28 de octubre de 2022

Historia de la civilización francesa

 

Historia de la civilización francesa. Georges Duby y Robert Mandrou. Fondo de Cultura Económica, 1996. Traducción de Francisco González Aramburo

Para aquellos que pensamos, por supuesto erróneamente, que aquello que llamamos "civilización occidental", a pesar de ser una conquista múltiple, debe la mayor parte de su desarrollo al hexágono francés, y para los que, como este lector, andamos algo endebles en esa rama de la cultura, esta Historia de la civilización francesa, publicada en 1958, suple esas carencias y nos reafirma en la  sospecha de que la participación de Francia en el progreso colectivo de occidente es un hecho indiscutible. A continuación, algunos apuntes de la lectura.

El ensayo sitúa el punto de partida en el año 1000, una vez terminada la era de las grandes invasiones y comenzado el período de las conquistas materiales y espirituales. La sociedad de esa época está firmemente estratificada y ligada a la tierra: el campesinado, los hombres libres pobres, los dirigentes y la iglesia, organizada en parroquias, que detentan tanto el poder espiritual como el temporal debido a su prestigio, y se convierten en focos y reservorios de la cultura, aunque la cultura laica cae  en la regresión. Entra en escena el feudalismo, la construcción de las primera fortalezas y la aparición de un nuevo actor, el castellano, y derivado de este, los caballeros, un nuevo tipo de nobleza, hereditaria. 

El siglo XII trae el progreso de los trabajos del campo; esta inyección de riqueza en el estrado más bajo tuvo consecuencias positivas, hacia arriba, a lo largo de toda la escala. Se favorece el comercio, se generaliza el uso de la moneda, se incrementa la agrupación de la población en ciudades y se añade a la nómina de clases al burgués. El enriquecimiento de los monasterios erige las primeras basílicas románicas y, poco después, ya en las ciudades, las grandes catedrales góticas. La instrucción, que vuelve a los clásicos, se hace más compleja y provoca un renacimiento del conocimiento: la escolástica. Aparece la orden cisterciense para depurar la vida monástica, y los cátaros, aún más radicales. Gracias a la escritura, las lenguas vernáculas se unifican en dos, la langue d'oïl y la langue d'oc; aparece el amor cortés y el germen de lo que acabaría siendo la novela.

El XIII es un siglo de prosperidad urbana y de intercambio comercial en el que florece la burguesía. El dinero se convierte en la fuente de todo poder. Los Capetos se establecen como primera dinastía real; a la muerte de Luis IX, Francia queda constituida como un reino y París como la ciudad de vanguardia destinada a ser su capital.

A finales del siglo XIII se producen tres transformaciones que auguran la llegada del Renacimiento: un cambio de actitud hacia el conocimiento consistente en la aplicación de la reflexión racional a la comprensión del mundo; una nueva concepción del poder político, según la cual el rey tiene que hacer concesiones a los nuevos "Estados" ya que necesita su ayuda para mantener la corona; y un cambio completo en las condiciones económicas con generalización de los impuestos, la inflación y los efectos de la peste negra.

El siglo XV amanece con un renacimiento cultural: pintura, música, poesía, persiguen la dimensión humana, formal y de contenido, con traducciones a la lengua vulgar, una corriente que procede de Italia e irrumpe con una fuerza incontenible. Es el comienzo del despliegue de lo que puede considerarse la civilización francesa en sentido moderno.

En el siglo XVI se produce el despegue definitivo de la evolución de las ciudades, mientras que el campo permanece casi inmutablde y sigue bajo el yugo señorial. Llega la aplicación práctica de la recientemente inventada imprenta y la recogida de los beneficios que facilita la aparición de los marcos principales del desarrollo intelectual urbano, las parroquias, las escuelas y las universidades. El tráfico con América beneficia a Francia, pero solo a algunos, que se convertirán en una clase emergente, los comerciantes y tratadistas que, económica y socialmente, relevarán de su sitial a la vieja y endeudada nobleza de sangre. En el plano cultural, Francia importa de Italia el florecimiento en las ciencias, las artes y la filosofía: el humanismo. La segunda mitad del siglo, sin embargo, es protagonizada por la interminable guerra civil, avivada por las guerras de religión, que terminará con el cambio de la dinastía reinante y el acceso al trono de la familia Borbón.

El siglo XVII puede considerarse el del advenimiento definitivo de la edad moderna en Francia, intelectualmente brillante, socialmente revolucionaria. Descartes se descubre como ser pensante y proclama el valor universal del método matemático. En el otro extremo, el puritano jansenismo se extiende, imparable, desde Port-Royal, impulsado por la adscripción de parte de la nobleza y de personalidades relevantes como Pascal, para hacer frente a los excesos doctrinarios de los jesuitas. 

