. M.: Eso es. Como Vitalie Cuif, como todas las mujeres que envejecían solas en el campo en aquella época, ella tenía ciertamente un lado necrófilo, siempre en el cementerio... Estas dos alusiones a mi madre en la dedicatoria de Vidas minúsculas y al final del Rimbaud el hijo son completamente antitéticas —ya lo he dicho—, ya que una está dedicada a una joven y la otra es un gesto de repudio contra una anciana. La segunda es una acción malvada, ya que mi madre no era, como Vitalie Cuif, alguien que no leyera mis libros. Al contrario, los leía con atención. Aunque no entendiera mucho de pintores, por ejemplo, los leía. 

Ella tenía, ciertamente, algunas cosas en común con Vitalie Cuif, pero no esa mezquindad. Esos puntos en común son simplemente los que compartían las mujeres del campo del siglo anterior hasta 1950 o 1960, cuando estaban solas. Ahora sólo les queda una especie de necrofilia, una manera de volverse ellas mismas hacia la muerte. Pero mi madre nunca cambiaría con sus propias manos, como hizo Vitalie Cuif, el ataúd de su hija, de su padre... Mi madre era básicamente buena y sociable. Era extremadamente sociable. Se vio obligada a vivir el final de su vida relegada, ya que finalmente la abandoné, yo también, como hizo mi padre. Como dijo una de mis amigas, pasó su vida en un pasillo. Tenía una especie de alojamiento encima del ayuntamiento de Mourioux, que era un pasillo con dos o tres habitaciones que daban a él.  

D .V.: Usted evocó, además, ese momento en que ella se fue al hospital mostrándole las Vidas Minúsculas, y diciendo que se fue con este libro para liberarle. 

P. M.: Exagero un poco en este texto: ella no me lo dijo, pero cuando vio que estaba al final del camino, que se iba al hospital, sus amigas me avisaron. Llegué al hospital, ella también acababa de llegar. En la camilla estaban las Vidas minúsculas, forradas de azul, como solían hacer los maestros en los viejos tiempos. Me conmovió mucho. 

D. V.: La madre no está sola en este parentesco insistente. Está el padre, también. Pero el suyo está ausente. es el que no está en las Vidas Minúsculas. Aparece un poco en el mensaje de Rimbaud el hijo. Pero, sobre todo, está presente en otra parte, tangencialmente: El Emperador de Occidente termina con estas historias de padres e hijos. ¿Es una forma de transponer la gran cuestión del padre, que ya ronda su primer libro, a otro universo, para considerarla de otra manera?  

P. M.: Sí, es una sofisticación de la cuestión del padre. Esta cuestión del padre es muy práctica para mí porque, de hecho, me las apañé para no tener padre, para rechazar cualquier paternidad. Al fin y al cabo, mi madre nunca me prohibió —aunque guardaba silencio absoluto al respecto cuando yo era niño, airada— que buscara a mi padre. Fui a ver a mis abuelos, como cuento en Vidas minúsculas. Escribí a mi padre en la época de Vidas minúsculas. Me dio una respuesta muy precisa. Primero me dijo: «En nuestro entorno no se dice “usted” a tu padre». Y terminó diciendo: «Me alegro de que me hayas reemplazado por tu madre», lo que no deja de ser extraño. Pero sigo con esta historia de la herencia. Tengo un hermanastro por parte de mi padre al que no conozco y hay una herencia de mi padre que está bloqueada desde 1990 porque la rechazo. Pero para rechazarla de verdad, habría que ir al ayuntamiento, hacer los trámites y demás. Yo no la quería, pero hace poco me envió un correo electrónico y le dije: «Escucha, mi querido hermano, finalmente, acepto». Pero no conozco a este chico.  

D. V.: ¿Por qué la acepta ahora y antes la rechazaba? 

P. M.: Porque ahora ya no soy tan dramático, me parece. Intento ver las cosas de forma más sencilla. Por ejemplo, si pienso en los grandes escritores vivos, nunca, con los que son mayores que yo, he intentado reunirme con ellos, escribirles, salvo con Louis-René des Forêts porque debía pasar por la editorial Gallimard, por Jean-Benoît Puech. Pero tras la publicación de Vidas minúsculas, nunca volví a escribir a des Forêts.  

D. V.: ¿Entonces las dos dedicatorias a Puech y des Forêts en Vidas minúsculass son simplemente agradecimientos por las relaciones que mantuvieron para la publicación del libro? 

P. M.: Sí, por su apoyo vital, porque, en aquella época, estaba realmente muy aislado. Puech lo leyó primero, le gustó mucho, se lo hizo leer a des Forêts, a quien también le gustó. 

D. V.: En El Emperador de Occidente, usted dice «el padre apartado crea un hijo visible». En este teatro interior, ¿la retirada del padre le permite ocupar su lugar?  

P. M.: Todo el escenario del cristianismo me sirve para eso. Con el padre ausente, Jesús... ¡ese soy yo! 

D .V.: En este teatro interior, usted proyecta una situación personal sobre la historia del cristianismo.  

P. M.: Sí, mi madre es perfecta; todas las demás mujeres son María Magdalena... Esta cuestión de la herencia no tiene sentido para mí. 

D .V.: ¿No siente que ha recibido cosas? 

P. M.: De mi madre, como dije al principio, recibí mucho. De mis lecturas, después, recibí mucho, pero sólo de los muertos. En cualquier caso, esté vivo o no un escritor, se lee a un muerto. Probablemente de forma patológica, sólo he aceptado consejos de los muertos o de los libros. Por ejemplo, si intentas hacerme entender cómo funciona un ordenador, como ya intentaron hacer hace 10 o 5 años, nunca lo conseguirás. Si cojo un libro y miro cómo funciona, lo entenderé enseguida. No soporto que alguien me enseñe algo. Es patológico.  

D .V.: Entre los escritores que menciona, hay uno que parece estar ausente y que sin embargo, cuando le leo usted, me parece que ha marcado profundamente su escritura: Georges Bataille. 

P. M.: Por supuesto.  

D. V.: ¿Puede decirnos algo sobre esta lectura de Bataille, sobre lo que saca de ella?  

P. M.: Artaud también fue muy importante. Bataille es alguien a quien conocía de memoria, a quien amaba apasionadamente. Bataille es una fuerza. Para la gente que no tiene una gran fuerza de carácter como yo, imitar a Georges Bataille es un suicidio, en el sentido de La imitación de Jesucristo, es un suicidio total. Yo no tenía las condiciones necesarias para ser Bataille, ni las condiciones culturales, ni mundanas, ni sociales. Era un tipo de la Chartes (La École Nationale des Chartes), que sabía cosas, que era un bibliotecario de alto nivel. Me faltaba algo. No tenía ninguna base para ser un heredero de Bataille.  

