«Ya no sé cuándo vivo y cuándo escribo».
El ala derecha, tercera y última entrega de Cegador, cierra de forma grandiosa la colosal trilogía, una arriesgada propuesta narrativa en estos tiempos de lecturas ligeras e irrelevantes que recoge la tradición de los trípticos renacentistas de contar una historia a través de tres módulos independientes pero complementarios ―El jardín de las delicias o El carro del heno del Bosco―; con la intención de iluminar un mundo y condensarlo mostrando sus huellas, el autor exhibe muy poca complacencia tanto con los hechos como con los personajes ―alguno de los cuales, sin profundizar mucho, se diría bastante parecido a él mismo― y, desesperanzado, los arrastra por el pasado, el presente y el destino de la humanidad ―que serían la actualización del Paraíso, Mundo e Infierno del Bosco, por este orden, de izquierda a derecha― y somete al lector, sin ningún tipo de deferencia, al análisis de sus despojos.
El procedimiento que utiliza Cartarescu evoca al método cartesiano formulado en el tercer principio de su método: «conducir con orden mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ascender poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente». Es decir, para analizar con probidad un hecho, un objeto o un pensamiento, se deben aislar gradualmente sus componentes hasta que esa separación permita comprender la naturaleza de las relaciones mutuas que, tomadas en conjunto, concurren para configurarlo; y para justificar cómo el más ligero cambio en uno de esos componentes provoca la subversión de lo analizado hasta convertirlo en algo completamente distinto.
«Era vigilado, guiado, los obstáculos eran apartados de su camino, era disciplinado, por su bien, a través del sufrimiento y del descontento, pero, sobre todo, lo contemplaba, por todas partes a la vez, un vasto y nítido campo visual, en el que su cuerpo dislocaba un volumen centelleante. Y visual significaba aquí escritural, porque la predestinación está siempre ligada a una mirada y a una escritura, un ojo que escribe y un manuscrito que ve lejos, que recuerda lo que va a ser».
El papel protagonista, aunque no se trate de una caracterización habitual, corre a cargo de Mircea y del enigmático no-personaje de Victor, ya presentes en El cuerpo, veinticinco años después, en 1989, el año de la caída de Ceaucescu, cuando Mircea tiene 33 años. De hecho, ciertos sucesos relatados en El cuerpo son examinados bajo un nuevo punto de vista, ya que aquello que en los años de 1960, en plena e inocente infancia del narrador, parecía malo, el presente lo ha convertido en aceptable. Cualquier cosa, siempre, puede ir a peor.
«Me detengo ante la gigantesca ventana en la que Tú has dibujado Bucarest con Tu propio dedo (pues estas líneas las escribes Tú, estas líneas en las que me obligas a detenerme ante el Bucarest nevado de la ventana y a ver el bloque que Tú colocas en el foco de mi mirada, y a llorar lágrimas que Tú haces rodar por mi rostro cuando escribes, en tu hipermundo, "él llora"), contemplo ese aparato tan extraño en el cielo, envuelto en su halo irisado, y le grito las palabras que me has dado para que grite, que gritaré siempre, en la misma página del mismo libro, cada vez que una mano la abra y un ojo la lea: "¡Señor, ven!"».
Poco hay que decir en términos históricos acerca de los últimos compases de la dictadura de Ceaucescu, un régimen se ha convertido en su propia caricatura: el paraíso instalado en la Tierra: la felicidad para todos, la bienaventuranza eterna, la vida perdurable, todas las necesidades colmadas; Pero la realidad era bastante distinta:
«Aleteaban, como mariposas lisiadas, con una sola ala, en un avanzat torpe que no era ni volar ni arrastrarse. Porque construían con diligencia una historia del pasado sin preocuparse por la del futuro. No había ya profetas y los que habían conocido a los profetas no vivían ya. Avanzaban sin saber hacia dónde, de manera absurda, como un animal que tuviera todos los órganos sensoriales en la parte trasera y contemplara sin cesar la línea de babas que dejaba a su paso [...]. Un gigantesco escotoma cubría la mitad de su campo visual: el pasado era todo, el futuro era nada. Los hombres avanzaban hacia atrás, hacia las pirámides y los menhires, hacia los úteros de los que habían salido, hacia el punto de una masa y una densidad infinita ante el cual no eran ni siquiera nada».
