Michel de Montaigne. Essais, Livre I, Chapitre L, “De Democritus et Heraclitus”.
30 de abril de 2009
27 de abril de 2009
25 de abril de 2009
Calle de las Tiendas Oscuras
“¿Acaso no se esfuman en el crepúsculo nuestras vidas con la misma rapidez que un disgusto intantil?”
Inscrita en la reciente y bienvenida afluencia de títulos de Patrick Modiano a los anaqueles, Anagrama y Proa en catalán (Carrer de les Botigues Fosques) recuperan este Premio Goncourt de 1978, Rue des boutiques obscures, cuando su autor contaba con apenas 33 años, inédito hasta hoy en castellano.
En él se dan cita ya, a pesar de ser una de sus primeras obras, algunos de los principales leit motiv que han hecho de Patrick Modiano uno de los escritores europeos con más y merecido prestigio: la soledad inevitable a la que nos enfrentamos cuando queremos recuperar nuestro pasado; la búsqueda de una identidad, en ese caso, la del propio narrador, a través de la memoria; el París poliédrico como lugar eminentemente literario; y la época de la ocupación, una de las épocas más oscuras de la historia francesa reciente, con la que el autor pasa cuentas de manera poco complaciente. Todo ello, con la precisión estilística y la economía de medios característica del autor francés.
La memoria es unos de los temas recurrentes en la obra de Modiano; no tanto la memoria como contenido sino como proceso activo. Es bajo ese supuesto que se plantea la suposición de que si la memoria es el poder de reconstruir nuestros recuerdos mediante la ligazón de ciertos hechos asociados, una especie de conjunto de hitos que nos auxilian a reencontrar un camino ya recorrido en el pasado, debemos esa reconstrucción a la huella que esos hechos, ciertas personas o algunas cosas han dejado en nosotros. Pero no acaba aquí la hipótesis que plantea el autor, sino que avanza un paso más en el poder generador del recuerdo: tal vez, contrariamente a lo que sugiere la intuición, también las cosas mantienen huellas de nuestro paso, aun careciendo de capacidad memorística, y es posible reelaborar nuestros recuerdos no mediante las huellas que han dejado las cosas en nosotros sino a través las que hemos dejado nosotros en ellas: una especie de memoria sin sujeto no susceptible de contaminación.
Al fin y al cabo, si nos fuera concedida la posibilidad de recordar todo aquello que hemos olvidado, ¿es tan seguro que aceptar fuera la opción más conveniente? Los buenos momentos olvidados que podríamos revivir, ¿compensarían aquells olvidos que por nada del mundo quisiéramos recordar? ¿Estaríamos tan seguros de la integridad del ovillo como para tirar despreocupadamente del hilo?
Hay ocasiones, sin embargo, que coinciden sospechosamente con aquellos recuerdos que sí deseamos recuperar, en las que el fogonazo instantáneo de una cara que desaparece justo antes de recoconocerla; una frase que nos ha parecido oir al otro lado de una puerta que se cierra; el vislumbre de una luz amarilla y pálida al otro lado de una ventana a través de la niebla, constituyen instantes en que parece que las compuertas del recuerdo están a punto de facilitarnos un acceso que se nos cierra justo cuando iniciábamos el movimiento para atravesarlas… Casi sin apercibirnos, el recuerdo ha huido.
En todo caso, Modiano nos plantea otra cuestión sobre la que vale la pena reflexionar: el intento de reconstrucción del propio pasado puede conllevar un peligro asociado: al prestar atención y dar relevancia a una serie de pistas falsas, por más verosímiles que nos puedan parecer, el personaje que acabamos construyendo puede que no tenga nada que ver con el personaje original: en lugar de utilizar los recuerdos para reconstruir un pasado, acabamos inventando uno.
El pasado siempre se encuentra en el fondo de un pozo, y el camino de descenso, pues recuperarlo es siempre bajar por una inestable y frágil escalera, no es fácil: siempre existe el peligro de resbalar, de dar un pas en falso, o de no apercibirse de ese escalón que falta, caer inevitablemente al abismo. Un abismo, por otra parte, del que ya no es posible escapar. Y es que las huellas del pasado son las más fáciles de borrar porque se desvanecen solas, y lo que fuimos en ese tiempo no es más que una vida inventada poblada de espectros.