D. V.: ¿Le resultaba inaccesible la «soberanía»?  

P. M.: Eso es. Eso es exactamente: la soberanía batailliana me estaba vedada. Mi afectividad es demasiado cristiana o femenina para elevarse a esas alturas. ¿Llegó Bataille a ese nivel? En todo caso, sus textos sí. 

D. V.: ¿Pero sigue siendo, sin embargo, como una especie de tentación, un punto de fuga en la relación que mantiene con la escritura? 

P. M.: ¡Oh, sí! 

D. V.: ¿Quizás también con la existencia? En esta apuesta por uno mismo, esta confrontación a la vez con el riesgo y con lo sagrado que hay en el riesgo.  

P. M.: Sí, todo viene de Bataille. Pero Bataille forma parte de esta generación de tipo oracular: Bataille, Char... Estos tipos que, en cuanto hablan de Dioniso, se ponen los coturnos, y me parece que nuestra generación se burla de sí misma cuando se pone en el papel de Dioniso o de quien sea. Me parece que ya no nos atrevemos a asumir esta máscara de tragedia. 

D. V.: En esta generación «salida de Egipto«, que usted evoca en un bello homenaje a Olivier Rolin, ¿sería usted menos shakespeariano y más histriónico? 

P. M.: No, somos más shakesperianos porque lo shakesperiano es muy histriónico. Estamos más cerca de Shakespeare que de Esquilo. Ellos estaban más cerca de Sófocles. En mis libros hay muchas citas sin comillas y hay algo de Bataille.  

D. V.: Sí, he detectado algunas y, además, usted también pone el pie en la puerta a su lector evocando al Gilles de Rais de Bataille en Vidas minúsculas

P. M.: Sí, en efecto, tuve a este Gilles de Rais de Bataille aquel día del pugilato. Fue una especie de señal de los dioses.  

D. V.: Pero, al mismo tiempo, usted no escribe acerca de Bataille ni sobre Bataille, mientras que lo hace sobre Faulkner, sobre Beckett, sobre Balzac, sobre Flaubert... 

P. M.: Cuando escribo sobre Flaubert, Faulkner, Cingria, incluso Rimbaud, escribo sobre sus defectos. Encontrar los de Bataille es difícil. Aunque, sí, está su mundanidad, que podría criticarse. Por ejemplo, es un gran amigo de Leiris, a quien leo con mucha deferencia y mucha admiración. Leiris se emborrachó una vez en su vida, y esto es objeto de muchos remordimientos en La regla del juego. No creo que Bataille hiciera salir a un cura español de su confesionario y le sacara los ojos, o más bien que le pusiera el ojo yo qué sé dónde. También podría tomar los defectos de Bataille, pero todo el edificio se derrumbaría. A Bataille hay que venerarlo como a... Satanás. En cierto modo, Bataille es un Nietzsche exitoso, un Nietzsche que no se ha vuelto loco. Sigue siendo grandote. No podría haber sido un cualquiera, Bataille. 

D. V.: En su retrato filmado por Sylvie Blum, usted dice al principio que escribir le salvó de la tentación, del impulso de ser un asesino. En Bataille, también existe esta reflexión sobre el asesinato, pero en él se convierte en una especie de sacrificio, un acto fundador... 

P. M.: Bataille, siendo un gran erudito, fue inmediatamente consciente de que se trataba de un sacrificio fundador, pero si yo tenía miedo del asesinato, era también porque temía el sacrificio que habría fundado, tal vez en el horror, mi vida.

D. V.: El asesinato puede ser al mismo tiempo un gesto sacrificial, fundador, como lo plantea Bataille en sus textos, pero también puede ser una especie de impulso que pone fuera de sí, un acto de locura que no funda sino que destruye. 

P. M.: Sí, en ese sentido, en efecto, es un asesinato más Dostoievskiano que Batailliano lo que temía. Sí. 

D. V.: En este diálogo con Bataille y Dostoievski, la cuestión de lo sagrado y la de la gracia son también muy activas. Lo sagrado de Bataille es lo sagrado negro y lo sagrado de Dostoievski es una especie de sagrado culpable. 

P. M.: Sí, tiene razón, en Dostoievski no es un sagrado negro, porque está Cristo: Dostoievski conserva la presencia de Cristo, que es un misterio. 

D. V.: ¿Cómo siente lo sagrado, lo piensa siempre en relación con estas dos figuras, Bataille y Dostoievski? Con Dostoïevski, estamos más bien del lado de la redención, de la búsqueda del perdón, del sentimiento de culpa mientras que con Bataille, no hay sentimiento de culpa...  

P. M.: No, por supuesto, todo está alimentado por la Genealogía de la Moral. Hay un esfuerzo por deshacerse de todo vestigio cristiano.  

D. V.: Lo cristiano sigue resonando en usted. 

P. M.: Sí, no puedo deshacerme de ello. No puedo deshacerme de la idea de la salvación. No puedo. Es como un fondo de optimismo, algo que me impide hundirme en la nada, en la desesperación absoluta. La idea de la salvación, tal vez la de la fe, no lo sé. 

D. V.: O es lo contrario: el miedo al desencanto, a un mundo que estaría completamente desencantado, como dice Marcel Gauchet. 

P. M.: No, no es por encantamiento, no es por fantasmagoría. Tengo la convicción de que no vivimos para nada.  

D. V.: ¿Incluso cuando no escribe? Una vez usó esta fórmula: «Creo en Dios cuando escribo». 

P. M.: «Creo en Dios cuando pinto». Fue Matisse quien lo dijo.  

D. V.: ¿Se trata de una cita hecha en broma, o comparte usted a esta fórmula?  

P. M.: La comparto porque, cuando escribo, creo que actúa una potencia que me supera. Pero también creo en ella, reflexionando sobre lo que acabamos de decir, porque estoy más del lado de Dostoievski que del de Bataille. No quiero deshacerme del cristianismo. No sólo no quiero, sino que creo que para mí sería un suicidio. Creo que puede existir una gran violencia, pero también una bondad universal en la expansión del universo. Tengo que decirle que una de mis frases favoritas de Bataille, que también me digo a menudo, es: «Dios, si lo supiera, sería un puerco». A veces, cuando veía a mi madre, por ejemplo, durante su agonía, me repetía eso. ¿Cómo podría decir otra cosa? Y entonces ocurre algo, la muerte tranquiliza a la gente, se vuelve al ciclo universal. Al fin y al cabo, aunque sea feo antes de acabar, acaba bien.  

