15 de diciembre de 2025

El Desastre. Los Rougon-Macquart XIX

 


El Desastre
. Los Rougon-Macquart XIX. Émile Zola. Editorial Lorenzana, 1967
Traducción de Mariano García Sans 

El desastre (La Débâcle, 1892), penúltimo volumen de la serie de los Rougon-Macquart, se sitúa al final del período histórico del conjunto de la obra, que se inició, con La fortuna de los Rougom, con el golpe de Estado de 1851 que dio origen al Segundo Imperio, y termina con la derrota de Sedán ante las tropas prusianas en 1870, que señala el final del reinado de Napoleón III, reemplazado a finales de 1870 por la Tercera República. El protagonismo, aunque compartido con algunos de sus subordinados, es para el cabo del ejército francés Jean Macquart, que había protagonizado ya el decimoquinto volumen de la serie, La tierra, diez años después de los sucesos relatados en esta.

Émile Zola escribió el prólogo para el texto de Lev Tólstoi Mi viaje al otro lado de la realidad; la admiración del francés por el escritor ruso se da por descontada. Basándose en esa veneración, hay quien ha querido ver en El desastre el intento del francés por emular la monumental La guerra y la paz de Tolstoi. En todo caso, soslayando esa hipótesis, la recepción que tuvo la novela en el seno de la sociedad francesa excedió con creces el correspondiente a la publicación de la gran novela tolstoiana; la severa denuncia de la guerra y de sus atrocidades provocó una corriente política de cariz conservador —que coincidiría, pocos años después, con los promotores del affaire Dreyfus, que dio lugar a su conocido J'accuse— de desprestigio hacia el autor, ya acostumbrado a la polémica como consecuencia de algunas de sus obras anteriores, a quien se le achacaba un imperdonable antipatriotismo; una acusación que trascendió a su muerte cuando el traslado de su cadáver al Panteón en 1908 fue motivo de una agria polémica entre los diputados republicanos y los representantes de la derecha nacionalista.

Un cuerpo del ejército francés acampado cerca de Mulhouse, Alsacia, permanece esperando órdenes. La amenaza que representa la situación facilita la camaradería y el buen humor entre los soldados. El frente, en particular, y el país, en general, son víctimas de la desinformación en todo lo que hace referencia al conflicto, y ni unos, en pleno teatro de operaciones, ni los otros, con acceso a información contrastada, consiguen hacerse una idea lo más verídica posible de la situación general. Esa dilación en la información y en la acción, alargada en el tiempo, provoca desánimo en la tropa e incluso algún conato de rebelión. Zola intenta quitar tensión a las escenas mediante la reproducción de la charla intrascendente y las bravuconadas de los soldados, pero la incertidumbre sigue presente, disimulada, en el campamento. Políticamente, Francia, después de casi veinte años de régimen imperial, se halla en franca decadencia, agotada por las diferencias entre liberales (republicanos y obreros) y conservadores (principalmente la burguesía financiera nacionalista) en el interior y por el fracaso de su política exterior (la expedición a México y el propio enfrentamiento franco-prusiano); todo ello frente al auge del reino de Prusia, antecedente del Imperio alemán. La cuestión social, siempre presente en las obras de Zola, adquiere una relevancia análoga a la hora de examinar la hermética comunidad militar: el ejército es una representación, a escala reducida, de la propia sociedad que lo alberga, con sus estamentos, sus aspiraciones y sus condicionantes, y lo único, si acaso, que lo distingue de su modelo es que todos los intervinientes tienen —o deberían tener— un objetivo común.

«Durante unos instantes, Jean permaneció sin moverse, apretado contra Maurice; pese a su enorme cansancio, tardaba en dormirse; todo cuanto había dicho aquel señor no cesaba de darle vueltas en la cabeza: Alemania en pie de guerra, de gran densidad, en actitud devoradora; dándose cuenta, además, de que su compañero tampoco acababa de dormirse, pensando en las mismas cosas. Luego, este dejó traslucir un gesto de impaciencia, pareció como retroceder, y el otro comprendió entonces que le estaba molestando. Entre el campesino y el instruido, la enemistad instintiva, la repugnancia que motivaba su distinta clase social y la educación respectiva, venían a ser algo así como un mal físico. El primero de ellos sentía una cierta vergüenza, una tristeza interna que le hacía empequeñecer y tratar de escapar a aquel desprecio hostil cuya existencia adivinaba».

Parece que Zola, a diferencia de lo que sucede en otras de sus obras de la serie, no tiene especial interés en una trama cuyos motivos principales sus lectores conocían sobradamente, y tampoco centró en exceso la acción en la conducta de sus personajes; al protagonismo compartido comentado con anterioridad debe sumarse cierta descomposición del relato en escenas cortas de sucesión rápida con las descripciones justas para facilitar al lector la información que necesita para seguir la acción. Sin embargo, para eviat en lo posible cierto carácter panfletario en el que podría verse inmerso, el retrato colectivo cede terreno en favor de los retratos individuales, particularmente en el de Jean Macquart y algunos de sus subalternos.

En cuanto a la acción, la falta de noticias no era, como predice la máxima, señal de buenas noticias, sino al contrario: el grueso del ejército francés ha sufrido una severa derrota y todas las compañías cercanas a la vanguardia deben iniciar una precipitada retirada. A ese repliegue, que anuncia la no lejana desbandada, le sigue la huida de la mayor parte de la población de los núcleos de cierto tamaño, una huida en precario, precipitada, con solo lo puesto y aquellos enseres fáciles de transportar, viendo —y comunicando— la cobardía de los soldados que les dejan a merced del enemigo. En medio de toda esa debacle, sin fuentes de información fiables, sin que el alto mando aparezca y siempre bajo la amenaza del enemigo, solo Jean parece mantener la calma y el orden que permiten el traslado de las tropas a un nuevo frente.

«Y mientras el periódico resbalaba negligentemente por sus rodillas, Maurice ahora ya, con la mirada perdida en el vacío, creía comprenderlo todo: los dos planes que chocaban entre sí, las vacilaciones del mariscal Mac-Mahon en emprender aquella marcha de flanco tan peligrosa en sí y con tropas poco sólidas; las órdenes impacientes y en tono cada vez más irritado, que le llegaban de París y que le impedían llevar a cabo la temeraria locura de aquella aventura. Seguidamente, en medio de aquella trágica lucha, tuvo en su mente la clara visión del emperador, depuesto de su imperial autoridad, que había dejado en manos de la emperatriz regente, despojado de su mando de general en jefe y con el que acababa de investir al mariscal Bazaine; no siendo ya absolutamente nada, una simple sombra de emperador, vaga e indefinida, una inutilidad indefinible y obstaculizadora, de la que no se sabía qué hacer, que París repudiaba y que carecía de puesto en el ejército, desde el momento en que se había comprometido a no dar una orden.

