"Vale la pena aprender esa lengua [la construida a partir de las veinte letras que representan a los aminoácidos del código genético] que crea filósofos, cuando la nuestra solo crea filosofías".
La tecnología como proceso en ininterrumpido desarrollo abre un abanico de posibilidades que ni la investigación histórica ni la científica, su precursora, tuvo en consideración: mientras que la ciencia busca una explicación de los fenómenos, la tecnología se mueve en el campo de la utilidad.
Cabe preguntarse si la ciencia, la biología, por ejemplo, avanza, evolutivamente —no como método de estudio—, a través de procesos tecnológicos que excluyen el socorrido proceso de ensayo y error —un procedimiento en el que la mente humana proyecta sus propias limitaciones—, o, en cambio, progresa mediante la generación de instrumentos destinados a mejorar la adaptación a un medio en cambio continuo, una inestabilidad que ni siquiera las aproximaciones más visionarias han podido vislumbrar. Es, desde esta perspectiva transtecnológica, que el poder del ser humano sobre su entorno, en sentido general, sería incalculable.
En un mundo cambiante a una velocidad vertiginosa, la apelación a la experiencia de las generaciones pasadas para afrontar retos actuales —no digamos ya futuros— parece una incongruencia; por esa razón, entre otras, la filosofía va perdiendo terreno frente a la tecnología, la ética frente a la utilidad, la ciencia frente a los dogmas neorreligiosos.
La duración del proceso a través del cual una solución tecnológica se inventa, se desarrolla, se implanta, se ejecuta y da los frutos esperados se ha acortado de forma muy notable con el transcurso de los siglos, y parece que el valor de su utilidad no es un parámetro definitivo, sino el beneficio, no exclusivamente económico, que espera obtener el que la instaura.
Las cosas existentes en un lugar y tiempo determinados son una parte ínfima del catálogo de todas las posibles, teniendo en cuenta las potencialidades de esos lugar y tiempo. Esa limitación puede ser consecuencia tanto de un sistema económico de utilización de los recursos disponibles como el resultado de un complejo y racional análisis de utilidad.
La evolución biológica y la tecnológica tienen un punto en común: la precariedad de los pasos intermedios y su mayor proximidad al antecedente —al que, a menudo, no llega a superar— que al consecuente: el primer ser terrestre se parecía más a un pez con patas que a un cuadrúpedo, y ya no podía nadar tan bien como su precursor; el primer automóvil recordaba más a un carro tirado por caballos sin caballos que a un coche actual, y era más lento. Pero, además, ambas contienen elementos no ligados a la utilidad directa, "ateleológicos", como la cresta del gallo o los adornos cromados de los automóviles, cuya función parece estar más cerca del atractivo, finalmente sexual, que de la practicidad. Sin embargo, exhiben una diferencia fundamental: la evolución biológica es amoral; la tecnológica, no debería serlo; una distinción que se añade a un catálogo no siempre explícito: quién comenzó el proceso —en la bioevolución, la combinatoria; en la tecnoevolución, la intencionalidad—; cómo se lleva a cabo —por selección, en el primer caso; por especialización, en el segundo—; con qué instrumentos —mediante el conocimiento empírico o a través del pensamiento teórico, respectivamente—; y, finalmente, para qué sirven —como regulación de la naturaleza o como reglamentación de la humanidad, una situación en la que entra en escena la moralidad—.
El proceso tecnológico productivo es función de la existencia de una reacción en cadena de sucesos primarios; para que esta reacción tenga lugar debe producirse la superposición de una serie de sucesos de carácter masivo estadístico —una superestructura— por encima de otra sobre la que actuar, subordinada a la primera.
Al ser imposible conocer con exactitud el destino final del proceso tecnológico y, a priori, la magnitud y el número de pasos necesarios para alcanzar los puntos intermedios, es de esperar que el hipotético contacto con otras civilizaciones más avanzadas nos facilitaría algunos indicios. Esa colaboración se podría testificar por comunicaciones directas, caso de haberlas, pero también, en su ausencia, mediante la observación de fenómenos accidentales que fueran manifestaciones colaterales de su existencia.
Las inferencias estadísticas relativas a la existencia de otras civilizaciones galácticas son desmentidas por la realidad de la inexistencia de testimonios; una de las razones de esa disonancia puede ser que lo que se busca no es vida extraterrestre sino civilizaciones extraterrestres, y se hace con un sesgo antropomórfico a la vez limitante e improcedente; en realidad, la ingente cantidad de fenómenos casuales de distinto signo que han concluido con la aparición del hombre sobre la tierra pone en cuestión cualquier acercamiento estadístico puro porque: 1) no se puede considerar la totalidad de accidentes que han tenido lugar en el proceso, ya que algunos son desconocidos; y 2) no se pueden analizar las consecuencias sobre la línea de la evolución de la vida en la tierra a partir de cualquier pequeña variación de alguno de los accidentes. Esa imposibilidad tiene una sospechosa correspondencia, por ejemplo, cuando la disonancia se revela en la interacción con el medio: a) el organismo se adapta al medio: aprendizaje; b) el organismo adapta el medio a sí mismo: inteligencia; c) el modelo de relación es erróneo: muerte y extinción; descartada la opción c), la b) no es necesariamente la más eficiente.