La segunda mitad del siglo XVII, la verdadera época clásica en Francia, coincide con el reinado de Luis XIV, un período fastuoso, a pesar de que no escapó de una guerra permanente y de una crisis económica galopante. El rey acumula todo el poder y lo ejerce, sin que sobreviva ninguna oposición, sobre los tres Estados por igual, desde un Versalles convertido en el centro del mundo político y cultural, incuestionable. Con la intención de esa uniformización, se persigue a los protestantes, a los jansenistas y a los descartianos ―es decir, a los racionalistas―, los únicos opositores que partían de un consolidado marco teórico, un acoso que pondrá las bases para los hechos que sucederán un siglo después. 

El siglo XVIII es el siglo de la revolución económica ―mejora de las comunicaciones y racionalización de las explotaciones agropecuarias―, que, unida a la revolución demográfica ―crisis de la monarquía y de las instituciones― y a la humanística ―el conocimiento se hace seductor―,  preparan el camino para la verdadera Revolución. Esta recoge los frutos de los siglos anteriores y genera un nuevo espíritu de libertad en los salones, en las salas de lectura, en las academias, en las bibliotecas y en las logias masónicas. El resurgimiento del humanismo se materializa en el movimiento filosófico de la Ilustración y en su obra resultante, L'Encyclopédie

La Revolución significa no solo la victoria de la voluntad popular sobre los privilegios y el despotismo, sino también el triunfo de la burguesía y la puesta en marcha de un ambicioso programa progresista ―para la época― basado en los tres pilares de la civilización contemporánea: libertad, igualdad, fraternidad. Napoleón, apartándose del espíritu revolucionario, consigue, paradójicamente, sacudir los viejos regímenes y, aunque con una política a menudo errática, dar a luz un nuevo sistema político que pretende extender a todo el continente; es en esa internacionalización donde reside el germen de su derrota, aunque dejó un poso que fue el responsable de anular toda posibilidad de regresar al statu quo anterior a la Revolución, y que hizo fracasar, en Francia, intentos reaccionarios como la Restauración y el Segundo Impero. El período romántico, fértil en rebeliones, alumbrará al socialismo utópico, un primer intento de devolver el poder a los protagonistas de la producción ―aún está por llegar la revolución industral propiamente dicha, abriendo la perspectiva hacia un porvenir más justo y dando estatuto de validez al pensamiento de clase y a la organización obrera, un Cuarto Estado que tuvo un papel primordial en la revolución de 1848 y en el advenimiento de la Segunda República, determinante en el destino de la civilización francesa contemporánea.

La segunda mitad del siglo XIX lleva consigo la revolución industrial y el advenimiento de una nueva Francia social y económica, en el seno de la Tercera República. En 1833 se establece la obligatoriedad de la enseñanza primaria , que debe ser laica, y en 1880 se pone en plano de igualdad con la masculina la enseñanza secundaria femenina, con lo que termina el poder de la iglesia en la educación: se planta la semilla de lo que será la separación  total del poder espiritual y del temporal, uno de los fundamentos de la República, que culminará en la primera decena del siglo XX, en el  proceso transformador de la mentalidad más relevante de la historia.

El recién inaugurado siglo XX será testigo de los avances en las ciencias físicas tanto como en las humanas, a los que acompañarán la organización definitiva de la clase obrera y la literatura basada en el yo; los músicos y los pintores rompen los moldes del pasado, pero todo ese progreso civilizatorio se interrumpe con la IGM y sus consecuencias, que se sufrieron hasta el comienzo de la IIGM y el fin, por agotamiento de la Tercera República en julio de 1940; sin embargo, el progreso de la técnica sienta las bases para el florecimiento civilizatorio que sucederá a la posguerra.

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24 de octubre de 2022

Los albores de una civilización




Poco más de un siglo separan a estos tres libros, ciento tres años para fundar el legado literario más importante y determinante de la civilización occidental.

François Rabelais (1483?-1553), publicó, bajo el pseudónimo de Alcofribas Nasier, PantagruelLes horribles et épouvantables faits et prouesses du très renommé Pantagruel Roi des Dipsodes, en 1534. 

Michel de Montaigne (1533-1592), publicó sus Essais en 1580. 

René Descartes (1596-1650), publicó, de forma anónima, el Discours de la méthodePour bien conduire sa raison, et chercher la vérité dans les sciences en 1637.

17 de octubre de 2022

El meu Amic

 

El meu Amic. Esteve Miralles. Angle Editorial, 2022.

