29 de marzo de 2021

Klara y el Sol

 

Klara y el Sol. Kazuo Ishiguro. Editorial Anagrama, 2021
Traducción de Mauricio Bach  

Klara, la protagonista y narradora de Klara y el Sol (Klara and the Sun, 2021), es una AA, una Amiga Artificial, una variedad de androide especializada en acompañar y cuidar de niños, y que tiene la particularidad de cargarse con la luz solar. Después de pasar cierto tiempo expuesta en el escaparate de una tienda, Klara, a pesar de no ser un modelo plenamente actualizado pero poseedora de unas buenas dotes de observación y gran capacidad empática, es adquirida por la familia de Josie, una niña afectada por una extraña enfermedad.

Una vez en la casa familiar con Josie y su madre, Klara disfruta de un período de aprendizaje no muy diferente del de un adulto recién llegado a la civilización. Avanza en sus intentos de  comprender lo que sucede por estar programada para ello, pero también, porque sospecha que su futuro con la familia depende de su diligente y acrítica capacidad de adaptación. Aunque la relación causal no parece asentada correctamente en su inteligencia, no por ello deja de observar y anotar los sucesos, por más que ignore las causas que los provocan: su comportamiento es plenamente racional, pero intelectualmente deficiente, limitado a su estricta utilidad de Amiga Artificial y, por tanto, incapaz de plantearse preguntas para las que no tiene respuestas programadas ni capacidad de aprendizaje, resultando una eficiente combinación entre inocencia y funcionalidad.

La poca interacción con personas ajenas a su objeto ―de hecho, incluso salir de la casa le parece una aventura arriesgada―le impide apercibirse de los extraños sucesos que acaecen entre Josie y su madre; además, el aislamiento atencional, la preocupación por resultar útil y su plena dedicación a la niña le dificultan la interpretación de los evidentes indicios contenidos en las interrelaciones entre Josie y sus amigos, particularmente con Rick, un niño del vecindario que parece compartir con ella una determinada carencia.

En realidad, la mayor carencia de Klara tiene que ver con la comprensión del contexto: ella  entiende todo lo que sucede a su alrededor, es decir, es capaz de discernir la realidad pero, en cambio, no es competente para descodificar los hechos y acceder a su significado intrínseco; por ejemplo, los encuentros, durante la enfermedad de Josie, de esta con su amigo Rick, y el proceso de cambio de estos encuentros a medida que pasa el tiempo, unas variaciones que Klara observa pero no puede interpretar. La superioridad de ser una IA queda en evidencia ante las posibilidades de la espontaneidad de un ser humano de corta edad; el conflicto que se desata en su interior parece provenir, precisamente, de la percepción de ese hecho y de no tener respuesta al compromiso que le plantea.

A pesar de sus limitaciones, Klara cumple con su función de AA con corrección y progresiva implicación, se integra en la familia, y su característica de ser artificial se va diluyendo; sin embargo, más que un fin en sí mismo, esa integración significa un entrenamiento para el papel que le tiene reservado la madre de Josie, una prueba definitiva para sus capacidades y, tal vez, la forma de trascender su naturaleza artificial: la comprensión de que la representación más genuina de la humanidad no es el amor, sino dar la propia vida a cambio de la del otro.

«La esperanza ―dijo―. Esa maldita cosa nunca te deja en paz».

Muchas novelas de Kazuo Ishiguro se basan en el planteamiento de dilemas éticos subyacentes a una trama por lo común de carácter neutro; esta característica estaba ya presente en su anterior novela No me abandones, que se ocultaba también bajo la apariencia de ciencia-ficción ―un caso parecido a la reciente Máquinas como yo, de su paisano y compañero de generación Ian McEwan―. En este caso, la primera dificultad consiste en cómo hacer verosímil el discurso de un narrador que es una IA, y como hacer creíble su punto de vista sin que se confunda o resulte una parodia del discurso de un ser humano; la solución de compromiso que aplica Ishiguro es, sometiendo a su narradora a un control férreo, que Klara hable y describa únicamente acerca de lo que conoce, no juzgue aplicando la lógica humana, y vea como natural hechos que podrían considerarse aberrantes según la ética y la moral humanas; por ejemplo, registra el hecho de que existen ejemplares masculinos y femeninos de AA, destinados, respectivamente, a niños y a niñas, pero no se apercibe del sexismo implícito de tal variedad ni se pregunta acerca del tipo de sociedad que alberga esa característica; asimismo, sabe que existen "niños mejorados", pero no indaga nada acerca de peculiaridad, ni si se trata de mejoras genéticas o simplemente educacionales, acerca de la segregación de los "no mejorados" ni de la relación que parece sostener ese perfeccionamiento con la muerte de la hermana mayor de Josie. Y, finalmente, el significado de la relación entre Klara y el sol, si el hecho de que la androide dependa de su luz tiene que ver directamente con su intervención en la enfermedad de Josie y hasta qué punto su discurso, además de coherente, es fiable.

Y si Klara no sabe, el lector tampoco; esa limitación, esa oposición al narrador omnisciente clásico, es lo que convierte Klara y el Sol en una novela tan inquietante como excelente.

«―Creo que detesto a Capaldi porque en el fondo sospecho que se puede tener razón. Que lo que dice podría ser cierto. Que la ciencia actual ha probado, más allá de toda duda, que no hay nada único en mi hija, nada que los instrumentos de nuestra ciencia moderna no puedan extraer, copiar o transferir. Que los seres humanos llevan viviendo juntos muchísimo tiempo, siglos, amándose y odiándose, y resulta que solo se basaba en una premisa errónea. Una suerte de superstición que hemos ido manteniendo mientras nuestros conocimientos no iban más allá. Así es como lo ve el señor Capaldi, y hay una parte de mí que teme que esté en lo cierto».

Disponible edició en català:

La Klara y el Sol. Kazuo Ishiguro. Editorial Anagrama, 2021
Traducció de Xavier Pàmies

26 de marzo de 2021

Desde la línea

 

Desde la línea. Joseph Ponthus. Ediciones Siruela, 2021
Traducción de Regina López Muñoz

Un poema sin puntuación para describir una de las ocupaciones más prosaicas que puede existir: el trabajo en una línea de producción. Sin puntuación; en la línea, el ritmo de trabajo no permite esas veleidades.

La alienación absoluta de las clases populares que ocupan esos puestos, casi iletradas, que no dudan en venderse a precio de saldo.

El narrador, consciente de esa alienación, va a consignar con todo lujo de detalles, todo lo que observe, no tanto como reivindicación, sino como homenaje.

Desenvasador de gambas congeladas para cocer. Escurridor de tofu. Limpiador de cámaras de despiece. Estibador de cadáveres de reses en frigoríficos industriales.

Un experimento sociológico: inscribirse en una ETT como demandante de empleo y concurrir a los trabajos para los que no se requiere cualificación. Una prueba empírica: recién trasladado, por amor, de París a Bretaña, sin trabajo de lo tuyo por problemas de papeleo, agarras cualquier empleo porque tienes la costumbre de comer cada día y de no robar el dinero que hace falta para ello. Resultado de ambos: trabajos de mierda en horarios de mierda con sueldos de mierda.

Efectos secundarios: inestabilidad psíquica hasta el extremo de no poder insertar un fin de semana festivo en la rutina del trabajo semanal en turno de noche.

«En este sitio

En los momentos chungos

Vivimos como en un secuestro

Envueltos en producción de muerte en serie

Un popurrí de huesos y despojos

Músculo de res

Un fluido rojizo


Y solo vemos eso

En qué podemos creer

Sino en esos revoltijos de despojos»

Una buena noticia: Joseph Ponthus escribió este extraño diario (À la ligne: Feuillets d'usine, 2019), un diario sin fechas, ¿para qué mencionar fechas cuando nada distingue un día de otro?, para soportar la sordidez del trabajo. Con él ganó algunos premios populares y el favor de cierta crítica. Fue despedido del matadero, pero contaba con su preparación académica como trabajador social y su experiencia como educador especial. Y, quizás, con una prometedora carrera literaria.

Una mala noticia: Joseph Ponthus falleció la noche del 23 al 24 de febrero de este año, víctima de un cáncer, a los 42 años de edad.

22 de marzo de 2021

El jardín de Reinhardt

El jardín de Reinhardt. Mark Haber. Ediciones Siruela, 2021
Traducción de Carlos Jiménez Arribas

1907. Una expedición que partió de Montevideo, organizada y liderada por Jacov Reinhardt, se halla extraviada en las cercanías del Río de la Plata; aparte de las bajas debidas a las enfermedades tropicales, la travesía de la selva, el jardín de Reinhardt a que hace referencia el título, se ha visto afectada por los más variados percances: el calor opresivo, la humedad asfixiante, la huida de los guías nativos, los ataques de los aborígenes, la falta de provisiones, los constantes extravíos y el agotamiento de las reservas de cocaína de Reinhardt. 

