27 de diciembre de 2009

Contrapunto XLIV

El amor que siento hacia mis amigos y el número de estos son dos magnitudes inversamente proporcionales: a medida que tengo amigos más queridos menor es el número de personas a las que puedo considerar amigos.

1 de diciembre de 2009

Escepticismo tout court

"Todo lo que yo digo es por la vía del discurso, y nada por la vía del consejo. Yo no hablaría tan audazmente si tuviera que ser creído".
Michel Eychem de Montaigne

26 de noviembre de 2009

Mis premios

Mis premios. Thomas Bernhard, Alianza
Traducción de de Miguel Sáenz



Pertenecer a la legión –pues nuestro número es ingente, y nuestro nombre legión- de rendidos admiradores de Thomas Bernhard tiene una recompensa, aunque de carácter estrictamente privado y de sutil materialización, incalculable: el genial cascarrabias austríaco nunca decepciona a sus incondicionales.

“La ministra roncaba, aunque muy suavemente, roncaba, roncaba con el suave ronquido de los ministros, conocido en el mundo entero”.

En conjunto, la obra de Thomas Bernhard pasa por obsesiva y pesimista, es notoria y sobradamente conocida su seriedad, y su carácter agrio hasta la mala educación ha tascendido otras de las muchas cualidades que poseen tanto su prosa como sus obras teatrales, y también su poesía.

Mis premios (Meine Preise, 2009) es una recopilación de artículos breves –breves en su extensión pero, como siempre, amplios en su mala leche- que escribió el autor relatando la concesión de algunos premios a su labor; es Bernhard puro en un contexto literario que no cultivó con asiduidad, el de los relatos cortos, cuya característica más notable es un agudo sentido del humor, a ratos rayano, como siempre en el austríaco, del más crudo cinismo.

Así, la devolución de un traje que había comprado para recibir un premio, y que resulta que le quedaba estrecho, le hace exclamar:

“Quien compre el traje que acabo de devolver no sabrá que ha estado ya en la entrega del Premio Grillparzer de la Academia de Ciencias de Viena.”

El recuerdo de un colega de baraja le hace reflexionar sobre el paso del tiempo:

“… el expolicía Immervoll… venía a diario a mi cuarto para jugar conmigo a las veintiuna, él ganaba y yo perdía, durante semanas ganó él y yo perdí, hasta que él se murió y yo no.”

La refrectariedad de la pompa y el boato de la alta sociedad austríaca tampoco sale indemne:

“Corría peligro de asfixiarme en la atmósfera de aquella sala. Todo estaba lleno de sudor y dignidad.”

Un traje estrecho que echa a perder una ceremonia; el kilométrico nombre de un premio que procura dar por el título correcto entero; el que le permite adquirir una neblinosa ruina perdida en un impenetrable bosque; el que recoge para comprar inmediatamente un Triumph Herald

“… ahora tenía que ir precisamente a ese Ministerio y dejar que precisamente aquella gente a la que detestaba profundamente me colgara un premio que detestaba”;

el portazo de un Ministro ante su mala educación; el que usa para cambiar las contraventanas de su casa

“El ser humano debe aceptar el dinero siempre que se le ofrece sin titubear nunca por el cómo y el de dónde, todas esas consideraciones no eran siempre más que pura hipocresía”:

la reflexión, incluso, de que lo mejor es no dejarse homenajear. Incluso un premio al aprendiz de comercio Bernhard y un discurso que no tuvo lugar…

“No debemos desahogarnos siempre con nuestros grandes ni imputarles con toda vehemencia y griterío nuestra miserable existencia y desamparo”.

Completan el volumen los discursos pronunciados por Bernhard en las ceremonias de entrega. Se trata de piezas cortas, concisas, concluyentes, que dan una idea presumiblemente fiel del Bernhard más próximo, más humano, aunque éste no esté, realmente, tan lejos de los obsesivos protagonistas a los que nos tienen acostumbrados sus obras.

24 de noviembre de 2009

Contrapunto XLII

Me tienta el radicalismo; en cambio, me asusta enormemente el esencialismo. Ante la duda, es preferible escoger lo inútil a lo imprescindible, lo superfluo a lo determinante, lo prescindible a lo necesario.

18 de noviembre de 2009

16 de noviembre de 2009

Amor de Artur

Traducción de Moncha Fuentes y Xavier R. Baixeras
Introducción de Constantino Bértolo

A las 15:33 horas de una sombría y fresca tarde de noviembre me senté en mi sillón favorito, aquejado de un ataque súbito de hedonismo, armado con un estupendo Esplédido de Cohiba, cenicero, tetera con Earl Grey a discreción y una razonable copa de Señor Lustau 1940, con la intención de echarle un vistazo a un libro que no conocía de un autor de quien sólo me sonaba el nombre. A las 19:37 horas, sin haberme levantado ni siquiera para satisfacer ninguna de las necesidades básicas, la copa de brandy intacta, cierro Amor de Artur (Amor de Artur, 1982) con la sensación de que durante esas cuatro horas y pocos minutos o bien he sufrido alguna clase de rara autohipnosis involuntaria, y lo de "sufrir" es literal, o bien he sido abducido por alguna inteligencia, porque algo de inteligencia debe dársele por supuesta, extraterrestre.

Amor de Artur es, para este lector, un descubrimiento sorprendente; uno se vanagloria, al
menos en la intimidad, de ser un tipo leído, vamos, con eso que se llama, pomposamente y alzando con suficiencia una ceja, "cierto bagage", y se considera a salvo de sorpresas; al fin y al cabo, si algo es bueno, realmente bueno, o se parece mucho a algún libro que ya se ha leído -en cuyo caso uno, haciendo gala de una falta absoluta de modestia, encuentra en su memoria la referencia y, con suficiencia, exclama: "Oh, eso no es más que un plagio de... (póngase aquí el nombre de algún clásico o del último transgresor, igual da)"- o ya se conoce -"¿Cómo? ¿Ahora has descubierto a... (lo mismo que en el paréntesis anterior); uff, hace años que lo leí"-. Pues bien: de ahora en adelante, jamás volveré a tener la pretensión de que ya he leído todo lo que vale la pena y de que para disfrutar leyendo tengo que limitarme a releer.

Amor de Artur es un libro que contiene cuatro narraciones cortas cuya lectura estimula esa
parte recóndita del cerebro donde se supone que se halla el placer. Son cuatro relatos, a cuál más sorprendente, escritos desde una maestría en el estilo que parecía extinguida con el último clásico, enmarcados en tiempos distintos y con protagonistas sin relación entre ellos, al menos a primera vista, pero que tienen en común un tiempo de referencia y una tierra mítica, un espacio literario -uno no puede dejar de pensar en La Tierra Media de Tolkien o el Terramar de Le Guin, aunque la temática de Amor de Artur transcienda la fantasía- poblado de historias que conocemos sólo en parte y de la boca de personajes insólitos que arrastran al lector por los caminos que llevan a la buena literatura.

Hagan como yo: búsquense cuatro horas, acomódense y sumérjanse en la lectura de Amor de
Artur
; de hecho, este reseñista está terminando con prisas esta recomendación para volver a
Tagen Ata; ya sé que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río, pero ahora mismo sí que
me apetece, al menos, dejar un buen rato mis pies en remojo en el tranquilo remanso de la
corriente que me ha descubierto Méndez Ferrín. Y les aseguro que no será el último rato que
pase en su compañía.

25 de octubre de 2009

La unanimidad perversa

“Escribo sobre Dios: cuento con pocos lectores y aspiro a pocas aprobaciones. Si estos pensamientos no gustan a nadie, sólo podrán ser malos, pero si gustaran a todos los consideraría detestables.”
Denis Diderot, Pensamientos filosóficos, 1746

23 de octubre de 2009

Un hombre que duerme


Traducción de Mercedes Cebrián

Empezar a leer un libro de Georges Perec tiene algo de inmersión; en las gélidas aguas de fondo invisible de un lago glaciar, rodeado de amenazantes cumbres nevadas, de El secuestro (La Disparition, 1969); en las cálidas aguas de un tibio mar sin límites, cuyas olas amables mecen al lector haciéndole perder la noción del tiempo de La vida, instrucciones de uso (La Vie mode d'emploi, 1978); o, como en el caso de este Un hombre que duerme (Un homme qui dort, 1967), un dejarse absorber por el ineluctable abrazo de las arenas movedizas de fondo incierto.

"Te sientes poco hecho para vivir, para actuar, para hacer cosas; no quieres más que durar, no quieres más que la espera y el olvido".

Narrador interpelativo que se mueve entre la distancia de quien da órdenes y el desequilibrio de quien se habla a sí mismo en segunda persona para obligarse a hacer aquello que no le apetece o para poner tierra de por medio, para huir de un impreciso alguien en quien no quiere reconocerse.

