28 de julio de 2022

El salón de Wurtemberg

 

El salón de Wurtemberg. Pascal Quignard. Galaxia Gutenberg, 2022
Traducción de Víctor Compta

«Pienso en todas esas palabras que escribo. No les encuentro demasiada justificación, a lo sumo, un deseo impaciente de confesión y la esperanza de hallar una especie de paz. Sin embargo, no logro sentir esa paz, ese calor, esa especie de luz suave y nostálgica que se espera al término de la confesión, como si la voz solo fuese algo así como una contraseña que permitiera acceder a algo distinto ―y, más aún que al perdón, a una especie de caricia, con la cabeza reclinada sobre el seno de alguien que jamás supo hacerla».

El salón de Wurtemberg (Le salon du Wurtemberg, 1986), una de las obras que dio a conocer a su autor al gran público ―gran público lector francés, por supuesto―, es una novela aparentemente convencional ―en todo caso, más convencional que sus últimos trabajos―, cuya lectura demuestra la dificultad de aplicar ese calificativo incluso a sus obras primerizas; cronológicamente, corresponde a un período en el que Quignard parece no haber encontrado aún su voz definitiva ―ni tampoco su estilo―, anterior al proyecto Dernier Royaume, conjunto compuesto, hasta hoy, por once títulos que incluyen novelas, ensayos, relatos y otros géneros híbridos que se zafan de la catalogación, publicados desde 1997 hasta 2020.

«Dicen que los sueños cumplen los deseos. No lo sé, pero de buena gana creería que los actos cotidianos repiten aún de mejor gana los castigos pueriles que vejan esos deseos. Lloramos dormidos y, sin embargo, nuestro sexo está erecto. Bromeamos mientras se puede durante todo el día, con el cuerpo encogido, invisible y sustraído, o más bien parece como si nos pasáramos toda nuestra vida recordando momentos que hemos vivido de una manera incompleta. Momentos que vivimos de manera incompleta solo porque en aquel entonces, como ahora, estábamos demasiado ocupados en recordar otros momentos que también habíamos vivido de manera incompleta. Y el hecho de que yo, con mi corazón aún palpitante, esté escribiendo y reviviendo viejas emociones es una confesión que puede desarmar a cualquiera. Me reprendo a mí mismo: "¡No dejes que viejas y manidas historias sentimentales golpeen, una y otra vez tu corazón! ¡Abandona ya esas páginas!". Me reprendo en vano. Aunque a veces sienta el impulso de abandonarlo todo, este siempre sobrevive y renace. El tiempo fluye tan lentamente. Acostumbro decirme: "¿Para qué sirve recordar? La huella del zapato no es el zapato, y no sirve en absoluto para caminar". Pero vuelvo sobre la huella y me apasiona de nuevo, casi hasta la hipnosis, por las sombras».

La parte novelística de El salón de Wurtemberg se sostiene sobre tres personajes principales: el protagonista y narrador, Charles Chenogne, que comparte numerosos trazos personales con el propio autor; y la pareja formada por su amigo Florent Seinecé ―se conocen en la veintena e inician desde entonces una amistad que se irá estrechando con el tiempo y que se romperá debido al hecho que constituye el disparador de la obra―, e Isabelle, su esposa. Entre los personajes secundarios, se  incluyen algunas de las mujeres con las que Charles ha tenido relación a lo largo del tiempo. El protagonista, ya mayor, convoca los recuerdos de su infancia, marcada por una madre que le abandonó a los cuatro años y a la que veía en contadas ocasiones a lo largo de la vida de ella, de su juventud, y de su relación, prontamente extinguida, con la pareja Seinecé. En el fondo, más allá de la trama de la novela, como era de esperar ―en una novela que puede considerarse como una excusa para que el autor pueda exponer su discurso―, Quignard escribe un verdadero tratado sobre el recuerdo, sobre la imposibilidad de fijarlo, ya que cuando las evocaciones que este provoca se depositan en nuestro interior, desaparecen, dejando un rastro que nos revela su pasada existencia, pero cuyo contenido se convierte ―y así permanece― inaccesible, en parte debido a que nuevos recuerdos quedan asentados encima de los antiguos, que quedan enterrados e irrecuperables.

«Posteriormente, he pensado a menudo hasta qué punto ciertos ritos, como los conciertos, la ópera, una clase, una reunión o la comida familiar de la infancia despiertan en nosotros reminiscencias ancestrales y nos convierten en una especie de pequeña jauría atenta a los labios del narrador, el cantante, el cura o el tirano. Continuamos formando pequeños grupos de cazadores del cuaternario, repetimos la eterna persecución, repetimos la terrible e incesante mirada fija en la presa que nos hace babear».

Reescribimos la historia no solo para otorgarnos protagonismo, sino también como justificación a una conducta que, excluida aquella reescritura, carecería de cimientos sobre la que sustentarse. 

