Pierre Michon: sus puntos de vista, sus alientos, sus cuerpos, sus días
Pierre Bergounioux
La desgracia de Michon es triple: doblemente anclada en los hechos, con la conciencia clara de todo aquello que lo son, efectivos, añade una tercera dimensión. Esta configura la forma de un triángulo en el que podemos ver o bien una figura afilada, los 180° de la recta que es la suma de sus ángulos, o bien, como en las antiguos cielos naifs y litúrgicos, el rostro de Dios.
Faltaba alguien que le diera algo a Michon. Lo supimos enseguida, a partir de Vidas minúsculas, que son la consecuencia de esa búsqueda. A la vez el antídoto contra la ausencia y el acercamiento, el esbozo, ya extremadamente bello, de ese algo del que Michon fue privado sin haber tenido ocasión de probarlo.
Este es el primer hecho, cruel, por supuesto, pero aún no trágico. Se necesitaba otro para que lo fuera: era aquello que Michon más necesitaba pero que la ausencia del padre le resultaba inaccesible. No es que no existiera. Todo lo contrario. No hay nada menos dudoso, nada que supere su fuerza y su brillo. Su existencia envuelve su esencia. Es la obra de un tipo, Rimbaud, quien, después de haberla recibido en suerte, perdió interés por ella para convertirse en traficante de armas.
Retrospectivamente, huelga decir que el poder injusto, fecundo tanto en males atroces como en gracias sublimes (estas últimas más raramente, es cierto), no iba a doblegarse ante un buen muchacho lleno de escrúpulos cuyo favor le hubiera saciado hasta la consumación de los siglos.
Fue debido a sus maneras informales, más que humanas, que eligió a un mocoso bastante desagradable. Michon insiste en ello. «Siempre haciendo pucheros», observa.
Porque en realidad, las tardes de junio, la retama en el terraplén, los pájaros y las fuentes, los diecisiete años, el joven Oise¹, todo eso, que estaba allí mucho antes de 1870, se le antoja a la bella ingrata ofrecérselo, aunque sabe muy bien que se deshará de ello como un mocoso, a uno de esos réprobos a los que, por compasión, privándonos de lo que sea a nosotros mismos, se quiere complacer. O como esos salvajes a los que el etnógrafo, sobrepasado, abandona objetos tanto más preciosos cuanto que la civilización está lejos y la escasez es acuciante: una muda de pantalones, una fina pluma de carey. Siemprer hay de sobra. Al momento siguiente, hay trozos del juguete costoso o jirones de los pantalones por todas partes. La preciosa pluma, derretida, irreconocible, arde en el fuego que languidece.
Pero así fue. Lo que Arthur Rimbaud pudo ver, lo tuvimos ante nuestros ojos desde el principio o casi, y fue en el peor lugar, en los peores momentos, para un hombre gracioso que ni siquiera era simpático, que la gloriosa, la eterna reina soltó la mano que había mantenido cerrada cuando pasaron Virgilio, Villon, Racine y Hugo, Izambard y Banville, que respiraban en las horas terribles en que el Imperio estaba en plena guerra y en los de la Comuna de París.
Después de esto, hay un antes y un después.
Antes, sólo hay que ser uno mismo, es decir, ocupar el lugar que queda tras Racine para convertirse en Hugo. Michon no dice que esto sea fácil, ya que también estaban Delille (Jacques) y Lamartine (Alphonse de). No se puede decir que lo afirme positivamente. Pero da a entender que no es imposible y, por tanto, que es bastante fácil. Basta con quererlo. Él quería, Michon, en su Creuse. Vale lo mismo que las Ardenas. Los inviernos allí son largos, diciembre es negro. También se puede pasear allí, una tarde, bajo los árboles de junio. Tuvo, Michon, sus iluminaciones y esas horas en las que puede desatarse el infierno, como todos nosotros, como Rimbaud. Pero no tuvo la suerte de Racine, de Hugo o Rimbaud, ni, después de todo, de Delille o de Lamartine. Él llegó con retraso. Lo que necesitaba para descansar, por lo que estaba dispuesto a sufrir, estaba perdido de antemano. Ya existía. No como Racine existía para Hugo o Hugo para los que vinieron después, sino como algo enorme, aplastante, desde los Alpes hasta las gargantas tenebrosas, hasta las cumbres centelleantes o el océano hugoliano, y ahí estamos nosotros, a la sombra de las montañas o en la orilla, enclenques, con nuestra rabia, nuestra debilidad y también lo que no nos atrevemos a admitir porque es demasiado pequeño, precario, monstruoso para que nos lo digamos a nosotros mismos: la esperanza. La esperanza de que más allá de las crestas nevadas, de la inmensidad del mar, queden, para nosotros, unos archipiélagos, un país.
