29 de julio de 2024

Danza humana

 

Danza humana. Rafael Argullol. Acantilado, 2023

La travesía literaria, difícil de clasificar en la selva de los géneros, que comenzó con Visión desde el fondo del mar (2010) y siguió con Poema (2017), alcanza su tercera etapa con esta Danza humana (2023): es narrativa porque parte de la narración de hechos; es también ensayo porque incluye numerosos fragmentos relativos a la historia del arte y de las ideas —si es o no poesía, deberían juzgarlo criterios más templados que los de este lector, que se confiesa y reconoce ignorante en estos asuntos—. El texto parte de un decálogo de preguntas a las que Argullol no da respuesta —sería sumamente presuntuosa tal pretensión—, sino que son tomadas como motivos de reflexión con respecto a los cuales el autor desgrana sus consideraciones. De los tres volúmenes que forman parte de esa travesía, Danza humana es, probablemente, el más maduro.

El texto se estructura en diez libros que intentan responder a esas diez preguntas —es posible que estén ahí los «fragmentos de eternidad» que cita la contracubierta—: ¿has sido fiel a la verdad?, ¿has restituido aquello que se te ha entregado?, ¿has sido generoso?, ¿has respetado el enigma?, ¿has sido jovial?, ¿te has interrogado sobre lo divino?, ¿has confrontado con la violencia?, ¿has amado?, ¿has buscado la luz?, ¿has sido libre? La búsqueda de las posibles respuestas personales, intransferibles, es el germen de esos diez libros —«Libro de la verdad», «Libro de la restitución», «Libro del desprendimiento», «Libro del enigma», «Libro de la jovialidad», «Libro de la divinidad», «Libro del antagonismo», «Libro de la afinidad», «Libro de la luz« y «Libro de la verdad»—, que abordan la búsqueda de manera no conclusiva, sino intelectual, una búsqueda sin resolución más allá de uno mismo.

En cuanto a la forma, se estructura a través de un cuaderno con datación consecutiva cronológicamente para la actualidad —una primera anotación el 9 de mayo de 2019, septuagésimo aniversario del autor, y una última el 6 de octubre de 2021—, con interpolación de capítulos datados en otras épocas, no necesariamente contemporáneas del autor, que abarcan fechas desde la remota prehistoria hasta futuros indeterminados.

No puedo leer ensayos —sé que esta constatación parte de una carencia estrictamente personal, pero, a pesar de ello, no estoy demasiado interesado, ahora mismo, en repararla— sin que mis prejuicios salgan a flote y me vea impelido a cuestionar algunas de las afirmaciones, aseveraciones o incluso planteamientos del autor. Si, después de diversas lecturas de su producción, mi desacuerdo sigue siendo irreparable, sencillamente abandono cualquier otro intento; con Argullol, igual que con otros escritores, esas disensiones, extremas en algunos casos, no han bastado para detener mi admiración no tanto por sus conclusiones como por lo que muestra del proceso intelectual para llegar a lo que se concluye, en sus escritos, acerca de su propio criterio.