De hecho, se diría que el régimen se mantiene, como otros regímenes totalitarios en sus últimos momentos a lo largo de la historia ―como el franquismo aquí, tal vez―, más por la desidia de la oposición, incapaz de organizarse, desgastada por sus luchas internas y sus personalismos, que por su propia fuerza intrínseca. Obedecer se ha convertido en costumbre ―tanto, que no se encuentra razones válidas para desobedecer, aunque existan―, y soportar la dictadura y sus efectos sobre la vida cotidiana parece apenas una incomodidad cuya persistencia ha convertido en llevadera. La supervivencia del régimen pende de un hilo, pero nadie parece dispuesto al esfuerzo de cortarlo; ante esa inacción, los últimos estertores del moribundo, aunque sanguinarios, no hacen más que desvelar su debilidad. A medida que se acerca la caída del régimen, tan previsible como inesperada, se acentúa la incredulidad de los bucarestinos; habituados a soñar con su desaparición, no son capaces de ver en los indicios determinantes nada más que la prolongación de su sueño, de atribuir realidad a los deseos, como si cualquier atisbo ―y mucho menos materialización― de esperanza solo tuviera cabida en el mundo onírico.
«Cada punto de ese inmenso mapa cóncavo era todos los puntos, cada rostro, todos los rostros, cada comisura de los labios de una figura pintada se convertía en un Belén y cada brillo de los ojos de los pastores venidos a adorar al Niño de luz era una galaxia lejana, y la cúpula infinitamente alta era una proyección semiesférica de todas las proposiciones verdaderas y falsas encadenadas en el espacio lógico de la mente, conectadas, a través de un mecanismo terriblemente complicado, al mundo, tal y como es, con lo que se ve y con lo que no se ve».
La visión del mundo ―toda novela es, finalmente, el producto de una determinada visión del mundo―, un microcosmos en sí mismo representativo de la perspectiva del destino de la humanidad, nunca es objetiva; además de las diferentes versiones que cada individuo puede concebir, de acuerdo con su carácter, su ideología o sus circunstancias, existen una serie de limitaciones parciales que el receptor debe poder decodificar. La visión del mundo cotidiano del crío que ve cosas que no entiende y acerca de las cuales formula teorías con el fin de comprender, aunque ninguna de ellas sea cierta; la visión del mundo exterior de la dictadura de un adulto, que también tropieza con cosas inexplicables, cuya cadena causal no puede rastrear y que, como el niño, desarrolla estrategias de supervivencia para no extraviarse en el laberinto cuyo patrón no es capaz de comprender. La dictadura para el adulto es tan amenazante como el mundo exterior a él mismo del niño. Las amenazas de la Securitate son mucho más graves ―y conllevan consecuencias también más graves― que las de la madre del crío, pero comparten su naturaleza profunda, que es la prohibición.
«El niño penetraba en su propia tumba, en el solitario cenotafio de su mente. Hasta la cama pegada a la pared solo había tres pasos, pero tal y como solo unos pocos centímetros de acero te separan del tesoro de la caja de caudales, nunca habría podido recorrerlos. Se había imaginado tantas veces tumbado en la cama dura de su habitación, un muñeco de carne fría. Un niño muerto, cubierto de azucenas con el corazón viscoso. El polen llovía sobre él, sobre sus ojos abiertos de par en par, sobre sus labios blancos como el papel, sobre las uñitas azuladas clavadas en la sábana. Unas alas lívidas salían por debajo de su cuerpo y colgaban hacia el suelo hechas girones y agujereadas. Estar muerto, no sentir nada más nunca».
Ver el mundo y reflejarlo en lo escrito ―una segunda mediatización― se asemejaría a verlo como a través de los cristales de una ventana, que por la diferencia de temperatura del exterior con la del propio aliento, provoca que este, cuando es exhalado por la nariz, imprima dos nubecillas simétricas ―sí, como las alas de una mariposa―. La visión de un único exterior es modificada según se mire desde la parte limpia de la ventana o desde la parte empañada, transparente o traslúcida. No afecta a la naturaleza de lo visto, pero sí a nuestra percepción; el hecho de que una sea menos concreta, menos definida, permite la especulación en cuanto a su forma, pero también a su idiosincracia. Se va a convertir en un engaño, pero la ilusión de poder modificar la realidad para convertirla en aliada es la última opción válida antes de aceptar la derrota y expresar la rendición total.
«He caído en la piel ulcerada de la página. Ya no escribo de verdad. Estas hojas son el diario sin sentido de mi deambular. Ya no cuentan el relato de Mircea, sino tan solo su historia de hombre derrumbado en la historia».
