El salón de Wurtemberg. Pascal Quignard. Galaxia Gutenberg, 2022 Traducción de Víctor Compta |
«Pienso en todas esas palabras que escribo. No les encuentro demasiada justificación, a lo sumo, un deseo impaciente de confesión y la esperanza de hallar una especie de paz. Sin embargo, no logro sentir esa paz, ese calor, esa especie de luz suave y nostálgica que se espera al término de la confesión, como si la voz solo fuese algo así como una contraseña que permitiera acceder a algo distinto ―y, más aún que al perdón, a una especie de caricia, con la cabeza reclinada sobre el seno de alguien que jamás supo hacerla».
El salón de Wurtemberg (Le salon du Wurtemberg, 1986), una de las obras que dio a conocer a su autor al gran público ―gran público lector francés, por supuesto―, es una novela aparentemente convencional ―en todo caso, más convencional que sus últimos trabajos―, cuya lectura demuestra la dificultad de aplicar ese calificativo incluso a sus obras primerizas; cronológicamente, corresponde a un período en el que Quignard parece no haber encontrado aún su voz definitiva ―ni tampoco su estilo―, anterior al proyecto Dernier Royaume, conjunto compuesto, hasta hoy, por once títulos que incluyen novelas, ensayos, relatos y otros géneros híbridos que se zafan de la catalogación, publicados desde 1997 hasta 2020.
«Dicen que los sueños cumplen los deseos. No lo sé, pero de buena gana creería que los actos cotidianos repiten aún de mejor gana los castigos pueriles que vejan esos deseos. Lloramos dormidos y, sin embargo, nuestro sexo está erecto. Bromeamos mientras se puede durante todo el día, con el cuerpo encogido, invisible y sustraído, o más bien parece como si nos pasáramos toda nuestra vida recordando momentos que hemos vivido de una manera incompleta. Momentos que vivimos de manera incompleta solo porque en aquel entonces, como ahora, estábamos demasiado ocupados en recordar otros momentos que también habíamos vivido de manera incompleta. Y el hecho de que yo, con mi corazón aún palpitante, esté escribiendo y reviviendo viejas emociones es una confesión que puede desarmar a cualquiera. Me reprendo a mí mismo: "¡No dejes que viejas y manidas historias sentimentales golpeen, una y otra vez tu corazón! ¡Abandona ya esas páginas!". Me reprendo en vano. Aunque a veces sienta el impulso de abandonarlo todo, este siempre sobrevive y renace. El tiempo fluye tan lentamente. Acostumbro decirme: "¿Para qué sirve recordar? La huella del zapato no es el zapato, y no sirve en absoluto para caminar". Pero vuelvo sobre la huella y me apasiona de nuevo, casi hasta la hipnosis, por las sombras».
La parte novelística de El salón de Wurtemberg se sostiene sobre tres personajes principales: el protagonista y narrador, Charles Chenogne, que comparte numerosos trazos personales con el propio autor; y la pareja formada por su amigo Florent Seinecé ―se conocen en la veintena e inician desde entonces una amistad que se irá estrechando con el tiempo y que se romperá debido al hecho que constituye el disparador de la obra―, e Isabelle, su esposa. Entre los personajes secundarios, se incluyen algunas de las mujeres con las que Charles ha tenido relación a lo largo del tiempo. El protagonista, ya mayor, convoca los recuerdos de su infancia, marcada por una madre que le abandonó a los cuatro años y a la que veía en contadas ocasiones a lo largo de la vida de ella, de su juventud, y de su relación, prontamente extinguida, con la pareja Seinecé. En el fondo, más allá de la trama de la novela, como era de esperar ―en una novela que puede considerarse como una excusa para que el autor pueda exponer su discurso―, Quignard escribe un verdadero tratado sobre el recuerdo, sobre la imposibilidad de fijarlo, ya que cuando las evocaciones que este provoca se depositan en nuestro interior, desaparecen, dejando un rastro que nos revela su pasada existencia, pero cuyo contenido se convierte ―y así permanece― inaccesible, en parte debido a que nuevos recuerdos quedan asentados encima de los antiguos, que quedan enterrados e irrecuperables.