D. V.: Lo que usted dice ya no es estrictamente cristiano. También evoca muchas otras formas de religiosidad como el budismo.  

P. M.: Sí, pero me gusta el cristianismo. Como dijo Artaud: «Sí, pero el opio me arrasa»; sí, pero el cristianismo me arrasa.  

D. V.: Desde el punto de vista de estos fundamentos, usted está muy anclado en la civilización occidental.  

P. M.: Si hubiera nacido en China, no sucedería; es porque nací aquí. 

D. V.: Pero no es la misma escenografía, no es el mismo teatro interior.  

P. M.: Es cierto. 

D. V.: Esas religiones tienen una relación con lo sagrado y con el mundo. Nosotros tenemos aún una Trinidad, una especie de familia al fin y al cabo. mientras que en el budismo no hay historia familiar, o está muy fragmentada. 

P. M.: Sí, claro, y esta historia familiar me viene muy bien. Sí, es cierto que existe el budismo, pero yo habría encontrado otra cosa. Esos dioses, los pequeños bodhisattvas, el que está lleno de compasión, el que ama, el que es un poco cristiano en las orillas... Yo habría adoptado ése. Lo que el cristianismo ha llamado Amor es importante para mí. Me parece que está bien fundamentado. Esto viene de mi madre. 

D. V.: Los textos que escribe sobre la Edad Media y aquellos tiempos álgidos, cuando el cristianismo estaba ahí, en medio de aquella violencia y aquella aspereza del mundo, ¿son una forma de ir a buscarlo en un momento más intenso que el nuestro, en el que se ha diluido, dispersado, en un mundo descristianizado?  

P. M.: Sí, claro, pero fue por casualidad que escribí estos textos sobre la Edad Media. Eran encargos para unas becas: una beca en Irlanda, otra en Lozère y otra en la Vendée. Estaba comprando libros sobre esa zona y pensé: «Bueno, sí, la Edad Media, ¿por qué no?»; pero para la Vendée, dudé. Me dije «¿por qué no la Revolución?». No es del todo casual, porque de hecho he hecho textos medievales tres veces seguidas. Pero hay otra razón: hay muy pocas fuentes y, por tanto, mi bibliografía podría trapichear rápidamente en lugar de sufragarme la historia de la guerra de la Vendée entre los Azules y los Blancos... Además, fue por eso que estuve mucho tiempo sin escribir mi texto Los Once. No escribí este libro porque tenía tanta documentación que empecé a escribir novelas históricas como Dominique Fernandez... Tonterías... 

D. V.: No podía reinventar las cosas. 

P. M.: Sí, no necesito tener un documento. Lo que voy a decir tiene que ver  con la herencia, pero al final, una novela muy precisa y muy bien informada, demasiado bien informada sobre la Revolución Francesa, corre el riesgo de ser pésima —y todas lo son—. Los dioses tienen sed, de Anatole France, no hablemos de ella, pero ha habido otras recientemente, no sé cuáles. Mientras que una obra de teatro, falsa de principio a fin, que atribuye a Danton lo que dice Robespierre, o que atribuye a Fabre d'Églantine lo que hace Marat, el Danton de Büchner, que es históricamente falso, ¡es todo un logro! Pero ahora no podría permitirme hacer un texto como ese, tan falso.  

D. V.: ¿Porque estamos demasiado bien informados? 

P. M.: Porque estamos demasiado bien informados. 

D. V.: De hecho, su relación con el archivo, de la que tan bien hablaron con Arlette Farge, ¿hay que usar un poco de archivo, pero no demasiado? 

P. M.: ¡Sobre todo no demasiado! Por ejemplo, cuando escribí Señores y sirvientes, no sabía nada de Watteau. Leí únicamente el catálogo de la exposición de 1981. Y ya está. Perfecto. Y por cierto, en la contraportada de mis libros sobre pintores, digo que los llamo así, pero que no se trata  realmente Watteau, no se trata realmente de Goya… A veces me han acusado de tener fetichismo por el archivo, mientras que a mí el archivo me importa un bledo: sólo finjo. 

D. V.: En cualquier caso, es provocativo. tiene que haber un poco de archivo y, de hecho, usted no escribe sobre el presente, por ejemplo. 

P. M.: ¿Y al final de Cuerpos del rey, no escribo sobre el presente?

D. V.: Sí, es verdad. ¿Es ésta la dirección que quiere seguir ahora?  

P. M.: Es en esta dirección que puedo mantener el control en mis manos. Estoy harto de estos trucos arqueológicas. A partir de ahora, no más herencia, no más transmisión, una especie de cuerpo presente, un cuerpo del presente, que está completamente descentrado como todos nosotros.

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Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista Héritage et filiation. Entretien avec Pierre Michon par Dominique Viart, publicado originalmente en la revista Roman, 48, 2009 por Éditions Société Roman. 

ISSN 0295-5024 

ISBN 9782908481679  

DOI 10.3917/r2050.048.0013


Disponible en https://www.cairn.info/revue-roman2050-2009-2-page-13.htm 


La imagen de la cabecera es de Sophie Bassouls/Corbis

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

21 de junio de 2023

Pascal Quignard, premio de la Bibliothêque nationale de France 2023


Pascal Quignard, galardonado con el premio de la Bibliothêque nationale de France 2023

Comunicado de prensa de la Bibliothêque nationale de France

En su decimocuarta edición, la Bibliothêque nationale de France ha concedido su premio literario a Pascal Quignard.

Autor de una obra considerable y magistral —Todas las mañanas del mundo, Villa Amalia, El sexo y el espanto o el ciclo Último Reino, cuyo primer volumen, Las sombras errantes, obtuvo el premio Goncourt—, este virtuoso de las letras mantiene una relación estrecha con la Bibliothêque nationale de France, a quien confió sus archivos hace cinco años.

«Es una de las obras más exigentes y singulares de la literatura francesa contemporánea la que el jurado del Premio de la BnF ha elegido honrar este año. Explorando todos los campos de la creación literaria, Pascal Quignard nos invita, libro tras libro, a concentrarnos en la esencia de una felicidad no necesariamente dichosa, derivada del lúcido Carpe diem de Horacio, para dar testimonio del peso innegable de la literatura en nuestras vidas». Laurence Engel, Presidente de la BnF

«Ya era hora de que la BnF rindiera homenaje a este escritor mayor de nuestra literatura, novelista, dramaturgo, guionista, esteta y poeta». Jean-Claude Meyer, Presidente del Círculo de la BnF

Nacido en 1948 en Verneuil-sur-Avre, Pascal Quignard se dio a conocer muy pronto con obras de gran sutileza, como El ser del balbuceo, un ensayo sobre Sacher-Masoch en 1969, y una traducción de Alexandra de Lycophron, encargada por Paul Celan en 1971.