Jacov Reinhardt, el misógino y autoritario líder de la expedición, es un intelectual originario de la región de Dalmacia, en los Balcanes, que está trabajando en la obra de su vida, un tratado sobre la melancolía, una obra que, en permanente estado de inconclusión, ocupa, en forma de cuadernos, cientos de metros de anaqueles; tan inmensa que sobrepasa la capacidad del castillo de Jacov, que ha tenido que conseguir diversos inmuebles a lo largo de toda Europa, además de la construcción de un nuevo castillo, para albergarla. Su exhaustiva investigación le ha llevado a recorrer la totalidad del viejo continente y, finalmente, a saltar a las Américas, en busca de Emiliano Gómez Carrasquilla, a quien Jacov considera la mayor autoridad mundial en los estudios sobre la melancolía, "el profeta inescrutable de la melancolía", a quien ni siquiera conoce. Jacov, formulador de las teorías más estrambóticas ―cuya hipótesis inicial sostiene que la melancolía, en lugar de una enfermedad, es el verdadero motor de progreso humano, y que forma parte insustituible del proceso de inspiración de todo artista―, se cree llamado a una misión divina y no está dispuesto a cejar en su empeño a pesar de las dificultades.
«La melancolía, afirmó, la tristeza implícita y espiritual del alma, es trascendental, divina; no es nada de lo que una persona bien avisada deba huir, sino algo a lo que tirarse de cabeza, algo digno de aspiración. Una vida perfecta, dijo, una vida plena, una vida de radiante esplendor, añadió, era la vivida en melancolía constante, y aquí, y se removió inquieto, señalando a los orondos turistas, tanto a los sanos como a los enfermos, había almas en constante alejamiento de la melancolía, ¡en huida constante de la melancolía!, lo que equivalía a decir, en otras palabras, almas en la búsqueda constante de la felicidad, y eso, remataba, era tan estúpido como tratar de huir del propio destino».
Acompañan a Jacov su secretario, amanuense y asistente, el narrador de la historia; se trata de un joven paisano, reclutado en un balneario, que mantiene con aquel una relación que oscila entre la admiración por su dedicación a La Gran Obra de Toda Una Vida y la sumisión a las órdenes, a menudo contradictorias, de su jefe, y la reserva, que se limita a sus confidencias al lector, en cuanto a la propia misión y a la sanidad mental de Jacov; un narrador, por cierto, bastante incompetente a la hora de cumplir con su objetivo, que exhibe un pensamiento caótico , incapaz de seguir el hilo de la narración ―un embrollo temporal en el que se mezclan retazos de un pasado difícil de fijar con un presente contaminado por las fiebres que padece, alucinado e inconexo―, y que salta de un tema a otro en una ramificación sin fin, llevado, no tanto por sus obsesiones, que también, como por las paranoias de su patrón, pero que consigue resultar simpático al lector por su inquebrantable inocencia. 
«Estaba maldiciendo a los bañistas, haciendo inventario de sus agravios, cuando posó la vista en mí. Yo acababa de llegar, desconocía por completo qué había disparado sus diatribas y, al mirarlo a la cara, vi el temblor de sus ojos azules, unos ojos presa de una manía casi carnal, y no tenía idea de qué estaba mirando, pues era joven e inexperto y no había visto todavía mucho mundo y, en su conjunto, la humana me parecía una especie de lo más tranquila».
Completan el elenco protagonista Sonja, la exputa rescatada de un burdel que perdió una pierna y a la que ha convertido en su cómplice en algunos de los experimentos que relacionan la melancolía con el sexo salvaje y desenfrenado; en realidad, su relación con Sonja proporciona un ejemplo del filtro empírico con el que Jacov emprende su estudio sobre la melancolía: dado que uno de los estados melancólicos jamás experimentados es el que se sufre después del coito, Jacov se pasa unos cuantos años follándosela de todas las formas imaginables con el único fin de observar en sí mismo ese estado y seguir con su investigación.
«Cuantas más vías se abrían a la euforia en los escritos de Carrasquilla, más fornicaba yo para encontrar lo patético; cuanto más iluminadora era su filosofía sobre la dicha, más decidido estaba yo a tirarme a tantas como hiciera falta para caer en la tristeza. La amplitud que abarcaban todos aquellos culos y pechos níveos, reflexionaba Jacov, todos aquellos miembros flexibles, toda aquella copulación de Leipzig a Bristol y hasta las costas del mar Negro, hizo de mí un mártir en el trono de la melancolía, donde bien pronto me hice hombre».
Finalmente, el tercer acompañante, el realmente útil a la hora de solucionar problemas reales pero de quien ninguno de los expedicionarios se fía demasiado, es Ulrich, un manitas reclutado en Rusia, avalado por el éxito que exhibió en la eliminación de todos los perros de Yásnaia Poliana, que impedían el trabajo creativo de Tolstoi, por encargo de la esposa del escritor.

Además de su empeño por encontrar a Gómez Carrasquilla, la insistencia de Jacov en no dar su intento por fracasado ―un empeño que únicamente flaquea, de vez en cuando, al ver disminuir peligrosamente su provisión de cocaína, una substancia de la que es compulsivo consumidor― tiene su origen en su obsesión neurótica de rechazo del contacto humano, el menosprecio berhardiano por su origen y de cualquier elemento o condición que impida el acceso a la melancolía. Entre las manifestaciones de esa obsesión, posee un papel fundamental el rechazo del amor romántico por su carácter contrario a la melancolía, y el ensalzamiento de su carencia ―sobre todo en el sexo salvaje sin ningún condicionante― como principal generador de la afección; y también el repudio de la mediocridad de las relaciones personales habituales entre individuos vulgares sujetos a preocupaciones mezquinas, recluidos en puebluchos anodinos y sometidos a existencias grises sin posibilidad de disfrutar de la melancolía.
«La melancolía. El alma de la melancolía. Todos y cada uno de nosotros somos unos melancólicos, de tal manera estamos construidos en lo más íntimo; sin embargo, nos pasamos la vida negándolo, intentamos esquivar el estado natural que más propio no es; aun así, con que estemos un rato solos, aflora la melancolía, siempre está ahí, inagotable, incólume. Los filósofos han tildado la melancolía de enfermedad, aseguran que es una tristeza sin razón, pero yo estaba convencido de que era la tristeza de la razón. Cuando uno está melancólico, ve la realidad con total lucidez».
La seriedad con que Jacov trata cualquier asunto que pueda tener relación con la melancolía le impide, por supuesto, perder el tiempo leyendo novelas; de hecho, la única novela que ha merecido ser leída por Jacov es La muerte de Ivan Ilich ―una novela que copió a mano "tres o cuatro veces" con la intención de que se le traspasara la sabiduría de Iván o la del propio Tolstoi, y de la que compró todos los ejemplares en todos los idiomas disponibles en Stuttgart, abrumado por el acierto del escritor para "captar el estado moderno de la melancolía"―, cuya primera lectura de cientos coincidió con su estancia en Yásnaia Poliana, que le salvó de su "período gris", una época nefasta en la que estuvo a punto de renunciar a su misión:
«Antes de Iván Ilich, reinaban reinaban la confusión y el presentimiento, un Jacov enclaustrado en sus ideas sobre la muerte, la estridente imagen de su querida Vita [su hermana] muerta, alzándose del abismo. Después de Iván Ilich vino la serenidad y la gracia, una visión clara alumbró su obra sobre la melancolía, una sensación de paz y euforia, porque, explicaba Jacov, para entender la melancolía, uno tiene que estar eufórico o, por lo menos, satisfecho, aunque ayudaba sentirse histérico, que se palpara la histeria, añadía, con una histeria harto palpable. La satisfacción, la histeria y la oscilación constante entre una y otra son los caminos que llevan al bosque de la melancolía, dijo; si uno no está satisfecho, no puede encontrar el camino que lleva al bosque donde reside la melancolía y, sin histeria, uno se encontrará a sí mismo perdido para siempre en la maleza de la ignorancia, donde mora el resto de la humanidad».

Aunque realmente, y este es el único punto en el que la fidelidad del narrador con respecto al jefe y sus esperanzas en el buen fin de la misión flaquean ligeramente, la inspiración de Gómez a Jacov parece ser indirecta: de hecho, este toma como modelo los trabajos del erudito pero contradiciendo sus reflexiones. De este modo, La secuencia de la abstinencia se convierte, bajo la inspiración de Jacov, en La secuencia de la fornicación, y En la senda de la satisfacción en Por los bulevares de la aflicción. Toda la teoría de Jacov acerca de la melancolía se basa en esa malinterpretación intencionada, y el lector ―y, presume este, el propio narrador― duda acerca de la naturaleza del encuentro que intenta Jacov con Gómez, y si no sería, caso de que finalmente tuviera lugar, el Malentendido que los contendría a todos.

«[...] explicó que la melancolía, en su forma más pura, era solo un darse cuenta de lo insignificante que uno era, y darse cuenta de esa insignificancia era, de suyo, significativa, y era un sentimiento plácido la melancolía, un sentimiento de la más honda alegría, escondida, incrustada quizá, en el caos del corazón humano, y cuando uno comprendía su propia tristeza inherente y no intentaba derrotarla ni ahogarla o convertirla en su enemigo, cuando no entablaba con ella una batalla constante y sin sentido, podía llegar a ser, con todas las letras, civilizado y, con algo de práctica, hasta una persona culta».

El jardín de Reinhardt (Reinhardt's Garden, 2019) es un libro que ensalza la hipérbole como medida de todas las cosas, apoyada por una redundancia que parece agotar toda la significación de una frase y todas las posibilidades expresivas de una determinada declaración. Su narrador debería formar parte de las antologías de narradores con una autoestima por los suelos, y su relación con Jacov se puede inscribir sin reparo alguno entre las parejas masculinas particulares que ha ido dejando la historia de la literatura, entre cuyos ejemplos se hallan los inefables franceses Bouvard y Pécuchet (Bouvard y Pécuchet), los británicos Lars y W (Magma, Dogma y Exodus), los americanos Tú y Yo (You & Me) o los universales Vladimir y Estragón (Esperando a Godot). En cuanto al contenido, se trata de una lograda parodia del viaje iniciático, de la queste en busca de un objeto inalcanzable, o directamente inexistente, cuya persecución transformará al explorador, ya que lo importante no es el objeto sino la búsqueda en sí misma, que pondrá al sujeto frente a los difíciles retos que solo conseguirá superar mediante la inocencia y la limpieza de alma. Y, como comentario final, no puedo dejar de mencionar un grave reparo al libro: su reducida extensión; una vez instalado en el jardín, uno se pasaría semanas acompañando a los singulares exploradores en su extraviada expedición a ninguna parte.

19 de marzo de 2021

Las abejas y las arañas

 

Las abejas y las arañas. Marc Fumaroli. Editorial Acantilado, 2008
Traducción de Caridad Martínez

Cierro el ciclo dedicado a la Querelle des Anciens et des Modernes con estas Notas de Lectura de uno de los estudios más serios que se han publicado en castellano acerca de ese fenómeno. El texto del ensayista francés es la traducción del volumen La Querelle des Anciens et des Modernes, précédé d'un essai "Les Abeilles et les Araignées" (2000), a su vez compuesto por tres ensayos: Las abejas y las arañas, De Caylus a David: las Luces y el "retorno  a los antiguo" y Después del Terror: arañas líricas y abejas laboriosas. Ignoro la razón del orden en que se han dispuesto en el volumen; a efectos puramente formales, estas Notas de Lectura siguen el orden cronológico de los sucesos y omiten cualquier referencia al último de los ensayos, pues su contenido no figuraba entre los intereses de este lector.