En la mente de los soldados más veteranos —y, sobre todo, en la del propio Zola—, ante la confusión  en que se ve envuelto el ejército y la propia Francia, se hace presente, por contraste, la grandeza militar de los tiempos del Emperador —el primero, el verdadero—, sus grandes victorias y el orgullo del que pudo hacer gala el país entero y al que aún se siente unido. Perto todo eso es gloria pasada que no puede reavivarse con ejércitos mal preparados, armas anticuadas, la inútil intendencia,  tácticas inexistentes, estrategias erróneas, mandos incapaces y, sobre todo, ausencia de objetivos claros, más allá de la propia supervivencia.
«Repentinamente, Maurice, con ojos pensativos, perdidos, volvió a leer la arenga que tenía frente a sí: ¡Viva Napoleón!, trazada al carbón sobre la alta y amarillenta tapia. Y experimentó una sensación de intolerable malestar, un arrebato cuya quemazón le agujereaba el corazón. ¿Era verdad entonces que aquella Francia de legendarias victorias, que a tambor batiente consiguiera pasearse a través de Europa, acababa de ser derrotada al primer envite por un pueblo pequeño y desdeñado? Bastaron cincuenta años; el mundo había cambiado, la derrota se abatía despiadada sobre los eternos vencedores».
En todo caso, la perspectiva de Zola parte de una visión pesimista de una situación cuya responsabilidad achaca —el Zola social está siempre presente— al absurdo imperio segundo, al emperador títere y a todas aquellas elites que le sostienen por puro interés. La grandeur francesa, desbocada cincuenta años antes, está en trace de desaparecer por pura fatiga y simple desinterés; aunque, como es habitual, las cuentas pendientes siempre corren a cargo de los mismos.
«En aquel mismo momento, en el fondo de la estremecedora sombra, Maurice tuvo conciencia plena de un gran deber. Había dejado de acogerse a la esperanza jactanciosa de alcanzar victorias legendarias. La marcha sobre Verdún no era otra cosa que una marcha hacia la muerte, y él la aceptaba con una resignación alegre y vigorosa, puesto que se hacía preciso morir».
Sin embargo, en medio del caos, la solidaridad entre pares —e incluso con algunos suboficiales de extracción popular— se da solo entre la soldadesca, cuya campaña, aunque la guerra sea la misma, tiene poco que ver con la de la oficialidad.

Las intrigas palaciegas que, aun en forma de rumores, de primicias sin confirmar, se esparcen a propósito por la población y entre el ejército, no ayuda, no ya a recomponer la situación, sino ni siquiera a tranquilizar los ánimos y a procurar una unidad nacional; actúan como esa carcoma que procede desde el interior, tan invisible como imparable, y cuyos efectos solo se hacen manifiestos en el momento en que se intenta mover el mueble.
«Pensando en todas esas cosas, tembloroso y desesperado, Maurice seguía atentamente la sombra proyectada sobre la ligera muselina de la buena señora Desroches; sombra febril, inquieta, que parecía azuzar la despiadada voz llegada de París. ¿No habría deseado aquella noche la emperatriz que muriera el padre, para que el hijo reinase? ¡Camina, marcha hacia adelante! ¡Muere como un héroe sobre los amontonados cadáveres de tu pueblo, conmueve al mundo entero suscitando su silenciosa admiración, si quieres que él perdone a tu descendencia! , sin duda de ningún género, el emperador caminaba hacia la muerte. En los bajos, la cocina ya no llameaba, los caballerizos, los ayudas de campo y chambelanes, dormían; la casa entera se hallaba a oscuras; en tanto que, sola por completo, la sombra iba y venía sin cesar, resignada a la fatalidad del sacrificio, en medio del ensordecedor estruendo del 12° cuerpo que continuaba desfilando en las tinieblas».
La situación de necesidad hace que cada estamento, político, social o militar, descargue sobre el inmediatamente inferior su odio, sus frustraciones, su indignidad: en el ejército, en una situación bélica que empeora por momentos debido a la cuidada estrategia prusiana y a la incapacidad  manifiesta de los mandos franceses, cuya táctica consistió, principalmente, en rastrear a los regimientos prusianos para, una vez localizados, retirarse desvergonzadamente sin ninguna intención de entrar en batalla, la retirada desordenada y caótica provoca problemas de intendencia cuyos efectos se agravan a medida que se desciende en el escalafón; en la sociedad civil, los insolidarios y los acaparadores acumulan bienes con los que especular y hacen su agosto, mientras que aquellos que están lejos del campo y de los círculos de decisión mueren de hambre. Zola es poco doctrinario a la hora de juzgar esas conductas disociadas, dejando que su narrador omnisciente desempeñe su papel exclusivamente expositivo, pero el modo en que relata las peripecias de todos los implicados, deja bien claro de parte de quién están sus simpatías.
[La retirada]: «El sargento se levantó entonces y se acercó a la ventana. La noche inmensa y negra parecía hinchada por el penoso respirar de las tropas. Subían ruidos más sonoros, choques y crujidos. Le tocaba a la artillería desfilar por el puente medio  sumergido. Los caballos se encabritaban asustados ante aquella superficie líquida que se movía bajo sus patas. Algunos arcones resbalaban en parte y era preciso arrojarlos al río para poder avanzar. Y al ver aquella retirada hacia la otra orilla, tan penosa y tan lenta, pues duraba desde la víspera, y con toda seguridad no terminaría hasta después del amanecer, el joven pensaba en la otra artillería, aquello cuyo salvaje torrente se precipitaba a través de Beaumont derribándolo todo, destrozando bestias y personas, con el único propósito de ir más deprisa».
Los regimientos se dispersan a falta de órdenes concretas; algunos incluso han perdido a sus mandos, y la desmoralización y el temor se unen al hambre y a la falta de sueño. Los soldados vagan por el campo sin tener claro su itinerario, piden comida en las granjas que encuentran o, en el peor de los casos, toman al asalto despensas y bodegas. La fatiga hace estragos y los caballos, también desnutridos, se niegan a avanzar o caen moribundos, incapaces de cumplir las órdenes. La camaradería entre la tropa se mantiene a duras penas, pero la brecha ya existente entre los oficiales y los soldados rasos se hace insalvable. Los desertores se mezclan con los extraviados, pero nadie es capaz de afearles su conducta ni de denunciarles: la campaña se ha convertido en un sálvese quien pueda. El Imperio se tambalea, pero los bonapartistas achacan el origen de todos los males a los diputados republicanos de la oposición.
«Y la escena se evocaba en su recuerdo, la noche plagada de ansiedad, la espera llena de angustia, todo el desastre de Froeschwiller pasando ya por el cielo triste, en tanto que Weiss comunicaba sus temores: Alemania preparada, mejor dirigida, mejor armada, animada por un considerable arranque de patriotismo frente a una Francia asustada, entregada al desorden, retrasada y pervertida, careciendo de los jefes, de los hombres y de las armas necesarias. Y ahora la terrible predicción se estaba realizando».
Cuando la situación empieza a ponerse fea de veras, cuando el avance prusiano es ya inevitable y el ejército francés se da cuenta de que no puede oponer resistencia, la insolidaridad de los mandos queda patente ante toda la tropa, que pierde definitivamente la fe en ellos y se prepara para acudir en auxilio de sus compañeros en un alarde de fraternidad que supera el temor a morir. El desprecio y las burlas hacia sus superiores ni siquiera se disimulan entre esa extraña hermandad de libres e iguales que compone la tropa, indefectiblemente condenada a la derrota y a la muerte. Zola insiste, explícitamente, en la solidaridad entre los de la misma clase como defensa ante los sucesos adversos pero también como defensa contra los conflictos con las clases superiores.