Es incuestionable que el presente modula al recuerdo alterando su significación e incluso su naturaleza; sin embargo, no es extraño que, algunas veces, la memoria, además de evocarlo, pueda incluso crearlo, dando origen a un proceso reverso en el que es el pasado, un pasado fantasioso, el que inicia el proceso para adecuar la sucesión de hechos y experiencias sucedidos desde el momento en que se diposita, temporalmente, el recuerdo, hasta un presente incontrovertible y consolidado. Esta reformulación puede provocar graves disonancias pero, consciente o inconscientemente, el sujeto las resuelve sin mucha dificultad; distinto, e incontrolable, es el efecto de esas disonancias con respecto a su relación con los demás.

«Repetimos sin cesar viejos rastros que hay en nosotros, y hasta los que sin cesar erramos, animados por el mismo loco deseo que mora en el implacable destino de los salmones que prueban las aguas de todos los ríos, de todos los océanos para volver a encontrar, por fin, el agua fresca donde han nacido, donde poner, en una sacudida brusca, uno réplica de ellos mismos, y morir».

La extraña fascinación que nos producen las escenas del pasado, los cambios en la interpretación cuya posibilidad les concedemos, las variaciones en intensidad que les asignamos, los distintos efectos que nos causan, incluso los sueños, que son como recuerdos de experiencias no vividas, toda esa inmaterialidad, irrastreable, inubicable, retazos de tiempo que se nos escapó ―o que no ha existido―, configuran un presente frágil y vulnerable y completan la existencia de un ser que, a pesar de ser nosotros mismos, ni siquiera reconocemos. No somos un monte inaccesible, sino una sima sin fondo.

«Esparzo estas notas al azar. Me parece que restituyo al caos de todas las cosas mi destino, fragmentos de vida. Se tiran cacahuetes a los pequeños sajúes, y peces a las fauces de los osos».

Sin embargo, esa reconstrucción no es una gran obra erigida desde la nada, planificada al detalle y organizada con esmero; se parece más a la reconstrucción de unas ruinas o a la rehabilitación de una vivienda que se ha visto afectada por el tiempo, las circunstancias o las inclemencias: una misteriosa e insistente gotera descubierta tras un aguacero, cuando este ya ha cesado; la grieta invisible que se ha hecho manifiesta tras el paso de un vehículo pesado; incluso, la conversación oída involuntariamente en el espacioso salón que comunica aquellas dos habitaciones contiguas, inútiles. El arreglo de los desperfectos con la adecuación a nuevas necesidades, la conversión de aquel que éramos, si llegamos a serlo, en el que ahora somos, cambios y modificaciones en el intento de dotarnos, mediante la transformación del recuerdo, de un pasado que no existió.

«Uno tiene tantos vínculos como puede; cuando menos, en la vida, uno establece más o menos lazos según sus deseos de sentirse ahogado. Las repulsiones comunes, como las amistades más duraderas, me habrán servido de mimos adormecedores».

A menudo desearíamos olvidar un recuerdo, inhabilitar a la memoria con el fin de de impedirle que nos lo haga evocar, sin caer en que es una tarea imposible: los recuerdos actúan mediante un  mecanismo oculto en el que, en términos de la filosofía griega, su esencia es su existencia, y su presencia y persistencia ―o su ausencia e inconstancia― no dependen de nuestra voluntad, impotente y maleable.

«Se olvidan, de una manera muy extraña, la mayoría de los gestos del amor. Uno recuerda muy pocas cosas de miles de abrazos, y son cosas de por sí fortuitas y que no representan destello alguno en particular. ¿Por qué no deja el placer más huellas en nosotros? Quedan algunas palabras, raramente una postura, la mayoría de las veces un detalle del que no sacamos gloria alguna, un color, raras veces una palabra. Ni siquiera la sombra de un vestigio de exultación. La alegría, la satisfacción están mudas, tan tontas, tan hartas. Los éxitos, los desahogos, la dulzura, la confianza, son tal vez lo que se olvida antes».

Es posible que los recuerdos, esas anclas que nos mantienen fondeados en el pasado, puedan evocar pasados comunes con individuos con los que, en aquel tiempo, no tuvimos nada en común. Es como compartir pedazos de vida con un desconocido, alcanzar el lugar más recóndito e inaccesible para descubrir, desconcertados, que alguien ya estuvo allí; la experiencia deja de ser personal, se viola la intimidad, nos convertimos en apenas un apéndice de otra existencia, un eco, la irrelevante  reberveración de una nota que no hemos tocado, el insulso estribillo que hace la canción más deleznable. No solo aflige la ausencia de recuerdos; lo hace, en mayor medida y de manera más cruel, la invasión de recuerdos ajenos.

«Con las lágrimas se alivia el dolor, pero no disminuye todo lo que lo fortalece, las horribles congojas detrás de la puerta, la rebelión, los delirios de tristeza, los fantasmas que alientan la pena».

