15 de junio de 2020

Almas y cuerpos

Almas y cuerpos. David Lodge. Impedimenta, 2020
Traducción de Mariano Peyrou
Londres, década de 1950. Campus del University College, una universidad, a diferencia de las más nombradas, no anglicana. Un grupo de amigos, miembros de una Sociedad Católica, a punto de completar sus estudios universitarios: Angela, religiosa de corazón y practicante convencida; Dennis, partícipe de la Sociedad por seguir a Angela; Adrian, otro pretendiente de Angela; Michael, un salido en busca de sexo, exalumno salesiano; Polly, una chica desconcertante pero muy empática; Miles, un recién convertido con una identidad sexual vacilante; Ruth, fea y regordeta, católica por despecho; Edward, católico por inercia, monaguillo; y Violet, retraída, penitente, melancólica. Sus vidas, conectadas por la educación y la religión, desde este momento y hasta mediados de la década de 1970, son el objeto de Almas y cuerpos (How can far you go?, 1980).

Un comentario, antes de empezar, relativo al título; Almas y cuerpos traduce el título de la edición americana de la obra (Souls and Bodies), notoriamente diferente del de la edición original en Gran Bretaña. Parece una buena decisión del traductor porque es posible que ¿Hasta dónde puedes llegar?, la traducción literal de ese título, no tendría la misma carga significante en castellano que en inglés. De hecho, el título original hace referencia al límite de los escarceos sexuales adolescentes no tanto desde un punto de vista meramente fisiológico como en relación a la política de la Iglesia católica en este punto: la primera vez que aparece esa expresión es en boca de un alumno en una pregunta a su profesor de religión, sacerdote: "—Por favor, Padre, ¿hasta dónde se puede llegar con una chica, Padre?", una cuestión que ocupa uno de los primeros lugares en las preocupaciones de un adolescente católico.

No es ninguna sorpresa, pues, que la clave que sostiene la novela sea el punto de vista de Lodge sobre la religiosidad, en este caso, católica —en un país mayoritariamente anglicano, la religión católica tiene un carácter tan inusitado como asombroso para la generalidad de la población, que, entre otras cosas, se toma la religión de una manera muy laxa—, desde la adolescencia, una religiosidad elemental, primaria y acrítica, dominada por un desconcertante sistema de premios demasiado inaccesibles, el camino hacia los cuales está plagado de trampas inadvertidas, y castigos discrecionales e imprevistos, en una colectividad formada por individuos en pleno proceso de aprendizaje académico y humano, con intenciones de diferenciación del resto de sus semejantes pero ignorantes aún de su consideración de gueto, hasta la primera madurez, cuando esa religiosidad pierde su carácter de corsé para ir convirtiéndose en un traje a medida.
«Antes de seguir avanzando, probablemente convenga explicar la metafísica o la imagen del mundo que se habían formado estos jóvenes a través de su educación católica. Arriba estaba el cielo; abajo estaba el infierno. El juego de llamaba "Salvación", y consistía en llegar al cielo y eludir el infierno. Era como jugar a la oca: el pecado te enviaba directamente al pozo; los sacramentos, las buenas acciones, los actos de automortificación, te permitían avanzar hacia la luz. Todo lo que hacías o pensabas era sometido a una evaluación espiritual. Podía ser bueno, malo o neutro. Solo ganaban el juego aquellos que eliminaban lo malo y conseguían convertir en algo bueno la mayor cantidad de cosas neutras posibles».
Es la suya una fe relativa, sometida a los vaivenes de la vida, cuyo seguimiento depende de múltiples e inabarcables factores y cuyo origen suele enraizarse en la tradición, en la costumbre, en la conveniencia, en el ansia de pertenencia o en la renuncia a un escepticismo que no acostumbra a alcanzarse hasta edades madurativas posteriores, cuando los requerimientos personales sean otros, cuando puedan hacer la vista gorda ante ciertas transgresiones penalmente sancionables o cuando el sexo no sea el mayor motivo de preocupación.
«El problema de los católicos ingleses, concluyó, era que se lo tomaban todo demasiado en serio. Intentaban cumplir con todas las reglas íntima y sinceramente, no solo en apariencia. Por supuesto, se trataba de un imposible: aquellas reglas iban en contra de la naturaleza humana, sobre todo en lo relativo al sexo».
Las crisis religiosas pueden considerarse el resultado de la falta, por desgaste o por la imposibilidad de responder a las exigencias de la fe, pero a menudo son provocadas por cuestiones no necesariamente religiosas, es decir, por conflictos surgidos entre la vida normal y las exigentes reglas confesionales. En el caso de los católicos —o, especialmente, de las católicas—, la mayoría de esas disonancias tienen que ver con la virginidad. Y, dada la cuestión religiosa, existen pocas posibilidades de perderla —o de sacársela de encima— que no comiencen por el matrimonio —o, en casos excepcionales, que no acaben en él—, al que llegaban completamente inocentes en la práctica y sin que la educación teórica en charlas de taberna, conferencias catecúmenas, instrucciones de oídas y capacidad de deducción bastaran para llegar al momento, después de la tortura de la contención y de años y años de how far can you go, con la mínima información requerida; de hecho, muchos de esos matrimonios acababan consumándose, en su vertiente oficial, espoleados por un embarazo.
«En la luna de miel de Dennis y Angela, por supuesto, hubo gran cantidad de momentos embarazosos y decepcionantes, igual que en las de los demás, aunque la mayoría solo afectaron a Angela. El libro que le había prestado Dennis no la había preparado para la confusión física del acto amoroso, y no experimentó nada parecido a los orgasmos sobre los que había leído tan a menudo. Durante la luna de miel, Dennis mostró un deseo voraz por ella, le suplicaba que hicieran el amor dos o tres veces cada noche, gruñía y blasfemaba extasiado, decía una y otra vez "te quiero, te quiero", pero siempre llegaba al clímax en cuanto la penetraba, y ella apenas sentía nada aparte de un desagradable chorrito entre las piernas, que le manchaba sus camisones nuevos y las sábanas del hotel. Cuando regresaron a casa y se instalaron en un  pequeño apartamento de dos dormitorios, Angela cambiaba la ropa de cama con tanta frecuencia que la factura de la lavandería alcanzaba cifras astronómicas (no tenían espacio suficiente para colgar las sábanas en casa), lo cual provocó su primera pelea; a partir de entonces, Angela adoptó la costumbre de colocar toallas sobre la cama cada vez que lo requería la ocasión. Al cabo de un par de meses, se le retrasó el período y empezó a sentir náuseas matutinas, y supo que debía estar embarazada. Entonces le comunicó a la directora de su escuela que iba a dejar el  trabajo en Pascua».
Una vida en común que seguía, en cuanto a las relaciones sexuales, el único método de planificación familiar autorizado por la Iglesia, el de la temperatura basal, y que conllevaba, invariablemente, una desenfrenada procreación en forma de familia numerosa.

