27 de julio de 2020

La soñadora materia

La soñadora materia. Francis Ponge. Galaxia Gutenberg, 2007
Edición bilingüe de Miguel Casado
La soñadora materia, el volumen publicado en castellano en 2007 en una excelente y justificada edición bilingüe de Miguel Casado, toma su nombre À la rêveuse matière, la plaquette publicada en 1965 que intenta contrastar tres diferentes formas de mirar la materia: la fotografía de Henriette Grindat, el dibujo de Albert-Edgar Yersin y la escritura de Francis Ponge; contiene tres de los títulos más definitorios de la literatura de Ponge, escritos en tres diferentes períodos de su vida, Le Parti pris del choses (1942), La Rage de l'expression (1952) y La Fabrique du Pré (1971), pero que abarcan tres formulaciones sucesivas de su preocupación por la relación entre los objetos y las palabras: mientras que en Tomar partido por las cosas la definición de un objeto es su descripción y se presume un mundo acabado que requiere una nueva definición, en La rabia de la expresión establece que toda definición es provisional porque lo relevante es el proceso de definición, de escritura y, finalmente, en La fábrica del prado concluye que es ese proceso lo que se convierte en obra —de hecho, la primera edición de ese libro consistía en la publicación en facsímil de sus hojas de trabajo manuscritas, incluyendo las tachaduras y añadidos, es decir, con las cicatrices de su composición a la vista; las ediciones posteriores han conservado ese formato usando diversos recursos tipográficos—.

Al principio, en un mundo primigenio ideal, las cosas no tenían nombre, simplemente eran. Cuando el hombre las nombró, era posible convocarlas en su ausencia, pero esa desvinculación originó una brecha irreparable entre la cosa y su nombre que solo puede recomponerse volviendo a "la significación primera", y para esta tarea es precisa una modificación del lenguaje, poético o descriptivo, que repare el nexo fracturado.

Tomar partido por las cosas 
(Transcripción al castellano del post Notas de Lectura de El partit pres de les coses)



(Mal)acostumbrados a identificar gravedad, cuando no pesimismo, con seriedad y, por tanto, con calidad literaria, una de las sorpresas, y no será la única, que brinda la obra de Ponge es que con alegría también puede hacerse buena literatura, con profundidad de pensamiento y tono de alta literatura. El mismo autor justifica esa alegría como el resultado del "regreso del espíritu de las cosas", nos facilita también el modo de adquisición, vivir feliz, y señala el camino:  
"... me parece que no hay otra razón para vivir que porque hay, primero, los dones del recuerdo y, después, la facultad de detenerse a disfrutar del presente, lo que equivale a valorar ese presente como se valoran por primera vez los recuerdos..."
Tan sencillo que parece imposible no haber caído en ello, ¿verdad? Así es Ponge, siempre buscando en la sencillez, no en la simplicidad, y en la precisión, no en el esquema, la razón de las cosas...

A modo de ejemplo de esa peculiar poética, el propio autor teoriza, en la entrevista de Philippe Sollers, a partir de la explicación del modo de composición de uno de los capítulos de Tomar partido por las cosas titulado "La ostra"; lo hace desmenuzando frase a frase y justificando el uso de una palabra concreta en lugar de otra, aunque para ello sea preciso subvertir la sintaxis. Ante la dificultad de clasificación, Ponge especula que tal vez su obra sea realmente

"... elementos de una cosmogonía, tal vez, clasificados en forma de diccionario infinito..."
y pasa cuentas con los estructuralistas, ideología dominante en la crítica literaria francesa, cuando asevera que
"Para un artista o para un obrero como yo, la vida y la obra no son sino una sola cosa."
Es posible, pues, y recomendable, tal vez, ya que tenemos la aprobación del propio autor, considerar Tomar partido por las cosas como un diccionario anecdótico (anecdótico porque Ponge, intencionadamente, olvida lo esencial para fijarse en lo accesorio) de definiciones no estandarizadas, en el que un objeto, una situación o un lugar se definen por alguna de sus utilidades o por la relación personal que mantienen con el redactor, constituyendo un diccionario emocional que explota los límites de significación de los objetos; un diccionario inútil, redactado por un narrador con un sano y leve sentido del humor, casi simpatía, tal vez ternura, con focalización selectiva, reduccionista, porque solo tiene en cuenta algún aspecto concreto del objeto real, pero exhaustiva, porque esto no le impide explorarlo a fondo.

Ponge exige una lectura pausada, atenta al detalle y a las imágenes, que permita percibir las analogías, los múltiples sentidos, y saborear los matices que se esconden detrás de su aparente, y engañosa, superficialidad. Bajo estas premisas, y con la recomendable exclusión, aunque sea temporal, de los prejuicios del lector, Ponge es, aún hoy, una lectura sorprendente, recomendable y muy, pero que muy, gratificante.


La rabia de la expresión 



El fin de la literatura de Ponge es el objeto mismo, en bruto, y su consecución nunca debe ser lastrada por la expresión, ya que esta es un elemento provisional, sujeto a mutación. Por tanto, la literatura es el avance del proceso de esa expresión, continuamente modificado por nuevas aportaciones que significarán nuevos acercamientos progresivos al objeto. Las expresiones que no tiendan a esa convergencia no poseen ningún interés ya que son construcciones ficticias sin ninguna finalidad.
«No intentar nunca componer las cosas. Las cosas y los poemas son inconciliables [...] Se trata de saber si se quiere hacer un poema o dar cuenta de una cosa (con la esperanza de que así el espíritu avance, dé con ese motivo algún paso nuevo [...] Más allá de esto, poco me importa que se quiera llamar poema lo que resulte. Por lo que a mí se refiere, la menor sospecha de ronroneo poético basta para advertirme de que entro en la artimaña, y hace que me deslome para salir de ella».
Cada vez que un texto toma conciencia de sí mismo y pierde la conexión objetiva, aunque conservando la semántica, extravía también su propósito primero, que es nombrar, y se transforma en un galimatías indescifrable que si bien es cierto que adquiere vida propia, ya no posee utilidad alguna; al contrario que la descripción acumulativa, regresiva, digresiva, que no extrae su provecho del mero acopio sino de la relectura, mediante cuyo proceso se llega al nudo de la definición.

