30 de agosto de 2021

Levantar la mano contra uno mismo XII. Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente

 

Semper dolens. Historia del suicidio en Occidente. Ramón Andrés. Editorial Acantilado, 2015

La palabra suicidio fue acuñada por Thomas Browne en su libro Religio medica (1642), haciéndola derivar del latín sui (de sí mismo) y caedere (matar), para sustituir a la anterior "muerte voluntaria"; el cambio no fue neutro porque el sufijo "cidio" hace referencia a un acto reprobable y punible.

Los más de cuatro mil años de relación registrada entre el ser humano y la muerte voluntaria no parecen aportar muchas certezas; recogiendo la relación entre ambos elementos a lo largo del tiempo y el modo en que esta relación ha sido descrita, parece arriesgado, por reduccionista y parcial, circunscribir el suicidio únicamente al campo de la psicopatología, del pensamiento o de la literatura. Las hipótesis de la localización física del pensamiento en la cabeza permitieron una primera aproximación a los procesos mentales y a su representación; de hecho, se han descrito casos de autodestrucción en animales desde los griegos clásicos hasta el Romanticismo; algunos son ciertamente fantasiosos, pero otros parecen avanzar y justificar el suicidio; sin embargo, la figura del suicida siempre ha provocado rechazo entre la comunidad humana.

Ramón Andrés, reputado musicólogo y ocasional ensayista social, hace un recuento histórico, empezando por Egipto y Mesopotamia y terminando en la primera mitad del siglo XX, de la dispar consideración del suicidio desde el punto de vista filosófico y literario.

En el antiguo Egipto, la tendencia suicida se entendió como provocada por una sensación de abandono del alma, que no está de acuerdo con los requerimientos del cuerpo; se trataba, en algunos casos, de acabar con el dolor y el sufrimiento provocados por esa disociación; sin las connotaciones negativas que llegarían con posterioridad ―al primer monoteísmo le faltó tiempo para establecer la figura del dios padre semítico, omnipotente, y al cual la mera existencia humana contraía con él una deuda que consistía en la propia vida―porque el mundo de los vivos es un mundo de apariencias e ilusorio.

El Antiguo Testamento, sin embargo, contiene varios ejemplos de suicidio, a menudo por cuestiones de honor, que no han sido cuestionados por la exégesis bíblica, así como tampoco lo han sido los de los primeros años de la era común, como la tragedia de Masada o los primeros mártires ―algunos, incluso, entendieron la muerte del crucificado como un modo de muerte voluntaria, cuya muerte no es más que una forma de suicidio asistido.

El mundo greco-latino, gracias al avance de la ciencia, la técnica y la filosofía, acentúa el papel de la conciencia y de la autonomía personal y convierte al suicidio en una manifestación de la determinación íntima. Muchos jefes militares, en aras de su honor después de haber perdido una batalla; patricios, por una cuestión de relevancia social; y filósofos, por haber llegado a esa resolución a través de sus argumentos, hicieron uso del suicidio como forma noble de dar fin a la vida.

En la Edad Media, el oscurantismo y el poder de la iglesia consiguieron cambiar esa consideración, preferentemente neutra desde el punto de vista moral. Platón y Aristóteles, con sus ideas contrarias a la muerte voluntaria, renacen en el seno del cristianismo, convenientemente reformulados según la patrística, por razones económicas y demográficas. El concilio de Toledo en el 693 declara la culpabilidad del que intenta darse muerte.

El Renacimiento, una época mucho menos idílica de lo que ha sido considerada con posterioridad, dio paso a un mundo en el que el desarrollo de la medicina, particularmente la anatomía y, como consecuencia, la intensificación del sentido de la individualidad, abrían un conjunto de posibilidades racionales que debían converger en un consenso amplio, pero los cimientos sobre los que se erigía esa nueva época se remontaban al inicio de la era común. El cisma del cristianismo, las guerras de religión y la instauración de la Santa Inquisición perpetuaron el carácter gravemente pecaminoso del suicidio, adjudicándolo a acciones provocadas por el demonio, aliado siempre con el banco contrario en todas esas controversias. Contra esa consideración del suicidio surge el misticismo, que busca en la anulación de la propia individualidad y en la fusión con dios un equivalente no pecaminoso de la cesación de la existencia.  En la parte filosófica, que siempre opuso cierta resistencia a los dictados eclesiásticos, Tomás Moro, paradójicamente, fue el primero en justificar el suicidio con argumentos parecidos a los esgrimidos en la antigüedad clásica.

