24 de febrero de 2020

El contagio sagrado

El contagio sagrado. Paul-Henri Thiry, barón de Holbach. Editorial Laetoli, 2019
Traducción de José Javier Rodríguez. Epílogo de Alain Sandrier
Así como todas las religiones tienen su gran celebración anual, su, digamos, semana grande, yo he adoptado también el rito periódico de volver al Siglo de las Luces y leer alguno de los textos que, con regularidad y constancia admirables, lleva años publicando la Editorial Laetoli en su colección Los Ilustrados. Intentaré, en este post, destacar las ideas principales contra la religión que pone en consideración Holbach alternándolas con algunas de las citas más características del modo de argumentación del filósofo.

El contagio sagrado (La Contagion sacrée ou Histoire naturelle de la superstition, 1768) es uno de los numerosos libelos publicados en la segunda mitad del siglo XVIII, bajo los auspicios de la Ilustración, contra los efectos de la religión en la vida de los hombres y a favor de su inculpación como la principal causa de la ignorancia, la esclavitud, las extravagancias y la corrupción. 

«El poder sacerdotal está establecido en todas partes sobre los cimientos más sólidos, tiene con él los temores y las esperanzas de los hombres. La educación, la costumbre, la ignorancia y la debilidad vienen continuamente en su ayuda y refuerzan su poder. Cebes nos muestra a la impostura como sentada a la puerta que conduce a la vida y hace beber a todos los que se presentan la copa del error. Esta copa es la superstición. Sus ministros se apoderan de los primeros años de la juventud, la educación de los ciudadanos es confiada en todas partes a los intérpretes de los dioses, ella tiene por objeto solo infectarlos con el contagio sagrado, protegerles contra los remedios a fin de ponerlos de por vida bajo la dependencia de sus charlatanes espirituales».
Holbach traza un proceso gradual e irreversible que puede expresarse mediante las siguientes correspondencias:

Ignorancia → Miedo → Cobardía → Credulidad → Superstición → Demencia → Devoción → Fervor → Fanatismo


La revelación, siguiendo ese esquema, no sería más que el intento de superación de las incertidumbres desde la ignorancia, siempre con la mediación de un hombre y nunca mediante un acto de voluntad divina, para mostrar directamente la cual, por cierto, los dioses se suponen preparados. De hecho, históricamente, la religión siempre se ha plegado a los deseos de sus ministros, y su falta de concreción racional provoca una diversidad, a veces con atribuciones contradictorias, de las concepciones de sus dioses de tal envergadura que conlleva la imposibilidad de determinar su veracidad.