A pesar de que todo objeto existente ya ha sido descrito, con mayor o menor fortuna, queda mucho por decir de sus cualidades y cualquier nueva aportación contribuye a ampliar su definición y a la progresiva ampliación de aquel, sea mediante la razón o la intuición, a través de la descripción o de la observación, para llegar a la esencia por medio de los detalles. La escritura no sería, pues, un proceso de elaboración sino de reelaboración de materiales anteriores —de la preescritura— y que funcionaría con un mecanismo parecido a la sedimentación, que separaría los materiales primordiales de los menos relevantes —pero igualmente imprescindibles en el proceso—.

Cualquier objeto, por ordinario que sea, posee un conjunto de cualidades particulares que, a la vez que lo definen —con más precisión cuantas más se obtengan—, lo convierten en comunicable; para que esto suceda debe producirse cierto consenso, cuyo logro dependerá de la precisión semántica y de la capacidad intrínseca de los enunciados para ser puesta en común.
«He releído los nombres de Apollinaire, Léon-Paul Fargue... y me da vergüenza el academicismo de mi visión: falta de arrebato, falta de originalidad. No sacar a la luz nada más que lo que yo sea el único en decir. —en lo que concierne al pinar, acabo de releer mis notas. Pocas cosas merecen retenerse.— Lo que importa en mi caso es la seriedad con que me acerco al objeto, y por otro lado lo muy preciso de la expresión. Pero es necesario que me libere de una tendencia a decir cosas planas y convencionales. No merece realmente la pena escribir si es para eso».
Esta autoexigencia que debe mantener el escritor relativa a su propia producción debe extenderse, además, hacia la producción ajena; recorrer el camino que ya ha sido hollado con anterioridad es inútil e improductivo. El arte es infructuoso si no es rompedor; cada artista, incluso cada obra, debe significar una brecha insalvable con todo lo que se ha producido con anterioridad. La obra siempre debe erigirse a la contra; no se trata tan solo de aprehender el objeto sino de comprenderlo.
«Sostengo en todo caso que cada escritor "digno de ese nombre" debe escribir contra todo lo que se ha escrito hasta él (debe en el sentido de está forzado a, está obligado a—principalmente contra todas las reglas que existen. Además, las cosas siempre han sucedido así; hablo de gente con carácter. Por supuesto, como has captado, estoy ferozmente imbuido de técnica. Pero soy partidario de una técnica por poeta, e incluso, en el extremo, de una técnica por poema —que su objeto determinaría».
Aunque, en realidad, un objeto —dicho en sentido amplio: cualquier elemento que esté presente en la naturaleza real— sea capaz de provocar una emoción —una respuesta perfectamente lícita porque no dependería tanto de la cualidad del objeto como de la reacción que genere en el espectador, siempre y cuando la visión particular no enmascare la realidad, la multiplicidad de imágenes extravíe el objeto y el exceso de originalidad desemboque en la extrañeza—, su representación por escrito debería convertirse en un "instrumento moral" que conlleve cambios en el espíritu del receptor y provoque algo más que un "sollozo estético".
«E insistir en que todo el secreto de la victoria está en la exactitud escrupulosa de la descripción: "He sido impresionado por esto y aquello": no hay que renunciar, no acomodar nada, actuar en verdad científicamente. Se trata una vez más de recoger (en el árbol de la ciencia) el fruto prohibido, mal que les pese a las potencias de sombra que nos dominan, al Sr. Dios en particular. Se trata de militar activamente (modesta pero eficazmente) por las "luces" y contra el oscurantismo —este oscurantismo que amenaza de nuevo, en el siglo XX, con sumergirnos de hecho en una vuelta a la barbarie deseada por la burguesía como único medio de salvar sus privilegios».
La fábrica del prado




«Si una vez más —y ya que esos problemas y el género literario que suscitaron están ahora de moda— tengo que poner sobre la mesa los estados sucesivos de mi trabajo de escritura a propósito de tal o cual emoción que me llevó en principio a esa actividad, elegiré mostrar mis notas sobre el prado».
La obra en proceso es la obra final: el punto de llegada es irrelevante; el instrumento de la creación es la escritura —un instrumento que no admite variaciones: un número limitado de letras puede dar lugar a un número limitado de palabras, este a uno de frases, y estas a uno de párrafos; pero siempre limitados, finitos, aunque inconmensurables—, pero la verdadera obra es el camino sin señalizar que se ha recorrido hasta la meta, el sendero, hollado por el autor, que podrán reproducir —recorrer— los lectores.
«Pero ¿por qué escribir? —para producir (dejar) una huella (material), para materializar mi encaminarme, a fin de que se pueda seguir otra vez, una segunda vez».
Ponge recurre continuamente al diccionario Littré para consultar definiciones que va a descartar por ser un camino ya transitado, pero que va a utilizar para establecer la nueva definición; no se trata de buscar nuevas palabras como de descubrir nuevas significaciones.
«El reconocimiento más sencillo (desde entonces, a nuestra vez, nos obliga / nos obliga desde entonces) a invitar a la palabra a ello, a decirlo. Y se nos invita entonces a reconocerlo a decirlo, es decir a invitar a nuestra palabra, y la palabra entonces nos invita a decirlo. Y cómo, desde que reconocemos esto, no decirlo. ¿Cómo lo reconoceríamos, sino por la palabra? Nuestro deber desde entonces nuestra gratitud nos invita a la palabra. Nuestra palabra entonces se siente invitada a ello».
Describir el objeto —es decir, traducirlo a palabras con la mayor fidelidad posible como haría, en el campo de la imagen, una fotografía— no conlleva creación alguna, es pura reproducción, mimetismo, enmascaramiento; buscar y explorar nuevas conexiones semánticas —de ahí el recurso constante al diccionario— que configuren la aproximación a la comprensión del objeto: ahí existe creación. La muestra que expone Ponge es, precisamente, la configuración de ese prado, un monosílabo polisémico en francés, que en función de su lugar en la palabra es uno de los prefijos más usuales, pero puede ser también la terminación más común del participio pasado:
«Le pré gisant ici comme le participe passé par excellence. S'y révère aussi bien comme notre préfixe des préfixes, préfixe dejà dans préfixe, présent dans présent».
«El prado yace aquí como participio pasado por excelencia. Se le reverencia además como nuestro prefijo de los prefijos, prefijo ya en prefijo, presente ya en presente».
"Por qué he vivido"
Noche del 19 al 20 de julio de 1961, les Fleurys
«Experimentando un vivo placer en no hacer nada más que provocar (por mi sola presencia (cargada con una suerte de imantación por el ser de las cosas —siendo esta presencia de algún modo ejemplar: por la intensidad de su calma (sonriente, benévola), más que provocar una intensificación verdadera, auténtica, sin disfraz de la naturaleza de los seres y de las cosas, más que esperarla, que esperar ese momento    En no hacer nada más que esperar su declaración particular     Luego fijarla atestiguarla: inmovilizarla petrificarla (dice Sartre) para la eternidad satisfacerla o incluso ayudarla (sin mí no sería posible) a satisfacerse     En no hacer nada más que escribir lentamente negro sobre blanco muy lentamente, atentamente, muy negro sobre muy blanco     Me he tendido a la vera de los seres y de las cosas     Con la pluma en la mano, y mi escritorio (una página blanca) en las rodillas»  
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El partit pres de les coses
Notas de Lectura de El sabó
Notas de Lectura de El suscitador

