1. El instinto de autodestrucción de Robinson Crusoe se mezcla con los efectos de la traslación a la isla de su vida civilizada, ese fenómeno tan inglés, para dar lugar a un híbrido que parece derivar o de un castigo divino o de una redención, y que de manifiesta mediante la oferta ―ya se sabe que, en cuestiones de castigos divinos y de redención, la ley que rige es la de la oferta y la demanda―de una nueva oportunidad de salvación en el paraíso.
2. El desafío que representa para Robinson la propia supervivencia encuentra su némesis literaria en el Manuscrito encontrado en Zaragoza, la versión occidental de Las mil y una noches, que Potochi escribe con la intención de superar al precedente árabe y como paradigma de todo lo que se puede contar, como una especie de enciclopedia del cuento, un catálogo íntegro del relato breve, el edificio narrativo perfecto y definitivo. Pero también el paraíso de Potocki es inhabitable, y al igual que Robinson se expulsa a sí mismo de su isla, el polaco abandona decorosamente este mundo ante la imposibilidad de descifrarlo.
3. Ese mismo extrañamiento, no tanto hacia el mundo como ante visiones diversas del mismo, es el que se manifiesta en Eduardo, inmerso en la incipiente corriente romántica, maximalista e incondicional, y Carlota, plenamente racionalista, en Las afinidades electivas, mediante un equilibrio ficticio que se romperá definitivamente con la aparición del capitán y de Otilia; Goethe completa el cuarteto de arquetipos, pero lo que parecía un arreglo perfecto acaba convirtiéndose, bajo el dominio del instinto de muerte asociado a la fatalidad del amor, en el desencadenante de la tragedia.
4. En el mundo que recrea Jane Austen en sus novelas no existe conflicto entre realidad y verosimilitud porque las reglas que lo normalizan forman parte tanto de su propia estructura como de la apuesta narrativa de la autora; de hecho, las cartas que intercambió con su hermana Cassandra parecen extraídas de sus novelas. Austen puede considerarse una escritora realista en el sentido de que sus novelas, en lugar de reflejar la realidad existente, la recogen, la reformulan y la ordenan, traspasando las reglas del arte a la vida; Austen no elude el mal, simplemente no hay lugar para él en sus novelas.
5. Thomas de Quincey es un caso excepcional en cuanto al conocimiento de sus obras: autor de un conjunto de escritos ingente, es conocido por un solo libro; tal vez tenga algo que ver el hecho de su trabajo para la prensa, una escritura cuya inmediatez devoró la ocasión para la posteridad. Su adicción al láudano le procuró una vida peculiar: amante de los grandes espacios de día y recluido en la comodidad del opio por la noche, haciendo frente al dolor y a la melancolía ―de los que no es tan evidente que quisiera escapar―, y con una mente confusa y desorganizada, pero capaz, a la vez, de una lúcida precisión que le permitía ascender a la gloria del paraíso para, inmediatamente, caer en el seno del mal absoluto.
6. Balzac es el ejemplo canónico de autor consumido por su obra ―y no es una cuestión de cantidad, sino de intensidad creadora―; nadie como él vivió para su literatura y en su literatura; tal vez por esa razón no hay personajes indiferentes en La Comedia humana, igual que es imposible concebir a un Balzac abúlico: el escritor no quiere dejar ningún espacio en blanco, incluso las transiciones están repletas de contenido; ningún personaje aparece sin caracterizar, aunque lo haga en otra novela del ciclo; ninguna situación queda sin describir, por más irrelevante que parezca; ninguna conducta sin juzgar, no ateniéndose siempre a la evidencia; en definitiva, Balzac, impulsivo, excesivo, concentrado, no quiere dejar nada por decir. Para el lector, es inabarcable más que cualquier otro ciclo novelístico ―Citati dice que "se trata del mundo más amplio que el arte de la novela ha narrado nunca"―, más que Proust, "la verdadera catedral de la literatura moderna", más que Zola; y uno se pregunta, teniendo en cuenta que, como lector, es imposible contener toda La Comedia en la cabeza, cómo pudo el autor, salvando un número ridículo de incongruencias dada la extensión, abarcar la totalidad de la obra en su mente.