Así pues, debo reconocer que, igual que me deslumbró su propuesta intelectual en Visión desde el fondo del mar, las conclusiones a que llegaba no me interesaban demasiado —o, si así se quiere, estaban muy lejos de las que, intentando seguir su mismo criterio, podía deducir yo mismo—. Una de las razones, seguramente debidas a mi mala interpretación, fue que la propuesta literaria tenía la apariencia de exhibición del personaje del autor más que de incitación a la reflexión; pero también percibí que cuanto más volátiles me parecían sus razonamientos, cuanto más irreconciliables las diferencias con mi propio criterio, más recompensa intelectual me proporcionaba su lectura. Así que, cuando apareció Poema, me dispuse a insistir en las desavenencias como el boxeador que, al principio del combate y desde su rincón, observa a su contrincante, sabiendo que jamás podrá tumbarlo en el cuadrilátero, pero que va a vender cara su derrota. El resultado de esta confrontación no fue, para mi sorpresa, el esperado, pero, ante la ausencia de confirmación, decidí suspender las hostilidades hasta que se presentara la ocasión para un nuevo enfrentamiento —«algunas veces exigimos libros que afecten a nuestra mirada y, como consecuencia, que nos abran nuevas perspectivas en nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Poema cumple a la perfección con ambas demandas», manifesté en las Notas de Lectura correspondientes a este último—; este combate aplazado se ha materializado, este 2023, tras la publicación del tercer volumen —la continuidad es una apreciación personal— de ese work in progress con visos de testamento intelectual, cuya lectura, como parece natural en un caso como este, no solo me ha reconciliado con el autor de Visión desde el fondo del mar y, en menor medida, debido al punto de partida menos belicoso por mi parte, con el de Poema, sino que también ha cambiado mi percepción acerca del autor y de sus circunstancias: Argullol ha ido perdiendo en el camino cierto afán doctrinario que, personalmente, ha provocado en este lector un progresivo aumento del interés por el conjunto de esa supuesta trilogía porque lo que en principio percibí como una exhibición de los poderes del intelectual desplegados desde su inexpugnable torre de marfil, también institucional, se ha ido convirtiendo en un retrato del erudito sometido no solo a la crítica, sino también al irremediable paso del tiempo, que, insisto en el carácter testamentario, fundamenta desde el punto de vista personal una determinada apuesta intelectual. En ese trayecto, el conjunto de páginas consecutivas más personales que ha publicado, pienso que Argullol ha ido abandonando una sensibilidad enormemente presuntuosa en favor de la razón, lo que ha conllevado la pérdida de ciertos visos de autoindulgencia —y, en parte, también de autocomplacencia— que este lector valora muy afirmativamente.

Los desacuerdos siguen presentes; algunos, debidos a los prejuicios y apetencias cruzados entre este lector y el autor; por ejemplo, ante dos conceptos en los que la desavenencia es total: psicología y poesía. Argullol yerra —yo pienso que, en parte, conscientemente— en su concepción de la psicología, obviando —de ahí la intencionalidad— tanto su vertiente clásica como la científica y limitándose a las sandeces del psicoanálisis, de sus epítomes y de sus fanáticos émulos; la psicología existe, a pesar de algunos de sus practicantes —cierto que son mayoría y que se hacen oír más y mejor gracias a unos medios para los que su discurso es intelectualmente útil—, y los psicólogos legítimos —algunos psicólogos— buscan el lugar que en realidad les corresponde en el ámbito de la ciencia, que es el que, desde principios del siglo XX, jamás deberían haber abandonado —o haberse dejado  sustraer—. Enfrente, y esta vez el error es achacable al lector, la divergencia en la concepción de la poesía —si se quiere, tanto o más difícil de definir que la psicología—; sospecha este lector que no existe ya tal cosa, que murió al nacer el cristianismo, y que tal defunción es responsabilidad de sus supuestos practicantes; aquellos que, en nuestros días, insisten en llamarse poetas, no son más que descuidados saqueadores de tumbas. En todo caso, y esta es una conclusión válida, a mi parecer, para cualquier apuesta intelectual, siempre me ha parecido más estimulante la disensión que el acuerdo, la diferencia que la unanimidad.

Por cierto, a pesar de lo que puedan considerarse juicios negativos a esta y a las dos obras anteriores citadas, estoy plenamente convencido de que si algún día yo mismo tuviera la tentación de publicar un libro, se parecería mucho, al menos en su planteamiento, a alguno de estos tres; y no estoy en condiciones de asegurar que no sería merecedor de las mismas censuras que he expuesto acerca de ellos; bien, no es que no pueda asegurarlo, estoy más que convencido de que sería así.