24 de julio de 2020

La forma de una ciudad

La forma de una ciudad. Julien Gracq. Shangrila, 2020
Traducción de Alberto Ruiz de Samaniego
El recuerdo es un tablero de ajedrez, sesenta y cuatro casillas alternas en blanco y negro, treinta y dos piezas; la imaginación es la partida. En La forma de una ciudad (La forme d'une ville, 1985), Nantes es el tablero; el contenido es una de las múltiples partidas que pueden jugarse con las piezas y las normas del ajedrez.
«He vivido una simbiosis demasiado estrecha con Nantes, cuya imagen se enriquecía en mí a lo largo de los años, al mismo tiempo que se cumplía en ella mi "crecimiento"; al no hallar la menor dificultad en perfilar la representación que me formo de ella. Es más bien su imagen influyente la que tiene tendencia a perfilarme: de una manera general, y en cualquier época de mi vida de la que se trate, yo no me veo nunca en el recuerdo, al fondo de la perspectiva dibujada por el retroceso de los años, más que sumergido en cuerpo y alma en un elemento mucho más concreto, mucho más estimulante y limitador a la vez, que aquel al que se aplica habitualmente el nombre de entorno. Trato de mantener alguna distancia con ese complejo de calles y de plazas con el cual mi vida ha estado ligada en su época más sensible: empresa aleatoria, puesto que lo que nos ha tocado de cerca en nuestros comienzos no cesa nunca totalmente, incluso en la ausencia, de participar desde lejos, por poco que sea, en nuestras mutaciones».
La ciudad no es más que un entramado más o menos racional de calles y edificios, y como todo objeto sometido a los avatares del tiempo, posee una historia propia y una relación circunstancial con sus habitantes. Esta relación, en cambio, se convierte en primordial desde el punto de vista de esos pobladores, ya que la ciudad suel actuar sobre ellos modelándolos de una forma tan determinante que esos asépticos edificios y calles acaban conformando las características de un ser completo. El recorrido a lo largo de sus años de adolescencia de ese proceso es el que intenta traer del recuerdo un Julien Gracq adulto, al final de su vida; tal vez como quien salda una deuda pendiente, acaso como quien busca en una geografía determinada el rastro del ser en el que se ha acabado convirtiendo.
«La imagen de Nantes que surge espontáneamente en mi espíritu sigue siendo [...] no la de un laberinto con calles centrales de donde uno se evade episódicamente, sino más bien la de un nudo mal apretado de radiales divergentes, a lo largo de los cuales el fluido urbano escapa y se diluye en el campo como la electricidad huye por los extremos. Tal vez, por eso, yo me he sentido más sensibilizado que otros hacia los límites donde el tejido urbano se desmaya y deshilacha, sin que, no obstante, este se haya abandonado a favor del campo. Y a veces acabo por pensar, recordando los libros que he escrito, que este gusto por las zonas limítrofes ha aumentado después en mí poco a poco y ha alcanzado la expansión; hasta iluminar, por un juego de analogías, dominios inesperados, de tonalidad sensiblemente más sombría: de los suburbios a la frontera, para la imaginación, no hay más que un paso».
La parte principal del recuerdo consiste en el carácter legendario que posee, en la mente del niño, la gran ciudad en contraste con la insignificante urbe de provincias: la promesa de lugares maravillosos y objetos impresionantes contra el paisaje gris y monótono; el cosmopolitismo moderno contra el provincialismo trasnochado; las grandes avenidas y las sombreadas plazas contra las callejuelas con olor a humedad y a excrementos de animales; pero también el anonimato urbano contra las intrigas vecinales y el mundo abierto, ese aire de fiesta permanente, contra el pozo oscuro e inescalable. La aventura infantil se nutre de lo desconocido y el inexplorado campo de la ciudad es el escenario perfecto; años después, el recuerdo fijado en condiciones de excepcionalidad ha quedado impreso en la conciencia del protagonista con una fuerza invencible, a diferencia del suscitado por la monotonía de lo habitual; la ciudad despierta un sentimiento —aproximado, incidente, previsible— de civilización que descompone la impresión de mezquindad letárgica en que se halla envuelto el pueblo.
«Lo que permanecía incumplido en una vida medio enclaustrada, continúa su camino subterráneo en un segundo plano de mi vida, a la manera de esos rizomas que revientan aquí y allá la tierra abonada con el resurgimiento inesperado de unos brotes verdes».
Sorprende, por otra parte, la práctica ausencia de vida humana en los recuerdos de Gracq; en cambio, tal vez como compensación, extiende la consideración de la ciudad como organismo vivo, inmóvil, pero en perpetua transformación.
«No solo los bordes del Erdre, en sesenta años, han debido de cambiar mucho, sino que la imagen que yo me hago de ellos probablemente esté deformada más allá de toda medida, sin otras relaciones con la realidad de aquel tiempo que las que mantiene un suceso de nuestra jornada con el sueño nocturno que la hace nacer, obteniendo de él una floración inesperada. La atmósfera del sueño, simplemente —caso bastante raro— acababa por impregnar, en esta ocasión, la película de lo vivido a medida de su desarrollo. Además, no pretendo en absoluto hacer el retrato verídico de una ciudad que, a través de su prisma, jamás ha dejado filtrar para mí la luz intacta. Solo doy testimonio, ya lo he dicho, de su presencia en mí: la única, de todas las ciudades que he conocido, que no requiere, de ninguna manera, verificación».
El conflicto más explícito que plantea Gracq es la pugna por alcanzar el estatuto de realidad entre el Nantes actual y el Nantes que permanece fijado en el recuerdo del narrador. En esa pugna, mantienen su relevancia los lugares del pasado que ya no existen frente a las nuevas construcciones que han tomado su lugar, como si estas no fueran más que errores producidos por el paso del tiempo.
«¿Dónde radica el modelo de estos hallazgos, que se instalan de pronto en las encrucijadas de la memoria y de la imaginación, que toman ellos mismos los mandos del mecanismo con el que se dibuja, sobre un determinado recuerdo abstracto, sobre una determinada lectura, una figura material a la que ellos no han llamado más que indirectamente?»
La ciudad es un conjunto inabarcable de categorías aun excluyendo a sus habitantes, cuya perentoriedad temporal, a diferencia de la mayoría de objetos y de edificios, sometidos a un lapso mucho más prolongado, les resta importancia como elementos primordiales —excepto aquellos habitantes famosos reconocidos mediante una placa conmemorativa o un monumento, en cuyo caso podrían considerarse definitivamente convertidos en piedra—. Pero, a pesar de su relevancia, tales categorías carecen de ámbito universal: aquellos puntos de referencia imprescindibles para el visitante pueden poseer poca o ninguna trascendencia para el nativo, mientras que el rincón más insignificante o el pasaje más inocuo pueden convertirse en un punto definitorio, mucho más que el monumento imprescindible o la avenida más cosmopolita. Tal vez por esa razón, la ciudad única que percibe el visitante no tiene nada que ver con las múltiples ciudades que distinguen los nativos, una distinta para cada uno: es el poder de la seducción y la admiración frente al sentimiento de identidad, de pertenencia.
«Pero, en realidad, la ausencia de bellezas arquitectónicas que aclamar, ha hecho de la ciudad algo inmediatamente más sensual y más próximo: los lugares que uno prefiere en un cuerpo amigo no tiene relación con los cánones de la estética. La ciudad para mí está poblada, todavía en la actualidad, no por lugares célebres, sino por sitios donde me gustaría permanecer, a veces materialmente (hasta tal punto el presente y el pasado se mezclan confusamente en el sentimiento que tengo de Nantes), otras veces, en el recuerdo».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Manuscritos de guerra
Notas de Lectura de Capitulares