La transgresión de Perec, sea a nivel formal o de contenido, siempre tiene algo de jocoso, de sutilmente irónico: a uno no le cuesta imaginarse una mezcla de la irreverencia de los Monty Python y el barroquismo exagerado de Jeunet y Caro. Un hombre que duerme, en cambio, está imbuido de una tristeza amarga, de una silenciosa soledad cuyo eco resuena en las paredes de la minúscula buhardilla donde el innominado protagonista encierra su renuncia: es, sin duda, el libro más triste de Perec, el más desesperanzado, el más oscuro:

"Pero la luz no es jamás plena en la buhardilla de la Rue Saint-Honoré".

Es esa misma oscuridad, la que envuelve al protagonista, figuradamente, en la opacidad de su condición anímica, y en la realidad, pues así de oscuro es también el ámbito del sueño y de los ensueños, la que puede hacer dudar al lector, hacerle desaparecer en las orillas del camino y extraviarle por los vericuetos de su prosa; es conveniente, casi siempre, ideal, quiero decir, no prolongar la lectura de un libro de estas características en más sesiones que las que la prudencia y la disponibilidad de tiempo permitan, pero en este caso, y uno tiene la sensación que siempre, tratándose de Perec, la lectura más productiva es la que tiene lugar en una sola sesión.

¿Puede el hombre escapar a su destino? Ese infinito empezar de nuevo, ¿lleva, en definitiva a alguna parte? ¿No acaba siendo indiferente lo que hagamos con nuestra vida? Preguntas retóricas cuya imposibilidad de respuesta firme no anula su formulación... La soledad no es un remedio, pero lo que sí puede ser es una forma llevadera de soportar la gran farsa: soledad existencial, consistente no sólo en la evitación sino también en la negación del contacto, convertirse en un eremita en pleno Marais y también en el pueblo antaño fantasma recuperado para las hordas de turistas, donde el tiempo transcurre más lentamente pero sigue transcurriendo, día tras día, hacia un ilusorio final,

"Volver a empezar de nuevo, una y otra vez, este dulce terror que insiste en regir cada día, cada hora de tu ínfima existencia",

que no es más que un espejismo; nada empieza ni nada acaba, todo es circular, repitiéndose hasta el infinito, el perro que ladraba ayer es el mismo que ladra hoy, y los carteles de eventos pasados siguen anunciándolos.

"Tu buhardilla es la más bella de las islas desiertas, y París es un desierto que nadie ha atravesado nunca".

Desaparecer, borrarse, "olvidarte de esperar", desandar lo andado hasta que todo esté vacío, sin contenido, para posteriormente vaciarse de la propia existencia, limitarse a ser, abandonar el juego, hacerse invisible, olvidar.

"Solamente te importa que el tiempo pase y que nada te alcance".

Hacerse transparente, pues no se trata de dejar de existir para ti mismo sino de ausentar tu presencia, que los ojos del mundo pasen a través de ti sin percibirte, que no desvíes ni un grado los rayos de luz, que te atraviesen sin modificarse, y que el hirviente ruido disminuya y desaparezca como acaba evaporándose esa gota de lluvia lanzada por la nube antes de alcanzar el suelo.

"La indiferencia no tiene ni principio ni fin: es un estado inmutable, un peso, una inercia que nadie lograría hacer tambalearse."

O la disolución: las moléculas perdiendo su configuración para pasar a formar parte de otro todo, apenas modificado por su aportación, pero persistiendo, siempre persistiendo.

"El tiempo, que vela todo, ha dado la solución, a tu pesar. El tiempo, que conoce la respuesta, ha seguido transcurriendo."

Leer a Perec sigue siendo un placer inmenso, un regalo a los lectores que, en este caso, Impedimenta nos renueva, después del acierto en publicar Lo infraordinario, en una cuidadísima edición. Mención especial para la traducción de Mercedes Cebrián y su grupo de asesores -es un detalle magnífico hacia su excelente trabajo el hecho de que sea la propia traductora quien les agradezca, mediante su enumeración en la página de créditos, su ayuda-; traducir Perec no es fácil, pero hacerlo bien es excepcional.

17 de octubre de 2009

Un llac en flames



"Gori Desclot, arraulit contra una paret de l'habitació, pensava que hi ha qualque cosa incòmoda en una orgia, s'evidencia amb qualsevol silenci, pausa, canvi o amb l'atzar de la fisiologia. Potser ineluctablement s'estableixen relacions de competència i de revenja, a estones els papers ancestrals del llop líder, de la famella poderosa, del paper de la mantis religiosa; a estones semblaria que hi ha vençuts que paren el coll per implorar clemència. També hi ha quelcom d'avorrit, d'estèril, potser relacionat amb les ombres fosques de la culpa, amb la incapacitat per al gaudi pur, intemporal,
intranscendent i banal, lligat a l'ombra de la transcendència i del sentit, a una dificultat de prescindir de la consciència, d'instal.lar-se més enllà de tot sentit fort, i ser capaços de construir sense ombres, d'entrar en el pur terreny del plaer, en el plaer pel plaer."
Es bastante frecuente que un libro inusual provoque, en los lectores, cierta sensación de extrañeza; si el libro pasa por ser una novela (nouvelle, roman, lo mismo da), literatura de ficción, en resumidas cuentas, y el autor es un afamado poeta en su primera incursión en este tipo de texto, la disparidad de opiniones puede darse por segura: habrá quien, lector usual de ficciones de trama, no pueda sustraerse a cierta sensación de "pesadez" ante un estilo que parecerá engolado e hiperbólico; por otra parte, el lector acostumbrado a la poesía se sentirá molesto por los fragmentos de acción, por los diálogos casuales o las situaciones "prosaicas"; y, entre ambos extremos, todas las variaciones posibles.

Hilari de Cara (Melilla, 1945), especialista en literatura postmoderna y merecedor, entre otros galardones, del Premi Josep Maria Llompart 2007 al mejor libro de poemas en lengua catalana por Absalom (2006), y del Premi Serra d'Or 2009 por Postals de cendra (2007), cambia de registro para escribir la crónica del desencanto de esa
"... colla de marxistes de saló, d'existencialistes i postexistencialistes torturats que es dedicaven a assetjar dones"
mediante la que podría considerarse ficcionalización del fracaso, no por inevitable -cuanto más inalcanzables las aspiraciones mayor la decepción: el fin de todas las utopías- menos inesperado, el fracaso que insensibiliza por el puro hecho de la exposición prolongada. Y al que un lenguaje poético otorga, en justa correspondencia y con un altísimo grado de acierto, esa pátina de la misma decadencia que arrastra a los protagonistas, supervivientes del vía crucis existencial común a su generación.
"Va veure les estàtues, àngels erectes, àngels arraulits, àngels victoriosos, àngels caiguts i qualque representació de figures humanes, lluents i pensaroses, totes sumides en un doble sopor, el sopor simbòlic, i el sopor del manierisme d'un modernisme llepat que tibava la seva musculatura sota el sol declinant i pretenia aixecar-se per damunt de la contingència, sota els plateners llustrosos, entre xiprers estòlids que agullaven senderes i caminois amples i plens d'una desolació rectilínia i quasi urbana."
Sin esperanza de redención: esa es la actitud que se desprende de las actitudes de los personajes principales. Cuando los principios tienen todavía algún sentido, si no es que son esos mismos principios los que lo otorgan, se juega con la ficción de avance: de anti-sistema a socialismo; de éste, inevitablement, a comunismo; de comunismo, a anarquismo, a nihilismo para acabar en nada de nada. Una vez olvidados, porque nunca pueden considerarse superados, esos principios, ya no cabe hablar de redención; si acaso, pueden buscarse sustitutos a modo de clavos ardiendo -lo que queda de política, el amor, el sexo-, en el bien entendido de que a lo máximo que se puede aspirar es a retrasar, ya que no a evitar, la ineluctable caída.

Caída consciente y con agravantes: la desilusión, fuente y cauce del desencanto, y sin excusa, ya que es esa misma conciencia hipertrofiada por el uso la que impide obviarla: las epifanías sólo pueden ser negativas ya que únicamente quien no sabe puede ser feliz:
"I un dia, un horabaixa d'aquells que havien anat a Palma tot el dia, i finalment, abans de tornar a casa, a la vila. havia anat al cinema, ara no recordava si amb Biel i Bertran, o Gori, o tots junts amb les cosines de Marc, a mitja pel.lícula va veure, si no de sobte, potser sí d'una manera clara, com una gran evidència que s'obria pas inapel.lablement, amb una claredat resplendent, que allò que estava veient desbordava els límits fins aleshores sòlids i indestructibles del ritual, i esdevenia insuportable, ensopit, dolent. I amb l'esbucament dels límits, gairebé al mateix moment i amb el mateix gest, varen comparèixer d'immediat uns altres límits, ara governats per una mena de discerniment, de discrecionalitat, primerament estètics, d'una manera primària, potser: això no m'agrada; o, en canvi, això altre sí que m'agrada, m'excita, ho tornaria a veure, hauria de prendre nota amb cura d'aquesta situació, d'aquestes paraules, d'aquesta escena; i, cum una allau, a continuació, es varen precipitar les idees rebudes, les idees imperants, la immensa lletjor de la vida grisa, el dol de la vida perduda, de la vida possible, el pes de la viscositat i la misèria, i a l'altre extrem, l'aixopluc de la dignitat i de la bellesa del món, de l'emergència de la singularitat del seu destí, dels seus pares, de la seva família, de les coses obliterades, amagades, negades, del país, i de les seves connexions amb la història i amb tot l'univers."
Fracaso inevitable, por la propia ineluctabilidad, pero también porque, una vez instalados en él, nos convertimos en insensibles.