Las abejas y las arañas

La rivalidad entre los Antiguos y los Modernos tuvo sus primeras manifestaciones ya en la Edad Media y en el Renacimiento, pero la formulación definitiva en los términos de la Querelle des Anciens et des Modernes mostró todo su esplendor en la Francia de los siglos XVII y XVIII ―la  indudable influencia proviniente de Italia, a través del libro Crónicas del Parnaso de Traiano Boccalini, nunca fue claramente reconocida por los franceses―, con amplia repercusión en el campo genéricos de las artes y, en particular, del discurso. Su antecedente más notable proviene de los Ensayos de Montaigne, un autor claramente inscrito en el bando de los Antiguos ―la metáfora de las abejas aparece en el Libro I, "De la educación de los hijos"― y punta de lanza de los partidarios de esa corriente; además, escritos en lengua vernácula, con un doble efecto: poder dirigirse a la generalidad de la población, no solo a los eruditos que hablaban latín, y demostrar que se puede reflexionar acerca de la sabiduría de los grandes clásicos en la misma lengua que se habla en la calle.

La justificación de la nomenclatura zoológica proviene de una metáfora que distingue entre las arañas modernas, esos escritores y pensadores que, cuando han agotado su inspiración, se alimentan de sus propias vísceras, un yo omnipresente; y las abejas antiguas, que reelaboran en forma de miel el néctar de las flores.  

Las disposiciones en torno a la lengua y la creación artística de la Academia debidas a Richelieu trasladan la capitalidad de la República de las Letras a París y convierten al francés en la lengua de cultura por excelencia, prácticamente asimilable al griego y al latín, y todo ello hasta el punto que uno de los textos fundamentales de la filosofía occidental, el Discurso del método, es redactado y publicado, de forma definitiva, en francés.

En el siglo de Luis XIV, los avances de la ciencia inducen a pensar en la superioridad de la época sobre una Antigüedad científicamente más ingenua, y se pretende aplicar el mismo rasero al arte y a las humanidades, todo ello en nombre de una palabra clave: progreso.

La Querelle se instala en Francia con un texto apócrifo, L'Erreur combatue, discours académique, oú il est curieusement prouvé que le monde ne va point de mal en pis, en el que se nota la influencia de Richelieu, en aquel entonces primer ministro de Luis XIV, razón por la cual la política entra en liza y la discusión se extiende a los partidarios ―enrolados entre los Modernos― y a los detractores del absolutismo. Esa apología de la modernidad alcanza a todas las artes, pero también a los oficios y al gusto, incluso a la estatura ―los supuestos gigantes de la antigüedad contrapuestos a los enanos actuales―. Jean Desmarets, otro apologista de la Academia criado en la corte a la sombra del cardenal, se encargó de la propaganda del régimen mediante obras de creación, principalmente teatro, en las que hace entrar incluso a la religión, contraponiendo el Moderno cristianismo al Antiguo paganismo.

Pero, a pesar de tener en su bando al poder político y al eclesiástico, los Modernos se encontraron con un hueso duro de roer: Nicolas Boileau-Despréaux, el clásico por excelencia, que reivindicó a los autores grecorromanos y consiguió prolongar su influencia hasta la irrupción de los tiempos previos a la Ilustración. Su principal ataque a la facción de los Modernos tomó como objetivo al funcionario literario, a los poetas propagandistas que medraban a la sombra de los centros de poder ―Desmarets y Perrault serían ejemplos paradigmáticos―, y cuya autoridad literaria provenía de sus valedores y no del mérito de su obra, contraponiendo un criterio y un juicio que no seguía la dictadura de la moda, sino que se mantenía universal y constante a lo largo del tiempo. Al contrario que el artista propagandista, subordinado al poder absoluto, Boileau aboga por la independencia basándose en la igualdad entre el rey, que debe su autoridad a su cargo y a su linaje, y el poeta, deudor de sí mismo y de la tradición, y en la complementariedad de sus funciones, que jamás deben invadir el campo ajeno. Su posicionamiento fue tan radical que su obra más conocida, L'Art poétique, se erigió como un verdadero libro de estilo de la poesía clásica en su intento de conjugar la grandeza literarioa con la grandeza heroica. Boileau propugna educar al público ―en contra de lo usual en las discusiones acerca de la literatura clásica, en las que se usaba el latín, escribe su Poética en francés― en la tradición clásica y encomienda al rey la protección de la República de las Letras, un signo distintivo francés, frente al auge de la literatura circunstancial y lisonjera hacia el propio monarca de los Modernnos; en definitiva, la belleza y la verdad contra la adulación y el incienso, poniendo por testigo a la posteridad frente al voluble gusto contemporáneo.

La manifestación más sonada de la Querelle se materializó a partir de dos obras de teatro:  Alcestis, de Philippe Quinault y Jean-Baptiste Lully, contra Ifigenia, de Jean Racine; el vodevil acorde con el gusto del público y la tragedia conmovedora e intemporal. Esta querelle dentro de la Querelle consiguió alinear con los Antiguos a lo más granado de la facción y conseguir, por fin, el favor real en forma de pensiones vitalicias, nombramientos oficiales y asentamiento de algunos de sus miembros más destacados en la corte; todo ello parecía significar una victoria definitiva sobre los Modernos, pero la apariciónde Bernard Le Bouvier de Fontenelle, sucesor de Charles Perrault al frente de estos, equilibró la contienda; y lo hizo apoyándose en el progreso de la ciencia, la filosofía cartesiana y un término que entra de nuevo en liza con una significación creciente ―y que ya puede empezar a escribirse con mayúscula―: la Razón.

Ese equilibrio provocó una estabilización del conflicto, una especie de tregua al modo de la Guerra Fría en la que ambos bandos preparaban sus armas pero evitaban el enfrentamieento directo. Esta tregua, que fue aprovechada para sentar las posiciones respectivas, provocó la extensión de la Querelle a Italia y a Inglaterra, con Gianbatista Vico y Jonathan Swift decantados claramente hacia el bando de los Antiguos. La reanudación de las hostilidades, poco después, llevaba a Homero como protagonista y fue la última de las formulaciones de gran audiencia de la Querelle; pero la asimilación de ambas corrientes era inevitable: las tesis de los Antiguos reforzaron la potencia del discurso artístico, mientras que los Modernos aportaron su contribución al campo de la ciencia y la técnica, un acuerdo que siguió vigente, a pesar de las apariencias que ofrecen a favor de los Modernos los aires de la Ilustración, hasta la irrupción del Romanticismo

Después del Terror

La Revolución, con su política de nivelación y con la asimilación de cualquier referente a la Antigüedad como ancien règime, acabó con la Querelle, una discusión estética que se había prolongado a lo largo de más de un siglo ―aunque parte de esa liquidación se solventó con la adopción de la modernidad que significaron los diversos pronunciamientos estéticos dictados a lo largo del siglo XVIII prerrevolucionario― mediante la adopción de un neoclasicismo teórico que parecía más acorde con los dictados de la Razón.

Chateaubriand, ese gran superviviente, transforma los términos swiftianos: las abejas son las esclavas voluntarias de un sistema que las explota, mientras que las arañas tejen su red, en primera persona y sin antecedentes reconocidos, como única construcción útil y eficiente. El simbolismo propicio de las abejas ya había sido manipulado por los Ilustrados ingleses, haciéndolo emblema del utilitarismo egoísta, y por el propio Empereur, asociándolo a la disciplina a él debida.

Pero la mayor inversión del símbolo es la que desvela Bernard de Mandeville: solo la actitud de las abejas es desinteresada; en realidad, se mueven por intereses de acuerdo con la moral individual y egoísta. Desde Inglaterra, libre de los efectos de la Revolución, pero bajo la influencia de Adam Smith, del naciente utilitarismo y con la vista puesta en la incipiente revolución industrial, las posturas son encontradas e irreconciliables porque va asentándose el impulso del individualismo, que desde la economía se extiende a otros ámbitos, incluso el artístico.

La fable des abeilles, ou Les Fripons dévenus honnetes gens. Bernard Mandeville 
Documento disponible en Gallica.fr

Bibliografía relacionada:

  • La batalla de los libros, Jonathan Swift
  • La fábula de las abejas, Bernard de Mandeville
  • El siglo de Luis el Grande y Comparación entre Antiguos y Modernos, Charles Perrault
  • Historia poética de la guerra recientemente declarada entre los Antiguos y los Modernos, François de Callières
  • Crónicas del Parnaso, Traiano Boccalini

Otros recursos relativos al tema de la Querelle en este blog:

15 de marzo de 2021

Yo [,] que nunca supe de los hombres

 

Jo, que no he conegut els homes. Jacqueline Harpman. Edicions Periscopi, 2021
Traducció d'Anna Casassas Figueras

Yo [,] que nunca supe de los hombres. Jacqueline Harpman. Alianza Editorial, 2021
Traducción de Alicia Martorell

Una mujer, que vive sola y, por lo que parece, aislada, ha escrito el relato de las experiencias vividas; el resultado es el texto que se ofrece al lector en Moi qui n'ai pas connu les hommes (1995), de la escritora belga de origen judío Jacqueline Hartpman.

«¿Qué significa haber vivido cuando se ha dejado de vivir"»

Su recuerdo más antiguo la ubica, recién llegada a la adolescencia, aislada en un sótano, en una especie de reclusión de mujeres, que en su mayoría son de extracción popular, donde están privadas de todo trato con otros seres humanos. 

 Ella es la prisionera más joven y su enfrentamiento con una de las ancianas de la jaula la enemista con el resto de presas, a excepción de una sola confidente. A pesar de permanecer en un estado de privación de cualquier tipo de relación íntima con las compañeras, con el ritmo  diario establecido mediante las luces de la jaula, vida comunitaria sin ningún tipo de privacidad y sometimiento a una vigilancia constante, la falta de recuerdos anteriores al encierro les hace más llevadera su situación; sin embargo, no las libra del terror que provoca la incertidumbre: no saber la razón de la reclusión las lleva a autocensurar su conducta por el temor a violar unas reglas que se desconocen. 

