22 de junio de 2020

La suerte de Omensetter

La suerte de Omensetter. William H. Gass. La Navaja Suiza Editores, 2019
Traducción de Ce Santiago
La suerte de Omensetter (Omensetter's Luck, 1966) fue la primera novela publicada del autor norteamericano, escrita a los 42 años. Transcurre en Gilean, una pequeña comunidad rural ficticia del estado de Ohio —la referencia involuntaria a Winesburg, Ohio es prácticamente obligada, al menos para los que no conocemos ni la vastedad ni la variedad del territorio de ese estado; de hecho, el tipo de localización es parecido y el capítulo inicial de la novela de Gass puede recordar la de Sherwood Anderson, pero se trata de un espejismo, tanto ese capítulo de apertura como las posibles correspondencias entre ambos textos— en la década de 1890 y, si convenimos en la existencia de una trama principal, esta se apoyaría en la llegada la comunidad de un forastero, Brackett Omensetter, y de su familia, y su establecimiento en la población. Estructurada en tres partes —un capitulo introductorio que parece buscar su lugar en la disposición final de la novela, la presentación de uno de los personajes principales y el auge y caída del personaje sobre el que gravita la acción, que no es Omensetter sino el reverendo de la comunidad, aunque parece que en una primera redacción ni siquiera aparecía; lo sucedido con el manuscrito original del libro merecería ya una novela por sí mismo—, pone en juego algunos recursos del movimiento modernista, como la multiplicidad de voces narradoras, algunas de ellas inidentificables, el monólogo interior y la dificultad de datar los hechos relatados mediante un tratamiento del tiempo narrativo nada usual.