20 de julio de 2020

Ballena

Ballena. Paul Gadenne. Editorial Periférica, 2020
Traducción de David M. Copé
El elemento disruptivo que viene a quebrantar el estado acomodaticio de una comunidad siempre es recibido con el máximo recelo; cuando esa disrupción atañe al campo intelectual y afecta al status quo establecido por una elite que actúa siempre en defensa de sus privilegios, la recepción suele ser crítica, cuando no abiertamente refractaria, y los argumentos empleados para su cuestionamiento apelan a menudo a los instintos más bajos y a los elementos más fácilmente manipulables, todo con el fin de evitar una línea de razonamiento que debilitaría la posición conservadora. En todo caso, cualquier atentado que afecte a la zona de confort de la clase dominante, sea físico o mental, tiende a ser evitado o ninguneado.
«De repente, cuando nos hundíamos más y más entre aquellos cojines, alguien en quien apenas habíamos reparado hasta el momento se acercó a nuestro pequeño círculo de aletargados y, creyendo desconcertarnos, nos preguntó si habíamos oído hablar de la ballena».
La interpretación de ese suceso disruptivo varía en función del exégeta, de su implicación en el hecho, del interés personal relativo a las consecuencias, de la posibilidad de protagonismo que pueda otorgarse o de la simple palabrería. De este modo, la información que llegue al sujeto imparcial y no implicado en el hecho ni, de momento, en sus consecuencias, no mostrará ni un atisbo de fidelidad y, por tanto, las decisiones que pueda tomar al respecto carecerán de cualquier base objetiva; aunque quedará la fe, el recurso a lo sobrenatural, ante cuya llamada el dispuesto a creer cancelará toda intención de verificación.

Pierre y Odile, los protagonistas de Ballena (Baleine, 1982), acometen la aventura de su vida cuando, informados por varios conciudadanos, emprenden el viaje hasta la playa en la que parece que ha embarrancado una gran ballena blanca.