El poder destructor de esos recuerdos foráneos es implacable; la lucha por descartarlos, inmisericorde. Su persistencia puede extinguir aquellos que creíamos infalibles. A diferencia de los afectados por el olvido, que desaparecen sin dejar rastro, es imposible librarse de los cadáveres que quedan a la vista, la nuestra y las de los otros, como veraz e endefectible testimonio de la derrota, insepultos, irreparables, corrompidos, a salvo de la preterición y de la aniquilación.

La ordenación cronológica aquello sucedió antes; esto, después― no es más que una estrategia para erigirse como líderes de una nueva jerarquía, basada en la dignidad, cuya gestión, manipulación y capacidad de influencia no permanecen a nuestro alcance.

El recuerdo parece inseparablemente unido a las leyes de la atracción, pero, quizás, cada una de ellas  se sotiene apoyada en distintas categorías de recuerdos: la afinidad psíquica, la amistad, el amor, la tracción sexual; tal vez también la disparidad, la hostilidad, el odio, la repulsión, no dependen tanto de conductas observables como del efecto que un recuerdo asociado ejerce sobre el yo del presente, una secuela involuntaria para cuyo control no se posee capacidad alguna ni en definición ni en grado, que una vez desatado no se puede ya detener. Y cualquier interpretación que se intente articular no será más que la constatación de la aceptación de un ineludible fracaso.
«Intento explicar la mirada de Ibelle, intento explicar lo imposible, articular el silencio. Escribo unas cuantas notas sobre el papel. Soy incapaz de redactar algo más que algunas escenas que estallan en mi interior, continuamente, alucinantes, como esas extrañas burbujas en la superficie de las aguas muertas del Pfuhl, del estanque lleno de peces gato, de pequeñas tortugas y de ranas, al fondo del parque de Bergheim, y cuyo ruido, cuando era niño, a veces me admiraba y me angustiaba. Sin duda anoto estas escenas de antaño porque también me asustan, y quizá no tanto por lo que son sino por el carácter imprevisto y turbador de su evocación. Me parece que lo que escribo carece de fantasía, me parece necesario, y como dictado por un fantasma. Me limito a escribir estas notas porque hay cosas que no se pueden contar, ni tampoco su sufrimiento ni su dicha. Su resplandor no se puede contar: es prodigioso, nada ilumina, y no se sabe si, a fin de cuentas, ese sentimiento, ese halo de verdad, de intensidad, de confidencia, de desnudez y de autenticidad, no es el engaño en persona, que ha adoptado la apariencia de un cuerpo humano convertido en hoguera, convertido el sol; y esas imágenes son precisamente las más dudosas. No se puede contar. ¿Cómo puede decirse: "Ella tenía unos senos que..., unos muslos que...", y hablar a continuación de zarza ardiente? O de Dios. O del sol. Estamos locos».

No parece fácil deducir de qué depende la profundidad de un recuerdo, si del efecto que produjo el hecho recordado cuando sucedió, cómo quedó impreso en la conciencia del individuo; de la cantidad de veces que, involuntariamente, el mecanismo de la memoria lo hace regresar, provocadas por sucesos aleatorios cuya concatenación oculta parece articular un patrón causal; o del efecto que produce sobre el individuo que es hoy, con independencia del significado y de la transcendencia que tuvo en su día. De hecho, cabe la posibilidad de que, tal vez, los recuerdos que han modelado progresivamente nuestra conducta, que han afectado en mayor grado a nuestra visión del mundo y a  la calidad de nuestras relaciones con los demás, al sendero que hemos recorrido y a las bifurcaciones que, en cada momento, hemos tomado, al tipo de personas que hemos amado, sean los recuerdos ocultos, aquellos de cuya existencia no somos ni siquiera conscientes, que se agazapan en los pliegues subrepticios del pasado, inaccesibles a la memoria.

«Este libro o, mejor dicho, estas páginas, me recuerdan unas pequeñas cintas matamoscas colgadas de las lámparas o las vigas. Eran unas cintas amarillas. Volando al azar, una mosca tocaba con las alas la liga amarilla. Allí quedaba pegada, y moría de un modo prodigiosamente lento. Emitía un zumbido considerable, teniendo en cuenta su tamaño. Otras moscas evolucionaban a su alrededor. Ya no existen esas cintas. De niño, cuando tenía una mosca atrapada en mi puño cerrado, aquella presencia seca, hormigueante, zumbante y cosquilleante me impulsaba en seguida a abrir la mano. Para mí, esa imagen de la mosca con las alas secas, agitándose desesperadamente, esa presencia cosquilleante, es el deseo. Pero el deseo había desaparecido».

A veces, la significación o la potencia de un recuerdo puede convertirlo en una pesadilla, hacerlo presente con la insistencia de lo inevitable o, simplemente, mezclarlo con los sueños hasta el punto  de que el individuo no pueda distinguir entre lo vivido y lo soñado; o, mediante un mecanismo acerca del cual solo se puede especular, confundir el deseo con el delirio, el dolor con la culpa, la pérdida con el olvido y quienes fuimos con quienes habíamos deseado ser.

