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El sueño. Los Rougon-Macquart XVI. Émile Zola. Ediciones Nauta, 1973 Traducción de Mariano García Sanz |
El sueño (Le Rêve), decimosexto volumen de la serie de los Rougon-Macquart, fue publicada por primera vez por G. Charpentier et Cie., Éditeurs, París, en 1888, un año después que La Terre (1887), de cuya controversia no puede considerarse exenta, y un año antes de otra de las obras más polémicas, La bestia humana (1890). La protagonista principal, Angélique Rougon, es la hija de Sidonie Rougon y nieta del matrimonio entre Pierre Rougon y Félicité Puech; la acción transcurre a lo largo de la década de 1860 en la localidad de Beaumont-sur-Oise, inspirada en la ciudad de Cambrai.
Una criatura de seis años es rescatada del frío y de la calle por la familia Hubert, un matrimonio de artesanos bordadores: es Angélique, una huérfana recogida en adopción por un par de familias, de la última de las cuales se ha escapado por malos tratos. Zola plantea un argumento corriente en la literatura de la época, pero despliega, ya a partir de ese momento inicial, su dominio del punto de vista, adecuándolo a las circunstancias de la trama y, sobre todo, de los personajes: la mole de la iglesia de Santa Inés de Beaumont, anexa a la vivienda de los Hubert, amenazante cuando Angélique busca un inseguro refugio en sus aledaños, deja de ser intimidatoria cuando es llevada allí por su nueva familia adoptiva.
«Aquella mañana, al entrar en la iglesia, Angélique se encontró nuevamente bajo el pórtico de Santa Inés. Durante la semana se había producido un falso deshielo, seguido de un frío tan extremado que la nieve de las imágenes, medio fundida, se congeló con una floración de racimos y agujas. Se veía ahora una extensión de transparentes ropajes de hielo, con encajes de cristal, que cubrían a las vírgenes. Dorotea sostenía una antorcha, cuyas límpidas aguas goteaban sobre sus manos; Cecilia llevaba una corona de plata, de la que se desprendían vivientes perlas; Águeda, en el tormento, quedaba acorazada por una armadura de cristal, y todas las imágenes del tímpano semejaban estar allí desde hacía siglos, tras los cristales y las gemas de un gigantesco relicario. Inés, por su parte, arrastraba un manto de trama luminosa cubierto de estrellas. Su cordero tenía vellones de diamantes y la palma tomaba el color del cielo. Todo el pórtico resplandecía bajo la pureza del inmenso frío».
A pesar de su comprometido origen, Angélique se adapta a la vida familiar de forma gradual, casi en régimen de enclaustramiento. Es educada en los principios morales de los Hubert y contribuye eficazmente al taller de bordados. Zola pone en escena el valor que posee la reeducación para las clases más humildes, una fuerza imprescindible para superar una supuesta tendencia innata a la disipación, al crimen y a la consecuente desgracia, que, no obstante, parecen permanecer en amenazante latencia.
El libro que contribuye a la definitiva conversión al bien de Angélique es La leyenda áurea, el compendio de vidas de santos y mártires de Jacobo de la Vorágine, con la coincidencia de la determinante integración al religioso ambiente familiar con un exceso de celo —la imbatible fe del converso— que llega incluso a preocupar a Hubertine, su madre adoptiva. El proceso de acogimiento lleva a su marido, después de minuciosas pesquisas, a averiguar su filiación, pero dadas las circunstancias, esconde el hallazgo a su esposa y a la propia Angélique —les dice que la madre murió—, materializando inmediatamente su adopción.
«Una hora después, Hubert rondaba alrededor de la tienda de la señora Sidonie. Entrevió una mujer enjuta y pálida, sin edad ni sexo, vestida de negro, con el estigma de los más viles menesteres. El recuerdo de su hija, nacida del azar, jamás debió dar calor a su empedernido corazón de celestina. El hombre se informó discretamente de cosas que luego no comunicó a nadie, ni siquiera a su propia esposa. Sin embargo, aún titubeaba y fue a pasar por última vez ante el misterioso almacén. ¿Debía, acaso, darse a conocer y obtener su consentimiento? Pero era a él, al hombre honesto, a quien correspondía juzgar si tenía derecho a romper aquellos lazos para siempre. Bruscamente, dio la vuelta, y por la noche llegaba a Beaumont».
Las plácidas veladas de trabajo, que les tiene ocupadas las manos pero libres las bocas, se aprovechan para poner al corriente a Angélique —y al lector— de algunos episodios de la historia local, entre los que se encuentra la explicación de la extraña circunstancia de la existencia de un hijo del obispo. La descripción de su belleza y de su incalculable riqueza provoca el ingenuo ensueño de Angélique, que ya se ve unida de por vida con semejante buen partido, ante la incredulidad burlona de sus padres adoptivos. Zola pone en evidencia, a la vez que cuestiona, cómo el carácter soñador de Angélique actúa como remedio común de la gente humilde para huir de su clase, aun con la convicción de que no se trata más que de fantasías, un rol parecido al que adjudica al celo religioso, que tiene más de idolatría que de fe.