Todo ello, y todo lo que trasciende a esta reseña, que es mucho, narrado con una riqueza apabullante de vocabulario del que la variante balear del catalán es solamente una pequeña parte, y con una complejidad gramatical y, sobre todo, sintáctica -adjetivaciones arriesgadas pero sumamente efectivas: "pits impertinents", "home estret", entre otras-, que recuerda a veces al más intrincado Proust, aunque este símil no trate de buscar comparaciones odiosas. También, unos retratos de personajes concretos y muy acertados:
"Clara Prohens era d'aquestes dones a qui gairebé tot els està permès, i tot allò que fan és clar i esportiu. I així mateix, malgrat tot, o precisament per això, després de gratar la superfície -cosa que s'ha de fer a consciència, perquè en teoria tot està en la més pura epidermis, i la gratada no entra en cap pressupost- tot és extraordinàriament laberíntic des del començament, en si mateix."
En definitiva, Un llac en flames es una de las sorpresas del año, un libro que, si bien requiere unas dosis de atención nada desdeñables, paga generosamente el tiempo invertido en su lectura. Muy, pero que muy recomendable.

13 de octubre de 2009

Insignificancias

"Somos una compañía de seres ignorantes que camina a tientas por la niebla y por la oscuridad, que sólo aprende mediante una repetición interminable de tropiezos, que consigue un atisbo de verdad cayendo en todos los errores concebibles, y que discierne vagamente bastante luz como para cumplir sus necesidades cotidianas, pero que discrepa sin remedio cada vez que intenta describir el origen o el final últimos de sus caminos; y sin embargo, cuando alguno de nosotros se atreve a declarar que no conocemos el mapa del universo tan bien como el de nuestra infinitesimal parroquia, se le abuchea, se le vilipendia, y tal vez se le diga que será condenado eternamente por su falta de fe... Estaremos encantados de reconocer abiertamente lo que musitáis entre dientes u ocultáis bajo una jerga técnica: que el antiguo secreto sigue siendo un secreto; que el hombre no sabe nada de lo infinito y lo absoluto; y que, dado que no sabe nada, más le vale no ser dogmático sobre su ignorancia. Y entretanto, nos esforzaremos por ser todo lo generosos que podamos, y mientras pregonáis vuestro desprecio a nuestro escepticismo, como mínimo intentaremos creer que os dejáis arrastrar por vuestras propias bravatas".
Leslie Stephen (1832-1904)

1 de octubre de 2009

La muerte de Bunny Munro

La muerte de Bunny Munro. Nick Cave, Global Rhythm Press
Traducción de Miquel Izquierdo


“Todo el mundo sabe que no saber si te sentirás mejor es a menudo la peor parte de no sentirse bien.”

[Alegato: Cuando alguien, y menos aun si no es un escritor profesional, no tiene nada que decir, debería abstenerse de escribir un libro; y si la presunción o el empuje de su ego no se lo impiden, parecería que alguien que “ha leído” el manuscrito, otro tiempo llamado “editor”, debería hacerle comprender que el artefacto correspondiente no es publicable. Pero éstos de ahora son tiempos en que cualquier individuo alfabetizado que por cualquier causa tiene cierta presencia mediática –la cantidad de ejemplos es apabullante, en todos los medios de comunicación y en todo el mundo civilizado- se ve capaz de pergeñar un texto, y en los que no faltan “editores” a la caza de la última sorpresa literaria que manejan con soltura el tamiz esperando que su “descubrimiento” no se cuele por el instrumento directamente desde el limbo de las expectativas hasta el infierno de sus almacenes de invendidos.]

Vaya esta invectiva anterior para justificar la sospecha con que puede recibirse la noticia de la publicación de un libro como La muerte de Bunny Munro (The Dead of Bunny Munro, 2009) si solamente se conoce al autor de oídas, y la posible renuncia a entrar al trapo con su lectura. Sin embargo, en este caso, esa sensación de fraude se pierde inmediatamente después de haber leído el primer capítulo, apenas seis páginas de una prosa… radiante.

La primera sensación, esa ya positiva, que sorprende al lector justo iniciada la lectura de esta irreverente obra del músico australiano es que se halla ante una colosal gamberrada; y esa es una sensación que persiste a medida que uno va pasando páginas y avanzando, pero sería reducir lastimosamente la lectura si no se intenta ver más allá de un contenido diabólicamente transgresor narrado con un ritmo anfetamínico. Un impresentable y enfermizamente erotómano vendedor a domicilio de productos de belleza, tras provocar el suicidio de su esposa, abandona su hogar y, en compañía de su hijo de nueve años, emprende un camino de degradación, un camino improbable hacia una redención imposible, que avanza inexorable hacia un magnífico final: la reunión de las tres generaciones Munro, un abuelo senil, un padre acabado y un nieto en el que depositar las esperanzas de redención no puede ser más que un guiño macabro.

Fragmento del Capítulo X leído por Nick Cave:

Imposible sustraerse a toda la tradición de literatura transgresora, que se va filtrando en la lectura y evocando imágenes literarias que mezclan al marqués de Sade con Burroughs, por más que Cave reniegue del apóstol de la beat generation:

"Cave bebe de "estilistas de la prosa" como Nabokov o John Updike. Pero en la crudeza, las resacas y la obsesión por el sexo del personaje que ha creado Cave resuenan las historias de Bukowski. Y precisamente uno de sus libros reposa en la biblioteca de Cave.
"Esto no debería estar aquí", responde lanzando el libro al otro lado de la habitación. "Le considero un poeta de mierda. Cada vez que voy de gira, los chicos (del público) se acercan después del concierto y me regalan libros de Bukowski. Vuelvo a casa con una maleta llena", continúa. "Soy partidario de la separación del poeta y su obra. En cambio, él llena las páginas de sus cosas. Encuentro irritante la manera en la que quiere convertir su pobre existencia en algo heroico. Y es horripilantemente sentimental".
Con rabieta contra Charles Bukowski Cave quiere demostrar que su concepción del arte se aleja de lo confesional.
Diario El País, 12-09-2009, Suplemento Babelia.

a Huysmans con McCarty o a Anaïs Nin con Barry Gifford.

Supongo que debe ser fácil, cuando se es un personaje instalado en el campo de lo “alternativo” –oigan alguna de las piezas musicales del autor, tanto suyas como de alguno de los grupos de los que ha formado parte, The Birthday Party, The Bad Seeds o Grinderman-, quedarse en el lugar común de las orillas de la oficialidad, funcionarizar la transgresión por la transgresión, soltar palabrotas en un ambiente de brutalidad, y quedarse tan ancho; no es el caso de Cave, como no lo fue el de su primera novela, Y el asno vio al ángel (And the Ass Saw the Angel, 1989). Al igual que Bunny Monro no es un personaje usual, tampoco esta novela tiene nada que ver con la literatura mediática ni artificialmente rompedora; se trata de una gran novela que, aunque tal vez no apta para todos los públicos, explora, siguiendo el rastro, aunque a distancia, es cierto, de las grandes novelas, el alma y el comportamiento humanos en una situación límite ante la que igual de verosímil es, al menos literariamente, luchar con todas las fuerzas como sucumbir con la tranquilidad más espontánea.

Un artefacto; explosivo, es cierto, pero magnífico, absolutamente recomendable.

25 de septiembre de 2009

Ante la pintura

Ante la pintura. Robert Walser, Siruela
Traducción de Rosa Pilar Blanco

Para los adeptos incondicionales del genial outsider de la literatura suizo, Siruela publica esta recopilación de escritos, cuentos, narraciones y algún que otro poema en versión bilingüe, con el denominador común de referirse a la pintura o al arte en general.