En cuanto a las civilizaciones extraterrestres, hay que tener en cuenta otras hipótesis a la hora de explicarse la ausencia de testimonios: a) las civilizaciones aparecen en el cosmos rara vez, pero su presencia es de larga duración; b) las civilizaciones aparecen en el cosmos con frecuencia, pero son de corta duración; y c) las civilizaciones aparecen en el cosmos con frecuencia y disfrutan de larga duración, pero no se desarrollan ortoevolutivamente. Aunque cualquiera de estas hipótesis está sujeta a un efecto perverso, el punto de vista del observador: si la naturaleza no nos facilita respuestas a nuestras preguntas, deberíamos asegurarnos, antes de sacar conclusiones, de que son las preguntas adecuadas y de que las hacemos a la entidad pertinente.
La duración —y, por tanto, la efectividad —de un proceso tecnoevolutivo es función de su carácter dinámicamente expansivo, pero también de los cambios que puede soportar, incluidos aquellos que pueden hacer desaparecer el aspecto o la intención de su estado inicial. Ambas opciones, individual o conjuntamente, pueden colapsar por razones intrínsecas, pero también debido a efectos externos imprevisibles, incalculables o inasumibles: falta de personal preparado, déficit de la energía necesaria o saturación de los canales comunicativos.
Cualquier crecimiento exponencial —tanto de la población como de la información disponible, de carácter social, biológico o cósmico—, lleva a la civilización al colapso. Si la ciencia quiere sobrevivir, tanto si es el caso de una ciencia clásica, como la física, o de una ciencia relativamente nueva —el caso de la cibernética cuando Lem escribió la Summa, en 1969—, deberá distinguir entre sus posibilidades y sus objetivos.
La tecnología ha alcanzado tal grado de complejidad que nadie es capaz de conocer a la vez la función y la estructura de los nuevos instrumentos; este hecho comporta y posibilita especializaciones fragmentarias y, como consecuencia de la calidad del conocimiento —el más imprescindible estará en manos de muy pocas personas, que, de este modo, atesorarán más poder—, profundas desigualdades: es la vieja lucha por los medios de producción en una nueva versión, una apropiación puesta en marcha justo después de habernos vendido el papel democratizador del acceso universal a la tecnología.
Otro problema asociado a la vertiente más compleja de la tecnología tiene que ver con la moral; por más que se programe, en la tecnología productiva, en sentido amplio, primarán factores que pueden entrar en contradicción con la moral debido a los requerimientos que se le exigen, con el problema añadido de la dificultad, para el no especialista, de intervenir en el proceso de decisiones. Y el recurso a un regulador que deberá controlar las unidades de servicio no parece ser la solución, aunque pudiera aprender de sus errores, porque la información de que dispone es necesariamente parcial, lo que lo invalidaría como mediador. Lem sostiene que ninguna de estas dificultades que se plantean para la tecnoevolución se presenta en los procesos de bioevolución, ya que los parámetros sobre los que actúa no representan una ventaja para ningún interviniente porque no existenadie que ponga en marcha el proceso. En definitiva, la tecnoevolución buscará siempre las opciones más eficientes de inmediato; la bioevolución, en cambio, actúa teleológicamente, aceptando y permitiendo pasos intermedios poco eficientes pero necesarios para un progreso futuro —como en el caso de ese patoso primer animal terrestre citado con anterioridad—.
La simplicidad de los sistemas metafísicos ante la evidente complejidad de la realidad es la causa por la que mantienen una audiencia numerosa: son sistemas cerrados que tienen respuesta para todas las preguntas —su conexión con la sofística es evidente, como ya hicieron notar los filósofos postplatónicos—. La ciencia, en cambio, funda su validez en la volatilidad de sus afirmaciones, siempre sujetas a los cambios que las originaron, y en la posesión de un lenguaje común mediante el cual se estandarizan los procedimientos y las conclusiones. En este sentido, el papel de la fe sería el de rellenar las lagunas de conocimiento que ningún otro sistema ha sabido colmar, con el fin de que el individuo que no sabe vivir con esas lagunas pueda recuperar un supuesto equilibrio —Lem utiliza el concepto de homoestasis tanto para los organismos vivos como para los cibernéticos—, imprescindible para mantenerse en funcionamiento, aunque ese equilibrio se consiga mediante una información no verificable o directamente falsa: "El valor adaptativo de una información no siempre depende de que esa información sea verdadera o falsa". Con el fin de conservar la preeminencia de esa homoestasis, Lem especula con la posibilidad de la construcción de homoestatos capaces de crear sistemas metafísicos, es decir, "máquinas creyentes". La cuestión que se plantea es si, a) un organismo cibernético educado en un medio humano adoptaría los supuestos metafísicos presentes en ese medio como respuesta adaptativa; y b) un organismo cibernético aislado llegaría por sí mismo a esos supuestos metafísicos bajo una funcionalidad parecida a como se han desarrollado en los humanos. El argumento principal que se elucida es: si construimos una máquina que replique a la perfección al ser humano, incluidas sus vivencias psíquicas y el temor a la muerte, ¿adoptará la totalidad de sus características? ¿Cómo traducirá la máquina fenómenos como la inspiración, la intuición y el pensamiento deductivo?
