“Actúa como si supieras desde que naciste que todo es tópico, que todo está comercializado, que todo es superficial y absurdo. Y que ahí está la gracia de todo”.
La niña del pelo raro. David Foster Wallace
“Semant icy un mot, icy un autre, eschantillons dépris de leur piece, escartez, sans dessein, sans promesse : je ne suis pas tenu d'en faire bon, ny de m'y tenir moy-mesme, sans varier, quand il me plaist, et me rendre au doubte et incertitude, et à ma maistresse forme, qui est l'ignorance.”
Michel de Montaigne. Essais, Livre I, Chapitre L, “De Democritus et Heraclitus”.
Michel de Montaigne. Essais, Livre I, Chapitre L, “De Democritus et Heraclitus”.
30 de marzo de 2009
26 de marzo de 2009
Dora Bruder
Dora Bruder. Patrick Modiano, Seix Barral. Traducción de Marina Pino.
“Existen casualidades, encuentros y coincidencias que se ignorarán siempre”.
Patrick Modiano reaparece en este blog con honores de estreno, un autor al que no se ha tenido inexplicablemente demasiado en cuenta en la península hasta hace relativamente poco, esta vez de la mano de Seix Barral, y con un texto originariamente publicado en francés en 1997.
[Tal vez haya una explicación para esa coincidencia de ediciones de Modiano en este último año en distintas editoriales; un editor comentó a este reseñador que alguien les sopló que tocaba un Premio Nobel francés, y hubo carreras para contratar los derechos de Patrick Modiano, siempre mirando de reojo para que, por fin, no fuera el tantas veces postulado Quignard. Nadie pensó en Le Clézio, que fue quien acabó llevándose el gato sueco al agua.]
Tal vez sea decir poco, o tal vez no: depende de si el lector está ávido de retos que le sorprendan, o “se contenta” con leer partes de una obra, cada una de ellas un volumen, que parecen componer un gran escrito en fragmentos; quien busque novedades estilísticas en Modiano debería aprovechar su tiempo buscando en otras partes, pues la lectura del autor francés se asemeja siempre a una relectura, como si eso que descubrimos cuando abrimos un nuevo libro ya lo hubiésemos leído en otra parte, pero con otras palabras y en situaciones narrativas distintas. Dora Bruder, en este caso, cumple a la perfección ese papel: es Modiano cien por cien, es su literatura: un espacio, París, que no obstante trasciende la delimitación geográfica de la ciudad real; y un estilo también propio, la brevedad, la concisión, la brillantez, la precisión.
Dora Bruder funciona, a nivel estilístico, como un relato secuencial, a semejanza del lenguaje cinematográfico: su punto de partida es un primerísimo plano, la desaparición de una chica de veinticinco años, en cuya proximidad al lector se concentra todo el horror, más sugerido que explicitado, para ir abriendo el plano gradualmente hasta llegar a un plano general donde se muestra el entorno de la protagonista. En estas circunstancias, cabría esperar que la distancia –toda perspectiva es un estudio de la distancia- al punto focal disolviera su importancia, pero no sucede así porque todo lo que va mostrando esa apertura gradual del ángulo de visión revela que la situación original es la situación general.
Otro acierto no menos meritorio es la existencia de un narrador implicado en la historia de la desaparecida que relata. El efecto falseador que podría provocar la perspectiva temporal, la distancia entre el tiempo de la desaparición de Dora Bruder y el de la investigación del narrador, queda corregido por el recurso a sus recuerdos referentes al barrio donde vivían los padres de la protagonista; los pasajes y paisajes de su propio pasado, evocados ahora en relación a los lugares ligados a la familia Bruder, pasan de ser experiencias personales, memoria propia, a experiencias compartidas con el sujeto de su investigación.
¿Nos hallamos, pues, ante un thriller? Rotundamente, no; Dora Bruder no es una investigación policial ni el diario de una búsqueda, pero está escrito con cierto aire de work in progress en el que el narrador va informando al lector de sus averiguaciones a medida que consigue datos –existen varias acotaciones temporales directas destinadas a situar la acción: “Mientras escribo este libro lanzo llamadas como señales de faro, aunque desgraciadamente no confío en que puedan iluminar la noche. Pero mantengo siempre la esperanza”-, al mismo tiempo que aplaza la resolución de las incógnitas, pero no para mantener la tensión narrativa sino por la sencilla razón de que, en varios momentos de la narración, se enfrenta a irresolubles callejones sin salida.