Después, mientras desarrollaba su trabajo editorial en Gallimard, publicó una serie de novelas que marcaron la escena literaria, como El salón de  Wurtemberg, en 1986, y Las escaleras de Chambord, en 1989.

Fue con la publicación de Todas las mañanas del mundo, en 1991, cuya adaptación cinematográfica realizada por Alain Corneau ese mismo año obtuvo siete premios César, cuando el gran público descubrió realmente el estilo de escritura cincelado e inconfundible de Pascal Quignard, así como su talento para evocar la sensibilidad humana.

En 1994, el escritor decidió abandonar toda responsabilidad editorial y retirarse a la Borgoña, donde se dedicó por completo a escribir, experimentando nuevas técnicas literarias.

Iniciado con Las sombras errantes (Premio Goncourt en 2002), el vasto y ambicioso ciclo Último Reino —cuyo el duodécimo volumen se publicará a finales de agosto—, compuesto por ensayos, relatos, fragmentos de novelas, traducciones y poemas, ha estado en el centro de la escritura de este ermitaño de la literatura francesa durante más de veinte años.

A lo largo de estos años, el autor no ha abandonado el género de la novela, ofreciendo a su fiel comunidad de lectores varios tesoros, como Terraza en Roma, que obtuvo el gran premio de novela de la Academia Francesa en 2000, Villa Amalia, que Benoît Jacquot adaptó al cine protagonizada por Isabelle Huppert en 2009, y la última, El amor el mar, publicada el año pasado, y que nos permite el reencuentro con varios personajes clave de las obras anteriores de Pascal Quignard.

El premio de la BnF recompensa el conjkunto de la obra de un autor vivo en lengua francesa. El premio, dotado con 10.000 euros gracias a Jean-Claude Meyer, Presidente del Cercle de la BnF, se concede desde 2009 y se entrega en la tradicional Cena de los Mecenas de la Biblioteca.


El jurado ha estado compuesto por Laurence Engel, presidente de la BnF y presidente del jurado, Jean-Vlaude Meyer, presidente del Círculo de la BnF y vicepresidente del jurado, Antonin Baudry, Frédéric Beigbeder, Jérôme Clément, Antoine Compagnon, Aurélie Filippetti, Georges Lavaudant, Christophe Ono-dit-Biot, Élisabeth Quin y Leïla Slimani

Los galardonados con el premio de la BnF desde su creación han sido:

2009: Philippe Sollers
2010: Pierre Guyotat
2011: Patrick Modiano
2012: Milan Kundera 
2013: Yves Bonnefoy 
2014: Mona Ozouf
2015: Michel Houellebecq 
2016: Jean Echenoz
2017: Paul Veyne
2018: Emmanuel Carrère 
2019: Virginie Despentes 
2021: Hélène Cixous 
2022: Pierre Michon

19 de junio de 2023

Señores y sirvientes


Señores y sirvientes. Pierre Michon. Anagrama, 2003
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Edición en un solo volumen de tres títulos publicados separadamente por Éditions Verdier: Vie de Joseph Roulin (1988), Maîtres et serviteurs (1990) y Le Roi du bois (1996).

Vida de Josep Roulin

Joseph Roulin era el cabeza de la familia Roulin, que posaron como modelos para los retratos que pintó Van Gogh en 1888. Joseph, que conoció a Van Gogh a los 47 años, recién trasladado por la administración, cuando este contaba 35, llegó a ser un buen amigo del pintor en su etapa en Arlés y su retrato con uniforme de factor, una especie de cartero de ferrocarril, es una de las pinturas más conocidas del pintor.

«¿Cómo leía Roulin esas cartas? No como las leería yo, por descontado, no con esa forma de leer taimada y perversa, interpretativa, que usamos ahora con quienes no nos escriben sino por una suprema cortesía con la suerte, como si escribiesen sin ilusión alguna a la mismísima esperanza: es una mala racha, dicen, es todo viento y circunstancias; y no queremos creelos, nos hacen gracia; sabemos que, tras esas palabras, caen de espaldas sin remisión; nos hemos vuelto muy diestros desde que sabemos que el lenguaje miente siempre».

Van Gogh convierte a una persona en un cuadro; ¿es posible convertir el retrato en una persona por medio de la literatura? Michon tiene que imaginarse —que es mucho más que inventar, porque significa acompañar al fruto de la imaginación e implica rellenar los huecos que se van encontrando, a diferencia de la invención, cuyo fruto es un sistema cerrado— la vida de Roulin, pero solo con esto no puede revivirlo: Roulin debe ser escrito, Michon va un paso más allá de la écfrasis: la descripción solo reproduce —aunque también puede ampliar la creación—, mientras que la imaginación, una vez puesta por escrito, crea el hilo invisible —que no es tejido, sino pintado— que une a Van Gogh con Roulin, se extiende —aunque ahora ya no es pintado, sino escrito— de Roulin a nosotros gracias al artista.

Michon retrocede hasta la Revolución de 1830 y recorre la convulsa historia de los levantamientos populares en la Francia del siglo XIX para rastrear los orígenes de Roulin, para dotarlo con una genealogía —la novela no es solo el espejo a lo largo del camino de la manida expresión, sino también a lo largo del tiempo, un reloj que debe atrasarse para dar tiempo al tiempo, un movimiento de retroceso para coger carrerilla; un relato puede prescindir del espacio, pero no del tiempo— que justifique su adscripción moral; es decir, de nuevo, encontrar las palabras —una tarea ardua, hipotética, insegura— que formarán el discurso oscuto, improbable, vacilante, previo a la explícita combinación de manchas de colores con que su amigo, el pintor, embadurnará la tela.

[P. 29]: «Al alzar la cabeza vio ante sí, del otro lado de la ventanilla, a un cliente. No llevaba el güito amarillo: no tenía la cabeza afeitada, ni gesticulaba, ni mascullaba; no parecía estar loco; no era tan grande como las torres de Manhattan; tenía un acento del que nada sabemos y esa barba pelirroja de la que sí sabemos; llevaba un traje azul barato, de dril o de droguete. Quería enviar por "pequeña velocidad" al señor Théodore Van Gogh, residente en París, un paquete largo y cilíndrico, de bastante peso, que entregó al factor; en el impreso, en el apartado "contenido del envío", puso que eran cuadros. Al factor lo asombró que los cuadros pudiesen enrrollarse y andar por ahí sin su inseparable marco dorado, que les confiere dignidad y rigor».