El lugar no está lejos pero Pierre y Odile se demoran en un paisaje cuya cualidad parece haber cambiado desde que se extendió la noticia de la llegada de la ballena; un paisaje que parece que ven por primera vez porque ya no es un lugar en sí mismo sino solamente el paisaje necesario para acceder a la revelación.
«El pueblo se mostraba a su pesar en lo alto de un acantilado bastante lúgubre, con reflejos de pizarra, apenas animado por algunos retazos de verde. Sobre un saliente del farallón, un faro deslumbraba con una blancura recientemente reconquistada, bajo la cual aún podían adivinarse las marcas de su uniforme de guerra. La playa se curvaba en aquel paréntesis de esquisto, y nada parecía mancillar la desnudez de la superficie expuesta a nuestras miradas, parecida a la palma de una mano vacía».
Cuando finalmente acceden al animal varado se dan cuenta de que la realidad nunca alcanza la grandeza de la imaginación: la ballena es desmesuradamente grande, casi inabarcable, informe, apagada, y huele fatal. Las expectativas se ven frustradas y la responsabilidad de que el animal no cumpla la perspectiva planeada no descansa en lo irrazonable de estas sino en el propio animal.
«Rodeamos lentamente aquel prodigio. Yacía sobre la arena con todo su peso muerto, como si se esforzara en desaparecer, como si a partir de aquel momento hubiese decidido formar parte de la tierra, como aquellos peñascos bajos y angulosos, como aquellas plantas enjutas y rígidas que había a nuestra espalda, incrustadas en el esquisto, y a las que la brisa ni siquiera conseguía hacer temblar».
Es entonces, en contacto con la realidad, el momento en el que el prodigio se convierte en horror; cuando se ha despojado de cualquier propiedad mágica y fantástica, la armonía ha devenido en caos, la forma en imprecisión, la imagen en apariencia, el boceto en tachadura, la consistencia en fragilidad, el esperanzador futuro en fatídico presente, el misterio en evidencia, el ingente tesoro en onerosos despojos, la grandeza en devastación, lo imaginario en real.
«Permanecimos allí, los dos, testigos impotentes y precarios, agobiados, no obstante, por lo elevado de nuestra estatura. Resultaba vano esperar descubrir aún, bajo aquellas mantas sospechosas, bajo aquellos delicados matices, el despojo de una idea. Aquí coincidían la empresa más vil y la más noble. El espíritu se derretía. se hacía agua. Se preparaba un inmenso y solitario destello, un silencio único: el silencio de los polos».
Aquello que deseamos realmente nunca está a nuestro alcance.

17 de julio de 2020

Hacia las estrellas

Hacia las estrellas. Mary Robinette Kowal. Oz Ediciones, 2020
Traducción de Aitana Vega Casiano
Hacia las estrellas (The Calculating Stars, 2018), primera entrega de la serie La Astronauta, fue galardonada con los premios Hugo y Nebula a la mejor novela; la serie está planteada para cuatro títulos, de los cuales solo están publicados, a día de hoy, los dos primeros.

El 3 de marzo de 1952 un meteorito cae al Atlántico frente a la costa este de los EE. UU. provocando innumerables estragos instantáneos y ciertas secuelas a largo plazo: los cambios climáticos originados en la atmósfera convertirán la Tierra en un lugar inhabitable. 

Es en este punto histórico el momento en el que Kowal da inicio a la ucronía: la relativa urgencia en abandonar el planeta provoca una aceleración del programa espacial, auspiciado por una organización supranacional, con el fin de crear la tecnología que haga posible el éxodo; una situación en la que, a diferencia de lo que sucedió en la realidad de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, adquieren protagonismo tanto las minorías étnicas como las mujeres. De hecho, aunque violentando la misoginia dominante, gran parte de los trabajos teóricos en física y en matemáticas del Centro de Control están a cargo de mujeres, y la propia protagonista de la novela, matemática y piloto del Servicio Aéreo Femenino en la IIGM, acaba desempeñando un papel muy relevante en el primer viaje tripulado a la Luna.

Hacia las estrellas es una buena novela, resuelta con agilidad y perspicacia, y que plantea una situación cuyo tratamiento favorece su verosimilitud; por poner algún reparo, aunque puede considerarse como una obra aislada, su final abierto y las intenciones explícitas de la autora puede dejar al lector con la miel en la boca. Habrá que esperar a las nuevas entregas para valorar la historia en su totalidad.

13 de julio de 2020

La respuesta a Lord Chandos

La respuesta a lord Chandos. Pascal Quignard. Shangrila Ediciones, 2020
Traducción de Ester Quirós Damiá
Emily Brontë buscó la libertad fuera de su hogar y se instaló en un internado de Bruselas en el que daba clases de literatura inglesa y de música después de ser alumna del mismo, pero también allí se encuentró con las miradas cómplices de sus compañeros profesores y las de admiración de sus alumnos ("Emily, a la sombra del campanario de la iglesia de Sainte-Gudule"); tampoco allí, sometida a un horario riguroso y a una existencia pautada al milímetro, consiguió esa libertad ansiada. De vuelta a su hogar, exigió a su familia soledad y aislamiento; su hermana Charlotte no cree que fuera una persona insociable sino que la compañía era algo que no le interesaba. Cinco años después de su regreso publicó, bajo seudónimo masculino, Cumbres borrascosas, un año antes de su muerte.
«(La libertad, tal como la entiende Emily Brontë, no es un estado. Se trata de un impulso irrefrenable de emancipación que arranca desde el momento en que se sale del vientre materno y que para ella es infinito. La libertad es la preservación del aislamiento personal originario)».
También Händel, cuando componía sus grandes obras, se aislaba en soledad, fuera en los castillos de alguno de sus mecenas, fuera en su casa ("Georg Händel en Hanover Square"), en unas estancias en las que solo permitía la presencia de los objetos imprescindibles, a diferencia de su habitación, por ejemplo, amueblada con profusión, o de su salón de música, que contenía, entre otros instrumentos, un clave fabricado por Ruckers que había pertenecido a lord Chandos.
«El joven lord Chandos escribió: "las teclas de madera de boj estaban gastadas, horadadas, como si hubiéramos tenido bajo los dedos un servicio de cucharillas de plata"».
En 1901, recién restablecido de una grave crisis nerviosa, Hugo von Hofmannsthal escribió una carta, fechada el 22 de agosto de 1603, firmada por lord Chandos y dirigida a Francis Bacon, en la que aquel respondía, después de un silencio de dos años, a un escrito anterior del inglés. En ella, el aristócrata isabelino, un joven y prometedor poeta, que se había aislado en el campo para dar comienzo a su supuesta y fulgurante carrera literaria, da cuenta de la imposibilidad de que el lenguaje pueda alcanzar la riqueza que representa la realidad 
«Las palabras abstractas, de las que, conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me deshacían en la boca como setas mohosas», 
y de sus carencias para sustituir la experiencia humana
«Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa», 
 y, ante esa imposibilidad, decide abandonar la escritura y reemplazar las insuficientes palabras por la vida real. 
«[...] porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no solo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni una sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas antes un juez desconocido». 
En 1978, recuperado de una depresión, Quignard escribió la respuesta del autor del Novum organum a la carta de lord Chandos ("Bacon a lord Chandos"), fechándola el 23 de abril de 1605 —fecha cervantina por partida doble: el día y el mes se suponen los del fallecimiento de Cervantes, y el año fue el de publicación de la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.