«7 de mayo de 2020, Barcelona. Me gustaría vivir otra vida para poder cometer otro error. No digo: para no cometer error. Digo: para cometer otro error. No cometer error alguno lo dejo en el horizonte de los santos y en la realidad de los puritanos y de los hipócritas. Insistir en el mismo error es un patrimonio de los dogmáticos y de los necios».

22 de julio de 2024

Vermillon

 

Vermillon. Anne Lise Broyer, photographies, et Pierre Michon,texte. Verdier-Nonpareilles, 2012

«En Les Cards, mirando por la ventana, en junio, entre la niebla, a las siete de la mañana: los iroqueses están a este lado, los hurones a aquel; a veces se oyen silbar las flechas perdidas (y, por supuesto, los tambores de la guerra). A veces son, en lo profundo del bosque, las legiones aulladoras, en las Panonias. Abro las persianas para ello». 

En 2010, la fotógrafa francesa Anne Lise Broyer acaricia la idea de realizar un reportaje fotográfico en una remota localización al suroeste de la Creuse, un departamento situado en el centro de Francia perteneciente a la región de Nueva Aquitania. En esa localización se halla Les Cards, una aldea que alberga, en sus proximidades, la casa donde nació, el 28 de marzo de 1945, Pierre Michon, un autor al que admira desde hace más de diez años. Superando la reticencia inicial del escritor, consigue su permiso para tomar imágenes del entorno; con posterioridad, durante los meses de julio, agosto y noviembre de 2010 y enero de 2011, después de numerosas comunicaciones, consigue que le abra la casa y puede tomar fotografías también del interior.


«En aquellos días de julio, agosto, noviembre de 2010 y enero de 2011, en Les Cards, ese remoto rincón del suroeste de la Creuse, me sentí extrañamente rodeada de gris. Un gris pesado, agobiante, húmedo, la luz nunca llegaba, nunca llegaba del todo. Incluso en pleno verano, el cielo se abatía. Un escritor nació allí en 1945, Pierre Michon. Ese gris que identifiqué con el gris del texto, sus libros y sus palabras, que intercambiamos durante casi diez años por cable (únicamente), correos electrónicos, mensajes de texto, palabras que vuelan. Esta serie que se despliega ante sus ojos es el resultado de esta correspondencia con el escritor, uno de mis favoritos. Entrecruza su mundo y mi experiencia como lectora, se nutre de nuestros intercambios y de las notas que me enviaba. Es en gris y en rojo. Es gris y bermellón. Está manchada de pequeñas heridas, de pequeñas señales... Las piernas están arañadas por la maleza que rodea la casa. Es el rojo del rasguño, el rojo de la edición original del Gilles de Rais de Georges Bataille sobre la que Michon escribió en las Vidas minúsculas, el rojo de «Lucky Strike», el borde rojo de la colección blanche de Gallimard, el rojo de los cuadernos donde a veces la escritura se resiste a llegar, el rojo de las bayas, el rojo de las luces del Golf, la sangre del conejo  que matamos voluntariamente por despecho o sin motivo, el rojo de las zinnias, el rojo... La casa se convirtió en un tótem alrededor del cual me movía incansablemente en una especie de danza fotográfica en sandalias o botas de lluvia. Las imágenes evocan el pasado, el suyo, el mío. Sueños de indios, de la guerra de Troya... El paseo se convierte en una cruzada. La casa es solo un exterior, la puerta no se abrirá. La búsqueda (del tiempo perdido) es precisa, minuciosa, explora la materia misma de los textos: la materia gris, las palabras, las cosas, los paisajes, se mezclan para dejarnos entrever, a través de las imágenes, el murmullo del lenguaje». Anne Lise Broyer

Fruto de ese trabajo de búsqueda y elaboración, Broyer publica Vermillon (2012), un álbum de algunas de las fotos que tomó en el emplazamiento, que fueron expuestas en La Galérie Particulière en 2012; el volumen incluye, a modo de entrevista y bajo el título de Le chant du coucou est le cri de la mère morte, una selección de las comunicaciones mantenidas entre la fotógrafa y el autor en torno al propio reportaje fotográfico, pero también, relativas al escritor, a la significación, a la historia del lugar y a la importancia en su obra y, particularmente, en Vidas minúsculas.