Con Rimbaud, después de él, es diferente. De hecho, está escrito en mayúsculas en sus iluminaciones: «Sólo puede ser el fin del mundo, avanzando».
El drama de Michon es que llegó tarde. Cuando el azar lo trae, el mundo ya no está disponible inmediatamente. No es que la Creación no esté, en su temblor virginal y su belleza nativa, ante aquellos de quien es la vez, entre el todavía no y el nunca más. Pero ya ha encontrado, en el orden que nos califica por derecho propio, el del sentido, un eco perfecto, su esplendor reflejado. Esto es evidente de un modo comparable a la certeza de existir que, desde Descartes, derivamos de que pensamos, sea lo que sea lo que pensamos, aunque sea en sueños, aunque un poder tan maligno como infinito se esmere en distorsionar nuestros pensamientos, en desdibujar sus vínculos con las cosas de las que son el pensamiento.
La misma carencia suscitó en Michon la misma necesidad que en Rimbaud: la de combinar las palabras de tal modo que de ellas brote, en nosotros y para nosotros, el equivalente exacto de junio y del infierno, de los atardeceres dorados. Como si no tener padre implicara estar en el mundo, ya que es de él, y sólo de él, de quien debemos recibirlo. Y que, en su ausencia, hay que procurárselo por medio de la palabra para, simplemente, convertirse uno mismo en hijo, en hijo de sus propias obras. La madre —la verdadera, la negra llamada Vitalie Cuif— está ahí para arrojar en el alma huérfana la rabia suficiente para ambicionar, y la otra —la Reina de Junio, la injusta, la gloriosa— para abrir la mano que ha mantenido cerrada desde la noche de los tiempos.
Hasta aquí los hechos, los dos lados del ángulo entre los que Michon se encuentra acorralado cuando se da cuenta, por una parte, de que le falta un padre o el mundo (es lo mismo, es una correlación), lo que necesita para su reposo, y, por otro, que ha habido Rimbaud.
Racine tenía a los trágicos griegos y Delille a Racine, Lamartine a Delille, Hugo a Racine y Rimbaud a Hugo. El ángulo estaba abierto. En 1872 llegó Rimbaud y después nada.
Michon lo sabe. El ángulo está cerrado. Es un triángulo.
Yo entiendo por conciencia un accidente inmaterial, impalpable, invisible pero no imprevisible ni carente de efecto, y por tanto real, configurando a su manera lo que existe fuera e independientemente de ella. Es algo que se nos fue concedido en el invierno de 1619, del mismo modo que, en el otoño de 1872, otra cosa nos fue arrebatada.
Es lícito conocer, adecuar la mente a los hechos para actuar como ambos, conjuntamente, exigen: razonablemente. Por supuesto, después de Descartes e incluso después de Rimbaud, podemos hacer un mal uso de la cosa pensante de la que se deduce nuestro verdadero ser. No podremos imaginar clara ni distintamente lo que significa Rimbaud, la cosa perdida, la imposibilidad de hecho que esta palabra designa, la figura cerrada del triángulo en el que nos descubrimos encerrados.
Michon nombró a esta ignorancia molicie Banville.