Brackett Omensetter llegó a Gilean en una atiborrada carreta con toda su familia, mujer,  hijas y enseres, y alquiló una casucha a orillas del río a Henry Pimber —que siente ciertos remordimientos por haber alquilado una casa construida al lado del río, en terreno inundable, y por no haber cegado el pozo de la propiedad en el que cae un zorro que tiene que sacrificar—. Omensetter es un tipo en apariencia excéntrico, algo rudo, bastante asilvestrado, no excesivamente pulcro, pero con una característica insólita: todo parece indicar que se trata de un hombre inusualmente afortunado.
«Brackett Omensetter era un hombre ancho y feliz. Sabía silbar como silba el cardenal rojo en la nieve espesa, o zumbar como zumba el tímido blanco al salir de su refugio, o ser la alondra que ante el cielo sofoca una risita. Conocía la tierra. Metía las manos en el agua. Olía el olor limpio del abeto. Escuchaba a las abejas. Y reía con una risa profunda, fuerte, amplia y feliz siempre que podía, que era a menudo, un buen rato y con alegría».
Si Gass hubiese pretendido encarnar una virtud, un sentimiento o una emoción, con su consecuente psicopatía asociada, en cada uno de los personajes principales, Omensetter personificaría la inocencia y la simpleza, Pimber la avaricia y la paranoia, y Jethro Furber la envidia y la neurosis. Pero ese razonamiento de basa en una suposición de este lector que tiene tantos argumentos a favor como en contra. Sigo, pues.
«[Furber:] "soy el predicador que perjura, solo hacen oídos a mis mentiras"».
Jethro Furber, el reverendo de Gilean, representa la intransigencia de índole religiosa, aunque no solo en este campo, aplicada estrictamente a los demás pero disculpada para sí mismo, torturado por pensamientos impuros hacia Lucy Omensetter, cuya preñez le hace imaginar multitud de escenarios eróticos, reprimidos en acto pero recreados morosamente de pensamiento, y por las niñas que no han alcanzado todavía la pubertad, acerca de cuyo futuro vello púbico especula en cuanto a su espesor y color.
«Ella tenía el ombligo hacia afuera, dulce lugar donde Zeus la había atado. Era tan blanca y reluciente, tan... pálida, aunque más oscura en el contorno de los ojos, oscuros los pezones. Ábrenos al mal. Separó los párpados una rendija. Incendia nuestros corazones. Montones de luz de sol se derramaban por los respaldos de los reclinatorios. Des... nu... dezzzz. Las gotitas se reunían en la punta de su codo y de ahí colgaban, un saco hinchándose hasta que caía y le salpicaba el pie. Des... nu. Envolverla igual que la había envuelto el agua del arroyo. Des... Un cuerpo digno de un amante. Quién fuese piedra. Por favor, fin de las miradas furtivas. Por favor, deprisa. Deprisa. Fuera de mi iglesia».
Su flujo de conciencia es permanentemente invadido por referencias religiosas y sexuales, siempre en pugna; por asociaciones de ideas, no todas deducibles de la información que facilita el autor, que intentan hilvanar un discurso fragmentario pero altamente verosímil.
«[...] es lo que de niño aprendí de Pablo, aunque ya estaba al tanto desde mucho antes. "Un día emite palabra a otro día". ¿Qué sentido tiene? Dios habló aquel día por entre los labios inferiores de Ruth la gordita pero el sentido de su proposición se me escapó. Bueno, incluso Moisés estuvo lento de entendederas con aquella zarza ardiente».
Furber ve a Omensetter como un rival a la hora de conseguir el favor de sus conciudadanos que juega con la ventaja de no depender de un mensaje revelado, de caer simpático entre la población y de tener fama de afortunado. Embrujado por los pasajes más sanguinarios del Antiguo testamento, el reverendo añora a ese Dios traidor y vengativo desde la plataforma elevada del púlpito, frente a su congregación, a quien ve alternativamente como su ejército fiel y como horda enemiga sedienta de sangre, y se debate entre una práctica religiosa estricta y las tentaciones que representan las jovencitas, sintiéndose protagonista de las gestas más valerosas y las conquistas más arduas, mientras intenta hacer compatibles ambas aspiraciones mediante un arsenal de elucubraciones teóricas que le dejan exhausto.
«La suerte de Omensetter, decían. Furber creía que era capaz de distinguir los ruidos de Omensetter de los del resto. ¿De qué servía un muro que ni cegaba ni ensordecía? Podía verlos y oírlos igual de bien que si estuviese en la  playa junto a ellos, humeando como las ramas tiernas que se prenden contra los mosquitos. Palpando la hiedra notaba mucho más sus tactos que si sostuviera con la mano mechones de sus pelos sin cortar. Extraño método de comunicación, saltarse los espacios y contravenir las leyes de la causalidad».
Puesto a buscar excusas para sus transitorias aunque constantes crisis de fe y pretextos para sus pensamientos impuros, Furber descarga su conciencia sobre la persona de Omensetter, cargándole con la responsabilidad de todos sus males y especulando incluso con una posesión diabólica. Sin embargo, cualquier intento para desenmascararlo o ponerlo en evidencia resulta fútil; hasta tal punto llega su neurosis que se imagina sujeto a algo parecido a un usufructo del alma, como si cada contacto con el recién llegado comportara que el alma de este fuera adueñándose, irremediablemente, de la suya en un proceso progresivo imposible de detener, "como una suerte de infección mortífera", al contrario de lo que sucede con el resto de la comunidad, que ve en Omensetter a un vecino generoso, cabal y popular.
«Eso lo ha aturullado. Se han deslizado sus ojos. Qué pensar de esto. Daría cualquier cosa por zafarse. Bueno, ese es mi precio. Yo también llego dos horas tarde a las Nonas. Poca cuenta se da de que soy el archipámpano papal de incógnito. Su masa está cambiando. Oh, Furb el fullero, vigila sus pies, puede que sea grande, pero un púgil no es».
De hecho, la ojeriza de Furber, más que motivada por la belleza del embarazo de la esposa de Omensetter —una belleza que él jamás podrá provocar— tiene su fundamento en la sublime humanidad de este, una cualidad que no está a su alcance porque entra en contradicción con sus principios religiosos —Omensetter nunca va a la iglesia— y con la conducta que estos le prescriben. Furber insiste en una comparación, en realidad incongruente, en la que siempre sale perdiendo: el rol de líder de la comunidad, indiscutible, está concedido desde la llegada de Omensetter, y Furber nunca podrá arrebatárselo.