Michel de Montaigne, como siempre, aplica el sentido común para no condenar nada ni a nadie, dejando la opción del suicidio al libre albedrío de cada uno, al igual que Pierre Charron, su discípulo, quien considera igual de natural las ganas de vivir como el deseo de dejar de hacerlo. John Donne, al otro lado del canal, reivindica, en contra de los preceptos religiosos, la libertad de acabar con la propia vida como la prueba definitiva de la autonomía humana.

La entrada en el campo filosófico y médico de la melancolía provoca que se racionalice el tratamiento del suicidio, para el que empiezan a buscarse causas físicas; una tendencia que queda definitivamente establecida con el soberbio texto de Robert Burton Anatomía de la melancolía. A la tendencia suicida de los pensadores se añade, adelantado a su tiempo, el concepto romántico del artista, al que también se le disculpan sus devaneos con la muerte.

Entre las aportaciones más notables del siglo XVIII con respecto al estudio del suicidio fueron su consideración como circunstancia completamente personal, la libertad de poder tratarlo en cualquier foro y en cualquier situación, y la definitiva desestimación del papel que pudiera reivindicar la iglesia en su argumentación. A pesar de la firme oposición de Kant, los Enciclopedistas fueron firmes partidarios de la despenalización judicial y moral ―la religiosa, en este caso, se da por descontada del suicidio [inciso: como sucede en otros de sus textos, el autor pierde la ecuanimidad cuando trata la época de la Ilustración, rebajando hasta límites no justificados la utilidad del texto, al que convierte, tras ese sesgo no solicitado, en un panfleto sectario nada aprovechable para el objetivo inicial propuesto: la información del lector; es curioso y sintomático que, como muestra de la división del racionalismo dentro de su propio seno, el autor cite y se adhiera a las críticas de Rousseau, el veleidoso y paranoico ginebrino].

Esa época dominada por la racionalidad fue relevada por el capcioso Romanticismo, el período de la entronización de la sinrazón y del exhibicionismo, la apoteosis de la irracionalidad y del sinsentido ―unas circunstancias de las que seguimos disfrutando en la actualidad―, la verdadera época dorada del suicidio, no en el sentido clásico sino por pura ostentación, y del hastío universal. Sin embargo, a medida que avanza el siglo XIX, se va afianzando la idea, esbozada por Burton, del origen psicopatológico del suicidio, que sería una consecuencia de un desorden mental.

Las elucubraciones mermadas de cualquier tipo de rigor, no solo el científico, y las morbosas  supersticiones de Freud  y sus secuaces, empeñados en la preponderancia absoluta de las razones mentalistas, arrastran sus incomprensibles galimatías verbales y mentales ―"agresión autoinyectada", "canibalismo melancólico", "omnipotencia del destino"― a lo largo de la primera mitad del siglo XX ―y de la segunda en la vecina Francia, con el debate orquestado y mantenido por el lobby psicoanalista a través de la interminable recua de sus Seminarios―, impermeables al progreso de la neuropsicología y a los avances en las técnicas exploratorias.

La filosofía de la segunda mitad del siglo XX ―Sartre, Cioran. Ricoeur, Derrida, los pensadores marxistas, Lévinas, Jaspers y Sloterdijk― bebe, directa o indirectamente, de las tesis que Albert Camus expuso en El mito de Sísifo.

Posts anteriores de la serie "Levantar la mano contra uno mismo":

Levantar la mano contra uno mismo XI. Cent bonnes raisons pour me suicider tout de suite


27 de agosto de 2021

La peste blanca

 

La peste blanca. Karel Capek. Editorial Pálido Fuego, 2020
Traducción de José Luis amores

Karel Capek, autor conocido en España gracias a su aclamada e inagotable novela La guerra de las salamandras (1936), fue también, recogiendo una idea de su hermano Joseph, el inventor del término robot en su obra teatral R.U.R. (1921).