Em sembla que entenc la diferència entre un escriptor i un escriptor professional; el segon deu ser aquell que pot viure ―amb diferents intensitats― del que escriu, mentre que el primer necessita altres fonts d'ingressos. El meu coneixement de la literatura en català no abasta per convertir el que no és més que una impressió en principi d'aplicació general, però conec molt pocs escriptors ―literaris; els periodistes són una altra cosa: hi ha qui pot viure, per exemple, de fer cròniques esportives― en llengua catalana ―i no gaires més en castellà― que puguin viure honradament d'allò que escriuen. 

No en tinc ni idea, en canvi, d'allò que distingeix una persona que escriu d'un escriptor; no deu ser pas el favor del públic ―massa voluble i dirigit per operaciones de pur màrqueting―, ni el nombre de publicacions ―en un país amb una desmesurada plaga d'edicions―, ni la hipotètica qualitat literària ―establerta per una crítica venuda als grans grups de comunicació―, ni tan sols, o encara menys, per l'autodefinició com a escriptor dels propis interessats. No soc capaç de formular un test per establir definitiva i inqüestionablement si algú que escriu és o no un escriptor ―si és que, insisteixo, es possible, convenient o raonable la distinció―, però sí que em sembla que puc discriminar entre què és literatura i què no ho és de cap de les maneres, només em cal llegir alguna de les seves obres per distingir-ho.

Tampoc sé la raó, més enllà d'alguns casos en què ho he averiguat dels propis interessats, de per què hi ha autors, en aquest cas, escriptors, deixeu-me centrar en ells, raonadament prolífics ―un títol cada dos o tres anys, potser quatre― i d'altres sospitosament improductius ―una publicació cada deu anys?―, ni les possibles relacions entre termes que, en certs moments, podrien considerar-se relacionats: fertilitat, professionalització, autoexigència, necessitats bàsiques... 

Però aquest post, que ja s'està fent massa llarg, no té la intenció de ser una disquisició més o menys ―més aviat menys― teòrica sobre els entrellats del fenòmen de l'escriptura, sinó un crit d'atenció, dirigits als lectors en general i als amants dels reptes estilístics en particular ―però també als addictes a les bones històries― relatiu a la darrera publicació d'un dels escriptors més irraonablement improductius del panorama literari; El meu Amic és tot just la tercera obra narrativa ―Retrobar l'ànima (2013) és un dietari, mentre que Núvols com (2001) s'acostaria més al concepte del que s'enten com a novel·la― de l'autor; tres obres ―alguna més, si tenim en compte assaig i poesia― publicades en un lapse de més de vint anys no sembla un exemple de productivitat; un pot arribar a especular amb les raons que justificarien aquest rendiment tan baix, però ni el que escriu això es veu amb cor d'exposar-les ni, realment, importen un borrall.

«Soc un historiador en crisi, i ―enmig de les meves distraccions de l'any Tretze― en lloc d'obrir els lligalls que tinc davant, i apilats per terra, i a l'ampit de la finestra, en aquest despatx en què ningú em no em vigila, m'he posat a transcriure records del meu Amic. No tinc un propòsi definit, ni un projecte de recerca en marxa; és el que faig, de moment, per ara. Compilo records. D'ell. Per exemple».

Un narrador sense nom, davant la desaparició del seu Amic ―les majúscules, ara i en endavant, reprodueixen les del text―, escriu una sèrie de notes, de fragments a vegades inconnexos, relatius a aquell també innominat conegut; a vegades, es tracta de records propis, a vegades d'experiències que aquell li va comunicar; sovint reproduiex, però també endevina, especula o investiga fins i tot en els propis records, en les seves fílies i les seves fòbies, sense cap altre propòsit confessat que passar l'estona i ajornar la feina a la què se suposa que hauria de dedicar el seu temps.

«Com que ara no puc parlar amb el meu Amic, no he pogut fer altra cosa que anotar els records del poc que em va explicar: i buscar l'ajuda de la memòria dels pocs confidents que va tenir».

El narrador ens vol fer creure que no hi ha cap propòsit definit en aquest recull d'anotacions; el format, fragmentari i parcial, hom diria que fins i tot arbitrari, més proper al quadern de notes que a la narració en el sentit clàssic, sembla recolzar aquesta manca d'intenció, però a mesura que s'avança en la lectura el lector se n'adona de que amaga més que mostra, sense saber precisar ni què és ni de quina naturalesa; la fiabilitat del narrador queda en entredit, igual que la seva identitat, i la sornegueria que traspuen algunes intervencions fan dubtar dels seus propòsits. El fet de que aquest quadern de records sigui provocat per una desaparició ―un desencadenant, per cert, molt semblant al de Núvols com―, i que aquesta fugida quedi resolta ―però no el motiu, al menys de forma clara― a les poques pàgines, un any després, provoca la sospita; però també ho fan l'enfocament narratiu, l'aparent absència de fil de la trama  i la pròpia particularitat del narrador, que es fa evident en la seva exposició. Sovint, sembla voler plantejar una novel·la en clau ―per més que aquesta particularitat tant pot adjudicar-se al narrador com al propi Miralles―, encara que ens la vulgui fer passar per una simple relació de records, propis i aliens, sense més nexe causal que les circumstàncies ―aquesta vegada sí: del narrador― i, presumiblement, més enllà de les associacions que tenen lloc a la seva ment.