Pero, pese a esta imposibilidad, Furber no se dará por vencido con facilidad y desplegará toda clase de recursos a su disposición, lícitos e ilícitos, en la disputa, fantaseando con traiciones bíblicas y venganzas divinas. Sin embargo, todas las estratagemas se revelarán inútiles frente a la suerte de Omensetter.
«Él se levantó despacio, sudor frío reuniéndose en su pecho y por debajo de los brazos, y se puso a deambular. Pronto sentiría hormigueos. Ella no era más que un oído, ni la mitad de viva, reducida a una sola expectación. Cuán vivo estaba él, ¿el grande y rotundo O? Furber se arriesgó a nombrarlo, surcó la corriente del chirrido. O-men-set-ter. Ahora su nombre había entrado en su oído. En cuyos porches vertí el veneno. Ha penetrado hasta su cerebro. ¿Pero? Nada. En blanco. Muerto entonces, para eso. Muerto desde hacía mucho. Aun así vivo en cierto modo, movible. A renqueantes traspiés. Inestable caminar. Andares de oso. Y en el bosque el aliento de los hombres mientras trepan a los árboles, flotará de sus narices igual que siempre. Desapercibido. El espíritu. El Espíritu Santo».
El presunto suicidio por ahorcamiento de Henry Pimber, el casero de Omensetter, y la súbita enfermedad de su hijo, el único macho de su descendencia, hacen que, por un lado, las fuerzas vivas del lugar, capitaneadas y espoleadas por la zizaña dialéctica que va sembrando entre sus conciudadanos el reverendo, comiencen a perderle el respeto hasta el punto de sospechar que él es el asesino; por otra parte, su propia mujer, que le responsabiliza de la dolencia, parece también cambiar su actitud hacia él. Ambas contrariedades, en todo caso, parece que constituyen el disparador que provoca la manifestación de lo peor de ambos, con lo que parece que se ven cumplidas las mutuas sospechas; todo ello mezclado con las dudas de Furber acerca de la preponderancia del bien sobre el mal y sobre el sentido de la libertad, y la incertidumbre de Omensetter acerca del alcance de su suerte.
«Había concebido cada disparate, cada pecado. Ninguna cabra conocía la glotonería como él, ningún gato había sentido su orgullo, ningún cuervo su avaricia. Había pronunciado el salmo contra la envidia, el salmo contra la ira, el salmo contra la pereza y la pérdida de esperanza, pero no suponían defensa alguna. Él había querido mujeres. Las había imaginado en todas las posturas. Había querido hombres. No existía perversión que no hubiese pensado practicar con ellos. Más aún, había querido niñas. Había querido niños. Más que nada se había querido a sí mismo. Había robado. Había blasfemado, Había engañado. Había mentido, su única habilidad. Había sido cruel y despectivo, malicioso y tozudo. Había carecido de coraje, de piedad, de lealtad, de esperanza. Sin moderación ni caridad, sin entusiasmo ni disfrute, había llevado una vida disoluta, despreocupada, egoísta. En ruindad, en tinieblas y en la sordidez de espíritu había pasado el tiempo. Sin fe, había profesado una fe. Sin fe, había predicado».
La suerte de Omensetter exhibe una escritura torrencial que se acerca a la supuesta trama, siempre de forma tangencial, como por casualidad, y se aleja perdida en digresiones que, a menudo, añaden poco conocimiento pero sí significado, como si se abriera el ángulo de visión para mostrar unos elementos que están ahí pero parecen tener poca importancia para la comprensión de lo que sucede, o debe suceder, en la escena principal. Si bien no es difícil atribuir las intervenciones directas a determinados personajes, a menudo, un determinado párrafo que no contiene diálogo se extravía del curso de la narración y hace imposible atribuirle una autoría: una intervención intempestiva del —o de un— narrador, la inmersión en la conciencia de algunos de los personajes, un comentario que alguien ha hecho en voz alta... 
«Las hojas del chopo, vio, habían amarilleado pronto. Omensetter llevaba el dinero en la mano. Había salpicaduras de rojo en los arces. Ahí estaba el dinero y ahí estaba el final. Se lo pondría en la mano y se dirían adiós. Omensetter le daría la espalda y se iría con un gesto. Los robles blancos, todavía verdes, lo engullirían, ausente ya el sonido de suaves que eran sus pisadas en el bosque. Henry se agachó y cogió una bellota. Si hubiese otra manera. Se llenó la mano de bellotas, las volteó distraído. El puño de Omensetter ocultó el dinero y Henry lo agradeció, pero vio que se había recortado las uñas, y Henry se sintió terriblemente contrariado. Trató de encontrar en el rostro de Omensetter una señal más profunda pero ambos se encontraban al parecer en una nube de mosquitos. Henry agitó la mano delante de sus ojos».
En definitiva, un modo de provocar en el lector la sensación de estar escuchando una conversación privada en una habitación distinta de aquella en la que ocurren los hechos, que no identifica con una mínima certeza o tiene lugar un diálogo sobre un tema que no se acaba de concretar y con unos intervinientes que no puede identificar. Numerosas citas y recreaciones textuales se suceden para enredar la comprensión del texto; algunas, entresacadas de la Biblia, a menudo jocosas e irrespetuosas; otras, la mayoría, irrastreables o compuestas por juegos de palabras intraducibles.
«Los Omensetter se habían mudado río abajo —niñas, caballo, perro, esposa y carreta—, nadie sabía bien dónde; y ahora era Israbestis, ya no el doctor Orcutt, quien afirmaba que había sido desde el principio la intención de Henry colgarse de aquel árbol como una baratija, arrojar sospechas sobre Brackett Omensetter. Casi todos afirmaban que con Chamlay tan furioso con él, Omensetter había tenido suerte sin duda de rehuir la culpa. El niño siguió con vida, un resultado enteramente ajeno a la ciencia, dijo el doctor Orcutt, e Israbestis juraba que la suerte de Omensetter se haría legendaria por todo el río, por mucho tiempo, aseguró, quizás por siempre».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de lectura de Sobre lo azul
Notas de Lectura de En el corazón del corazón del país

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