9 de mayo de 2024

Ah, but I was so much older then, I'm younger than that now

 


Cuando Bob Dylan escribió My back pages tenía veintitrés años, y yo apenas cinco. No puedo hablar, pues, del significado que quiso trasladar el compositor en el estribillo, si era el fruto del descontento provocado por alguna decepción o la toma de conciencia de lo inútil de algunos de los ideales de la juventud.  

My back pages es una de las canciones que me han acompañado a lo largo de mi vida, incluso antes de comprender la letra, y el significado de ese estribillo ha ido cambiando en función, sobre todo, de la edad y de las experiencias vividas; a partir de hoy que quiero fijar ese significado: la inutilidad de la experiencia frente a los beneficios del pensamiento, la ineficacia de la dialéctica frente a la potencia del  razonamiento; la productividad del silencio frente a la esterilidad del diálogo; a partir de hoy, apostato de mi propia historia: «I was so much older then, I'm younger than that now».

Crimson flames tied through my ears, rollin' high and mighty trapsPounced with fire on flaming roads using ideas as my maps"We'll meet on edges, soon, " said I, proud 'neath heated browAh, but I was so much older then, I'm younger than that now
Half-wracked prejudice leaped forth, "rip down all hate, " I screamedLies that life is black and white spoke from my skull, I dreamedRomantic facts of musketeers foundationed deep, somehowAh, but I was so much older then, I'm younger than that now
Girls' faces formed the forward path from phony jealousyTo memorizing politics of ancient historyFlung down by corpse evangelists, unthought of, though somehowAh, but I was so much older then. I'm younger than that now
A self-ordained professor's tongue too serious to foolSpouted out that liberty is just equality in school"Equality, " I spoke the word as if a wedding vowAh, but I was so much older then, I'm younger than that now
In a soldier's stance, I aimed my hand at the mongrel dogs who teachFearing not that I'd become my enemy in the instant that I preachMy existence led by confusion boats, mutiny from stern to bowAh, but I was so much older then, I'm younger than that now
Yes, my guard stood hard when abstract threats too noble to neglectDeceived me into thinking I had something to protectGood and bad, I define these terms quite clear, no doubt, somehowAh, but I was so much older then I'm younger than that now.

6 de mayo de 2024

Les Trois Mousquetaires XI


En 2004, Éditions Bréal publicó el volumen Bréviaire de Littérature à l'usage des vivants, un texto en el que Pierre Bergounioux examina las líneas maestras de la literatura francesa desde el Renacimiento hasta nuestros días, esos autores y obras que deberían sobrevivir a un naufragio —como el que estamos padeciendo ahora mismo, por no ir más lejos—; esta que sigue es parte de su justificación: 
«Nuestras vidas son esencialmente oscuras. La costumbre difumina los contornos. Carecemos de perspectiva. La sombra del pasado cubre el tiempo que es nuestro, el único tiempo real, el presente. Desde hace cinco siglos, la literatura en Francia ha aportado a los sucesivos momentos de nuestra historia una claridad propia, muy personal y, sin embargo, de alcance general. Al darnos nuestro sentido oculto, nos permite actuar con mayor libertad, escribir el capítulo que nos pertenece con mayor conocimiento de causa, con una conciencia más clara. Con este espíritu se examina aquí».

El último capítulo de este breviario se titula Et maintenant?, algo así como ¿Y ahora, qué? —mucho mejor que el literal ¿Y ahora?—, y examina, brevemente, a algunos de sus contemporáneos, esos que, según su criterio, por cierto nada desdeñable, aportan «una claridad propia»: François Bon, Jacques Réda, James Sacré, Jean-Paul Michel y Pierre Michon.

El siguiente escrito es la traducción de la parte que dedica a este último:

¿Y ahora, qué?

Nada es tan arriesgado como intentar reconocer las obras que el futuro tendrá por representativas del presente. Es preciso que hayan pasado a formar parte del pasado para que sepamos cuál fue su contribución.


Fue a principios de los años 1980 cuando aparecieron los primeros libros de dos de los novelistas más representativos de nuestro tiempo, Pierre Michon, nacido en 1946, y François Bon, nacido en 1953.


Michon rindió cuentas sobre el difícil acceso del mundo rural pobre, disperso, mudo, a la gran literatura, mientras que Bon lo hizo sobre el fin de la sociedad industrial, sobre la entrada en la «posmodernidad». A pesar de todo lo que los separa, sus temas, su tono, ambos escritores tienen en común un origen provinciano —la Creuse para Michon, la Vendée para Bon y madres que fueron maestras de escuela. Es una constante de la literatura que, hasta hace pocos años, ha seguido siendo cosa de hombres, con las mujeres en minoría, confinadas a las tareas domésticas, al cuidado de los niños o, para las más afortunadas, las más liberadas —Virginia Woolf en Inglaterra, Colette en Francia—, en el salón, el jardín, la playa, siemprer lejos de la acción y de los centros de decisión. Aunque ellas contribuyeron indirectamente. En este caso, proporcionaron a sus vástagos varones no sólo el afecto y la atención que, llegado el momento, alimentarían la confianza en sí mismos, sino también el dominio de los conocimientos académicos, y de la lengua en particular, sin los cuales sería imposible escribir.