«Posteriormente, he pensado a menudo hasta qué punto ciertos ritos, como los conciertos, la ópera, una clase, una reunión o la comida familiar de la infancia despiertan en nosotros reminiscencias ancestrales y nos convierten en una especie de pequeña jauría atenta a los labios del narrador, el cantante, el cura o el tirano. Continuamos formando pequeños grupos de cazadores del cuaternario, repetimos la eterna persecución, repetimos la terrible e incesante mirada fija en la presa que nos hace babear».
Reescribimos la historia no solo para otorgarnos protagonismo, sino también como justificación a una conducta que, excluida aquella reescritura, carecería de cimientos sobre la que sustentarse.
Es incuestionable que el presente modula al recuerdo alterando su significación e incluso su naturaleza; sin embargo, no es extraño que, algunas veces, la memoria, además de evocarlo, pueda incluso crearlo, dando origen a un proceso reverso en el que es el pasado, un pasado fantasioso, el que inicia el proceso para adecuar la sucesión de hechos y experiencias sucedidos desde el momento en que se diposita, temporalmente, el recuerdo, hasta un presente incontrovertible y consolidado. Esta reformulación puede provocar graves disonancias pero, consciente o inconscientemente, el sujeto las resuelve sin mucha dificultad; distinto, e incontrolable, es el efecto de esas disonancias con respecto a su relación con los demás.
«Repetimos sin cesar viejos rastros que hay en nosotros, y hasta los que sin cesar erramos, animados por el mismo loco deseo que mora en el implacable destino de los salmones que prueban las aguas de todos los ríos, de todos los océanos para volver a encontrar, por fin, el agua fresca donde han nacido, donde poner, en una sacudida brusca, uno réplica de ellos mismos, y morir».
La extraña fascinación que nos producen las escenas del pasado, los cambios en la interpretación cuya posibilidad les concedemos, las variaciones en intensidad que les asignamos, los distintos efectos que nos causan, incluso los sueños, que son como recuerdos de experiencias no vividas, toda esa inmaterialidad, irrastreable, inubicable, retazos de tiempo que se nos escapó ―o que no ha existido―, configuran un presente frágil y vulnerable y completan la existencia de un ser que, a pesar de ser nosotros mismos, ni siquiera reconocemos. No somos un monte inaccesible, sino una sima sin fondo.
«Esparzo estas notas al azar. Me parece que restituyo al caos de todas las cosas mi destino, fragmentos de vida. Se tiran cacahuetes a los pequeños sajúes, y peces a las fauces de los osos».
Sin embargo, esa reconstrucción no es una gran obra erigida desde la nada, planificada al detalle y organizada con esmero; se parece más a la reconstrucción de unas ruinas o a la rehabilitación de una vivienda que se ha visto afectada por el tiempo, las circunstancias o las inclemencias: una misteriosa e insistente gotera descubierta tras un aguacero, cuando este ya ha cesado; la grieta invisible que se ha hecho manifiesta tras el paso de un vehículo pesado; incluso, la conversación oída involuntariamente en el espacioso salón que comunica aquellas dos habitaciones contiguas, inútiles. El arreglo de los desperfectos con la adecuación a nuevas necesidades, la conversión de aquel que éramos, si llegamos a serlo, en el que ahora somos, cambios y modificaciones en el intento de dotarnos, mediante la transformación del recuerdo, de un pasado que no existió.
«Uno tiene tantos vínculos como puede; cuando menos, en la vida, uno establece más o menos lazos según sus deseos de sentirse ahogado. Las repulsiones comunes, como las amistades más duraderas, me habrán servido de mimos adormecedores».