Se nos presenta, pues, una doble historia: la que corresponde a Dora Bruder, ocurrida a principios de los años 40, y la historia de la búsqueda del narrador, llevada a cabo a su vez de un doble escenario: la pesquisa propiamente dicha, lineal, sucesiva, y en tiempo presente; y la que componen sus recuerdos, fragmentaria, inconexa –como la propia memoria, por cierto-, a la que la propia investigación confiere unidad y sentido. Esa fragmentación –confusión intencionada entre el narrador y el autor cuando aquel nos informa que está escribiendo una novela llamada Viaje de novios, que es el título de un libro de Modiano; diversas diacronías en las que no es fácil, en un primer momento, hallar ubicación; ciertos paréntesis objetivos, para hablar del tiempo, por ejemplo, situados fuera de la trama principal, con el efecto de descarga de tensión- es, tal vez, el mayor mérito del libro, y lo es porque la maestría de Modiano consigue que la veamos como una sola historia.
Una historia, pues, sencilla pero nada simple, que habla de la sensación de vacío ante lo infructuoso de la búsqueda, del efecto sobre el ánimo de la constatación de que todo está perdido y, sobretodo, enfrentado a la posibilidad de que Dora Bruder muriera en un campo de exterminio y ante el fracaso del narrador al intentar averiguar lo que sucedió realmente, de la diferencia que existe entre morir y desaparecer.
“Existen casualidades, encuentros y coincidencias que se ignorarán siempre”.
Patrick Modiano reaparece en este blog con honores de estreno, un autor al que no se ha tenido inexplicablemente demasiado en cuenta en la península hasta hace relativamente poco, esta vez de la mano de Seix Barral, y con un texto originariamente publicado en francés en 1997.
[Tal vez haya una explicación para esa coincidencia de ediciones de Modiano en este último año en distintas editoriales; un editor comentó a este reseñador que alguien les sopló que tocaba un Premio Nobel francés, y hubo carreras para contratar los derechos de Patrick Modiano, siempre mirando de reojo para que, por fin, no fuera el tantas veces postulado Quignard. Nadie pensó en Le Clézio, que fue quien acabó llevándose el gato sueco al agua.]
Tal vez sea decir poco, o tal vez no: depende de si el lector está ávido de retos que le sorprendan, o “se contenta” con leer partes de una obra, cada una de ellas un volumen, que parecen componer un gran escrito en fragmentos; quien busque novedades estilísticas en Modiano debería aprovechar su tiempo buscando en otras partes, pues la lectura del autor francés se asemeja siempre a una relectura, como si eso que descubrimos cuando abrimos un nuevo libro ya lo hubiésemos leído en otra parte, pero con otras palabras y en situaciones narrativas distintas. Dora Bruder, en este caso, cumple a la perfección ese papel: es Modiano cien por cien, es su literatura: un espacio, París, que no obstante trasciende la delimitación geográfica de la ciudad real; y un estilo también propio, la brevedad, la concisión, la brillantez, la precisión.
Dora Bruder funciona, a nivel estilístico, como un relato secuencial, a semejanza del lenguaje cinematográfico: su punto de partida es un primerísimo plano, la desaparición de una chica de veinticinco años, en cuya proximidad al lector se concentra todo el horror, más sugerido que explicitado, para ir abriendo el plano gradualmente hasta llegar a un plano general donde se muestra el entorno de la protagonista. En estas circunstancias, cabría esperar que la distancia –toda perspectiva es un estudio de la distancia- al punto focal disolviera su importancia, pero no sucede así porque todo lo que va mostrando esa apertura gradual del ángulo de visión revela que la situación original es la situación general.
Otro acierto no menos meritorio es la existencia de un narrador implicado en la historia de la desaparecida que relata. El efecto falseador que podría provocar la perspectiva temporal, la distancia entre el tiempo de la desaparición de Dora Bruder y el de la investigación del narrador, queda corregido por el recurso a sus recuerdos referentes al barrio donde vivían los padres de la protagonista; los pasajes y paisajes de su propio pasado, evocados ahora en relación a los lugares ligados a la familia Bruder, pasan de ser experiencias personales, memoria propia, a experiencias compartidas con el sujeto de su investigación.
¿Nos hallamos, pues, ante un thriller? Rotundamente, no; Dora Bruder no es una investigación policial ni el diario de una búsqueda, pero está escrito con cierto aire de work in progress en el que el narrador va informando al lector de sus averiguaciones a medida que consigue datos –existen varias acotaciones temporales directas destinadas a situar la acción: “Mientras escribo este libro lanzo llamadas como señales de faro, aunque desgraciadamente no confío en que puedan iluminar la noche. Pero mantengo siempre la esperanza”-, al mismo tiempo que aplaza la resolución de las incógnitas, pero no para mantener la tensión narrativa sino por la sencilla razón de que, en varios momentos de la narración, se enfrenta a irresolubles callejones sin salida.