Criado en una aldea de la región de Lemosín, entre la iglesia y la escuela laica, entre asalariados agrícolas y pequeños campesinos, Pierre Michon cursa  estudios superiores. Intuyó, como muchos de sus contemporáneos, desde su infancia, el poder iluminador, conmovedor de la literatura —eso que más tarde llamará «el bello lenguaje», «la Lengua». Piensa, es adolescente, en  convertirse en escritor. Pero tal ambición tropezó con dos dificultades. Una, de carácter general, era la de la confrontación, desde principios del siglo XX, entre la expresión literaria y las convulsiones de la historia, la incertidumbre de su sentido —al ruido y a la furia, por utilizar el título de Faulkner. La otra, de carácter local, es la que sufren las comunidades de la periferia, ingenuas, dialectales, en un país muy formal y fuertemente centralizado, con una lengua legítima, legalmente prescrita en todos los actos oficiales desde el Edicto de Villers-Cotterêts y tácitamente asociada a cualquier pretensión literaria digna de ese nombre. Michon sintió hasta la desesperación el estigma que los marcaba, a él mismo y al mundo ínfimo, sin lustre ni grandeza, que lo había engendrado. Y esta prohibición, desgarrándose, distanciándose y tomando conciencia de ella, se convirtió en el tema de su primer libro, Vies minuscules (1984), al que siguieron Vie de Joseph Roulin, Maîtres et Serviteurs, Rimbaud le fils. Después de haber pensado en describir existencias privilegiadas de las que no sabía nada, Michon volvió a aquellas y a lo que había repudiado en un principio —«pueblos miserables», «lugares inútiles», antepasados sin nombre, plebeyos lastimosos, un cura caído. Se salvó a sí mismo salvándolos a ellos.


ANALFABETO

Una mañana me sacó bruscamente de mi lectura la entrada, teatral como la de un capitán de ronda nocturna con toda la tropa, de una delegación más importante que de costumbre, que de fue derechito a la cama del tío Foucault: un médico de perfil aguzado, magistral y digno como un gran inquisidor, otro más joven y atlético más joven pero blando debajo de su barbita de perilla, un puñado de internos, una nube de enfermeras que piaban; habían mandado a todos los vasallos para convertir al viejo relapso; empezaba el tormento. El tío Foucault estaba sentado en su lugar predilecto; se había levantado, lo habían hecho sentarse otra vez; y el sol, que dejaba en la penumbra las cabezas parlanchinas de los médicos que permanecían de pie, inundaba su cráneo duro y su boca cerrada, obstinadamente: se hubiera dicho que los doctores de la Lección de anatomía se habían cambiado de lienzo, se habían amontonado en la sombra detrás del Alquimista en su ventana, y llenaban el espacio habitual de su recogimiento con sus poderosas presencias blancas almidonadas, con la algarabía de su saber; él, intimidado por ese interés poco habitual y avergonzado de no poder responder a él, no se atrevía a mirarlos demasiado y, con breves ojeadas inquietas, como que pedía consejo a los tilos, a la sombra cálida, a la puertecita fresca, cuya presencia tan familiar lo serenaba. Así tal vez miraba San Antonio su crucifijo y el cántaro de su cabaña; porque sin duda estaban casi a punto de inquietarlo, si no es que de convencerlo, esos tentadores que le hablaban de hospitales parisinos espléndidos como palacios, de curación, de los seres racionales y de aquellos que, por pura ignorancia, no lo son; por lo demás, el médico en jefe era sincero, tenia buen corazón debajo de su suficiencia profesional y su máscara de condotiero, el viejo testarudo le resultaba simpático. Más que los argumentos de la razón, quisiera creer que fue esa simpatía lo que hizo sentir al tío Foucault que debía con-testar, pues lo hizo; y, por corta que haya sido, su respuesta fue más esclarecedora y definitiva que un largo discurso; miró a su atormentador, pareció oscilar bajo el peso de su asombro siempre reiniciado y aumentado por el peso de lo que iba a decir y, con el mismo movimiento de toda la espalda que quizás tenía para descargar un costal de harina, dijo, con un tomno desconsolado pero con una voz tan extrañamente clara que toda la sala lo oyó: «Soy analfabeto».

Me dejé ir sobre la almohada; tuve un arrebato de alegría y pena embriagadoras; me invadió un sentimiento infinitamente fraternal: en este universo de sabios y de habladores, alguien, quizás como yo, pensaba que él por su parte no sabía nada, y quería morir por eso. La sala del hospital retumbó con cantos gregorianos. 

Los doctores se desperdigaron como una bandada de gorriones que por error o por tontería se hubieran metido debajo de las bóvedas, y que hubiesen sido dispersados por la monodia; yo, cantorcillo de nave lateral, no osaba alzar la mirada hacia el maesecapilla inflexible, desconocedor y desconocido, cuya ignorancia de los neumas hacía que el canto fuese más puro. Los tilos murmuraban; a la sombra de sus gruesas columnas, entre dos camilleros que reían, un cadáver debajo de su palio rodaba hacia el altar mayor de la morgue. 

El tío Foucault no iría a París. Ya esta ciudad de provincia, y seguramente también su propia aldea, le parecían poblados de eruditos, sutiles conocedores del alma humana y usuarios de su moneda común, que se escribe; institutores, corredores de comercio, médicos, hasta los campesinos, todos sabían, firmaban y decidían, con diversos grados de charlatanería; y él no dudaba de ese saber, que los demás poseían de manera tan flagrante. Quién sabe: ¿quizás conocen la fecha de su muerte, esos que saben escribir la palabra «muerte»? Sólo él no entendía nada de eso, no decidía gran cosa; no se sentía cómodo con esa incompetencia vagamente monstruosa, y quizás no le faltaba razón: la vida y sus glosadores autorizados seguramente le habían hecho ver que ser analfabeto, hoy en día, es en cierto modo una monstruosidad, cuya confesión es monstruosa. ¿Cómo sería en París, donde cada día tendría que reiterar esa confesión, sin tener a su lado a un joven patrón complaciente que le llenara los famosos, los temibles «papeles»? ¿Qué nuevas vergüenzas tendría que apurar, ignorante como ninguno, y viejo, y enfermo, en aquella ciudad donde hasta las paredes eran letradas, los puentes históricos, incomprensibles las mercaderías y los letreros de las tiendas, en aquella capital donde los hospitales eran parlamentos, los médicos aún más sabios a los ojos de los médicos de aquí, la más ínfima enfermera, Marie Curie? ¿Qué sería entre sus manos, él, que no sabía leer el periódico?