«Nuestros recuerdos constituyen extraños sueños. Y nuestros olvidos y nuestras vidas constituyen una especie de extraños ríos. Sobre los minutos que vivimos, sólo quedan en suspensión extraños fragmentos. No vemos qué necesidad ha presidido la ruptura, el quebranto, el desmembramiento o el naufragio. Los libros son unos náufragos extraños».

El vacío que comporta un mal recuerdo que no se puede evitar ―perteneciente al pasado, aunque la memoria confunda trayéndolo al presente― no puede rellenarse, como sería razonable, con un recuerdo de signo contrario porque no se puede buscar ni concatenación ni causalidad entre ambos. Para remediarlo, se puede especular con acciones actuales, con la inocente intención de que colmen ―es decir, sustituyan― el espacio vacío, pero jamás se podrá conseguir porque el único remedio para que esa oquedad se pueda rellenar es el olvido.

«Alimentamos la ilusión de que existe un lugar en nuestro cuerpo en el que se ha conservado algo de nuestra infancia. Un trozo de piel de la infancia. Un punto más sensible, oculto a las miradas o a la luz ordinaria, en el que la piel es más fina, una zona en la que se ha conservado la ternura, un centímetro cuadrado en el que se ha conservado algo de la piel de los recién nacidos, de sus mejillas, de sus palmas de las manos, y que permanece oculto en algún pliegue del cuerpo, casi siempre una suavidad próxima a la ingle, junto al sexo, cualquiera que este sea, y que solo pueden reconocer los labios, besándolo. Ese es el único espacio que nos queda de la casa de la infancia. Un lugar privilegiado».

En todo caso, la corrupción provocada por el simple paso del tiempo y por el efecto contaminante de los deseos de convertirlos en argumentos sobre los que extender nuestros dominios, impide que los recuerdos puedan convertirse alguna vez en experiencias ―lo mismo que sucede con los sueños, por cierto―; el fracaso de esos intentos es absoluto e inapelable. El regreso al pasado ficticio reformulado mediante la manipulación del recuerdo es una pretensión irrealizable.

Ciertos recuerdos desagradables ―a pesar, de nuevo, de la imposibilidad de modificar los hechos que los provocaron: una tarea improductiva―, que provocan remordimientos y humillación, pueden ser modificados a lo largo del tiempo, en rememoraciones progresivas, hasta modelarlos a conveniencia y cambiarlos en aquello que hubiéramos deseado que sucediera, pero ese alejamiento del recuerdo real convierte el pasado en una ficción inverosímil, aunque adecuada al deseo presente si no se es muy estricto en cuestiones de coherencia. Múltiples factores pueden abortar ese proceso; tal vez el conflicto más grave se desate cuando un retazo del pasado real, sin modificar ni mediatizar, acude al presente a rendir cuentas.

«Una de las propiedades delicadas y sádicas del tiempo ―que no tiene como efecto únicamente deprimir, sino a la vez exaltar, y dejarnos cierta curiosidad por el futuro, suponiendo que el fin del final no esté ya convenido y que todo lo que sucede, en resumidas cuentas, en el curso de una vida normal esté de hecho destinado a suscitar entusiasmo―, es añadir lo imprevisible a lo sucedido, incluso en el dolor, abrir abismos bajo los pies en lugares en los que uno no los habría imaginado, añadir limbos imprevistos, nieblas felices, una súbita carcajada, un éxito... Las ocasiones más esplendorosas en los más siniestros momentos».

¿Por qué es imposible recordar el deseo? ¿Porque no se puede descifrar? ¿Porque se resiste al análisis racional? ¿Porque es imposible convertirlo en relato, cuando el ser humano pertenece a la única especie que basa su existencia en la narración?

«Los libros comparten con los niños más chiquitines y los gatos el privilegio de ser tenidos, durante horas, en la falda de los adultos. Y de manera extraordinaria, más aún que los niños, más aún que los gatos, tienen el poder de cautivar hasta el silencio la mirada de aquellos que los miran, de petrificar los miembros de su cuerpo, de subyugar los rastros de su rostro hasta darles la apariencia de la imploración muda, la apariencia de un animal al acecho, la apariencia de una plegaria incomprensible y tal vez perdida».

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25 de julio de 2022

Pascal Quignard y la música

 


«Tocar al unísino, por poco que se afine, proporciona un sentimiento extraordinario de exaltación por lo mucho que los defectos de uno se pierden enseguida en el toque de todos. Nuestra propia insuficiencia ya no nos es devuelta, pero sí nos vuelve un inmenso sonido único y aumemntado que nos engulle. Es la llanura homérica donde pájaros de mal agüero asocian sus cantos, llanuira que es la seducción misma, aunque esté sembrada de aquellos huesos cuyas carnes han sido arrancadas por estos pájaros maravillosos. Han vaciado las órbitas. Se han comido la mirada. Estos huesos son los huesos de donde derivan las flautas. Es el amor. Así mismo es la amistad. Y cuando este unísono se piede, nuestra voz sola ya no es ni siquiera nuestra. Está disminuida, desentona. Está quebrada».