Tal vez el desarrollo de la civilización humana se detenga, por razones que no vienen al caso, mucho antes de que esa civilización haya completado su ciclo cósmico, cuyo final imprevisible puede llegar por un accidente galáctico, una epidemia imparable o la autoextinción. ¿Es lícito pensar que, en una situación como esas, las máquinas puedan, si no recoger el testigo, sobrepasar el colapso y redefinir los límites de la civilización humana más allá de lo que seríamos capaces nosotros solos? O, dicho de otro modo, ¿podría considerarse civilización humana esa continuación, con ausencia de humanos pero sostenida por las máquinas que hemos fabricado?
El reto de la cibernética se resume en la posibilidad de crear una realidad artificial indistinguible de la natural pero sujeta a leyes distintas. Lem acuña el término "fantomática" para denominar la creación bidireccional de comunicaciones entre una realidad artificial y su receptor, una especie de sistema de realidad virtual interactiva, una experiencia parecida a la desarrollada cinematográficamente en Matrix, que implicaría a la totalidad del sistema sensitivo y perceptivo, y que contaría con un completo y constante procedimiento de retroalimentación. Otra disciplina imprescindible para llegar a superar aquel reto es la "cerebromática", la posibilidad de actuar sobre la totalidad de los procesos cerebrales a través de medios distintos de los generados biológicamente, por medio de cambios provocados en la red neuronal del cerebro. Esta intervención podría llevarse a cabo a través de dos modalidades: modificando la información genética en el feto o alterando el cerebro ya maduro.
El mayor problema de la fantomática, la convicción de la falsedad de las vivencias, puede superarse a través de dos soluciones: la "teletaxia", o conexión del sujeto a un recorte de la realidad objetiva elegido por el propio individuo para que la experimente como real y única, consiste en la fabricación de una réplica, conectada a aquel, que experimente una situación determinada, y que sea el sujeto el que la perciba; y la "fantoaplicación", o conexión del sistema neuronal de un sujeto a las mismas trayectorias de otro, soslayando los inevitables conflictos éticos y de transformación de la personalidad.
A pesar de la apariencia brillante y autocomplaciente de la ciencia, su historia está plagada de cadáveres; de hecho, su grandeza actual se edifica encima de esos restos de teorías desechadas, proyectos obsoletos, sistemas ineficientes y verdades rebatidas y abandonadas. La diferencia fundamental entre esos restos y las hipótesis validadas de la actualidad es la diferencia de información disponible y la adecuación de esa información a la disposición del destinatario. La mayor parte no provendrá directamente de hechos sino de otras teorías; por tanto, es fundamental permanecer atento a la validez de las teorías, un extremo que se comprueba en función de las posibilidades de que sean impugnadas: en sentido general, cuanto más rebatible, más válida. Tradicionalmente, se ha considerado al cerebro —humano— como el depósito y fábrica de información más eficiente, no tanto por su capacidad como por sus recursos en cuanto a procesos; Lem, en una época en la que el código genético no estaba aún descifrado, propone como dispositivo adecuado al espermatozoide, ya que considera superior en potencia la información inscrita en el código genético —considerando el supuesto de que la combinación de los elementos del genotipo, incluidas las mutaciones, pueden dar lugar a un número casi infinito de fenotipos; o, en todo caso, transportar una información en mayor cantidad y más estable— que la que puede poner a disposición el cerebro.
Esa manipulación abre la posibilidad, mediante la automatización de los procesos cognitivos, no solo de la creación de nuevos individuos —replicantes, en la jerga posterior a Blade Runner—, sino de nuevos mundos —entre los que podrían encontrarse los que respondieran al deseo de trascendencia, evitando el engorro de las religiones y de sus sistemas de premio y castigo—. Una vez establecido este estatus basado en la tecnoevolución, en el que el ser humano como tal sería mantenido al margen, se iniciaría, después de la resolución de los problemas de salud mediante trasplantes o a través de órganos artificiales compatibles con el sistema neuronal, la implantación de una nueva conciencia de origen cibernético, la mejora en eficiencia de los procesos evolutivos mediante la intervención directa y el proceso de reconstrucción de las especies mediante un plan de creación del modelo siguiente al homo sapiens.
Los cincuenta años que separan la publicación de la Summa technologiae de la actualidad no han pasado en balde; teniendo en cuenta que los temas principales son la ciencia y la tecnología, el desajuste es hasta deseable; por tanto, aquellos lectores interesados en el estado actual de la teoría de la información van a encontrar poco que aprender, pero, para los más fanáticos de Stanislaw Lem, vislumbrar los fundamentos teóricos de gran parte de su producción de ciencia-ficción, no tiene precio.
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Memorias encontradas en una bañera
Notas de Lectura de Astronautas
Notas de Lectura de La Voz del Amo
Fe de Lectura de Máscara
Notas de Lectura de La fiebre del heno