Al mismo tiempo, abandona pregresivamente el relato bélico de los movimientos de los ejércitos y del curso de la guerra para focalizar su atención en los soldados, en sus familias y en su entorno, como si la guerra fuera poco más que una molestia cuya mayor gravedad era no tener un plazo fijo, tener que subsistir sin conocer la fecha de su finalización. Para completar el cuadro y ampliar aquello que no es puramente bélico pero sí su consecuencia, Zola se detiene también en la vida en la retaguardia, a la que la guerra, otra más, en una época especialmente convulsa  (México, Argelia, Extremo Oriente, las guerra napoleónicas, las diversas guerras revolucionarias) que va ya camino del siglo, afecta solo de forma tangencial, por la ausencia de hombres o la carencia de suministros. Las escenas de batalla, aunque reducidas, también se individualizan y alcanzan una dureza y una violencia inauditas: no es lo mismo describir la desgracia de un regimiento que la muerte de un soldado, en el entorno de debacle definitiva.
«Maurice y Jean habían tenido la suerte de encontrar un cercado, al amparo del cual pudieron avanzar sin ser vistos. Una bala sin embargo agujereó la sien de uno de sus compañeros, que cayó a sus mismos pies. Tuvieron que apartarle para poder continuar. Pero los muertos no contaban ya; los había en demasía. El horror del campo de batalla, un herido que percibieron pegando alaridos sujetándose las entrañas con las manos, un caballo que se arrastraba aún con las patas rotas; toda esa espantosa agonía en fin, acababa por no impresionarles. Y llegó un momento en que su único sufrimiento consistió en el agobiante calor del sol de mediodía que les quemaba las espaldas».
Cuando la derrota se ha manifestado ya inevitable —el desastre de Sedán ha sido definitivo—es cuando pueden darse las más irracionales muestras de valor, pero también cuando se pone de manifiesto la hartura de una situació que si tuvo visos de heroicidad, a esas alturas no tiene ya ningún sentido; el enfrentamiento se ha convertido en una rutina, se sigue disparando mientras queda munición para tener algo que hacer, se avanza para no quedarse quieto, se odia por desgana, se mata por rutina. No detenerse parece la única forma de burlar a la muerte.
[Descripción de Napoleón III por uno de los personajes]: «—Un auténtico incapaz, como nos resulta forzoso convenir en estos momentos: pero aun esto nada significaría en suma... Un espíritu quimérico, un cerebro desequilibrado, que creyó estar triunfando mientras la suerte estuvo de su parte... No, compréndalo, ninguna falta hace que intenten que nos compadezcamos de su desgracia contándonos que le indujeron a error, que la oposición le negó los hombres y los créditos precisos. Fue él quien nos llevó engañados, como fueron sus vicios Y sus faltas los que nos lanzaron al espantoso caos en que ahora nos encontramos sumidos».
A falta de acción, Zola se detiene en las descripciones; especialmente sobrecogedora es la imagen del soldado francés que ataca a bayonetazos a los prusianos muertos en el campo de batalla; cuando la bayoneta ya no sirve, les aplasta la cabeza con la culata del fusil, y cuando el fusil está destruido, agarra a los cadáveres del cuello con la intención de estrangularles; pero también las descripciones de los cadáveres de ambos bandos dispersados por el campo de batalla y de los cadáveres destrozados de los caballos.
«En su estado de somnolencia, tuvo la visión brusca de cuanto estaba ocurriendo: el Imperio barrido, violentamente arrebatado bajo el clamor de una condena universal, la República proclamada en medio de una explosión de fiebre patriótica, mientras que la leyenda del 92 hacía desfilar sombras, los soldados de la leva en masa; los ejércitos de voluntarios redimiendo de extranjeros el suelo de la patria. Y todo ello formaba como una amalgama confusa en su pobre mente enferma. las exigencias de los vencedores, la codicia de la conquista, la obstinación de los vencidos en derramar hasta la última gota de sangre, la cautividad para los ochenta mil hombres que allí se hallaban; primero en aquella península, y en las fortalezas alemanas a renglón seguido, durante semanas, meses, años quizás. Todo crujía, se derrumbaba para siempre en el fondo de una desdicha sin límites.

Finalmente, la situación bélica concluye con la definitiva rendición francesa y el armisticio, pero las huellas de la guerra tardarán aún en desaparecer.Después del tratado de paz, ¿qué hacer con las tropas que quedan dispersas por todo el territorio? ¿Y con los caballos cuyos jinetes han muerto? La desesperación del hambre provoca una pérdida de humanidad convirtiendo a los hombres en bestias despiadadas.