Se trata, señala, de un hombre corpulento. Le pone un casquete de seda y lo instala cómodamente en la esquina abierta de un escritorio. Le ve trabajar. Puede hacerlo porque no sabe. No quiere. Si no, no tendría que esforzarse. Se haría añicos. Dejaría de existir.
Michon lo sabe. No tiene escapatoria. Está en su triángulo. El tercer lado, la base, el cierre, es el conocimiento adecuado, y por tanto desgarrador, de los hechos. Es la conciencia.
Se situó entonces, a sí mismo, en una categoría que llamará Gilles. Su justo tratamiento de Rimbaud, su percepción cartesiana de la imposibilidad, la diferencian del grupo de Banville. También en este caso, Michon aporta algunos detalles pintorescos. Gilles tiene la mirada cetrina y desconcertada de Pierrot (el destino burlón le dio a Michon el nombre de Pierre). Está totalmente deprimido. Lleva cien años sacrificándose a juegos de palabras intercambiables, fruto de un resfriado genérico. Ve las cosas como son: «el encantamiento, los signos, la promesa de la resurrección de los cuerpos, el oro del Tiempo». Le cuelgan los brazos y le gotea la nariz. Gilles, todos aquellos que, para su desgracia, han visto, que saben, enajenados en vida del hijo legendario, amputados de la única posesión que la ausencia de padre les hacía deseable, condenados a revivir después, a pesar suyo, para nada, a dejar en blanco la existencia única, abolida, que la cosa transfiguró. La conocen mejor, más íntimamente de lo que ella se conoció a sí misma, arrastrada como estaba por la rabia, las andanzas y las partidas, la santa alegría que resplandece en el medio —en el otoño del 72— antes de huir hacia Arabia, hacia los salvajes, hacia el silencio.
Michon, el último de la fila, se ponía de puntillas, como en las fotos de clase, para que pudiéramos ver su rostro enharinado, sus brazos colgantes, el casquete de seda que le había prestado, para la ocasión, Banville, de La classe d'à côté.
Eso es.
Pero no lo dice todo. No puede porque, precisamente, lo está haciendo. Escribe Rimbaud le fils donde se entrega como un Gilles, un Banville, a veces. Sabe, como todos los Gilles, que el marido de Vitalie Cuif anotaba libros de gramática. Puede suponer, no sin osadía, que Arthur no las odiaba en absoluto. Conoce los rostros de los demás parientes. Nos trata de usted —«usted está en esta clase»— y busca la confianza, la indulgencia de la fraternidad de los enharinados a la que un mocoso aniquilado nos asimiló, a todos, antes incluso de respirar.
Lo siguiente que sabes es que vuelve a la fila —«estamos anotando la Vulgata»—, igual que nosotros, todos nosotros —«y mientras lo dice, me cuelgan las manos, me resfrío».
Algo ocurre, como en la novela de Dostoievski cuando el bocazas, de pronto, se confía —parece, al menos, hacerlo—, expone a sus interlocutores el exceso de su miseria, sus lamentables comportamientos. Los interlocutores no ven en ello ninguna malicia. Lo ven como una inyección sensible, deliciosa, inyección de autoestima. El autorretrato de cuerpo entero, bien deprimido, bien encalado, representado ante ellos, les proporciona un cosquilleo de dignidad personal. Esto es un error. Aquel que se ha retratado a sí mismo enharinado ya no es esa imagen, ese yo expuesto a la vanidad común. Se ha desprendido de sí mismo, se ha retirado del personaje que no era él más que cuando lo encarnaba. Ahora, conciencia pura, vigilante, inmóvil, formidable, permanece detrás de la pantalla de harina. Espera a los Gilles a los que se ha entregado —creen— como Gilles y medio, más Pierrot que naturaleza, espera que se decidan ante este señuelo que les ha tendido, como los naifs de Dostoievski un poco demasiado habladores cuando se han callado, y que los bellos, los importantes, los suaves, hinchados de satisfacción, envueltos en certidumbre, van a exclamarse. Se exclaman. Se exaltan sobre la vida despojada, harinosa, a la que fueron tan humildemente arrojados. Proclaman a voz en grito que son otra cosa. Reniegan de cualidades, se esconden tras méritos, agitan atributos. Al hacerlo, consuman su pérdida. Se confiesan cosas, ilusiones, debilidades a los ojos de quienes se han expuesto, objetivado, solo para elevarse a la subjetividad pura, irreductible en la misma proporción en que se sabe y quiere ser, libre de todo objeto que la esclavice, soberana.
