23 de abril de 2022

La escritura como revelación y liberación


El año 2019, Pierre Bergounioux publicó Le corps de la lettre, un pequeño volumen de veintiséis páginas escritas y veintisiete ilustraciones en el que Bergounioux vierte su interpretación de la historia de la letra desde la escritura cuneiforme hasta las versiones contemporáneas del alfabeto latino y su progresión desde el registro de la contabilidad en la Mesopotamia del siglo XXV a.e.c. hasta la novela moderna. 
Con motivo de esta publicación, dictó una conferencia cuya traducción transcribo a continuación.

LA ESCRITURA COMO REVELACIÓN Y LIBERACIÓN

Conferencia de Pierre Bergounioux

Transcrita en Les Actes de Lecture n°107 de Septiembre 2009


La escritura no en un don del cielo que aparece hacia año el 3200 a.e.c. Es hija de la esclavitud, de las primeras ciudades de Mesopotamia, de las sociedades estructuradas en tres estratos que reservan la opulencia y el honor a una casta guerrera minoritaria, reducen a la mayor parte de la población a la esclavitud y conceden a un puñado de especialistas la manipulación de los primeros símbolos materiales. Jack Goody ha descrito a estos escribas como "intelectuales subordinados, que prestan servicios al templo y al palacio”.


La escritura adopta primero el papel de memoria auxiliar. Lleva un registro fiel de las entradas y salidas de víveres en los almacenes de los propietarios. Las tablillas cuneiformes desenterradas de las arenas del actual Irak hablan, en su mayor parte, de transacciones económicas, inventarios, contratos, reconocimientos de deudas... Es la producción material de la existencia la que rige la vida intelectual, pero la escritura es, también, el instrumento más poderoso que jamás haya aparecido en manos del hombre en la disputa que lo opone, desde el comienzo de la historia, a la naturaleza y a sí mismo.


Un hecho es preocupante. La escritura tiene sólo cinco mil años, mientras que el hombre moderno tiene cuarenta mil. Sabemos que criaturas muy parecidas al hombre actual en términos físicos e intelectuales, a partir de los primeros esqueletos descubiertos en la cueva de Cromagnon, se asentaron en el valle del Vézère, donde llevaron una vida de depredación y recolección que no excluyó las resplandecientes pinturas de Lascaux, la maravillosa representación de los animales de los que deriva su sustento. Con una capacidad intracraneal de 1500 cm3, estos antepasados ​​lejanos están necesariamente dotados de habla y, en consecuencia, de la “facultad de narración” que el profesor Jean Delay consideraba innata, antropológica. Es una extensión de la estructura universal de la oración simple que combina invariablemente un signo de sustancia y otro de duración, un sustantivo y un verbo, como dice la gramática. La escritura refleja, como parte de esa naturaleza inequívocamente humana, la del lenguaje, la del pensamiento, los dos componentes del mundo, el espacio y el tiempo. Todos los hombres, porque hablan, han anticipado, accidentalmente, aquello que la filosofía no formulará hasta el final del Siglo de las Luces, con Kant: que el tiempo y el espacio son las categorías condicionales a priori de toda experiencia posible.


Por tanto, durante un período extraordinariamente prolongado, siete veces más largo que el de los tiempos históricos, el hombre no necesita recurrir a la escritura porque los pequeños grupos itinerantes a los que en aquella época se reducía la especie se rigen por el principio de igualdad. Se ha planteado la hipótesis de un comunismo primitivo, como lo demuestran las observaciones de los etnógrafos sobre las sociedades que el colonialismo europeo, en su triunfante y devastadora expansión, descubrió y destruyó al mismo tiempo. Todo hombre, pues, posee la totalidad de los gestos productivos y el conjunto de los textos -los mitos- que sellan la identidad del grupo. Dicho de otro modo, cada uno de nosotros es y se siente mermado en la medida en que, por efecto de la división del trabajo, las aptitudes técnicas e intelectuales necesarias para su conservación no están a su alcance de forma individual. Su supervivencia depende enteramente de sus semejantes.


El etnólogo Marshall Sahlins tituló, hace unos treinta años, con el nombre de Stone Age, Age of Abundance, un magistral estudio sobre el proceso de trabajo en las sociedades primitivas, entre los aborígenes australianos o en nuestra prehistoria. Y no dudó en considerar a esas sociedades, cuyos componentes imaginamos tiritando y hambrientos, como dispensadoras no sólo de generosidad, sino de un bienestar del que hemos perdido la noción. Dos horas de trabajo diario son suficientes para que un arunta de Queensland satisfaga sus necesidades, frente a las ocho necesarias para un obrero, un oficinista o un agricultor en un país desarrollado. Eso, agrega Sahlins, significa que hay dos formas de ser rico: trabajar mucho o codiciar poco.