Se nos presenta, pues, una doble historia: la que corresponde a Dora Bruder, ocurrida a principios de los años 40, y la historia de la búsqueda del narrador, llevada a cabo a su vez de un doble escenario: la pesquisa propiamente dicha, lineal, sucesiva, y en tiempo presente; y la que componen sus recuerdos, fragmentaria, inconexa –como la propia memoria, por cierto-, a la que la propia investigación confiere unidad y sentido. Esa fragmentación –confusión intencionada entre el narrador y el autor cuando aquel nos informa que está escribiendo una novela llamada Viaje de novios, que es el título de un libro de Modiano; diversas diacronías en las que no es fácil, en un primer momento, hallar ubicación; ciertos paréntesis objetivos, para hablar del tiempo, por ejemplo, situados fuera de la trama principal, con el efecto de descarga de tensión- es, tal vez, el mayor mérito del libro, y lo es porque la maestría de Modiano consigue que la veamos como una sola historia.
Una historia, pues, sencilla pero nada simple, que habla de la sensación de vacío ante lo infructuoso de la búsqueda, del efecto sobre el ánimo de la constatación de que todo está perdido y, sobretodo, enfrentado a la posibilidad de que Dora Bruder muriera en un campo de exterminio y ante el fracaso del narrador al intentar averiguar lo que sucedió realmente, de la diferencia que existe entre morir y desaparecer.
16 de marzo de 2009
La herencia
“No tuve hijos. No transmití a ninguna criatura el legado de nuestra miseria.”
Memorias póstumas de Bras Cubas. Joaquim Maria Machado de Asís.
Memorias póstumas de Bras Cubas. Joaquim Maria Machado de Asís.
10 de marzo de 2009
Leer a Saint-Simon
Leer a Saint-Simon. Carlos Pujol, Backlist
“Un hombre normal necesita por lo menos un tifus para leer a Proust, para Saint-Simon una tuberculosis”.
Jean Paulhan
Excede las intenciones de esta reseña hablar in extenso de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, como también sobrepasa la capacidad del reseñador hacer aunque sea una sucinta referencia a ese monumento inabarcable que constituyen las Memorias. Asumidas pues esas limitaciones, no queda sino felicitarnos por la re-aparición del texto del profesor Pujol.
Proclama el tópico que malo debe ser el libro que necesita instrucciones de lectura; como sucede con la mayoría de los tópicos, nada más lejano de la realidad. Ignoro la relevancia que en su país se concede actualmente al duque, pero está claro que el lector español que decida enfrentarse a la lectura de las Memorias –o debería decir Mémoires, a la espera de que algún editor con las agallas suficientes nos conceda la traducción a nuestro idioma-, siete volúmenes y más de siete mil páginas en la edición de La Pléiade –aunque existen antologías muy recomendables-, agradecerá, en su carácter de estudio introductorio, el texto descrito.
La descalificación de Saint-Simon ha sido, ya incluso en vida, un deporte con muchos adeptos. Los que han querido ver en su obra una crónica histórica aséptica y objetiva han colisionado con su propia parcialidad, a menudo enmascaradora de sus prejuicios, tratándole de anticuado y reaccionario. Asimismo, la mayoría de los que se han atrevido a considerar su carácter literario, sobre todo en el siglo pasado, lastrados también por infinidad de –ismos, no dudan en calificarlo de artificialmente enrevesado, irrelevante o excéntrico… Al fin y al cabo, se trata casi siempre de los ladridos de esos perros por los huesos que no pueden roer.
Las Memorias de Saint-Simon, igual que, en cierta medida, las de Chateaubriand, son un documento de autor, en el que la objetividad histórica no es el asunto que interesa, aunque sea difícil encontrar crónicas más extensas del Grand Siècle, tan bien documentadas y tan exhaustivas en el tratamiento de los personajes que deambulaban por el París y el Versalles durante el reinado de Luis XIV, porque se trata de un texto en primera persona en el que lo mejor que se nos muestra es la mirada del observador implicado en aquello que sucede y contaminado por su propia visión de aquello que cuenta.