Los Gilles conocen perfectamente a Rimbaud. Es su hombre, lo suyo. Extraen de él su tristeza importante, la sombría gravedad de los que saben. Michon hace de Gilles. Mira qué sobreabundancia de harina, qué escayolas me visten, mira qué devoto soy.
Es justo después, en Dostoievski, cuando un destello de odio impotente se enciende en el ojo del hombre apuesto de bigote barnizado, cuando la joven, la altiva belleza desfallece en el brazo descuidadamente levantado de Pierrot, finalmente, de la conciencia desnuda, libre, triunfante, que tan hábilmente utilizó la harina. Es fácil. Michon es más retorcido que eso.
No es que sea más devorador o cruel. Está atrapado en su triángulo, con la barra de la conciencia en los riñones, y nunca lo ha aceptado. Sigue sin aceptarlo. Es, en efecto, el más infeliz de los Gilles porque, no habiendo podido ser Rimbaud (la posibilidad ya la había agotado, precisamente, Rimbaud), no ha consentido en convertirse, o al menos en seguir siendo, un Gilles.
Michon sabe que ya no se escribe después de Rimbaud como escribieron Delille después de Racine, Hugo después de Racine y Rimbaud después de Hugo. Quizá no merezca la pena, que eso ya no pueda hacerse. Pero postula que hay motivos para intentarlo, en la franja muy estrecha, muy amenazada que Rimbaud, tal vez, dejó en la periferia de la delgada placa que abandonó en los sótanos de la imprenta. De este postulado, Michon extrajo las consecuencias incluso antes de formularlo sobre la marcha, con Rimbaud le fils. Todos sus libros se basan en él, al igual que su propia vida, cuyo sentido, cuya finalidad, derivan de la triple condicionalidad causal: nada propio (padre, mundo, es lo mismo), Rimbaud que vino antes, y conciencia de todo ello.
Y así, desde el principio, las Vies minuscules. Extraen, escritas, su luz de los oscuros desastres en que consistieron realmente, su poder, en términos de sentido, de las debilidades y de las imperfecciones vividas. La grandeza de la minúscula gente de la Creuse se eleva por encima del desprecio en que Michon los tenía inicialmente en la medida en que lo que él quería y creía era ser otra cosa, escritor, por ejemplo, ocupado en héroes semejantes a los de los libros, embrujado por lejanas quimeras, separado, por esta misma ilusión, de los vivos que le eran próximos. Porque en su necesidad de algo que le sostuviera, de paz, Michon tuvo que despreciar todas las cosas, negar aquellas a las que le unían el lugar, el tiempo y la sangre. Fue San Pedro antes de ser Pierrot.
Sabemos lo que le ocurre a la conciencia cuando cree que se ha encontrado con alguna imagen congestionada, preparada sobre la marcha. La abraza, se complace en ella. La acaricia amorosamente y luego ve surgir, horrorizada, nubes de harina. Puede, por supuesto, obstinarse, demorarse en lugar de volver a tomar el camino oscuro, amargo, y caminar hacia su propio encuentro, allí, con la verdad de sí misma.
Así pues, Michon ha conquistado la cara amarga. Se ha despojado de la ilusión de la que primero tuvo que alejarse. Despreció su propio desprecio, reencontró a aquellos que, al extraviarse, había perdido. Escribió sus vidas. Esas vidas se levantan ahora, no tal como eran en esta orilla, que dejaron, sino como son vistas, iluminadas por la claridad de un alma purificada de su error, salvada de la tragedia de su tiempo, presente, incorruptible.