Una de las consecuencias más amargas que provocó la embriaguez invasora y destructiva de Occidente fue la de haber saqueado las civilizaciones que encontró en su conquista planetaria y, como consecuencia, la irremediable desaparición de un número incalculable de comunidades, diversas y deslumbrantes, que habían fundado, cada una, en un proceso singular y característico, una cultura, una naturaleza y una unión armoniosa.  Lévi-Strauss, en Tristes Tropiques, se permite fantasear con la alternativa ante la que fueron expuestas las mentes contemplativas, los estudiosos, desde el surgimiento de los estados-nación europeos, esas “arañas universales”, que se apoderaron de la iniciativa histórica. Se imagina lo excitante que hubiera sido nacer bajo el Renacimiento porque entonces resplandecían las civilizaciones de América, a las que dedicó su vida, con un brillo virginal. Sí, pero era la mirada de los europeos la que estaba nublada por los prejuicios, condicionada por la codicia. De los esplendores que se presentaban a sus ojos, nada vieron. Y cuando, tras una sucesión ininterrumpida de trágicos errores, crímenes, conversiones forzadas, desprecios, optaron por adoptar una actitud abierta, respetuosa, alerta, el objeto ya había sido degradado, cuando no aniquilado, por la brutalidad del contacto anterior, el salvajismo de los primeros procesos de colonización.


Es a partir de mitos recogidos por los misioneros, los exploradores y los aventureros, que no los comprendían, pero que tenían la paciencia de transcribirlos, que Lévi-Strauss reconstituyó, mágicamente, el texto de la América precolombina cuyos fragmentos parecen provenir del pasado más lejano, de la profunda noche de la prehistoria. Y es por una explotación sistemática de los diagramas, de las listas, de las matrices de doble entrada del análisis estructural, que se han hecho inteligibles a una humanidad diferente, racional, ilustrada, a la que actualmente prestamos alma y aliento, sus pensamientos de antaño. Sin embargo, no hemos olvidado por completo los vestigios. Los encontramos, todas las noches, en los sueños. Pero nos hemos cuidado, para ello, de desactivar el mecanismo, de dormir, porque no tienen cabida en el mundo de la vigilia, el mundo de la apariencia.


Cuando, a duras penas, mediante la reflexión, uno se encarama a esta altura conquistada, con gran esfuerzo, por los historiadores, desde donde descubre la permanencia, la vida presente, urgente, obsesiva, el estrecho círculo de trabajos y cuidados que nos ocupa, cambian de escala y, por tanto, de naturaleza. Ya no configuran la totalidad de la realidad, sino la resultante precaria  de los momentos anteriores, la continuación y el efecto de un pasado al que pronto se sumarán.


La invención de los escribas mesopotámicos se basa en una transferencia sensorial. El habla se dirige a la audición. Su vector es el aire atmosférico, que, afortunadamente, carece de memoria. Porque si suponemos que guardara las palabras que los hombres diseminaban desde que empezaron a hablar, se vería colapsado -tal como se imaginaba Rabelais, con sus palabras congeladas- hasta el punto de que ya no habría lugar, después de tanto tiempo, para decir nada.


La escritura traslada el lenguaje a la dimensión espacial, que permanece, a diferencia del tiempo. Lo lleva al registro visual, donde tenemos nuestro sentido principal. Objetiva el pensamiento. Este existe, persiste en forma de huella física, de una especie de caja o jarrón cuyo contenido se puede olvidar ya que se puede encontrar, intacto, a voluntad, al día siguiente o veinte años después.


Pero esto no es todo. A esta tenacidad del verbo se suman las facilidades verdaderamente increíbles que proporciona la especialización. Uno puede olvidar, después de todo un día de debate, lo que se dijo, exactamente, a primera hora de la mañana. Un interlocutor de mala fe afirmará rotundamente que nunca dijo lo que creemos recordar haberle oído pronunciar y dudaremos de su propia memoria y de sí mismo. La escritura permanece. Nada es tan fácil como comparar una frase de la página 15 con la de la página 250, que dice lo contrario, para que todo el razonamiento se derrumbe, a la luz de la contradicción que se hace evidente. La falsedad, antes dudosa, de un juicio sale a la luz. Se obtiene una verdad negativa y se anula un error.


Pero el método revolucionario inventado por las ciudades esclavistas implica desde el principio, y de manera duradera, un coste que, independientemente de la baja productividad del trabajo bajo este modo de producción precapitalista, restringe su uso a un círculo reducido de profesionales y de privilegiados. Los caracteres cuneiformes, que proceden de la estilización de los pictogramas, sumaban una cantidad cercana a los 1.600. Se ha estimado que el número total de ideogramas chinos descubiertos es alrededor de 80.000, y existe constancia de que, generación tras generación, algunos mandarines se enorgullecían de poseerlos todos, hacia el final de sus vidas. Esta vanidad intelectual les ocultó el error esencial, existencial, al que les condenaba la notación de las cosas: habían consumido sus días dotándose de un medio que desapareció con su fin. Cuando llegara la hora en que pudieran decir cualquier cosa, iban a morir. El antropólogo Havelock plantea la hipótesis, algo vertiginosa, de que el avance inicial de China sobre Occidente fue detenido por un sistema de ideogramas cuyo costo empequeñeció los beneficios.