«¿Nos proponen estas revelaciones a un Dios moral o adecuado para servir de modelo a los hombres? Ellas nos lo muestran como un seductor que tiende trampas, como un juez inicuo que castiga las faltas a las que él ha invitado o ha permitido cometer, como un exterminador de pueblos, como alguien que se venga de la ignorancia forzosa de los mortales castigándolos por haberles faltado las luces y fuerzas que no ha querido proporcionarles, como el enemigo de la razón humana y el más insensato de los tiranos. Por una inversión fatal de cualquier idea de moral, se creen obligados a alabar en Dios lo que detestan en el hombre y a maldecir en el hombre lo que honran en su Dios».
La naturaleza de la Divinidad es tan volátil que su concepción depende enteramente de las prescripciones, prejuicios e intereses de sus ministros.
«Los sacerdotes fueron en todas partes los intérpretes de los dioses, anunciaron sus oráculos, predijeron el futuro y, hechos partícipes de su omnipotencia, realizaron maravillas con las que el espíritu del vulgo quedó sorprendido y confundido. Los pueblos arrodillados recibieron temblorosos sus órdenes, a las que se sometieron sin quejas y adoptaron sin estudiarlas las vías que les prescribieron para hacer al cielo propicio. Hechos que se creyeron sobrenaturales porque se ignoraba la forma en la que actuaba acabaron de convencer sobre la legitimidad de las órdenes que se anunciaban y pasaron a ser aprobados por la Divinidad. Así se vio nacer a una multitud de artes misteriosas basadas en las relaciones íntimas de los sacerdotes con los dioses conocidas con los nombres de astrología, magia, teurgia, encantamientos, evocaciones, milagros y adivinación, las cuales fueron ejercidas por todos los sacerdotes del mundo. Estas maravillas se impusieron siempre a la credulidad de los pueblos; su ignorancia, sus miedos, el amor por lo sobrenatural y la curiosidad los predispusieron continuamente a escuchar y admirar a los impostores que los engañaban y a encontrar divino todo lo que no podían entender».
Ninguna religión puede alcanzar un papel preponderante en la sociedad sin una red jerárquicamente organizada de sacerdotes, que son los únicos individuos en contacto directo con la divinidad y capacitados para interpretar el pensamiento de quien se mantiene oculto a su pueblo. Esta facultad les otorga tal poder que su ascendente sobre la jurisdicción política es absoluto pues su estamento en el único que puede cuestionarlo por razones superiores.
«El espíritu misterioso que se ve reinar en todas las religiones, tanto antiguas como modernas, está fundado en el hecho de que los hombres en general se hacen una gran idea de lo que no comprenden, las cosas que se les esconden hacen trabajar sus cerebros. Sinesio dice con razón que "el pueblo desprecia siempre lo que es fácil de comprender y, por consiguiente, es necesario que la religión le ofrezca alguna cosa sorprendente y misteriosa para causar impacto ante sus ojos y excitar su curiosidad". La religión católica es mucho más popular que la protestante pues la primera es más absurda y está más salpicada de misterios, mientras que la segunda se ha hecho difícil por algunos dogmas insensatos aunque admita otros tantos igual de contrarios al buen sentido. Puede ser que la oscuridad, la extravagancia y el misterioso absurdo del cristianismo hayan sido las causas de la avidez con la que fue recibido. En materia religiosa, la religión más divina es la más milagrosa; y la más inconcebible, la mejor».
Las peores épocas para la libertad han sido aquellas en las que la cruz y la espada han estado en poder de una misma mano. La inacción en algunas circunstancias y el descontento de la casta militar provocaron la disociación entre el poder divino y el terrenal, pero la complicidad entre ambos, una vez clarificadas sus funciones, siguió hasta nuestros días: la distancia entre la teocracia y el estado confesional —o aquel en el que la relación entre la iglesia y el poder político es demasiado estrecha e interdependiente— es mucho más corta de lo conveniente.
«Los sacerdotes y los tiranos tienen la misma política y los mismos intereses: unos y otros no necesitan más que súbditos imbéciles y sumisos. La felicidad, la libertad y la prosperidad de los pueblos les parece inquietante; les gusta reinar por medio del temor, la simpleza y la miseria: solo se sienten fuertes cuando quienes les rodean están irritados y son desgraciados. Ambos están corrompidos por el poder absoluto, el libertinaje y la impunidad; ambos corrompen, unos para reinar y otros para expiar; ambos se unen para asfixiar las luces, aplastar la razón y ahogar el deseo de libertad en el corazón de los hombres».
Dirigidos hacia un mismo fin, la subyugación de los súbditos, la alianza más fructífera ha sido la tejida entre el absolutismo de la iglesia y la tiranía terrenal ejercida por un déspota que une a su ignorancia una profunda devoción, el "rey por la gracia de Dios", una unión que ha reforzado a ambas al precio de la libertad del pueblo, inmovilizado por el estrecho apretón del brazo divino y el brazo secular. La correspondencia indicara más arriba abriría otro surco:

