31 de mayo de 2019

Napoleón. Vida y Memorias

Napoleón. Vida y Memorias. Henri-Marie Beyle, Stendhal. PRH, 2019
Traducción de Consuelo Berges. Introducción de Ignacio Echevarría
Henry Beyle, Stendhal, un escritor ligado personal y literariamente a la figura del Empereur,  planificó  dos intentos de escribir acerca de la vida de Bonaparte y de la época histórica en que fue protagonista, desde la última década del siglo XVIII hasta su destitución final y exilio. La idea que rigió ambos proyectos fue la de centrarse en el personaje político, dejando a un lado la biografía personal, y tomar distancia, en lo posible, con respecto al personaje, cuya recreación literaria desarrollaría en El rojo y el negro y en La Cartuja de Parma. Esos textos, recogidos en el volumen Napoleón. Vida y Memorias son Vida de Napoleón (Vie de Napoléon, fechada en 1818) y Memorias sobre Napoleón (Mémoires sur Napoléon, 1836-1837), ambas publicadas después de la muerte de su autor. Completa el volumen un apéndice en el que se incluyen algunos documentos, pertenecientes al legado inédito de Stendhal, relacionados con el personaje.

Si bien el valor literario de la obra es más que discutible, su valor como certificación de un testigo de la época -al igual que sucede con Memorias de ultratumba de Chateaubriand o Consideraciones sobre la Revolución francesa de Madame de Staël- es indudable.

27 de mayo de 2019

Cuatro mensajes nuevos

Cuatro mensajes nuevos. Joshua Cohen. De Conatus Editorial, 2019
Traducción de Javier Calvo
"También me he inventado muchas cosas, para vosotros, para mí mismo."
Cuando alguien, en la situación más incoherente con la reflexión filosófica, suelta algo así como "la vida es tan absurda...", y sus interlocutores, con independencia del estado de su conciencia, asienten de manera acrítica mediante rítmicos movimientos de cabeza, nadie, ni el filósofo ni sus contertulios, a) son capaces de argumentar el porqué ni de dar un ejemplo iluminador; b), se aperciben de que el ejemplo más próximo de esa absurdidad lo conforman ellos mismos.
"A la gente aquello le hacía gracia justamente porque era leyenda, acerbo social: no les había pasado a ellos."
Para ser un poco más preciso en ese diagnóstico —caso de que sea veraz—, existen herramientas más fiables que la percepción personal —excluyo las explicaciones religiosas, esotéricas, espirituales y pseudopsicológicas por razones evidentes—; las ciencias sociales proporcionan algunas que proporcionan contrastados índices de fiabilidad, pero es la literatura la que posee el mecanismo más contundente: la ironía. Ninguna tesis, ningún discurso, ninguna revelación es tan efectiva para mostrar la desnudez del emperador que la carcajada de un niño; de igual modo, no existe forma más segura de mostrarnos la absurdidad de ciertos aspectos de nuestra conducta que encarándonos a ellos. Porque muchas veces, el disparate no proviene de un malentendido (excusa #1), ni de la exclusión del contexto (excusa #2), ni de un error (excusa #3), ni siquiera de la socorrida excusa #4, "yo no tengo nada que vez con esto"; simplemente, te han pillado con las manos en la masa.
"Tendría que haberse encargado de la situación en persona, decidió Mono el domingo por la noche, cuando ya solo le quedaban mil dólares y estaba solicitando tarjetas de crédito en Internet: debería haber encontrado la dirección o el teléfono de Em a base de suplicar en fiestas cerveceras y eventos de sociedades de honor estudiantiles, luego debería haberle escrito una carta a mano o haberla llamado en persona, poniendo su futuro en manos de ella o simplemente pagando por su silencio, doscientos pavos o hasta mil; le habría costado el mismo dinero o menos y también menos preocupaciones."
Los narradores que utiliza Cohen en este Cuatro mensajes nuevos (Four New Messages, 2012) tienen problemas de escritura, son desconfiados en cuanto a su capacidad de hilvanar una historia mínimamente sensata, están preocupados porque pueda atribuírseles el protagonismo del relato, bloqueados por una huidiza inspiración e incrédulos acerca del interés que pueda poseer su narración para sus improbables lectores.
"Fue al escribir aquella línea —empezando la historia por la mitad, me di cuenta— cuando supe que yo también estaba atascado (mis manos estaban crispadas de tensión): supe que no podía decir la Palabra, supe que no podía obligarme a que me importara lo bastante aquella Palabra como para escribir un relato en el que apareciera (y en cualquier caso la Palabra no era una palabra, en realidad era menos que una palabra, carecía de significado, no tenía derivaciones sin contaminar, no tenía un legado ni una belleza verdaderos, era todavía menos que su letra más insignificante, no era nada, era la ruina)."
Pero peor es todavía cuando el narrador no tiene mucha idea acerca de la historia que quiere contar; posee una imagen impactante, concreta, pero no atina a hilvanar los antecedentes de la situación y es incapaz de imaginar las consecuencias que derivan de ella. En cambio, esa incapacidad de concentración se ve sustituida por una facilidad de dispersión histérica con la que puede rellenar páginas y páginas sin ningún sentido; todo ello inspirado y afectado por una incomunicable pero dominante procrastinación, insoslayable y omnipresente. La realidad se resiste a ser acomodada en el inverosímil universo de la ficción y esta pierde su carácter generativo cuando se la encierra en el universo de lo real.
"Eso es porque no lo comparas con cómo me iría si la edición no estuviera muerta y si el dinero no se hubiera marchado y si los editores todavía se dedicaran a editar; mi generación está jodida —no somos la experiencia de la inmigración, no somos la experiencia de la asimilación—, somos la primera generación nada, no tenemos nada de que escribir y nadie que lo lea, todo el mundo está demasiado ocupado tecnologizándose y demasiado agobiado para sacarse títulos."
Construir una historia —un relato, un artículo— tiene que ver con "formar un enunciado, generalmente una oración ordenando las palabras con arreglo a las leyes de la gramática"  (DLE); un escritor no es un albañil, la hoja en blanco no es un solar vacío, y una novela no es un edificio; aunque puede que todo esto que acabo de decir no sea exacto. En todo caso, se puede esperar todo de un escritor venido a menos —una vez que se ha descubierto que su luminosa primera novela era, en realidad, puro trampantojo— que sobrevive a base de talleres de escritura creativa, enfrentado a una panda de inútiles pretenciosos aspirantes a Melville —por decir alguien a años luz de sus aspiraciones— que, en lugar de recibir las instrucciones para escribir La Gran Novela Americana, son encargados de construir —sin cursivas— una réplica —¡ay, el omnipresente plagio!— del edificio Flatiron, revelando de ese modo su verdadera vocación, aquella para la que sí estaban capacitados.
"El árbol de había convertido al crecer en una amalgama de árboles. Un compuesto de carnes veteadas duras, oscuras y cubiertas de corteza. Cuando lo golpeabas, se astillaba como un músculo partido al tensarse. El tanto que el árbol era el más ancho, pero también el más achaparrado, igual que él, de forma que talarlo fue como talarse a sí mismo, que es lo que hace un hijo al nacer, te corta. Imagínate que abres un árbol a hachazos y dentro hay un árbol muy pequeño. Esa era la experiencia del ser humano. Estar consciente y al mismo tiempo ser consciente de que un día dejarás de existir; por eso nos sembramos los unos a los otros."
Del mismo modo que cualquier obra literaria puede considerarse una metáfora, más o menos ajustada, más o menos acertada, de cierta realidad que queda modificada por el solo hecho de ser representada, ya que debe convivir con su copia, también el hecho mismo de la escritura puede quedar sujeto a las leyes de la metáfora —construcción, tejido, viaje, proceso...— hasta perder su sentido original y, con ello, su intención primera. En la interpretación de esas metáforas —a diferencia de lo que sucede con la realidad, que solo puede reproducirse— es donde la escritura naufraga o triunfa en función de su inteligibilidad. Y así, a través de generaciones —o, en lenguaje artístico, versiones—, hasta que la metáfora, cuya obsesión, como la de cualquier forma volátil, es la permanencia, acabe sustituyendo a la realidad y la haga desaparecer del campo intelectivo: el recurso se convierte en folclore y el folclore, en mito.
"Imaginad que existe Dios. Imagináoslo, no hace falta que empecéis a creer de golpe en nada ni que os cortéis el escroto ni sumerjáis la cabeza en ríos. Imaginad que existe una entidad omniperfecta que nos está contemplando a todos desde las alturas, con ojos, con ojos antropomórficos de verdad, mirándonos realmente. Y ahora imaginad que nos está mirando desde las alturas de esta habitación de motel, que es una especie de rectángulo, la verdad es que parece una pantalla; y no hay techo, Dios mismo ha quitado el techo. A nuestro héroe se le puede ubicar en la esquina inferior derecha. Ahí está; es un punto. Un píxel olvidable, el capricho de un baudio beodo. Lo habíais tomado por una manchita de café, por una mancha de estornudo o de semen. Pero imagináoslo ahora. Ahora, Dios, o bien dirección invisible del motel, saca el dedo gigante y ponlo sobre él. Tu cursor. Ponlo directamente encima de su cara. Directamente encima y parpadeante. Clic."
El paso de la cultura escrita a la cultura visual y el progresivo arrinconamiento de aquella, más compleja, menos apropiable, más exigente en cuanto a su procesamiento, conlleva una dificultad creciente en la decodificación de las metáforas porque todo aquello que se ve tiene más visos de realidad que aquello que debe procesarse —el poder erotizante de un capítulo de Las 120 jornadas de Sodoma ha perdido relevancia frente a los seis minutos gratis de porno en internet—, hasta el punto de que el concepto ficción ha perdido parte de su significado —oh, sí, lo siento, tengo una mala noticia, los actores de las pelis porno también fingen, como los pistoleros abatidos de las del far west o las embobadas damas de la de época victoriana, a diferencia de sus referentes escritos—.
"Los hombres habían usado armas de fuego y estilográficas en el pasado. Disparaban balas calientes a la boca del enemigo o bien escribían largos y ambiciosos poemas para denunciar a sus amigos íntimos: así era como se destruía una vida. Varias onzas de plomo parduzco en el cráneo o bien Tus ideas políticas son tan ideológicamente corruptas / como un otoño sin peras. Y entonces ya solo quedaba el recuerdo, hasta que el último rememorador, el que apretaba el gatillo o escribía el verso, había fallecido también, llevándose su recuerdo consigo; pero luego se inventó la cámara y ya nada cayó en el olvido."
Leer a Cohen es como escuchar a uno de esos telepredicadores incontinentes que buscan el efecto deseado en su audiencia mediante la enunciación de un discurso a tal velocidad que hace imposible su asimilación —aunque tal vez no sea esta la intención del escritor norteamericano—. Cohen utiliza una escritura torrencial que parece querer acabar con el lector por saturación; un colapso que este debería evitar porque camufladas en esa verborrea, a diferencia del telepredicador, se hallan no solo las informaciones relevantes de la historia, sino también, en un segundo plano de lectura —la sombra de DFW es alargada—,  todo aquello que quiere que sepa el lector pero que no va a proporcionarle de manera explícita. 