Esa confidente, que lleva más tiempo presa, la pone en situación: nadie sabe por qué están allí, nadie recuerda qué sucedió pero, por lo que parece, van a tener que vivir enjauladas hasta su muerte. Ante esa perspectiva, la protagonista plantea diversas opciones de resistencia pasiva; la primera, el desarrollo de un sistema de medición del tiempo, una forma de escapar del incoherente ritmo impuesto por los carceleros que les procurará cierta sensación de libertad, libres del control de los guardias. La arbitrariedad de esos ritmos y de todo aquello que, en la vida en libertad, está sujeto a una rutina o a una sucesión ordenada y regular, desubica a las presas y les impide la ordenación de sus actividades; su recurso para evitar esa dificultad es aplicar carácter rutinario a las labores que, en principio, no están sujetas a ese hábito.

Otra forma de supervivencia consiste en la evocación colectiva de recuerdos, conscientes de que sin ellos no hay pasado, y sin esa memoria jamás podrían recuperar, en el caso de alcanzar la libertad, la vida anterior al encarcelamiento.

Un incidente de naturaleza desconocida provoca la huida de los guardias ―con la consiguiente excitación de las presas, pero también con el terror provocado por la desaparición de quien les había cubierto las necesidades más elementales, un terror que puede llegar a superar el miedo que provocaba su presencia― y permite a las prisioneras recuperar la libertad; pero esa liberación no está exenta de problemas: el lugar donde se encuentran parece estar en medio de un desierto y, además, la recién liberadas sufren una especie de vértigo a lo desconocido, una vez fuera de la acomodaticia reclusión, que las hace dudar de los beneficios de la evasión y de la recuperación de unas condiciones que no son capaces de recordar. Rota la lógica instaurada en su mente, que incluía todas las posibilidades del binomio carcelero-prisionero, se hace necesario instaurar otra que contemple la nueva situación ―que implica, por ejemplo, la soledad física, nunca antes experimentada―, y esa implantación es lenta, laboriosa y sujeta a obstáculos. Una vez conseguida la libertad, las presas se convierten en nuevas robinsones en su isla desierta y desconocida, y su vínculo con la civilización, igual que el barco naufragado, son los instrumentos útiles y los víveres que van recuperando de las diversas prisiones con que se encuentran.

La extrañeza ante los espacios abiertos las lleva a sospechar que no están en la Tierra, si bien es el desconocimiento, el miedo y la ausencia de recuerdos lo que provoca esa desubicación.

En su viaje en busca de la civilización ―en definitiva, en busca de semejantes―, encuentran otras prisiones con los cadáveres de los presos que no pudieron escapar tras la huida de los vigilantes, una de las cuales era de hombres. El periplo dura años, surgen las enfermedades y las expedicionarias mayores empiezan a morir; cunde el desánimo. Desesperanzadas por no encontrar signos de otros individuos, se instalan en un lugar permanente. La narradora lidera las cuestiones logísticas y de organización, pero debe ser instruida en otras cuestiones como las fisiológicas, las relativas a la reproducción; ese asentamiento definitivo parece provocar nuevas preocupaciones, una vez cubiertas las necesidades más elementales relacionadas con la supervivencia. La narradora, la menos condicionada por los recuerdos anteriores a la reclusión, se convierte en la verdadera líder del decreciente grupo. Pero la imposibilidad de prever el futuro y de hallar respuesta a las preguntas que la propia existencia plantea les provoca un sentimiento de desesperanza y derrota que las hace añorar la reclusión, cuando la ausencia de expectativas podía ser incluso tranquilizadora, hasta el día que muere la última compañera y la narradora se convierte en la única superviviente; cuando llega el momento, se marcha, sin destino, para mantenerse viva a través de la búsqueda y del movimiento. La paradoja de la libertad conseguida consiste en poder moverse pero sin la posibilidad relacionarse con nadie.

A medida que explora el territorio, viajando de prisión en prisión, que encuentra  abandonadas pero que le sirven de aprovisionamiento de comida o de enseres útiles, empieza a plantearse las preguntas trascendentales que lo peculiar de su situación le había impedido proponerse, y que representan el acceso a la parte íntima de la condición humana. La paradoja que se plantea consiste en que parece alcanzar la plena humanidad cuando se queda sola y en unas condiciones vitales de extrema perentoriedad. Además, experimenta el desasosegante sentimiento de que no solo muchas cosas que hace las hace por última vez, sino que también es probable que sea la última vez que son hechas.

El primer suceso significativo que rompe la rutina es el descubrimiento de los restos de un autobús ocupado por guardias, todos cadáveres; entre los equipajes personales, ve que llevaban un arma y un libro, todos el mismo, Breve compendio de jardinería; con este libro, podrá practicar la lectura que le enseñó su compañera en prisión.

El otro descubrimiento relevante es un habitáculo humano que no es una prisión, lo más parecido a una casa, pero también subterráneo, con una distribución racional para ser usado como vivienda, y, entre otras cosas cuya utilidad ignora, libros ―de astronáutica―, que puede leer, pero de cuyo contenido no comprende nada; así descubre una de las paradojas del conocimiento: saber descifrar los signos escritos, las letras, no asegura la comprensión del contenido. Es en ese medio impregnado de humanidad donde ella acaba recuperando la suya, en forma de pequeños rituales que recuerda de conversaciones con sus compañeras, o que inventa, auxiliada por la utilidad de los enseres que va descubriendo. 

Pese a no haber vivido, posee una posibilidad de existencia, pero, si se materializa, lo hará cuando ella haya muerto: quizá alguien encuentre las hojas de papel en las que escribe su historia, esa misma historia que leemos, y le prestará su vida.

  Al final de su existencia, comprende que no se vive si no es con relación a alguien.

Es a medida que se aprende cuando se es más consciente de lo mucho que se ignora.

Pese a algunos problemas de verosimilitud, que dejan de tener importancia cuando el lector se apercibe de lo que realmente quiere trasmitir la escritora, Yo[,] que nunca supe de los hombres es un texto con un respetable contenido de ideas que, a pesar del planteamiento inicial, consigue evitar el aspecto panfletario y doctrinal. La estructura narrativa es cuidada y el desarrollo argumental, trabajado y original; pero, como sucede con algunas novelas distópicas de última generación, su mayor mérito es el personaje de la narradora ―una narración convencional con narrador omnisciente no hubiera aguantado la tensión con  la misma fiabilidad― potente, equilibrada y verosímil.

12 de marzo de 2021

El mal absoluto

 

El mal absoluto. Pietro Citati. Galaxia Gutenberg, 2006
Traducción de Pilar González Rodríguez

1. El instinto de autodestrucción de Robinson Crusoe se mezcla con los efectos de la traslación a la isla de su vida civilizada, ese fenómeno tan inglés, para dar lugar a un híbrido que parece derivar o de un castigo divino o de una redención, y que de manifiesta mediante la oferta ―ya se sabe que, en cuestiones de castigos divinos y de redención, la ley que rige es la de la oferta y la demanda―de una nueva oportunidad de salvación en el paraíso. 

2. El desafío que representa para Robinson la propia supervivencia encuentra su némesis literaria en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, la versión occidental de Las mil y una noches, que Potochi escribe con la intención de superar al precedente árabe y como paradigma de todo lo que se puede contar, como una especie de enciclopedia del cuento, un catálogo íntegro del relato breve, el edificio narrativo perfecto y definitivo. Pero también el paraíso de Potocki es inhabitable, y al igual que Robinson se expulsa a sí mismo de su isla, el polaco abandona decorosamente este mundo ante la imposibilidad de descifrarlo.

3. Ese mismo extrañamiento, no tanto hacia el mundo como ante visiones diversas del mismo, es el que se manifiesta en Eduardo, inmerso en la incipiente corriente romántica, maximalista e incondicional, y Carlota, plenamente racionalista, en Las afinidades electivas, mediante un equilibrio ficticio que se romperá definitivamente con la aparición del capitán y de Otilia; Goethe completa el cuarteto de arquetipos, pero lo que parecía un arreglo perfecto acaba convirtiéndose, bajo el dominio del instinto de muerte asociado a la fatalidad del amor, en el desencadenante de la tragedia.

4. En el mundo que recrea Jane Austen en sus novelas no existe conflicto entre realidad y verosimilitud porque las reglas que lo normalizan forman parte tanto de su propia estructura como de la apuesta narrativa de la autora; de hecho, las cartas que intercambió con su hermana Cassandra parecen extraídas de sus novelas. Austen puede considerarse una escritora realista en el sentido de que sus novelas, en lugar de reflejar la realidad existente, la recogen, la reformulan y la ordenan, traspasando las reglas del arte a la vida; Austen no elude el mal, simplemente no hay lugar para él en sus novelas.

5. Thomas de Quincey es un caso excepcional en cuanto al conocimiento de sus obras: autor de un conjunto de escritos ingente, es conocido por un solo libro; tal vez tenga algo que ver el hecho de su trabajo para la prensa, una escritura cuya inmediatez devoró la ocasión para la posteridad. Su adicción al láudano le procuró una vida peculiar: amante de los grandes espacios de día y recluido en la comodidad del opio por la noche, haciendo frente al dolor y a la melancolía ―de los que no es tan evidente que quisiera escapar―, y con una mente confusa y desorganizada, pero capaz, a la vez, de una lúcida precisión que le permitía ascender a la gloria del paraíso para, inmediatamente, caer en el seno del mal absoluto.