En ese texto, Michon convoca los recuerdos de su niñez en Les Cards, primero feliz, más aciaga después, cuando tuvo que abandonarla tras la huida de su padre, y a la que acudía, con su abuela, solamente unas semanas al año, en verano. Posteriormente, la casa cayó en la ruina, y Michon tuvo que esperarse a que le llegaran los derechos de autor de Vidas minúsculas —una curiosa paradoja—para restaurarla y volver a hacerla habitable. Desde entonces, pasa en ella un par de meses, en verano, en compañía de su niñez, pero también de todos los recuerdos y todos los muertos que atesora.

«Existe un proverbio, creo que siberiano, que leí hace poco y me pareció que expresaba exactamente lo que intento decir. Es el siguiente: «el canto del cuco es el llanto de la madre muerta». Sí, el canto del cuco mueve el aire, y el corazón, como lo hace para mí la evocación de esta casa, como lo hacen sus imágenes. Ya sabe: estás ahí, quiero y maravillado en la mañana de primavera, y de repente la llamada del cuco pone fin a tu alegría, y sin embargo te hace estremecer. El canto del cuco es brillante pero apagado, quebrado, como si viniera del invierno. El cuco es la primavera en persona, el apogeo de los buenos días, pero está quebrado como el invierno, al que recuerda. Todos los muertos te reprochan, a través de su voz, que disfrutes de una nueva primavera».

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Los fragmentos citados en este artículo son la traducción al castellano de parte del original francés detallado en el encabezamiento, disponible en: https://www.annelisebroyer.com/

La imagen inserta en el texto procede de: https://www.facebook.com/elodie.chamblasmontel  

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19 de julio de 2024

Tradició i creació

 

Tradició i creacio, i altres notes sobre literatura. Toni Sala. L'Altra Editorial, 2024

Fa molts anys, al tren que em duia de casa a la feina, estava, com solia fer l'hora llarga que trigava entre una i l'altra, llegint —nota per als més joves: va haver-hi un temps que la gent, al tren, llegia—, quan el passatger, jove, rondant la vintena, que tenia al davant, va començar a mirar, interessat, la coberta del llibre que jo tenia entre mans; quan va poder mig deduir de què es tractava, em va dir, amb la inconfosible cantarella argentina:
—¿Estás leyendo Borges?
Efectivament, estava llegint ‘El Aleph’ —ja he dit que fa molt temps d’això—, en la mítica edició de Libro de Bolsillo d’Alianza Editorial.
—Sí —vaig respondre, mostrant-li la coberta; en aquella edició, el nom de l’autor estava imprès en lletres molt més grans que el títol—, es ’El Aleph’.
—¿Y es bueno?
No vaig poder resistir…
—Perdona, pero pareces argentino… ¿No has leído a Borges?
—Ah, no —va respondre, condescendent—, yo no leo, yo escribo.
«Nanos gigantum humeris insidentes». Segons la llegenda, va ser Bernat de Chartres qui va dir que som con nans enfilats a les espatlles de gegants —la cita completa és més llarga, i fins i tot li canvia el sentit, però pel que m’interessa, ja en tinc prou—. Es veu que també va dir que el pitjor enemic de l’home és la pròpia ignorància, però aquesta cita encara és més apòcrifa que l’altra.
M’han vingut al cap aquestes dues anècdotes mentre llegia el darrer llibre publicat d’en Toni Sala, ‘Tradició i creació’, en el que l'autor, un escriptor majúscul però conscient del seu nanisme, ret homenatge als ‘seus’ gegants, que també haurien de ser els nostres: Martorell, Guimerà, Víctor Català, Carner, Verdaguer, Riba, Pla, Rodoreda... He llegit tots els llibres de ficció d’en Toni Sala; i encara que aquest té més a veure amb la seva faceta de professor, que va estar exercint fins fa uns quants anys —també he llegit el que és, tan segura com injustificadament, el més anomenat dels seus títols, ‘Petita crònica d’un professor a secundària’, un llibre interessant que en Sala ha anat ampliant i actualitzant en d’altres escrits i en les seves col·laboracions als mitjans escrits—, és a ‘Tradició i creació on es demostra que en Sala novel·lista i en Sala professor —és a dir, en Sala lector; segona nota per als més joves: va haver-hi un temps que els professors de llengua i literatura llegien— són inseparables: només es pot escriure bé si s’ha assimilat gran part de la tradició —per seguir-la o per traïr-la, això no importa— que ens precedeix, i sense la qual la creació és impossible; només es pot escriure si s’ha llegit i paït tot el que s’ha escrit abans de nosaltres. La lectura és la verdadera cuina de l’escriptura, el veritable i insubstituïble aprenentatge, un aprenentatge que —no ho he preguntat a en Sala, però m’imagino la resposta— jo sospito que mai es por donar per finalitzat.
Em temo que el problema no és que siguen nans, és la nostra insistència en enorgullir-nos de la nostra minsa, estèril i insignificant estatura.