Todos los lectores que se sorprendieron con el minimalismo expresivo de El paseo (Der Spaziergang, 1917) y que siguieron con afán arqueológico la exhumación de los Microgramas I, II y III (Aus dem Bleistiftgebiet), no deberían perderse esta antología de fragmentos en la que Walser hace su personal repaso de la historia de la pintura en el formato breve en el que demostró, a lo largo de una dilatada carrera literaria, aunque insuficiente para sus admiradores, entre los que se cuenta este reseñista, su innegable maestría.
Vídeo: Animación basada en El Paseo: Un último paseo por la nieve

19 de septiembre de 2009

La hija del optimista

La hija del optimista. Eudora Welty, Impedimenta
Traducción de José C. Vales. Introducción de Félix Romeo

Traducció de Josefina Caball

Eudora Welty (1909-2001) es un personaje fundamental entre los escritores de los estados del Sur de Estados Unidos del siglo XX. Su narrativa se interesó, en sus primeras obras, en el aspecto más social de la literatura, centrando su atención en personajes marginados y en su relación con una tierra que les condiciona y de la que no pueden desprenderse. Con posterioridad, aun sin abandonar cierto experimentalismo, su narrativa desplazó su centro de gravedad y, con obras como Boda en el delta (Delta wedding, 1946) y, sobretodo, La hija del optimista (The optimist's daughter, 1972), se inscribió en los temas tradicionales de la literatura sureña: las sagas familiares, las relaciones humanas y la nostalgia de un mundo aristocrático en vías de desaparición.

Tal vez sea en La hija del optimista, ganadora del Premio Pulitzer en 1973, donde Welty materializa con más acierto la síntesis de su narrativa: la enfermedad y muerte de un ser querido, un "hijo del Sur" canónico, con las reacciones de una hija recuperada; la relación y en conflicto entre la protagonista y su madrastra a la hora de trasladar e inhumar el cadáver; y el entorno social en el que Laurel desarrolló su infancia, sus relaciones sociales y sus amistades y complicidades, perdido cuando lo abandonó en su dia para casarse e irse a vivir a otra parte, pero que se ha resistido a cambiar. Todo ello narrado con un detalle y una minuciosidad notables.

Muestra del trabajo fotográfico de la autora: The Photography of Eudora Welty

17 de septiembre de 2009

Villa Triste

Villa Triste. Patrick Modiano, Anagrama
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia
“Los mejores puntos de referencia son las guerras.”

En una estación termal situada al margen del espacio, por más que se ubique en la frontera franco-suiza, y del tiempo, a pesar de trascurrir la acción en els primeros años sesenta del pasado siglo; retrato de una sociedad que manifiesta su opulencia con maneras de decadencia y para la que el ocio es solamente una forma de acabar con el hastío; una suerte de paréntesis autocongruente y autosuficiente, en el que los individuos devienen personajes representando una pantomima irreal confeccionada con retazos de vidas imposibles, en el que encontramos a Yvonne Jacquet, una actriz novel de futuro profesional indescifrable; al enigmático y excesivo René Meinthe, autodenomiado como Reina Astrid; al inquietante Hendrickx, y a un conjunto de sombras cuyo único papel es pulular por pensiones folclóricas, salones desvencijados, pasillos solitarios, chalés amenazando ruina y jardines descuidados; incapaces de comprender que sus aspiraciones, cuando no al de lo imposible, pertenecen al dominio del pasado (“éramos livianos, tan livianos…”),

“Lo que nos hace caer más en la cuenta de que ha desaparecido una persona son las contraseñas que existían entre ella y nosotros, que, de pronto, se vuelven inútiles y vacías”,

y que serán evocados unos años después por el hipotético narrador, un joven que hace llamarse conde Víctor Chmara.

“Basta con doce años para que se nos olviden los datos de las personas que han tenido importancia en nuestra vidas.”

Las descripciones de Modiano nunca son exhaustivas ni producen el efecto descriptivo por acumulación. Se diría que toda situación a describir contiene unos elementos esenciales que la conforman, la determinan y le confieren individualidad, y otros elementos que podrían calificarse como accesorios, de relleno, que también aportan información pero que intefieren en el desarrollo de la acción. La maestría de Modiano administrando las descripciones es única: en realidad, los datos que aporta son pocos, pero nunca deja la sensación de que haya escatimado contenido importante: lo esencial ha sido descrito y la comprensión de la situación es total:

“Ella dormía, con la mejilla apoyada en el brazo derecho, estirado. La franja azulada que lanzaba la luna a través de la habitación le iluminaba la comisura de los labios, el cuello, la nalga izquierda y el talón. En la espalda, le formaba algo así como una banda rectilínea. Yo contenía la respiración.”

Y la memoria, como siempre en Modiano, tiene una importancia fundamental en sus textos, sea porque desencadena una resolución insospechada, sea porque constituye el verdadero motor de la acción, o porque puntea la trama con referencias a un pasado que se halla en situación de reposo esperando esa “chispa” que lo encienda:

“Hay seres misteriosos –siempre los mismos- que montan guardia en todas las encrucijadas de nuestras vidas.”

Como en la mayoría de sus obras, el verdadero protagonista de Villa Triste no es otro que el pasado, idealizado por la memoria, pero al que el presente se encarga de poner en su lugar. Se diría que los propios personajes y la trama son únicamente una excusa para mostrar cómo la memoria y el recuerdo se traicionan mutuamente y cómo jamás podremos recuperar aquello que hemos vivido en nuestra juventud y que adquirió el carácter de ausente inmediatamente después de haber ocurrido.

13 de septiembre de 2009

Un año sin DFW

David Foster Wallace. Ithaca, Nueva York, 21-2-1962; Claremont, California, 12-9-2008
Hoy se cumple un año desde que David Foster Wallace apareció ahorcado en el garaje de su casa de California; con su muerte desaparecía una de las voces más influyentes y originales de la literatura norteamericana actual, ensalzado por la crítica más progresista y, a la vez, idolatrado por el fervor de un público entusiasta. Gran parte de su obra ha sido traducida al castellano.
Su literatura ha sido calificada como eminentemente experimental, epítome de una postmodernidad de la que él mismo había renegado con acritud, y con un fuerte carácter adictivo, extremos que quedan justificados en su novela más emblemática, La broma infinita (The Infinite Jest, 1996), un inabarcable torrente narrativo de más de mil páginas que constituye, probablemente, el ejemplo paradigmático de su concepto de la literatura de ficción. Es autor también de los conjuntos de relatos La niña del pelo raro (Girl with Curious Hair, 1898), Entrevistas breves con hombres repulsivos (Brief Interviews with Hideous Men, 1999), y Extinción (Oblivion: Stories, 2004); y de las antologías de relatos, reportajes i entrevistas Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (A Supposedly Fun Thing I'll Never Do Again, 1997) y Hablemos de langostas (Consider the Lobster, 2003).

Nación Apache, http://www.nacionapache.com.ar/archives/2578, ofrecemos en su estupendo blog este cuento corto, típico de Wallace. Apareció en la revista Esquire, el 1º de noviembre de 2000 y es su primera versión en español, traducida por Nicolás González Varela.