«Se abrazaron, y como en el bosque la víspera, había en lo más hondo de ese abrazo la fraternidad de los peligros corridos juntos; la inquietante vida de aquellas heroicas semanas de existencia en común había conseguido unirles con un lazo más estrecho que el que hubieran podido llegar a forjar años y años de corriente amistad. Los días sin pan, las noches sin dormir, los excesivos y agotadores cansancios, la muerte siempre al acecho, hacían acto de presencia en su emotivo enternecimiento. ¿Pueden acaso dominarse dos corazones, cuando la entrega del propio ser consiguió fundir uno en otro de aquella forma? Sin embargo, el abrazo que se dieran bajo las tinieblas de los árboles estaba lleno de la nueva esperanza que la huida les abría, mientras que este otro, el que ahora se daban, llevaba consigo el estremecimiento propio de las angustias del adiós. ¿Volverían a verse algún día? ¿Cómo, además? ¿En qué circunstancias de dolor o de alegría?

Una vez consumada la derrota francesa, Zola cambia el escenario del campo de batalla por los lugares donde los soldados heridos, prisioneros o desertores, intentan recuperarse de la pérdida. Jean Macquart, gravemente herido, es recibido por un aldeano y se propone pasar su convalescencia en compañía de la viuda de un colega; el objetivo de sus invectivas ya no son los mandos militares, sino los políticos que pretenden mantener sus privilegios intentando amparar un Imperio que ya ha expirado.

«Y en efecto, la guardia nacional había extremado su valentía. Y siendo como era esto una realidad insoslayable, ¿no había que llegar forzosamente a la conclusión de que la derrota se debía exclusivamente a la estupidez y a la traición de los jefes? En la calle de Rivoli encontró a unos grupos tumultuosos que gritaban: "¡Abajo Trochu! ¡Viva la Comuna!". Tratábase del despertar de la pasión revolucionaria, de un nuevo impulso de opinión tan inquietante, que el gobierno de Defensa nacional para no ser derribado hubo de forzar al general Trochu para que dimitiera, y reemplazarlo por el general Vinoy».

Zola escribe historias particulares, como Balzac, pero, a diferencia de este, con intención generalista. Si uno, según sus palabras,  hacerle «la competencia al registro civil», el otro podría ser un complemento perfecto —y, a menudo, más ajustado a la verdad que el discurso oficial— de los manuales de Historia.

«Lo mismo de una parte que de la otra se había dado ya comienzo a las atrocidades. Versalles fusilaba a los prisioneros, París decretaba que por cada cabeza de uno de sus combatientes ellos harían caer tres de las de los rehenes; y la poca serenidad de raciocinio que pudiera quedarle a Maurice, después de tantas sacudidas y ruinas, resultaba arrastrada por la furia que soplaba por doquier. Aparecía la Comuna a sus ojos como vengadora de las vergüenzas soportadas, como libertadora blandiendo el hierro que amputa, el fuego que purifica. No es que todo ello apareciese muy claro en su espíritu; cuanto en él había de persona instruida evocaba simplemente recuerdos clásicos, ciudades libres y triunfantes, federaciones de ricas provincias imponiendo su ley al mundo. Si París le arrebataba era porque lo veía rodeado de gloria, reconstruyendo una Francia de justicia y de libertad, reorganizando una nueva sociedad después de haber barrido los podridos desperdicios de la antigua».
Zola no vende al favor del público sus novelas al precio de un final amable, aleccionador o feliz; las novelas de Zola son como la vida: crudas, inclementes, inevitables, y la tragedia que acecha siempre acaba imponiéndose. El azar o la necesidad, más que la intención, colocan a los hombres en bandos enfrentados, y uno acaba siempre imponiéndose sobre el otro.
«Era tal la claridad reinante, que el río aparecía iluminado como por el sol de mediodía cuando cae verticalmente, a plomo y sin proyectar una sola sombra. Distinguíanse los más nimios detalles con particular precisión, los tornasolados de la corriente, los montones de grava de los márgenes, los arbolitos de los muelles. Los puentes, sobre todo, se ofrecían de una blancura deslumbrante, tan nítidos que hubieran podido contarse las piedras; y hubiérase dicho que existían, entre uno y otro incendio, estrechas pasarelas intactas por encima de aquel agua en ascuas. En medio del clamoreo runruneante y continuo, oíanse de tanto en tanto bruscos crujidos. Caían ráfagas de hollín, el viento era portador de pestilentes olores. Y lo más terrible del caso era que París, los demás barrios lejanos situados allá abajo, en el fondo de la brecha del Sena. ya no existían a la vista. A derecha e izquierda, la violencia de los incendios deslumbraba, abría hacia el fondo un abismo negro. No se divisaba más que una enormidad tenebrosa, la nada, como si París entero, alcanzado por el fuego, hubiera ya desaparecido en una eterna noche. Y también el cielo aparecía muerto; las llamas subían tan alto que extinguían las estrellas».

Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédiay Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de ParísLos Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
El tugurio. Los Rougon-Macquart VII
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las DamasLos Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
GerminalLos Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
El sueño. Los Rougon-Macquart XVI
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
El Desastre. Los Rougon-Macquart XIX, en este post
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893

8 de diciembre de 2025

Una

 

Una. Jose Valenzuela. Mutatis Mutandis, 2025

Cuando la lectura de un libro no conduce al lector a plantearse preguntas, a ir más allá del simple desciframiento e interpretación de caracteres impresos, ha sido una lectura estéril, vana, simple entretenimiento. Con esto no quiero menospreciar la lectura como pasatiempo, pero sí dejar constancia de que se trata de dos maneras de leer no equiparables. Y esa afirmación no tiene nada que ver con géneros literarios ni con opciones narrativas; cada una de esas visiones puede contener, en su medida, su fracción de trascendencia. 