15 de julio de 2024

Marcel Proust: los setenta y cinco folios

 

Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos. Marcel Proust. PRH, 2022
Edición a cargo de Nathalie Mauriac Dyer. Prólogo de Jean-Yves Tadié. Traducción de Alan Pauls

En 1949, Suzy Mante-Proust encomendó a Bernard de Fallois la clasificación del fondo manuscrito que había recibido en 1935 de su padre, el doctor Robert Proust, hermano menor de Marcel Proust, de quien lo había heredado en 1922, a la muerte del escritor.

De allí extrajo Bernard de Fallois dos ediciones (Jean Santeuil, 1952; Contre Sainte-Beuve, 1954), para emprender luego una tesis universitaria a la que acabó por renunciar. Tras su muerte se hallaron en su domicilio los archivos proustianos que aparecen en este volumen bajo el nombre «archivos Fallois», en especial los «setenta y cinco folios», el manuscrito más antiguo de A la busca del tiempo perdido, cuya existencia había sido el primero en mencionar en el prçologo de su edición de Contre Sainte-Beuve.

Los «setenta y cinco folios» se incorporaron a la Biblioteca Nacional de Francia.

Nathalie Mauriac Dyer es investigadora principal en el Institut des textes et manuscrits modernes y en la División de Manuscritos del Centre national de la recherche scientifique (CNRS) de Francia, donde dirige el Equipo Proust. Es autora de Proust inachevé: Le dossier Albertine disparue y co-comisaria de la exposición del centenario Marcel Proust: La fabrique de l'oeuvre en la Bibliothèque Nationale de France. Es bisnieta de Robert Proust, hermano de Marcel.

Jean-Yves Tadié es escritor, biógrafo, académico especializado en la obra de Marcel Proust, de quien publicó una biografía en 1996, y editor de la edición de La Pléiade de 1989 de A la busca del tiempo perdido. Fue profesor en la Universidad de la Sorbona de París, director de las colecciones «Folio Classique» y «Folio Théâtre» de Gallimard, y actualmente ostenta la vicepresidencia de la Société des Amis de Marcel Proust.

8 de julio de 2024

El salón del perejil gigante

 

El salón del perejil gigante. Gilles Clément. Ediciones Elba, 2024
Traducción de Natalia Zarco
Le salon des berces. Éditions Robert Laffont, 2009

«Sin darme cuenta, estoy al mando de una casa de cinco hectáreas en la que solo cien metros cuadrados tienen un tejado».