Todos los relatos incluido en el volumen tienen que ver, de una forma explícita o tácita, con el hecho de la reproducción de la realidad por medio de la escritura, con las dificultades de su representación mediante un código y de la imposibilidad de traslación de esa realidad, no tanto por las limitaciones del código como por las restricciones de quien quiere materializar ese cambio.


No sé si Cohen es un escritor muy inteligente, pero estoy seguro de que es uno de los más inteligentes de los que no lo parecen en absoluto que yo haya leído.

"Nuestra generación no tiene nada que esconder debajo de la cama, no ha de ocultar lo prohibido en el armario, detrás de los zapatos, detrás de los calcetines con olor a semen, de los calcetines con olor a zapatos. No, la nuestra es una pornografía práctica, que no necesita incómodas visitas a los quioscos ni a las suscripciones para renovarse; no hay secretos, todo es aceptable en su totalidad. El ordenador descansa orgullosamente en el escritorio a plena luz del día. Para ayudar aportando hojas de cálculo e instrucciones. Podemos pulsar un simple botón y mujer desnuda. Pulsar otro botón y otra mujer desnuda. Puntero, clic, penetración, te penetra el cerebro y te cambia el cableado. Pasas a esperar poder dar a todas las mujeres por el ano, que les puedas echar lefa en la cara y dentro de la boca y ellas traguen, todas lo hacen voluntariamente, sin una sola queja, en habitaciones como esta: con pinta de que no vive nadie en ellas, con sábanas mugrientas y las puertas de contrachapado."
Calificación: ****/*****

24 de mayo de 2019

De los libros

De los libros. Michel de Montaigne.  Nórdica Libros, 2019
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia. Ilustraciones de Max
Hace unos días, un conocido me retó a ese inane juego de citar tres libros de no ficción, no recuerdo si para salvar de un naufragio o para llevarme a una isla desierta -que viene a ser parecido-; respondí que, junto a Lucrecio y Marco Aurelio, el primero sería los Ensayos de Montaigne, un libro que me acompaña desde hace años, que cada verano releo de cabo a rabo -es como la vuelta a casa después de un año de exilio- y que, el resto del año, tomo de vez en cuando para leer alguno de sus capítulos.

El ensayo De los libros (Des livres, Libro II, Capítulo X) no es de los más extensos, pero sí que refleja a la perfección el significado de esos objetos para el perigordino y la clase de relación que sostuvo con ellos; Nórdica Libros acaba de publicarlo en una brillante traducción de María Teresa Gallego Urrutia y con una serie de ilustraciones de Francesc Capdevila, Max, un dibujante ya bregado en ese campo, que complementan desde el buen humor el trabajo más serio del ensayista; un volumen que puede ser una excelente puerta de entrada -o un calentamiento- a los Ensayos para quien no se vea con ánimo de encarar el volumen en su integridad.

20 de mayo de 2019

El oasis

El oasis. Mary McCarthy. Editorial Impedimenta, 2019
Traducción de Raquel Vicedo. Introducción de Vivian Gornick
¿Existe alguna diferencia entre un intelectual que escribe y un escritor intelectual? ¿Y entre llevar una vida de filósofo y vivir una vida filosófica?

¿Qué tienen que ver estas cuestiones con el libro de Mary McCarthy? No lo sé, que cada cual se lo tome como quiera, pero lo que a mí me sucede es que cuando leo un libro inteligente la mayoría de Notas de Lectura se me convierten en preguntas.

O en digresiones. Ahí va otra.

Mientras los principios teóricos en aquellas disciplinas relacionadas con la humanidades se extravían en el inhóspito campo de las hipótesis infructuosas y acaban consumiéndose en el galimatías de la artificiosa complejidad, a menudo encerrada en la ineludible prisión del lenguaje, en que se ha sumido su inevitable inutilidad, la experimentación abre el ángulo de visión, busca posibilidades de relación, investiga en las interdependencias y establece, frente al manual de la teoría, el método; es decir, una vez más, el cómo -instrumental, explicativo, definitivo- que debe acabar sustituyendo al infantil por qué -siempre titubeante y provisional-.

Para un individuo como este que escribe, que huye del dogma como de la peste, la impostada seriedad -o, incluso, reverencia- indisolublemente asociada a la teoría no procova más que aburrimiento. La ironía, y en gran medida su hermano mayor, el cinismo, ambos inconcebibles para los constructos teóricos, acompañan al verdadero progreso de la razón; y este es el motivo por el que posee más valor una sola página del relato en apariencia más inocente de Diderot que toda la Fenomenología del espíritu.

Y la última.

Todos los conflictos de alcance sociológico se originan en el ámbito psicológico.

Pero aquí he venido a hablar del libro de Mary McCarthy El oasis (The Oasis, 1949). Vamos a ello.