El salón de Wurtemberg. Galaxia Gutenberg, 2022. Traducción de Víctor Compta.

https://youtu.be/HW76DM2t0q0

21 de julio de 2022

Pascal Quignard y la música


«A veces me consuelo al oír a aquellos que me rodean y me digo a mí mismo que todos somos discos rayados. Hacemos sonar una y otra vez el motivo de otro, la manía de otro, la ambición de otro, la derrota de otro. Se dice que los discos menos rayados, de una pureza y una lectura casi admirables, son quizá los creadores, pero no conozco a ninguno, y en cuanto a mí mismo, nunca he creado nada, nunca he compuesto nada. Interpreto, leo y traduzco. Y el intérprete que hay en mí, al interpretar cualquier obra, juzga a quienes la compusieron y se espanta al ver hasta qué punto estos se repiten, aunque los mejores de ellos impiden la rayadura, el obstáculo que los gobierna, interrumpe el canto. La rayadura es lo que los aficionados y los críticos, a los que les gusta presumir de sus términos, llaman estilo. Y como el día y la noche, el invierno y el verano, la madre y el hijo, todo parece decir hasta el agotamiento: volverás».

El salón de Wurtemberg. Galaxia Gutenberg, 2022. Traducción de Víctor Compta

https://youtu.be/9fXQ7Su4KZ8

18 de julio de 2022

Peter Handke Notizbuch

 

Notizbuch. Petrer Handke. Ausgabe Insel Verlag, 2015

Para mi desgracia, no entiendo el alemán; pero cuando me he enteré, gracias a mi amigo traductor José Aníbal Campos, de que la editorial Suhrkamp había comunicado el proyecto de digitalizar los cuadernos de trabajo de Peter Handke, salté de alegría; junto con esa excelente noticia, la editorial de Frankfurt publicó, en papel, el primero de esos cuadernos, y no tuve más remedio que conseguir un ejemplar. 

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Fe de Lectura de Handke y España

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Handke en L’Artiga de Lin, una epifanía

Notas de Lectura de Siempre tormenta

Notas de Lectura de La segunda espada

17 de julio de 2022

Pascal Quignard y la música

 


«No creo que cada época haya dispuesto de los instrumentos más adecuados para la música que le era propia. Los instrumentos solo son accesorios: la música es lo único maravilloso. No reside ni en los sonidos, ni en los instrumentos, ni en las partituras, ni en los intérpretes. Es un ensueño para el oído. Cada fragmento requiere un instrumento que no existe. No se puede restituir lo que fue en su día».

El salón de Wurtemberg, Galaxia Gutenberg, 2022. Traducción de Víctor Compta

https://youtu.be/hmdrS_123G8

11 de julio de 2022

Emil Cioran. Cuadernos 1957-1972


Cuadernos 1957-1972. Emil Cioran. Tusquets Editores, 2020
Prólogo de Simone Boué. Traducción de Mayka Lahoz

«Todo lo que he escrito no sirve para nada y no conduce a nada. Eso es lo que hace que no esté descontento del todo. He aspirado a la verdad. Ahora bien, ¿qué es la verdad sino lo que entorpece la vida, lo que incluso la contradice? O mejor dicho: la verdad es aquello de lo que se puede prescindir para vivir».

Durante más de quince años, coincidiendo con un período al que él mismo califica como poco prolífico, Cioran consignó en una serie de cuadernos lo que podría denominarse esbozos de reflexiones y fragmentos que no parecen destinados a su publicación, circunstancia que les confiere su valor. La primera impresión, atendiendo a su contenido, es que cuando se sentía inapetente para escribir, anotaba sus pensamientos en ellos; no obstante, en algunos casos, cumplían en papel de borradores que fueron desarrollados en obras posteriores. Simone Boué, la compañera del autor, los rescató de su legado, siendo publicados en Francia en 1997 bajo el título de Cahiers. 1957-1972.

A pesar de ese carácter de borrador, en los Cuadernos se halla el mismo Cioran que en sus obras publicadas; por tanto, la variedad de temas es muy numerosa; a efectos de simplificación, he escogido unos pocos fragmentos relativos a la escritura y a algunos de los escritores que, positiva o negativamente, merecieron su atención.