El amarillo cromo y el azul cobalto de Arlés —Arles, Treline, Arelate— se globalizan en La casa amarilla, de lo general a lo particular, y a lo general de nuevo, y se convierten en amarillo mimosa y azul de Prusia, de lo particular a lo general, y a lo particular de nuevo para Armand, Camille y Marcelle, para Augustine, para Joseph también. La indigencia pinta mejor a la indigencia que la opulencia, no se puede reproducir el amarillo mimosa con pan de oro ni el azul de Prusia con el color del zafiro.

«No era el hecho de que lo escogiese para modelo un pintor de París, por qué no, valía tanto como el que más. Tampoco era el cuadro de Van Gogh en sí, el resultado, en el que Roulin, indulgente y dubitativo, veía cómo se convertía en otro, reconocía su propia barba, demasiado verde o demasiado rizada, y, otras veces, en cambio, más tiesa que la justicia, su mirada de sátrapa o de santo, y su gorra, que salía siempre muy parecida: en resumidas cuentas, no debía de parecerle todo aquello nada del otro mundo, y lo decía; o, más probablemente, se lo callaba, porque era de ideas amplias y el señor Vincent sabía lo que se traía entre manos».

Y ahí quedan los cinco, para siempre, fijados en unas telas que, a diferencia de sus modelos, están destinadas a errar por el mundo en busca de marcos cada vez más opulentos, a atravesar desiertos, ahora sí, de oro y mares, ahora sí, de topacio, tomándose momentáneos descansos en salas incoloras o frías cajas fuertes, entre cada cambio de moldura, cada vez más fastuosa. Ellos, los cinco, en cambio, nada saben ni nada comprenden de los altos destinos del arte ni de sus sucedáneos; solo recuerdan las noches de absenta y de grog con aquel pelirrojo uniorejado que les dejó, en agradecimiento a su hospitalidad, un lienzo que tienen colgado en la pared y que solo sirve como testigo del paso del tiempo, que ha hecho más estragos en los otrora firmes modelos que en la frágil tela.

«Así que contemplan tranquilamente ese cuadro pimntado hace mucho; y a Roulin le parece casi hermoso, bien pensado. Las dalias florecen. En la gigantesca mole de la Vieille Charité, eso tan perentorio que toca un agudo clarín a lo mejor es ya el toque de diana. Sin mirar la silla que tiene al lado, Roulin apaga el quinqué; el mainate, incomodado, rebulle, dice un nombre como en sueños. El anciano se va a la cama».

Una tela que ha trocado su endeblez por valor. El pelirrojo del pincel ya no está y su trasunto trasladado a la tela ya no es amarillo como el grog, sino cano, y se le hace raro lo que le parece entender que dice ese hombre elegante que ha venido a verla, ahora que cada día que pasa se parece menos a su modelo y ni siquiera el uniforme es del mismo color. ¿Cómo puede ser que Vincent se esté convirtiendo ahora en un grandísimo pintor, si está muerto? Y también, ¿por qué querrían darle tanto dinero por él? Roulin no entiende nada.

«Roulin se lanzó: regalaba el cuadro a condición de que se supiera que antes se lo había regalado el artista en persona al señor Joseph-Étienne Roulin, que era algoi que se podía mandar grabar, por ejemplo, en el filo del marco, ya que, por cierto, también regalaba el marco. Añadió, riéndose, pero con miedo a que le dijese que no, que quería que esa donación apareciese en el Forum Républicain de Arlés y, por qué no, en algún diario parisino, puesto que ahora Van Gogh era famoso y el joven [comprador] estaba bien relacionado: quería pavonearse un poco».

Por qué los pobres seguirán siendo siempre pobres, pero también por qué la dignidad, la riqueza de los infortunados, no puede comprarse con dinero. Una dignidad que mantendrá hasta los primeros años del nuevo siglo, cuando, por una fatal e ineluctable combinación de una vida de excesos y de la edad, la muerte le encontrará en un sendero sin más testigos que el trigo amarillo cromo y el cielo azul cobalto; una dignidad inconsciente, que tal vez sea percibida solo por el escritor y utilizada para redondear el retrato, para dotar con algo de magnificencia una vida recreada que es un oscuro y alcoholizado factor que es un retrato que es un pintor, recuperados del olvido en el que la belleza que alguien decretó de un trozo de tela pintada los sumió.

«¿Quién decidirá qué cosas son hermosas y por ello valen mucho entre los hombres o no valen nada? ¿Lo deciden acaso nuestros ojos, que son iguales, los de Vincent, los del factor y los míos? ¿Lo deciden acaso nuestros corazones, a los que una nadería seduce, a los que una nadería repele? ¿Lo decides tú, joven que estás sentado en casa de Antoine Vollard, que has dejado a tu lado el sombrero y, con fogosa animación, hablas de pintura con mujeres muy bonitas? ¿O lo decidís vosotros, lienzos encaramados en Manhattan, mercancías cuyas fantasiosas manías teofánticas son regocijo para los dólares y, por ello, os aproximáis sin duda también un poco a Dios?».

Señores y sirvientes

Dios no acaba

Casi nadie conoce a ese hombre que pinta, que llega a mendigar a Madrid la aprobación de los consagrados, de los pintores de la corte, aquellos que con un solo gesto con la cabeza pueden señalar el éxito o el fracaso de un aspirante. 

Michon detiene su mirada en un mundo de apariencias —qué es la pintura, sino mera apariencia, dirían los titulares—, volátil, inconsistente, jugando a juzgar una vocación, algo incomprensible para aquellos que no conciben nada anterior a la obra terminada, a la obra de arte a la que no se debe importunar con presupuestos ni prejuicios. Esos santos y mártires, esos ángeles y esas santas que pinta en el obrador de su padre no pueden igualarse a las obras maestras que se pintan en palacio o en las pobladas academias, invadidas por aprendices ambiciosos, en que se han convertido los talleres de los consagrados.

Se trata de otorgarle un pasado a ese pintor cuando no es más que un aprendiz talentoso pero cuya ambición parece sobrepasar, por mucho, a su capacidad; un pasado digno del futuro que le está reservado, como un sorprendente bucle que subvierte el curso del tiempo; un pasado, tal vez, no muy distinto del que fabricó él mismo, ya adulto, que no le diera motivos para avergonzarse, intentando adjudicar a la divina inspiración lo que no era más que fruto del trabajo. Pero esa falsa modestia de falso aprendiz, esa subordinación impostada, esa humildad aparente, le dan la oportunidad que le habían negado sus indiscutibles dotes a manos de un consagrado que se permite ser magnánimo porque no cree que pueda haber peligro alguno en apadrinar a un rústico aprendiz, quien, de paso, le birló a su hermana.