Un grupo de neoyorquinos de dispares procedencias, pero movidos por el deseo común de experimentar una autogestión más intelectual que económica -y más ficticia que real-, fundan una comunidad utópica -Utopía es, precisamente, el nombre que le dan- en una zona aislada de las montañas de Nueva Inglaterra. Aunque en los motivos que los llevan a aislarse en compañía pueden encontrarse trazos comunes, la forma de gestión de ese deseo no es unánime. Ya desde el mismo planteamiento del experimento, los participantes se dividen en dos grupos claramente diferenciados: los puristas -"la tendencia estricta"-, liderados por un editor rigurosamente libertario, un censor insobornable que se hace cargo de la imprescindible ortodoxia; y los realistas -"la tendencia latitudinaria"-, a la cabeza de los cuales se sitúa un exmarxista resabiado -un pleonasmo- cuya principal virtud es la oposición. Del equilibrio entre ambas facciones dependerá, en principio, el éxito o el fracaso de Utopía.
"Los puristas creían que habían ganado [en su intento de rechazar a los comunistas] y los moderados se conformaban con que la colonia se mantuviera fiel a sus principios, el menos hasta que llegara el momento en el que fuera necesario ponerlos en práctica."
McCarthy abre el relato, precisamente, con la primera diferencia surgida en el seno de la comunidad: la aceptación o el rechazo de la propuesta de adhesión de un individuo que no parece reunir los requisitos para ser admitido.
"¿Debía colegirse, pues, que cualquiera podía ser admitido en Utopía: un ladórn, un chantajista, un asesino? ¿Por qué no?, declararon los puristas, abogando por una vida de riesgos y citando el precedente de los candelabros del obispo. Imposible, dijeron los realistas: la supervivencia física de la colonia era más importante que la mera demostración de un principio (una Utopía fuerte y segura de sí misma tal vez pudiera permitirse un asesino, pero una Utopía que todavía no estaba consolidada debía aplazar el goce de este lujo). Por suerte, quizá, la cuestión se mantenía en el plano teórico. Ningún asesino ni ladrón había pedido ser admitido, solo lo habían solicitado personas corrientes con una moralidad corriente, de notable alto, es decir, personas cuyos crímenes se limitaban a su círculo íntimo y que nunca habían herido a nadie que no fuera un amigo cercano, un familiar, una esposa, un marido, a sí mismos. En Utopía no había santos, ni nadie que creyera serlo. El único santo que los colonos conocían personalmente había desaparecido en una oscura ciudad de Europa y el cónsul estadounidense creía que, con toda probabilidad, había muerto."
Cada individuo, en cualquiera de las facciones, se preocupa por restablecer el marco teórico que debe regir su conducta -reformulado desde el día que tomó la decisión de apuntarse al experimento, pero nunca planteado con anterioridad, en su vida civil- con la misma intensidad con la que se perdona cualquier transgresión, como si lo principal de las prohibiciones fuera ser consciente de su existencia y no tanto cumplirlas.

En realidad, como es fácil de comprender, Utopía es un proyecto colectivo pero, dados los diferentes antecedentes de los participantes, está abierto a tantas posibilidades como elementos la componen y no todas con el mismo peso específico. Las expectativas de los cabecillas de cada facción, debido al poder que se les ha concedido por los subalternos, expresa o tácitamente, tienen más posibilidades de imponerse que las esperanzas de los que han renunciado a ejercerlo pero que las mantienen intactas a pesar de esa dimisión y que, ante la imposibilidad de imponerlas de forma explícita, tratarán de aplicarlas subrepticiamente. De esa forma, los enfrentamientos por desacuerdos en cuestiones cruciales se sostendrán entre facciones, mientras que los que hagan referencia a la cotidianidad no conocerán planteamientos previos y desembocarán en un caótico todos-contra-todos cuyo efecto principal será ir minando de manera silenciosa pero irremediable la pretendida coherencia interna del grupo.

Aunque el principio teórico -diríase, incluso, fundacional- que regía el experimento era que cada individuo aportara su contribución a la comunidad para, de este modo, hacer la experiencia más humanamente enriquecedora, en realidad, esa aportación acaba consolidándose en negativo, ya que con lo que contribuye cada uno es con sus limitaciones, para las que espera encontrar remedio en el seno de la asociación y en el reducido número de iguales, en lugar de quedar en evidencia ante la sociedad en su conjunto.
"Todo un sistema de vida esperaba ser reiniciado, un detalle que había convencido a los realistas para someterse a la ideología de los puristas que, en particular desde el reclutamiento de los trabajadores y la escasez de los materiales, debido a la guerra inminente, habían descartado completamente la modernización a gran escala. Y los realistas de ambas tendencias tampoco eran insensibles al encanto de un nuevo comienzo, simbolizado con tanto acierto por el viejo hotel y sus aparatos, que los devolvían a la edad de la inocencia, al alba de la memoria y a las arcaicas figuras del padre y la madre. En cualquier caso, por el momento, todos veían posible volver a empezar por el principio y corregir el pequeño error que había ocasionado aquella enorme confusión, como ese fallo que uno comete al inicio de un cálculo matemático y que acaba por traducirse en una diferencia de miles de millones en la respuesta final."
El extrañamiento de un modo de vida conocido y asumido y el planteamiento de nuevas necesidades cuya solución se había propuesto solo en el plano teórico no provocó la aparición del elenco de virtudes con el que resolver cualquier tipo de incidencias, sino que las dificultades hicieron emerger lo peor de cada uno -una posibilidad que, en teoría, debía ser descartada como principio fundacional de la colonia- para agravar los enfrentamientos, poner en cuestión el experimento y crear nuevas rencillas personales entre individuos con anterioridad desconocidos.
"-A Helen le encantará quedarse con los niños -prometió el realista más joven. Igual que Susan, tenía ciertas dudas acerca de la validez de aquel procedimiento, pues él también era un escritor "creativo" y, por lo tanto, más sensible a las cuestiones morales. Pero, de temperamento más estable que Susan, la inquietud no le duró mucho tiempo: estaba seguro de que el lugar de reunión no supondría ninguna diferencia; Joe Lockman le parecía más bien el típico jasídico simplón; las reivindicaciones de Taub y sus manifestaciones solo le interesaban de un modo superficial. Aquel joven pálido, gordo y rubio, de ojos redondos y mirada divertida y campechana, seguía en la facción de Taub principalmente por pereza, y por satisfacer su inclinación de novelista por la trama. Taub, por su parte, lo miraba con indulgencia paternal; el "descubrimiento" de nuevos talentos constituía una de sus actividades de ocio principales, y nunca se había parado a pensar en el momento en que el niño caminaría sin ayuda."
Cada conflicto, por tanto, es una muestra de las dificultades en la convivencia de personas con intereses dispares, y el hecho de mantener un objetivo común -todo lo que las llevó a trasladarse a la colonia- no las libra de los enfrentamientos provocados por esa misma convivencia; pero también de la incapacidad, personal, de hacer que ese objetivo común se imponga sobre los intereses propios, las convicciones, las expectativas o los prejuicios.
"El hecho de que una persona que estaba empeñado en destruir le expresara su estima solo incrementaba su desdén e inflamaba su fervor punitivo, pues ya no temía las represalias. Incorruptible en la venganza, tampoco lo movía la compasión, pues la consideraba una forma de soborno a las emociones más tiernas."
Entendiendo el conflicto como un ente dotado de voluntad propia cuya única intención es perpetuarse, la reconciliación de los líderes de cada facción -haciendo uso de una capacidad posible solo en el nivel personal, la empatía- traspasará las diferencias de nivel, que quedarán establecidas entre los numerarios de cada facción, y en un contexto doble: externo, enfrentada a los numerarios del otro grupo; interno, contra la rendición de su líder ante su adversario. Y esa enemistad es de consecuencias mucho más graves que la que enfrentaba la de los dos líderes ya que ni el razonamiento ni la empatía, ambos restringidos al plano personal, son susceptibles de participación.
"Este fue el último combate abierto que se produjo entre los dos líderes. Ambos salieron de él con la sensación de haber vencido y, también, de haber perdido el tiempo. A partir de entonces, las conversaciones entre ellos se limitaron a cuestiones prácticas o a temas asépticos que no requerían que ninguno se posicionara. Dado que ambos habían perdido la esperanza de convencer al otro o de asestarle un golpe que pudiera incapacitarlo, optaron por aceptar sus diferencias y, a falta de algo mejor, comenzaron a tener en consideración sus virtudes. A esta mejora de las relaciones le siguió una explosión de amistad, como ocurre a menudo en los romances cuando dos personas deciden que no "significan demasiado" la una para la otra. Los consiguientes beneficios prácticos en el plano social -las veladas conjuntas, el trabajo en equipo o los consejos dados y recibidos- fueron inmensos."
En todo caso, esa socialización de los deseos, la colectivización de las aspiraciones, aún lastradas por las diferencias de enfoque y las rivalidades entre líderes y entre facciones, posibilita que esos anhelos alcancen un grado de inverosimilitiud que jamás podría haberse dado si los promotores fueran personas individuales, mucho más razonables en sus deseos que cuando se cuenta con el refuerzo de la colectividad.