«Cierta tarde, se echó en brazos de Hubertine sumida en llanto, cuando, lejos de hallarse afligida, se sentía enteramente dichosa. Por las noches, sobre todo, tenía deliciosos sueños en los que veía pasar lejanas sombras, y tal era su encanto que no osaba recordarlos al despertar, confusa ante el goce que le proporcionaban los ángeles. A veces, hundida en la inmensa cama, se despertaba sobresaltada, con las manos unidas sobre el pecho, sintiendo tal sofoco, que tenía que saltar descalza al suelo, para ir corriendo a abrir la ventana, donde permanecía estremecida bajo la caricia del aire fresco, que la sosegaba. Era un continuo asombro el que experimentaba al observar que no se reconocía, sientiendo cómo crecía con dichas y penas desconocidas, en su encantada floración de mujer».
Angélique, desde su cándida inocencia, permanece a la espera de un milagro que cree que le está destinado, cuya naturaleza y alcance ni siquiera intuye pero que, sin duda, piensa honradamente que merece.
Ese suceso extraordinario se materializa un día mediante la aparición, en lo más profundo de la noche, de un hombre en el jardín contiguo a la residencia familiar. El prodigio se completa con el reconocimiento, por parte de la joven —ella, que ni siquiera había imaginado la naturaleza del milagro— del hombre —un vidriero que trabaja en la catedral, Félicien— cuya sombra había revelado su presencia; y la aventura que les hace descubrirse el uno al otro no es una gloriosa gesta de armas, sino la pérdida de una camisa en la corriente del lavadero comunitario. Un encuentro que, realmente, sorprende, avergüenza y maravilla a ambos por igual.
«Angélique, que hasta entonces había seguido ansiosamente el salvamento [de la camisa en la corriente], sintió ganas de reír, una risa franca remontaba de sus costados. ¡Oh! ¡Aquella aventura en que tanto había soñado, aquel encuentro al borde de un lago, el terrible peligro del que la libraba un hombre joven más hermoso que el día! San Jorge, el tribuno, el guerrero, no era más que ese pintor de vidrieras, ese joven artesano que llevaba una blusa gris. Cuando le vio volver, con las piernas mojadas, sosteniendo la chorreante camisola torpemente, comprendiendo lo ridículo de la pasión que el mozo había puesto en arrancarla de la corriente, la joven hubo de morderse los labios para contener la explosión de regocijo que le cosquilleaba la garganta».
Zola, doblando el conflicto —recuérdese el inicial, el pasado de la protagonista, con el peligro que conlleva que su naturaleza acabe imponiéndose finalmente sobre la educación que le han procurado los Hubert, que queda latente desde las primeras líneas de la novela—, dirige su atención hacia esa nueva dirección, el conflicto entre sus sentimientos, que Angélique no sabe identificar por falta de preparación sentimental y personal, ni juzgar, por falta de vida, y la orientación moral que le han inculcado sus padres adoptivos. Esa mezcla irracional —aunque hubiera contenido algún incidio de racionalidad, el resultado hubiera sido el mismo: Angélique desconocía cualquier atisbo de razón— de conceptos confundidos, de lecturas no digeridas, de ignorancia y de inocencia, la conduce a un estado permanente de agitación maníaco depresiva y, por culpa de las lecturas piadosas, a una renuncia artificiosa —demasiados mártires— al amor, a esas alturas ya mutuo, por Félicien.
«—[...] Cuando vino a casa con su dibujo de Santa Inés,. me sentía encantada de trabajar para usted, estaba convencida de que volvería cada día. Y, observe un poco, simulé aquella indiferencia, como si hubiera puesto todo mi empeño en echarle de casa. ¿Será posible que se experimente la necesidad de hacerse desgraciada una misma? Mientras hubiera querido acogerle con los brazos abiertos, existía en mí, en el fondo de mi ser, una mujer distinta que se rebelaba, que le temía y sentía desconfianza hacia su persona, que se complacía en torturarle con la incertidumbre, con la vaga idea de una disputa a entablar, con vistas a hacer olvidar la causa más antigua. No siempre soy buena, ese otro yo me hace rehusar las cosas que ignoro... »
La celebración de la fiesta religiosa local revela la verdadera identidad de Félicien y confirma que aquello que soñó Angélique y con lo que fantaseó era una verdadera admonición. Pero el descubrimiento de esa identidad, y la identidad misma, serán los desencadenantes de la tragedia.
Por más que Zola quisiera apaciguar las aguas de la crítica después de la recepción por parte de esta de La terre, tanto el tema como el tratamiento de El sueño pueden desconcertar al lector de Los Rougon-Macquart. Se ha especulado con el hecho de que en la época en que fue escrita Zola acababa de conocer a Jeanne Rozerot, futura compañera y madre de los dos hijos del escritor, pero la suposición de que esa circunstancia pudiera modificar la orientación general de la saga —y la literatura, en general, de Zola— cae por su propio peso por increíble, del mismo modo que la sospecha de que se trate de una parodia de sus queridos románticos. En todo caso, una novela de esa naturaleza —una de las más cortas del ciclo, por cierto— rompe la línea general pero, bajo una visión general de la saga, suplementa perfectamente la intención del autor de escribir «una historia natural y social de una familia durante el Segundo Imperio».
Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédia) y Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:
La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871.
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de París. Los Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878 El tugurio. Los Rougon-Macquart VII
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las Damas. Los Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
Germinal. Los Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888 El sueño. Los Rougon-Macquart XVI, en este post
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893