La peste blanca, otra obra de teatro, fue publicada en 1937, en pleno auge del fascismo, y se centra en la expansión de una epidemia, cuyo origen es la pobreza y que se propaga a través de nuevas cepas anuales, para la que existe un solo remedio, descubierto por un desconocido médico; las condiciones que este exige para facilitar la fórmula, a pesar de su asequibilidad, no parecen al alcance de la prepotencia de la medicina institucionalizada. La política, la mala política, y el nacionalismo prevalecen sobre la posibilidad de un futuro mejor para la humanidad, que sucumbe a las ambiciones de la economía y de los grupos de presión.

Las peores epidemias, las más resistentes y letales, no son las provocadas por microorganismos.

23 de agosto de 2021

El nombre del mundo es bosque

El nom del món és bosc. Ursula K. Le Guin. Raig Verd Editorial, 2021
Traducció de Blanca Busquets

El nombre del mundo es bosque. Ursula K. Le Guin. Editorial Planeta, 2021
Traducción de Matilde Horne

Nueva Tahití es un planeta a 27 años luz de la Tierra, un planeta virgen con grandes extensiones de bosque habitado por unos seres humanoides, inteligentes pero morfológicamente algo distintos de los seres humanos, con una mentalidad de comunión con la naturaleza; el título del libro, El nombre del mundo es bosque (The Word for Worls is Forest, 1972), hace referencia a que, en el idioma nativo, mundo y bosque son designados con la misma palabra. Parece que la vida en el planeta tiene el mismo origen que en la Tierra, pero ciertas variaciones en la evolución provocaron la extinción de los humanos y, como consecuencia, un medio ambiente distinto.

La llegada de los terrícolas y su colonización conllevará una explotación de los recursos naturales consistente en la desforestación para aprovechar la madera, un bien desaparecido en la Tierra, y en la conversión de la zona en explotación agrícola extensiva, en un intento de trasladar el modelo que acabó con los recursos naturales terrestres. Para llevar a cabo esa explotación, la colonia es militarizada y gobernada bajo la ley marcial, ya que los criterios ecológicos están subordinados a la productividad de la explotación.

Ante ese abuso descontrolado, y a pesar de su carácter pacífico, los aborígenes, viendo en peligro su planeta y su forma de vida, inician un enfrentamiento armado contra los colonizadores. El equilibrio mantenido por la fuerza de los colonos se ve alterado cuando se produce lo que parece una rebelión de los simiescos nativos que acaba con un campamento y con todos los terrícolas desplazados en él. Este enfrentamiento provoca la entrada en acción del estamento militar, circunstancia que provoca un cambio cualitativo en las relaciones entre colonos y aborígenes.

Le Guin convoca a uno de los temas recurrentes en su bibliografía, la relación de los seres humanos con el medio ambiente en el que están inmersos, en un texto breve que parte de la fábula ecologista ―en este sentido, es notorio señalar la fecha de publicación: 1972― para convertirse en un severo alegato contra la colonización y la explotación indiscriminada, mediante la descripción de una estructura colonial clásica que reproduce los casos habidos en la historia de la Tierra: la dominación del pueblo aborigen, incluyendo la esclavitud, ubicado en un aparente estado de civilización inferior, y la expropiación de los recursos naturales en provecho de la potencia colonizadora. Con el fin de equilibrar las dos sensibilidades presentes en la trama, antagónicas pero complementarias en el relato, Le Guin utiliza un solo narrador que desarrolla el argumento mediante dos puntos de vista antagónicos pero complementarios: uno, que parece favorable a las tesis mas extremistas de los colonos, beligerante, bravucón e insultante; otro, más neutro y contemporizador, con un punto de vista colonial pero más amable y comprensivo.

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20 de agosto de 2021

El príncipe encantado

 

El príncipe encantado. Robert Coover. Editorial Pálido Fuego, 2020
Traducción de José Luis Amores

El escritor estadounidense Robert Coover contaba 86 años de edad cuando publicó El principe encantado (The Enchanted Prince, 2018); es decir, la leyenda que establece que un autor pierde incisividad con la edad, que se acomoda a un estilo determinado, a menudo exitoso, y que relega sus últimos trabajos al papel de apostillas a sus verdaderas novelas, cae por su propio peso ante textos como este.