Las civilizaciones del Lejano y Medio Oriente, cuando inventaron la escritura, cedieron ante el fascinante orden del mundo sensorial. Nunca sabremos el nombre del sirio de Ugarit que, hacia el siglo XIV a.e.c., se apartó de las cosas para escuchar la palabra. La escrituta identifica, en su inagotable diversidad, el retorno de un reducido número de elementos fónicos que registrará mediante símbolos que son, en nuestras arbitrarias escrituras, un vestigio de las primeras grafías analógicas. La A es una cabeza de buey invertida, la B una casa de dos pisos con techo plano de regiones semidesérticas, la C la graciosa flexión del cuello de un camello, la D una puerta… Pero estas figuras han perdido todo valor referencial. Sólo indican una posición del sistema articulatorio, una diferencia en la articulación fonética. Lo ignoramos casi todo sobre los mercaderes fenicios que utilizaban habitualmente la escritura alfabética en sus viajes de negocios y que, deseosos de enriquecerse, no pretendían despilfarrar su tiempo, como los mandarines chinos, a aprender de abrumadores catálogos de signos. Una veintena de caracteres, que uno aprende a los seis años, les permitía escribirlo todo. O casi todo.


Cualquiera que sea el camino que se tome, siempre pasa por Grecia. El avance decisivo que significaron los alfabetos semíticos fue incompleto. Radiografían con precisión el esqueleto consonántico del lenguaje pero omiten su carne, las vocales, que dejan a la libre interpretación del destinatario. Goody señala las consecuencias reaccionarias de tal concesión. El margen de indeterminación tiende a ser ocupado por la interpretación más común. Aquello que un texto podía contener de atrevimiento, de innovación, quedará degradado por el prejuicio y las expectativas del lector. El impulso se detiene.


Es a los griegos del siglo VIII antes de la era común a quienes debemos un alfabeto racional que da un signo a cada sonido y no deja ningún sonido sin signo. Ya no existe ninguna incertidumbre sobre la intención del hablante. El texto es perfectamente explícito, su singularidad, su imprudencia, sutilmente registradas por el medium. Además, su sencillez la arranca de manos de los especialistas, los escribas, los sacerdotes. Le da un carácter potencialmente democrático al ponerlo a disposición de todos a un coste muy bajo. Finalmente, ¿cómo no relacionar este alfabeto perfecto con los dos libros de Homero, que marcan el nacimiento de la gran prosa narrativa que forma la matriz, siempre fecunda, de la narrativa occidental?


Pero, para actualizar los conceptos, es necesario descender del montículo desde donde la mirada abarca la llanura de la larga historia y centrarse en la época de la creación del estado-nación, antes de la constitución de los Estados Unidos de Europa, el crisol de la ontogénesis. Él nos ha impuesto a cada uno, durante cinco siglos, una forma de pensar, de sentir, de actuar y la arbitrariedad cultural de su identidad.


Nada es tan difícil como la imparcialidad en un asunto así. Créanme que estoy tratando de hacerlo, sin embargo, cuando digo que la literatura francesa no tiene igual en la tierra. Los escritores extranjeros ciertamente superan la estatura de los nuestros, desde Homero a Cervantes, desde Shakespeare a Beckett –aunque este último se convirtiera en francés–, pasando por Dostoievski, Kafka, Faulkner. Pero no vemos en ninguna otra parte, en ningún otro tiempo, esta sucesión ininterrumpida, a lo largo de quinientos años, de obras de primer orden que hayan retumbado en el curso de la historia nacional y cuya influencia sea universal.


Lo que se llama el carácter de un pueblo no es una misteriosa predisposición a actuar en un sentido determinado, sino la modalidad de las vivencias de su organización política, la expresión de las relaciones de fuerzas que son siempre relaciones de sentido, o de las relaciones de sentido que son, necesariamente, relaciones de fuerza.


Que la literatura es una institución en Francia lo atestigua, hasta hace poco, la actitud reverente de las más altas instituciones del Estado hacia ella. A Mitterrand le gustaba fotografiarse con el último libro de Julien Gracq en sus manos. A pesar de una obra bastante escasa, Giscard d'Estaing solicitó y obtuvo un sillón en la Academia. Su antecesor, Georges Pompidou, dejó una buena antología de poesía francesa. Incluso su antecesor, De Gaulle compuso tratados de estrategia y unas memorias en el pomposo y algo anticuado estilo corneliano, que consideró congruente con su propia grandeur y la de su país. Y que recordó, en una ocasión, que la política de Francia no se decidía en la "papelera", es decir en la Bolsa. ¡Cómo ha cambiado todo desde entonces!