Se quedaría aquí, y moriría por eso; allá, tal vez lo hubieran curado, pero al precio de su vergüenza; sobre todo, no hubiera expiado, pagado magistralmente con su muerte el crimen de no saber. Esta visión de las cosas no era tan ingenua; me iluminaba. También yo había hipostasiado el saber y la letra en categorías mitológicas, de las que quedaba excluido: era el analfabeto abandonado al pie del Olimpo donde todos los demás, Grandes Autores y Lectores Dificiles, leían y forjaban entre bromas páginas inigualables; y la lengua divina le estaba prohibida a mi jerigonza […]

La enfermedad habrá hecho su trabajo; se habrá quedado mudo en otoño, frente a los tilos rojos: entre esos cobres que el anochecer opaca, y con toda palabra sustraída por la muerte en camino, más que nunca habrá sido fiel a las viejas ruinas letradas de Rembrandt; ningún escrito irrisorio, ninguna pobre petición garabateada en un papel habrá corrompido su perfecta contemplación. Su estupefacción no habrá disminuido. Habrá muerto con las primeras nieves; su última mirada lo habrá encomendado a los grandes ángeles blancos del patio; le habrán puesto la sábana sobre la cara, tan sorprendida de lo poco que es la muerte como había podido estarlo de lo poco que es la vida; esa boca, que se había abierto muy poco, estará cerrada para siempre; inmóvil para siempre, no tocada por obra alguna, cerrada sobre la nada de la lenta metamorfosis en la que ha desaparecido hoy en día, esa mano que jamás dibujó una letra.

Pierre Michon, Vies minuscules (1984), Gallimard

Traducción de Flora Botton-Burlá para la edición en castellano, Vidas mionúsculas, de Editorial Anagrama (2002)

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Este artículo es la traducción de parte del capítulo titulado Et maintenant? correspondiente al libro Bréviaire de Littérature à l'usage des vivants, publicado en 2004 por Éditions Bréal, actualmente agotado.


La fotografía de cabecera en la que aparecen, entrte otros, Pierre Bergounioux y Pierre Michon, procede de: https://www.chaminadour.com/2007-pierre-michon

 

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

3 de mayo de 2024

Química para mosquitos (socialistas)

 

Los palimpsestos. Editorial Minúscula, 2015. Química para mosquitos. Editorial Galaxia Gutenberg, 2024

Amigos que escriben.
A pesar de la existencia de ciertos vínculos, difusos pero concretos, establecidos pero ignorados, me parece que por ambas partes, relacionados con el tema laboral —exnovio o loquesea con el que compartí en el pasado, aunque asincrónicamente, un mismo lugar de trabajo—, mi primer «contacto» con Aleksandra Lun fue a raíz de un pequeño volumen —que leí no porque conociera a la autora, sino porque la editorial minúscula merece que, al menos, se hojeen todas sus publicaciones, y digo hojeen, e insisto en todas, aunque es cierto que el hecho de que la autora fuera una chica polaca que vivía o había vivido en Barcelona y que escribiera en castellano y en catalán, ya me dirán ustedes si un caso como ese no hubiera despertado su curiosidad, contribuyó a mi expectación— titulado 'Los palimpsestos', un libro que me pareció de una originalidad extraordinaria, una maravilla, formalmente —no tiene por qué coincidir, las estanterías de las librerías y las de mi biblioteca personal dan fe de lo habitual de esa divergencia—, que, además, tocaba un tema que me interesaba e interesa sobremanera, el de los escritores prófugos —de su lengua materna, y solo a veces de su lugar natal; en el caso de Aleksandra, doble transfuguismo—, pero no sé si esa lectura y posterior y justificada admiración provocó algún tipo de contacto, presencial o virtual, personal con la autora, aunque sí recuerdo que estuve hablando de su libro, y no una, sino varias veces, con Valeria Bergalli, su editora.
El primer trato personal —estoy dispuesto a discutir tanto el sustantivo como el adjetivo— tuvo lugar durante la reclusión, a través de unos vídeos que Aleksandra tuvo la gentileza —con la proporción imprescindible de mala leche; sin mala leche no hay gentileza, hay condescendencia, y no al revés, igual que no existe cinismo sin inteligencia, eso es estupidez, y un cínico no es un estúpido, un inculto sí lo es; estoy dispuesto a discutir esto, también— de transmitir, junto al director de su gabinete, en streaming, desde su suntuoso despacho bruselense, sobre coaching confinamental.
Posteriormente, en uno de los tiempos muertos entre perentorias declaraciones de emergencia y contundentes confinamientos provocados por la pandemia —aunque no recuerdo si fue en ese momento en que lo supe, pero sí que no se materializó en ninguna consecuencia con anterioridad a 2021—, me enteré de que teníamos una amiga común, y que esta misma, no sé por qué razón, supongo que habíamos hablado de ello en uno de los encuentros con prolongada sobremesa que acostumbrábamos a celebrar —por cierto, Olga, ya es hora de que los retomemos, ¿no?; ya no trabajo en Barcelona, pero no resido en las antípodas (aunque a menudo lo desearía y, más a menudo todavía, lo parece)—, había concertado un encuentro —con comida, los encuentros con amigos o son con comida o no son encuentros, o no son con amigos— a tres, que se celebró en una terraza en pleno ferragosto barcelonés —camiseta de manga corta y ropa ligera todos, leve y saludable bronceado los mediterráneos, blanco casitransparente y rubio casialbino la báltica—, del que no recuerdo qué comimos —de hecho, ni me acuerdo de que comiéramos, pero es indudable que lo hiciéramos—, pero sí que la sobremesa se alargó lo suficiente como para que se desvelaran los vínculos de los que he hablado al principio y nos hartáramos de hablar de literatura y de reir —aunque no nos reíamos principalmente de la literatura de la que hablábamos, bueno, sí, en algún caso—.
Ahora Aleksandra ha publicado otro libro, 'Química para mosquitos' —dos libros en diez años, unas trescientas páginas en total, no sé si esto es un ejemplo de productividad en Bruselas (recuerden que esa ciudad, por decirlo de alguna manera, es la sede del Parlamento Europeo, del Consejo Europeo y del Consejo de la Unión Europea, del Comité Europeo de las Regiones y del Comité Económico y Social Europeo; lo digo por lo de la productividad)—, en el que habla de confinamientos tácitos, de libertad ignota y de transfuguismo espiritual. Bueno, de hecho, no es ella la que habla, es una niña nacida en 1977 en una colonia minera en un país bajo la órbita de la Unión Soviétiva, y ya habíamos quedado, Barthes mediante, en que el narrador de una historia no tiene nada que ver con el escritor, que, además, está muerto. ¿Era así, verdad? —Otra afirmación que estoy dispuesto a discutir, por cierto; venga, un poco de munición, a título de maniobra de distracción, para empezar: «Balzac, en su novela 'Sarrasine', hablando de un castrado disfrazado de mujer, escribe lo siguiente: “Era la mujer, con sus miedos repentinos, sus caprichos irracionales, sus instintivas turbaciones, sus audacias sin causa, sus bravatas y su exquisita delicadeza de sentimientos”. ¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe». Roland Barthes, 'La muerte del autor'—.
¡Jajajajajaaaaa! ¡«El cuerpo que escribe», dice!
[N.B.: Pido disculpas por los puntos (.), seguidos y aparte, que no he podido evitar; los del texto de Barthes son de su exclusiva responsabilidad].
[N.B.2: Puede que nada de esto sea cierto, o lo sea solo en parte; cabe incluso la posibilidad de que todo sea verdadero; cf. 'El arte de la ficción', David Lodge. ¿O es que creían ustedes que iban a salir indemnes, es decir, con una sola recomendación de lectura, de este texto?].