El príncipe encantado es un relato en forma de muñecas rusas en el que un libro habla de unas películas que reviven otra película, me temo que basada en otro libro; y en todos los estadios, con los mismos protagonistas; un repaso a la historia del cine, confrontando el actual con el clásico y con la figura de un impagable director, siempre mostrando las vergüenzas de ambos y sin tomar partido explícito, aunque no pueda ocultar sus simpatías por uno de ellos.

Como siempre con los trabajos de Coover, un texto imprescindible.

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16 de agosto de 2021

Friday Black

 

Friday Black. Nana Kwame Adjei-Brenyah. Libros del Asteroide, 2021
Traducción de Javier Calvo

Que la sombra de Philip K. Dick es alargada es un hecho que la literatura fantástica y de SF ―pero no solo― se encarga, ininterrumpidamente, de confirmar; retrasando más la idea, también deberíamos dar la razón a Bernardo de Chartres, y agradecer a algunos autores contemporáneos que no escondan que su aparente estatura se debe a la altura de los hombros a los que están encaramados. No sé quién es Nana Kwame Adjei-Brenyah, pero Friday Black  (Friday Black, 2018) ―ojo a la transposición― parece, en su originalidad, un explícito homenaje al paranoico de Chicago.

En un escenario, compartido por la totalidad de los relatos, con un fuerte componente de segregación social y racial, una serie de personajes marginales, transtornados por una situación que se adivina de enorme presión, procedentes de familias desestructuradas según los cánones clásicos y con una presencia constante de la violencia, una violencia cruda y ancestral, inmotivada y gratuita que toma el lugar de otras necesidades, sobreviven según la indefectible lógica del cazador y el cazado. La mayoría de ellos ―narradores en primera persona, tal vez los relatos más logrados, intensos y poderosos― explícitamente negros ―y de forma implícita en el resto―, empleados en infratrabajos individuos prestando servicios a la población blanca, unos servicios que ellos no podrían permitirse para sí mismos―, resultado de su escasa o nula formación, en un ambiente de capitalismo salvaje que no da oportunidad a los mediocres, pero que, a pesar de ello, disfrutan de una posición más holgada que la mayoría de la población; se trata, como primera y urgente necesidad, de mantenerse con vida como principal objetivo, y de evitar las múltiples posibilidades de desintegración. Donde no llega su inteligencia, invariablemente limitada, cuando no ausente en su totalidad, llegan con grandes dosis de imaginación, fabulando acerca de mundos perfectos y esperanzadores ―e inviables― y golpes de fortuna que les permitirían escapar de su precario destino: una ininterrumpida especulación acerca de una vida futura, no ligada a esta Tierra y con solo ciertos elementos religiosos de carácter sincrético en la que todas sus carencias ―de cualquier tipo, no solo económicas, sino también, en especial, de poder― serán colmadas.

El lector europeo, aunque desconectado de la realidad norteamericana que no se ve en los medios de comunicación, puede sospechar que debajo de la hiperbólica escritura de Adjei-Brenyah, ficticia en los detalles, se encuentra una realidad equívoca en el contexto pero  imbatible en su sustantividad. Y me parece que esa percepción no andaría muy lejos del propósito del autor.

Disponible també traducció al català:

Friday BlackNana Kwame Adjei-Brenyah. Empúries, 2021
Traducció de Ferran Ràfols Gesa

9 de agosto de 2021

El vigilante nocturno

 

El vigilante nocturno. Louise Erdrich. Ediciones Siruela, 2021
Traducción de Susana de la Higuera Glynne-Jones 

Reserva india de Turtle Mountain, Dakota del Norte, tribu de los chippewa; sus habitantes viven de forma precaria con trabajos esporádicos y gracias a las ayudas del Gobierno, pero su plácida existencia se ve alterada por el proyecto del Congreso de derogar los tratados establecidos con las naciones indias que provocaría la pérdida de sus tierras y la práctica desaparición de las mismas comunidades.