Encarnaciones de Niños Quemados
David Foster Wallace
Papi estaba a un lado de la casa colocando una puerta para el inquilino cuando escuchó los gritos del niño, y la voz de Mami subiendo de tono entre ellos. Se pudo mover rápido, y la puerta de atrás del porche llevaba a la cocina, y antes que la pantalla de la puerta se hubiera cerrado fuertemente detrás de él, Papi había abarcado la escena en su totalidad, la olla boca abajo en el suelo ante la estufa y el quemador de gas jet azul y el charco de agua en el suelo todavía soltando vapor mientras sus muchos brazos se extendían, el niño con sus pañales cargados manteniéndose rígido con el vapor saliendo de su pelo y de su pecho, y sus hombros escarlatas, y sus ojos hacia atrás, y su ancha boca abierta y parecía de alguna forma separada del sonido que había exhalado, Mami agachada, sosteniéndose en una rodilla con el trapo de cocina apuntando sin sentido al niño, unido a sus gritos, histéricos, así que estaba casi congelada. Una de sus rodillas y los pequeños y suaves pies al desnudo estaban todavía en la piscina de vapor, y lo primero que hizo Papi fue coger al niño bajo sus brazos y llevarlo lejos del vapor, transportándolo a un aljibe donde le quitó las cubiertas y arrancó la tapa para dejar que la fría agua de pozo corriera a través de los pies del niño mientras con su mano recogía y tiraba más agua fría sobre la cabeza, los hombros y el pecho, queriendo primero ver que el vapor dejara de salir del muchacho, Mami por encima de sus hombros llamando a Dios, hasta que él la envió a por toallas y gasas si es que había, Papi se movía rápidamente y bien, y su mente de hombre, vacía de todo menos de propósito, sin estar del todo enterado que tan rápido se estaba moviendo o que había dejado de oír los fuertes gritos, porque al oírlos, se detendría, haciendo imposible lo que debía hacerse para ayudar a su hijo, cuyos gritos eran tan frecuentes como su respiración y continuaron así hasta que se habían convertido en un sonido típico de cocina, algo más para moverse deprisa. La puerta lateral de la ranchera estaba colgada de uno de los goznes y se movía un poco por el viento, mientras un pájaro en el roble al otro lado del camino aparecía para observar la puerta con actitud engreída mientras los llantos todavía venían desde el interior. Las peores quemaduras parecían ser las del brazo derecho y las del hombro, el color rojo estaba desapareciendo del pecho y del estómago, convirtiéndose en rosa bajo el agua fría, y la planta de sus pies no tenían ampollas, según veía Papi, pero el pequeño todavía golpeaba y gritaba, exceptuando que ahora lo hacía solamente por reflejo del temor que Papi sabía que pensaría más tarde, su pequeña cara hinchada y de la que aparecían venas marcadas en su sien, mientras Papi seguía diciendo “estoy aquí, estoy aquí”, mientras la adrenalina fluía y la rabia de Mami por dejar que esto ocurriera estaba empezando a reunirse en fragmentos dentro de su extremadamente silenciosa cabeza. Cuando Mami volvió, él no sabía si rodear la cabeza del niño en una toalla o no, pero mojó la toalla y lo hizo, envolviéndolo bien fuerte, y levantando a su bebé fuera del pozo, depositándolo sobre el filo de la mesa de la cocina para relajarlo, mientras Mami trataba de mirar las ampollas de los pies, pasando una mano por la zona de su boca y murmurando palabras sin sentido, mientras Papi se arrodilló, colocándose cara a cara con el niño en la mesa mientras el filo de la misma estorbaba, repitiendo que “estaba ahí” y tratando de calmar los llantos del pequeño, pero él mismo todavía gritaba casi sin aire, un fuerte, puro y brillante sonido que podía detener su corazón, mientras sus pequeños labios y sus encías eran iluminadas con el celeste de una pequeña llama que Papi pensó en llevar, gritando como si casi estuviera de nuevo bajo la olla inclinada dolorido. Un minuto, dos como éste hubieran parecido mucho más, con Mami al lado Papi, hablando de temas tontos y sin sentido en la cara del niño y la alondra sobre la rama caía sobre él, con su cabeza hacia un lado y la bisagra poniéndose blanca en una línea desde el peso de la puerta inclinada hasta la primera voluta de vapor saliendo vagamente desde debajo de la toalla, mientras los ojos de los Papis se encontraban, y se hacían cada vez más grandes - el pañal, el cual cuando abrieron la toalla e inclinaron a su pequeño sobre la tela a cuadros mientras desabrochaban las suaves lengüetas, tratando de quitarlo, el mismo se resistió un poco, con nuevos gritos y estaba ardiendo, el pañal de su niño estaba ardiendo en sus manos, mientras vieron donde había caído el agua real y se había estancado, quemando a su bebé todo éste tiempo mientras gritaba para que lo ayudaran, y no lo habían hecho, no se les había ocurrido, y cuando finalmente se lo sacaron y vieron el estado de lo que había ahí, Mami dijo el primer nombre de su Dios y se aferró de la mesa, tratando de mantenerse de pie mientras Papi se dio vuelta y soltó un insulto en la cocina, maldiciéndose tanto a sí mismo como al mundo por no haberse dado cuenta la última vez, mientras ahora mismo, su hijo podría estar prácticamente durmiendo, si no fuera por la velocidad de su respiración y las pequeñas contracciones de sus manos hacia el aire, arriba de donde yacía, manos del tamaño del pulgar de un hombre, que se habían aferrado al pulgar de Papi en la cuna mientras observaba como la boca de Papi se movía creando una canción, su cabeza martilleaba constantemente y parecía ver mas allá de él, algo en sus ojos hacia que la soledad de Papi se apaciguara de forma extraña. Si nunca has llorado a mares, ten un niño. Rompe tu corazón por dentro y algo que alegrará al niño es la tonta canción que Papi escucha de nuevo como si la dama estuviera casi a su lado con él, mirando lo que han hecho. Horas después lo que Papi nunca olvidará de esto eran las ganas que tenía de fumarse un cigarrillo en ese preciso momento mientras le cambiaban el pañal al niño de la mejor forma posible con gasas y dos toallas de mano cruzadas, mientras Papi lo levantó como un niño recién nacido con el cráneo del mismo en su mano y lo llevaba rápidamente hacia la furgoneta caliente y quemaba llantas hasta el pueblo, llegando a la UCI del hospital con la puerta de la ranchera abierta así todo el día hasta que el gozne cedió, pero entonces era demasiado tarde, cuando sucedió no podía parar y no podían llegar a tiempo. El niño aprendió a dejarse llevar y ver como todo se desenvolvía por lo alto y lo que se hubiera perdido de ahora en adelante no importaba, mientras el cuerpo del niño crecía y caminaba, atrayendo a sus iguales, viviendo su vacía vida, una cosa entre cosas, su propia alma desaparecía como el vapor, cayendo como la lluvia y surgiendo como el sol, arriba y abajo como un yoyo.

9 de septiembre de 2009

Disparad contra la Ilustración

Transcripción del artículo de Rafael Argullol publicado el 07/09/2009 en el Diario El País.

Disparad contra la Ilustración

En los últimos tiempos, algunos de los mejores profesores abandonan precipitadamente la Universidad acogiéndose a jubilaciones anticipadas. Con pocas excepciones, las causas acaban concretándose en dos: el desinterés intelectual de los estudiantes y la progresiva asfixia burocrática de la vida universitaria. La mayoría de los profesores aludidos son gentes que en su juventud apostaron por aquel ideal humanista e ilustrado que aconsejaba recurrir a la educación para mejorar a la sociedad y que ahora se baten en retirada, abatidos algunos y otros aparentemente aliviados ante la perspectiva de buscar refugio en opciones menos utópicas.
El primero de los factores es objeto de numerosos comentarios desde hace dos o tres lustros. Un amigo lo resumía con contundencia al considerar que los estudiantes universitarios eran el grupo con menos interés cultural de nuestra sociedad, y eso explicaba que no leyeran la prensa escrita, a no ser que fuera gratuita, que no acudieran a libros ajenos a las bibliografías obligatorias o que no asistieran a conferencias si no eran premiadas con créditos útiles para aprobar cursos. Aunque podría matizarse la afirmación de mi amigo, en términos generales responde a una realidad antipática pero cierta, por más que todos los implicados en el circuito de la enseñanza reconozcan que no se trata de la mayor o menor inteligencia o sensibilidad de los universitarios actuales con respecto a generaciones precedentes, sino de otra cosa.
Esta "otra cosa" es lo que ha desgastado irreparablemente a los profesores que optan por marcharse a casa. Éstos no se han sentido ofendidos tanto por la ignorancia como por el desinterés. Es decir, lo degradante no ha sido comprobar que la mayoría de estudiantes desconocen el teorema de Pitágoras -como sucede- o ignoran si Cristo pertenece al Nuevo o al Antiguo Testamento -como también sucede-, sino advertir que esos desconocimientos no representaban problema alguno para los ignorantes, los cuales, adiestrados en la impunidad ante la ignorancia, no creían en absoluto en el peso favorable que el conocimiento podía aportar a sus futuras existencias.
Naturalmente, esto es lo descorazonador para los veteranos ilustrados, quienes, tras los ojos ausentes -más soñolientos que soñadores- de sus jóvenes pupilos, advierten la abulia general de la sociedad frente a las antiguas promesas de la sabiduría. Los cachorros se limitan a poner provocativamente en escena lo que les han transmitido sus mayores, y si éstos, arrodillados en el altar del novorriquismo y la codicia, han proclamado que lo importante es la utilidad, y no la verdad, ¿para qué preferir el conocimiento, que es un camino largo y complejo, al utilitarismo de laposesión inmediata? Sería pedir milagros creer que la generación estudiantil actual no estuviera contagiada del clima antiilustrado que domina nuestra época, bien perceptible en los foros públicos, sobre todo los políticos. Ni bien ni verdad ni belleza, las antiguallas ilustradas, sino únicamente uso: la vida es uso de lo que uno tiene a su alrededor.
Esta atmósfera antiilustrada ha penetrado con fuerza también en el organismo supuestamente ilustrado y, con frecuencia, anacrónico de la Universidad. Ahí podríamos identificar la otra causa del descontento de algunos de los profesores que optan por el retiro, originando, en el caso de los mejores, una auténtica sangría intelectual para la Universidad pública, cuyo coste social nadie está evaluando. A este respecto, la renovación universitaria ha sido sumamente contradictoria en estos últimos decenios. De un lado ha existido una notable voluntad de adaptación a las nuevas circunstancias históricas, con particular énfasis en ciertas tecnologías e investigaciones de vanguardia como la biogenética; de otro lado, sin embargo, las viejas castas universitarias, rancios restos feudales del pasado, han sido sustituidos por nuevas castas burocráticas, que predican una hipotética eficacia que muchas veces roza peligrosamente el desprecio por la vertiente científica y cultural de la Universidad. En los mejores casos, por consiguiente, los centros universitarios se aproximan al funcionamiento empresarial eficaz, y en los peores, a una suerte de academia de tramposos.
Lógicamente, ni unos ni otros resultan satisfactorios para el profesor que quería adaptar el credo ilustrado al presente. Si la Universidad pública se articula sólo con intereses empresariales, está condenada a aceptar la ley de la oferta y la demanda hasta extremos insoportables desde el punto de vista científico. Los estudios clásicos o las matemáticas nunca suscitarán demandas masivas ni estarán en condiciones de competir con las carreras más utilitarias. Pero el día en que el consumo de tecnología no suscite ya ninguna curiosidad por los principios teóricos que posibilitaron el desarrollo de la técnica y la Universidad se pliegue a esa evidencia, lo más coherente será rendirse definitivamente y olvidarse de que en algún momento existió algo parecido a un deseo de verdad.
Mientras esto no suceda, al menos definitivamente, el riesgo de una Universidad excesivamente burocratizada es el triunfo de los tramposos. No me refiero, desde luego, a los tramposos ventajistas que siempre ha habido, sino a los tramposos que caen en su propia trampa. La Universidad actual, con sus mecanismos de promoción y selectividad, parece invitar a la caída. En consecuencia, los jóvenes profesores, sin duda los mejor preparados de la historia reciente y los que hubiesen podido dar un giro prometedor a nuestra Universidad, se ven atrapados en una telaraña burocrática que ofrece pocas escapatorias. Los más honestos observan con desesperanza la superioridad de la astucia administrativa sobre la calidad científica e intentan hacer sus investigaciones y escribir sus libros a contracorriente, a espaldas casi del medio académico. Los oportunistas, en cambio, lo tienen más fácil: saben que su futura estabilidad depende de una buena lectura de los boletines oficiales, de una buena selección de revistas de impacto donde escribir artículos que casi nadie leerá y de un buen criterio para asumir los cargos adecuados en los momentos adecuados. Todo eso puntúa, aun a costa de alejar de la creación intelectual y de la búsqueda científica. Pero, ¿verdaderamente tiene alguna importancia esto último en la Universidad antiilustrada que muchos se empeñan en proclamar como moderna y eficaz?
Los veteranos profesores de formación humanista que últimamente abandonan las aulas creen que sí. Por eso se retiran. No obstante, es dudoso que su gesto tenga repercusión alguna. Para tenerla debería encontrar alguna resonancia en el entorno en que se produce. No es así. Nuestra Universidad, como nuestra escuela, es un mero reflejo. La sociedad en la que vivimos no sólo no tiene intención de compartir los ideales ilustrados, juzgados ilusorios e inservibles, sino que dispara contra ellos siempre que puede. Desde el escaño, desde la pantalla, desde el estudio, desde donde sea. El pensamiento ilustrado no ha demostrado que proporcionara la felicidad. Y esto se paga.