Expulsado de su casa por su propio padre, Gilles Clément emprende, mapa en mano, la búsqueda de la que tendrá que ser su morada, un nuevo lugar para quedarse. Debe ser habitable, pero es imprescindible que cumpla una condición: debe estar rodeada por un terreno en el que sea posible construir un jardín. Clément atraviesa el sur de Francia de este a oeste y de mar a mar durante dos años sin repetir ningún lugar; ante la imposibilidad práctica de encontrar lo que busca, vuelve a su Creuse natal, ese entorno en el que conoce «a todas las familias y a todos los perros por su nombre».

«A lo largo del camino de Pillemongin algunos manzanos tardíos bordean los huertos donde todavía se crían gansos y aves de corral; las bouchures [setos de separación de campos y prados] guían la mirada y los pasos como rieles naturales y frágiles. Un petirrojo me sigue y me precede, los frutos rojos de la nueza negra y la Bryonia se mezclan con las bayas tempranas del pequeño acebo; el grito lejano de un buitre, el trino de los gorriones, el paso de las grullas, su migración regular hacia el sur. Así se suceden las músi-cas del paisaje en los alrededores de la granja Fressignaud, en este día transparente en que los sonidos estallan en la pureza del aire».

Allí se reencuentra con viejos conocidos, gente apegada a una tierra a la que no se le ofrece la oportunidad de ser fértil, perdidos en un tiempo que se detuvo siglos atrás —un retraso que el tractor, sustituto de la yunta de bueyes y el arado, no puede soslayar—, pero que se renueva para ubicar a cada generación sin que el desfase temporal se haga evidente. 

«Esta granja es mi tierra: el resumen de un paisaje áspero y generoso que opone su equilibrio y su desconfianza a la arrogante civilización. Es mi refugio en el oleaje, un antiguo precinto resistente a las borrascas, el centro geográfico de un mapa mental. Y por eso vuelvo como un animal, calculando la distancia cada vez mayor que me aleja sin lograr jamás despegarme».

La vida rural está en regresión. La mitad de los campos ya no se cultivan, los barbechos disimulan el abandono progresivo e ininterrumpido de la actividad agrícola y las praderas se convierten en baldíos porque ya no existen ganaderías que encuentren allí sus pastos. Clément lamenta la involución, pero el despoblamiento puede facilitar su busca. La pobreza, aunque ya no queden ni razones ni excusas para enemistarse, ha acentuado la hostilidad entre los vecinos, y ciertos topónimos se han perdido, sustituidos por un despectivo e inconcreto allí, aunque los lugares sigan existiendo.  

«Decido acercarme por allí de inmediato. Los brezos tapizan la roca y la bruma disipada deja ver el lago desde la cantera. Una minúscula herida cubierta de musgos y helechos bajo un roble retorcido que acaba en un rellano. Las vistas al sur se abren hacia el río Creuse sin mostrar rastros de civilización, de la orilla umbría a las copas dentadas de las acacias y los viejos castaños».

La descolonización ha provocado cambios en el paisaje que lo hacen irreconocible; las parcelas agrícolas han aumentado su superficie, pero el bosque ha exigido una creciente cuota de espacio, provocando, en palabras de Clément, una «inversión del paisaje».

Finalmente, con el auxilio de enemistades arcaicas, Clément encuentra su lugar, un valle rodeado por un pequeño bosque; ahora solo queda convertirlo en su hogar, sin que para ello sea imprescindible alzar una edificación. 

«Así es la "casa" con sus habitaciones y sus tabiques: el seto encorvado, reliquia de la cerca; el roble antiguo donde rompen las pendientes, pivote del edificio; el bosquecillo claro y el monte bajo, una techumbre dispersa; el prado de la Grand'Roche en voladizo, un rellano para dormir, y en todas partes "el agua corriente" cruzando el valle a lo largo hasta la gran bañera, el lago».