7. Elevado al Elíseo por la popularidad de sus novelas, Alexandre Dumas, en la mitad de su vida, comenzó a redactar unas Memorias con intenciones de confesión; en ellas, se manifestaba un escritor mediocre, pero con una inmensa ambición, ubicado en una sociedad frívola e inconstante, dispuesta a encumbrar al primer advenedizo con pretensiones con la misma facilidad que a relegarlo cuando se cansase de él o apareciera alguien que les cayera mejor. El aventurero y narcisista Dumas supo cómo hacerse protagonista de insólitas hazañas después de haberlas recreado en sus novelas, folletines históricos sostenidos por una multitud de personajes que encarnan las múltiples facetas del autor.
8. Si algún escritor lleva la Desgracia impresa en sus genes es Poe; no solo sus obras son tétricas, tristes y desamparadas, también su vida fue infausta, y, de todo lo que escribió, la marca más indeleble de su tragedia se halla en la correspondencia; allí puede rastrearse el vértigo del infinito, del que la bebida, que no toleraba, y el láudano no eran más que infructuosos intentos de evasión: a pesar de su melancolía, no solo estaba poseído por el instinto de muerte: esta fue su compañera hasta el día que se lo llevó.
9. Hawthorne vivía su felicidad con un miedo atroz de perderla. La férrea tradición puritana le impelía a una visión del mundo restringida y maniquea que colisionaba con una irrefrenable capacidad de fabulación que, inesperadamente, contradecía el dogma social; esta fabulación era el modo disponible de cuestionar el tradicionalismo de su educación y de investigar acerca de las razones de las conductas que no se ajustaban a lo establecido, en un proceso doloroso de infructuosa impotencia creativa cuyo único remedio es la iluminación de la verdad.
10. Alessandro Manzoni vivió parte de su vida en una casa de campo, aislado como en un cenobio, en compañía de su numerosa descendencia, y bajo la exigente mirada de su madre, con la que le unía una relación que sobrepasaba la materno-filial. Su existencia sufrió una gran transformación a raíz de su conversión al catolicismo y coincidió con un agravamiento de sus dolencias nerviosas y de una neurosis a la que tuvo que aplacar durante toda su vida. Solo poseído por esa efervescencia psíquica, Manzoni estuvo en disposición de escribir su obra maestra, que no tuvo el papel de catarsis sino que fue el producto de una mente ardiente que debía materializar los tremendos ataques de creatividad que padecía; una fiebre creadora que le abandonó una vez publicada Los novios y que hizo declinar su vida hasta la decadencia, la miseria y el olvido.
11. Dickens, ese tosco novelista popular, fue el mayor escritor de ficción en inglés del siglo XIX, el que sentó los cimientos de la novela moderna. En sus libros, el mundo es una prisión inviolable, pero no porque sus paredes no se puedan escalar ni forzar sus puertas, sino porque, como William Dorritt, no se es capaz de vivir fuera de sus muros; o en la reclusión voluntaria de la señorita Havisham, presa no tanto de un espacio sino de un tiempo irrecuperable. La relación de sus personajes malvados incluye todas las modalidades, igual que la de las buenas personas; Dickens las describe sin piedad y sin exceder en su benevolencia porque conoce lo que se esconde en el fondo de sus almas; sabe que en la realidad de su Inglaterra utópica, privada, debida a su imaginación, que irrumpe en la conciencia del lector con más verosimilitud que la Inglaterra real del siglo XIX, la que muestran los libros de historia, no existe ni el mal absoluto ni la benevolencia incondicional. El paso de la pomposa Inglaterra isabelina a la reluciente Inglaterra victoriana, para quien no podía pagar el pasaje del paso elevado, transitaba en medio del humo, el hollín y el fango de la Inglaterra de las novelas de Dickens.
12. Más que la inabarcable Rusia, Dostoievski encontró la bajeza y la abyección que reflejó en sus novelas en el civilizado Londres de 1860. En ese abismo, que se añadía al tiempo que pasó recluido en prisión y al que se sumaría el de la agonía de su esposa, es donde encontró el coraje para vivir y la inspiración para sus obras de madurez: solo el subsuelo de la sociedad podía ayudar a desvelar esa profunda nada que se escondía en el subsuelo oculto del corazón. En efecto, es entre los oscuros laberintos de esa cripta de la mente donde se encuentra la creatividad, donde Dostoievski halla los motivos que le espolearán a la escritura de sus grandes novelas; la desolación como fuente de inspiración, la lucidez en el delirio y el dolor como único habitáculo de la verdad. Raskolnikov es, probablemente, el mejor retrato de la desesperación; en algunos pasajes, incluso, puede mover al lector, sino a la comprensión, sí a algo parecido a la piedad; pero solo Svidrigailov es la encarnación del mal absoluto.