© EDICIONES EL PAÍS S.L.

20 de agosto de 2009

El paseante de las dos orillas

El paseante de las dos orillas. Guillaume Apollinaire, El Olivo Azul
Traducción de Elena Fons y Jerôme Gauchet.
Epílogo de J. Ignacio Velázquez
“El hombre no se separa de nada sin pesar, y ni siquiera de los lugares, las cosas y las
personas que lo hicieron de lo más infeliz, se aparta sin dolor”.

Aunque Guillaume Apollinaire haya pasado a la historia de la literatura por dos libros de poemas, Alcoholes (Alcools, 1913) y Caligramas (Calligrammes, 1918), caracterizados por un discurso poético fragmentario y la búsqueda de experimentos formales extremos, es autor también de un reconocido drama que prefigura el surrealismo, Las tetas de Tiserias (Les mamelles de Tirésias, 1917) y de una exigua pero potente obra en prosa de la cual este El paseante de las dos orillas (Le flâneur des deux rives, editada póstumamente) es a la vez digno representante y el texto más especial.

Si le concedemos crédito a Saint-Réal y a su célebre definición de novela, “c’est un miroir qu’on promène le long du chemin”, este librito de extensión casi anecdótica pero de profundo contenido debería considerarse un paradigma. Y si no un espejo, sí que lo que seguro que lleva Apollinaire en sus paseos a ambos lados del Sena es el espíritu de un paisajista que no se limita a retratar una situación estática que existe independientemente del retratista sino que éste interactúa, y casi se diría que forma parte, con los elementos del cuadro que está pintando.

Otro concepto fundamental para transitar por el texto es el de la flânerie, vocablo francés que se resiste a la traducción, y que alude a una especie de paseo despreocupado en el recorrido pero atento en su recorrido. Se trata de un concepto con un nivel de especificidad notable pues va inseparablemente unido a la ciudad de París: flâner a través de las calles, pero en el caso de Apollinaire también a través de paisajes interiorizados a los que su presencia impone un carácter definitivo,

“Voy lo menos posible a las grandes bibliotecas, me gusta más pasear por los muelles, esa deliciosa biblioteca pública.”

y personajes insólitos, algunos de ellos desconocidos precursores de las vanguardias artísticas del siglo XX; se puede pasear por las calles de cualquier ciudad, pero flâner sólo puede hacerse por París. Rabelais, allá por el siglo XVI, ya “flaneaba” por la capital de Francia, actividad que fue seguida y reportada por algunos de los escritores parisinos emblemáticos, pero que queda “fijada” por el estudio tal vez más serio y detallado, el ingente "Libro de los pasajes" (Das Passagen-Werk, inacabada) de Walter Benjamin.

En tiempos de Apollinaire París había sufrido ya la transformación urbanística que, inaugurada por el barón Haussmann, había cambiado la faz de la ciudad y podría haber puesto en un aprieto a los amantes del paseo sin objetivo concreto, que, sin embargo, no debe confundirse con el vagabundeo, si no fuese porque, en realidad, flâner no es tanto un modo de recorrer el espacio como una actitud mental consistente en abrir los sentidos y la conciencia para embeberse de los lugares y las personas que en lugar de encontrarse sin intención acaban constituyendo verdaderos hitos de un recorrido que, de ahí su carácter único, jamás podrá repetirse.

Materialización de lo efímero, pues: pespunteo del paseo supuestamente no planeado mediante el recurso de detenerse en una determinada esquina, en el restaurante de un cocinero-poeta o en el recuerdo hecho materia de aquellos desconocidos que ya han desaparecido.

18 de agosto de 2009

8 de agosto de 2009

Contrapunto XXXVIII

Si tratar con corrección a los demás provoca que no me odien aquellos a los que no tengo en ninguna consideración, no me vale la pena el esfuerzo. Si, además, despierto el amor de quien no me importa en absoluto, lo evitaré con todos los medios a mi alcance.

6 de agosto de 2009

Las noches revolucionarias

Prólogo de Alicia Mariño, Traducción de Eric Jalain

"¡Mueran todos los tiranos, reyes, reinas, príncipes, landgraves, margraves, zares, sultanes, dairis, lamas y papas! ¡Viva la República y la Montaña!"

Ni las opiniones y visiones personales, parciales e intencionales por su propia naturaleza, pueden sustituir a los tratados de los historiadores, ni los sesudos y autorizados estudios históricos pueden tomar el lugar de las percepciones de los contemporáneos de una época determinada; tal vez la combinación de ambos sea lo más recomendable. Algunas veces la actualidad se hace historia y la historia literatura; por circunscribirnos al país y a los días de Las noches revolucionarias (Les nuits révolutionnaires), véanse las Memorias de ultratumba (Mémoires d'outre-tombe, 1846) de François-René de Chateaubriand. Cuando un intelectual, que se autodenomina le hibou de Paris, "el búho de París", abandona su torre de marfil y desciende al campo de juego, y observa, y escribe, acaba componiendo una magna obra: Les nuits de Paris ou l'Spectateur nocturne (1788-1794), publicada originariamente en ocho volúmenes, de la que Las noches revolucionarias es una pequeña parte.

Como no podía ser de otro modo tratándose de un polígrafo incontinente, el afán clasificatorio contemporáneo se las vería y se las desearía en el intento de encuadrar la obra: reportaje de actualidad, autoficción, historia, panfleto, docudrama, crónica... En todo caso, una obra extremadamente interesante que consigue transmitir, mediante un acertado uso de la narración en primera persona del presente de indicativo, el caos y la inmediatez de uno de los episodios más apasionantes de la historia de la humanidad, desde el punto de vista de un escritor en la nómina de los grandes cronistas de la literatura francesa, y no siempre imparcial, gracias a dios, precursor de precursores.

2 de agosto de 2009

Locomotive Breath


Locomotive Breath
Ian Anderson. Jethro Tull

In the shuffling madness
Of the locomotive breath,
Runs the all-time loser,
Headlong to his death.
He feels the piston scraping
Steam breaking on his brow
Thank God, he stole the handle and
The train won't stop going
No way to slow down.