«Lo primero en lo que se fijó Thomas en el internado fue en la repetición de telas a rayas: rojas y blancas. Con toques azules también. Banderas. Estaban por doquier, ondeando colgadas de las astas, prendidas en cuellos de camisas enmarcando las pizarras y dominando las puertas. Al principio, pensó que se trataba de bonitas decoraciones. La maestra le enseñó  cómo debía llevarse la mano al corazón y repetir las palabras que los otros niños ya conocían. Todo ello mientras se miraba fijamente la bandera. Thomas repitió las palabras de la profesora, aunque no sabía lo que estaba diciendo. Poco a poco, los sonidos fueron tomando forma en su mente. Y, más tarde, se añadieron fragmentos al diseño. Ya llevaba allí unos meses cuando oyó la frase "una bandera por la que vale la pena morir" y le recorrió un lento escalofrío».

Despojados por la fuerza de sus tierras ancestrales, de su pasado glorioso y de su orgullo racial, la comunidad parece vivir en un estado de permanente provisionalidad, amenazados por un futuro que saben que no comportará más que un empeoramiento de su precaria situación; contra ese aparente conformismo general, sin embargo, se rebelan algunos elementos disconformes con el cariz que toman los acontecimientos.

A pesar de un protagonismo compartido entre toda la comunidad aborígen, verdadero personaje central de la novela, en la que los individuos son solamente facetas distintas pero complementarias que ayudan a configurar una visión global de la vida en la reserva, el peso de la narración recae sobre los hombros de Thomas "Rata Almizclera" Wazhashk, el vigilante nocturno ―en uno de sus avatares― del título, empleado como sereno en la fábrica de rodamientos establecida en la reserva y portavoz de la comunidad en su entrevista en Washington; y de Patrice "Pixie" Paranteau, su sobrina, empleada en la fábrica, una chippewa que se bate entre el respeto a la tradición y la apertura al mundo exterior.

«Thomas meditó sobre el detallado informe.

La buena noticia es que somos lo bastante pobres como para exigir al Gobierno que mantenga, e incluso mejor, el statu quoLa mala noticia es que somos simple y llanamente pobres.

La buena noticia es que el condado, el estado y nuestros vecinos de los pueblos de fuera de la reserva no quieren cargar con nosotros. La mala noticia es que no es solo porque seamos pobres. Es que no les gustamos.

La buena noticia es que tenemos un techo que nos protege. La mala noticia es que el 97 por ciento es de tela asfáltica.

La buena noticia es que tenemos escuelas. La mala noticia es que muchos de nosotros somos analfaberos.

La buena noticia es que se encontró una cura para la última epidemia que nos ha azotado, la tuberculosis. La mala noticia es que murieron muchos padres y sus hijos crecieron en internados.

La buena noticia es que tenemos este informe. La mala noticia es este informe».

Una rápida ojeada al repertorio de ganadores del premio Pulitzer de ficción podría hacer sospechar que se trata de un premio conservador que, entre otras circunstancias, no parece seguir las directrices de paridad racial o de género que dominan los palmareses de la mayoría de premios literarios. Uno sospecha que, desechado el chauvinismo por la propia naturaleza del premio ―for distinguished fiction published in book form during the year by an American author, preferably dealing with American life―, parece que los jurados apuestan, mayoritariamente, por novelas de factura clásica y ejecución impecable; en el caso de este Vigilante nocturno coinciden dos de las características que deberían considerarse inamovibles para juzgar la calidad de una novela: la inspiración, en esta ocasión, propiciada por episodios de la historia familiar de la autora y de la política norteamericana en relación con las tribus aborígenes; y el oficio, El guardián nocturno es la novela número diecisiete de las escritas por Erdrich a lo largo de casi cuarenta años de carrera, que la han hecho merecedora de los más prestigiosos premios de las letras norteamericanas.

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Notas de Lectura de Un futuro hogar para el dios viviente

2 de agosto de 2021

La chica oculta

 

La chica oculta y otros relatos. Ken Liu. Alianza Editorial, 2021
Traducción de María Pilar San Román

«Una buena historia no puede funcionar como un informe legal, que trata de persuadir y guiar al lector por una senda angosta al borde del abismo de la sinrazón. Debe ser más bien como una casa vacía, un jardín abierto, una playa desierta a orillas de un océano. El lector llega con su propio y oneroso bagaje y sus posesiones más preciadas, con semillas de dudas y las podaderas del entendimiento, con mapas de la naturaleza humana y cestas de nutritiva fe. Entonces se instala en la historia, explora hasta el último de sus rincones y recovecos, cambia los muebles de lugar en función de su propio gusto, empapela las paredes con bosquejos de su vida interior y, de ese modo, la convierte en su hogar». Del prólogo de Ken Liu a La chica oculta y otros relatos (The Hidden Girl and Other Stories, 2020)

Después de la publicación en castellano de los dos primeros volúmenes de la Trilogía La Dinastía del Diente de León (el tercero acaba de editarse en inglés) y del volumen de narrativa corta El zoo de papel, llega, de la mano de la colección Runas de Alianza Editorial este segundo volumen de relatos, que recoge los publicados en diversos medios en los últimos cinco años.