«Mi ideal de escritura: hacer callar para siempre al poeta que albergamos dentro de nosotros; liquidar nuestros últimos vestigios de lirismo; ir a contracorriente de lo que somos, traicionar nuestras inspiraciones; pisotear nuestros impulsos y hasta nuestros gestos».
«Es necesario, para escribir, un mínimo de interés por las cosas; pero también hay que creer que estas pueden ser atrapadas o, al menos, rozadas por las palabras».
«Devoro libro tras libro, con el único propósito de eludir los problemas, de no pensar más en ellos. En medio del desconcierto, la certeza absoluta de mi soledad».
«Cambiaría a todos los petas por Emily Dickinson».
«Albert Camus se ha matado en un accidente de coche. Muere en el momento en que todo el mundo, y quizá él mismo también, sabía que ya no tenía nada que decir y que viviendo no podía más que degradar su gloria desproporcionada, abusiva, incluso ridícula. Inmensa pena al enterarme de su muerte, anoche, a las once, en Montparnasse. Un excelente escritor menor, pero que fue grande por haber estado totalmente exento de vulgaridad, a pesar de todos los honores que han caído sobre él».
«James Joyce: el hombre más orgulloso del siglo. Porque quiso y, en parte, alcanzó lo Imposible, con la testadurez de un dios loco. Y porque jamás transigió con el lector ni tuvo la intención de ser legible a toda costa. Culminar en lo oscuro».
«Baudelaire, al que ya no leo desde hace muchos años, no es un hombre en el que piense muy a menudo. Solo me interesan las mentes provistas de la dimensión de lo fúnebre».
«Lérmontov..., un hombre que me gusta. Sus consideraciones sobre el matrimonio... Ese Byron ruso nos hace olvidar, afortunadamente, al otro al que eclipsa».
«Pascal y Baudelaire..., los únicos franceses realmente apasionados. Los otros parecen premeditados, si no delirantes. No hay literatura más cerebral que la francesa: Yo solo tengo afinidad profunda con la rusa. Cada vez me libero más del prejuicio del estilo. ¡Y pensar que he seguido sus dictados durante tantos años!»
«A escepción de Adolphe, de El tiempo recobrado, de Pascal y de Baudelaire, la literatura francesa me parece una sucesión de ejercicios. Todos los escritores que nunca llevamos directamente en la sangre, que son perfectos SIN MÁS».
«Cada vez que vuelvo a Proust, al principio me irrito, me parece que está anticuado y solo tengo ganas de una cosa: tirar el libro. Pero al cabo de cierto número de páginas (y saltando algunas escenas), el encanto actúa de nuevo, aunque solo sea a causa de algún hallazgo verbal o de alguna notación psicológica. (Proust está totalmemnte en la línea de los moralistas franceses. Rebosa aforismos: se encuentran en cada página, incluso en cada frase; pero son máximas arrastradas por un torbellino. Para que el lector las descubra, tiene que detenerse y no dejarse llevar demasiado por la frase».
«Hace años que no dejo de desilusionarme con Valéry. ¡Cuando pienso en la influencia que tuvo sobre mí (palpable en el Breviario de podredumbre)! Su estilo, que me gustaba, ahora me irrita. Además, siempre quiere parecer inteligente. La elegancia perjudica el pensamiento. Y él es demasiado elegante».
«Solo me gustan esa categoría de escritores de los que no se habla y cuyo prototipo sigue siendo Joubert. Escritores de penumbra».
«Si quieres que se hable de ti, aplícate en la alteración del lenguaje, vuélvete un verdugo del lenguaje (al estilo de Joyce)».
«Montaigne, un sabio, no tuvo posteridad. Rousseau, un histérico odioso, aún suscita discípulos».
«J. P. Sartre: un maestrillo aquejado de masoquismo».
«Una obra de cierto peso no procede de búsquedas verbales, sino del sentimiento absoluto de una realidad. Ni Saint-Simon ni Tácito participaron en la literatura. Eran escritores, no literatos. Un gran escritor vive en el lenguaje; no se preocupa de su exteior. No medita sobre el estilo; tiene su estilo propio. Nació con su estilo».
«En resumidas cuentas, no habré leído con pasión más que novelistas: Dostoievski y Proust. ¿Será porque tienen un ritmo propio, que no he encontrado en ninguna parte? ¿O será la fascinación que ejerce sobre mí esa forma de jadeo en la que son insuperables?»
«Durante la última guerra, en Zúrich, Joyce y Musil vivían muy cerca y, sin embargo, no hicieron ninguna tentativa para conocerse, para encontrarse. Los creadores no se comunican entre sí. Necesitan admiradores y no iguales».
«Alguien me pide una declaración sobre Valéry. Me escaqueo, casi todo el mundo se escaquea, los jóvenes sobre todo. Sin embargo, he admirado y sigo admirando a Valéry, aunque ya no lo relea».
«Los dos escritores franceses más importantes del siglo, Proust y Valéry, fueron mundanos».
«El mayor favor que se le puede hacer a un escritor es impedirle que publique y, sobre todo, que escriba... durante algún tiempo. Tendría que haber, para su mayor beneficio, regímenes tiránicos de corta duración, cuyo mobjetivo fuera suprimir cualquier actividad intelectual. El peligro del escritor es prodigarse demasiado, no tener tiempo de acumular. La libertad de expresión sin interrupción alguna es nefasta: atenta contra las reservas del espíritu».
«Puede no gustarnos Ulises. Pero después de él ya no podemos soportar las otras novelas».
«Intentado leer el Doctor Fausto, de Thomas Mann. Imposible. Está anticuado. Es aburrido, es atrozmente alemán. Verborrea pretenciosa. El país de la metafísica y de la música no ha producido ―no podía producir― ninguna gran novela. (En el fondo, el espíritu metafísico es lo más opuesto a la novela como tal)».
«El hombre que más daño me ha hecho es Valéry. Tuve la ingenuidad de creer, como él, que el lenguaje lo era todo. Esa es, por otra parte, una superstición francesa. No, el lenguaje no lo es todo, no es casi nada. Un Dostoievski o un Tolstói no hicieron ningún caso de él. Si se tiene algo que decir, se dice, y sanseacabó. La búsqueda de la elocuencia es una de las empresas más ociosas que existen. Saint-Simon no meditó sobre el lenguaje. Y, sin embargo ―o mejor dicho: debido a ello―, quizá sea el escritor francés más potente. Meditar sobre la "escritura" equivale a una castración. Literatura de castrados. La obsesión por el decir desviriliza».