La intención consciente se ha trasladado desde la vida convencional hasta la convivencia en la colonia, y los participantes han aprendido a modular sus aspiraciones y sus reacciones a su nueva situación; pero cuando surge un conflicto que afecta, además de a la comunidad, a la propia existencia o a la cohesión del grupo, los frenos conscientes dejan de ser efectivos y emergen las personalidades reales, con lo que se agrava el conflicto al situarlo fuera del ámbito de la comunidad, entre unos individuos que ya no se reconocen entre sí -y a los que no les gustaría reconocerse por sí mismos- y por razón de unos enfrentamientos que no entraban en el marco de las posibilidades.
"Al principio, nadie reconoció abiertamente que el pícnic se había echado a perder; aquel encuentro había magullado y vapuleado demasiado la moral de la colonia, pero, cuando abrieron las cestas y el áspero vino tinto empezó a circular, los miembros se dividieron en pequeños grupos y, sentados en círculo, bajaron la cabeza y la voz para repartir culpas y perdones y extraer la moraleja de la historia. Todos eran secretamente conscientes de que una fase de la colonia había llegado a su fin; se había perdido algo que tal vez fuera un ingrediente esencial: un hombre puede vivir sin respetarse a sí mismo, pero un grupo se hace añicos, se disgrega, cuando ve el reflejo de su propia fealdad."
¿Está preparada la colonia para repeler un ataque exterior usando sus propias normas, adoptadas por consenso, cuando ese enfrentamiento la pone más allá de los límites de su constructo teórico, y cuando ese enemigo no solo representa todo lo que ellos han dejado atrás, sino que elude del fair play que ellos tienen en cuenta en sus diferencias internas? ¿Dónde está el mayor peligro para la supervivencia de la colonia, en las desavenencias intrínsecas -para las cuales las formas fundacionales deberían haberlos preparado desde el inicio- o en un ataque exterior -para cuya respuesta no sirve el planteamiento fundacional-?
"-El problema para la colonia consiste en no confundir sus triunfos materiales con el triunfo de su ideal. Aquí no hay nada -dijo, señalando con un gesto impreciso la lejanía azulada- de lo que la colonia no pueda prescindir. Eso es lo que deberíamos preocuparnos por demostrar. Hemos probado que podemos apañárnoslas sin coches y sin electricidad, pero también deberíamos probar que podemos apañárnoslas sin mantequeras y lámparas de aceite, y que seríamos capaces de volver a las lavadoras y a las batidoras, si fuera necesario. La colonia no debe identificarse con sus herramientas."
La invasión de unos foráneos de un prado propiedad de la colonia para recoger unas fresas silvestres provoca el cuestionamiento de las bases de Utopía porque ese hecho no entraba en el marco teórico establecido; contraviniendo un código no escrito pero fácilmente comprensible, son rechazados mediante disparos de salvas al aire, una reacción que acentúa el debate hasta límites insospechados y convierte la respuesta a la transgresión en la mayor amenaza para la continuidad del experimento. 
"-La mente, hablando con propiedad, solo debe desear sus propios objetos: el amor, la belleza formal, la virtud. Pero, si la mente no está entrenada para distinguir sus objetos de los del cuerpo, los confunde. Convierte el capricho de las fresas en una exigencia ética; la mente, entonces, cree que necesita las fresas y, en consecuencia, cualquier acción que pueda emprender para garantizarlas está moralmente justificada. Pero, en la medida en que las fresas son algo material, solo pueden, en un último análisis, garantizarse por la fuerza; es decir, se trata de una necesidad física. Si hubiéramos tenido hambre -añadió-, no habría nada incongruente en el hecho de iniciar una batalla por ellas. Sin embargo, dado que nuestro deseo era mental, lo mismo daba una fresa que cien, pues no hacía falta disputarnos su posesión, ya que dos mentes pueden tener un único objeto al mismo tiempo."
En manos de un escritor menos hábil, el planteamiento de la novela podría haberla convertido en una ideologizada novela de tesis absurda, cargante y aburrida. Pero McCarthy no se encierra en la novela filosófica, en el peor sentido aplicable -de nuevo, el fantasma de la teoría sobrevuela la estructura del texto- porque su intención no es perorar acerca de las comunidades utopistas, sino mostrar los errores en los que puede sumirse el esnobismo de clase al intentar poner en práctica un modelo teórico cuya aplicación conlleva más problemas de los esperables. Pero esa no es la única intención de la autora -ni, tal vez, la principal-; sin ánimo de revancha, pero con un incuestionable sentido de la ironía, McCarthy no solo pone en el punto de mira a toda una clase -la intelectualidad neoyorquina de mediados del siglo XX- sino que se inspira, para la caracterización de sus personajes, en individuos reales de su entorno inmediato -amigos, amantes y solo algún enemigo-, a los que caricaturiza sin disimulo y sin otra consideración que la que sobrevive después de aplicar un hiriente y jocoso sarcasmo.

Ese carácter de roman à clef de El oasis, por el cual cada personaje corresponde a una persona real perteneciente al círculo de amistades de la autora, se pierde para el lector actual -del mismo modo que sucede con la mayoría de personajes de À la recherche du temps perdu-, pero ello no es óbice para disfrutar de la lectura de una novela en la que la inteligencia empleada en su construcción sobrepase con creces la ironía de su forma exterior; en todo caso, es relevante saber que existen esas correspondencias -y que, una vez publicada, levantó ampollas entre las personas reales que aparecían retratadas, en términos por lo general, poco favorables, en su traslación como personajes ficticios-, pero es más gratificante, para el lector no especialista en la esfera intelectual norteamericana de la época, la existencia de tal correlación que la identificación de cada protagonista como persona real.

McCarthy se muestra especialmente cáustica cuando, después de la división del grupo en las dos facciones mencionadas, pone en evidencia aquellas conductas que chocan frontalmente con los principios teóricos que cada una de ellas se ha autoimpuesto y, en especial, con la indulgencia con la que tratan esas traiciones por parte de los encargados de mantener la ortodoxia, como si sus transgresiones formaran parte de sus atribuciones como vigilantes o como si, con mayor frecuencia, su papel los mantuviera al margen de sus propias normas.
"Y la propia colonia, tal y como ella la veía, con sus energías, sus incertidumbres, sus euforias, sus ciclos de recesión y recuperación, también parecía haber estado reproduciendo la imagen del mundo galvánico de allá abajo a través de un prisma. (En el terreno social, se había considerado a sí misma como una especie de fábrica o negocio para manufacturar y exportar moralidad)".
Literatura inteligente para lectores entrenados y satisfacción máxima para todo aquel que busca algo más que entretenimiento.

Calificación: *****/*****

17 de mayo de 2019

Levantar la mano contra uno mismo XI. Cent bonnes raisons pour me suicider tout de suite

Cent bonnes raisons pour me suicider tout de suite, suivi de Douze possibilités d'échapper à Noel. Roland Topor. Nouvelles Éditions Wombat, 2019
Roland Topor, el hombre-orquesta francés de origen polaco, no ha disfrutado, hasta el momento, del favor editorial en nuestro país, aunque la editorial riojana Pepitas de Calabaza ha anunciado una "Biblioteca Topor" que ha inaugurado con el volumen de relatos El par de senos más bello del mundo, y a la que habrá que permanecer atento.

Mientras tanto, no queda otra que ir espigando entre los títulos disponibles en francés; inédito hasta el año pasado, Wombat, una editorial tan peculiar como el autor, publicó en un solo volumen esas "cien razones para suicidarme enseguida" y sus "doce posibilidades de librarse de la Navidad", dos excelentes muestras del humor negro -sobre todo la primera- que Topor desplegó en toda su obra; entre las primeras, a modo de ejemplo, escribe "Para poner en ridículo a mi cáncer" o "Para matar a un judío, como todo el mundo"; entre las segundas, "Convertirse en budista o musulmán" o, naturalmente, "Suicidarse".