Ignorancia → Miedo → Cobardía → Credulidad → Superstición → Demencia → 
{Devoción → Fervor → Fanatismo
{Degradación → Sumisión → Aceptación del despotismo
«Los sacerdotes, por su propio interés, sembraron de flores los caminos de la tiranía, mitigaron sus escrúpulos, apaciguaron los gritos de su conciencia, la tranquilizaron sobre el resentimiento de los pueblos e hicieron entender a estos que el cielo ordenaba que sufrieran la opresión sin quejarse. Así los súbditos fueron abandonados a sus déspotas, que los trataron como esclavos a quienes los dioses solo habían creado para satisfacer sus fantasías. Hicieron hablar a esos dioses, autorizaron la injusticia, permitieron la violencia y ordenaron a los pueblos lamentarse en silencio. En suma, los reyes se convirtieron en divinidades sobre la tierra y sus deseos más injustos fueron tan respetados como los que se suponía emanaban del Olimpo».
El poder tiránico, de origen divino, se apoya en la omnipotencia de Dios, a través de sus ministros, que es la única instancia a la que debe dar cuentas; estos, favorecidos por el tirano, validan con su sello divino las conductas más atroces y menos justificables: satisfacer al soberano, situado por encima de las leyes y con el derecho de ser injusto debido al origen de su poder, y seguir sus órdenes equivale a hacerlo con la divinidad y ahí están sus ministros para validar esa correspondencia.
«La especie humana debe dejar de buscar en los errores de sus padres la causa de la depravación de las costumbres y las calamidades extendidas por el mundo. El error sagrado es el fallo radical que arrastró a la corrupción y abrió la puerta a los males de la especie humana. La ciencia de Dios es para ella el fruto prohibido y por haberlo querido gustar se perdió. La moral y la felicidad han desaparecido de la tierra por haber formado a la Divinidad sobre el modelo de los hombres más malvados, por haber creído que los reyes eran sus imágenes, por haber dado a sus reyes un poder ilimitado, igual que el suyo, y por haberles dejado como dueños absolutos de los deseos y pasiones de los pueblos. Esos soberanos divinizados han llenado las sociedades de traidores, ambiciosos, avaros, envidiosos y enemigos de su patria, sobre los cuales ni la razón ni la moral pueden hacer nada porque todo les conduce a ser malvados o a renunciar a las cosas en las que los prejuicios les enseñan que deben poner su felicidad».
Las guerras de religión son la consecuencia ineludible del conflicto entre estados dominados por las élites religiosas que tratan de imponer sus creencias sobre las de su vecino. A diferencia de las guerras por motivos políticos o económicos, que finalizan cuando se ha anexionado el territorio, en las que los vencedores cuentan con la población del territorio conquistado, las religiosas no acaban hasta el exterminio del oponente, ya que los combatientes se sienten concernidos o en la defensa de su Dios o en el cumplimiento de su mandato.
«Los ministros de un Dios que se llama a sí mismo Dios de la venganza y Dios de la misericordia han cubierto en su nombre durante siglos la faz de la tierra de masacres y horrores; extensos reinos han sido sus altares y reyes y pueblos se han encargado en vano en degollar a las víctimas de su parte. La religión moderna, que se vanagloria de ser el sostén de la política y la moral, ha costado más sangre a los habitantes del mundo que las que ordenaban expresamente los sacrificios más repugnantes».
La importancia absoluta que suponen los designios de Dios para sus fieles deja en segundo plano cualquier otra circunstancia, sea de la naturaleza que sea, incluso aquellas que tienen que ver con los propios semejantes. Desobedecer a Dios es mucho más grave que desobedecer las leyes ya que el castigo se puede extender a toda la eternidad. Así pues, es plausible que el peor enemigo de una confesión es la confesión vecina por el solo hecho de existir, a la que habrá que exterminar a la primera orden. La primera víctima de la ortodoxia es la tolerancia.