Si toda novela es, también, la idealización de una búsqueda, Cegador, en general, pero El ala derecha en particular, refleja ese rastreo, en el presente, de aquella escena del pasado que solo se alcanza a intuir, vaga, ilocalizable, como si fuera cierto que sucedió, aunque no se tenga ninguna seguridad de ello; de cómo es posible recomponerla, aleatoria y provisionalmente, para acomodarla a la disponibilidad presente; de cómo se la puede cambiar y de cómo dar por finalizada la búsqueda cuando se alcanza el convencimiento de que el acceso es imposible. Y del engaño, por supuesto, que supone la decisión prematura de que no existió, una simple excusa antes de reconocer la propia incapacidad. Aunque siempre existe una solución multifuncional para evadirse de las situaciones fastidiosas ―el reconocimiento de la derrota siempre lo es― o potencialmente adversas: abandonar la realidad, montado en la imaginación o en el sueño ―el mismo recurso, en vigilia o durmiendo, aunque la frontera entre ambos sea difusa―, un recurso que se mantiene a lo largo de la vida, cambiando de objetivo pero con idéntica función.
«Mircea volaba, girando bajo las estrellas como le venía en gana, mirando a través de las ventanas a las mujeres infelices, a los poetas y a los pervertidos que no se habían acostado aún, completamente libre, incluso de su propio cuerpo, incluso de su propia búsqueda. Ya no sabía por qué estaba allí, cómo podía volar, no se preguntaba ya quién era. En cierto sentido, no era nadie, porque no tenía ya conciencia, sino que vivía en una conciencia vasta y fluida, como si volara en el espacio lógico y en el campo viosual de otro. Y ciertamente, volando hasta el límite del horizonte, Mircea se había topado, en todas las direcciones, con los mismos impenetrables muros de hueso, los gigantescos huesos parietales, temporales y occipitales, con sus suturas zigzagueantes, que cerraban, como la cúpula de una basílica elevada sobre las estrellas y las galaxias, la ciudad».
Ese regreso al pasado en busca de respuestas se realiza mediante la proyección del presente ―1989― en aquel pasado: el narrador intenta interpretar su presente buceando en su niñez, como si su conducta hubiera sido determinada en esa época, asimilando su relación con el mundo con la de ese niño que justo lo estaba descubriendo y como si su respuesta a la situación política, social y personal estuviera predeterminada por las preguntas ingenuas de aquella criatura que se veía rodeada de sucesos que no lograba entender. Este, se evadía del mundo que no comprendía creando universos alternativos en los que representaba el papel protagonista, mundos a su medida, recreados en la frontera del discernimiento y poblados por seres generados por su imaginación. El otro, en lugar de crear mundos, intenta recuperar el mundo real que debe existir debajo de las capas de mentira y ficción con que el régimen lo ha enterrado; la imaginación del niño ya no sirve de escapatoria cuando lo que debe revelarse es el mundo real: es la diferencia entre el mundo imaginario de creación propia y el mundo imaginario creado por los demás.
«La mariposa inventó el alma humana. Nos fue concedidacomo símbolo vivo y perfecto de nuestra situación en esta tierra donde fluyen la leche, la miel, la sangre y la orina. No habríamos sabido nunca que aquí, en el mundo de los colores y olores, somos orugas, tubos que degradan la materia, tubos digestivos con ojos. Nos arrastramos en el plano de la realidad, porque no podemos imaginar otro, avanzamos sin cesar por nuestra rama hacia otros manojos de hojas, ingerimos su sustancia estructurada y dejamos un rastro de sustancia amorfa, eso es todo, dicen muchos, los que son ciegos a la luz que viene del futuro. Eso es todo, autoestructuración, autogeneración, autoselección, inmanencia total, ciega, ajetreo en las ciénagas paradisiaco-infernales de la historia. Ningún otro sentido que la simple vida, ninguna esperanza: la pared contra la que enseguida chocamos es de un grosor infinito. Bebamos y comamos, que mañana moriremos. Y moriremos copiosamente, moriremos abundantemente, ostentosamente. Será una orgía de la muerte infinita, una desaparición sin huellas. El tubo digestivo que se arrastra de forma peristática, con ojos que alcanzan a ver un centímetro, con sexos que ven solo la distancia de una generación, desaparecerá en el polvo, despedazado por las hormigas y descompuesto por las bacterias, hasta que de su arquitectura blanda solo quede el polvo y el polvo del polvo».
Tal vez lo que intenta Cartarescu con ese doble escenario separado más de dos décadas el uno del otro no es explicar el presente ―1989― como una consecuencia del pasado, en función de este, sino tomar el presente como antecedente, como un recuerdo que actúa sobre aquel, no solo determinándolo, sino generándolo, violando el principio de causalidad mediante un ejercicio especulativo que rompe con la linealidad del tiempo y con la idea preconcebida del mecanismo de recompensa y castigo para explorar las disyuntivas que abre una concepción alternativa de la relación entre los falsamente opuestos ficción y realidad. ¿Dónde ubican los sueños, en el pasado o en el futuro? ¿Y los recuerdos?