Calificación: ****/*****

13 de mayo de 2019

El hogar eterno

El hogar eterno. William Gay. Dirty Works, 2019
Traducción de Javier Lucini
Alcohol ilegal, negocios oscuros, rivalidades irreconciliables, enemistades incompatibles, asesinatos irresueltos; hostilidades que pasan de generación en generación hasta olvidar el origen pero cuyos efectos persisten al margen del discurrir del tiempo y de una memoria familiar, casi genética, que no necesita cuidados para perpetuarse, ufana, hasta que un día el destello fugaz de una chispa inesperada provoca la explosión que arrasará con todo. Sol incendiario o lluvia inclemente; calor asfixiante o frío  glacial, sequía agobiante o humedad empapada; ni en los hombres ni en el clima existen términos medios.
"Allí tumbado, el hermano Hovington parecía no necesitar nada de lo que aquellas mujeres pudieran ofrecerle. Tenía los ojos cerrados, puede que se hubiese quedado dormido. De no ser por el suave movimiento acuoso de los globos oculares tras los párpados casi traslúcidos y el lento e hipnótico pulso azulado del cuello, cualquiera podría haberle dado por muerto. El hecho es que el hermano Hovington yacía agonizante, sumido en una alteración temporal tan vinculada al dolor que le resultaba imposible discernir el paso de las horas. Desde el fuego fundido donde se consumía podía discernir las lentas maquinaciones de la eternidad, el milagro cósmico de cada segundo que nacía, en forma de huevo, plateado y fálico, el tiempo que se propulsaba resplandeciente a través de la cáscara gastada e inservible de cada microsegundo que iba quedando atrás, titubeante, comenzando a descubrir las lentas e infinitesimales progresiones de la descomposición, un mecanismo codificado desde el mismo instante de su concepción, devastador, para enseguida ser relegado por un nuevo impulso orgásmico, y todo atendiendo al latido de una especie de corazón galáctico, voces, los murmullos de un demente atrapado en la trama del mundo."
Un cacique que tiene a toda la comunidad comiendo de su mano es el hilo que ata a los habitantes y a sus circunstancias, el astro alrededor del cual gira la vida en un sórdido asentamiento abandonado de la mano de Dios. No se trata solamente de un bravucón violento, sino que todo lo que tiene que ver con el alcohol -y, por tanto, con el dinero- pasa por sus manos; administrando con mucho tiento favores y protección, consigue que nada se mueva sin su permiso; sobornando a los jueces e instaurando un verdadero régimen de terror, consigue que la justicia siempre esté de su parte; atemorizando al pusilánime sheriff local, retuerce la ley hasta que se pliega a sus designios. Y lo que no puede arreglar el dinero, lo solventan las amenazas o, en su defecto, un disparo certero, un accidente inesperado o una lata de gasolina.
"El rostro zorruno de Hardin se veía cada vez más demacrado, sus fríos ojos amarillos cada vez más reptiles. O puede que se asemejasen a los de un tiburón, inanimados e inexpresivos, apenas un atisbo permanente de avaricia. Y discurría por la vida igual que los tiburones, llevándose a la tripa cualquier cosa que atrajese su atención, engulléndolo con sus ardientes fauces oscuras, nutriéndose de lo aprovechable y defecando el resto."
La sensación, a pesar del control que ejerce Hardin, es de equilibrio inestable; el ambiente es de violencia contenida, de una frágil tregua cuya rotura pende de un hilo y que cualquiera puede echar a perder aun con el movimiento más inocente y desatar la tragedia. El ambiente de convivencia parece tenso, a la espera de cualquier circunstancia que rompa ese equilibrio precario y se desate la tormenta que acabe con todo. Más cuando al menos dos personajes tienen en sus manos la posibilidad de dar inicio a la escalada, aunque uno de ellos ignore la existencia del otro.

Diez años antes de los sucesos que se relatan en El hogar eterno, Hardin asesinó a un lugareño a sangre fría e hizo desaparecer su cadáver en una sima cercana al asentamiento. La gente del lugar, incluida su esposa, supuso que ese individuo se había largado -todos lo harían, si pudieran- abandonando a su mujer y a su hijo. Pero transcurridos unos años, después de una inundación, un viejo convicto, viudo y solitario, se encuentra con el cráneo de la víctima, que muestra a las claras las señales de su asesinato y confirma los hechos de los que fue involuntario testigo; es consciente de la cadena de acontecimientos que podría desatar si hiciese público su descubrimiento, aunque el sentimiento de culpa que le embarga le reconcome por dentro y le provoca pesadillas debido a su inacción, más cuando el hijo de la víctima, un joven formal y trabajador, es contratado por el asesino de su padre para construir un garito ilegal en pleno bosque.
"Se levantó. Encendió la lámpara de la cómoda, cruzó la habitación hasta el vestidor y lo abrió. Bajó la caja de zapatos que guardaba en la balda superior, desenvolvió la calavera de su embalaje de papel de seda y se quedó mirándola. Desde luego, algo tengo que hacer, pensó. Al principio había pensado en enterrarla y olvidarse de ella pero, por alguna razón, no le pareció apropiado. Era un asunto inacabado con demasiados cabos sueltos. Los agravios precisaban que alguien los desagraviase y había que romper el silencio, pero él no se sentía digno de romperlo. En la penumbra amarillenta que proyectaba la lámpara de petróleo, él y la calavera formaban un extraño retablo. Así, arrodillado ante el vestidor, podía haber pasado por un acólito frente a un oráculo, un discípulo en espera de los sabios consejos de aquel viajero infatigable que acababa de resurgir de las entrañas de la tierra. De poder hablar, ¿qué relatos contaría? ¿Había visto llegar su destino? ¿Habían seguido sus ojos, sin creérselo, la fatal trayectoria de la bala que le fragmentó el cráneo? Oliver pensó que si en algún momento llegaba a enterarse, nada podría impedir que el muchacho acabara matando a Hardin y se pasara el resto de su vida entre rejas. De no haber tenido la cabeza tan reblandecida, lo habría matado yo mismo hace tiempo."
Ese peligroso equilibrio que el autor maneja con envidiable maestría parece alterado cuando Winer se lía con la protegida de Hardin, la hija de la mujer con la que vive y que este protege con fines inescrutables aunque fácilmente deducibles.
"'El pensó en la extraña progresión de las cosas, en cómo los bordes dentados de un suceso se ensamblan con los del siguiente como las piezas de un rompecabezas, ni una sola pieza independiente del conjunto."
El tiempo avanza demasiado deprisa para quien tiene asuntos pendientes anclados en el pasado, y demasiado lento para quien pretende pasar página de unos hechos que ocurrieron en tiempos remotos. Aunque nunca puede descartarse que esos actos, olvidados por el simple paso de los años u obligados a desaparecer por la fuerza, emerjan de nuevo cuando nadie piensa ya en ellos y arruinen, con la insistencia de los asuntos no resueltos, un presente artificialmente repuesto. Uno puede luchar contra los monstruos coetáneos, pero se encuentra indefenso para hacer frente a los fantasmas del pasado. El presente es inevitable pero se puede enmendar; el pasado, en cambio, en incorregible.
"De repente, una antigua aflicción que tendría que haberse disipado hacía mucho tiempo le retorció las entrañas como un puñal. Una aflicción nacida diez años atrás que ya tendría que estar sepultada por los escombros del tiempo. Diez años. Diez años que a saber dónde habían ido a parar, con todas aquellas palabras de acusación que se habían pronunciado. Se sintió invadido por una redención amarga, un sentimiento de fe cumplida, pero saber la verdad no le daba la menor satisfacción, con mucho gusto habría aceptado seguir engañado si con ello hubiese podido cambiar el curso de los acontecimientos. Se giró con la vista borrosa y marchó calle arriba. Ella miraba desde la ventana. Cuando lo perdió de vista, las cortinas volvieron a cerrarse." 
El hogar eterno (The Long Home, 1999), primera novela del tennessean William Gay, se ubica en este ambiente y, mediante una sucesión de cuadros, en aparente desconexión entre sí, compone, vistos en su conjunto, un retrato exhaustivo que define a la perfección el entorno humano -y físico, origen y consecuencia, a la vez, de aquel- en el que se enmarcan, con una verosimilitud escalofriante, hechos que se considerarían absurdos en cualquier otra circunstancia.

Gay administra la tensión como quien sabe perfectamente lo que pasa por la cabeza del lector; centrando el papel de relator en la figura del viejo Oliver, que sabe lo que sucedió pero lo oculta al hijo de la víctima porque conoce que esa revelación desatará la tormenta, va desgranando los sucesos que, bajo la apariencia de desviar la línea argumental del final temido, conducen irremediablemente hacia el mismo mediante una espiral de tensión creciente y acelerada.

Calificación: ****/*****

10 de mayo de 2019

El hechicero de Meudon

El hechicero de Meudon. Éliphas Lévi. Wunderkammer, 2019
Traducción de Eva María de Miguel. Prólogo de Enrique Juncosa
Alphonse-Louis Constant fue un prolífico polígrafo autor de libros sobre magia y ciencias ocultas, agitador político y socialista utópico.

El hechicero de Meudon (Le Sorcier de Meudon, 1861), una de las obras firmadas con su pseudónimo, es una novela de aventuras al viejo estilo dividida en tres partes, cuyo protagonista es François Rabelais, el autor del ciclo de Gargantúa y Pantagruel, consistente en la recreación de tres episodios de la vida de dicho escritor; el texto desborda referencias rabeleasianas -incluyendo la participación de numerosos personajes de la obra de Alcofribas Nasier- a lo largo de su extensión; Constant la dedicó a Éveline Rzewuska, la esposa de Balzac, quien, a su vez, homenajeó a Rabelais en sus Cuentos droláticos, casi treinta años antes.