«De la diversidad de mandamientos que el mismo Dios ha dado en diferentes épocas resulta la diversidad de creencias que los cristianos han adoptado sobre la tolerancia. Unos, más consecuentes sin duda con sus principios, quieren que se persiga, se atormente y se establezca la religión y sus dogmas a sangre y fuego y mediante suplicios. Otros quieren que se limite a gemir en silencio por los errores de los hermanos extraviados y se deje al Todopoderoso la tarea de juzgar y vengarse él mismo. Unos predican solo la masacre y la carnicería, y otros se contentan con odiar internamente o despreciar a quienes no piensan como ellos, pues en el fondo al devoto le es imposible amar sinceramente a su Dios y a quienes le ofenden».
La expresión "moral religiosa" —o sus variantes, sustituyendo el segundo término por la confesión concreta, "moral cristiana", "moral musulmana"— es una contradicción de términos ya que ningún sistema moral válido puede basarse en la imposición ni tener por objetivo la eliminación de otros sistemas. La "moral religiosa" no pretende hacer mejores a los seres humanos cobijados bajo su influencia sino en la imposición de ser los mejores. Un sistema moral debe ser producto de un acuerdo, nunca debe provenir de una imposición; y toda moral debería fundarse en la naturaleza; del mismo modo, no es fiable una moral que castigue con más severidad la conculcación de sus fórmulas que las acciones contra los seres humanos. Además, se da la circunstancia que los que deberían erigirse en árbitros del sistema adolecen de imparcialidad.
«Las costumbres más extrañas, chocantes y opuestas a la naturaleza tienen generalmente como origen a la religión, solo ella tiene el poder de ahogar en los corazones de todo un pueblo los sentimientos más ordinarios y transformar a los hombres en bestias feroces e irracionales. Una moral que solo puede tener como objetivo el bien de los seres humanos, la justicia y la sociabilidad está forzada a desaparecer ante un Dios cruel, superior a la naturaleza y a la razón, cuyas órdenes no pueden ser discutidas. Hay que ser inhumano, injusto, canalla y de mala fe bajo una Divinidad a la que se le atribuyen esas indignas disposiciones; toda moral es incompatible con una religión que se le proponga como modelo».
El hecho de que el sacramento de la confesión, un sistema mediante el cual el delito pierde importancia frente al pecado y no importa tanto la bondad como la virtud, limpie totalmente de culpa —aunque el arrepentimiento sea impostado—, deja la puerta abierta a cometer las peores atrocidades, y la concesión de total confianza al confesor otorga a este —a pesar de su obligación de guardar el secreto o gracias a ello— un poder absoluto y permanente sobre el confeso. Históricamente, la figura del confesor real reunía el prestigio más exclusivo y las prerrogativas más codiciadas.
«¿Hay algo más destructor de la moral que despreciar o mostrar como delitos las acciones más honradas, heroicas y necesarias para la especie humana? ¡La moderación de Arístides, la sabiduría de Sócrates, la inflexible equidad de Catón, las raras virtudes de Antonino son solo pecados a ojos de unos hombres que pretenden enseñar la moral! La templanza, la caridad, la humanidad, la justicia, la moderación de un infiel, de un idólatra o de un filósofo ¿son cualidades menos estimables que la injusticia, la ferocidad y la barbarie de un devoto o un sacerdote? Guardémonos de pensarlo, la virtud no depende del capricho ni de fantasías teológicas. El hombre que es bueno y virtuoso en Pekín no puede ser un malvado en Roma, París o Londres. Solo la superstición puede hechizar al espíritu hasta el punto de creer que un hombre no puede ser honrado sin que añada la fe a sus ficciones absurdas».
La superstición se impone a la razón mediante un complejo sistema de premios y castigos que refuerza las conductas adecuadas y sanciona las desviadas no de acuerdo a la razón ni a la ética, sino basándose en el dogma: una conducta determinada puede ser considerada indistintamente válida o reprobable no en función de su propia naturaleza o del beneficio que suponga para el género humano sino dependiendo de quien la lleve a cabo, del momento en que se halle en su adoctrinamiento o del beneficio, presente o futuro, que reporte a la organización religiosa.
«La religión, lejos de hacer a los hombres más virtuosos, les proporciona los medios para dejar de serlo, santifica los fraudes de los sacerdotes, justifica y expía los crímenes de la tiranía y reconcilia con Dios a quienes han ultrajado y ofendido a sus desdichadas criaturas. De este modo, lejos de hacer a la moral más respetable, invita a violar sus reglas y embota los aguijones de la conciencia, pero jamás ha llegado a convertir a un canalla en un hombre honrado y virtuoso».