He sees his children jumping off
At the stations, one by one.
His woman and his best friend
In bed and having fun.
He's crawling down the corridor
On his hands and knees
Old Charlie stole the handle and
The train won't stop going
No way to slow down.

He hears the silence howling
Catches angels as they fall.
And the all-time winner
Has got him by the balls.
He picks up Gideon's Bible
Open at page one
God stole the handle and
The train won't stop going
No way to slow down.



29 de julio de 2009

La hipótesis innecesaria

“Je n’ai pas besoin de cette hypothèse”. Esa fue la respuesta de Pierre-Simon Laplace a Napoleón Bonaparte cuando éste le preguntó por qué no aparecía la figura de Dios en su teoría cosmológica.

27 de julio de 2009

Consecuencias indeseables

“Los que pueden hacerte creer cosas absurdas acabarán por hacerte cometer actos atroces”.
Jean-Marie Arouet, Voltaire

15 de julio de 2009

Un error imperdonable

"La idea de Dios es el único error que no puedo perdonarle a la humanidad".
Donatien Alphonse François de Sade, Marqués de Sade

13 de julio de 2009

Los huesos de Descartes

Los huesos de Descartes. Russell Shorto, Duomo Ediciones.
Traducción de Claudia Conde

Ni siquiera la consideración de René Descartes como fundador del racionalismo y, como consecuencia, precursor de la modernidad, ahorró a sus restos la consideración, por parte de sus allegados intelectuales, de reliquia, laica, eso sí, pero reliquia al fin y al cabo. Russell Shorto, director del John Adams Institute de Amsterdam y colaborador habitual del New York Times Magazine, nos relata, con un detalle que a veces puede parecer excesivo pero que siempre es interesante, el peregrinaje de 350 años de los restos del filósofo francés desde Estocolmo, donde falleció y fue enterrado por primera vez, hasta el que se supone que debió ser su lugar de descanso definitivo: un entierro en un camposanto discreto cercano a Estocolmo, el accidentado traslado a Francia, su inicial inhumación en Sainte Genevieve, la propuesta de traslado al laico Panthéon en tiempos de la Revolución… al mismo tiempo que sigue la peripecia de su cráneo, desgajado del esqueleto durante su primer traslado, hasta su ubicación actual en el Musée de l’Homme parisino.

Al mismo tiempo que el autor nos informa del periplo de los huesos del filósofo, intercala en la “acción” una serie de pasajes relativos a ciertas áreas de las ciencias naturales, anatomía y psicofisiología, sobre todo, que no sólo no suspenden la narración, sino que constituyen una excelente introducción a algunas de las corrientes filosófico-biológicas –aquella disciplina que en tiempos de Descartes se llamó filosofía natural y a la que los progresos científicos obligaron a desgajarse en mil disciplinas aisladas- de los tres últimos siglos, que constituyen otro tipo de piezas del ingenioso rompecabezas compuesto en torno a los restos del filósofo, y que consiguen pespuntear un ensayo que, sin ningún ánimo peyorativo, se lee y se disfruta como una novela.
Addenda
Por la pertinencia del tema del artículo, así como, y principalmente, por la firma del escritor, reproduzco a continuación el escrito de Féliz de Azúa aparecido en la página de opinión del diario El País el dia 15 de Julio de 2009

TRIBUNA: FÉLIX DE AZÚA
Un montón de huesos
FÉLIX DE AZÚA 15/07/2009
Pocas cosas me sorprenden más que el habitual juicio según el cual los estudios, tanto escolares como universitarios, han de ser divertidos. Nadie lo niega. ¿Alguna vez fueron aburridos? Yo tuve profesores soporíferos como también los hubo extremadamente tontos, pero las asignaturas no tenían la culpa.
Sobre el supuesto de que sólo es divertido lo estúpido, parece que se hubiera llegado a un acuerdo según el cual el más aburrido de todos los estudios posibles es la filosofía. Quizás porque los responsables de la actual educación jamás se interesaron por ella. Son gente curiosa, los responsables del actual sistema educativo. El que ha logrado una tan espléndida destrucción de conocimiento.
Durante meses nos reuníamos en casa de una amiga con Víctor Gómez Pin, para leer las Meditaciones de Descartes bajo su tutela. Éramos veinteañeros, pero aún guardo el ejemplar tapizado de anotaciones marginales. El título del tratado, Meditations metaphisiques, asusta a mucha gente. Lo cierto es que se leen con suma facilidad, son la puerta de la filosofía moderna y plantean el interrogante más audaz que haya conocido el mundo hasta esa fecha: ¿y si lo que llamamos "Dios" no fuera más que un tahúr? La célebre hipótesis del dieu trompeur llevaba ínsita la intención de contestar que no, que Dios es buenísimo y se desvive por nosotros. El problema es que la duda penetró como un virus en el intelecto europeo y menos de un siglo más tarde ya se había convertido en una pandemia. Occidente sería la primera cultura mundial que probaría a sobrevivir con sus solas fuerzas y sin la ayuda de ningún Dios, al que se apartaba de la vida razonable por si las moscas. Aún no lo hemos logrado del todo: Dios sigue atacando con furia, ahora disfrazado de musulmán.
Aquellas tardes de discusión, frase a frase, del que sería texto fundador de la ciencia moderna, el inicio de una innovación colosal obrada por unos seres insignificantes que revolucionaría la vida del planeta para bien y para mal, son de las más "divertidas" que he vivido jamás. La huella de aquel viaje metafísico me ha aconsejado, año tras año, recomendar el estudio de Descartes a los alumnos de arquitectura, sin esperanza, con convencimiento. Y cada año, en efecto, siempre hubo dos o tres valientes (y valientas) que hicieron caso. Su sorpresa era mayúscula. Llegaban luego con los ojos como platos para darme la gran noticia: la así llamada "filosofía de Descartes" era una experiencia emocionante.
Viene esta introducción como excusa de que en pleno julio y para la mochila de las vacaciones ose recomendar al lector sin prejuicios (o al que haya sufridola educación española de los últimos 20 años) un libro sobre Descartes. Su título puede confundir: Los huesos de Descartes, de Russell Shorto (Duomo), en excelente traducción de Claudia Conde. Y digo que puede confundir porque cabe sospechar que el autor imite un título de serie negra, como esa legión de policíacos que para adornarse ponen un Wittgenstein o un Freud entre los cadáveres, a la manera de Manolo Vázquez Montalbán, que ponía recetas de cocina para animar al pobre lector. Pues, no del todo. Es un libro de intriga y trata, ciertamente, sobre los huesos de Descartes, pero es además una notable introducción al pensamiento moderno europeo.
La metáfora de los huesos es adecuada. Cuando Descartes muere (daba clases de matemáticas a Cristina de Suecia), lo entierran de mala manera en un cementerio para huérfanos a dos kilómetros de Estocolmo. Los cementerios católicos le estaban tan vedados como los protestantes. Se había convertido en la bestia negra de todas las jerarquías eclesiásticas. Descartes era creyente y había emprendido su obra tratando de fundar más en razón la garantía de existencia divina, pero su argumento superó al dueño del cerebro de Descartes y con una explosión de dinamita abrió un cosmos sin Dios a la investigación científica. De modo que entre los huérfanos, aquellos de quienes nadie sabía cuál era su credo, encontró acomodo.
Seguramente ese fue el único momento en que los huesos ocuparon el lugar que verdaderamente les correspondía: entre los abandonados que ninguna iglesia reclamaba. Porque, aunque estaba amaneciendo un mundo nuevo que conduciría al dominio hipertécnico que es ahora nuestra casa, sólo lucía la debilísima luz de la aurora en una punta del orbe, pero seguía dominante y pomposo el sol cegador de las monarquías absolutas y los obispos despóticos en todo el planeta. De modo que tampoco los discípulos de Descartes y quienes le enterraron pudieron escapar a la más antigua de las prácticas cristianas: el culto de las reliquias.
La historia de sus huesos es también una historia de cómo el pensamiento religioso se trasladó del alma inmortal a la razón discursiva y cómo la fe ciega en la gloria eterna se convirtió en fe ciega en la verdad científica. En 1666, desenterrado del cementerio de huérfanos para ser trasladado a Francia, sus reliquias sufrieron un primer asalto. En la aduana, los rigurosos funcionarios franceses obligaron a abrir el ataúd y, para pasmo de los cartesianos, había desaparecido el cráneo, se había perdido el recipiente de la mejor cabeza de su tiempo. ¿O acaso el pensamiento no está en los sesos? Problema.
El culto de las reliquias, inspirado por el respeto que imponía su futura resurrección, ¿qué sentido podía tener entre gente que ya no creía en la vida eterna? A pesar de todo, siempre custodiados por sus discípulos, los restos de Descartes volvieron a ser enterrados, esta vez en la iglesia de Sainte Geneviève. Allí permanecieron largamente hasta conocer la sombra del inmenso Panteón, otro depósito de reliquias, ahora nacionalistas.
Durante los siguientes 100 años y a pesar de que Luis XIV condenó el cartesianismo, la razón cartesiana no hizo sino invadir la totalidad de la investigación científica europea y convertir a su fundador en un santo laico, el mártir de la Razón. Cuando a partir de 1790 los revolucionarios se lanzaron al saqueo de las iglesias parisinas, de nuevo entraron en acción los discípulos. Esta vez fue Alexandre Lenoir, figura siniestra y fascinante, quien desenterró los huesos sin cabeza para evitar su profanación. Durante décadas los puso bajo la protección del Museo de los Monumentos Franceses, hasta que en 1819, habiendo ya vencido todas las resistencias, proclamado Descartes el padre fundador de la razón científica, la Academia de Ciencias de París decidió trasladar en solemne procesión (¿religiosa?) los restos del filósofo a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. No obstante, en el momento de abrir el ataúd para proceder al entierro (¿sagrado?), lo que allí se encontraron fue en verdad pasmoso.
Dejo para el lector la solución de la intriga y la incógnita sobre el cráneo que cuidaba el pensamiento de Descartes. He exagerado la parte detectivesca como anzuelo de perezosos, pero en el ensayo de Shorto hay serias exposiciones de asuntos como el problema de la conexión mente/cuerpo, la disputa entre empiristas ingleses y racionalistas continentales, o la herencia cartesiana en escritores tan inesperados como la superlativa Ayaan Hirsi Alí. En su opinión, la persistencia de las teocracias musulmanas obedece a los intereses y el fanatismo de las clases dominantes en esos países, monárquicas y eclesiásticas, pues saben que aceptar la razón cartesiana significa el derrumbe de su despotismo. El predominio de la razón sobre la fe religiosa trae consigo, fatalmente, la libertad de los civiles y la exigencia inmediata de derechos individuales.
Quizás algún día, seguramente en un futuro lejanísimo, una república islámica reformada pida que los huesos de Descartes sean trasladados a tierra de infieles en solemne romería, para desagraviar al santo de la Razón en el último lugar que se negó a eso que (los cartesianos) llamamos Era Moderna. Confiemos en que para entonces pueda viajar, también, el cráneo.
© EDICIONES EL PAÍS S.L. - Miguel Yuste 40 - 28037 Madrid [España]