¿Por qué la literatura, y no la pintura, o la música, o la danza, como entre los antiguos griegos, los jíbaros y los bambaras, la filosofía, la poesía conceptual, la tauromaquia, la religión, la economía política, la mecánica de precisión, la ópera...?


Es una alteración en las relaciones que los hombres sostienen entre sí, con la aparición de la esclavitud, lo que explica la invención de la escritura. Y es a la formación de un estado-nación fuertemente centralizado, en Francia, desde finales del siglo XV, tras la derrota de la Casa de Borgoña, a lo que hay que atribuir el florecimiento de la literatura bajo esa monarquía y su continuación bajo la República. .


La Edad Media es una fase de regresión, es decir de ruralización, mil años después de la destrucción del Imperio Romano. La cultura letrada, en aquellos tiempos, se refugió en los conventos, donde se estancó por falta de acontecimientos importantes del otro lado de los muros que la estimularan. Una prueba determinante de esta paralización es la importancia que se da al cuerpo material de la letra, a las iluminaciones. Un signo es la condensación de relaciones, como aprendimos de Saussure. Vale lo que no vale. Cuando se aisla, se enriquece con excrecencias y refinamientos, colores, se lo mata. El espíritu, del que el signo es la huella discreta, lo abandona.


Fueron los filósofos anglosajones, John Locke, Thomas Hobbes, los primeros en reflexionar sobre el gran acontecimiento de los Tiempos Modernos, la formación del Estado. Hobbes lo compara con un monstruo bíblico, el Leviatán. Tiene la intuición de su característica principal, que Max Weber enunciará, tres siglos después, como ley sociológica: “el monopolio de la violencia física legítima”. El Estado es ese órgano capaz de obtener obediencia en un ámbito territorial determinado. Sin embargo, es el momento, en Francia, en que "hasta la rata más insignificante es administrada por la policía", como señala Marx, de pasada. Una de las primeras medidas del cardenal de Richelieu, activo artífice del absolutismo, fue prohibir los duelos, que todavía implicaban violencia anárquica, reservada a la turbulenta nobleza feudal.


La contrapartida de estos acontecimientos políticos no fue percibida de inmediato por los filósofos, pero encontró un eco instantáneo, preciso, chispeante en la literatura. Es la reforma de la economía afectivo-impulsiva, el nacimiento del individuo como interioridad reflexiva, el despertar del yo, estudiados, soberbiamente, por Norbert Elias en La Civilization des mœurs. Supone que el pensamiento se sostiene, no por la actividad positiva, la ocupación metódica, reglada y profesional en que se convierte en sociedades desarrolladas y muy diferenciadas, sino por "el acto retenido, el habla suprimida" en que se convierte, según el fisiólogo escocés Alexander Bain.


La confiscación de la coerción física tiene el efecto de obligar a todos, incluido el primer personaje del Estado, a restringir su impulsividad. El individuo socializado bajo un régimen estatal está privado del recurso a la agresión, al asalto y a la lesión, al homicidio voluntario, a la venganza de las sociedades acéfalas. Esta violencia anómica resurge cada vez que colapsan las estructuras estatales. Lo volvimos a ver recientemente en suelo europeo, en la antigua Yugoslavia.


Lo que más admiraba Saint-Simon de Luis XIV, a quien sin embargo no ahorró las críticas más sangrantes, era que no se había arrepentido más de diez veces en toda su vida. Describe la famosa escena en la que se ve al duque de Lauzun rompiendo su espada, públicamente, frente al rey que le ha denegado la dirección de la artillería y, concretamente, las cien mil libras que lleva agregadas ese cargo. Indignado por tal insolencia, Luis XIV marchó, bastón en alto, sobre Lauzun y luego rectificó, desviándose hacia una ventana por la que arrojó el bastón, declarando, con voz clara, que nadie podría decir que lo vio rebajarse, un día, a herir a uno de sus súbditos.


Las nuevas estructuras políticas comportan una profunda conversión de la personalidad. Es necesario reprimir su impulsividad, reflexionar, conocerse a sí mismo y a los demás. Fue la aristocracia la primera en tomar nota de este giro antropológico. Lleva, con Montaigne, el yo a la pila bautismal en tres libros con un extraño título, Essais. Es bajo la luz concentrada de la conciencia reflejada que se perfila la dimensión universal a la que todo pensamiento, a partir de ese momento, debe rendir su valor y su validez. Se hacen presentes las extraordinarias páginas que Montaigne dedicó a los caníbales, tres tupí-guaraníes desembarcados en Le Havre, a los que concede, con admirable amplitud de miras, que nos superan por su valor inquebrantable y su igualitarismo absoluto. Y sabiendo cuánto chocará tal comentario con los prejuicios reinantes, concluye irónicamente: “¡Y qué! ¡No usan culottes!”.