6. Balzac es el ejemplo canónico de autor consumido por su obra ―y no es una cuestión de cantidad, sino de intensidad creadora―; nadie como él vivió para su literatura y en su literatura; tal vez por esa razón no hay personajes indiferentes en La Comedia humana, igual que es imposible concebir a un Balzac abúlico: el escritor no quiere dejar ningún espacio en blanco, incluso las transiciones están repletas de contenido; ningún personaje aparece sin caracterizar, aunque lo haga en otra novela del ciclo; ninguna situación queda sin describir, por más irrelevante que parezca; ninguna conducta sin juzgar, no ateniéndose siempre a la evidencia; en definitiva, Balzac, impulsivo, excesivo, concentrado, no quiere dejar nada por decir. Para el lector, es inabarcable más que cualquier otro ciclo novelístico ―Citati dice que "se trata del mundo más amplio que el arte de la novela ha narrado nunca"―, más que Proust, "la verdadera catedral de la literatura moderna", más que Zola; y uno se pregunta, teniendo en cuenta que,   como lector, es imposible contener toda La Comedia en la cabeza, cómo pudo el autor, salvando un número ridículo de incongruencias dada la extensión, abarcar la totalidad de la obra en su mente.

7. Elevado al Elíseo por la popularidad de sus novelas, Alexandre Dumas, en la mitad de su vida, comenzó a redactar unas Memorias con intenciones de confesión; en ellas, se manifestaba un escritor mediocre, pero con una inmensa ambición, ubicado en una sociedad frívola e inconstante, dispuesta a encumbrar al primer advenedizo con pretensiones con la misma facilidad que a relegarlo cuando se cansase de él o apareciera alguien que les cayera mejor. El aventurero y narcisista Dumas supo cómo hacerse protagonista de insólitas hazañas después de haberlas recreado en sus novelas, folletines históricos sostenidos por una multitud de personajes que encarnan las múltiples facetas del autor.

8. Si algún escritor lleva la Desgracia impresa en sus genes es Poe; no solo sus obras son tétricas, tristes y desamparadas, también su vida fue infausta, y, de todo lo que escribió, la marca más indeleble de su tragedia se halla en la correspondencia; allí puede rastrearse el vértigo del infinito, del que la bebida, que no toleraba, y el láudano no eran más que infructuosos intentos de evasión: a pesar de su melancolía, no solo estaba poseído por el instinto de muerte: esta fue su compañera hasta el día que se lo llevó.

9. Hawthorne vivía su felicidad con un miedo atroz de perderla. La férrea tradición puritana le impelía a una visión del mundo restringida y maniquea que colisionaba con una irrefrenable capacidad de fabulación que, inesperadamente, contradecía el dogma social; esta fabulación era el modo disponible de cuestionar el tradicionalismo de su educación y de investigar acerca de las razones de las conductas que no se ajustaban a lo establecido, en un proceso doloroso de infructuosa impotencia creativa cuyo único remedio es la iluminación de la verdad.

10. Alessandro Manzoni vivió parte de su vida en una casa de campo, aislado como en un cenobio, en compañía de su numerosa descendencia, y bajo la exigente mirada de su madre, con la que le unía una relación que sobrepasaba la materno-filial. Su existencia sufrió una gran transformación a raíz de su conversión al catolicismo y coincidió con un agravamiento de sus dolencias nerviosas y de una neurosis a la que tuvo que aplacar durante toda su vida. Solo poseído por esa efervescencia psíquica, Manzoni estuvo en disposición de escribir su obra maestra, que no tuvo el papel de catarsis sino que fue el producto de una mente ardiente que debía materializar los tremendos ataques de creatividad que padecía; una fiebre creadora que le abandonó una vez publicada Los novios y que hizo declinar su vida hasta la decadencia, la miseria y el olvido.

11. Dickens, ese tosco novelista popular, fue el mayor escritor de ficción en inglés del siglo XIX, el que sentó los cimientos de la novela moderna. En sus libros, el mundo es una prisión inviolable, pero no porque sus paredes no se puedan escalar ni forzar sus puertas, sino porque, como William Dorritt, no se es capaz de vivir fuera de sus muros; o en la reclusión voluntaria de la señorita Havisham, presa no tanto de un espacio sino de un tiempo irrecuperable. La relación de sus personajes malvados incluye todas las modalidades, igual que la de las buenas personas; Dickens las describe sin piedad y sin exceder en su benevolencia porque conoce lo que se esconde en el fondo de sus almas; sabe que en la realidad de su Inglaterra utópica, privada, debida a su imaginación, que irrumpe en la conciencia del lector con más verosimilitud que la Inglaterra real del siglo XIX, la que muestran los libros de historia, no existe ni el mal absoluto ni la benevolencia incondicional. El paso de la pomposa Inglaterra isabelina a la reluciente Inglaterra victoriana, para quien no podía pagar el pasaje del paso elevado, transitaba en medio del humo, el hollín y el fango de la Inglaterra de las novelas de Dickens.

12. Más que la inabarcable Rusia, Dostoievski encontró la bajeza y la abyección que reflejó en sus novelas en el civilizado Londres de 1860. En ese abismo, que se añadía al tiempo que pasó recluido en prisión y al que se sumaría el de la agonía de su esposa, es donde encontró el coraje para vivir y la inspiración para sus obras de madurez: solo el subsuelo de la sociedad podía ayudar a desvelar esa profunda nada que se escondía en el subsuelo oculto del corazón. En efecto, es entre los oscuros laberintos de esa cripta de la mente donde se encuentra la creatividad, donde Dostoievski halla los motivos que le espolearán a la escritura de sus grandes novelas; la desolación como fuente de inspiración, la lucidez en el delirio y el dolor como único habitáculo de la verdad. Raskolnikov es, probablemente, el mejor retrato de la desesperación; en algunos pasajes, incluso, puede mover al lector, sino a la comprensión, sí a algo parecido a la piedad; pero solo Svidrigailov es la encarnación del mal absoluto.

13. Una de las razones por las que la crítica literaria considera La señora Bovary una de las mejores novelas jamás escritas es porque Emma es el personaje novelesco por excelencia y uno de los protagonistas mejor tratados por su autor en la historia del género: es la heroína incuestionable de todas las historias de la novela, mientras que el narrador es el testigo presencial y omnipresente ―pero que va cayendo de forma gradual bajo el hechizo de Emma y se convierte en su confesor, en su confidente, en su alter ego que, ubicado al otro lado de la frontera de la trama, se convierte en su único defensor― de todo lo que sucede, se piensa o se sueña; por encima de ambos, Flaubert adopta el papel de dios omnipotente; pocas veces se ha dado, en la historia de la novela, esa triple conjunción con tal perfección.

La escritura de La señora Bovary dejó a Flaubert exhausto, y a pesar de haber escrito tiempo después uno de los cuentos más perfectos jamás publicado, la única manera de escapar de su influencia era otra novela, la otra cara de la moneda, la némesis de Emma. La consiguió escribiendo, a lo largo de muchos años, abandonándola y retomándola, con crisis de creatividad, dudas debidas a su autoexigencia y empelido por las deudas personales y familiares, una novela adelantada un siglo a su época, Bouvard y Pécuchet, el ajuste de cuentas definitivo con el mundo y con sí mismo.

14. Si algún trazo del carácter de Lewis Carroll sobresalía de los demás era la curiosidad, y de esta a la obsesión media solo un paso. Fue tras dar ese paso cómo llegó a desarrollarse en él la obcecación por las niñas ―erótica, pero no sexual― que le perseguiría toda su vida.

15. Parecidos problemas de adaptación a la vida real sufrió Carlo Collodi, afectado por un indicio  de neurosis, acentuada por su vida en soledad, y provocada por los que parecen ciertos síntomas de pasión por su madre. Aunque podía considerarse profesional de la escritura, no produjo nada relevante hasta la edad de 54 años, cuando comenzó a publicar Pinocho, la fábula protagonizada por un trozo de madera, un cuento de hadas que, en realidad, es un anticuento de hadas; la clásica antropomorfización de los animales se sustituye por la liberación del contenido de un trozo de madera que, aunque con algunos atributos humanos, dista mucho ―uno diría que adrede, aunque alguno de sus intentos acabe en fracaso― del hombre.

16. La Rusia arcaica, esa isla continental rodeada de nada por todas partes e inmersa en una anacrónica Edad Media, es el escenario de la enigmática El peregrino encantado, de Nikolai Leskov, una novela en la que el autor sabe mezclar a la perfección comedia y drama, fábula y tragedia, caricatura y farsa, el quietismo descriptivo y el ritmo desaforado.

17. Aunque existe cierto carácter escatológico ―por otra parte, inevitable― presente en sus obras mayores, la muerte es el protagonista absoluto de La muerte de Ivan Illich, el admirado relato corto de Tolstoi; una muerte nada heroica, accidental, terrible por su cotidianidad ―provocada por un estúpido accidente doméstico―, cuyo advenimiento hace recordar su presencia velada en cualquier circunstancia, una convivencia que no por inconsciente es menos real. Con toda probabilidad, indicio de la preocupación creciente del autor, en su edad madura, por la muerte, el relato puede ser el intento del propio Tolstoi de relatarla desde el punto de vista del afectado, para quien pasa de ser una improbable hipótesis a un hecho inevitable. Lo malo, para los vivos, no es la tarea imposible de sortearla, sino la imposibilidad de superar el miedo a morir.

18. Giovanni Verga puede lucir el mérito de haber demostrado la inutilidad de la inspiración a la hora de escribir una obra maestra como Los Malavoglia; él personifica como nadie al hombre mediocre que, puesto ante un reto que nunca pensó en asumir, sale vencedor con las únicas armas de la perseverancia y de unos recursos inesperados que jamás intuyó que pudiera poseer; entre ellos, tal vez el más determinante, el narrador indiferente ―otra vuelta de tuerca, admirable, al narrador objetivo―, ambiguo, que habla como por obligación ―y que sabe positivamente que nada de lo que cuenta es relevante, como no lo son las vidas de los personajes que desfilan por la novela―.

19. Emilio Salgari pertenece al grupo de autores que, ahogados por una realidad decepcionante, escriben novelas para escapar; novelas en las que la pasión se opone a la frialdad, los escenarios exóticos a la aburrida cotidianidad, la sed de aventuras a la monotonía ordinaria, y la mitología al anonimato. 