Carta de lord Chandos. Hugo von Hofmannsthal. Alba Editorial, 2018
Traducción de Antón Dieterich 
Después de disculparse por la tardanza en la respuesta, Bacon anuncia su desacuerdo con la carta de su corresponsal: el silencio aducido por Chandos es una ficción porque nadie puede renunciar a la lengua de forma voluntaria; el hombre está hecho de palabras, edificado sobre el lenguaje, que configura sus pensamiento y lo hace reconocerse a sí mismo hasta la frontera de lo innombrable;
«Sin embargo, jamás, escuchadme, jamás escaparéis de la lengua en la que vuestra madre os arrulló hasta el punto en que consiguió sumergiros en ella para siempre. Jamás. Incluso en el otro mundo vuestra alma no se verá libre de ella. Si existe una huella, esa es la de la lengua».
La lengua delimita todo aquello que es real, le presta entidad, le otorga atributos, lo hace reconocible y, haciéndolo comunicable, le concede existencia. Porque el lenguaje es mucho más que un conjunto articulado de sonidos: la misma significación se halla ya en el canto de los pájaros, en el sonido del viento a través de las ramas de un árbol, en el rompiente de las olas, en el balbuceo de un niño que no ha aprendido aún a hablar en la lengua de sus padres y en el primer grito sostenido, acuciante, urgente del infante en el momento de nacer.
«La literatura no es ni un muro, ni una ciudadela, ni un dique: el lenguaje oral que se ha suicidado y silenciado en la carta es una puerta que se abre mucho más allá del grupo. Es una exploración sobre el terreno, un espacio nuevo, una marisma, una ribera. Cada persona se pasa la vida entera cazando en los labios de su madre».
La vida no es un relato, pero se hace imposible sin lenguaje; el único silencio posible es el silencio retórico que permite apearse momentáneamente de la corriente de la vida para examinar de forma retrospectiva su curso o formular nuevas hipótesis prospectivamente, pero es obligatorio volver a la palabra para que la vida recupere su sentido.
«El antiguo y vital sufrimiento natal debe limpiar el espíritu. Es su grito el que debe recuperarse, no su silencio. Lo que necesita es una especie de ayuno, es decir, lo contrario de la omisión o la negación o de lo taciturno o de lo púdico o del olvido. Necesita que se le recuerde su hambre. Debe atormentarla. Solo la lengua escrita con sumo esmero posee el poder de desplazarse más allá de la muerte, la cual, por el momento, clava en su sitio este cuerpo, en la estupefacción y en el lenguaje que ya no tiene significado».
Pero existe un silencio fundamental que no es ausencia sino duración, el que a pesar de su mutismo fija lo real y trasciende al observador: el silencio de la palabra escrita, que no suspende la voz sino que la afianza, anticipando y objetivando lo real para cuando aquella  voz se haya interrumpido. Si filosofar es aprender a morir, la escritura es la definitiva superación de la muerte.
«La subjetividad no es más que melancolía, una zona desnuda que solo aparece tan terriblemente cuando el flujo de la savia y de la sangre retrocede, y no cuando la lengua deserta. Así que, trabajad toda esa impotencia en el decir y forzad, presionad, cultivad todos los sufrimientos que resultan de ello. La lengua de la cual disponéis tiene cabida para vuestras emociones porque ella es el cauce [...] Hay que amar, en la lengua adquirida, la falta de adquisición que limita todo sin cesar pero que jamás la restringe. Debemos luchar con este fracaso para nombrar el mundo perdido».
La lengua es la puerta a través de la cual se accede al mundo, pero también la entrada a nuestra alma, a nuestro significado, al sentido de nuestra existencia, el medio a través del cual el mundo, después de ser fragmentado por las palabras, se nos re-presenta, adquiere significación y se convierte en una entidad con la cual podemos interactuar. Nadie está realmente solo si posee el don de la lengua.
«El silencio es lo que la lengua que hemos aprendido inventa como su opuesto que ha de interrumpir».
La Rochefoucauld ("Hay una llave que nunca se atasca") utilizaba la palabra chagrin para denominar a esa aflicción escondida en el fondo del alma que, aunque solo se hace presente en momentos determinantes, la sentimos en permanente amenaza, que se materializa cuando  no somos capaces de encontrar la palabra justa para denominar algo.

El valor de la amistad palidece ante los embates irrefrenables del amor, el sentimiento que completa aquello que no está incompleto, que busca en el espejo un semejante que no existe, que abre puertas secretas donde solo existen muros infranqueables.

La llave que Barbazul prohíbe utilizar a su esposa es la llave del amor y de la confianza, pero es también la llave de la habitación de la ciencia del bien y del mal, que jamás debe abrirse.

