21 de febrero de 2022

El presentimiento

 

El presentimiento. Emmanuel Bove. Pasos Perdidos, 2016
Traducción de Mercedes Nortiega Bosch

«Nada hay más engañoso que las buenas intenciones, porque crean la ilusión de ser el bien mismo».

Charles Benesteau es un afamado, opulento y respetado abogado y padre de familia que un día, descontento con su vida, decide convertirse en un Monsieur Personne; no es un personaje, en sus trazos más caracterísrticos,  ajeno a la obra de Emmanuel Bove, pero en El presentimiento (Le pressentiment, 1935), esa caracterización alcanza la condición de protagonista absoluto: un individuo que parece sacado de una celda donde él mismo se encerró o aislado en un espacio en el que pretendió que el resto del mundo se olvidara de él;  aquejado de una especie de anacronismo espiritual, de  inadaptación a una realidad que no le atañe, pero que deja transcurrir como si no fuera con él, indiferente a su destierro, satisfecho de su absurdo; no se trata tanto de un misántropo como de un asceta. Un personaje que soporta el peso de algún acontecimiento vergonzoso de su pasado, seguramente poco justificable para él mismo y respecto del cual no siente rechazo, sino sosegada aceptación, aunque su vida haya sufrido debido a ello cambios notables, variaciones que acepta como quien se somete a lo inevitable.

«El mundo le parecía un lugar cruel en el que nadie era capaz de tener un gesto de generosidad. No veía a su alrededor más que gente que actuaba como si fuera a vivir eternamente, injusta, avara, dispuesta a adular a todo aquel que pudiera serle de utilidad mientras ignoraba al resto. Se preguntaba si realmente merecía la pena vivir en esas condiciones, y si no sería mucho más feliz en soledad que teniendo que esforzarse miserablemente para seguir engañándolos a todos».

Es probable que la renuncia a lo que había sido su vida, incluyendo su trabajo y su familia, fuera difícil de comprender para todos los implicados, pero la reacción de rechazo ―en lugar de una comprensión que, tal vez, tampoco fuera valorada― no hizo más que ratificarlo en su decisión: a todos los reproches a los que pensaba que tenía derecho por el comportamiento de la sociedad en general, podía añadir, sin ningún remordimiento, una razonable reconvención su familia, como en una especie de situación de profecía autocumplida. Una vez exiliado en un pequeño apartamento, cambia su trabajo de abogado por la escritura de sus recuerdos, no tanto como un legado destinado a quien quiesiera leerlo, sino como un sencillo ejercicio de memoria, un ejercicio forjado desde la más absoluta inutilidad y ejecutado bajo una sola condición: evitar intencionadamente cualquier asomo de brillantez, trasladando por escrito la grisura de una vida sin color alguno.

La referencia a Bartleby es inevitable ―y puede ampliarsa a otras de sus novelas―, pero, a diferencia del personaje de Melville, la resistencia de Benesteau es una resistencia activa y no tiene que ver únicamente con su faceta profesional; el órdago que plantea es a una sociedad y a un modo de vida que le ha decepcionado, y al que se enfrenta con las únicas armas que tiene a su disposición; no es una dimisión, sino un rechazo; no es indiferencia, es desprecio.

A pesar de su firme decisión, meditada razonadamente y ejecutada con precisión, su aislamiento no acaba de ser completo: por una parte, el alejamiento de su familia, a pesar del divorcio y del abandono de sus hijos, no ha conseguido mantener apartados a sus hermanos, que siguen martirizándole por cuestiones económicas; mientras que, en el plano personal ―en este caso, plenamente voluntario―, no ha sabido prescindir de su antigua amante, una mujer que le apoya en sus decisiones y que constituye el único vínculo que mantiene con su pasado; renunciará también a ella. Y, por último, está una respetable cantidad de dinero que le permite sobrevivir, sin trabajar, con cierta holgura; si quiere desprenderse de todo aquello que tenga que ver con su pasado, deberá renunciar también a ella.