29 de abril de 2024

Les Trois Mousquetaires X


«Tengo mucho que leer, ya sabe, el tipo de lectura que me hace absolutamente imposible escribir. Me gustaría releer el Ulises, revisitar ciertos textos de Richard Millet y Pierre Michon, todos esos autores que me impiden hacer mis cosas».

25 de abril de 2024

Las fantasmals


Les Revenentes. Georges Perec. Julliard, 1972

En 1969 Gallimard publicó La Disparition de Georges Perec, que tres años después redobló su hazaña sacando en Julliard Les Revenentes: la primera obra es una novela lipográmica en E, vocal más frecuente en francés, que leída suena como ellos (homenaje a sus padres, víctimas de la Shoah); la segunda novela solo utiliza esa letra a lo largo de ciento veinticinco páginas.

En 1997 Anagrama publicó La Disparition con traducción de Marisol Arbués, Mercè Burrel, Marc Parayre, Hermes Salceda y Regina Vega (que les valió el premio Stendhal) bajo el título de El secuestro sin la A, la más usada en nuestro idioma. Por otro lado, dos argentinos han vertido Les Revenentes con la E, como en el original: Eduardo Berti parcialmente (la mitad del primer capítulo: https://eduardoberti.blogspot.com/2007/08/perec-es-excelente.html) y Marcelo Zabaloy íntegramente (https://cartasamargas.wordpress.com/2022/07/02/georges-perec-seres-espectreles/).

Mateo Pierre Avit Ferrero (https://www.facebook.com/meteo.piedra), traductor y amigo, se ha puesto en la tesitura de traducir el primer capítulo de Les Revenentes, siguiendo la senda marcada por El secuestro, es decir, manteniendo el paralelismo con el método original de Perec y usando solo la vocal más frecuente en español, la A: «Traducir esta obra supone una doble constricción: no solo la del bueno de Perec, sino el propio hecho de pasar el texto de una lengua a otra. El resultado es un texto en que prima el femenino (empezando por el título), el narrador pasa a la tercera persona (únicamente con verbos de la primera conjugación), se toman más licencias y el conjunto resulta necesariamente más forzado que el original, el cual se respeta en todo momento».



Las fantasmals


Tantas jabatas amagadas, Mazdas naranjas, la lana cardada hasta las llantas, bajan calmadas la Strada Alta, mas andan la Strada Sant’Anna hasta las calzadas naranjas: acá plagan las hayas, las palmas, más allá s’alza, a la par alargada, jactada, sta stampa: l’abad para Parma. Más allá la ntrada para las caldas, las masas s’afanan. ¿Arcana calla tras las llantas tapadas?

    —¿Anda acá?

    —¡Anda acá! ¡Anda acá l’abad!

    —¡Tás chalada, anda la star! —bala, pasmada, la yaya calva.

    —¡A carta cabal! ¡Graham Chapman! —aclara la papanatas (asaz fan).

    —¡Calla! ¡Martha Graham! —avalan a la par las cantamañanas (aman la danza).

    —¡Graham Chapman! ¡Martha Graham! ¡Jamás! —lanza, cargada, la mnda—. ¡Barbara Bradshaw-Branchat!

    —¡¡Barbara Bradshaw-Branchat!! —calcan las masas atarantadas tras las aclaradas palabras.