Pero la construcción es indispensable para sobrevivir al frío y a la lluvia. Enfrentado a la Administración por sus exigencias burocráticas, Clément, una vez concebido el jardín, empieza, con la ayuda de algunos amigos, a construir el habitáculo. Para ello, reutilizará materiales abandonados, de cuando la región era pobre y que se descartaron en las nuevas construcciones porque recordaban esa pobreza, y piedra, el material más próximo a la tierra, el que puede utilizarse inmediatamente después de ser extraído. 

«Obra salvaje, sin grandilocuencia, donde cada uno de nosotros lleva a cabo una colaboración a su medida. No hay tiempo para frenar el ardor. El entorno humano —el vecin-dario— considera esto como un simple delirio, un brote de acné, un capricho condenado a desaparecer con el tiempo. Delirio serio y sólido: uso del mortero con generosidad. Lo preparo a mano en pequeñas cantidades y lo llevo en carretilla hasta el pie de los cimientos. En mi ausencia, los más escépticos vienen a observar la evolución de la obra; los más amigables se aventuran allí-dentro cuando estoy trabajando y podemos hablar».

Clément distingue tres formas de construir una casa: la que se ha convertido en convencional, planos y cálculo, hormigón y hierro, prefabricados, velocidad y eficiencia, la uniformidad; la tradicional, la de la Creuse, en este caso, la albañilería secular con sus reglas implícitas y encubiertas, la heterogeneidad; y la caótica, sin reglas, sin presupuestos, la pieza única. La nómina de partícipes en la obra —a los que cita en su totalidad al final del libro, nombre, apellido y cometido— es de lo más variopinta: Loulou, el albañil jubilado que debe aprobar las obras; Mon Petit, su esposa, a cargo de quien corre la primera limpieza a fondo y la certificación del fin de obra; Benjamín el poeta, que bebe agua pero acepta vino, especialista en el Magdaleniense y coleccionista de dobles faces; los habitantes de las casas cercanas, que llegan sin avisar con el solo propósito de charlar; los viejos propietarios, siempre en domingo, incluso cuando Clément no está. Pero la casa avanza hacia su finalización, se cubren aguas y se realiza una incipiente instalación de electricidad, con «la combinación de bruscas fantasías y técnicas precisas».

«Simone [una lugareña que cuida de la iglesia y de los curas] se desentiende de los rumores, sus ojos claros ya han visto muchos y, además, su tío abuelo, así se lo digo, sí, señor Clément, podría haber sido papa. Por un voto. Un solo voto, ¿se da usted cuenta? Me doy cuenta y entonces comprendo que se trata de una historia sin fin en la que yo represento una minúscula parte, la de un pueblo como cualquier otro donde los creyentes se consideran ministros de un ensueño. Desde la noche de los tiempos se escribe el libro de las cosmogonías en el que los humanos, convencidos del fulgor inicial —una suerte de Big Bang de los dioses—, inventan, cada uno desde su puesto, una creación del mundo y luego una religión para honrar y perfeccionar ese ensueño. No hay ninguna razón para que eso se detenga».

Sin embargo, también surgen los problemas, derivados, en su mayor parte, de la falta de trabajo profesional de los policías, de la envidia de algunos de los vecinos  —sobre todo de los estacionales— y de viejas enemistades de otros tiempos y otros lugares. Pero, en definitiva, nada que no pueda arreglarse, en principio, con una amigable charla y una aún más amigable copa.

«Nos tomamos una copa, caso cerrado. Todo ese barullo, todo ese polvo levantado sin el mínimo huracán. Nada más que una venganza camuflada favorecida por las circunstancias, en la que los policías tomados como rehenes han seguido una pista sin fundamento. Descubro la política».