Formalment, la novel·la ―per simplificar, l'anomenaré així― està dividida en quatre etapes no  successives marcades per uns títols que semblen anar més enllà del seu significat: "Subtilitat" no deixa de ser una mena de justificació ―d'autojustificació?― del narrador; "Candor" exposa els antecedents, l'entorn social i la història del pare de l'Amic; "Tornar-hi" és un exercici per passar del particular a l'universal; i "Tornar-s'hi", el darrer capítol, és el reconeixement dels danys i l'inventari definitiu de les pèrdues.

Si bé l'estil del text no és gens complaent amb el lector ―qui diu que ho hagi de ser?, que es veu obligat constantment a reformular totes les hipótesi que havia pogut proposar per enllaçar els diferents episodis, la inclusió de fons documentals ajuda a la recreació d'un ambient en el què els personatges suren com restes d'un naufragi social, polític i personal, el primer, el del propi narrador. A més a més, tots hem conegut ―en el pitjor dels casos ens hem emmirallat― en la nostra vida laboral i personal, individus com l'Home fort, l'Home fosc, la Mestressa; però també el Pare de família ―afortunadament, no hem conegut a la Poeta incapaç (d'escriure poesia); no tan implicadament com l'Amic, és clar, de Poetes i Poetes incapaços d'escriure poesia tothom en coneixem un munt ―; i tots podem reconèixer a personatges públics com el Candidat feliç o d'altres encara més evidents. 

Ni sé ni vull especular ―aquest verb ja ha sortit alguna vegada al llarg d'aquest escrit, oi?― al voltant de les intencions de l'autor, les seves motivacions si és que n'hi ha alguna, si és que n'hi ha d'haver alguna― per enfrontar al lector a una novel·la tan inteligent com desassosegadora i induïr-lo a seguir a uns personatges inconstants que mostren les seves diferents facetes abans que els pugui fixar. El que sí que puc afirmar, i aquesta és potser la conclusió més profitosa, és que és possible escriure novel·la de moltes maneres, i que El meu Amic n'és la mostra.

Altres recursos relatius a l'autor en aquest blog:

Interludi poètic: constància de lectura

10 de octubre de 2022

El ala derecha. Cegador 3


El ala derecha. Cegador 3. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2022
Traducción de Marian Ochoa de Eribe

«Ya no sé cuándo vivo y cuándo escribo».

El ala derecha, tercera y última entrega de Cegador, cierra de forma grandiosa la colosal trilogía, una arriesgada propuesta narrativa en estos tiempos de lecturas ligeras e irrelevantes que recoge la tradición de los trípticos renacentistas de contar una historia a través de tres módulos independientes pero complementarios El jardín de las delicias o El carro del heno del Bosco―; con la intención de iluminar un mundo y condensarlo mostrando sus huellas, el autor exhibe muy poca complacencia tanto con los hechos como con los personajes ―alguno de los cuales, sin profundizar mucho, se diría bastante parecido a él mismo― y, desesperanzado, los arrastra por el pasado, el presente y el destino de la humanidad ―que serían la actualización del Paraíso, Mundo e Infierno del Bosco, por este orden, de izquierda a derecha― y somete al lector, sin ningún tipo de deferencia, al análisis de sus despojos.

El procedimiento que utiliza Cartarescu evoca al método cartesiano formulado en el tercer principio de su método«conducir con orden mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente». Es decir, para analizar con probidad un hecho, un objeto o un pensamiento, se deben aislar gradualmente sus componentes hasta que esa separación permita comprender la naturaleza de las relaciones mutuas que, tomadas en conjunto, concurren para configurarlo; y para justificar cómo el más ligero cambio en uno de esos componentes provoca la subversión de lo analizado hasta convertirlo en algo  completamente distinto.

«Era vigilado, guiado, los obstáculos eran apartados de su camino, era disciplinado, por su bien, a través del sufrimiento y del descontento, pero, sobre todo, lo contemplaba, por todas partes a la vez, un vasto y nítido campo visual, en el que su cuerpo dislocaba un volumen centelleante. Y visual significaba aquí escritural, porque la predestinación está siempre ligada a una mirada y a una escritura, un ojo que escribe y un manuscrito que ve lejos, que recuerda lo que va a ser».