El resto, que conocemos, tanto mejor por tenerlo ante la vista, que se ocupa de las desgracias de la conciencia, es el punto de vista retrospectivo al que lo ha conducido su recorrido.
Rimbaud, la cosa misma, el objeto perdido, no llega inmediatamente. Michon ha tanteado el abismo. Eso lo ha convertido en prudente. Toma un gran desvío para asegurarse de que los poderosos, los magníficos, los verdaderos, aquellos, sólo llegaran a serlo después de haber recorrido, también ellos, el camino catastrófico, de haber tragado la bocanada de veneno —el adulador torpe de labios temblorosos que se convertiría en Goya, el «pastorcillo» llamado Watteau. Tan prudente, de hecho, Michon, que se adelanta disfrazado, de cartero, de cura de Nogent, aquel que Watteau pintó como Gilles. Pero la pose es estudiada, ahora la pose es estudiada, la harina es imprescindible, ahora.
Luego llegó 1991, el centenario que siguió al que celebró, en 1954, un Julien Gracq intimidado, al que nunca se había visto emocionarse.
Ha llegado el momento, para Michon, en su hégira, de llamar por su nombre a esa cosa cuya ausencia (la presencia evidente de Rimbaud) ordena a un siglo de distancia su vida demasiado tarde, el orden y el contenido de sus libros y también su fin: establecer que los libros son posibles, que alguna cosa subsiste y no nada, ahora que es después.
Tal es la contradicción que asume y supera —supera asumiéndola— Rimbauid le fils. Es esta contradicción la que imprime al libro su vibrante tensión.
Pálido libro, de Gilles, relativo —todavía— a Rimbaud y, por ello, erudito y devoto. Michon se pinta a sí mismo como una multitud, melancólico y blanco, sacrificándose a los rituales. Tiene la genealogía. Le vemos inclinarse sobre el retrato de Carjat. Plantea hipótesis con temblorosa temeridad. Y es un hecho que es así, condenado, como todos nosotros los últimos ciento veinte años, a llevar el luto del mundo de nuestros 17 años, a contemplar, boquiabiertos, miserables, a quien le recibió para contarlo como era desde toda la eternidad y luego le dejó y se marchó.
Michon se delata como el más lamentable de los Pierrots.
Lo es por no haber podido resignarse a la tristeza desilusionada de los sabios, a la amargura del conocimiento puro. Algo llegó a su fin en 1872 cuando vimos, largamente, el final de todo, y Michon un poco más que los demás porque era menos compartido, víctima muy consciente de una doble negación.
Hay un tiempo para el luto, que es proporcional a la pérdida. Fue el mundo lo que Michon perdió, el único que había considerado, al principio —el juguete maravilloso, el favor de la reina, la vida magnificada por el oro del rayo y luego calcinada, abandonada, por lugares lejanos que a su vez estaban calcinados. Rimbaud estuvo, sin que Michon quisiera admitirlo, pensando, por la tarde, solamente en la mañana, pálido, con los brazos colgando, desconsolado. Eso es lo que dice.
Pero el hecho de decirlo es movimiento, acto creador, la pérdida objetivada un nuevo objeto de sentido portador de un asunto que arranca de sus hipóstasis (Pierrot y San Pedro): Pierre Michon. Rimbaud le fils es el libro nacido de la imposibilidad aceptada, y por tanto superada, de escribir cierto librito en el que la juventud inmemorial del mundo encontró una vez su expresión perfecta y su culminación.
Se hace tarde. Es de noche. La luz ha palidecido. Hay sombras sobre las cosas. Entre ellas, en el paisaje melancólico y azul que conforman esas sombras —y ya no fuera de él, asolándolo, eclipsándolo—, está Arthur Rimbaud. Destetado del mundo por la ausencia de padre y el hechizo del niño encantado, y consciente de ello, Michon estaba condenado al desprecio y a la maldad —lo que acompaña a la mala suerte. Tuvo que buscarse a sí mismo, y por tanto perderse, creyéndose para siempre sin objeto, como San Pedro y Pierrot, antes de acceder al crepúsculo de nuestra época.