20. Todos aquellos vates que, periódicamente, profetizan la inevitable ―y, en algunos casos, inmediata― muerte de la novela, deberían leer El arte de la novela, de Henry James, y Una humilde propuesta, de R. L. Stevensor, dos textos que se contraponen en sus hipótesis, es cierto, pero que dan una idea de la grandeza y de las posibilidades del género y le aseguran una larga y fructífera mala salud de hierro. Esa diferencia de criterio jamás degeneró en ningún tipo de rivalidad ―tal vez ambos vieran, como nosotros, en la propuesta ajena algún indicio de complementariedad, más evidente en el norteamericano―, sino que se convirtió en una firme amistad, no exenta de admiración mutua, que se mantuvo, primero personalmente y, después de la marcha de Stevenson a los trópicos, por correspondencia hasta la prematura muerte de este.

21. Es posible que la escritura de La isla del tesoro estuviera influenciada por la relación atávica de la familia Stevenson con el mar, pero uno sospecha que también tuvo su importancia el hecho de que, seguramente, era el libro de Stevenson siempre quiso haber leído ―incluso protagonizado; hay mucho de R. L. en el joven Jim Hawkins―; tampoco cuesta ver en la misteriosa y abstracta isla un reflejo de la desquiciada pero atractiva Edimburgo natal, un espacio real e imaginario a la vez. Dice Citati que Jim "es el muchacho-narrador más grande que ha dado la literatura"; y se puede añadir, sin pecar de exageración, que La isla del tesoro es una de las mejores novelas de formación que se han escrito jamás.

22. La literatura de Henry James, "el más misterioso de los escritores", no se basa en hechos, sino en impresiones. Retrato de una dama es de las pocas grandes novelas del siglo XIX construida en torno a un único centro: Isabel Archer; el amor que siente Flaubert por Emma Bovary es apenas un capricho momentáneo comparado con la adoración que muestra James hacia Isabel. Por esta razón, la narración cambia de tono cuando la protagonista llega a Italia; James ha de enfrentarla al Mal, y el estilo se oscurece y se complica, como si ese recurso fuera el único modo de protegerla.

La musa trágica es una novela en la que comparten protagonismo Miriam, una joven actriz judía ―un personaje inusual en la nómina de personajes de James― y el arte, en su más concreta expresión. La novela es la revelación patente de que ningún autor de la historia de la literatura maneja el tiempo narrativo como Henry James; en este caso, no solo evitando que los hechos sean los protagonistas, sino poniendo en primer plano a la propia conciencia del narrador ―¿o del autor?―; la trama no está sujeta a ningún ritmo premeditado que sobrepase el flujo de conciencia del que registra las impresiones, y el resultado es ese ritmo lento y sosegado, que, por otra parte, permite al lector apercibirse de todos los matices de su excepcional prosa.

La historia de Otra vuelta de tuerca, el maravilloso relato de terror, proviene, supuestamente, de un caso real que le contó al autor el arzobispo de Canterbury. En el relato propiamente dicho, James introduce un elenco de narradores sucesivos que diluyen la veracidad de lo narrado a la vez que acentúan la sensación de terror a lo desconocido. La estudiada y formalmente perfecta ambigüedad de la narración, tal vez su mayor logro, instaló un enigma acerca de la veracidad de los hechos que todavía no ha sido resuelto ―y que, me temo, no tiene solución―. No es en los sucesos, realmente luctuosos, donde reside el Mal, sino en la indeterminación.

Las alas de la paloma sería una novela convencional si no fuera por la corriente subterránea que fluye bajo el mundo que describe el narrador, un curso que no excluye a Eros, cuya intervención debemos vislumbrar por sus efectos, y que el narrador se cuida bien de ocultar.

8 de marzo de 2021

Els angles morts

 

Els angles morts. Borja Bagunyà. Edicions del Periscopi, 2021

Res és el que sembla, però tampoc el seu contrari.

Cal dir-ho tot, però no es pot.

En Morella és un professor universitari cínic i descregut. En Morella ha sigut injustament ―sempre segons el seu parer― arraconat en la concessió d'una càtedra que s'ha atorgat a un col·lega menys qualificat, però millor relacionat. La seva decepció és enorme i la frustració afecta fins i tot el tracte amb els alumnes i, malauradament, les seves perspectives acadèmiques respecte del treball, en un estat de work in progress etern ―la impossibilitat, en versió morellesca―, que l'ha de llençar a l'estrellat universitari, pomposament anomenat La Investigació. 

«L'existencialisme és un onanisme.»

Després de la caracterització immisericorde d'en Morella, la propera presa de la cacera dialèctica del narrador és la universitat com a institució, un cercle hermètic i autofàgic, amb les lluites per les engrunes del pastís funcionarial entre l'estament professoral de nivell més baix i més precari de la jerarquia, i la coneguda però a voltes inintel·ligible rivalitat entre col·legues i les punyalades a l'esquena al mateix temps que els elogis més ditiràmbics; però també la degradació paulatina de que ha estat objecte les darreres dècades en mans de pedagogs revolucionaris i utilitaristes amb càrrec polític; la degeneració  mateixa, per cert, que fa possible que individus com el propi Morella i molts dels seus col·legues exerceixin el professorat universitari.

«Com era que la gent tenia tantes idees?»

Això ja ho hem llegit: Vladimir Nabokov (Pnin, 1957), David Lodge, (Changing Places: a tale of two campuses, 1975), Saul Bellow (The Dean's December, 1982), Philip Roth (The Human Stain, 2000), Zadie Smith (On Beauty, 2005); es coneix com a novel·la de campus, els anglosaxons en són especialment addictes, i les més representatives, com algunes de les citades, contenen considerables dosis de paròdia ―i de paròdia de la paròdia (no sé si hi ha terme literari per a això) en el sentit davidfosterwallacià― i d'hipèrbole ―una hipèrbole deformant (la deformació és el personatge ocult de la novel·la; la deformació i la deformitat, però això ja és un paner destinat a d'altres figues), aquesta en la tradició thomasbernardiana―. 

Però res és el que sembla, i tampoc el seu contrari.

La Sesé, la dona d'en Morella, cap del servei d'obstetrícia d'un gran hospital, és tot el contrari del seu marit: una professional d'una peça, reflexiva, lúcida, responsable i molt intel·ligent. Conscient d'aquesta diferència, el narrador ―després tornaré a parlar d'aquesta figura― no s'enceba ni en les peculiaritats professionals ni en les particularitats del seu medi laboral ―tot i compartir molts trets amb el món universitari, com l'endemisme, les tibantors jeràrquiques i l'autofàgia (en aquest cas, potser seria millor parlar directament d'antropofàgia)―. La sensació del lector és que, en aquest cas, es tracta d'un retrat prou més fidedigne, més acurat, menys centrat en l'anècdota i, per tant, més desinteressat i més complet ―què li passa al narrador?―.

«El desastre de la biologia, que només era capaç d'ajornar la catàstrofe.»
A aquestes alçades de l'acció, el lector té la sensació de que l'autor planteja dues subtrames paral·leles i que, tan formal com estilísticament, correran enfrontades fins que s'ajuntin: dos  personatges, dues caracteritzacions, dos conflictes; per a en Morella, la càtedra fugissera; per a la Sesé, el succés ocorregut a la rutinària guàrdia nocturna de la nit de Nadal, una terrabastada inassumible en el seu món lògic i racional ―la impossibilitat, en versió sesianesca―. Enfront de la inesgotable seguretat, professional i personal de la Sesé, els dubtes irressolubles, els tantejos improductius, la inseguretat congènita d'en Morella; davant la irrevocabilitat de la ciència, la volatilidad de la filologia; davant la responsabilitat professional, la deixadesa del passacompuguis i del quidiapassaanyempeny; de la urgència de les decissions a la procrastinació dels projectes.

Però cal recordar que res és el que sembla, i tampoc el seu contrari.

Ja tenim, doncs, a dos dels protagonistes de la novel·la ―se n'endevina un tercer, si comptem només els vius, però jo no m'ho acabo de creure, més aviat penso que el narrador m'ensenya un  gat i preten convence'm de que és una llebre―, el retrat canònic de la burgesia barcelonina ―que es pot empaltar a qualsevol altre gran ciutat (o urbanització de camp de golf o d'aquelles que tenen barreres i guàrdies de seguretat amb gossos que fan la ronda nocturna per vigilar que ningú accedeixi al seu perímetre, ni que sigui sense intencions transgressores), però que és d'origen inequívocament barceloní―, una parella modèlica, professionals qualificats, benestants, beneficiaris d'un matrimoni que el temps ha convertit en una associació benèfica amb ànim de lucre raonable, i el costum en una películ·la que se saben de memòria, d'aquelles que es riu o es plora abans de que toqui perquè es coneix a la perfecció el que succeïrà immediatament. 

El temps i el moment adequat són dos paràmetres que poden estar relacionats però amb una significació oposada: un tren pot arribar a temps però no en el moment adequat. En Morella es dispersa entre ambdós paràmetres; si fos un tè, hauria estat en infusió el temps reglamentari, però consumit quan ja està fred; si fos un glaçó de cubata, hauria estat el temps necessari al congelador per assolir la solidesa canònica, però quan es prengués la beguda ja estaria mig desfet, aigualint el combinat. Morella sempre ―gairebé sempre― arriba a temps, però rarament  en el moment adequat; la Sesé, en canvi, racional, normativa i sistemàtica, es prendria el tè o el cubata a temps i en el moment apropìat.

Malgrat els desequilibris personals d'ambós protagonistes, uns desequilibris per sota del dintell  de percepció acceptats com s'accepta un xàfec el dia que no has agafat el paraigua, i la inestable estabilitat de la seva vida en parella, una perturbació enquistada, aceptada, que pel fet de formar part de la vida quotidiana no es té en compte excepte en les poques situacions crítiques ―unes situaciones que l'acceptació del desequilibri acostuma a evitar: si cau un, cau l'altre―, hi ha un factor exògen, després de vint-i-tres anys de vida en comú, qui ho diria, que amenaça amb trencar l'estatu quo: la visita d'Olof, el fill de Gerard, el germà gran d'en Morella ―el tercer protagonista que ens vol fer colar el narrador (o un dels narradors, m'estic fent un embolic), jo sospito que  per poder aparèixer en l'acció mitjançant persona interposada―, un mil·lenial insuportable, torracollons i posseïdor de totes les característiques de la postadolescència, "l'ultranebot", que es trasllada temporalment a Barcelona, que exigeix els seus drets familiars i que envaeix la pausada convivència del matrimoni "era insofriblement singular, el nebot. Un original"―; i distruptiu, perquè no s'estalvia posar en evidència ―com sí que fa la Sesé, en virtut d'un conveni tàcit i de no agressió; ¿no és això, el matrimoni, un contracte per posar en situació de Guerra Freda les diferències que, si s'explicitessin, acabarien en una situació de Destrucció Mútua Assegurada?― totes les xacres professionals i personals d'en Morella, i fins i tot la seva "aluminosi intel·lectual".