Pocas modalidades de novela, por más que se empeñen los censores, están más habilitadas, paradójicamente, para hablar de lo real que las novelas de la denominada ciencia-ficción; y del presente, claro; también del futuro, pero no solo del futuro de la humanidad, sino del futuro del ser humano, de cada ser humano, de cada uno de nosotros —de lo que seremos, o no seremos, mañana, cuando ya no seamos pero sigamos siendo—. Y de los retos que deberá afrontar la civilización para alcanzarlo, si es que no ha de dejar de ser civilización, al menos esta nuestra, para lograrlo. También de viajes en el tiempo para corregir aquello que la historia descuidó, de motores de impulso compuestos por reactores de fusión termonuclear contenidos por campos de fuerza, de naves de ataque en llamas más allá de Orión y de rayos C brillando en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Pero Jose Valenzuela Ruiz, que reúne en su currículum disciplinas tan dispares —aparentemente— como la ingeniería y las humanidades, no ha escrito ni la enésima secuela de Regreso al futuro, ni el guion de un episodio de Star Trek ni una nueva versión de Blade Runner; uno diría, leyendo la contraportada del libro, que lo que sí ha escrito es una novela de ciencia-ficción. Es posible, porque habla de un mundo ligeramente distinto del que habitamos y hacia el que parece que nos encaminamos, pero a este lector eso, la forma que ha decidido el autor utilizar para explicar una historia —uno sospecha que haciendo uso de los conocimientos adquiridos en la primera de sus competencias—, no le concierne porque, en este caso, el texto permite otra lectura —otras lecturas, pero quiero ceñirme a una— que aportan más recompensa especulativa: la que, probablemente, ha utilizado las pautas de la otra competencia de Valenzuela, las humanidades.

Así que lo que viene a continuación se limita a ser una especulación, personal y motivada por las obsesiones de este redactor —sí, voy a aprovechar estas Notas de Lectura del libro de Valenzuela para hablar no del libro, sino de lo que me dé la gana—, acerca de aquello que me ha sugerido la lectura de Una —por cierto, la novela se llama Una, artículo indeterminado que expresa unidad, pero también adjetivo para la primera de una serie—; en cuanto al contenido explícito, a la historia, en el enlace de la cabecera se puede leer el resumen que ha confeccionado la editorial, yo no tengo nada más que decir. Lo que sí voy a decir, o sea, el contenido de este post desde aquí hasta el final, no interesará a nadie que no haya leído la novela, y los que sí la hayan leído no estarán de acuerdo. Pero esto son mis Notas de Lectura.

Adelante con el excurso.

Aunque las pretensiones especulativas, muy a menudo fundadas en razonamientos que no son más que humo, de nuestra época nos adjudican el talento de cuestionar elementos que han formado parte de nuestra civilización prácticamente desde su fundación, existen tres conceptos filosóficos básicos cuya crisis es tan ancestral como su formulación:

1. La Realidad, que fue puesta en cuestión por Parménices (siglo V a. e. c.); lamentablemente, la ontología crítica derivó hacia la metafísica, y todavía estamos debatiéndonos entre los lodos que provocaron aquellos polvos.
2. La Verdad no disfrutó de mejor suerte; también en pleno siglo V a. e. c., Protágoras, con su regla de medir, propinó el primer ataque sistemático a la idea de una verdad única y universal; posteriormente, el nihilismo epistemológico de los sofistas intentó administrarle el golpe de gracia, en ello anda todavía el relativismo posmoderno.
3. La Identidad; en este caso, fue el río de Heráclito (siglos V-IV a. e. c.) el que formuló el cuestionamiento radical de la identidad como permanencia, es decir, nada permanece siendo lo mismo. Luego vino Platón, claro, y lejos de nuestras fronteras culturales, el budismo dio otra vuelta de tuerca al cuestionar la identidad personal.

Una —el libro, no la persona conocida con este nombre; bueno, ella también, pero solo como representación; volveré sobre ello— levanta el dedo intentando intervenir, pero yo no he finalizado todavía mi excurso: tienes que esperar.

La generalidad de estos tres conceptos obliga a dejar de lado los grandes sistemas filosóficos para descender —o ascender, depende del punto de vista— al nivel individual; en esta categoría, entra en el campo la psicología.

1. La Realidad, como instancia concebida a través de las condiciones formales de la experiencia, es accesible a través del registro de los Sentidos.
2. La Verdad, como correspondencia entre una proposición y los hechos, es el campo del Pensamiento.
3. La Identidad, como concepto de una naturaleza que se mantiene a sí misma y, sobre todo, que se distingue de las demás, es el ámbito de la Conciencia.

Ahora no es solo Una quien quiere intervenir; sale al estrado el Autor, que responde como activado por un resorte cuando oye la palabra Conciencia, y también exige participar. No, lo siento, debéis tener paciencia. Voy a seguir ampliando la tríada: dejemos momentáneamente filosofía y psicología y ensayemos con la semiótica —sí, Una, Autor, vamos acercándonos al núcleo, a la comunicación, en definitiva, a donde quiero llegar, al libro, pero quedan aún unos pasos previos—.

1. La Realidad percibida por los Sentidos es codificada mediante un signo icónico, la Imagen.
2. La Verdad discernida por el Pensamiento se manifiesta como estructura significante, la Forma.
3. La Identidad intuida por la Conciencia conquista el significado, el Concepto.

El Padre, dejando por un momento a la Hija en el sofá, inmóvil y alelada, se une a la protesta: ¿dónde queda el devenir, bajo qué formas se expresa? ¿O es que no sucede nada? Porque si no sucede nada, él no tiene papel en esta historia. Tranquilo, sí que suceden cosas, Una es una novela, y en una novela siempre suceden cosas. ¿No? 

Sigo derivando/divagando.

1. La Realidad, percibida por los Sentidos y codificada mediante la Imagen, se ocupa del estado de las cosas, un concepto estático, de lo que es, de los Hechos.
2. La Verdad, discernida por el Pensamiento y manifestada como Forma, tiene como objetivo los cambios localizados y puntuales que comportan una modificación significativa, lo que irrumpe, los Acontecimientos.
3. La Identidad, intuida por la Conciencia y generadora del Concepto, se ocupa de las dinámicas extensas, de cómo los hechos se encadenan y cómo ciertos acontecimientos llegan a ocurrir, de lo que deviene, de los Procesos.

Y por fin llegamos al libro; a estas alturas el estrado rebosa de personajes: Una, el Padre, la Hija (con sus diversos avatares), el Autor (también múltiple), un Coro que parece una agrupación de cuñados... Incluso aparece Jose, en un rincón, casi ni se le ve, acompañado de una mujer muy atractiva, con una chiquilla de la mano y un crío en brazos. La expectación se podría cortar con un cuchillo.

Allá voy. Y cierro.