«Baudelaire, cuyas poesías ya no leo (son demasiado clásicas), es una de las personas que más han contado en mi vida. Su figura es lo que me ha atormentado. Sobrevivirá a su obra: es grande en sí mismo. Te obsesiona aunque haga mucho tiempo que ya no lo lees. Prácticamente solo Pascal me ha preocupado tanto. El hombre en ellos».

«Acaba de telefonearme la señora Beckett. Tiene una voz muy bonita. Hacía más de dos años que no me llamaba. Me da una muy buena noticia. Sam estaría fuera de peligro. El abceso que tenía en el pulmón habría cicatrizado. He oído esa noticia con verdadero alivio. Como me habían dicho que había que temer lo peor, sentía opresión solo de pensar que un hombre tan acostumbrado a lo horrible tuviera aún que experimentarlo en su carta. Sam es un hombre extraordinario y, sin embargo, entrañable, el único contemporáneo incorregiblemente noble».
«Ser original es fácil, se logra con trucos (Borges, por ejemplo); ser profundo es difícil, incluso imposible. Hacen falta, entre otras cosas, dolencias... superadas, y miles y miles de secretos no divulgados».
«Céline empezó siendo un escritor, uno grande, y acabó convirtiémndose en un caso, no menos grande».
«Acabo de hojear un libro de X, con la mayor repulsión. Ya no puedo soportar la inflación poética. Cada frase pretende ser una quintaesencia de poesía. Es artificiual, no expresa nada. Piensas todo el tiempo en la inanidad de las palabras rebuscadas... Hace mucho tiempo ya que aborrezco todos los "estilos"; pero el que me parece de lejos el peor es el de los poetas que nunca olvidan que lo son».

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4 de julio de 2022

La amante de Wittgenstein

 

La amante de Wittgenstein. David Markson. Sexto Piso, 2022
Traducción de Mariano Peyrou

Pocos autores con una obra tan exigua y específica como David Markson han disfrutado del privilegio de ser considerados, a la vez, precursores y máximos representantes de una corriente literaria determinada; al mismo tiempo que la singulariedad de esa obra les haya mantenido en una especie de limbo académico, inaccesible aunque deducible para la generalidad de los lectores, mientras que algunos de sus coetáneos, que no podrían negar la influencia bajo la que han producido sus novelas, han gozado de la máxima atención de la crítica y del mundo editorial. El caso es que, de la nómina de novelistas norteamericanos de esa escuela que se ha dado en llamar posmodernista, cualquier lector medio podría citar a una buena media docena de escritores, pero, en la mayoría de los casos, David Markson no figuraría en la lista.

Tampoco en el medio editorial en castellano ha disfrutado Markson de la atención que, de hacer caso a sus epígonos, hubiera merecido: su tetralogía The Notecard Quartet ―la conclusión lógica del conjunto de su obra, en la que lleva hasta el extremo su desafío estilístico― no está disponible, en castellano, en su totalidad y la que es considerada como su mejor obra, La amante de Wittgenstein (Wittgenstein's Mistress, 1988), fue traducida y publicada al poco tiempo de su edición original, y descatalogada y olvidada durante tres décadas. Afortunadamente, la mexicana Sexto Piso la ha recuperado y publicado en una cuidada traducción de Mariano Peyrou.

El manuscrito original de Wittgenstein's Mistress fue rechazado cincuenta y cuatro veces hasta su publicación en 1988, cuando el autor contaba ya 60 años, y fue unánimamente aclamado por la crítica literaria y académica; también algunos de sus colegas se deshicieron en elogios hacia la novela;  en particular, David Foster Wallace la incluía entre las cinco grandes novelas americanas más infravaloradas ―junto con La suerte de Omensetter, de William H. Gass; Pasos, de Jerzy Kosinski; Angels, de Denis Johnson; y Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy―.