29 de junio de 2009

Manituana

Los Wu Ming, seudónimo literario de un grupo de escritores italianos que trabajan de forma colectiva, después del genial Q y de la original pero prescindible 54, vuelven al ataque con una nueva vuelta de tuerca, una novela de aventuras clásica.

La acción si sitúa en la década de 1770 en las todavía colonias británicas en el continente americano, y los protagonista centrales son Las Seis Naciones, las tribus aborígenes que, después de haber jurado fidelidad y luchado a favor de la metrópoli en la guerra franco-británica, se encuentran en el dilema de seguir apoyando a la corona británica o a las colonias insurrectas en la guerra por la independencia. Afectados y recluidos por la primera contienda en una estrecha franja de terreno comprendida entre el futuro estado de Nueva York y la zona de los grandes lagos, su fidelidad al rey Jorge III les costará definitivamente su libertad y ser diezmados hasta la aniquilación por una maquinaria y una concepción de la guerra a la que no pueden hacer frente.

Novela de aventuras clásica-clásica, con acción trepidante, estilo cinematográfico, personajes entrañables y multitud de historias que corren paralelas a la acción, que sigue la estela de los autores del género, y que tiene una de sus mejores bazas en tomar partido por los perdedores, aquello que la Historia en mayúsculas nunca se ha podido permitir.
Un consejo: recorran los enlaces marcados en este escrito, porque constituyen una novela por sí mismos.

25 de junio de 2009

El final del desfile

El final del desfile. Ford Madox Ford. Random House Mondadori
Traducción de Miguel Temprano García
Una vez había oído decir que la humanidad se componía de intelectos exactos y constructivos por un lado y por el otro de carne de cañón para llenar los cementerios.

El viejo continente está a punto de saltar hecho pedazos con el riesgo, que el futuro confirmaría, de arrastrar en su caída al civilizado mundo occidental, mientras la clase media inglesa, los terratenientes, los exalumnos de Oxford y las piezas de la inextricable burocracia ministerial siguen preocupados por sus amantes, sus carreras de caballos y los movimientos en el escalafón. El mundo conocido está a un paso de sucumbir e Inglaterra no es que mire hacia otro lado sino que está a punto de caer hipnotizada por su propio ombligo. Incluso una vez ha estallado el conflicto y los protagonistas se ven irremediablemente envueltos en él –recordemos que es la primera contienda denominada, contemporáneamente, “La Gran Guerra” y “Primera Guerra Mundial” con posterioridad-, no es el patrotismo lo que los lleva al frente; antes bien, la movilización, a menudo voluntaria, no es más que un modo justificado y raramente censurable de escapar de los acreedores, de una amante desechada… o del propio aburrimiento.

El final del desfile (Parade's End, 1924-1928) no es tanto un libro antibélico –por más que sea uno de los mejores textos sobre la Primera Guerra Mundial, complemento imprescindible de esa otra gran obra de Ford Madox Ford, El buen soldado (The Good Soldier, 1915)- como una sátira despiadada de una clase social que cree entonar su último lamento, su postrer canto de sirena creyendo salvar a la patria, cuando en realidad es el último clamor ante su desaparición.

21 de junio de 2009

Una calificación

Tomo prestada de David Foster Wallace la nueva calificación para el espectador mediático posmoderno, o para el espectador de la posmodernidad mediática, o incluso para el espectador de la posmodernidad artística: terminal no-inteligente.

13 de junio de 2009

¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo de patio?


¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo de patio?
Georges Perec, Ediciones Alpha Decay.
Traducción de Marisol Arbués y Hermes Salceda

¿Para qué en estos tiempos, y con la que está cayendo, en el sector del libro y en todos los demás, se edita un Perec, por más que se trate de un inédito?

Esto no es una respuesta, es simplemente el primer párrafo de ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo de patio?, pero puede ayudar a responder a la pregunta: “Había un tío, lo llamaban Karamanlis, o algo así. ¿Karatoro? ¿Karavaca? ¿Karagüevo? Bueno, Karaalgo. En todo caso, no era un nombre cualquiera, era de esos que se te quedan, que no olvidas así como así.”

Un insólito y estrambótico grupo de amigos, que suelen compartir pantaguélicas comilonas y etílicas y ahumadas sobremesas, tienen que acudir en ayuda de un conocido, amigo a su vez del propietario de ese petit vélo à guidon chromé au fond de la cour del que nos habla el título, que no quiere ser movilizado para la campaña de la guerra de Argelia que promueve el general De Gol (sic). Teniendo en cuenta las particularidades de los componentes del grupo, no es de extrañar que la batería de soluciones sean absolutamente desquiciadas, aunque la propia disparidad de opiniones facilita una vía de solución que, a pesar de no contar, en principio, con el favor del interesado, es validada por la mayoría de la asamblea. La ejecución y consecuencias de esa solución se resolverá en un sorprendente e hilarante final digno de los hermanos Marx.

Perec es un escritor anacrónico, de otro tiempo, que no tiene nada que ver ni con el mercado bestselleriano ni con la binarización de la cultura -1, todo; 0, nada-: es un escritor de matices, de un gusto exquisito aunque frecuentemente se sirva envuelto en modesto papel de estraza; leer a Georges Perec es, sobre todo, divertido y hasta orgiástico porque el parisino es un gamberro es su acepción más literal, un autor que escapa a cualquier intento de clasificación porque sobrevive a los intentos de escasillarlo escurriéndose de entre las pinzas de los asépticos canonistas con una puñetera sonrisa de despedida. Sin embargo, ahí quedan, para la verdadera posteridad y para escarnio de rankings, además de otras joyas de pequeño formato, un Prix Renaudot a los 29 años por Las cosas (Les choses, 1965), un imposible e inigualado tour de force alfabético en El secuestro (La disparition, 1969) y una de las novelas mayores del siglo XX, magna síntesis de su poética, La vida: instrucciones de uso (La vie: mode d’emploi, 1978).

Si son lectores de Perec, corran a por esta escurridiza joya de envoltorio tan modesto y de título tan fantástico; si no lo son, no cabe duda de que este petit vélo es una excelente introducción al peculiar mundo, aunque decir universo sería más justo, de uno de los últimos escritores geniales (de genio: inteligencia o talento extraordinario, que produce creaciones artísticas, literarias o científicas, originales y de excepcional valor) de la vieja Europa.

Por cierto, mi respuesta a la pregunta del primer párrafo es la siguiente: para solaz de los lectores que se lo merecen. Es posible que para el editor no sea suficiente, pero lo indudablemente cierto es que pocos autores ofrecen una recompensa del mismo calibre que la lectura de Perec.