1. La Realidad, percibida por los Sentidos, codificada mediante la Imagen y ocupada en los Hechos, se manifiesta literariamente mediante la Descripción.
2. La Verdad, discernida por el Pensamiento, puesta de manifiesto como Forma y encargada de los Acontecimientos, toma la vía de la Narracióm.
3. La Identidad, intuida por la Conciencia, generadora del Concepto y dedicada a los Procesos, se expresa mediante la Argumentación.

Una —voy llegando... — es un texto centrado, delimitado y focalizado en el tercer elemento de esa incontenible tríada —más que elemento, secuencia—, que ahora ya puedo enumerar sin intermediación sintáctica: Identidad-Conciencia-Concepto-Proceso-Argumentación, ICCPA para los acronimófilos. El estado de crisis que comenté para la primera tríada puede extenderse a los cuatro elementos —CCPA— que acompañan a la identidad; Una, además de una novela, es la manifestación ficcional del cariz y la extensión que puede alcanzar esa crisis, no en el sentido de estado dañino que afecta a su propia naturaleza, sino en la posibilidad de mutación, de cambios profundos y de consecuencias imprevisibles —consecuencias con las que el carácter ficticio de la narración puede permitirse especular— de esos conceptos. 

Volviendo al principio, insisto en el papel principal que tiene la noción de identidad en la novela de Valenzuela. Una se pregunta, refiriéndose a su madre, si un transtorno —en el sentido de una perturbación de las funciones psíquicas y de la conducta— puede convertir a una persona en alguien completamente distinto de quien fue. La pregunta es sustanciosa y puede suscitar distintas réplicas, pero  la respuesta es no, y ella, a través del proceso protagonista de la novela. es el mejor ejemplo: no se es antes y después del transtorno, se es antes, después y durante el transtorno, que forma parte de la identidad, de una sola identidad —lo que puede cambiar es la percepción que se tenga de ella; Una exige, en este punto, la implicación del lector, y no solo como receptor pasivo—, aunque puede que de dos conciencias —o de una conciencia desdoblada, aunque no soy muy partidario de apellidar ese sustantivo—; esto, de forma patente, trasciende el género novelístico. ¿Cuántas capas posee esa instancia que llamamos identidad? ¿Están todas las capas en la misma dimensión? Otro griego, este del siglo III a. e. c., Crisipo de Solos, acude en mi ayuda con su «árbol de bifurcaciones causales»: aunque todo parece determinado por la cadena causal, existen posibles alternativos ligados a cada una de las elecciones que tomamos, cursos potenciales disyuntivos ligados a cada elección, tanto con respecto a la opción tomada como a la descartada; ese árbol de destinos condicionados o de bifurcaciones causales no desmiente la mayor, que solo un curso es real, el que ocurre, pero abre la posibilidad de otros cursos subjuntivos, que no existen, pero que son posibles y completos —una idea que ha recogido la mecánica cuántica a través de la hipótesis del multiverso cuántico, los muchos mundos, según la cual cada posibilidad o cada decisión cuántica da lugar a un nuevo universo—, y que, en el sentido que nos interesa, podrían albergar las distintas capas de identidades de un mismo sujeto. 

Por su parte, la conciencia, la instancia vertebradora de la identidad, se empeña en integrar toda la experiencia subjetiva como perteneciente a un mismo sujeto, pero esa supuesta unidad, que sí que lo es en el campo físico, es una instancia frágil y voluble cuya fiabilidad, uno mismo, voluntaria o involuntariamente, no importa, no cesa en poner en cuestión.

Valenzuela ha roto algo. Todavía puedo oir el eco del ruido de los fragmentos desmoronándose. Lo que no sé es qué ha roto.

1 de diciembre de 2025

Cuando Cécile

 

Cuando Cécile. Philippe Marczewski. Shangrila Textos Aparte, 2025
Traducción de Ester Quirós Damià

Cécile es una joven de veintisiete años que fallece en un accidente aéreo; antes de ese suceso, había mantenido un romance de juventud discontinuo, equívoco, desigual, casi involuntario con alguien que, con el paso del tiempo, apenas dos años, no consigue librarse ni de su recuerdo ni de su presencia. 

«[...] cuando regresó a casa llovía, caía una lluvia incesante, densa y plomiza, que convertía el verano en noviembre y sumía el recuerdo de la luz del sur en un baño de pesadumbre, aquella noche tuvo presente la imagen que había recordado de Cécile, con ese algo que no pertenecía más que a ella, y en él maduró una idea: quiere escribir el recuerdo de Cécile antes de que se desvanezca, antes de que descender a la oscura mina del tiempo se vuelva demasiado arriesgado, cuando al dar golpes con el pico en el olvido petrificado y demasiado duro ya solo se arranquen con dolor fragmentos ilegibles de bordes afilados, porque escribir sobre lo que sabe de Cécile, sobre lo que fue y lo que ya no puede ser, será como admitir de nuevo su muerte y admitir esa muerte hará que se desvanezca el espejismo de una existencia paralela, la ilusión de un fantasma, de un doble, de un regreso, él recuperará la cordura, así que sabe que tiene que escribir esos recuerdos de Cécile para devolverla a la realidad pero no sabe muy bien cómo hacerlo, así que más de una vez se sienta a una mesa con unas hojas en blanco delante o un ordenador con la pantalla en blanco, pero no sabe por dónde empezar [...]».

¿Qué recordamos?
¿Cómo recordamos aquello que recordamos?
¿Por qué recordamos aquello que recordamos?
¿Qué relación tiene aquello que recordamos  con la realidad pasada?
¿Puede modificar aquello que recordamos a la realidad pasada?
¿Qué es, entonces, la realidad, aquello que sucedió o aquello que recordamos que sucedió?
«[...] los recuerdos no pesan nada, unos cuantos nanogramos, son solo una misteriosa red de neuronas que transportan impulsos bioeléctricos, células que intercambian apenas un poco de química, nada más que una leve agitación de la materia oculta en el cráneo que se desintegra con la misma seguridad con que se derrumban las ciudades, e igual que estas la memoria se corrompe y congela, luego van cayendo, piedra a piedra, certeza a certeza, rostros, voces y gestos, y del sabor de las bocas, de la piel tersa de los cuerpos jóvenes y del color de los ojos y de los instantes con olor a yodo, de la frescura de las tardes, no quedan más que cenizas, e igual que las ciudades que hay que reconstruir sin cesar sobre sus propias ruinas, hay que reconstruir la memoria cien veces más para que no se hunda en la tierra, y lo mismo ocurre con nuestros muertos, sus vidas, sus manos sobre nosotros y los retazos de historias que nos contamos a nosotros mismos, esa humilde narración íntima que constituye el esqueleto y los nervios de nuestras vidas [...]».