A menudo desearíamos olvidar un recuerdo, inhabilitar a la memoria con el fin de de impedirle que nos lo haga evocar, sin caer en que es una tarea imposible: los recuerdos actúan mediante un mecanismo oculto en el que, en términos de la filosofía griega, su esencia es su existencia, y su presencia y persistencia ―o su ausencia e inconstancia― no dependen de nuestra voluntad, impotente y maleable.
«Se olvidan, de una manera muy extraña, la mayoría de los gestos del amor. Uno recuerda muy pocas cosas de miles de abrazos, y son cosas de por sí fortuitas y que no representan destello alguno en particular. ¿Por qué no deja el placer más huellas en nosotros? Quedan algunas palabras, raramente una postura, la mayoría de las veces un detalle del que no sacamos gloria alguna, un color, raras veces una palabra. Ni siquiera la sombra de un vestigio de exultación. La alegría, la satisfacción están mudas, tan tontas, tan hartas. Los éxitos, los desahogos, la dulzura, la confianza, son tal vez lo que se olvida antes».
Es posible que los recuerdos, esas anclas que nos mantienen fondeados en el pasado, puedan evocar pasados comunes con individuos con los que, en aquel tiempo, no tuvimos nada en común. Es como compartir pedazos de vida con un desconocido, alcanzar el lugar más recóndito e inaccesible para descubrir, desconcertados, que alguien ya estuvo allí; la experiencia deja de ser personal, se viola la intimidad, nos convertimos en apenas un apéndice de otra existencia, un eco, la irrelevante reberveración de una nota que no hemos tocado, el insulso estribillo que hace la canción más deleznable. No solo aflige la ausencia de recuerdos; lo hace, en mayor medida y de manera más cruel, la invasión de recuerdos ajenos.
«Con las lágrimas se alivia el dolor, pero no disminuye todo lo que lo fortalece, las horribles congojas detrás de la puerta, la rebelión, los delirios de tristeza, los fantasmas que alientan la pena».
«Intento explicar la mirada de Ibelle, intento explicar lo imposible, articular el silencio. Escribo unas cuantas notas sobre el papel. Soy incapaz de redactar algo más que algunas escenas que estallan en mi interior, continuamente, alucinantes, como esas extrañas burbujas en la superficie de las aguas muertas del Pfuhl, del estanque lleno de peces gato, de pequeñas tortugas y de ranas, al fondo del parque de Bergheim, y cuyo ruido, cuando era niño, a veces me admiraba y me angustiaba. Sin duda anoto estas escenas de antaño porque también me asustan, y quizá no tanto por lo que son sino por el carácter imprevisto y turbador de su evocación. Me parece que lo que escribo carece de fantasía, me parece necesario, y como dictado por un fantasma. Me limito a escribir estas notas porque hay cosas que no se pueden contar, ni tampoco su sufrimiento ni su dicha. Su resplandor no se puede contar: es prodigioso, nada ilumina, y no se sabe si, a fin de cuentas, ese sentimiento, ese halo de verdad, de intensidad, de confidencia, de desnudez y de autenticidad, no es el engaño en persona, que ha adoptado la apariencia de un cuerpo humano convertido en hoguera, convertido el sol; y esas imágenes son precisamente las más dudosas. No se puede contar. ¿Cómo puede decirse: "Ella tenía unos senos que..., unos muslos que...", y hablar a continuación de zarza ardiente? O de Dios. O del sol. Estamos locos».
No parece fácil deducir de qué depende la profundidad de un recuerdo, si del efecto que produjo el hecho recordado cuando sucedió, cómo quedó impreso en la conciencia del individuo; de la cantidad de veces que, involuntariamente, el mecanismo de la memoria lo hace regresar, provocadas por sucesos aleatorios cuya concatenación oculta parece articular un patrón causal; o del efecto que produce sobre el individuo que es hoy, con independencia del significado y de la transcendencia que tuvo en su día. De hecho, cabe la posibilidad de que, tal vez, los recuerdos que han modelado progresivamente nuestra conducta, que han afectado en mayor grado a nuestra visión del mundo y a la calidad de nuestras relaciones con los demás, al sendero que hemos recorrido y a las bifurcaciones que, en cada momento, hemos tomado, al tipo de personas que hemos amado, sean los recuerdos ocultos, aquellos de cuya existencia no somos ni siquiera conscientes, que se agazapan en los pliegues subrepticios del pasado, inaccesibles a la memoria.