    —¡Cáscaras! —alarga mnda—. ¡Barbara «La Dama», Barbara «La Patas», Praga, Marsala la acatan, Alá, Pan, Jah la aman! ¡Barbara, magna afamada, star para las stars, hada para las marchas, las galas! Hasta lamas laaclaman: ¡al alzar a las tablas nada tapada, macarras lanzan las campanas!

    —¿Anda a la caza hasta casa l’abad? ¡L’altar a nada par llama! —habla la facha, gafas calzadas, chal a la garganta.

    —¡Fallas! —para mnda—. Barbara anda hasta casa l’abad para nada más: ajá, l’abad s’hrmana a Samantha Álava, yaya para Gaspar Álava, ¡mas Gaspar Álava aclara a rajatabla a Barbara!

    Atarantada, la facha aparta, mas adapta las gafas (pasta: haya) a la aplanada cara.

    —L’abad, la yaya, la almna, la ma’stra :¡vaya mala maraña!

    Saltan las alarmas: mnda para nada abraza la batalla franca, s’aparta. Las masas paran, ya nada vallan. Mnda anda hasta casa Hanna…


Más allá, tras las calzadas vanas, apagadas, a mnda alcanzan las palabras arrancadas a las rachas:

    —… L’abad abrasa…

    —… Barbara tá ntrampada…

    —… Salda las alhajas.

    —¿Asaz?

    —… ¿Mas afana?

    —¡Al abad, a la hrmandad saca tajada!

    —… ¡ah ah!…

    La ráfaga s’alza. Arrastra las palabras…


22 de abril de 2024

Les Trois Mousquetaires IX



El 'Cahier de L'Herne' dedicado a Pierre Michon (2017), incluye una pequeña sección titulada «¿En qué piensa usted?»; entre las cosas en las que piensa el autor, está esta:
«Pienso en Bergounioux entre sus árboles, en Volodine entre sus osas».

16 de abril de 2024

Compléments à la théorie sexuelle et sur l'amour. Montaigne

 

Imagen representando una vista de la torre de Montaigne y los planos de las tres plantas. 
Reproducida de la edición de los Essais de Librairie Firmin-Didot et Cie., Éditeurs. París, 1907

Montaigne


Pascal Quignard



El sábado 29 de agosto de 2020 estuve en Montaigne. La torre era mi camerino. Teníamos que tocar en el espacioso patio que delimitan la torre, el establo y el castillo. Releía las partituras del concierto con la extraordinaria pianista virtuosa Aline Piboule. Teníamos que interpretar Boutès en un escenario en el patio, frente a la gran escalinata, cuando cayera la noche, a las 21:00 horas. Trata de la historia de un hombre en un barco que escucha un canto maravilloso y se lanza sin la menor vacilación al mar. Hasta tal punto ama la música. Hasta tal punto ama el mar. Una vez releídas las partituras, dejé que Aline se vistiera, se pusiera su vestido de noche, su reluciente vestido de Sirena, se cortara las uñas, se puliera las uñas, se esmaltara las uñas, se maquillara, se pintara los labios. Yo caminaba en círculos. Vagaba por allí. Descubrí no las tres salas que tan elocuentemente me habían enseñado unas horas antes, sino sus muros. A fuerza de subir y bajar, comprendí sus trucos. La capilla de abajo era un señuelo. Tanto para los reformados como para los católicos. El conducto que conectaba a través de la muralla con el dormitorio permitía no asistir a misa —aunque servía para oírla. Él fingía escuchar lo que no escuchaba. Oculto en el muro de su dormitorio, a la izquierda de la ventana, había otro escondite. Se sustraía a la vista de los que habían venido a verle —y sin que fuera necesario estar ausente. Por último, en lo más alto, no trabajaba en su librería, en el segundo piso, sino justo al lado, en el ropero, que era una especie de garitón que flanqueaba la torre propiamente dicha: allí, frente a la chimenea, justo debajo de la ventana que daba a los campos y a los bosques, con la luz que entraba por la derecha, leía al calor, frente al hogar, escribía a la luz lateral del día, a dextra, o, aún más a menudo, releía, retomaba  su interminable libro.


El erudito recorta la frase oral, luego recorta las secuencias en el flujo de la frase, luego recorta las palabras en las secuencias, luego recorta las letras en las palabras.


El erudito es el recortador, la punta de su mano es la punta de su cuchillo, el secare, las tijeras de podar, cortando el follaje, despiezando los animales, no dejando piedra sin remover, disociando la frase del mundo, desentrañando los largos periodos discursivos, desmembrando las complejas maquinaciones sociales, descomponiendo la sintaxis de las cosas en su relación de unas con otras, desgarrando incluso las palabras de su lengua para desbrozar los etyma que se fusionan en el fondo de las palabras.


Entonces el erudito los deja dispersos, desgarrados, sin elegir. Deja las incógnitas sin resolver.


Lo literario no concluye. No apacigua. No elige. No significa. No apunta. No escinde.


1. La garita de la torre


Me encantaba ese vestidor tan estrecho, casi triangular, en el que toda la luz procedía del hueco de la ventana renacentista. Y resulta que la pequeña habitación del garitón estaba pintada con frescos, todos sacados de los doce libros de las Metamorfosis de Ovidio. Con el paso del tiempo, las pinturas han sido desleídas por la humedad. La mayor parte casi se han disuelto en el revoque. Hice fotos con mi teléfono: solo se ven tonos desvaídos. No se adivinan los temas. Un análisis espectrográfico podría identificar los sepias, los puntos de copia, los contornos de las figuras, si las imágenes utilizadas como modelos habían sido transferidas previamente. En realidad no importa: se podía imaginar lo que se quería descubrir. La naturaleza propia del alma es imaginar lo que no puede ver. Cuando la diosa de las diosas cegó a Tiresias, Zeus transformó su visión en clarividencia. En la campana inclinada de la chimenea veía la celda donde San Juan de la Cruz escribió La Noche Oscura utilizando el hollín de su chimenea mezclado con su orina.