Un pequeño terrateniente del Périgord levanta acta, pluma en mano, de que la prueba primaria a la que nos aferramos, hasta él, se ha desdibujado, se ha convertido en un enigma para sí mismo  –“¿Qué sé yo?”– que es importante resolver. La literatura francesa alcanzó, a partir de ese momento, alturas que nunca abandonaría. Examinar lo que nos pasa, para sacar la versión más aproximada, la más clara que se pueda dar, se convierte en un estilo.


El repliegue ha comenzado y todo se acelera, en este amanecer de los Tiempos Modernos. Un joven caballero de Tours, René Descartes, extrae ya del yo aún nebuloso, tambaleante, suculento de los Essais, la figura purificada del sujeto del saber. Cuando surge la gravísima cuestión de saber quién es realmente, Descartes escribe, con una letra que imagino firme, resuelta: "Nada, tan solo una cosa que piensa, un discernimiento, una razón". Ninguna otra pretensión, exigencia o atributo que esta pura luz natural, que es común a todos los hombres y en la que, con toda sencillez, fraternalmente, nos invita a unirnos.


Se puede leer, retrospectivamente, la continuación de la historia de este país en el hecho del acceso precoz, a partir de entonces, de la burguesía a los más altos cargos del aparato estatal y al registro de la expresión literaria. El padre de Pascal tiene responsabilidades abrumadoras en la Hacienda Real. Fue para facilitar su trabajo que el joven Blaise inventó la primera máquina calculadora. Y nadie expresó mejor que él la angustia del alma confrontada, de repente, con el silencio del mundo copernicano, descentrado, infinito, del que Dios estaba ausente.


Hay dos fuentes del racionalismo europeo. Una, aristocrática, es el resultado de la centralización del poder que concentra en manos del Rey las posibilidades de prestigio y poder. La aristocracia domesticada, curializada, ya no puede imponerse a punta de lanza o de espada. Debe ajustarse a las reglas tácitas, primero, explícitas e impresas, después, de la "mecánica de la corte", razonar, controlarse, contar con los demás. Esta es la tradición literaria de los caracteres y las máximas, La Bruyère, de La Rochefoucauld, Chamfort y Vauvenargues. La otra fuente es la burguesía, el trabajo bajo techo, previsible, calculable, convertible en dinero, opuesto a la incertidumbre de la actividad agrícola, continuamente expuesta a los caprichos del clima. La magia es y sigue siendo campesina.


La literatura no constituye un mundo aparte, una actividad autárquica. Depende, en última instancia, de las estructuras políticas. El despertar reflexivo de la conciencia reflexiva, del yo, es inseparable de la formación del Estado-nación. De nuevo Montaigne. Si tal suposición no es infundada, se debe encontrar confirmación fuera de Francia. Dos grandes potencias se formaron, simultáneamente, en las fronteras del reino de Francia, que le disputarían encarnizadamente su preeminencia durante dos y tres siglos antes de que Alemania, unida bajo el dominio prusiano, se convirtiera, durante tres generaciones, en el enemigo atávico: España e Inglaterra. Ninguna de ellas desdeñaría luchar entre sí, y la derrota de la Armada Invencible, en el Canal de la Mancha, anuncia la decadencia de la primera y la consiguiente supremacía de la segunda, que dominará el siglo XIX. Sin embargo, cada una ha entregado un manifiesto del individualismo moderno en el estilo que les es propio, disertante, bufonesco y hierático: Don Quijote, presuroso, trágico, fulminante, y Shakespeare, el escritor más grande, sin duda alguna, de todos los tiempos.


Otra prueba, a contrario, es el silencio de Italia y Alemania, permanentemente fragmentados porque una entidad intermedia, la ciudad-estado -Venecia, Florencia, Génova, las ciudades hanseáticas del Báltico-, experimentó allí una esplendorosa fortuna que retrasó la integración en el estadio siguiente. Norbert Elias, que también ha dedicado un estudio a Mozart, atribuye la riqueza de la música alemana e italiana a las rivalidades de las pequeñas cortes provinciales, que ofrecían a los artistas la oportunidad de desarrollar su talento, mientras que la de Francia tiene el monopolio de las Bellas Artes y se abastece, cuando necesita armonía, en Italia, reclutando, por ejemplo, a Lully.