«Este libro o, mejor dicho, estas páginas, me recuerdan unas pequeñas cintas matamoscas colgadas de las lámparas o las vigas. Eran unas cintas amarillas. Volando al azar, una mosca tocaba con las alas la liga amarilla. Allí quedaba pegada, y moría de un modo prodigiosamente lento. Emitía un zumbido considerable, teniendo en cuenta su tamaño. Otras moscas evolucionaban a su alrededor. Ya no existen esas cintas. De niño, cuando tenía una mosca atrapada en mi puño cerrado, aquella presencia seca, hormigueante, zumbante y cosquilleante me impulsaba en seguida a abrir la mano. Para mí, esa imagen de la mosca con las alas secas, agitándose desesperadamente, esa presencia cosquilleante, es el deseo. Pero el deseo había desaparecido».
A veces, la significación o la potencia de un recuerdo puede convertirlo en una pesadilla, hacerlo presente con la insistencia de lo inevitable o, simplemente, mezclarlo con los sueños hasta el punto de que el individuo no pueda distinguir entre lo vivido y lo soñado; o, mediante un mecanismo acerca del cual solo se puede especular, confundir el deseo con el delirio, el dolor con la culpa, la pérdida con el olvido y quienes fuimos con quienes habíamos deseado ser.
«Nuestros recuerdos constituyen extraños sueños. Y nuestros olvidos y nuestras vidas constituyen una especie de extraños ríos. Sobre los minutos que vivimos, sólo quedan en suspensión extraños fragmentos. No vemos qué necesidad ha presidido la ruptura, el quebranto, el desmembramiento o el naufragio. Los libros son unos náufragos extraños».
«Alimentamos la ilusión de que existe un lugar en nuestro cuerpo en el que se ha conservado algo de nuestra infancia. Un trozo de piel de la infancia. Un punto más sensible, oculto a las miradas o a la luz ordinaria, en el que la piel es más fina, una zona en la que se ha conservado la ternura, un centímetro cuadrado en el que se ha conservado algo de la piel de los recién nacidos, de sus mejillas, de sus palmas de las manos, y que permanece oculto en algún pliegue del cuerpo, casi siempre una suavidad próxima a la ingle, junto al sexo, cualquiera que este sea, y que solo pueden reconocer los labios, besándolo. Ese es el único espacio que nos queda de la casa de la infancia. Un lugar privilegiado».
«Una de las propiedades delicadas y sádicas del tiempo ―que no tiene como efecto únicamente deprimir, sino a la vez exaltar, y dejarnos cierta curiosidad por el futuro, suponiendo que el fin del final no esté ya convenido y que todo lo que sucede, en resumidas cuentas, en el curso de una vida normal esté de hecho destinado a suscitar entusiasmo―, es añadir lo imprevisible a lo sucedido, incluso en el dolor, abrir abismos bajo los pies en lugares en los que uno no los habría imaginado, añadir limbos imprevistos, nieblas felices, una súbita carcajada, un éxito... Las ocasiones más esplendorosas en los más siniestros momentos».
«Los libros comparten con los niños más chiquitines y los gatos el privilegio de ser tenidos, durante horas, en la falda de los adultos. Y de manera extraordinaria, más aún que los niños, más aún que los gatos, tienen el poder de cautivar hasta el silencio la mirada de aquellos que los miran, de petrificar los miembros de su cuerpo, de subyugar los rastros de su rostro hasta darles la apariencia de la imploración muda, la apariencia de un animal al acecho, la apariencia de una plegaria incomprensible y tal vez perdida».
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