En cuanto a su vertiente literaria –“las Memorias son la gran novela que no tuvo el siglo de Luis XIV”-, y reconociendo que esta separación de historia y literatura, y más en el caso que nos ocupa, no deja de ser el resultado de un afán viviseccionador que no tiene justificación ni siquiera a efectos forenses, tal vez sea imprescindible enmarcar a Saint-Simon en su contexto histórico, tener en cuenta a sus supuestos antecesores y a sus varios sucesores, más allá incluso de la literatura memorialística, ignorando a la mayor parte de sus detractores para entrar sin excesivos prejuicios en la lectura reposada que requieren. Como expresa con diáfana claridad Carlos Pujol, “la estética de esos tiempos dice mucho más de lo que anuncia […]. Saint-Simon no podía expresarse de otro modo […]. Lo que él creyó que no podía permitirse a las claras, Chateaubriand ya lo hará; la historia también, los demás, pero francamente en función de su vida, tomando por protagonista al yo, con un respeto muy relativo por la verdad objetiva. Y en un paso más, Balzac ya deja la historia como telón de fondo, interpretada y sublimada como ficción, la historia como almacén de materias primas para la novela, hasta que en Proust lo histórico se ha esfumado, y hasta la novela, y ya sólo queda, como última verdad, por fin íntegramente confesada, admitida, el escritor a solas con su arte”.
Jean Paulhan
Excede las intenciones de esta reseña hablar in extenso de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, como también sobrepasa la capacidad del reseñador hacer aunque sea una sucinta referencia a ese monumento inabarcable que constituyen las Memorias. Asumidas pues esas limitaciones, no queda sino felicitarnos por la re-aparición del texto del profesor Pujol.
Proclama el tópico que malo debe ser el libro que necesita instrucciones de lectura; como sucede con la mayoría de los tópicos, nada más lejano de la realidad. Ignoro la relevancia que en su país se concede actualmente al duque, pero está claro que el lector español que decida enfrentarse a la lectura de las Memorias –o debería decir Mémoires, a la espera de que algún editor con las agallas suficientes nos conceda la traducción a nuestro idioma-, siete volúmenes y más de siete mil páginas en la edición de La Pléiade –aunque existen antologías muy recomendables-, agradecerá, en su carácter de estudio introductorio, el texto descrito.
La descalificación de Saint-Simon ha sido, ya incluso en vida, un deporte con muchos adeptos. Los que han querido ver en su obra una crónica histórica aséptica y objetiva han colisionado con su propia parcialidad, a menudo enmascaradora de sus prejuicios, tratándole de anticuado y reaccionario. Asimismo, la mayoría de los que se han atrevido a considerar su carácter literario, sobre todo en el siglo pasado, lastrados también por infinidad de –ismos, no dudan en calificarlo de artificialmente enrevesado, irrelevante o excéntrico… Al fin y al cabo, se trata casi siempre de los ladridos de esos perros por los huesos que no pueden roer.
Las Memorias de Saint-Simon, igual que, en cierta medida, las de Chateaubriand, son un documento de autor, en el que la objetividad histórica no es el asunto que interesa, aunque sea difícil encontrar crónicas más extensas del Grand Siècle, tan bien documentadas y tan exhaustivas en el tratamiento de los personajes que deambulaban por el París y el Versalles durante el reinado de Luis XIV, porque se trata de un texto en primera persona en el que lo mejor que se nos muestra es la mirada del observador implicado en aquello que sucede y contaminado por su propia visión de aquello que cuenta.
En cuanto a su vertiente literaria –“las Memorias son la gran novela que no tuvo el siglo de Luis XIV”-, y reconociendo que esta separación de historia y literatura, y más en el caso que nos ocupa, no deja de ser el resultado de un afán viviseccionador que no tiene justificación ni siquiera a efectos forenses, tal vez sea imprescindible enmarcar a Saint-Simon en su contexto histórico, tener en cuenta a sus supuestos antecesores y a sus varios sucesores, más allá incluso de la literatura memorialística, ignorando a la mayor parte de sus detractores para entrar sin excesivos prejuicios en la lectura reposada que requieren. Como expresa con diáfana claridad Carlos Pujol, “la estética de esos tiempos dice mucho más de lo que anuncia […]. Saint-Simon no podía expresarse de otro modo […]. Lo que él creyó que no podía permitirse a las claras, Chateaubriand ya lo hará; la historia también, los demás, pero francamente en función de su vida, tomando por protagonista al yo, con un respeto muy relativo por la verdad objetiva. Y en un paso más, Balzac ya deja la historia como telón de fondo, interpretada y sublimada como ficción, la historia como almacén de materias primas para la novela, hasta que en Proust lo histórico se ha esfumado, y hasta la novela, y ya sólo queda, como última verdad, por fin íntegramente confesada, admitida, el escritor a solas con su arte”.
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