La muerte y el amor parecen compartir la misma raíz: el semen del padre se convierte en la sangre del hijo; la sangre del hijo generará el semen que lo convertirá, a su vez, en la sangre de su propio hijo. Pero también comparten el carácter de su inevitabilidad en grado tal que, a veces, a requerimientos de la propia naturaleza, pueden ser indistinguibles.
«Hay una llave que nunca se atasca. Se trata de una llave que abriría el origen. La llave de la habitación prohibida. La llave que entreabriría el espacio donde tuvo lugar la escena de la cual nuestro cuerpo es fruto. No sabemos si está manchada de semen o de sangre. Siempre dudamos».
(La Réponse à Lord Chandos, 2020)

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios
Notas de Lectura de Pequeños tratados
Notas de Lectura de Las lágrimas
Notas de Lectura de La vida no es una biografía
Notas de Lectura de Albucius

Notas de Lectura de La noche sexual

10 de julio de 2020

La ciudad que nos unió

La ciudad que nos unió. Nora K. Jemisin. PRH, 2020
Traducción de David Tejeda Expósito
Las ciudades son organismos vivos que nacen, crecen, se colapsan y mueren. Cuando alcanzan cierto grado de madurez cortan su cordón umbilical con la historia y con el territorio y adquieren vida propia. La ciudad que nos unió (The City We Became, 2020), primer volumen de la futura serie Great Cities, se ubica en la ciudad de Nueva York, cuya existencia se ve amenazada, con poca concreción pero de forma recurrente, por una entidad de naturaleza lovecraftiana. La ciudad es fuerte, pero no tanto como para resistir en solitario  los ataques; con el fin de tener a disposición todos sus recursos para la que se adivina una lucha sin cuartel, cada uno de los cinco distritos —más otro que personifica a toda la ciudad: la referencia a American Gods es explícita— genera una personalización, un avatar que posee sus trazos más característicos y las armas correspondientes, para enfrentarse a la invasión interdimensional: Queens es una matemática hindú que trabaja en Wall Street esperando conseguir la residencia; Manhattan es un chico negro de pasado turbio en proceso de enmienda; Brooklyn es una artista musical negra, acomodada y que ha conseguido una concejalía por su distrito; el Bronx es una galerista nativa americana, entendida en arte y lesbiana; y, finalmente, Staten Island, una joven blanca descendiente de irlandeses, introvertida y automarginada.

La guerra es por la prevalencia de uno de los millones de mundos posibles sobre el resto, e  implica la aniquilación de los vencidos, ya que la intención de los invasores es traer una ciudad de otra dimensión y sobreponerla a la Nueva York actual, lo que conllevaría la desaparición de esta y de todos sus habitantes.

6 de julio de 2020

Berg

Berg. Ann Quin. Coedición Malas Tierras-Underwood
Traducción de Axel Alonso Valle y Ce Santiago
Sin entrar en detalles pormenorizados, se diría que el liderazgo en cuestiones experimentales en relación con la narrativa ha estado siempre en manos de la literatura francesa cuando, en realidad, cada lengua ha disfrutado de su cuota proporcional y correspondiente. En los años sesenta del siglo pasado hubo un florecimiento de esa rama de la literatura especulativa en Gran Bretaña, bajo la influencia de Samuel Beckett y de la contemporánea corriente del nouveau roman francés; Ann Quin fue una de las representantes de dicho movimiento y, que yo sepa, Berg (Berg, 1964) es su primera traducción al castellano.

Alistair Berg, el protagonista de la novela, vendedor de crecepelo, pelucas y otros productos relacionados con el pelo, se traslada a una ciudad costera con la intención de matar a su padre; con ese propósito, se instala en una pensión, en una habitación contigua a la que ocupan este, que no le reconoce y de quien vive separado desde el día que salió de casa y jamás regresó, y su amante actual, una mujer mucho más joven que acabará componiendo el trío de protagonistas sobre los que descansa la acción.

Ya en este punto, apenas planteada la trama, el lector se encuentra con un avance sincopado, a trompicones, con cambios de narrador —Berg irrumpe en el discurso de un narrador en tercera persona, eso sí, nada convencional, como si quisiera asegurarse, o incluso anotar, lo que este va relatando— y con espacios en blanco que debe rellenar si quiere trascender la alocución, fragmentaria y que va perdiendo veracidad a medida que avanza, y en la que las lagunas van revelándose de una importancia trascendental.
«[...] ah en fin como digo siempre cuando una puerta se cierra otra se abre».
Pero matar al padre, en el sentido literal, no debe ser tan fácil como parece y, desde luego, no lo es para Berg. Así que, mientras hace tiempo encerrado en su habitación y espiando la habitación contigua, ve desfilar partes de su pasado, de su niñez y adolescencia, como borrones que ensucian un ayer tan inevitable como inoportuno. A pesar de su buena predisposición, la claridad de su propósito y la multiplicidad de oportunidades, Berg no se decide a ejecutar el asesinato, como si, una vez tomada la decisión —suponiendo que ese paso era el más difícil—, todas las circunstancias se conjuraran para impedir su práctica. No se trata tanto de que le asalten las dudas como de que se multipliquen las condiciones, todas ellas de carácter personal, que no le permiten llevar el parricidio a término. 
«Trazó un diagrama geométrico sobre la desconchada pared de detrás de la cama. Definitivamente hace falta una estrategia, pensar antes de actuar; inútil hacer nada en caliente. Unas escamas de pintura le cayeron en la cabeza —nieve sobre un campo arado—, cerró los ojos. ¿Por qué tendría que fracasar al final, ascender solo para caer? ¿Acaso especular sobre lo absurdo fija limitaciones al axioma mismo del proyecto? Adelante, sin miedo. Dio la espalda a la lluvia que repiqueteaba contra la ventana y hundió la cara en la almohada, lejos del olor a quemado que esta vez había decidido perdurar toda la noche, todo el día».
El hecho de que su padre no le reconozca le permite acercarse a él sin despertar sospecha alguna, mantener una conversación irrelevante o, incluso, echarle una mano en sus conflictos con su amante, como lo haría alguien verdaderamente preocupado por el bienestar de un hombre mayor amancebado con una mujer mucho más joven; en resumen, una extraña relación de complicidad que no deja de afectar, también, a su propósito parricida.