La literatura es la expresión de las fracciones dominantes de sociedades sucesivas. La Ilíada y la Odisea son el canto de la nobleza terrateniente aquea; el primer texto de la literatura francesa, La Chanson de Roland, el de la combativa caballería carolingia. El yo, sus capas profundas, sus riquezas, sus tormentos, fueron durante mucho tiempo la preocupación de las clases altas. Cuando, dos siglos después de su nacimiento, caiga en manos de un plebeyo, comenzará una nueva era. Rousseau vincula sistemáticamente su vida difícil, inquieta y humillada con las leyes más generales de la sociedad. Escribió Las confesiones pero también el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y El contrato social. Murió, infeliz, casi demente, en 1778. Pero algún tiempo después, un adolescente de Arras, que había sido enviado al colegio Louis-le-Grand de París, se hizo llevar a Ermenonville. Preguntó dónde estaba la casa en la que Rousseau pasó sus últimos días. Se le puede ver arrojarse sobre el umbral, que abraza, con lágrimas, durante mucho tiempo. Pasan quince años y el adolescente de Ermenonville sube la escalinata de la Convención, en la que sopla el viento de la historia. Es Robespierre.


Cuando se produce lo que el economista Karl Polanyi ha llamado “la gran transformación”, es decir la conversión de Europa y, en su camino, del mundo, a la economía basada en el beneficio, no es en el Reino Unido, donde tuvo lugar la revolución industrial, sino en Francia, un país atrasado, católico, reacio a la cultura del dinero, que encuentra su expresión más penetrante, la más amplia. Es la literatura francesa la que, con Balzac y Stendhal, anuncia y denuncia la nueva tiranía de las relaciones monetarias, la profanación de todo por el espíritu del lucro antes de que un joven filósofo, ciertamente un alemán, por supuesto, y de origen judío, ofrezca una respuesta política, revolucionaria,  que es, a la vez, una llamada: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”


Fue con Flaubert que se consumó la ruptura entre la clase dominante, la burguesía de la industria, la banca y el comercio, cuya única máxima era la ganancia pecuniaria, y los que aún no eran llamados intelectuales. La obra de Flaubert se asemeja, de principio a fin, a una simbólica lucha a muerte contra la sociedad de su tiempo. Los críticos no vieron más que el resplandor, pero no la justicia imperial, que arrastró al autor ante un tribunal para que respondiera por el profundo ataque que había provocado a los fundamentos de sus creencias.


Un último ejemplo de lo que la literatura puede revelar de lo que, oscuramente, se gesta antes de forzar las puertas de la realidad, de manifestarse en pleno día


Europa ha sido, durante cuatro siglos, el protagonista de la historia. Ha estampado su sello en la superficie de los siete mares y los cinco continentes. La occidentalización del mundo es hoy completa. Pero en su irresistible expansión, ha permitido que se desarrollaran sus contradicciones internas, que quizás no sean más que una: la desigual distribución del producto del trabajo entre las clases involucradas en el proceso de producción y las rivalidades imperialistas en la colonización del planeta. De estos conflictos surgirá la Primera Guerra Mundial, el primer estado socialista de la tierra, la crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial y el apocalipsis nuclear que la concluirá.


Se podría comparar al escritor con la punta delgada y trazadora de un sismógrafo. Este está formado por pesadas masas de hierro fundido enterradas, montadas sobre resortes, que registran los movimientos de la corteza terrestre y los comunican al apéndice  registrador. No hay literatura si no está respaldada por una gran comunidad de acción, de convicción y de intereses.


Cuando, durante la Belle Époque, la cuestión de la dominación mundial da un giro conflictivo, tres países estaban involucrados. Dos de ellos son los mismos a tres siglos de distancia, la Inglaterra victoriana y la Francia republicana. España lleva tiempo fuera de la escena. Alemania, que ha logrado su unidad y que se ha convertido en la primera potencia económica del mundo, la ha reemplazado. Pero, al llegar tarde a la escena, no ha podido forjar un imperio colonial y busca una salida por la fuerza. Se propone, alocadamente, enfrentarse sus rivales, que están lo suficientemente locos como para aceptar el enfrentamiento. La guerra civil, suicida, de treinta años, que va a dejar a Europa sin sangre, arruinada, degradada, ha comenzado.


Que el sentido de la historia vacila es lo que establecen, en su registro, las tres obras de las tres naciones imperiales cuya querella ensangrentará al mundo. Tienen en común su carácter periférico. Son la de James Joyce, que vive en la Irlanda católica, rural, alcohólica, aferrada al flanco de la Inglaterra protestante, industrial, arrogante; la de Kafka, judío, originario de Praga, en el Imperio austrohúngaro; y, finalmente, la de Proust,  que vive en París pero que es, también, de origen judío en un país aún acosado por el affaire Dreyfus, y homosexual, en un momento en que esta orientación es considerada un delito.