Constant despliega con destreza su parodia a través de diferentes estilos: escolástico cuando los monjes discuten acerca de temas religiosos; silogístico en las argumentaciones de François; pegajosamente romántico cuando el tema es el amor; sofístico cuando se tratan temas teológicos; y rabelesiano, muy rabelesiano, cuando el propio François argumenta acerca de temas profanos.

El homenaje a Rabelais no concluye haciéndolo protagonista de la novela, sino presentándolo como un individuo amable, comprensivo, indulgente y, sobre todo -fundiendo en un solo personaje al escritor y a sus gigantescas criaturas-, ocurrente y bon vivant; tal personaje se presta bien a librar del "monjerío" a un joven recluido en una abadía por una absurda promesa de su padre, bien a restablecer las relaciones paternofiliales rotas por la codicia terrenal de la Iglesia, o bien a restituir una amistad malograda por la ambición de la vida de la corte.

Un texto magistral que explora los límites de la parodia con una habilidad impecable.

Calificación: Hors catégorie

6 de mayo de 2019

Memorias de un poeta asesino

Memorias de un poeta asesino. Pierre-François Lacenaire. Editorial Luces de Gálibo, 2019
Traducción de Lola Pérez-Montaut Martí
"Llego a la muerte por un camino equivocado, subo por una escalera... He querido explicar el por qué de este viaje, de esta ascensión mortuoria... Lo digo sin vergüenza y sin miedo, no por el placer de librarme a enseñanzas impuras, lo juro, sino para arrojar luz sobre mi último recogimiento."
Pierre-François Lacenaire representa, a la mirada contemporánea, el prototipo del criminal romántico burgués, un nuevo patrón de delincuente cualitativamente distinto del usual en tiempos de la Revolución y del bonapartismo. Lacenaire es el asesino ilustrado, el criminal que delinque como resultado del tratamiento racional de la posibilidad del delito. No existen necesidades perentorias que le obliguen, ni un ambiente que le encamine hacia la delincuencia, ni tampoco una predisposición morfológica -la frenología se encontraba en su apogeo e hizo de Lacenaire objeto y demostración de sus hipótesis- para el crimen.
"Pero quiero ser generoso al morir, y, para evitar a la academia disertaciones sin fin y, tal vez, incluso (aunque sea poco susceptible al respecto) reflexiones impertinentes sobre la relación de mi glándula pineal con mi inteligencia, así como de las prominencias de mi cráneo con mis apetitos violentos, me dispongo yo, muy vivo aún, sano de cuerpo y espíritu, a hacer mi autopsia y la disección de mi cerebro con mis propias manos. Espero que como recompensa por este sacrificio tendrán a bien, después de mi deceso, no esparcir mis miembros por sus anfiteatros y dejarlos tranquilamente en su agujero para que se encuentren al alcance cuando llegue el momento de reunirse en el gran día de la resurrección."
La venganza, al igual que el resto de impulsos asesinos, es un mal asunto si no puede materializarse; provoca un estado de agitación interior que, al no ofrecérsele salida, corroe el entendimiento y puede desviar su camino hacia objetivos equivocados y con una intensidad desproporcionada.