Todo ello, como casi siempre en Modiano, en un París real pero con trazas míticas, esa ciudad que opera como un personaje más, y que es el mapa donde se sitúa la acción de los diversos personajes, tanto los que aparecen como aquellos de los que solamente queda, otra vez, su recuerdo, “itinerarios que se cruzan, entre todos cuantos recorren por París miles y miles de personas igual que miles y miles de bolitas de un gigantesco billar electrónico que, a veces, tropiezan entre sí. Y de todo eso no quedaba nada, ni tan siquiera el rastro luminoso que deja el paso de una luciérnaga”.
21 de abril de 2009
El onanismo artístico
David Foster Wallace, David Lynch keep his head.
19 de abril de 2009
Contrapunto XXXIII
15 de abril de 2009
Zona
“La guerra es un deporte como otro cualquiera. Al final no tienes más que escoger un bando: ser víctima o verdugo.”
Zona es la transcripción, más que el relato, de la corriente de conciencia de un viajero durante el tiempo que transcurre en el viaje en tren desde Milán a Roma.
Francis Servain Mirkovic, el personaje desde cuyo pensamiento toma forma el relato, hijo de un ciudadano francés, un oscuro funcionario comisario político y torturador en la guerra de Argelia, y de una concertitsta de piano croata que fue en su día niña prodigio, ha combatido como partisano en el sangriento conflicto de los Balcanes. De regreso a Francia, se ha convertido en un informador, un espía de los Servicios Secretos franceses. Los recuerdos de su vida, marcada por la muerte y la violencia, se van desgranando a lo largo del viaje, alternándose con epìsodios históricos, personajes y situaciones de otros conflictos del pasado acaecidos en “la Zona”, sustantivo que comprende toda la ribera del Mediterráneo, de Barcelona a Beirut y de Trieste a Túnez, desde la guerra de Troya –las alusiones a los personajes de la Ilíada son constantes a lo largo del relato; incluso la estructura del relato dividido en 24 capítulos, el mismo número de cantos que la obra homérica, el primer gran relato de la primera gran batalla-, las cruzadas –Palestina es otro de los escenarios donde si sitúan tanto la acción como el relato que el protagonista lee en su viaje, esa lectura que “es una forma de olvidarse, de desaparecer en el papel”-, las guerras napoleónicas en los dominios del antiguo imperio austrohúngaro y en el norte de África, la guerra civil española y Millán Astray, la segunda guerra mundial con las deportaciones y los campos de exterminio, el conflicto de Oriente Medio y, finalmente, la guerra en los territorios de la antigua Yugoslavia, en la que el narrador ha tenido un papel activo del que nos iremos enterando a medida que avanza el viaje.
La visión del narrador de la historia de la humanidad es pues la de una sucesión de conflictos armados que se suceden ininterrumpidamente asolando “la Zona”, esa cuna de la civilización que es el Mediterráneo, pero que es a la vez origen y escenario de las peores atrocidades. Al fin y al cabo, esas guerras sucesivas que jalonan la historia de las riberas de este mar “desde la edad de bronce hasta el infinito”, desde las primeras de las que hay noticia hasta las que siguen disputándose en la actualidad son la misma guerra –“preguntándose cuánto podía durar la guerra, la guerra dura siempre”-, distintos episodios de un mismo enfrentamiento del hombre contra el hombre, en la que los ganadores, los perdedores y las víctimas son siempre los mismos.
Zona es un libro arriesgado, tanto por su contenido extremadamente escatológico, plenamente justificado teniendo en cuenta el tema principal de la narración, como por su forma, un monólogo interior con escasa puntuación, una sola frase de casi cuatrocientas páginas levemente interrumpida por dos capítulos que forman parte de ese libro que está leyendo el protagonista, que requiere un sobreesfuerzo por parte del lector para seguir el imparable curso del pensamiento del narrador, ininterrumpido como la sucesión de paisajes que desfilan por la ventanilla del tren y que van siendo registrados puntualmente en el curso del trayecto. Trayecto que, más allá de la geografía real por la que transcurre, constituye un verdadero viaje sin retorno al corazón del horror; aunque en este caso el objetivo no sea la búsqueda de un conradiano Kurtz en las impenetrables selvas africanas viajando a través de una alucinante corriente fluvial, sino llevar a Roma, al Vaticano, a “los especialistas de la eternidad”, un maletín que contiene “la esencia de la tragedia, la energía de la venganza” utilizando para ello el desplazamiento insomne en un prosaico tren pendular.