El papel protagonista, aunque no se trate de una caracterización habitual, corre a cargo de Mircea y del enigmático no-personaje de Victor, ya presentes en El cuerpo, veinticinco años después, en 1989, el año de la caída de Ceaucescu, cuando Mircea tiene 33 años. De hecho, ciertos sucesos relatados en El cuerpo son examinados bajo un nuevo punto de vista, ya que aquello que en los años de 1960, en plena e inocente infancia del narrador, parecía malo, el presente lo ha convertido en aceptable. Cualquier cosa, siempre, puede ir a peor.

«Me detengo ante la gigantesca ventana en la que Tú has dibujado Bucarest con Tu propio dedo (pues estas líneas las escribes Tú, estas líneas en las que me obligas a detenerme ante el Bucarest nevado de la ventana y a ver el bloque que Tú colocas en el foco de mi mirada, y a llorar lágrimas que Tú haces rodar por mi rostro cuando escribes, en tu hipermundo, "él llora"), contemplo ese aparato tan extraño en el cielo, envuelto en su halo irisado, y le grito las palabras que me has dado para que grite, que gritaré siempre, en la misma página del mismo libro, cada vez que una mano la abra y un ojo la lea: "¡Señor, ven!"».

Poco hay que decir en términos históricos acerca de los últimos compases de la dictadura de Ceaucescu, un régimen se ha convertido en su propia caricatura: el paraíso instalado en la Tierra: la felicidad para todos, la bienaventuranza eterna, la vida perdurable, todas las necesidades colmadas;  Pero la realidad era bastante distinta:

«Aleteaban, como mariposas lisiadas, con una sola ala, en un avanzat torpe que no era ni volar ni arrastrarse. Porque construían con diligencia una historia del pasado sin preocuparse por la del futuro. No había ya profetas y los que habían conocido a los profetas no vivían ya. Avanzaban sin saber hacia dónde, de manera absurda, como un animal que tuviera todos los órganos sensoriales en la parte trasera y contemplara sin cesar la línea de babas que dejaba a su paso [...]. Un gigantesco escotoma cubría la mitad de su campo visual: el pasado era todo, el futuro era nada. Los hombres avanzaban hacia atrás, hacia las pirámides y los menhires, hacia los úteros de los que habían salido, hacia el punto de una masa y una densidad infinita ante el cual no eran ni siquiera nada».

De hecho, se diría que el régimen se mantiene, como otros regímenes totalitarios en sus últimos momentos a lo largo de la historia ―como el franquismo aquí, tal vez―, más por la desidia de la oposición, incapaz de organizarse, desgastada por sus luchas internas y sus personalismos, que por su propia fuerza intrínseca. Obedecer se ha convertido en costumbre ―tanto, que no se encuentra razones válidas para desobedecer, aunque existan―, y soportar la dictadura y sus efectos sobre la vida cotidiana parece apenas una incomodidad cuya persistencia ha convertido en llevadera. La supervivencia del régimen pende de un hilo, pero nadie parece dispuesto al esfuerzo de cortarlo; ante esa inacción, los últimos estertores del moribundo, aunque sanguinarios, no hacen más que desvelar  su debilidad. A medida que se acerca la caída del régimen, tan previsible como inesperada, se acentúa la incredulidad de los bucarestinos; habituados a soñar con su desaparición, no son capaces de ver en los indicios determinantes  nada más que la prolongación de su sueño, de atribuir realidad a los deseos, como si cualquier atisbo ―y mucho menos materialización― de esperanza solo tuviera cabida en el mundo onírico.

«Cada punto de ese inmenso mapa cóncavo era todos los puntos, cada rostro, todos los rostros, cada comisura de los labios de una figura pintada se convertía en un Belén y cada brillo de los ojos de los pastores venidos a adorar al Niño de luz era una galaxia lejana, y la cúpula infinitamente alta era una proyección semiesférica de todas las proposiciones verdaderas y falsas encadenadas en el espacio lógico de la mente, conectadas, a través de un mecanismo terriblemente complicado, al mundo, tal y como es, con lo que se ve y con lo que no se ve».