El primer paso en la escalada criminal lo sitúa Lacenaire en su familia: su padre es un meapilas reaccionario, ignorante, palurdo, avaro, y rastrero con los poderosos:
"[...] he visto siempre a mi padre como el defensor más acérrimo y el menos ilustrado, a decir verdad, de la aristocracia y del clero, y el antagonista más obcecado e impetuoso de todos aquellos que osaban denigrarlos No creo que fuera muy osado si dijera que habría firmado de buena fe la condena a muerte de todos ellos, ¡tan injusta y bárbara vuelve el fanatismo religioso y político a la gente!";
su madre, en cambio, es lo contrario del padre: virtuosa, resignada, comprensiva, indulgente, casada a los dieciocho con un hombre de cuarenta y siete; su único defecto, dejar la educación de sus hijos en manos de su marido:
"No he conocido nunca a una mujer más sinceramente devota sin beatería, ni más profundamente virtuosa sin mojigatería, ni más sensible a las penas de los otros, ni más indulgente con sus defectos, ni más resignada en sus propios sufrimientos, que siempre disimuló, en la medida de lo posible, a aquel que se los propiciara toda su vida, incluso queriéndola."
La redacción de estas Memorias, aparte del intento de justificación de algunos de sus actos y del propósito de dejar a la posteridad noticias de primera mano acerca de su caso, es esbozar las circunstancias que llevaron a convertir a un niño inocente en el individuo adulto que resultó, circunstancias que la vida le impuso sin que mediara intención por su parte.
"Voy a intentar retratarme aquí tal y como salí de las manos de la naturaleza. Por lo que soy ahora, se podrá juzgar la diferencia que la educación, las circunstancias y mi propia voluntad han aportado a mi carácter primigenio."
Lacenaire confiesa una infancia difícil: abandonado por sus padres en manos de una nodriza, después de una cuidadora y, posteriormente, bajo la férula de su hermano mayor, un ser déspota que le hace la vida imposible. Lacenaire hace responsable a esa ausencia de amor durante sus años de formación del cariz que tomó su existencia pasada la adolescencia, que desarrolló en él una facilidad de percepción del ser humano que sobrepasaba la imagen facilitada por la sociedad para acceder a la verdadera naturaleza de sus semejantes.
"Hombres, ¿qué culpa tengo yo si os he visto tal y como sois? ¿Qué culpa tengo yo si he visto por todas partes el interés personal vestirse con el traje del interés social, la indiferencia esconderse tras la amistad y la devoción, la maldad y las ganas de perjudicar adornarse con el bello nombre de la virtud y la religión?"
Con posterioridad, y ante los problemas de convivencia con su hermano mayor, el favorito de sus padres, es expulsado de nuevo del hogar y recluido en un internado, lugar en el que, a pesar de las apariencias, es tratado con más afecto que en su familia y en el que comienza a desarrollar, por primera vez, relaciones de complicidad y amistad con sus compañeros; en definitiva, una reclusión que le abre, paradójicamente, al mundo real, una verdadera cura para la naciente misantropía que le había generado la vida familiar. Pero también esa felicidad relativa termina de forma abrupta debido al conflicto planteado por el propio Lacenaire relacionado con su irreligiosidad; su padre, siempre dispuesto a hacerle la vida imposible con la excusa de la corrección de su educación, lo encierra en el seminario.
"Allí verdaderamente pasé la época más desdichada de mi existencia, allí mi joven filosofía se vino abajo en pocos meses, a pesar de Horacio, a quien entonces leía con tanto placer, y realmente ese era el objetivo; pónganse en mi lugar: en medio del aburrimiento, de las desdichas con las que me colmaban cada día, no tenía para mí ningún tipo de compensación; no podía suavizar mis penas con el recuerdo de mi familia, con la idea de la felicidad que me esperaba al volver a ella después de esos días de prueba y sufrimiento. Esa esperanza me había sustentado, pero desgraciadamente no podía consolarme con esa ilusión."
El peregrinaje por diversos centros escolares, provocado por las sucesivas expulsiones, no se detiene ahí: centros públicos, escuelas de jesuitas, auténticos correccionales para jóvenes descarriados, todos dan buena cuenta de los problemas de convivencia con cualquier tipo de autoridad y de adaptación a la vida regida por normas absurdas e impuestas a las que Lacenaire no piensa obedecer. Por contra, decide convertirse en autodidacta, estudiar solo aquello que le interesa y leer cuanto pueda, tomando como guía el azar. En ese proceso tiene lugar el descubrimiento de la historia, a la que dedicará la mayor parte de sus horas de lectura.
"Los hombres son los mismos en todas las épocas; observando lo que un hombre ha hecho en determinada circunstancia, pueden imaginarse lo que hará otro en un caso parecido: es una escala de proporción que puede aplicarse siempre. En cuanto a los filósofos del siglo XVIII, Voltaire, Helvetius, Diderot, D'Alembert, aunque conocía perfectamente sus nombres y sus reputaciones, y el horror que me había querido inculcar contra ellos fuese lo que más me atraía, me abstuve de leerlos, pues quería crearme un sistema basado en hechos, un sistema que fuera mío y no el resultado de veinte mil teorías que hubiera encontrado en sus libros. Siempre he sido un hombre muy sistemático, y tal vez por eso me mantengo terco en mis opiniones; un sistema es un verdadero caballo de guerra, una vez que se lo monta, se acabó..."
Su carrera como delincuente comienza pronto y con el delito que tiene más a mano: la sustracción del dinero de sus padres en combinación con el poco confiable hermano mayor. El propio Lacenaire, consciente de lo erróneo de su comportamiento pero justificando el robo, sitúa en esa época el comienzo de su carrera contra la ley y le otorga a ese hecho una importancia fundamental con respecto a su conducta futura.
"Ahora que examino el pasado a sangre fría, no puedo evitar reconocer que esos robos perpetrados dentro de mi familia tuvieron una gran influencia sobre mi conducta posterior, no en cuanto a mis principios, nada podía cambiarlos, ni modificarlos; pero, aun reconociendo entonces, como reconozco ahora, que aquel que no tiene y se muere de hambre tiene derecho a ... [seis líneas censuradas], reconociendo, ya digo, este principio,  me veo obligado a admitir que habría vacilado más antes de cometer mi primer robo de no haber tenido, por así decirlo, un largo aprendizaje en casa."
Tampoco en cuestiones amorosas es capaz de someterse a las normas y usos habituales. En lugar de buscar pareja sentimental entre las jóvenes de su edad, mantiene una relación de cinco años con una mujer mayor, casada, que colma sus necesidades sexuales sin el engorro del compromiso; una vez terminada de forma abrupta esa relación, el sexo de alquiler colmará la totalidad de sus expectativas.
"[...] cuando una mujer causaba cierta impresión en mi corazón, la evitaba como a la peste. Solo fui para el sexo un verdadero sátiro que buscaba satisfacer sus pasiones brutales, y que solo frecuentaba a las Venus cuyos encantos se cotizan como una mercancía. Este método era a decir verdad mucho menos costoso, y me evitaba todas las molestias que conllevan una declaración y los aburridos preliminares de una conquista galante con criaturas que de ningún modo valen más que las otras."
Otro de los motivos de controversia familiar fue la política. Educado en un ambiente reaccionario, en el momento de la Restauración su padre abraza las ideas legitimistas, mientras que Lacenaire, más por contrariarlo que por unas convicciones que no posee, se adscribe a la causa liberal-constitucionalista. Esa oposición provoca continuos enfrentamientos familiares por una cuestión a la que Lacenaire no concede la mas mínima importancia, aparte de servir como excusa para la hostilidad dialéctica con su padre y para reafirmar su inquebrantable independencia de criterio.
"Si la política no fuera a veces una cosa tan seria y no acarreara tras de sí tantas calamidades, solo quedaría reírse de lástima. Tontos y sinvergüenzas, he aquí en dos palabras cómo se puede resumir toda la política pasada, presente y futura. No me impliqué en ella más que en defensa propia, porque mientras me ha sido posible nunca me ha gustado interpretar ninguno de esos dos papeles."
Enfrentado al mundo laboral y a la edad de asumir responsabilidades, Lacenaire sigue mostrando su incapacidad de adaptación: es despedido de una notaría por la sospecha de robo; deserta del ejército., al que había accedido con nombre falso, porque no puede soportar la abnegación necesaria; abandona el comercio de licores por las malas condiciones laborales; consigue fondos de la familia pero los pierde en el juego; finalmente, y ante la falta perentoria de dinero, emprende su carrera delictiva oficial con la falsificación de unas letras de cambio.
"Avergonzado de volver a su casa, tomé prestados diez francos a uno de mis amigos y me fui a Lyon, llevando en mi portafolio unas estupendas letras de cambio falsificadas. Era mi prueba de fuego. Las repartí por un valor aproximado de diez mil francos. Solo los dos primeros billetes, uno de quinientos y otro de mil, llevaban mi nombre y podían causarme problemas. Llegué a Lyon, donde los convertí todos en oro inmediatamente. Esa misma tarde me encontré a mi hermano en el teatro; le informé de lo que había hecho. Mi hermano palideció ante la calma y la tranquilidad con la que le detallaba mi interesante expedición. Le dejé la dirección de los dos billetes firmados con mi verdadero nombre, en el caso de que quisiera retirarlos por su honor. En cuanto a los otros, no temía nada, no podían llegar hasta mí."
Después de ser denunciado y perseguido por la policía, huye a Suiza y, posteriormente, a Italia donde, en la persona de un denunciante que ha sabido de su evasión de las autoridades, comete su primer asesinato confeso, a traición y a sangre fría. Una nueva huida para evitar su detención le lleva de nuevo a Lyon y, con el fin de conseguir fondos de su familia, a alistarse en el ejército, en el que se acentúan sus problemas de adaptación y su incapacidad de obedecer órdenes. Después de un enfrentamiento con un superior, es recluido en el calabozo, del que nada más salir, deserta y regresa a Lyon, donde se entera de la bancarrota de su padre y de la huida de toda la familia a Bélgica.
"Al recordar algunas circunstancias, esa noticia no me sorprendió mucho. Lo único que me parecía sorprendente era que mi padre, durante toda su vida, no hubiera hecho más que declamar contra los quebrados, y ciertamente lo hacía de buena fe, lo cual prueba cuán difícil es conformar nuestra conducta a nuestros principios, cuando los principios están encerrados en un círculo demasiado absoluto; pero lo más interesante es que mi padre no hacía nunca perder casi nada a los extraños: habría preferido que fueran sus parientes y amigos."
Empeñado en sobrevivir a pesar de las circunstancias, Lacenaire, de forma racional, decide convertirse en ladrón y asesino, más por desprecio a los hombres y a la sociedad, a la que no pide cuentas pero con respecto a la cual se considera acreedor, que por desconsideración a las leyes.
"Ahora, puesto que querían conocerme bien, escúchenme con atención. No será mi culpa si no son capaces de juzgarme bien. Aquí, propiamente dicho, empieza  mi duelo con la sociedad, algunas veces interrumpido por mi propia voluntad y que la necesidad me hizo retomar en última instancia."
El robo de un cabriolé, un duelo ilegal... Delitos provocados sobre todo por la búsqueda de interés personal -aunque la cobertura de sus necesidades también tuvo su papel-, por pura venganza, fundamentada en un odio creciente hacia todo aquello que aborrece. Todo ello reforzado por sus tempranas estancias en prisión, un lugar en el que, además de no acceder a ningún tipo de rehabilitación, hallará algunos secuaces a los que piensa reclutar para delitos futuros.
"Todo esto está en el hombre; atrévanse a decirme que no, les diré que no lo conocen. ¿Qué pasará entonces, añadía yo, cuando ese criminal sea yo? Yo, que he llegado hasta el crimen desde los rangos más altos de la sociedad; yo, sublevándome contra ella, sistematizando el asesinato y el robo. Qué estímulo para el pueblo, qué planes de destrucción germinarán en su seno cuando la miseria lo toque. Ah, mi nombre saldrá de su boca mientras coge el cuchillo con el que golpeará al rico que lo deja morir. Y ¡mi muerte! ¿La contáis en vano, mi muerte? Son no sé cuántos muertos lo que he sembrado a mi paso. Ay, ojalá recojáis de ellos algo más que los frutos sanguinolientos."
Sin embargo, parece que Lacenaire tiene dos formas de "templar su corazón": la principal es dar rienda suelta a sus instintos criminales, pero cuando no puede hacerlo por esta vía -cuando está en prisión, por ejemplo, o cuando echa en falta un objetivo que lo merezca-, escribe poesía.
"Al ver que mi plan fallaba en ese aspecto, lo aparté por un tiempo y no pensé más en él. Me entregué por completo a la poesía; me templó el corazón. No he conservado ninguna de mis composiciones de entonces; quizá tuviesen algún mérito. Debo reconocer que, una vez dejaba reposar mis ideas de venganza, olvidaba el mundo por completo para entregarme a otras reflexiones, para retomar en mí mismo, sin la ayuda de los libros, mis antiguos estudios, para entregarme de nuevo a todo lo que había hecho las delicias de mi vida, a aquello que era una verdadera monomanía en mí... la poesía... Volví a ser feliz, más feliz de lo que había sido nunca, dando rienda suelta a mis pasiones, satisfaciendo todas mis fantasías."
El concepto que tiene Lacenaire de su conducta delictiva es como una forma de lucha contra la sociedad, a la que acusa de no poner a su disposición los medios necesarios para sobrevivir en condiciones favorables, y lo contrapone a la utilidad de la vida de quien se atiene a sus normas. A pesar de reconocer que se trata, sobre todo, de seguir sus instintos, no por ello deja de culpar a la impersonal sociedad de su conducta delictiva. En sus épocas de libertad, entre condena y condena, su relación con el trabajo honesto con el que debería cubrir sus necesidades es en extremo ambigua y conflictiva: o bien no cubre sus expectativas económicas o bien no puede conseguir ningún tipo de progreso profesional. Ante esa situación, el principal afán por alcanzar una buena colocación se limita a tener ocasión para vaciar la caja.
"[...] por mucho que digan los sabios y los criminalistas, captarán el hecho pero no captarán la intención. Que comprendan el hecho que es mi escrito, que insulta a la maldad impune, al egoísmo tolerado, es posible. ¡Lo deseo! Pero en la intención se equivocarán. Dirán: "¡Vanidad! ¡Impudicia del vicios, mentira!". ¡Verdad! Señores míos, ¡verdad! Y en cuanto a la vanidad, a la impudicia del crimen, ¡nada de eso hay!"
La constante burla de las leyes que representa el comportamiento criminal de Lacenaire tiene su equivalente en el escarnio de las ideas políticas de todo signo. Fundamentalmente escéptico acerca de la bondad de la naturaleza humana, no concibe la política sino como un sistema amañado de perpetuación en el poder y de sumisión de la colectividad, y aboga por un apoliticismo activo consistente en no comprometerse con ninguna corriente y en aprovecharse de todas.
"Si hubiera estado en condiciones de desempeñar la carrera de lo que llaman un hombre honrado, habría sido bonapartista bajo Bonaparte, carlista bajo Carlos X y felipista hoy, concienzudamente, sin pensar que fuera un veleta. Pero, ¿por qué? Dirán ustedes: porque siempre he pensado que durante las luchas políticas el mal está siempre por encima del bien, porque una revolución no favorece más que a algunos instigadores, y siempre hay muchas víctimas, porque los hombres son siempre hombres y no pueden encontrar la felicidad más que en el fondo de su corazón y de ningún modo en la quimera de una libertad política. Y son muy hermosos los principios de libertad e igualdad; pero pruébenme que han reinado un solo día, digo un solo día, sobre la tierra, y los excusaré por correr detrás."
Instalado en una irrefrenable espiral delictiva, Lacenaire sigue planificando golpes movido no tanto por sus necesidades de supervivencia como por la venganza hacia la sociedad en general o, cada vez con más frecuencia, hacia individuos del hampa con quienes mantiene cuentas pendientes: antiguos cómplices, viejos enemigos... Lacenaire es consciente de que el círculo vicioso en el que se encuentra instalado solo puede ser interrumpido con extrema dificultad y, a menudo, parece más atraído por una "muerte brillante" que por poder librarse del castigo esperado, consciente también del renombre que un final de ese tipo otorgaría a su figura.
"En el momento en que la sentencia fue pronunciada, mi venganza se apagó. No quedó en mí más que un sentimiento de amor propio; no de ese amor propio que busca triunfar ante testigos, sino de ese amor propio concentrado que he tenido toda mi vida y gracias al cual siento tanto placer al verme alcanzar los resultados que me había propuesto. Entonces, estudio, contemplo mi fuerza y gozo en mí mismo: es mi mayor vicio. No lo confesaría si no me hubiese comprometido a decirlo todo."
A pesar de su buena predisposición hacia la condena, el tiempo que transcurre entre la sentencia y la ejecución parece alterar el cinismo de Lacenaire, que va descomponiéndose a medida que se acerca el final y, en algunos momentos, la desesperación le llega a provocar alucinaciones, afecta gravemente al sueño y le hace perder incluso el hilo de sus argumentos.
"¿Cómo, ya?... ¿Acaso me habré equivocado de hora? ¿Me dormí, por casualidad?... Todos esos rostros me parecen horribles al resplandor de esas sucias linternas... Veamos, nada de niñerías, marchemos rectos y sin flaquear... ¡Ah! ¿Ese señor? ¡Es él! ¡Qué espantosa afinidad se establece entre ese ser y yo!... A menudo me hice esa pregunta que me parecía inútil: "¿A quién dirigí mi primera palabra al nacer? ¿A quién dirigiré mi última palabra al morir?""
Pierre-François Lacenaire fue guillotinado en París el día 9 de enero de 1836. El último documento, ya que no la última voz, que salió de su pluma fue esta carta a su padre:
"8 de enero de 1836, en la Conciergerie, diez de la noche. Vienen a buscarme para llevarme a Bicêtre. Mañana, sin duda, mi cabeza caerá. Me veo obligado, en contra de mi voluntad, a interrumpir estas Memorias que pongo en manos de mi editor. El proceso completa las revelaciones. Adiós a todos los seres que me quisieron, e incluso a aquellos que me maldicen: tienen derecho a hacerlo. Y usted, que leerá estas Memorias que destilan sangre en cada página; usted, que no las leerá más que cuando el verdugo  haya limpiado su triángulo de hierro, que habré teñido de rojo, ¡oh!, guarde un lugar para mí en su memoria... ¡Adiós!"
Calificación: Hors catégorie