Arriesgado pero inmenso, de una calidad incuestionable, un texto sin concesiones, contundente en su profundidad y deslumbrante en su estilo, intenso como la propia guerra. Merece la atención que requiere y recompensa a ese tipo de lector en vías de desaparición que exige de la literatura el acceso a “libros que se parecen a nosotros, que nos abren el pecho desde la barbilla hasta el ombligo, que nos derriban”. En definitiva, algo más que entretenimiento incruento.
11 de abril de 2009
Autoayuda en carretera
Autoayuda en carretera
Màrius Serra - 09/04/2009. Jueves Santo según la tradición católica.
¿Por qué tantos ex cristianos apartados de su tradición buscan alternativas cuanto más exóticas mejor?
Es muy probable que uno de los libros más vendidos de este Sant Jordi sea la novela El silenci, con la que el locutor de Catalunya Ràdio Gaspar Hernàndez ganó el premio Josep Pla. También su programa diario L´ofici de viure ha sido una de las revelaciones de estas dos últimas temporadas, si nos atenemos a las diversas distinciones recibidas por parte de público (EGM) y crítica (Ciutat de Barcelona). Tanto en uno como en otro flanco Hernàndez reivindica un sector emergente que combina beneficios pingües con un bajo prestigio social: la autoayuda. Hernàndez, que es un buen lector, ha sabido combinar los tristes recetarios de tantos librillos de maestrillos mediocres con manjares más sabrosos procedentes de la poesía, la filosofía, la teología o la literatura. Yuxtaponer a Cesare Pavese con Louise Hay no deja de tener su aquel. Con esa alegre mezcolanza se lanza cada día a la antena para explorar los recovecos de la felicidad, y así también ha compuesto su primera novela, un relato hipotenso que juguetea con el poder de la palabra para suscitar una remisión espontánea de un tumor en una paciente desahuciada. En El silenci Hernàndez compone un digest apañadito de los materiales de aluvión con los que se construyen los edificios en el territorio Second Life de la autoayuda, y en un momento dado de su larga perorata, el autor (o el narrador o el protagonista o los tres en uno) reivindica este sector tan denostado como exitoso. Pero ¿qué es la autoayuda? Pues de entrada, una etiqueta desgraciada que ha triunfado hasta hacerse un hueco notable. Primero en las librerías, y ahora en los medios. Los productos que llevan esta etiqueta se nutren de tres alimentos básicos: la voluntad de superación, la pereza intelectual y la necesidad de hallar soluciones mágicas. La superación personal, siempre loable, entronca con aquellos manuales de autoaprendizaje lingüístico con los que hace un siglo algunos esforzados revolucionarios pretendían aprender a hablar ruso. Y quien dice hablar ruso dice fabricar cócteles molotov. La pereza intelectual es más devastadora. Por definición, los manuales no están hechos para hacernos pensar, sino para que repitamos unas fórmulas preestablecidas. No todos los autores de autoayuda funcionan así, pero algunos se enfrentan al bienestar emocional con mentalidad powerpoint, como quien planea un partido de baloncesto o un programa electoral. La literatura siempre ha sabido que en los pequeños detalles reside la grandeza de la condición humana, pero cuando alguien los tabula para conseguir un objetivo concreto aparece el fantasma de la solución mágica y más vale largarse por piernas. Finalmente, la autoayuda también bebe de la tradición ocultista, actualizada por el filtro new age. En los setenta, uno de mis mejores amigos leyó a Castaneda y luego cayó en la trampa colorista de la espiritualidad exótica. Se rapó, vistió de naranja y empezó a cantar jaculatorias interminables mucho menos interesantes que el canto gregoriano. Hoy, Jueves Santo desacralizado por lo civil y lo laboral, es un buen día para preguntarse por qué tantos ex cristianos apartados de su tradición religiosa buscan soluciones alternativas cuanto más exóticas mejor. Ya puestos, se podían haber quedado donde estaban, y ahora vivirían con fervor los variados rituales de Semana Santa que propone el catolicismo.
MariusSerra@ verbalia. com