A veces, una novela —siempre, las buenas novelas— aborda cuestiones que están más allá de lo que relata.  

24 de noviembre de 2025

Mes sept familles

 

Mes sept familles. Jacques Réda. Éditions Fario, 2022

En el pasado 2022, Éditions Fario, en su exquisita colección Théodore Balmoral, publicó el volumen Mes sept familles, de Jacques Réda —un autor ya conocido para los lectores de este blog, inédito en castellano—. El libro responde a la cuestión de los antecedentes literarios de todo autor; su primera versión fueron diversos textos recogidos en revistas —especialmente Nouvelle Revue Française pero también Les Lettres Nouvelles, Lueurs...— y en diversos libros de crítica literaria.

La nómina de autores de influencia reconocida expresamente incluye a: Jean Follain, André Frenaud, Lorand Gaspar, Jean Grosjean, Louis Guillaume, Francis Ponge, Jean Tardieu y Raymond Queneau.

A continuación, la traducción del preámbulo, en el que Réda presenta el volumen y explicita su reconocimiento a esos parientes literarios.

PREÁMBULO

A veces me han preguntado de qué antepasados literarios me siento deudor y siempre me ha resultado difícil responder. Porque todo lo que he leído desde que aprendí a leer y escribir, y que a menudo no tenía ninguna relación con la literatura (ausente de las inquietudes del medio en que vivía), suscitó en mí de inmediato un reflejo de imitación que durante mucho tiempo me hizo dudar de tener, literariamente, alguna singularidad; si es que la tengo, y no me corresponde a mí decidirlo.

Diría entonces que desde los diez años, más o menos, he imitado todo lo que ha caído bajo mi mirada o entrado en mis oídos, y que ha sido escrito, sobre todo en verso, desde que el cuerno de Roldán articuló la primera manifestación de lo que acabaría siendo la lengua francesa. Y de forma primordial, la canción, tanto en sus formas más antiguas como en el subproducto que difundían ya entonces los aparatos de radio.

Que el verso rimado y medido haya seguido siendo la norma recuerda los estrechos lazos que tuvo en su origen con el ritmo y la melodía que, según Nietzsche, le dieron nacimiento. El empobrecimiento que ha sufrido la canción, aunque no hayan faltado  algunos destellos de gracia y frescura (por ejemplo, Charles Trenet en la época que evoco y, más tarde, Georges Brassens), refleja el debilitamiento de la lengua que prosigue hasta nuestros días y que ninguna clase de decisión autoritaria puede evitar ni frenar: cada lengua es un organismo vivo que aparece, queda instaurada y luego desaparece, tras haber agotado todas las combinaciones posibles y verosímiles, y solo puede renovarse mediante préstamos que acaban transformándola gradualmente en otra lengua.

La desaparición del verso regular fue el primer síntoma del debilitamiento de la nuestra, aunque al principio quedara enmascarado por la gran liberación de energía poética que provocó, del mismo modo que la fusión nuclear del hidrógeno en helio reactivará durante un tiempo la actividad de la masa solar, pues todo está conectado.

*

Nacido poco antes de que el surrealismo alcanzara su pleno esplendor con su Segundo manifiesto¹, no recibí de él más que repercusiones tardías, sin efecto notable sobre la formación que había recibido en la escuela, cuya enseñanza tímida y sus textos escogidos rara vez se aventuraban más allá de la Brise marine de Mallarmé o del Bateau ivre de Rimbaud.

Es probable que esto determinara mi inclinación por poetas que, pertenecientes a la generación que precedió inmediatamente a la mía —la de mi propio padre—, no habían retenido más que una parte del alboroto que alcanzó su apogeo en los años veinte. Y, en particular, la repercusión que había tenido tiempo atrás sobre el verso regular, desde entonces reducido con frecuencia a un mero simulacro tipográfico.

Curiosamente, y pese a mi firme propósito de desentumecer en algo mi formación «clásica», cuyas huellas, más o menos visibles, subsistían en cada uno de ellos, nunca abordamos a fondo esta cuestión del verso como soporte natural o privilegiado de la indefinible noción de «poesía»: nos bastaba con lo «poético», y que este se manifestara en la lengua por otros medios, sin prever que tales medios contribuirían pronto al proceso de descomposición natural que la afectaba y que, tras el verso, se haría visible en su sintaxis.

En efecto, lo «poético» no necesita del verso para manifestarse y, en el estado en que se hallaba la lengua durante la primera mitad del siglo XX, el verso, en su forma tradicional, podía parecer, al contrario y razonablemente, un obstáculo para ello.

La causa de la indefinible «poesía» sigue fase de instrucción desde que Rimbaud la llevó ante los tribunales en una vista con jurado. Y habiéndose fugado durante un traslado entre el juzgado y la prisión preventiva, sigue prófuga a pesar de la Interpol y de la jauría de detectives privados que la persiguen pisándole los talones. Por si acaso, para atraerla, se le ha consagrado un mes, como a la Virgen María, y, en línea con una sana política consumista, un mercado; pero es más esquiva, hasta el punto de inspirar en algunos la convicción de que no existe.

*

Desde que Rimbaud se permitió sentar a la belleza sobre sus rodillas, sus devotos, pintores o poetas, tomaban muchas menos precauciones con ella, que parecía alentarlos. En realidad, la belleza no era más fácilmente definible que la poesía y podía ocultarse en cualquier parte, incluso en la fealdad, como se sabía desde hacía milenios. De modo que la belleza de la Belleza se había vuelto banal, aburrida y casi chocante en sus apariciones habituales. Había dejado de lado sus aires altivos, se había democratizado y, en lo que concierne a mi argumento, se mostraba menos exigente con la categoría de lenguaje que durante mucho tiempo había reclamado. Después de las fórmulas familiares, llegó a tolerar las populares, que le recordaban sus orígenes, e incluso las familiaridades algo brutales que podían excitarla (es bien sabido que, en el terreno del erotismo, el Amor puro soporta, si no los reclama, lo obsceno y el maltrato).