Aunque de variada naturaleza, los relatos incluidos en el volumen podrían agruparse en dos grandes categorías: los relatos de anticipación, en los que la informática y la cibernética tienen un papel fundamental: la inmortalidad digital y sus consecuencias cuando los algoritmos sean conscientes de su existencia y de su poder, la transferencia de la conciencia a un entorno cibernético y el alcance de la inmortalidad; en definitiva, la eterna pugna entre razón y emoción para dirimir conflictos sin solución directa y la cuestionabilidad de la empatía en la toma de decisiones que implican a un beneficiario y a un perjudicado. Por otra parte, los relatos fantásticos, en los que la imaginación se fusiona con la tradición oriental, de la que Ken Liu ya hizo gala en la trilogía mencionada, dando como resultado unas magníficas narraciones mestizas.

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Notas de Lectura de Estrellas Rotas

Notas de Lectura de Planetas Invisibles

Notas de Lectura de El zoo de papel

Notas de Lectura de La gracia de los reyes. Dinastía del Diente de León I

Notas de Lectura de El Muro de las Tormentas. Dinastía  del Diente de León II

1 de agosto de 2021

Los pijos al sol

Estaba el otro día mirando las noticias cuando vi el reportaje de un incendio en la zona de Ventalló, en la comarca del Alt Empordà; como siempre, las imágenes eran terribles, a pesar de ser una zona con poca vegetación boscosa y, debido a la colonización, poco explotada por la agricultura y la ganadería; las consecuencias de ese desastre sobre el paisaje se prolongarán durante décadas.

Sin embargo, mi primer pensamiento no fue ni para los escasos agricultores ampurdaneses ni para los habitantes de los pequeños núcleos habitados, sino para los verdaderos colonizadores, aquellos que llevaron la cultura y la civilización a ese rincón rudo y salvaje, azotado por la tramontana y por las tormentas de levante; aquellos que, abandonando las comodidades de sus áureas residencias en el Upper Diagonal, sacrificaron durante tres meses sus níveas y rústicas moradas hivernales ceretanas para arriesgarse en la conquista y repoblación, cual Jaume I El Conqueridor ―o el Cid Campeador, para otros lares―, de esa tierra deprimida, perdida para la cristiandad; que trocaron la pertinaz pestilencia bovina por el volátil perfume Cagolinegueganuyorc, el rudimentario ruido del campanario por las sutiles melodías de sus Bang & Olufsen, los toscos sacos de arpillera per le sac Loewe, las camisetas de Lidl por las camisas Versace, los férreos Land Rover Defender por el isabelino Jaguar F-Pace: los pijos, que ahora, con ese incendio tan proletario, veían peligrar sus residencias en pleno parque natural o, los menos pudientes, en selectas urbanizaciones con guardias de seguridad y barreras en la puerta de entrada.

Como homenaje a su infravalorada pero insistente labor de civilización y como muestra de solidaridad hacia su precaria situación, pero también para que los mortales comunes podáis conocer los afanes, preocupaciones y proyectos de esa clase superior, he confeccionado una ruta literaria, sin pretensiones de exhaustividad, con incursiones en otros tiempos ―el pijerío no es una novedad del siglo XXI― y en otras culturas ―hay que ser cosmopolita; espero que algún lector madrileño, por ejemplo, sepa traducir el Upper Diagonal por el barrio de Salamanca y el Alt Empordà por Sotogrande o Zahara de los Atunes, yo qué sé, reconozco el sesgo barcelonés de la ruta―, ―con algún que otro infiltrado―, que espero que contribuya a su justa y desprejuiciada valoración y a su definitiva entronización entre las elites elegidas para llevarnos, en ordenada y perfumada peregrinación, hasta las más altas cotas del refinamiento.