[P. 85]: «¿Sabe usted qué es la dicha, señora mía? Esas temporadas de la vida, que con frecuencia pertenecen a la juventud, aunque no siempre, en que uno tiene fe en sí mismo sin tomarse por otro diferente, en que tiene la espetranza de que dentro de un año, dentro de diez años, se hallará al fin colmado, es decir, que habrá llegado a donde quiere llegar, que tendrá lo que quiere tener, que será de una vez por todas lo que desea ser, y lo seguirá siendo; de momento, se sufre, se es algo menos o algo más que uno mismo, pero dentro de diez años ya estará donde quiere estar: y en ese leve sufrimiento consiste la dicha; y todas sabemos que durante esos cinco o seis años Goya fue feliz».

Ese cambio de situación personal conlleva, a la fuerza, un cambio en su posición profesional, aunque Michon, sabiendo el destino que le estaba reservado, se muestra indulgente: obvía los testimonios malintencionados y se vuelve crédulo ante las manifestaciones de Pepa Bayeu, asumiendo su indulgencia, no sin haber dudado ante las manifestaciones del propio interesado. Así que el escritor consagrado, en un papel opuesto al de Francisco Bayeu, aunque explicitando una admiración que el pintor de palacio ni siquiera podía concebir, acuna al futuro sordo relativizando la importancia de sus sombras y valorando, quizás en demasía, sus luces.

«Jugó Goya con ese juego durante cinco o seis años, y ahora con dicha y éxito, porque (¿se lo he dicho ya a usted?) ahora sabía pintar, y no ignoraba que sabía pintar. No es que creyese en su pintura, como suele decirse; no es que, a partir de ese momento, creyese en la Pintura, en ese algo inaccesible cuya ausencia y acechanza lo habían torturado antaño, aquella dolorosa espetranza que quizá se había adueñado de él siendo un niño, entre santos dorados que lo miraban, le pedían algo, en aquella quimera, más fugaz que una sombra y nunca vislumbrada, fruto de la prodigiosa conjunción de una mano y un limitado espacio que sería el mundo; y el mundo nacería de esa mano».

¿Es la ambición algo execrable en un artista? ¿Existen ambiciones permitidas —el honor, la gloria, la fama— y ambiciones prohibidas —la riqueza, el poder, la influencia—? Michon parece dispuesto a excusarle, tal vez incluso a perdonarle, cuando viene, de palacio, por medio de su cuñado, el encargo definitivo, el que lo arrancará, a la vez, del anonimato y de la pobreza.

Pero este es un encargo envenenado; en lugar de un paraíso inundado de luz, Michon entierra al futuro pintor del rey en una siniestra cueva que no alberga, una vez sus ojos se han acostumbrado a la opaca oscuridad, sino muertos corrompidos y espectros descompuestos, amenazadoras huellas de un pasado glorioso convertido en un presente no menos aterrador, fantasmas a punto de abalanzarse sobre su cabeza y de cubrirle con su inmundicia.

«¿Será eso, señora mía, lo que ayer aún se conocía con el nombre de Caída? ¿Será eso esa luz repleta de tierra y esa voltereta muy digna de cuerpos inmóviles, será eso lo que no  acaba nunca de caer dentro de esos cuerpos que no caen porque los sujetan los guardainfantes, las corazas, las realezas? ¿Cree usted que será solo el cielo de Flandes el que atosiga todas esas venias hastiadas que se están haciendo dos capitanes entre dos filas de picas? Esas Hilanderas, que no son sino un cuadro ante el que está a pie firme el joven bajo y grueso, demasiado sabe usted, señora mía, qué están hilando: las bobinas son pesadas y densas, caen, ruedan, se devanan; un tajo; todas acaban, pero no tienen fin; tras una, viene otra. Basta ya, dice usted; estas palabras hueras la cansan, estas hechuras la fastidian. Mire solo una vez más, la última: en una esquina de ese cuadro, que se llama Las Meninas, en ese cuadrado de aire denso, en esa estancian desencajada en que hay enanas, un apacible perro infernal que espera, unas desdichadas que van cayendo, muy tiesas, y unos reyes viejos, al fondo, como nieblas de verano sobre el vacío, ahí está el difunto pintor de Sevilla, con la paleta en la mano, los ojos irresolutos, adusto como un Austria, distante como un Saturno; no mira nada y hace como que mira a Goya, de tiros largos, en mayo de 1778».

El paleto aragonés ha visto abrirse, a sus pies, el abismo. O quizás es Pierre Michon quien lo ha visto. O la vieja necia que se ha inventado esta historia, para darse notoriedad o fruto de la embiaguez. Pero todos sabemos que el palurdo aragonés se lanzó a ese abismo, un abismo del que surgió de nuevo convertido en Don Francisco José de Goya y Lucientes, pintor de la Corte de Su Graciosa Majestad.

Quiero solazarme

Gilles —en realidad Charles Carreau, el párroco de Nogent—, el Pierrot —dit autrefois Gilles,—de Antoine Watteau, explica la historia del cuadro en primera persona. La extrañeza del modelo ante la intención de pintarlo del artista, teniendio en cuenta sus antecedentes, y ante la obra terminada. De  nuevo el cuadro, que se convierte en escritura por obra y gracia, esta vez, del personaje pintado, sin intermediarios —¿sin tela?—, alguien que no entiende de pintura pero que conoce al pintor, y que confronta este conocimiento con el resultado de la obra y con el pasado del propio autor.

«Dos mañanas le llevó pintar mi rostro en ese tsmplete glacial que he mencionado. Por lo demás, el lienzo estaba ya casi acabado cuando yo llegué: era un Pierrot de gran tamaño, con las manos colgando y el porte de un simple. ¿Habré de admitirlo? Yo, que carezco ya de ambiciones, había tenido la esperanza, de camino, de que, por una vez, me pintasen con la apariencia de un prelado, de un profeta quizá, y me habría conformado con un papel de comparsa en una fábrica sacra, un levita detrás de Joad, o un oscuro testigo de la Pasión, mejor que con ese papel protagonista de payaso de cara enharinada que pretendía endilgarme. Me quedé atónito ante aquella cosa grande y blanca; él fingió caer en la cuenta de mi apuro, que, por descontado, tenía previsto;  se disculpó mucho —y reía— y yo hice por reírme también; ¿no era acaso mi rostro el de un hombre cualquiera? Y, además, ¿quién iba a reconocerme en las casas de los gentileshombres en las que estaría colgado nuestro cuadro? Empecé a posar».