¿Qué dicen estos hombres estigmatizados, enfermizamente sensibles, extremadamente cultos? Que la obra que se sintieron llamados a escribir les evita, que el pensamiento huye, de repente, hacia las cosas o hacia cosas refractarias al pensamiento. Proust, después de intentar averiguar en vano el tema de su obra, entrega esta decepcionante búsqueda en lugar de la obra que no pudo componer. Joyce reescribe, en su desesperación, el texto fundacional de la narratividad occidental. Y como el lector conoce sus andanzas, Ulises no podrá valorarse más que por sus propiedades formales, los lenguajes inestables, fulgurantes, muy -demasiado- eruditos de este remake tardío. Finalmente, Kafka no terminará ninguno de sus obras mayores, El castillo, América, porque el curso de las cosas permanece como suspendido, trágicamente, la sombra infestada de monstruos cuyo hocico es todavía impreciso y de los que el escritor, con su perfecta probidad, levanta acta, en el papel. Y, finalmente, casi fuera de catálogo,  Beckett, que logra el tour de force de dar forma y sentido, con cuatrocientas palabras, al estupor horrorizado, mudo, de la Europa de 1945, ante la abyección sin ejemplo ni precedente en la que ha caído. .


La literatura, este componente principal de nuestra cultura, esta segunda naturaleza, es enteramente histórica. Muy lejos, unos sumerios anónimos abrieron al espíritu humano a tierras cerradas a la palabra. Para usar una comparación reciente, es una botella de oxígeno que han fabricado, con la que uno puede sumergirse en profundidades de otro modo inaccesibles al pensamiento, y catalogar su riqueza profusa, espléndida, aterradora. .


Considerando los treinta y cinco mil años durante los cuales seres como nosotros vivieron sin soporte gráfico, se puede estar tentado de creer que la escritura no es necesaria y, también, que esta conquista cargará hasta el final con la violencia que la engendró, la explotación del hombre por el hombre, la injusticia.


Hasta finales del siglo XIX, la escritura siguió siendo prerrogativa de grupos restringidos, la aristocracia, la burguesía. Han pasado apenas 120 años desde que la población de los países desarrollados se alfabetizó por completo. No estoy seguro de que la revolución tecnológica de Internet cambie mucho en cuanto al segundo uso opcional, esencial de la escritura, que es iluminar “la gran noche impenetrable de nuestras almas”, como dijo Proust. Pero, ¿quién puede decir lo que está por venir, detrás del telón, en el escenario del tercer milenio?

 

La escritura es la herramienta con la que intento iluminar aquello de lo que me privó el olvido de mis vidas anteriores y que estoy tratando de recuperar en esta. Existen dos Francias, una central, septentrional, francófona, rica, ilustrada, urbana, dominante, y otra  meridional, más o menos enteca, largamente autárquica y dialectal, silenciosa, cerrada a sí misma y al mundo entero. Esta es de la que yo procedo.


Pertenezco a la generación de la posguerra. Soy contemporáneo de las alteraciones  morfológicas que acompañaron a la reconstrucción, a la modernización del campesinado, a la urbanización, a la relativa apertura de la educación secundaria y superior.


Anticipamos inconscientemente los cambios que se avecinan. Mis padres me inculcaron el hábito de la lectura. Tuve una experiencia crucial, literalmente. Los libros me hablaban de mundos que desconocía, en los que nunca había estado, que tal vez sólo existían entre las tapas de los libros, mientras que en las páginas de los volúmenes impresos nunca aparecía aquel en el que yo estaba. Esto es lo que se llama quiasma, es decir, en griego, cruz, una relación de simetría invertida. Algunos universos estaban debidamente revestidos de una leyenda, es decir, en latín, lo que hay que leer, y el mío estaba enteramente desprovisto de ella.


¿Quieren un ejemplo? Abrí Du Côté de chez Swann cuando tenía diecisiete años. ¿Cómo imaginar la rotonda de los Campos Elíseos, la rue Boissy d'Anglas por la que quizá vendrá Gilberte? Más tarde me di cuenta de que para leer -parece ser una regla general- hay que movilizar la memoria, recurrir a la propia experiencia. Colocamos, sin quererlo, a media luz, lugares familiares detrás de aquellos, desconocidos, que el libro evoca y que presentan, con los primeros, cierta afinidad. Las palabras son como las semillas que se  guardan, en las floristerías, en una saquito. Pero depende de nosotros proporcionar la tierra y el agua, la luz, los cuidados. Otro ejemplo, de la misma naturaleza. Todavía no había visto el mar cuando leí La isla del tesoro. Fue una amplia explanada, cerca del teatro municipal de Brive, la que ocupó su lugar, y yo anclé desenvueltamente la goleta al pie de la escalera principal.

Los adultos no sintieron como una privación la ausencia de una explicación aproximada, de una versión explícita de la vida. Pertenecían a los tiempos antiguos, los de la miseria material de las "tierras menos buenas" de la economía política, de la simpleza rural o del cretinismo rural, como se quiera. Yo era de mi tiempo. Estaba sediento de explicaciones. 