«El mundo siempre mira al frente —escribió Montaigne—, yo repliego mi mirada hacia adentro». Así es el mundo tan radicalmente endógeno de la literatura.


Cámara angusta: celda estrecha, angosta, la cabeza en la ventana. Es el apéndice de la torre.


Su casamata.


Excrecencia de la muralla sobre los campos, sobre los habitáculos de las cuadras donde descansan los caballos, sobre las viñas.


Epicteto decía que solo necesitaba un plato para comer y una lámpaea de aceite colgada en la pared para leer.


Trasalcoba de piedra en el eremitorio de los libros.


La axila de quien aman, donde les gusta deslizar el rostro. Incluso los gatos buscan el pliegue bajo el brazo, el pliegue de carne bajo el pecho, donde reposar la mirada y recuperar el latido que los tranquiliza. La guarida es el cuerpo. El viejo regazo de una piel de animal, ese es nuestro destino. La primera manta en la que pensaron los hombres fue la piel de una bestia después de haber devorado sus carnes.


El garitón que flanquea la torre de Montaigne —es lo que él llama en sus Ensayos «la trastienda»..


«Una trastienda por entero nuestra, por entero abierta, en la que establecemos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad».


Esta pequeña protuberancia en el muro. Esta garita de piedra triangular colocada a extraplomo en el muro. Como la prisión de San Juan de la Cruz, tan impresionante sobre el puente de Alcántara, a plomo sobre el Tajo. Este es el compartimento del alma. Un pequeño cubículo con el espacio justo para un centinela solitario. Los desechables restos placentarios del origen convertidos en un parto viviente.


El faro de Cordouan, a siete kilómetros de la Pointe de Grave, mar adentro, fue concebido por Montaigne cuando era alcalde de Burdeos.


¡Oh, no es muy larga, la vida de un hombre!


Desde las orillas del Lidoire hasta el pie de la colina, ese es el verdadero viaje.


En el primer piso, se entra en la habitación donde iba a dormir «para estar solo».


Para sustraerse, escribió tan admirablemente, «de la dominación de lo civil y de lo religioso, de lo conyugal y de lo filial».


El núcleo está en la célula, el embrión está en el óvulo, el feto en su bolsa. Cuando el bebé se convierte en niño, el espacio en el que se encuentra se convierte en el caparazón del cráneo donde la psique, aún informe, y maleable, y exuberante, habita. Las paredes son su piel. Quien entra sin avisar en la habitación en la que se encuentra el niño viola al niño. Lo mismo ocurre con la habitación donde el escritor escribe.


El nido de la golondrina es también ella misma, forrado con su saliva.


El garitón, la cabina con techo cónico a lo largo del muro de la vieja torre, es el nido de la golondrina —no la biblioteca, de la que es la proyección. Es la proa que se adentra en el silencio, frente al hogar.


Montaigne llamaba «gardesas» [gentilicio de los habitantes del departamento del Gard, en el su de Francia]a sus colecciones de annotatio (en latín clásico habríamos dicho sus colecciones de excerptio).


Mis pequeñas carpetas rojas, sobre la estantería, eran una prolongación de los tres álamos negros.


En lo más alto de la casa del Yonne hay una habitación extremadamente pequeña y abuhardillada. La cama es muy estrecha, de ochenta centímetros de ancho. No hay más que unos pocos ladrillos en el suelo que forman un pavimento descuidado. Las paredes están desnudas. También las vigas, las he dejado grasientas de hollín, con olor a humo, y desnudas. Eso es todo. La «mesilla de noche» no es más que el ladrillo que sobresale de la pared, y sobre él coloco lo que queda de mí: una memoria USB. Porque eso es lo que quedará de mí. Me digo: «¡Mi vida fue menos voluminosa que un cráneo! ¡Incluso el pico de un cuervo podría haberla contenido!». Los pétalos de una anémona habrían bastado para empaquetarla. Lo más bonito, en el minúsculo altillo, es la bombilla redonda que cuelga e ilumina las páginas —sustituida con las primeras luces del alba por la ventana velux sobre el cabecero de la cama, a través de la cual el sol cae verticalmente. Ocurre, a menudo, que el alma se olvida de apagar la bombilla cuando todo está inundado de luz. Hay que tener cuidado, pero entonces no se está muy lejos del otro mundo. Nunca se está muy lejos ni del otro mundo, ni del otro tiempo. A veces me olvido de sentir lo feliz que era en brazos de quien amaba. A veces me olvido de la intensa fidelidad corporal que es la esencia del amor y que se remonta tan lejos. Que es la esencia de la intimidad extrema. Que es la esencia de la audacia repentina. Porque toda audacia animal, resquicial, se remonta al jardín salvaje del paraíso.


En el segundo piso, todo es redondo. Un nido extraño. Es como el círculo de Stonehenge, en Wiltshire, al norte de Salisbury. Hay dos vigas unidas por doce viguetas. OUK KATALAMBANÔ. Esto es lo que está escrito en una de ellas, en letras griegas mayúsculas. (Esto es lo que dice: «No llego a ninguna conclusión»). Hizo grabar estas dos palabras en la vigueta de madera de castaño con los caracteres de una lengua que él mismo no entiende. Hizo grabar esta sentencia en memoria de un amigo que lo entendía todo, originario de Sarlat, y al que traicionó. Su recuerdo es un perpetuo remordimiento. Es un extraño Vía Crucis, en el que se va de imagen en imagen bajo las figuras de la Pasión. Así es como camina bajo los muertos que cita.