Pero la novela tiene un cuarto protagonista, aunque este lo es en ausencia: la madre de Berg, con la que se intuye una extraña relación, y que aparece en la narración, en los momentos adecuados, en forma de fragmentos de cartas que, aunque aislados de todo contexto, Berg siente como pertinentes, a veces como razonamientos que confirman sus proyectos, a veces como guías de conducta para los hechos que se avecinan; y siempre, inoculándole el virus del abandono: el padre no desatendió solamente a la madre, los dejó a ambos, y es posible que el propio Berg —así intenta hacérselo ver, subrepticiamente, su madre— tuviera parte de responsabilidad.
«Naturalmente es eso lo que resulta siempre tan imperdonable, el hecho de que todo seguirá su curso con o sin mi existencia. Si al menos pudiera uno tenerlo todo, como Fausto, durante un breve instante de fe absoluta, y dejar que todo lo que sucediera después se ocupase de sí mismo. Una travesía que presumiblemente conduciría a uno más allá de los márgenes de una sociedad opulenta, la quimera de una época desencantada».
Aunque sigue sin alcanzar el objetivo final, Berg va conquistando algunas plazas intermedias: ganarse la confianza de su padre, que sigue sin reconocerlo; lograr cierto grado de establecimiento en una parte concreta de la sociedad local; y, la más importante, seducir a la amante —un hecho que respondería a un desquiciado complejo de Edipo y que podría llegar a sustituir, en la imaginación de Berg, a la muerte de su padre—.

Pero si es confusa la persecución, mucho más alienada es la búsqueda de un lugar donde esconder el cadáver, enrollado en una alfombra y empaquetado con un edredón, después de una embarullada noche de alcohol y pirotecnia, del que se supone que es su padre —y al cual  parece recordar vagamente que estranguló con sus propias manos—, estimulado por el miedo a ser descubierto y por los histéricos requerimientos de su amante, decidida a seguirle —o no dispuesta a dejarle escapar— a dondequiera que fuese.
«Quizá todo ha sido un sueño, el que me subiera al tejado y lo demás. Rememorando, se preguntó de hecho cómo había conseguido escalar una pared tan alta, o saltar incluso desde semejante altura. ¿Cuándo el principio, dónde el final? Cómo le punzaba el sol las comisuras de los ojos. Ningún sueño en absoluto, una conspiración que habían urdido en su contra, habían osado trabar con los dedos los radios de la máquina que había puesto en marcha él solo. Pero esta debe seguir girando para completar su ciclo, si se detenía de un modo u otro acabaría lisiado: deja que siga girando, lejos del entorno condicionado, hacia el espacio, el salvaje éxtasis de inmensos momentos de libertad, una eternidad vislumbrada en destellos».
Y así de plan brillante en plan brillante a cuál más descabellado, intenta ocultarse de la amante de su padre, o huir de una vez de la maldita ciudad costera, o sablear a su madre, o enterarse por fin de quién era el cadáver que escamoteó, o saldar definitivamente sus existencias de crecepelo y pelucas; propósitos que mueren justo después de formulados, disueltos por el hastío, la pasividad y la lasitud. Y todo ello mientras su mundo comienza a experimentar invasiones que sustituyen la realidad por fragmentos, entre oníricos e imaginarios, en los que van desplegándose incontrolables versiones de sí mismo, en los que los objetos inanimados cobran vida; los sonidos se sobreponen y convierten el eco de los gritos de horror en sonrisas estentóreas y las dulces canciones de amor en terribles aullidos pavorosos. El tiempo pierde consistencia, el pasado toma posesión del presente y cada personaje actual representa el papel de alguien que ya no existe ni existió jamás, como si cada instante pereciera a manos de un episodio olvidado pero persistente, y el espacio se pliega revelando las imperfecciones de sus costuras.
«Un punto en el sufrimiento en el que el dolor se impone a todo; soy dolor, hasta que se vuelve un objeto inanimado, agacho la mirada y me pregunto a qué instante pertenece. Mas cada instante es en mitad de su acontecer lo peor que haya sucedido jamás, nada lo trasciende, en consecuencia te vuelves optimista, la vida vuelve a merecer la pena, única salvación de la desesperanza quizá, hasta la próxima vez, y entonces te hundes todavía más: ¡en el abismo eterno! Te diste cuenta por primera vez  cuando apenas tenías diez años; agarrando un frasco de yodo, escabulléndote tras las matas del fondo del jardín, y poco después la quemazon, los gritos, pero aquello no estaba —no podía estar— pasándote a ti: el lavado de estómago, sus caras, las preguntas incesantes, todo mitigado únicamente por el confort de las blancas y lisas paredes del hospital, las filas de camas. Después el asombro, el milagro de volver de entre los muertos, de correr, de saltar con el viento al otro lado del río, volteretas una vez más en el valle, haciendo las paces con Dios, pero en secreto haciendo pactos con el diablo».
N.B.: Quin puntúa a su manera; los errores evidentes en las citas no son ni de los traductores ni de los correctores sino la fiel traslación de esa puntuación original al libro traducido.

3 de julio de 2020

La alegría de la vida

La alegría de la vida. Raymond Queneau. Hermida Editores, 2019
Traducción de Manuel Arranz
Detrás de obras como Zazier dans le métro y Cent mille milliars de poèmes —a pesar de los errores de recepción, no imputables al autor: la primera como obra cómica, cuando se trata de una novela seria; y como poesía la segunda, que sí que es propiamente una obra cómica— se esconde uno de los autores más imaginativos de la literatura europea del siglo XX —y que este humilde lector no tiene la pretensión de descubrir—.

Y esto es así hasta tal punto que, con independencia del éxito editorial, de público o de crítica, puede afirmarse que cada uno de los libros que escribió tiene un motivo, una justificación, una razón, aunque no sean explícitas ni tengan por qué percibirse inmediatamente después de su primera lectura. Tal vez la pregunta pertinente al plantearse la lectura de cualquier libro de Queneau no sea la habitual "¿qué nos va a contar el autor?" sino otra con bastante más enjundia como "¿por qué Queneau nos cuenta eso y por qué lo hace de esta manera?"

En todo caso hay que dejar bien dispuestos los receptores de la sátira, del sentido del humor y de la descodificación, y aprestarse a disfrutar aunque se nos escapen algunas de las  chanzas que va soltando a lo largo del camino. Cualquiera de sus textos sirve, pero esta Alegría de la vida (Le Dimanche de la vie, 1952) (apercibimiento al lector: no hay que fiarse ni del título) contiene algunos de los recursos que la historia de la literatura está obligada a reconocerle.