Debería hacer reflexionar el hecho de que la predisposición del individuo a aceptar el fenómeno religioso suele mostrarse con más fuerza en los momentos de debilidad, enfermedad o proximidad de la muerte, y cómo aquellos instantes en que son más imprescindibles las herramientas de la esperanza que procura la naturaleza inteligente del espíritu humano, el individuo dimite y es capaz de ladear la razón y caer en brazos de una superstición que, a la vez que le culpa personalmente de sus males, difiere en un futuro incierto el remedio. Ninguna imagen es más adecuada a la realidad del consuelo religioso que la de la manada de buitres sobrevolando al agonizante: la religión toma el control no cuando los recursos de la razón son insuficientes sino cuando el individuo renuncia a ellos para rendirse a la hechicería.
«El supersticioso, si es consecuente con sus principios religiosos o las ideas funestas que se ha hecho de la Divinidad, vive en la amargura y el llanto, realiza con arrobo las prácticas más insensatas que le proponen para calmar a su Dios y pasa sus tristes días en expiar faltas a menudo imaginarias. Absorto únicamente en sus deberes religiosos, no puede ocuparse en lo que debe a sus semejantes, pues sería un crimen perder de vista a su tirano un solo instante. Continuamente ocupado en un objeto desagradable, no solamente resulta inútil, sino que su melancolía habitual lo hace arisco e insociable. Siempre descontento consigo mismo, ¿cómo contentará a los demás? Obligado a rechazar los placeres y dulzuras de la vida, ¿cómo se ocupará en proporcionar a aquellos que le rodean diversiones que disgustarían a su Dios? En fin, forzado a odiarse a sí mismo, ¿tendrá afecto, indulgencia y ternura para sus semejantes y les perdonará las faltas que los hacen objeto de la cólera divina? No, el supersticioso, siempre desgraciado en su interior, no puede soportar el espectáculo del bienestar, los placeres le molestan, la serenidad de los demás le ofende y, para hacerse agradable a su tirano celestial, trabaja sin descanso el hacerse insoportable a todos los que se le acercan».
Es extraño que las religiones reveladas, originadas por uno o varios mensajes divinos directos, la mayoría de ellos con siglos a cuestas, hagan esfuerzos por adaptar sus dogmas a la realidad existente en cada momento. Nada parece más lícito que actualizar un mensaje proporcionado por la divinidad  de una vez por todas, para el momento y para siempre; parecería que la madurez de la civilización y el progreso de la ciencia y de la técnica requerirían una restauración de los preceptos divinos para asegurar su supervivencia; pero este es un hecho que entraría en franca contradicción con los atributos que se le suponen a un mensaje emitido por un ser omnipotente, omnipresente y omnisciente.
«Las sociedades humanas han sido generalmente salvajes, ignorantes, faltas de luces y conocimientos en los tiempos en que sus legisladores les dieron dioses, cultos, leyes. A medida que las costumbres, las circunstancias y las necesidades de los pueblos han cambiado, sus ideas religiosas han sufrido también cambios. El Dios del hombre sociable, civilizado, más razonable, no puede ser el mismo que el del hombre errante, estúpido y feroz. Así, el hombre civilizado y más ilustrado sobre sus intereses poco a poco siente repugnancia por la religión cuando esta se ha vuelto contraria a sus costumbres más suaves, a las ideas que ha podido adquirir y a su razón más cultivada. Por esta razón vemos a menudo que los pueblos se sacuden el yugo de sus dioses anticuados para adoptar otros de los que esperan más felicidad. Fatigados de su tiranía o de la de sus sacerdotes, desengañados de los errores y las fábulas que se les proporcionan, adoptan a veces novedades con prisa o al menos prestan oídos a quienes presentan su antigua religión bajo una forma nueva, menos contraria a sus actuales ideas».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El buen sentido
Notas de Lectura de Teología de bolsillo
Notas de Lectura de La Enciclopedia de Diderot y D'Alembert. Breve Antología
Notas de Lectura de El arte de trepar a la usanza de los cortesanos y otros ensayos

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