«No hi ha res més mediocre que l'obsessió per la pròpia mediocritat.»

Els conflictes estan plantejats: el d'en Morella amb la universitat i amb la seva dona, el de la Sesé amb l'incident i amb el seu marit, i el del nebot amb tots dos ―complementats pels nombroses enfrontaments de baixa intensitat que els envolten, com no recordar dates concretes, no recullir la taula o no obserbar el respecte degut als grans―; però falta la prova definitiva, el llençament a l'arena del coliseu, armats fins les dents per posar en joc la supervivència: amb l'abandonament ―la il·lusió d'abandonament, millor dit, hi ha moltes coses que no es poden abandonar per més que s'intenti― de les perturbacions quotidianes particulars ―la universitat, l'hospital― i la pau  adquirida recentment ―el nebot, que ha anat a seguir la seva recerca lluny d'ells dos―, l'escapada a un restaurant llunyà que obligarà a un llarg viatge en cotxe sense més companyia que la mútua i sense cap motiu de distracció, a part de l'esforçada conversa. Però la separació de l'entorn habitual és una teràpia en sí mateixa; diferent de la que planteja en Morella quan se l'enduu, però igualment efectiva: representa un viatge al passat per a la Sesé, un altre pas, ni el primer ni el definitiu, per reconciliar-se amb uns fets que no va saber entendre quan van succeïr però que han anat tornat-se dexifrables en un estrany procés retroactiu en que cadascun explica, en comptes del consecutiu, l'immediatament anterior.

Però no hi ha res capàs de distreure la Sesé del succés de la nit de Nadal; qualsevol distracció queda interrompuda, tard o d'hora, per la presència fantasmagòrica del nounat, producte d'un fet inexplicable que l'obliga a dedicar-li tota l'atenció i a buscar literarura científica que satisfaci la seva ànsia de saber, repassar totes les investigacions relacionades i intentar que l'aconteixement entri en el sistema de coordenades que configura el seu món causal i racional. I és que quan s'acaba la novel·la ―vull dir, quan l'autor la dona per acabada, quan ja en té prou, quan ja no vol escriure més―, lluny d'haver-se resolt el/s conflicte/s, el que es planteja és una veritable conflagració: per a en Morella, el suïcidi d'un admirat/envejat/menyspreat col·lega; per a la Sesé, el descobriment de que el succés de la nit de Nadal no és un incident aïllat.

I és que cal dir-ho tot, però no es pot.

Suposo que quan un autor decideix escriure una novel·la, més enllà dels tòpics habituals de titular de suplement cultural, es veu enfrontat a decidir entre escriure una trama universal, atemporal, amb personatges arquetípics i situacions tan generals que poden aplicar-se com a models ―sempre en temps passat i narrador omniscient―; i escriure novel·les ubicades en un lloc i un temps determinats, amb elements locals i contemporanis, reconeixibles en la seva singularitat, particulars, únics i distingibles ―si pot ser, en present i en primera persona―. És clar que hi ha una tercera via, que també cau sobre el seu procés de decissió, la superació d'aquesta disjuntiva,  en funció de l'ambició de la proposta: del local a l'universal mitjançant el tractament dels temes de forma abstracta i teòrica, eliminant, o, millor, convertint les particularitats en punts de referència a partir dels quals, com en els dibuixos que es formen unint amb una línia amb una sèrie de punts numerats, es basteix la trama subjacent, aquesta ja, sí, universal.

I és que cal dir-ho tot, però no es pot.

La mateixa decissió cal a l'hora de triar a qui explicarà la història. A Els angles morts n'hi ha, al menys, dos ―o un de sol, però afectat per una grau dissonància cognitiva―: el narrador irònic, fotetes, digressiu, clarament enfrontat a Morella, per qui sembla sentir una barreja de ràbia i antipatía; l'autor es deleix amb les formes estilístisques avanguardistes amb una versió acadèmica del trencament formal del procediment narratiu: assistim a un desenvolupament laberíntic mitjançant frases que, a força d'exhaustivitat, acaben frenades just abans de precipitar-se a l'abisme, sense finalitzar, sense conclure, i que fan giragonsar la trama amb moviments acrobàtics però impedint-li, precisament degut a aquestes espirals que no volen deixar cap explicació, que és ampliació, pendent, avançar; una delectatio morosa en els detalls i en els parèntesi que troba el seu objecte, la seva raó de ser, en no culminar mai ―recordeu la permanentment absència de La Investigació―. Però quan la protagonista és la Sesé, desapareix el narrador gamberro i pren el relleu un relator molt respectuós, des del principi de part seva, confident i empàtic; l'escriptura es converteix, estilísticament, en decimonònica, amb una estructura tradicional passada pel cedaç dels grans narradors del segle XX. En ambdós casos, però, l'estil es defineix mitjançant una escriptura envolvent, per capes, que avança després d'exhaurir totes les possibilitats semàntiques mitjançant una arborescència de significats molt elaborada, però estranyament propera a l'oralitat.

Finalment, pel que fa a l'estructura subjacent, sorprenen favorablement algunes de les decissions preses per l'autor: l'absència de conflicte clàssic i, al seu lloc, la descripció del passat i del present dels personatges, i la presentació i el desenvolupament dels episodis conflictius sense intenció de transcendentalitat; també, la notable diferència entre la percepció subjectiva dels conflictes personals per part dels protagonistes i la que recull el lector ―una percepció fortament dirigida  però no justificada per la intenció de l'autor―; i, finalment, el tractament exquisit, i encara més comparat amb el que ofereix a Morella, que li dispensa el narrador a la Sesé, en la més pura tradició bovariesco-flaubertiana d'autor enamorat de la seva protagonista.

No sé ―tot i que a mi sí que m'ho sembla― si Els angles morts és una de les millors novel·les catalanes publicades els darrers anys, però del que sí que estic segur és de que és una de les més intrigants; comparades amb el panorama actual de la narrativa contemporània en català, molt poques aconseguixen emparellar les imprescindibles dosis d'ambició amb un resultat tant excel·lent.

N.B.: La novel·la esmenta una imatge interessant que potser pot resumir l'esperit d'Els angles morts: l'ecografia, que no és una imatge real sino, en paraules del propi autor, el resultat d'un procés de lectura dels ecos dels ultrasons que la maquinària emet i recull, després de reaccionar als diferents graus de solidesa del cos ecografiat, i retorna en forma d'imatges codificades que cal dexifrar.

És a dir, que res és el que sembla, però tampoc el seu contrari.

1 de marzo de 2021

Número y «logos»

Número y «logos». Paolo Zellini. El Acantilado, 2018
Traducción de Juan Díaz de Atauri

1. El mito de Proteo, el ser multiforme, mutable y ambivalente, a través de las citas de la literatura clásica, en particular la homérica, es el punto a partir del cual Zellini examina la relación, a lo largo del tiempo, desde la doctrina pitagórica hasta la ciencia computacional, entre la expresión matemática y el polisémico concepto de razón en Número y «logos» (Numero e logos, 2010), una idea que comparte con el dios del mar su carácter poliforme y polivalente.

Ciencia y filosofía, matemática y lenguaje, número y logos, expresan una distinción acerca del acceso al conocimiento cerrada a una dualidad impostada porque ambas direcciones parten de una raíz común no excluyente, sino complementaria. 

Legein, del que deriva el sustantivo logos, alude a la operación de seleccionar, contando, un conjunto de personas o de cosas, algo así como una lista o un catálogo numerado.

Primero fue el mito, la inspiración inicial, sublime y súbita, que es el puro logos; después vino la ciencia, que aportó el número, el instrumento de reparación y salvación; en este sentido, logos se asociaría a ratio, la razón, aunque esa identificación, en la historia de la cultura, es relativamente tardía. En un sentido amplio, el logos sería dionisíaco, mientras que al número le correspondería el carácter apolíneo.

2. Desde la antigüedad, el hecho de numerar ―hacer listas, catálogos― va comúnmente acompañado de un significado ritual. La existencia necesita, para ser efectiva, de nombre y de número; aunque se trata de una operación dual en la que ambos trabajan al unísono, existe cierta especialización en virtud de la cual el nombre sistematiza y el número ordena; el resultado de este proceso es lo que los griegos llamaron logos.

3. Sin embargo, ese término, logos, poseía ya una abstracta polisemia desde sus primeras apariciones, en la Grecia clásica, aunque las acepciones más comunes tienen que ver con la palabra y el razonamiento; de hecho, Cicerón considera ratio como su traducción latina, un término próximo, formal y semánticamente, a oratio, discurso. Es precisamente esa acepción discursiva, a diferencia de la dicotomía tradicional que las separa, cuando no las enfrenta, la que actúa como nexo entre las acepciones referidas al lenguaje y al número, ya que ambas poseen la característica enunciativa y la posibilidad racional y lógica: en un principio, nombre y número compartían la función de designar, y, como consecuencia, puede deducirse la estrecha relación entre las leyes matemáticas ―número― y las del pensamiento ―razón, término que designaría tanto el resultado del proceso del pensamiento como la relación entre dos magnitudes numéricas; logos, en sentido amplio―. Todo parece indicar que la irreconciliable separación entre el saber humanístico y el saber científico procede de la errónea segregación del logos matemático de la esfera del lenguaje.