La electricidad significa progreso pero, ¿qué progreso y a qué precio? ¿De veras son imprescindibles tantos aparatos eléctricos? En el valle, no hace tanto tiempo que se vivía sin electricidad; y sin televisión, un aparato diabólico que marcó el fin de una generación, que ni la comprendía ni la supo usar jamás; uno de esos aparatos que no vinieron a cubrir ninguna necesidad y que, precisamente por esta razón, se ha hecho imprescindible para aquellos que han nacido bajo su signo; pero completamente inútil para las gentes que sintieron invadida su intimidad por ese ojo luminoso siempre abierto de par en par.

«Con la desaparición de la granja Fressignand desaparece el mundo campesino. La gente del campo deja de pisar el campo para situarse por encima, a la altura de los tractores 4x4, encaramados en las cabinas de esos navíos climatizados que aran en un suspiro lo que el Petit Gris [un asno] difícilmente podría alcanzar en una semana. Se aparta de la naturaleza metiéndose en casas reformadas donde no entra ningún animal, donde las moscas se desploman antes de cruzar el umbral, abatidas por nubes de higiene, donde la tempe-ratura controlada por los termostatos se equilibra durante todo el año, donde los conge-ladores rebosan de productos de amplia distribución, donde los huertos y los patios, reducidos a la mínima expresión, persisten en torno a las casas más antiguas como un complemento folclórico a la desaparición del campo».

Ni la falta de suministros, ni la estanqueidad del habitáculo, ni las líneas paralelas y perpendiculares, ni los ajustes de los muebles ni las aberturas que comunican el interior con el exterior —destinadas a aislar, también el uno del otro mediante ese concepto tan extraño, cerramientos— consiguen que esa separación se manifieste en la conciencia del único habitante; una sola consideración, conceptualmente demasiado débil para constituir una categoría y tal vez no puesta en consideración con exce-sivo convencimiento, acaba por imponerse: la diferencia entre lo que está debajo de un tejado y lo que no tiene más tejado que el cielo. 

«Por definición, una construcción un día llega a su fin. En la Vallée, el espacio habitado abarca todo el terreno y no solo la superficie reducida de la edificación. Quiero creer que, más allá del edificio y sea cual sea el momento en que llegue a sus límites, el proyecto, en lugar de acabarse, seguirá floreciendo, y a través del jardín, indefinidamente, conducirá la mirada hacia adelante».

Donde termina la obra comienza la vida. La palabra clave es reconciliación, y el último paso hasta llegar a esta es la celebración. 

«El sol ilumina uno a uno los farolillos colgados de las ramas del sauce. Oscilan suavemente por encima de la butaca vestida con una falda que la une a la hierba con una pose de estrella. Una mesa de pedestal, un libro abierto, las huellas de una escena representada en el salón del peregil gigante donde los objetos solos hacen que la obra dure. Todos duermen, una ardilla pasa. Un ligero viento mueve las páginas en un sentido, luego en el otro, y comienza de nuevo».

1 de julio de 2024

Les Trois Mousquetaires XVII

 

Histoire du fils. Marie-Hélène Lafon. Buchet-Chastel, 2020

«Sub tegmine fagi; fagi, de fagus, de donde viene haya; está contento de haberlo aprendido, con Virgilio nunca pierdes del todo el tiempo, y con Michon; a causa de su calvicie monacal, lo llaman el Padre Michon, las dos en mayúscula, o PM, a la inglesa; es originario de Guéret y te recita las Bucólicas en rebanadas jugosas e impecables con una emoción casi contagiosa. [...] daría cualquier cosa por llamarse André, desde que el Padre Michon les explicó, como quien lanza un caramelo, la viril etimología. André es el varón empalmado; PM no lo dijo así, él usó sus buenas maneras, pero se entendió, y él notó que algunos, al menos, habían captado el pequeño matiz, y lo recordarían».

Fragmento correspondiente al capítulo «Jueves, 23 de enero de 1919» del libro Histoire du fils; lamentablemente, en la traducción al castellano, se denomina al personaje «Fray Michon», con lo que se pierde parte del guiño de la autora al incluir a un tal Michon, al que adjudica las iniciales PM, nacido en Guéret.