La visión del mundo ―toda novela es, finalmente, el producto de una determinada visión del mundo―, un microcosmos en sí mismo representativo de la perspectiva del destino de la humanidad, nunca es objetiva; además de las diferentes versiones que cada individuo puede concebir, de acuerdo con su carácter, su ideología o sus circunstancias, existen una serie de limitaciones parciales que el receptor debe poder decodificar. La visión del mundo cotidiano del crío que ve cosas que no entiende y acerca de las cuales formula teorías con el fin de comprender, aunque ninguna de ellas sea cierta; la visión del mundo exterior de la dictadura de un adulto, que también tropieza con cosas inexplicables, cuya cadena causal no puede rastrear y que, como el niño, desarrolla estrategias de supervivencia para no extraviarse en el laberinto cuyo patrón no es capaz de comprender. La dictadura para el adulto es tan amenazante como el mundo exterior a él mismo del niño. Las amenazas de la Securitate son mucho más graves ―y conllevan consecuencias también más graves― que las de la madre del crío, pero comparten su naturaleza profunda, que es la prohibición.

«El niño penetraba en su propia tumba, en el solitario cenotafio de su mente. Hasta la cama pegada a la pared solo había tres pasos, pero tal y como solo unos pocos centímetros de acero te separan del tesoro de la caja de caudales, nunca habría podido recorrerlos. Se había imaginado tantas veces tumbado en la cama dura de su habitación, un muñeco de carne fría. Un niño muerto, cubierto de azucenas con el corazón viscoso. El polen llovía sobre él, sobre sus ojos abiertos de par en par, sobre sus labios blancos como el papel, sobre las uñitas azuladas clavadas en la sábana. Unas alas lívidas  salían por debajo de su cuerpo y colgaban hacia el suelo hechas girones y agujereadas. Estar muerto, no sentir nada más nunca».

Ver el mundo y reflejarlo en lo escrito ―una segunda mediatización― se asemejaría a verlo como a través de los cristales de una ventana, que por la diferencia de temperatura del exterior con la del propio aliento, provoca que este, cuando es exhalado por la nariz, imprima dos nubecillas simétricas ―sí, como las alas de una mariposa―. La visión de un único exterior es modificada según se mire desde la parte limpia de la ventana o desde la parte empañada, transparente o traslúcida. No afecta a la naturaleza de lo visto, pero sí a nuestra percepción; el hecho de que una sea menos concreta, menos definida, permite la especulación en cuanto a su forma, pero también a su idiosincracia. Se va a convertir en un engaño, pero la ilusión de poder modificar la realidad para convertirla en aliada es la última opción válida antes de aceptar la derrota y expresar la rendición total.

«He caído en la piel ulcerada de la página. Ya no escribo de verdad. Estas hojas son el diario sin sentido de mi deambular. Ya no cuentan el relato de Mircea, sino tan solo su historia de hombre derrumbado en la historia».

Si toda novela es, también, la idealización de una búsqueda, Cegador, en general, pero El ala derecha en particular, refleja ese rastreo, en el presente, de aquella escena del pasado que solo se alcanza a intuir, vaga, ilocalizable, como si fuera cierto que sucedió, aunque no se tenga ninguna seguridad de ello; de cómo es posible recomponerla, aleatoria y provisionalmente, para acomodarla a la disponibilidad presente; de cómo se la puede cambiar y de cómo dar por finalizada la búsqueda cuando se alcanza el convencimiento de que el acceso es imposible. Y del engaño, por supuesto, que supone la decisión prematura de que no existió, una simple excusa antes de reconocer la propia incapacidad. Aunque siempre existe una solución multifuncional para evadirse de las situaciones fastidiosas ―el reconocimiento de la derrota siempre lo es― o potencialmente adversas: abandonar la realidad, montado en la imaginación o en el sueño ―el mismo recurso, en vigilia o durmiendo, aunque la frontera entre ambos sea difusa―, un recurso que se mantiene a lo largo de la vida, cambiando de objetivo pero con idéntica función.
«Mircea volaba, girando bajo las estrellas como le venía en gana, mirando a través de las ventanas a las mujeres infelices, a los poetas y a los pervertidos que no se habían acostado aún, completamente libre, incluso de su propio cuerpo, incluso de su propia búsqueda. Ya no sabía por qué estaba allí, cómo podía volar, no se preguntaba ya quién era. En cierto sentido, no era nadie, porque no tenía ya conciencia, sino que vivía en una conciencia vasta y fluida, como si volara en el espacio lógico y en el campo viosual de otro. Y ciertamente, volando hasta el límite del horizonte, Mircea se había topado, en todas las direcciones, con los mismos impenetrables muros de hueso, los gigantescos huesos parietales, temporales y occipitales, con sus suturas zigzagueantes, que cerraban, como la cúpula de una basílica elevada sobre las estrellas y las galaxias, la ciudad».
Ese regreso al pasado en busca de respuestas se realiza mediante la proyección del presente ―1989― en aquel pasado: el narrador intenta interpretar su presente buceando en su niñez, como si su conducta hubiera sido determinada en esa época, asimilando su relación con el mundo con la de ese niño que justo lo estaba descubriendo y como si su respuesta a la situación política, social y personal estuviera predeterminada por las preguntas ingenuas de aquella criatura que se veía rodeada de sucesos que no lograba entender. Este, se evadía del mundo que no comprendía creando universos alternativos en los que representaba el papel protagonista, mundos a su medida, recreados en la frontera del discernimiento y poblados por seres generados por su imaginación. El otro, en lugar de crear mundos, intenta recuperar el mundo real que debe existir debajo de las capas de mentira y ficción con que el régimen lo ha enterrado; la imaginación del niño ya no sirve de escapatoria cuando lo que debe revelarse es el mundo real: es la diferencia entre el mundo imaginario de creación propia y el mundo imaginario creado por los demás.