4. En su acepción de discurso racional, derivada de Sócrates, el logos no se impone como verdad absoluta e incuestionable, sino como un alegato sujeto a discusión, más como argumentación que como conclusión, un proceso en el que importa más la corrección del razonamiento que la validez de las conclusiones. Se retrae, así pues, la decisión de conceptualizar como verdadero o falso cualquier razonamiento formulado bajo estos presupuestos y se descubre como más razonable la opción escéptica cuando no pueda asegurarse completamente la validez en todo tiempo y circunstancias de los supuestos implicados en el razonamiento. Ante el desafío que representa este cul de sac, el logos, que había adoptado la forma universal del número, se desplaza hacia el terreno de la lógica.

5. El logos, pues, no se limita a la palabra, sino que implica a un sujeto y a un predicado, y se acerca a lo que se entiende por definición. Zellini pone como ejemplo, citando a Platón, el círculo: la palabra círculo lo designa, pero, para su perfecta comprensión, es necesario acudir a su definición, es decir, a su logos, que habla de la figura geométrica cuyos puntos extremos distan todos lo mismo del centro; desde esta perspectiva, el logos se expresaría a través del número, de una fórmula matemática, remarcando la indisoluble relación entre ambos parámetros. Toda la filosofía de inspiración platónica, teología cristiana incluida, se aferró a ese concepto de logos modelado a partir del círculo ―y, por extensión, de la esfera―; pero también la ciencia, como la incipiente astronomía, debió parte de su inspiración a esa figura―y, lógicamente, a la geometría―; una época que coincidió, probablemente, con los primeros pasos de la matemática como ciencia autónoma.

6. El número uno, indivisible, es, para los griegos, el principio generativo supremo, una idea de comienzo, posibilidad de desarrollo ―no por multiplicarse pierde su esencia― y capacidad para regresar a él mediante operaciones matemáticas.

7. La capacidad generativa del número viene dada por su estructura triádica: es unidad; es capacidad de progresión a partir de él; y es posibilidad de regresión para volver a él. Y, lo más importante, opera mediante reglas inherentes a su propia naturaleza. Estas propiedades coinciden con la triple función del logos: unidad, producción y reconversión; y le otorgan al número una estructura circular en la forma y de continuum en su funcionamiento.

8. Triple es también el origen de la jerarquización de los dioses: Cronos, Rea y Zeus, una organización que remite también al número, una base que comparte con el complejo sistema mitológico.

9. El paso siguiente a la enumeración es la búsqueda de las relaciones entre los números, es decir, las proporciones o razones entre las diferentes magnitudes, que se materializaron en unas listas que dieron origen a las tablas y a las matrices.

10. Sin embargo, esa aritmetización colisionaba con una limitación: no todas las razones entre magnitudes pueden expresarse mediante números enteros. Esa restricción se supera mediante el proceso de diaíresis, o división, para definir tablas numéricas que permitan determinar la racionalidad o irracionalidad de un número.

11. La idea y el concepto de conjunto finito ha persistido desde Pitágoras hasta finales del siglo XIX; no así con los infinitos, en los que el proceso de regresión no podía hacerse porque no se podía precisar el número antecedente del primer transfinito; esta limitación fue superada por Cantor mediante el mecanismo de inducción transfinita.


1. La creación bíblica se llevó a cabo a través de la acción implícita a la palabra, un logos multiforme e irreproducible, la potencia creadora máxima de la voz de Dios, que imprime unos hechos y un orden inquebrantable; el mismo orden que pide a Moisés para el censo de su pueblo y de las genealogías que se repiten para situar a un personaje en el continuum de su pueblo que demuestra la pertenencia correcta, y que es útil tanto para formar su ejército como para saber las manos disponibles para construir el templo. Otra vez el número forma parte inseparable del logos.

2. Filón de Alejandría (siglo I) fue el primer judío que, en su intento de conjugar la filosofía griega con su religión, incorporó a la exégesis bíblica el concepto de logos, abogando por la existencia de un Logos divino, "conductor de las potencias", que se mueve de forma cíclica en progresión y retorno de estructura numeral: la Creación tiene lugar en los seis ―número perfecto― primeros días, y el séptimo queda unido a la naturaleza del Logos, a la vez que reinicia el proceso: el siete es siete y uno.

3. La teología cristiana adopta el concepto de logos a partir de la doctrina pitagórica ―número y logos―,  pasada por el cedazo platónico, mediante confusas exégesis veterotestamentarias en las que la futura venida de Cristo se considera la reencarnación del Logos; una reformulación de las Escrituras que, a diferencia de la tradición helenística, prescinde, en principio, de la simbología matemática. Pitágoras se trasladará a esa incipiente teología a través de la mística y la iniciástica ―el Uno como conjunto que incluye todas las cosas, y su carácter cíclico que implica principio y final, alfa y omega: el Logos que es Uno se hace múltiple y regresa al Uno―.

4. El Logos teológico remite a la potencia del Ser Supremo, coexistente con Él desde el principio, que incluye la preexistencia del Cristo real, artífice de la Creación; una especie de modelo de orden universal y contenedor de la inteligencia matemática de las cosas.

5. Existe una ligera relación entre el número y el concepto cristiano de sacrificio, reinterpretado a través de la doctrina del Logos de Juan, así como la importancia del agua, recogida de tradiciones anteriores y lejanas, en la literatura bíblica y en la tradición cristiana, del diluvio al bautismo; al mismo tiempo, el concepto de alma evoluciona a partir de la doctrina del Uno que se expande y vuelve a sí mismo. Las matemáticas, debido a la posibilidad de representar tanto realidades materiales como elementos abstractos, han sido utilizadas como prueba de la existencia de objetos inteligibles ―aunque su realidad se mantenga bajo sospecha―; además, su capacidad para numerar posibilita que pueda también ordenar, delimitar con una pretensión de exactitud e inalterabilidad que le acerca al nihilismo.

6. El primer cristianismo explotó la distinción entre el logos filosófico, la sabiduría secular, y el logos de la cruz, la sabiduría divina. La mayor diferencia entre ambas es la distancia relativa del logos al mundo inteligible; inalcanzable, en el primer caso, y "hecho carne" ―por lo tanto, en contacto con el mundo― en el segundo. El logos clásico se personaliza únicamente mediante la figura del intermediario ―Hermes―, mientras que en el cristiano esa mediación no existe ―o sí, pero es llevada a cabo por una escisión de la divinidad, Cristo―. Para la teología, el número representa el secreto del misterio de la Creación; para la ciencia, es el instrumento para desentrañarlo.

7. La vida perfecta sería aquella que podría reunir, a semejanza de lo que sucede con el número, el principio con el fin (restitución). Para la teología, esta restitución es la que se operará en el Juicio Final, cuando el hombre recupere el paraíso que perdió Adán. La sabiduría será desvelada por fórmulas matemáticas y hará posible e inteligible el regreso al Uno, ya que las experiencias del espíritu también pueden tratarse mediante el número; tal proceso debería basarse en la combinatoria, el único método para llegar a todas las posibilidades.


1. A pesar de que la palabra lleva siglos olvidada, el concepto de logos, en cierta manera cambiante, pero manteniendo trazos comunes con la formulación clásica, ha permanecido hasta nuestros días y es reconocible en los planteamientos de la lógica, la matemática y la teoría de la información actuales.

Por su parte, las matemáticas, se han cualificado para representar pensamientos abstractos y de hacerlo mediante un lenguaje que se ha convertido en universal debido a su autonomía de otras ciencias, aunque también eran capaces de asumir significados filosóficos generales. A partir del siglo XVI y del comienzo del dominio del álgebra en el terreno matemático, el logos se repliega a la dimensión trascendente de la mano de la teología, y se despliega, todopoderosa, la ratio, la razón. En aras de la integración del número y, ahora, de la ratio, se estableció que los números podían propiedades divinas y que, de forma recíproca, algunos misterios divinos podían ser explicados mediante las matemáticas.

2. El paso del logos a la razón facilita la universalización del concepto en el sentido de que puede aplicarse a cosas diferentes, aunque para ello tenga que servirse de algoritmos particulares; el conocimiento discursivo cede el paso al conocimiento simbólico y la lógica a la aritmética: el principio A=A se transforma en la fórmula A―A=0

3. Si se acepta que la lógica moderna es la expresión más apropiada del logos, el acercamiento de la matemática al lenguaje discursivo es evidente. No se pueden reducir las matemáticas a la lógica, pero el intento favorecerá la construcción de un cálculo lógico basado en la idea de algoritmo.

4. La matemática del siglo XX ha trasladado el problema del significado del logos a su definición, a la dualidad que se explicita cuando se tiene en cuenta lo que es y para qué sirve.

Los procesos de simulación y de programación han llamado la atención sobre la posibilidad de convertir complejos y abstractos entes matemáticos en problemas resolubles mediante las leyes fundamentales de la aritmética de los números naturales; si esta posibilidad fuera materializable, la aritmética podría ofrecer una imagen numérica, en forma de algoritmo, del logos.

5. Los algoritmos, el fundamento de las operaciones básicas de la aritmética, se basan en la iteración, cuya forma más elemental es la enumeración. Esa técnica iterativa, en los casos de matemática aplicada, es una de las razones principales del poder de la ciencia, materializado en aplicaciones tan multiformales como los modelos matemáticos. Mediante este sistema, es posible resolver complejos problemas matemáticos mediante operaciones relativamente elementales, o, en lenguaje platónico, hacer inteligible la realidad a través de la comprensión del proceso para llegar a ella.

6. El uso de tablas permite la ubicación de un elemento, en particular de un número, aunque no solo, en tres dimensiones análogas: con respecto al sujeto ―quién―, al espacio ―dónde― y al tiempo ―cuándo―, en un proceso parecido a la deixis lingüística; al mismo tiempo, evidencian la naturaleza diferencial, fundada en la idea analítica de incremento.

7. Número y logos coinciden en la tarea de nombrar, numerar y mantener unido al universo.

8. Cualquier intento de comprensión mediante procesos iterativos conlleva la conexión de voluntad y razón; de la combinación de ambas, y de la relación entre lenguaje y enumeración, se evidencia la noción tal vez más inteligible del logos, una noción que, sin embargo y por propia definición, muestra ciertos signos de ambigüedad, inherentes a la naturaleza humana y no necesariamente nocivos.