2. Este monstruo de la simiente


Nació en la «montaña» de La Mòta de Mont Ravèl, por encima de la Dordoña, a una legua de la Gironda y del puerto de Burdeos. El estudio de este pequeño judío portugués, llamado Eyquem, que es el antiguo nombre transcrito en caracteres latinos de loachim en hebreo, que era el nombre del padre de la Virgen María —virgen tres veces: virgo ante partum, virgo in partu, virgo post partum— y que se añadió a sí mismo este hermoso nombre, tan taoísta, de «Montaigne», para firmar sus libros, en lo alto de su torre, rodeada por sus cuatro estrechos muros, encima del establo de su castillo, en medio del bosque, entre las arboledas de castaños y de cedros, en el punto más alto de los viñedos bordeleses.


Amaba el poder. Se cayó del caballo. Creyó morir. Abandonó repentinamente sus  responsabilidades y se liberó de todo compromiso. El 28 de febrero de 1571 Montaigne vendió solemnemente su cargo, abandonó las orillas del Garona y el puerto de Burdeos,  se retiró a su torre. Abdicavit. Tiene treinta y ocho años. Hace inscribir su disgusto por el parlamento en la pared de la biblioteca, en el segundo piso. Los «ensayos» sobre la vida y la muerte en los que se embarcó duraron veinticinco años: de «la ejercitación» de rozar la muerte a «la experiencia» de la muerte real, con la garganta contraída, en la cama, en su habitación solitaria, en el primer piso.


Una y otra vez repitió esta experiencia. Reelaboró este ejercicio espiritual, esta ascesis. Lo convirtió en un libro. Lo convirtió en dos libros. Los convirtió en tres libros. Siempre era el mismo libro.


El mismo libro cada vez más serio en el que un cuerpo se esfuerza por renacer. En el que un alma se esfuerza por encontrarse a sí misma y por comprender lo que no comprenderá jamás.


Se puso manos a la obra con el enigma.


Los más hermosos abrazos en los que el cuerpo ha experimentado la felicidad no son todavía más que ensayos.


La metamorfosis del mundo vivo es sexual, en constante descomposición y resurgimiento.


La intensa desnudez que busca en lo más profundo del alma nos atrae tanto como escandaliza.


Lo fascinante no puede abordarse más que de forma involuntaria y avergonzada, y busca desprenderse de su propio poder. En el deseo, a medida que el alma se fascina, el sexo se petrifica. Uno intenta desligarse de lo que le obsesiona, el otro intenta liberarse de lo que le obstruye y le constriñe. Durante el sueño, el sexo erecto durante cada alucinación onírica tiene una doble función: al revelarse alzado en medio del cuerpo, señala el sueño al tiempo que da testimonio del deseo que es el sello distintivo del sueño. El enigma está in futuro. Se lanza, tantea el futuro. Sin sueños, en los animales, en los pájaros, no hay futuro. El deseo es un pedacito de phutur dentro de la phusis que pertenece al sueño. El deseo diurno muestra algo distinto de lo que muestra a los ojos del durmiente, pero nunca significa lo que en él parece visible. Se dirige a sí mismo solo como un indicio, como una semblanza, como un fantasma. Como una especie de flor o de ángel o de camino de semillas. Nunca como un fruto. Es lo real sin lo real porque es lo real lo que sueña. Es tal vez el solo signo único. En cualquier caso, es el único signo que sigue siendo señal. Una señalización sin edad. Siempre anterior a la edad del sujeto porque es siempre anterior a la edad de su cuerpo. Por eso decimos: el sueño no conoce el tiempo. Siempre anterior a su concepción. Semen seminum. El en otro tiempo nunca designa la causa, la simiente de las simientes, indica, antes de la simiente, la tumefacción, la tumescencia, el agua original que remonta, que se eleva, que fluye, que se mueve, que se conmueve antes del borbotón incoercible o de la acometida por fin testimonio de la realidad.


El deseo es ese vacío que se abre, ese chaos, esa extensión de voracidad vacía que se clava en el fondo de la garganta, esa página en blanco que se extiende ante los ojos del que piensa.


Ese en otro tiempo monstruoso, ese en otro tiempo que se rebela y revela ese pasado, antecedente, sexual, ancestral, se refleja maravillosamente en los tres libros de los Ensayos de Michel Eyquem de Montaigne: «¿Qué monstruo es esta gota de simiente, de la que somos producto, que porta en sí misma las impresiones, no solo de la forma corporal, sino también de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres?»


Mientras Montaigne escribía el tercer libro de sus Ensayos, fue Ambroise Paré quien empezó a llamar «pequeña muerte» al síncope en el que el ser humano pierde «la conciencia de lo que le ha sobrevenido en su engendramiento».


En su libro, Ambroise Paré prefería modestamente llamar «estremecimiento» a lo que nosotros llamamos «placer».


La felicidad no es más que un estremecimiento.


Este monstruo de simiente es una pequeña muerte.


3. El altercado


Entre 1571 y 1580, Michel de Montaigne fue el primer erudito de nuestra historia en expatriarse de la tradición filosófica del pensamiento, entonces milenaria.


Abdica de sus funciones comunitarias, pero también de la dialéctica.


Abandona la lengua hablada.


Da el nombre, enérgicamente, al diálogo lingüístico, de altercado.


El único diálogo platónico que no es un diálogo, que es ciertamente un relato, es la Apología de Sócrates. Es el único libro de Platón que Montaigne separa de todos los demás y pone por encima de ellos. No es la apología de un hombre, sino una historia que está regida de un extremo a otro por la mortalidad de un mortal: como todo relato, solo comienza al día siguiente de la muerte que cuenta.


Este vivir y morir: la resaca de la mortalidad afecta a la natalidad desde el principio.


4. La disgregación


Montaigne escribió: «Es hora de deshacerse de la sociedad».