Se perdió a sí mismo porque tenía que hacerlo. Dudó, renegó de los suyos, maldijo su destino. Luego lo dijo con Vies minuscules, Maîtres et serviteurs, Joseph Roulin y Rimbaud le fils, en los que los redimió, haciéndose a sí mismo, al mismo tiempo, posible, viviendo con sus puntos de vista, sus alientos, sus cuerpos, sus días.
Notas
1. “Alquimia del verbo” de Una temporada en el infierno.
2. George Alphonse Fleury Izambard (1848-1931) fue un profesor francés de retórica, conocido especialmente por haber sido profesor de Arthur Rimbaud.
3. Théodore de Banville (1823-1891) fue un poeta y dramaturgo y crítico teatral francés, uno de los principales precursores del parnasianismo.
4. Jacques Delille (1738-1813). Poeta francés.
5. Alphonse Marie Louis Prat de Lamartine (1790-1869) fue un escritor, poeta, historiador y político francés del período romántico.
6. Vitalie Rimbaud, de soltera Marie Catherine Vitalie Cuif (1825-1907), esposa de Frédéric Rimbaud y madre de Arthur Rimbaud.
7. Referencia desconocida.
8. El sueño de Descartes, la noche del 10 al 11 de noviembre de 1619: desatendiendo los deseos de su padre, no sería ni soldado ni un hombre de leyes: sería un hombre a la búsqueda de la verdad y a eso consagraría el resto de su vida.
9. En septiembre de 1872 Rimbaud inicia con Verlaine una tormentosa relación amorosa, que los condujo a Londres en septiembre de 1872, abandonando así Verlaine a su esposa e hijo pequeño (a quienes solía maltratar en extremo durante los ataques de ira causados por el alcohol).
10. Gilles es un cuadro, en óleo sobre lienzo, del pintor francés Jean-Antoine Watteau. Mide 184 cm de alto y 149 cm de ancho, un tamaño excepcional dentro de la producción de Watteau. Puede haber sido un cartel para una cafetería propiedad de Belloni, un antiguo actor. Fue realizado por Watteau en 1721, año de su muerte. Se expone en el Museo del Louvre de París, Francia, con el título de Pierrot, dit autrefois Gilles, esto es, Pierrot, llamado anteriormente Gilles; pero actualmente se prefiere el título de Pierrot, por entenderse que es más apropiado al tema de la obra.
11. Rimbaud le fils.
12. En noviembre de 1871, Théodore de Banville acoge a Arthur Rimbaud como huésped, pero Rimbaud ya había expresado sus diferencias en mayo, en sus llamadas «cartas del vidente», y en agosto de 1871, en su poema paródico Ce qu'on dit au poète à propos de fleurs, Rimbaud critica abiertamente la poética de Banville. En 1872, con su Petit Traité de poésie française, Banville rompió con el movimiento simbolista.
13. Ambas citas provienen de Rimbaud le fils.
14. «Odio la literatura, es lo que me ha metido en este estado.... No tengo ningún asidero en la realidad. No hay nada dentro de mí». P. Michon, entrevista a J.-B. Harang, Libération, 7 de noviembre de 1991.
15. Vie de Joseph Roulin.
16. Supuesto modelo del Pierrot (Gilles), de Watteau.
17. Centenario de la muerte de Arthur Rimbaud.
18. Centenario del nacimiento de Arthur Rimbaud.
19. Étienne Carjat (1828-1906) fue un fotógrafo, caricaturista y escritor francés, reconocido por sus retratos fotográficos de escritores, artistas y cómicos. En el libro Rimbaud le fils, Pierre Michon indica que Étienne Carjat provenía de una familia modesta, que se casó y tuvo una hija, que era pintor, poeta y hombre de letras, y que fue amigo de Baudelaire.
Traducción del capítulo «Ses vues, ses souffles, son corps, son jour», de Pierre Bergounioux, en Compagnies de Pierre Michon, VV. AA., Verdier-Théodore Balmoral, 1993.