«Me esfuerzo con toda mi alma porque ese manuscrito mío no se transforme en un diario, así como no he permitido, desde el principio, que sea literatura. Quiero seguir escribiendo sobre mis cavernas interiores, sobre mis alucinaciones más verdaderas que el mundo, sobre Desiderio Monsú, el pintor bicéfalo de las ruinas, sobre Cedric y sobre Maarten y sobre el noble polaco y sobre estatuas y sobre los Conocedores, pero la alucinación se ha desbordado estos días y ha llenado el mundo, cada vez me cuesta más saber en qué parte de cada página de mi manuscrito me encuentro, como si cada hoja fuera un espejo en cuya superficie se unen dos mundos con el mismo derecho a llamarse "reales"».
Cegador es una hiperfigura geométrica definida en más de tres dimensiones, aun añadiendo la dimensión temporal; ante la imposibilidad de representarlo en nuestro universo tridimensional, Cartarescu lo reproduce mediante la escritura, y el lector ―este lector― puede percibir su complejidad, especular acerca de su naturaleza ―el producto de la lectura―, pero no puede definirlo; un fractal cuya dimensión topológica puede deducirse en función del número de escenarios, pero cuya dimensión métrica y análisis de las relaciones entre sus elementos primarios permanecen indescifrables. El ala derecha es, tal vez, el elemento que le fantaba a Cegador no solo para estar completo, sino también para poder emprender el vuelo y dejar a los lectores hechizados ante la abrumadora factura de una obra inmensa, creadora y destructora de mitos.
«Me has proyectado entero en este libro ilegible, en el que Mircea escribe sobre Mircea, que escribe sobre Mircea, como si sus órganos estuvieran conectados en una extraña diálisis en la que la sangre y la tinta se filtraran por la porosidad de la página, pasaran de uno a otro hasta que no sabes si el Mircea de Solitude, inclinado sobre su página de cuaderno en el estudio de la planta baja, arroja su sombra sobre el Mircea de la estación de metro, que arroja su sombra sobre el Mircea del manuscrito vivo y bullicioso, absurdo e ilegible, gemelo y sin embargo distinto al libro que tienes ahora en tus manos, si es que no es, por el contrario, el Mircea del manuscrito el que se proyecta, enorme, sobre la pantalla del otro manuscrito, para que la sombra de la sombra sea el hombre de cincuenta años que escribe cada día, como un insecto, en el cuaderno, mientras en la ventana destaca la silueta del castillo barroco sobre el que flotan las nubes primaverales, en un manuscrito con letras de raíces y diacríticos de viento, cada vez más deshecho a medida que se acerca al final, porque el pasado lo es todo y el futuro es nada».
La función última de la literatura no debería ser explicar el mundo, sino crearlo. La literatura debería ser el Jehová de los ateos, un dios benevolente que no dicta prohibiciones, que no es vengativo ni exige devoción absolutata, y que no promete nada que no pueda cumplir. Palabras que creen objetos, frases que establezcan relaciones, párrafos que originen continentes, libros que sean mundos. La literatura crea reinos y abate regímenes, ensalza héroes y ajusticia villanos, declara guerras y firma armisticios, erige dictadiras e ilumina revoluciones.
«El [Final] del mundo y el del Relato, pues sin relato no puede existir un mundo. Con cada larva Trocófora que muere en su charco turbio, desaparece un mundo. Con cada espermatozoide que no encuentra el óvulo muere un universo. Con cada uno de los miles de millones de seres humanos que fallecen en cada generación, una hecatombe terrible e incomprensible, porque el tiempo, el gran esterminador, no deja heridos ni libera rehenes, el mundo desaparece una vez más. El fin del mundo llega billones de veces de forma simultánea, en cada instante, en cada lugar donde un brillo de conciencia ha relampagueado en la noche sin dimensiones y sin fin, con cada neurona, con cada ojo, con cada movimiento. Cuando desaparecen una flor o una mosca, desaparece un mundo que ni siquiera ha sabido, por un instante, que ha existido. Cuando muere un feto abortado y arrojado entre lavazas y basura, se apaga un cosmos marchito antes de llegar a ser. El apocalipsis es tan banal y cotidiano como la génesis en este mundo que los mezcla en cada instante, un geneso-apocalipsis o una apocalipso-génesis que florecen en un eje neuronal. Pero el mundo verdadero vive entre la primera y la última hoja escrita a boli, el verdadero cosmos se abre en tus manos, entre las tapas de este libro».
¿Y si hubiera que leer la Biblia al revés, si el Apocalipsis fuera la verdadera Creación y el Génesis el irremediable y apropiado final?
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El Ala Izquierda. Cegador 1
Notas de Lectura de El Cuerpo. Cegador 2
Notas de Lectura de Solenoide
Notas de Lectura de Travesti