«Charles se vistió. Cuando hacía buen tiempo, acostumbraba a sentarse en los Jardines de Luxemburgo, y permanecía allí más o menos hasta las once. Después hacía la copmpra para el almuerzo que él mismo preparaba. Estaba satisfecho con la vida que llevaba, aunque esta no pudiese calificarse de alegre. Se había impuesto una disciplina que nada ni nadie podía romper. Las pequeñas tareas de tipo práctico hacían menos pesada la rutina diaria y le servían de distracción. En cuanto a la soledad en la que vivía inmerso y que otros habrían encontrado insoportable, para Benesteau suponía una auténtica bendición. Después de tantos años rodeado de tanta gente, la soledad le hacía descubrir, cada día con más claridad, el camino verdadero, el que hubiera debido seguir cuando era joven».

La renuncia de Benesteau le pone en contacto ―el aislamiento total, en una ciudad como París, es inviable, y debe limitarse a un cambio de entorno― con personas muy distintas de las que frecuentaba en su vida interior. Charles, en su inocencia, piensa que esa gente será más auténtica, más real, pero lo que se encuentra son las mismas sombras, acentuadas por la diferencia de clase ―una percepción a la que no son ajenos sus nuevos vecinos―, una circunstancia que saben explotar a su favor y que Charles, que es bien consciente de este hecho, asume como inevitable, pero que le reafirma en la nula consideración que le merecen sus semejantes, sean los de la alta judicatura, en sus ampulosos y bien aireados salones, sean los ancianos confinados en una insaluble portería. 

«Debería haber sospechado que esa gente humilde con la que ahora convivía no era muy diferente de aquellos que había dejado atrás. Cuando rompió con su pasado, pensó que nada de lo que hiciese tendría consecuencias, que sería libre, que ya nunca más tendría que rendir cuentas a nadie. Pero ahora estaba seguro de que, viviera donde viviera, le sería imposible pasar desapercibido. Por mucho empeño que pusiese en no llamar la atención, todos y cada uno de sus actos seguían siendo objeto de examen».

El cambio de modo de vida de Charles le comporta un buen número de correcciones en su educación social. En su retiro es donde se da cuenta de que no es lo mismo renunciar a una vida fácil y cómoda que no haberla tenido nunca: sus vecinos, gente humilde que no ha salido del barrio y que aspira a lo que Charles ha renunciado. Es, en vista de ese contraste, cuando se da cuenta de la artificialidad ―y de la inutilidad, una circunstancia mucho más grave teniendio en cuenta su intención y los frutos que esperaba cosechar de ella― de su renuncia, de que sigue siendo esclavo de las apariencias, y que no ha sabido renunciar a todo aquello que provoca que se depositen en su persona las expectativas de los demás. Puesto a buscar el aislamiento, ha conseguido solamente una parte, no necesitar nada de los demás, pero ha obviado la fracción  más importante, que nadie necesite de él. En el fondo, su decisión de romper con el pasado ha sido un completo desastre; aquellos de los que quiso alejarse actúan, ignora por qué razón, como si no hubiera sucedido nada; y la consideración que le prestan sus nuevas relaciones está condicionada por ese pasado del que intenta huir. La maldad tiene muchas caras, y Charles se da cuenta que no existe solo entre sus semejantes; también se encuentra, en la misma proporción, entre las clases humildes, y, en este caso, su carácter es mucho más perentorio, más primario ―que puede tomar la forma no ya de una revancha, sino de un mecanismo de defensa de clase, en cuyo caso su influencia se extiende de forma imparable―, y se rige por unos principios tan específicos que Charles no es capaz ni de preverlo ni de evitarlo.

El presentimiento es, en definitiva, la crónica de una derrota. 

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de  Henri Duchemin y sus sombras

Notas de Lectura de Bécon-les-Bruyères

Notas de Lectura de Armand

Notas de Lectura de La trampa

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Notas de Lectura de Un padre y su hija

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