Pero llegaron los años sesenta a la Iglesia católica: Juan XXIII, el Concilio Vaticano II, los cambios en la liturgia pero también en el cuerpo doctrinal, con la apertura de una etapa más permisiva en materia sexual que coincidió con la liberación de las costumbres y con la comercialización de la píldora contraceptiva, y que provocó, en el seno de la comunidad católica, auténtica estupefacción. Pero esta revolución afectó a los protagonistas con diez años de retraso: prácticamente todos estaban casados, habían engendrado varios hijos y su libido, comparada con la de su época universitaria, había tomado el camino del desfallecimiento.
«[...] el acontecimiento del año fue indudablemente la publicación, el 29 de julio, de la muy esperada encíclica papal sobre el control de la natalidad, la Humanae Vitae. Su mensaje: nada iba a cambiar [...] La omnisciencia de los novelistas tiene sus límites, por lo que no intentaremos trazar el largo proceso de dudas, debates, intrigas, miedos, plegarias ansiosas y motivaciones inconscientes que finalmente dio lugar a dicho documento. Es tan difícil ponerse en la piel de un papa como debe de serlo para un papa ponerse en la piel de, por ejemplo, una joven madre de tres niños que yace en una cama de matrimonio y que, al notar que su marido comienza a acariciarla, experimenta un conflicto entre el deseo de girarse hacia él y el miedo a un  nuevo embarazo».
En todo caso, no pueden evitar el sentimiento de haber llegado tarde, cuando la fiesta ya agoniza, y de haberse perdido lo mejor. Además, la pérdida de poder de la Iglesia —ese mismo poder que cuestionaban pero sin cuyo influjo se sentían huérfanos— les abrió los ojos a circunstancias desconocidas y, como consecuencia, empezaron a dudar, si no de su fe, sí de los efectos perjudiciales de sus creencias sobre su vida.
«Todos se mantuvieron fieles a la fe, pero también notaban cómo los antiguos dogmas y las viejas certezas se desvanecían ante ellos y cómo se debilitaban las bases sobre las que se asentaba su vida; esta sensación les resultaba gratamente estimulante y, al mismo tiempo, ligeramente irritante. Y es que a todos nos gusta creer en algo, aunque solo sea en los cuentos, ¿verdad? La gente que considera que las creencias religiosas son absurdas con frecuencia se molesta cuando un novelista destruye la ilusión de realidad que ha creado en su obra [...] Pero, en cuestiones relacionadas con las creencias (como en las que atañen a las convenciones literarias), resulta de lo más interesante preguntarse hasta dónde puedes llegar [How can far you go?], en este proceso, sin descartar nada que sea vital».
Cada personaje sigue una evolución en la que lo único que se mantiene inalterable es su nexo con la fe, pero sus vidas respectivas toman caminos que parecen tener muy poca relación con sus deseos y sus aspiraciones de juventud. El mundo cambia a una velocidad que ellos no pueden alcanzar —ni ellos ni la Iglesia católica—, así que deben resignarse a impedir que la desventaja aumente hasta niveles intolerables. Una carrera que, en todo caso, emprenden con un lastre que les impedirá cualquier posibilidad de éxito.
«"No somos inmunes". Al decir "somos" se refería a su círculo, al grupo de cristianos cultivados y liberales del que formaban parte; y, al decir que no eran "inmunes", se refería a que sus valores y creencias no les proporcionaban ninguna clase de protección mágica contra el fracaso de las relaciones personales. Anteriormente, todos coincidían en que no había nada más sólido e indestructible que el matrimonio de Dennis y Angela, pues estaba basado en un compromiso sumamente largo durante el cual ambos se habían mantenido fieles, y había resistido golpes muy crueles y había superado pruebas durísimas; y, sin embargo, al final había sucumbido ante el más banal de los accidentes matrimoniales».
Lodge, cuya formación bajo el catolicismo —él mismo fue alumno del University College, fue en esa institución donde conoció a su futura esposa, y de una sociedad católica semejante a la que describe en la novela— afectó a su desarrollo y a su vida personal de modo muy parecido a los protagonistas de Almas y cuerpos, despliega su ingente poderío y su indiscutible oficio mediante un narrador socarrón, marca de la casa, que observa a esa juventud con la mirada de la experiencia y con la seguridad que le confiere conocer qué será de ellos en el futuro; un narrador que, aunque no lo explicita, sospechamos que tuvo que seguir un trayecto parecido a los de sus personajes. Lodge es un tremendo especialista en el simple pero arduo arte de contar lo que pasa.

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Un hombre con atributos

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