«La mariposa inventó el alma humana. Nos fue concedidacomo símbolo vivo y perfecto de nuestra situación en esta tierra donde fluyen la leche, la miel, la sangre y la orina. No habríamos sabido nunca que aquí, en el mundo de los colores y olores, somos orugas, tubos que degradan la materia, tubos digestivos con ojos. Nos arrastramos en el plano de la realidad, porque no podemos imaginar otro, avanzamos sin cesar por nuestra rama hacia otros manojos de hojas, ingerimos su sustancia estructurada y dejamos un rastro de sustancia amorfa, eso es todo, dicen muchos, los que son ciegos a la luz que viene del futuro. Eso es todo, autoestructuración, autogeneración, autoselección, inmanencia total, ciega, ajetreo en las ciénagas paradisiaco-infernales de la historia. Ningún otro sentido que la simple vida, ninguna esperanza: la pared contra la que enseguida chocamos es de un grosor infinito. Bebamos y comamos, que mañana moriremos. Y moriremos copiosamente, moriremos abundantemente, ostentosamente. Será una orgía de la muerte infinita, una desaparición sin huellas. El tubo digestivo que se arrastra de forma peristática, con ojos que alcanzan a ver un centímetro, con sexos que ven solo la distancia de una generación, desaparecerá en el polvo, despedazado por las hormigas y descompuesto por las bacterias, hasta que de su arquitectura blanda solo quede el polvo y el polvo del polvo».

Tal vez lo que intenta Cartarescu con ese doble escenario separado más de dos décadas el uno del otro no es  explicar el presente ―1989― como una consecuencia del pasado, en función de este, sino tomar el presente como antecedente, como un recuerdo que actúa sobre aquel, no solo determinándolo, sino generándolo, violando el principio de causalidad mediante un ejercicio especulativo que rompe con la linealidad del tiempo y con la idea preconcebida del mecanismo de recompensa y castigo para explorar las disyuntivas que abre una concepción alternativa de la relación entre los falsamente opuestos ficción y realidad. ¿Dónde ubican los sueños, en el pasado o en el futuro? ¿Y los recuerdos?
«Me esfuerzo con toda mi alma porque ese manuscrito mío no se transforme en un diario, así como no he permitido, desde el principio, que sea literatura. Quiero seguir escribiendo sobre mis cavernas interiores, sobre mis alucinaciones más verdaderas que el mundo, sobre Desiderio Monsú, el pintor bicéfalo de las ruinas, sobre Cedric y sobre Maarten y sobre el noble polaco y sobre estatuas y sobre los Conocedores, pero la alucinación se ha desbordado estos días y ha llenado el mundo, cada vez me cuesta más saber en qué parte de cada página de mi manuscrito me encuentro, como si cada hoja fuera un espejo en cuya superficie se unen dos mundos con el mismo derecho a llamarse "reales"».

Cegador es una hiperfigura geométrica definida en más de tres dimensiones, aun añadiendo la dimensión temporal; ante la imposibilidad de representarlo en nuestro universo tridimensional, Cartarescu lo reproduce mediante la escritura, y el lector ―este lector― puede percibir su complejidad, especular acerca de su naturaleza ―el producto de la lectura―, pero no puede definirlo; un fractal cuya dimensión topológica puede deducirse en función del número de  escenarios, pero cuya dimensión métrica y análisis de las relaciones entre sus elementos primarios permanecen indescifrables. El ala derecha es, tal vez, el elemento que le fantaba a Cegador no solo para estar completo, sino también para poder emprender el vuelo y dejar a los lectores hechizados ante la abrumadora factura de una obra inmensa, creadora y destructora de mitos.