De la misma manera que una ola no puede ser desposeída de su resaca, de la misma manera que no puede liberarse de ese movimiento que se dispone a destruirla por completo y que la arrastra, de la misma manera que nunca se emancipa del vacío interior que la impulsa por delante de sí misma en el chapoteo de su espuma, el movimiento de nacer no puede ser separado de su disgregación, el salir no puede distinguirse del irse, de todas las singularidades sucesivas que lo alteran, de esas fragmentaciones progresivas que lo esculpen y le dan forma, lo definen, lo finalizan. Esa metamorfosis es una única morfosis. Es este vivir-morir que Montaigne inventa en su extraordinario libro.


Y esa disgregación construye espontáneamente el excessus político. Al final de su metamorfosis, la larva abandona el movimiento gregario.


Grex es la manada de bestias.


Solo en un segundo sentido se convierte en el puñado de vergas que las dirigen.


Unus que azota a los Plures.

Estos son los términos precisos que emplea Montaigne en Ensayos III, 9: todas las «descripciones de ciudadanía» de los antiguos griegos son «ridículas e inútiles para llevarlas a la práctica» porque son puros «altercados»; así como la base del lenguaje es la oposición, la base de la Historia es la guerra civil.


Rousseau tenía también esta convicción: el lenguaje nació entre los hombres para que «huyeran unos de otros y la tierra se cubriera de su cólera». Cólera a la que dan el nombre de naciones, para las que la guerra es la vida.


Sade, tan honesto discípulo de Rousseau, prefería decir: la esencia de la naturaleza es la maldición indomesticable.


Montaigne, incluso como presidente del Tribunal de Burdeos, incluso como embajador en la corte de Enrique III, pensaba como La Boétie, que había sido su Méntor, hijo de Alcimo y padre putativo de Telémaco, que vaga solo, noche tras noche, cerca de la orilla, hundiendo ambas manos en el mar donde naufraga su padre. Pensó: no existe una asociación específicamente humana. Las sociedades en las que viven los hombres contemporáneos derivan de forma continua de las sociedades animales en las que vivía la especie antes de hominizarse. Es de allí de donde saca la especie sus más terribles reflejos, los límites de su conciencia, es decir, sus huecos inconscientes, sus trazos de salvajismo, sus celos bestiales, sus conflictos territoriales, su gregarismo, su vulgaridad, su efervescencia mimética, sus pánicos, sus chivos expiatorios, su depredación prehumana con todas sus fuerzas, sus masacres.


Mi maestro Ezra (Émile es solo un apodo, Ezra es el verdadero nombre de pila) Benveniste solía decir: en lingüística, el plural no es originario. Deriva del neutro.


En lingüística, solo el grito solitario proporciona los antecedentes.


Ha pasado el tiempo desde la Chambre Ardente y la decapitación del rey inglés, desde la masacre de San Bartolomé —e incluso desde la toma de la Bastilla, las revoluciones contagiosas y sucesivas, las guerras franco-alemanas, los campos, las bombas. Ya no hay regímenes en la tierra en los que tengas cuerpo (habeas corpus). Ya no hay lugar donde la autodisposición espontánea, salvaje, orgullosa, injustificable, prime. En todas partes, en los diferentes Estados que componen el mundo, la libre circulación ha sido arrebatada a los cuerpos, la libertad ha sido disuelta en el alma de los ciudadanos. Los Parlamentos ya no la protegen, añadiendo una especie de pulverización a la aniquilación. En Francia, en 2020, se vio a la Asamblea Nacional votar la prohibición de ir a los bosques, de subir a las montañas, de respirar el aire de las cumbres y de las nieves eternas, de caminar por las orillas del mar, de pasear por las arboledas y los jardines. La elección que se ofrecía a la servidumbre de todos era entre un despotismo total e insidioso —tan blando como las arenas movedizas— y una tiranía tan violenta como aleatoria —tan imprevisible como una tormenta—.


5. La tormenta


Empezó a llover. Una intensa tormenta. Bajo las ráfagas de lluvia, con el chisporroteo de las gotas en las hojas de los árboles, hubo que retirar a toda velocidad las sillas plegables y los bancos alineados en el espacioso patio convertido en un lodazal, arruinado, socavado por las cuatro enormes ruedas del tractor que remolcaba el piano. Porque hubo que transportar el gran piano de cola, cubierto con una inmensa lona beige, con la ayuda de un tractor del pueblo de Montaigne, a cien metros de allí, hasta el interior de la iglesia. Hubo que llamar al afinador para que volviera a afinarlo. Hubo que reembolsar el importe de más de doscientas localidades que no disponían de ubicación. Se llenó al máximo la nave, el transepto, las naves laterales, las dos pequeñas capillas, de sillas pegadas las unas a las otras cuanto fue posible, a pesar de la epidemia. El alcalde de Montaigne era encantador. Empapado como Noé, negaba el diluvio mientras su chaqueta rebosaba agua y escupía las gotitas. Corrimos a lo largo de la larga avenida de castaños que iba desde la torre de Montaigne hasta la iglesia del pueblo, arrimándonos a los troncos para evitar la lluvia torrencial. Qué podría estar más cerca del destino que queríamos indicar que Boutes empapada. Inmerso. Aline y yo tocamos de maravilla. No había más que unas pocas velas encendidas en la oscuridad. Todos nos tocábamos como animales en un establo. La atención, el silencio, la oscuridad, la concentración, eran sublimes.

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Este artículo es la traducción amateur, que no sustuirá nunca a una realizada por un profesional de la traducción, y que solo pretende hacer accesible el texto al lector en castellano, del artículo «Montaigne» del libro Compléments à la théorie sexuelle et sur l’amour, de Pascal Quignard, Éditions Seuil, 2024