Michon muestra el recorrido que hay que transitar desde la idea de un cuadro —un encargo, una prueba que se plantea el propio artista o un desafío, un pálpito; o sin motivo alguno— en la cabeza del pintor, la búsqueda de escenarios, los modelos, la vestimenta, hasta que toda esa información está preparada, el proceso ha terminado, para convertirse en una pintura. Gilles es párroco, no entiende de pintura más que cualquier campesino de Nogent, por tanto, su aportación, con muy raras excepciones muy medidas,  finaliza entonces, cuando el pintor toma por fin sus pinceles y se aplica a la tarea. Gilles volverá, una vez terminada la obra, a actuar, otra vez como espectador no especializado, y ofrecerá su humilde opinión, con tan poca ambición como razonamiento.

El artista desaparece mientras está pintado, igual que Watteau desaparece de Nogent, la desaparición que interrumpe la existencia porque, mientras pinta, la obra es todo lo que existe, el resto es accesorio y llega incluso a molestar; hasta puede acabar con el artista en el trance entre coger los pinceles ante la tela en blanco y soltarlos cuando ha terminado su obra, y la tela ya no es la misma, y el artista tampoco. Un Watteau maduro, al borde de la ancianidad, siente que la vida se le cuela por las arrugas, y que su reconocimiento y su libido se evaporan a la vez.

Y el pintor muere porque ya no le queda nada por pintar —y ya no puede solazarse—, asqueado, en el fondo, por todo aquello que ya ha hecho, fastidiado porque la crítica le ha erigido un pedestal que no merece. O el pintor muere porque se da cuenta de que no podrá pintar todo aquello que quiere, que no existen vidas suficientes para hacerlo, y que todos los intenrtos que ha llevado a cabo, desde aquella obra maestra que llegó demasiado pronto y que no ha posido repetir, han sido fallidos.

[P. 120]: «Le dije, pues, el placer que me causaban sus obras, sus horizontes y sus marquesas. ¿Cómo no me había percatado de que padecía una enfermedad del orgullo? Se enderezó a medias, apoyándose en el codo, y me miró fijamente [...]. Ejercí de hipócrita y le aseguré que, al final, había conseguido simular el mundo: era una mentira tan burda que no pude seguir con ella. Se había incorporado del todo, miraba los trampantojos del techo, en los que huían con raudo vuelo unos pájaros; soltó una risa breve que no me sorprendió. Dijo entre dientes, con tono silbante, sin ira: "¿Solo eso?". Luego, desvalido como un niño, quejumbroso: "¿Y lo que se me debe? ¿Y mi paga?"».

Sin embargo, queda la duda acerca de qué sucedió realmente, cuáles fueron las intenciones del artista, cuando el que ofrece la informaciópn no es él mismo, sino alguien que duda entre el homenaje y la calumnia, la admiración y la envidia, el anonimato y el reconocimiento. Si tras todo novelista se esconde un mentiroso, ¿quién se oculta tras un biógrafo? Michon juega con ese enigma y plantea al lector el dilema de la fiabilidad del narrador, aun sabiendo que no tenemos, como no sea la duda, nada que oponer a Diógenes Laercio, a Vassari o a Carreau; a saber qué resentimiento lo empujaba, de qué ofensa se estaba resarciendo.

«Hubo algunos truenos, nada de viento; los árboles de piedra se inclinaron hacia Monseñor el Artista como taciturnos monseñores; un relámpago se llevó consigo al escandalizado pícaro, según caía la tarde, a esa hora en que los vestidos empiezan a agruparse en las terrazas que asedian las fuentes y las indecibles frondas. A eso de las siete,  empezó a llover. Los árboles recobraron su antigua cantinela; Watteau estaba frío».

Con este signo vencerás

Lorentino d'Angelo, Lorentino de Arezzo, fue un discípulo de Piero della Francesca, mencionado brevemente por Giorgio Vassari en su Le vite de' più eccellenti pittori, scultori, e architettori italiani, da Cimabue insino a' tempi nostri. Michon acude para contar lo que Vassari no menciona: si toda biografía es una toma de partido, Vassari escogió el suyo y Michon también, y no son el mismo. La fiabilidad de una biografía debería medirse, tal vez, no por lo que se cuenta del biografiado, sino por lo que se calla.

Lorentino acepta un encargo a cambio de sus subsistencia. Un San Martín que es pintura, que no es persona; su realidad se limita a ser el producto de unas pinceladas más o menos hábiles, materia y espíritu, cuerpo y alma. El pintor necesita un modelo para dar apariencia humana al santo —que no es el santo— pero, ¿cómo setratará su alma? ¿Le sirven todas las técnicas pictóricas que ha aprendido con Piero, o se trata de algo tan etéreo cuya representación no tiene relación alguna con los materiales? ¿Cómo se pinta el espíritu? Se puede alcanzar, mediante el gesto, la perfección en la reproducción del cuerpo y de todo aquello que implica materialidad, pero para pintar el alma hace falta una Revelación.

«Estaban comiendo el cerdo de San Martín. Los niños más pequeños, ahítos ya, les corrían entre las piernas. Lorentino no estaba entregado por completo a sus viajes, sus recuerdos, lo estaba también a la satisfacción de comer, que es algo que no precisa del alma; pero se sentía avergonzado, por más que sonriese a Angioletta mientras esta lo servía, por más que animase a Bartolomeo a restaurar bien sus fuerzas pues habría que trabajar al día siguiente. Seguía el viento, que arrastraba por las alturas solemnes palabras burlonas. No, San Martín no habría debido portarse así: se había burlado de él. De lo que el bienaventurado debería haberse compadecido era de su artte y no de su hambre: ya que el arte, por cierto, cuando se nos otorga, cuando cumplimos con él en su perfección y por ello nos remuneran, también el arte nos da de comer en fin de cuentas. Nos sacia de todas las formas posibles. Lorentino renegó con ira de San Martín».

Es posible que el menosprecio del público hacia la obra sea la peor circunstanxcia que deba afrontar el artista, pero no es más determinante que la convicción del propio autor de que esa obra, aunque injustamente valorada, no es la mejor obra que podía crear en ese momento.