Se me ocurrió la idea perversa, cuando estaba en la treintena, de ir yo mismo a buscarlas, dondequiera que estuvieran, ya que nadie me las podía facilitar. Fuimos los últimos en interrogar, pluma en mano, a ciertas cosas que, no contentas con habernos reducido a la ración asignada de castañas y trigo sarraceno, nos negaban su sentido. Eso es lo que me preocupa.


Se habla a menudo la formidable dificultad de escribir. ¿Qué se resiste tanto en la exploración de las cosas con esta tecnología tan particular que es la escritura? ¿Qué hacemos cuando escribimos? La escritura es una tarea fatigosa. La mayoría de la gente todavía piensa que un escritor es alguien que intenta contarnos una historia, pero las herramientas que provee la escritura apenas alcanzan para superar las dificultades de esa labor.


Voy a contar tres historias. La primera procede de la Biblia. Allí se dice que Adán y Eva tenían a su disposición el paraíso terrenal, excepto cierto árbol, en un rincón, el que da los frutos del conocimiento. No pudieron evitar probarlo y arrostrar con la maldición, la "infelicidad de ser", diría más tarde Helvetius, que nos legaron. 


La segunda es de origen griego. Es la historia de Prometeo, que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres, sus mediohermanos. Zeus, que pretendía, como Jehová, mantener el monopolio del conocimiento, hizo encadenar a Prometeo al monte Cáucaso. Un águila, o un buitre acudía cada mañana a comérsele el hígado. Y para que la tortura fuera eterna, su hígado volvía a regenerarse cada noche. 


La tercera también viene de Grecia. Es la del cazador Actéon, que deseaba ver a Artemisa sin velo. La sorprendió un día en el baño, en el bosque. Pero cuando ella lo vio,  lo transformó en ciervo y fue devorado por sus perros.


Los dos últimos relatos indican que es necesario, literalmente, sacrificar una libra de carne, cuando no es todo el cuerpo, en pago de la visión que los celosos dioses se habían reservado exclusivamente para ellos. Es un hecho. Los primeros que se comprometieron con la escritura, en pensar con el apoyo de la letra, percibieron de inmediato la hostilidad fundamental, tenaz, de la región donde se zambullían. El habla está en nuestro equipamiento genético, y las formas de pensamiento que lo acompañan. Pero no a escritura, ni los misterios que permite alcanzar, desvelar.


Los dioses no se rindieron. Cada uno de nosotros, cuando entra en la tierra protegida de su sentido por los trazos de la escritura, debe expiar, pagar el tributo de la duda y del dolor, la libra de carne que los poderes ocultos exigen a los mortales letrados. Y es desalentador pensar que apenas si habremos reconocido los pasos de este mundo, el nuestro, a cambio. Heráclito, otro griego, lo intuyó. “Ningún hombre, dice, podrá explorar  por completo el territorio de su alma”.


La mayor parte de la población está alfabetizada, pero el acceso a los productos más elaborados, lo más excepcional de la cultura letrada, sigue estando limitado a una minoría. Formalmente, no hay joven francés que no pueda descifrar los libros más bellos que se hayan escrito jamás. Pero realmente –basta con mirar las cifras editoriales– sólo ciertas categorías de la población viven familiarizadas con las grandes obras del pasado y del presente.


La escala de la renta en Francia empieza de uno al diez mil euros. Me pregunto si la distribución de los bienes inmateriales, pero tan reales, del espíritu, no es aún más desigual.


Las grandes obras literarias no son simplemente propiedades relativas, signos de estatus, elementos de distinción. Son armas para la libertad, herramientas para la emancipación y la autoconstrucción. Retomando la fórmula freudiana “el inconsciente es lo infantil, en nosotros”, Pierre Bourdieu declaró: “El inconsciente es la historia, en nosotros”. Los buenos libros son espejos brillantes en los que descubrimos el rostro de nuestra humanidad. Ilustran el verso de Horacio, “De te fabula narratur”: es de ti de quien se habla en el relato. Cuando sabemos en qué consiste exactamente una cosa, ya no es la misma, ni nosotros tampoco. Ha sido objetivada, liberando así al sujeto de su tutela, de su imperio. Somos menos ella, más nosotros. La libertad del género humano, la igualdad, esta pasión francesa por excelencia, están siempre en el programa. Queda mucho tarea, y es muy laboriosa, pendiente.


Los males innombrables que se padecen, la debilidad percibida en mi mente, la desesperación que la acompaña, me han proporcionado, en cambio, la medida exacta del talento, del coraje de aquellos cuyas obras están en los estantes de la biblioteca. Tal vez sea necesario haber percibido el alto grado de resistencia de las cosas, incluida lo  que somos, a facilitar un sentido, para que la imagen un tanto académica del escritor, austero, humilde, cubierto de polvo, en bronce o en mármol, ceda a esa, cercana, viva, conmovedora, de grandes hermanos mayores que han abierto, a costa de los peores dolores, un camino.

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