La amante de Wittgenstein es una retahíla ininterrumpida de enunciados expuestos en primera persona por Kate, una mujer que fue pintora y que ronda la cincuentena ―aunque sigue menstruando, una de las fijaciones de la protagonista―, con el extraño delirio de pegar fuego a todo lo combustible, y que está convencida de que es la última persona viva en la tierra. Este viaje a través de su atormentada conciencia contiene etapas de carácter puramente personal ―su hijo murió con nueve años―, pero también numerosas referencias ―algunas en forma de disparatadas hipótesis, otras fruto de un  agudo ingenio― a algunos de los máximos representantes de la cultura occidental, del mundo clásico, pasando por los pintores del Renacimiento y del Barroco, hasta William Gaddis, de quien cita Los reconocimientos pero que reconoce no haber leído. Ese movimiento incesante, que empieza como una comedia absurda ―con más que evidentes nexos con Beckett― y va transformándose, a medida que avanzamos en el conocimiento de la protagonista, en una infausta tragedia, es considerado por la propia Kate como una liberación, progresiva e inagotable, del exceso de equipaje, entendido en un sentido amplio, en una evasión desordenada y errática. Este inventario incluye objetos pero también reflexiones, ideas, proverbios y recuerdos  procedentes tanto de antes como de después de la época "en que estaba loca".

«Una y otra vez las cosas arden. No me refiero únicamente a cuando yo misma les he prendido fuego, sino también a que arden por causas naturales. Y así trozos y fragmentos de residuos a veces son arrastrados por el viento y recorren lasrgas distancias o alcanzan gran altura».
Formalmente, La amante de Wittgenstein se estructura mediante la sucesión de fragmentos, una retahíla de textos en cadena, a veces consecutivos ―¿wittgenstenianos?― y a veces sin sucesión lógica ―al menos para el lector, que no puede acceder a la dialéctica de esas teóricas conexiones―, azarosos, debidos únicamente a intervenciones que Kate escribe, corrigiéndose continuamente, al parecer sin más intención que la simple anotación.
«Algunas cuestiones simplemente surgen porque están relacionadas con el tema del que se habla».

Esta estructura tan particular fue reiterada con posterioridad en las obras que forman The Notecard Quartet La soledad del lector, 1996; Esto no es una novela , 2001; Punto de fuga, 2004; y La útima novela, 2007―, aunque el papel del narrador está más difuso y es nombrado, respectivamente, como "El Lector", "El Escritor", "El Autor" y "El Novelista", como si el propio Markson persiguiera una barthesiana desaparición del autor con el fin de alcanzar la esencialidad del hecho narrativo, una vez suprimida la trama, la acción y cualquier referencia temporal. En cualquier caso, parece procedente cuestionarse, una vez más, el tema de la fiabilidad del narrador y plantearse una pregunta fundamental: ¿creemos que todo lo que Kate cuenta es verdad y, por tanto, deducimos que su estado mental está seriamente alterado, o no se trata más que de una bromista genial y, simplemente, nos está tomando el pelo? Y, en función de esa dicotomía, una propuesta: ¿se pueden contemplar ambas hipótesis, leer en función de cada una de ellas y concluir que ambas lecturas dan lugar a dos libros diferentes? Esa ambivalencia, es uno de los retos que, como lector, apetece aceptar; y esa indeterminación una de las contribuciones más excitantes de la literatura experimental que se escribió entre finales del siglo pasado y principios del actual.

La relación entre Kate y Ludwig Wittgenstein ―y la del propio Markson con el filósofo vienés― corre a cargo del lector; la estructura de la novela y las referencias constantes, verdaderas y falsas, históricas o espureas, recreadas o inventadas, a personajes y hechos históricos permiten una multiplicidad excitante de lecturas y, para quien quiera arriesgarse ―no es el caso de este lector―, una cantidad infinita de interpretaciones. En todo caso, reproduzco a continuación algunos de los fragmentos que podrían relacionarse con el autor del Tractatus Logico-philosophicus:

«El mundo es todo lo que es el caso». [Nota del lector: !]

«El lenguaje de una es con frecuencia impreciso, he descubierto».

«¿Qué sabemos nosotros en realidad, de todos modos?»

«Las cosas ridículas que sigue insistiendo en producir el lenguaje de una».

«Por Dios. ¿No debería dejar de preocuparme por corregir todas estas bobadas y limitarme a dejar que mi lenguaje saliera de la forma en que insiste en salir?»

«Ciertas cosas a veces pueden ser imposibles de decir, sin embargo».

«Lo único que significa, en realidad, es que incluso cuando una recuerda algo que una no recordaba que recordaba, una quizás no haya hecho más que arañar la superficie en relación con las cosas que una no recuerda que recuerda».

«Por alguna curiosa razón, da la impresión de que lo que una quiere decir por lo general se entiende en esos casos, pese a todo».

«Mi cabeza está funcionando otra vez de la forma en que funciona a veces, lo cual sin duda es la única explicación para todo esto, como de costumbre».

«Desde luego, una puede parecer temeraria por criticar a los escritores famosos, pero sin duda da la impresión de que alguien debería poner algún límite».

[p, ξ, N(ξ)]


Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de La soledad del lector

Notas de Lectura de Punto de fuga