¿No era eso, por parte de los letrados, un indicio de renuncia a una delicadeza asumida como principio, que el exceso de lo henaurme² casi imaginario podía hacer aceptable?

No se encuentra, en verdad, ningún rastro flagrante de ello en los poetas que he reunido aquí, salvo a veces en Frénaud, pero lo que ronda (más allá de la eliminación del verso regular, que por lo demás no es sistemática ni en Tardieu ni, sobre todo, en Grosjean), es la sospecha generalizada que pesa sobre la naturaleza y la legitimidad de la poesía, y la búsqueda de una nueva definición de lo poético.

Nos resultaba tan espontáneamente habitual, a cada uno en su práctica, que no recuerdo haber hablado con ellos, más de lo que hablé sobre el verso, de esa cuestión fundamental: pudor, discreción (menos perceptible, de nuevo, en Frénaud), conciencia de haber seguido siendo en lo esencial esos «jugadores de bolos» señalados por Malherbe³, en una época en que los bolos eran verdaderos bolos dispuestos en un orden prescrito, y en que los jugadores no tenían a menudo nada más urgente que hacer.

¿Y entonces, de qué hablábamos? A veces todavía me lo pregunto: de todo, de nada, siempre como entre amigos entregados a ocupaciones de otro tipo (al fin y al cabo, teníamos la obligación de ejercerlas), o como entre miembros de una misma familia, o mejor dicho, de familias aliadas que evocan a sus grandes fundadores, los comparan y encuentran en ellos un motivo más para mostrarse modestos.

*

Antes de conocerlos, los admiraba; los quise desde nuestro primer encuentro, como poetas y como hombres, todos, y cada uno a su manera, excepcionales por su cordialidad, su franqueza, su seriedad o su comicidad, al igual que algunos de mis otros amigos a quienes la poesía, si es un hada, no había tocado con su varita, pero que estaban aureolados con otra clase de magia.

En cuanto a la ocurrencia de esos primeros encuentros, se debió unas veces al azar (a Frénaud, lo conocí en un tren; a Gaspar, en Budapest), otras veces a su propia iniciativa (Follain, Tardieu), tras haber leído con agrado algunos artículos que yo había escrito sobre sus obras, y otras más, cuando yo mismo empecé a publicar y, en ausencia de salones que me habrían intimidado, frecuenté la oficina de la NRF, a la que me invitó primero Jean Grosjean, y luego los almuerzos de Le Chemin, donde conocí a Francis Ponge; por no hablar de Gérard Macé ni de Jude Stéfan, dos de mis contemporáneos que también he comentado, ni de Michel Deguy ni de Jacques Roubaud ni de Denis Roche, a quienes conocí en las mismas circunstancias que a Lorand Gaspar.

Si se consulta el índice de las Agendas⁶de Follain y los Journaux⁷de Raymond Queneau, se advertirá la cantidad considerable de entradas que, en el primer caso, citan a Frénaud, Grosjean, Ponge, Queneau y Tardieu, y en el segundo, a Tardieu, Grosjean, Frénaud y Ponge. Todos eran amigos entre sí y, aunque solo hubiera conocido a uno, habría sido, según el proverbio, amigo de todos los demás.

Es cierto que conocí a otros poetas de la misma generación —Eugène Guillevic, por ejemplo—, pero no mantuve con ellos una relación ni íntima ni duradera.

Lo mismo vale para Raymond Queneau, que parece desmentir la relación familiar del título y que, como un buen diablo salido de su caja, solo se me apareció una vez. Pero tiene su lugar en este conjunto donde se deja entrever el esbozo de un cuadro de la poesía bajo la Tercera y la Cuarta Repúblicas, es decir, al final de su reinado milenario sobre los sueños de todos los regímenes a los que habrá asediado.


Nota bene 1. En cuanto a saber si alguno de mis siete u ocho poetas ha influido en mi obra, como solían decir los preceptores, es más que probable, como ya señalaba al principio de este Preámbulo: todos, sin contar a aquellos que no conocí ni siquiera leí jamás, y a los que no conoceré ni leeré nunca y que no guardarán de mí ningún recuerdo. Porque todos pertenecemos a un conjunto en el que, como en el universo, cada parte lleva en sí la totalidad y de cada parte depende el Todo, según la fórmula de Trinh Xuan Thuan —en el Dictionnaire amoureux du ciel et des étoiles, 2009—, siendo este Todo, en este caso, el corpus global de la poesía en lengua francesa. Como lo expresaron Borges y Queneau, cada uno a su manera, presumo, en efecto, que junto al desarrollo cronológico de los hechos en los que estamos inmersos, eso que llamamos «el pasado» ejerce, dentro de ese Todo, una influencia sobre lo que nos representamos como el futuro: es el saber que imparte el Ritmo, el cual, aunque de forma fugaz para nosotros, pero cierta, suspende la acción del Tiempo.


Nota bene 2. Otros textos sobre varios de los autores reunidos en el presente volumen figuran, junto a los de una mayoría de prosistas, en Autoportraits (Fata Morgana, 2010) y en los cuatro volúmenes de Le Livre des reconnaissances dedicados a poetas de épocas y nacionalidades diversas (Fata Morgana, 1985, 1992, 2016 y 2021).


Notas del traductor


1. Segundo manifiesto del surrealismo, publicado por André Breton y Paul Éluard en diciembre de 1929, cinco años después del Primer manifiesto del surrealismo, en la revista La Révolution Surréaliste.

2. Deformación deliberada de énorme, cargada de una falsa pomposidad, que fue popularizada por Flaubert  como burla de los excesos retóricos y de la grandilocuencia hueca.

3.  François de Malherbe (ca. 1555-1628), poeta francés, partidario de la sobriedad clásica ante los excesos de la exhuberancia en la Querelle des Anciens et des Modernes

4.  Nouvelle Revue Française, revista literaria fundada en 1909 de gran influencia en el medio literario francés. Réda fue su director de 1987 a 1996.

5. Alusión a las reuniones o almuerzos organizados por los colaboradores de la revista Le Chemin, dirigida por Georges Lambrichs y publicada por Gallimard. Esta revista fue un importante punto de encuentro para escritores y poetas en la Francia de mediados del siglo XX en los cuales participaban figuras destacadas de la literatura francesa.

6. Agendas (1926-1971). Jean Follain (1993).

7. Journaux( 1914-1965). Raymond Queneau (1996).