13. Una de las razones por las que la crítica literaria considera La señora Bovary una de las mejores novelas jamás escritas es porque Emma es el personaje novelesco por excelencia y uno de los protagonistas mejor tratados por su autor en la historia del género: es la heroína incuestionable de todas las historias de la novela, mientras que el narrador es el testigo presencial y omnipresente ―pero que va cayendo de forma gradual bajo el hechizo de Emma y se convierte en su confesor, en su confidente, en su alter ego que, ubicado al otro lado de la frontera de la trama, se convierte en su único defensor― de todo lo que sucede, se piensa o se sueña; por encima de ambos, Flaubert adopta el papel de dios omnipotente; pocas veces se ha dado, en la historia de la novela, esa triple conjunción con tal perfección.
La escritura de La señora Bovary dejó a Flaubert exhausto, y a pesar de haber escrito tiempo después uno de los cuentos más perfectos jamás publicado, la única manera de escapar de su influencia era otra novela, la otra cara de la moneda, la némesis de Emma. La consiguió escribiendo, a lo largo de muchos años, abandonándola y retomándola, con crisis de creatividad, dudas debidas a su autoexigencia y empelido por las deudas personales y familiares, una novela adelantada un siglo a su época, Bouvard y Pécuchet, el ajuste de cuentas definitivo con el mundo y con sí mismo.
14. Si algún trazo del carácter de Lewis Carroll sobresalía de los demás era la curiosidad, y de esta a la obsesión media solo un paso. Fue tras dar ese paso cómo llegó a desarrollarse en él la obcecación por las niñas ―erótica, pero no sexual― que le perseguiría toda su vida.
15. Parecidos problemas de adaptación a la vida real sufrió Carlo Collodi, afectado por un indicio de neurosis, acentuada por su vida en soledad, y provocada por los que parecen ciertos síntomas de pasión por su madre. Aunque podía considerarse profesional de la escritura, no produjo nada relevante hasta la edad de 54 años, cuando comenzó a publicar Pinocho, la fábula protagonizada por un trozo de madera, un cuento de hadas que, en realidad, es un anticuento de hadas; la clásica antropomorfización de los animales se sustituye por la liberación del contenido de un trozo de madera que, aunque con algunos atributos humanos, dista mucho ―uno diría que adrede, aunque alguno de sus intentos acabe en fracaso― del hombre.
16. La Rusia arcaica, esa isla continental rodeada de nada por todas partes e inmersa en una anacrónica Edad Media, es el escenario de la enigmática El peregrino encantado, de Nikolai Leskov, una novela en la que el autor sabe mezclar a la perfección comedia y drama, fábula y tragedia, caricatura y farsa, el quietismo descriptivo y el ritmo desaforado.
17. Aunque existe cierto carácter escatológico ―por otra parte, inevitable― presente en sus obras mayores, la muerte es el protagonista absoluto de La muerte de Ivan Illich, el admirado relato corto de Tolstoi; una muerte nada heroica, accidental, terrible por su cotidianidad ―provocada por un estúpido accidente doméstico―, cuyo advenimiento hace recordar su presencia velada en cualquier circunstancia, una convivencia que no por inconsciente es menos real. Con toda probabilidad, indicio de la preocupación creciente del autor, en su edad madura, por la muerte, el relato puede ser el intento del propio Tolstoi de relatarla desde el punto de vista del afectado, para quien pasa de ser una improbable hipótesis a un hecho inevitable. Lo malo, para los vivos, no es la tarea imposible de sortearla, sino la imposibilidad de superar el miedo a morir.
18. Giovanni Verga puede lucir el mérito de haber demostrado la inutilidad de la inspiración a la hora de escribir una obra maestra como Los Malavoglia; él personifica como nadie al hombre mediocre que, puesto ante un reto que nunca pensó en asumir, sale vencedor con las únicas armas de la perseverancia y de unos recursos inesperados que jamás intuyó que pudiera poseer; entre ellos, tal vez el más determinante, el narrador indiferente ―otra vuelta de tuerca, admirable, al narrador objetivo―, ambiguo, que habla como por obligación ―y que sabe positivamente que nada de lo que cuenta es relevante, como no lo son las vidas de los personajes que desfilan por la novela―.