Después de recoger todos los sinsabores de la incomprensión y del desprecio, convencido ya de que el suyo es un caso perdido, Lorentino nombra depositario de sus esperanzas malogradas a su hijo, a quien no por azar ha dado el nombre de Piero; y Michon los pone en camino, padre e hijo, la vocación frustrada y la ilusión futura, hacia Borgo, a buscar la bendición del anciano maestro, ciego ya, tal vez por haber agotado en su obra toda la gama de colores y por no poder encontrar, a través de la vista, ninguno que no hubiera recreado con sus pinceles.

Por supuesto, la obra se convierte en obra maestra mientras se ejecuta y cuando se termina, que es cuando ya ha adquirido todos sus atributos. El favor del público, el reconocimiento de la crítica, la posteridad, no le añaden nada que no estuviera después de la última pincelada del artista, esa tras la cual todo lo que se añada es vano.    

«Una noche, el santo no vio ya los signos, ya no tenía rostro: ya nada podía verse. La parroquia prosperó, mandaron hacer una pared nueva y tiraron aquella nada. Hoy es tierra, igual que Lorentino, igual que Piero, igual que el nombre de Lorentino, igual que el nombre de San Martín, a quien ya no invocan los labriegos, que no estalla ya en sus risas ni llora ya con ellos, que calla dentro de las bocas que están bajo tierra. Acá y acullá se pronuncia aún el nombre de Piero, se dispersa para callar mejor dentro de poco. Ya no falta mucho. Un día, Dios no oirá ya nombre alguno que prevalezca sobre los nombres. Enviará un signo a los siete. Y ellos se llevarán a los labios las siete trompetas».

La combinación de tiempos verbales en un solo párrafo, común en francés pero extraña en castellano, reproducida, sin embargo, fielmente por la traductora, otorga a la frase de Michon una indeterminación temporal que la transporta del particularismo a la generalidad, que le confiere un carácter casi sagrado, intemporal, eterno. Las digresiones, si pueden llamarse así, tendiendo en cuenta el estilo poco normalizado del autor, no actúan como ampliaciones, complementos, sino como piezas indispensables —piezas angulares, por seguir con el signo religioso del título— para lograr el efecto envolvente tan particular del autor. 

El rey del bosque

La historia del arte abunda en artistas menospreciados en su tiempo y que el porvenir olvidó cuando dejaron de pintar por puro hastío, por incomprensión o al ver que la perseverancia no conducía nunca a nada; sin embargo, los casos de pintores que abandonaron su oficio expresa y voluntariamente, es escaso. El artista incomprendido es mucho más apreciado que el artista dimisionario. Sin embargo, a pesar de las diferencias, su relación con el arte es la misma. 

«No envidiamos a Dios, que lo ve todo con ecuánime mirada; la mirada que envidiamos es esa que se posa sobre aquello de lo que está a punto de gozar así se hunda el mundo. Sentado en aquel camino a pleno sol, en que había sonreído fugazmente un príncipe que no era quizás sino un marqués, me eché a llorar ruidosamente, con hondos sollozos. Habría querido ser fuego que arde. Me arrastraba una insensata exaltación, que quizá era dolor, ira o esa desgarradora risa de los que se encuentran de súbito con Dios en su camino. Era, sin duda, el porvenir aquel turbión de lágrimas. Era Dios también, aunque con tan peculiar forma».

De quien no habla en absoluto la historia es de todos aquellos personajes que fueron imprescindibles en la vida de los artistas pero que no tuvieron ninguna relación en absoluto con el arte, más que la continua vecindad física. Esa visión tangencial, recogida desde un no-lugar —que puede ser un bosque, un camino de diligencia o el propio estudio del artista, la localización no importa—, es la que Michon pone en boca de Giovanni —Gian— Domenico Desiderii, alumno de Claudio de Lorena —Claude Lorrain—.

«Mis padres fueron unos pobres diablos sin hacienda y, por descontado, sin ciencia: no había trecho de tiempo para tanto. Bien creo que los quería. Arrendaban sus brazos y los míos, y los de mis hermanos, a los labriegos ricos de losCastelli, quienes, en lo que a ellos se refería, no tenían sino una reserva de grano algo mayor, carne de cerdo en la mesa y, en el jergón, si de ello gustaba, mozas jóvenes y prietas, pero mugrientas, sin prendas azul celeste en el pecho ni encaje en los muslos: también ellos eran unos pobres diablos. Yo cuidaba de los cerdos, las ovejas, que son aún más necias, y las vacas, que son tristes e inertes».

El deseo posee un lenguaje propio fácil de formular pero difícil de comprender, una lengua en la que sabemos plantear preguntas pero cuyas respuestas sobrepasan nuestra comprensión; el estruendo de sus requerimientos rara vez deja percibir la sutileza de la elección, la levedad de la ocasión, como tampoco la fuerza del anhelo y la premura de la perentoriedad. El tiempo se prolonga irrazonablemente mientras la urgencia se acelera con la inasumible rapidez de aquello que no se deja medir. Avanza amenazante como las grandes olas del mar en tempestad, con su pulso lento pero constante, irremediable y seguro —aunque imprevisible—, tenaz e indiferente, y se retira, veloz y decidido, como esa sombra imposible de alcanzar, como la infructuosa carrera en pos del horizonte, como un recuerdo antiguo, como un amor no consumado, como una afrenta olvidada, como si la acción intentara atrapar al pensamiento, como si la tierra rodara al revés, como si el hijo engendrara a su madre. Tan incomprensible que si se alcanza no se puede, no se sabe, no se consigue identificar.

«¿Eso que estáis soltando son halcones, pajarillos míos? Muy bien hecho. También así se caza, efectivamente, cuando no hay manera de ver nada. No es precisamente miel lo que les hincan los halcones a los conejos en el lomo; ni tampoco tienen nada que ver con la miel las abubillas, ya está bien de simplezas. Son aves hermosas y orondas, que cantan para copular y también ellas hieden, las pobres. Tú sabes de abubillas, ¿verdad, Hakem? Como no se comen, te recatas de mencionarlas. ¡Vamos, pajarillos míos! No veis nada, pero no hace falta ver para matar: ya ven  los halcones por nosotros, son nuestros ojos y nuestros picos los que, por maravilloso arte, alzan el vuelo con ellos, de un tirón, cuando les quitamos la caperuza. Y regresan con mucha sangre, con caza de pluma casi viva todavía. ¿Codornices? ¿U otra presa? Vamos, el Duque estará contento, esta noche tendrá aves tiernas en su mesa. Y yo tendré a su  mujer. Pondré mi ropa a secar, beberé por dos, me iré tranquilamente a su cuarto y me sumergiré en ese cuenco de leche. Qué sencillo y negro es todo en torno a esa leche».

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