«Me has proyectado entero en este libro ilegible, en el que Mircea escribe sobre Mircea, que escribe sobre Mircea, como si sus órganos estuvieran conectados en una extraña diálisis en la que la sangre y la tinta se filtraran por la porosidad de la página, pasaran de uno a otro hasta que no sabes si el Mircea de Solitude, inclinado sobre su página de cuaderno en el estudio de la planta baja, arroja su sombra sobre el Mircea de la estación de metro, que arroja su sombra sobre el Mircea del manuscrito vivo y bullicioso, absurdo e ilegible, gemelo y sin embargo distinto al libro que tienes ahora en tus manos, si es que no es, por el contrario, el Mircea del manuscrito el que se proyecta, enorme, sobre la pantalla del otro manuscrito, para que la sombra de la sombra sea el hombre de cincuenta años que escribe cada día, como un insecto, en el cuaderno, mientras en la ventana destaca la silueta del castillo barroco sobre el que flotan las nubes primaverales, en un manuscrito con letras de raíces y diacríticos de viento, cada vez más deshecho a medida que se acerca al final, porque el pasado lo es todo y el futuro es nada».

La función última de la literatura no debería ser explicar el mundo, sino crearlo. La literatura debería ser el Jehová de los ateos, un dios benevolente que no dicta prohibiciones, que no es vengativo ni exige devoción absolutata, y que no promete nada que no pueda cumplir. Palabras que creen objetos, frases que establezcan relaciones, párrafos que originen continentes, libros que sean  mundos. La literatura crea reinos y abate regímenes, ensalza héroes y ajusticia villanos, declara guerras y firma armisticios, erige dictadiras e ilumina revoluciones.

«El [Final] del mundo y el del Relato, pues sin relato no puede existir un mundo. Con cada larva Trocófora que muere en su charco turbio, desaparece un mundo. Con cada espermatozoide que no encuentra el óvulo muere un universo. Con cada uno de los miles de millones de seres humanos que fallecen en cada generación, una hecatombe terrible e incomprensible, porque el tiempo, el gran esterminador, no deja heridos ni libera rehenes, el mundo desaparece una vez más. El fin del mundo llega billones de veces de forma simultánea, en cada instante, en cada lugar donde un brillo de conciencia ha relampagueado en la noche sin dimensiones y sin fin, con cada neurona, con cada ojo, con cada movimiento. Cuando desaparecen una flor o una mosca, desaparece un mundo que ni siquiera ha sabido, por un instante, que ha existido. Cuando muere un feto abortado y arrojado entre lavazas y basura, se apaga un cosmos marchito antes de llegar a ser. El apocalipsis es tan banal y cotidiano como la génesis en este mundo que los mezcla en cada instante, un geneso-apocalipsis o una apocalipso-génesis que florecen en un eje neuronal. Pero el mundo verdadero vive entre la primera y la última hoja escrita a boli, el verdadero cosmos se abre en tus manos, entre las tapas de este libro».

¿Y si hubiera que leer la Biblia al revés, si el Apocalipsis fuera la verdadera Creación y el Génesis el irremediable y apropiado final?

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de El Ala Izquierda. Cegador 1

Notas de Lectura de El Cuerpo. Cegador 2

Notas de Lectura de Solenoide

Notas de Lectura de Travesti

3 de octubre de 2022

Huérfanos de Brooklyn

 

Huérfanos de Brooklyn. Jonathan Lethem, PRH, 2015
Traducción de Cruz Rodríguez Juiz

En términos generales, la crítica internacional no ha distinguido a Jonathan Lethem como el mejor escritor de su generación, ni por poseer un estilo propio inconfundible, ni por ser el precursor de una corriente revolucionaria de la historia de la literatura; pero gran parte de sus trabajos, que incluyen novelas y volúmenes de relatos, un cómic, guiones cinematográficos y varios textos de no ficción ―entre los que se encuentra The Exegesis of Philip K. Dick (2011, coeditado con Pamela Jackson) no traducido al castellano, al igual que sus dos últimas noivelas― contiene algunos rasgos que la distinguen de la ingente producción ―ya lo es la que llega aquí, qué no será en su lugar de origen― de sus coetáneos: la extrema habilidad en la mezcla de géneros, el férreo dominio de las tramas y la sublime construcción de personajes; una combinación que puede resumirse en una palabra: oficio.

El tourético Lionel Engendro Esrogg, el protagonista principal y narrador de Huérfanos de Brooklyn (Motherless Brooklyn, 1999), una novela notablemente original que adopta algunas claves del género negro para detonarlas desde su propio interior, entra con todo merecimiento en la galería de personajes tan entrañables como inolvidables de Lethem junto a Rose Zimmer (Los jardines de la disidencia, 2014), Alice Coombs (Cuando Alice se subió a la mesa, 2008) y Dylan Ebdus (La fortaleza de la soledad, 2004).

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Anatomía de un jugador

Notas de Lectura de Cuando Alice se subió a la mesa

Notas de Lectura de Los jardines de la disidencia

Notes de Lectura de Pistola amb música de fons

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