19. Emilio Salgari pertenece al grupo de autores que, ahogados por una realidad decepcionante, escriben novelas para escapar; novelas en las que la pasión se opone a la frialdad, los escenarios exóticos a la aburrida cotidianidad, la sed de aventuras a la monotonía ordinaria, y la mitología al anonimato.
20. Todos aquellos vates que, periódicamente, profetizan la inevitable ―y, en algunos casos, inmediata― muerte de la novela, deberían leer El arte de la novela, de Henry James, y Una humilde propuesta, de R. L. Stevensor, dos textos que se contraponen en sus hipótesis, es cierto, pero que dan una idea de la grandeza y de las posibilidades del género y le aseguran una larga y fructífera mala salud de hierro. Esa diferencia de criterio jamás degeneró en ningún tipo de rivalidad ―tal vez ambos vieran, como nosotros, en la propuesta ajena algún indicio de complementariedad, más evidente en el norteamericano―, sino que se convirtió en una firme amistad, no exenta de admiración mutua, que se mantuvo, primero personalmente y, después de la marcha de Stevenson a los trópicos, por correspondencia hasta la prematura muerte de este.
21. Es posible que la escritura de La isla del tesoro estuviera influenciada por la relación atávica de la familia Stevenson con el mar, pero uno sospecha que también tuvo su importancia el hecho de que, seguramente, era el libro de Stevenson siempre quiso haber leído ―incluso protagonizado; hay mucho de R. L. en el joven Jim Hawkins―; tampoco cuesta ver en la misteriosa y abstracta isla un reflejo de la desquiciada pero atractiva Edimburgo natal, un espacio real e imaginario a la vez. Dice Citati que Jim "es el muchacho-narrador más grande que ha dado la literatura"; y se puede añadir, sin pecar de exageración, que La isla del tesoro es una de las mejores novelas de formación que se han escrito jamás.
22. La literatura de Henry James, "el más misterioso de los escritores", no se basa en hechos, sino en impresiones. Retrato de una dama es de las pocas grandes novelas del siglo XIX construida en torno a un único centro: Isabel Archer; el amor que siente Flaubert por Emma Bovary es apenas un capricho momentáneo comparado con la adoración que muestra James hacia Isabel. Por esta razón, la narración cambia de tono cuando la protagonista llega a Italia; James ha de enfrentarla al Mal, y el estilo se oscurece y se complica, como si ese recurso fuera el único modo de protegerla.
La musa trágica es una novela en la que comparten protagonismo Miriam, una joven actriz judía ―un personaje inusual en la nómina de personajes de James― y el arte, en su más concreta expresión. La novela es la revelación patente de que ningún autor de la historia de la literatura maneja el tiempo narrativo como Henry James; en este caso, no solo evitando que los hechos sean los protagonistas, sino poniendo en primer plano a la propia conciencia del narrador ―¿o del autor?―; la trama no está sujeta a ningún ritmo premeditado que sobrepase el flujo de conciencia del que registra las impresiones, y el resultado es ese ritmo lento y sosegado, que, por otra parte, permite al lector apercibirse de todos los matices de su excepcional prosa.
La historia de Otra vuelta de tuerca, el maravilloso relato de terror, proviene, supuestamente, de un caso real que le contó al autor el arzobispo de Canterbury. En el relato propiamente dicho, James introduce un elenco de narradores sucesivos que diluyen la veracidad de lo narrado a la vez que acentúan la sensación de terror a lo desconocido. La estudiada y formalmente perfecta ambigüedad de la narración, tal vez su mayor logro, instaló un enigma acerca de la veracidad de los hechos que todavía no ha sido resuelto ―y que, me temo, no tiene solución―. No es en los sucesos, realmente luctuosos, donde reside el Mal, sino en la indeterminación.
Las alas de la paloma sería una novela convencional si no fuera por la corriente subterránea que fluye bajo el mundo que describe el narrador, un curso que no excluye a Eros, cuya intervención debemos vislumbrar por sus efectos, y que el narrador se cuida bien de ocultar.