Bonus track: podcast del programa La libélula de Radio 3 dedicado a Memorias de un poeta asesino y a Pierre-François Lacenaire.

3 de mayo de 2019

Anatomía de un jugador

Anatomía de un jugador. Jonathan Lethem. PRH, 2019
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz
Alexander Bruno, jugador profesional de backgammon, supuestamente telépata, acude a la convocatoria de una partida en la ciudad de Berlín que espera le sirva para resarcirse de una mala racha sufrida en Singapur que le acarreó grandes pérdidas. Afectado por una mancha que le impide acceder a la totalidad de su campo visual -y cuya emergencia coincidió con el principio de sus pérdidas en el juego-, sufre, en medio de la partida, de una indisposición que le lleva al ingreso en el hospital; el diagnóstico concluye que padece de un tumor maligno en la práctica inoperable; a pesar de contactar con un cirujano que se presta a intervenirle mediante una técnica tan revolucionaria como arriesgada, la situación de Bruno es todo menos halagüeña: sin haber recuperado ni un céntimo de sus pérdidas de Singapur, se encuentra perdido y solo en Berlín, enfermo y sin dinero.

Lethem abre el abanico de los personajes que, a medida que avanza la trama, intervienen en la acción por su relación con el protagonista: entre los principales, Behringer, el neurocirujano excéntrico y audaz, casi mesiánico, que le extirpa el meningioma, el individuo que le desmontará el rostro, realizará la operación y lo volverá a componer; Madchen, la misteriosa alemana que aparece en los momentos clave de los episodios más desconcertantes de la vida de Bruno; y Stolarsky, un compañero de instituto de inesperadas  reacciones.

Atrapado en la telaraña de los acontecimientos, Bruno acumula experiencias negativas que van minando su idea de la persona que fue e incrementando sus niveles de indefensión. La extracción del tumor, el hecho central de la novela, ha cambiado ligeramente su fisonomía, pero Bruno experimenta un cambio más profundo, como si la cirugía hubiese liberado una identidad que permanecía agazapada en su interior ante la que no está seguro si sabrá reaccionar, con miedo incluso de que le traicione; una nueva fisonomía de la que necesita protegerse, una disociación que debe corregir hasta que ambos Bruno coincidan como antes. La solución, presumiblemente temporal, es ocultar el nuevo rostro, omnipresente e inefable, tras una máscara; pero el cambio no se limita a su cara: como si esta configurara por entero su personalidad, y ahora manteniéndola oculta tras un antifaz, pudiera permitirse una especie de renacimiento libre de las constricciones de su vida anterior; o, incluso, de que de tratara de una sustitución, otro Alexander Bruno, que hubiera heredado algunos trazos del  carácter y la personalidad del antiguo, pero fuera un individuo diferente. En definitiva, una identidad debajo de la identidad.

La literatura de Lethem es una de las voces narrativas que, a diferencia de muchos de sus contemporáneos, ha mantenido una coherencia estilística y unos presupuestos argumentales inamovibles -excepto algunos experimentos que confirman la consistencia de su propuesta- a lo largo de su carrera: la huida de los aspavientos formales y la solidez de sus tramas, verdaderas obras de relojería que avanzan paso a paso sin artificios, a un ritmo calculado y sin la participación de falsos recursos que añadan tensión narrativa artificial al margen de la mera sucesión de los hechos. Como en otros de sus trabajos, Anatomía de un jugador (A Gambler's Anatomy, 2016) pespuntea una trama ficticia con referencias culturales emblemáticas y reconocibles -y de una índole que permanece inalterable a lo largo de su obra, con independencia de la trama principal- que prestan verosimilitud a los hechos que narra.

Jonathan Lethem escribe bien, pero lo que más lo acerca a este lector es que escribe distinto.

Calificación: ****/*****