15 de diciembre de 2025

El Desastre. Los Rougon-Macquart XIX

 


El Desastre
. Los Rougon-Macquart XIX. Émile Zola. Editorial Lorenzana, 1967
Traducción de Mariano García Sans 

El desastre (La Débâcle, 1892), penúltimo volumen de la serie de los Rougon-Macquart, se sitúa al final del período histórico del conjunto de la obra, que se inició, con La fortuna de los Rougom, con el golpe de Estado de 1851 que dio origen al Segundo Imperio, y termina con la derrota de Sedán ante las tropas prusianas en 1870, que señala el final del reinado de Napoleón III, reemplazado a finales de 1870 por la Tercera República. El protagonismo, aunque compartido con algunos de sus subordinados, es para el cabo del ejército francés Jean Macquart, que había protagonizado ya el decimoquinto volumen de la serie, La tierra, diez años después de los sucesos relatados en esta.

Émile Zola escribió el prólogo para el texto de Lev Tólstoi Mi viaje al otro lado de la realidad; la admiración del francés por el escritor ruso se da por descontada. Basándose en esa veneración, hay quien ha querido ver en El desastre el intento del francés por emular la monumental La guerra y la paz de Tolstoi. En todo caso, soslayando esa hipótesis, la recepción que tuvo la novela en el seno de la sociedad francesa excedió con creces el correspondiente a la publicación de la gran novela tolstoiana; la severa denuncia de la guerra y de sus atrocidades provocó una corriente política de cariz conservador —que coincidiría, pocos años después, con los promotores del affaire Dreyfus, que dio lugar a su conocido J'accuse— de desprestigio hacia el autor, ya acostumbrado a la polémica como consecuencia de algunas de sus obras anteriores, a quien se le achacaba un imperdonable antipatriotismo; una acusación que trascendió a su muerte cuando el traslado de su cadáver al Panteón en 1908 fue motivo de una agria polémica entre los diputados republicanos y los representantes de la derecha nacionalista.

Un cuerpo del ejército francés acampado cerca de Mulhouse, Alsacia, permanece esperando órdenes. La amenaza que representa la situación facilita la camaradería y el buen humor entre los soldados. El frente, en particular, y el país, en general, son víctimas de la desinformación en todo lo que hace referencia al conflicto, y ni unos, en pleno teatro de operaciones, ni los otros, con acceso a información contrastada, consiguen hacerse una idea lo más verídica posible de la situación general. Esa dilación en la información y en la acción, alargada en el tiempo, provoca desánimo en la tropa e incluso algún conato de rebelión. Zola intenta quitar tensión a las escenas mediante la reproducción de la charla intrascendente y las bravuconadas de los soldados, pero la incertidumbre sigue presente, disimulada, en el campamento. Políticamente, Francia, después de casi veinte años de régimen imperial, se halla en franca decadencia, agotada por las diferencias entre liberales (republicanos y obreros) y conservadores (principalmente la burguesía financiera nacionalista) en el interior y por el fracaso de su política exterior (la expedición a México y el propio enfrentamiento franco-prusiano); todo ello frente al auge del reino de Prusia, antecedente del Imperio alemán. La cuestión social, siempre presente en las obras de Zola, adquiere una relevancia análoga a la hora de examinar la hermética comunidad militar: el ejército es una representación, a escala reducida, de la propia sociedad que lo alberga, con sus estamentos, sus aspiraciones y sus condicionantes, y lo único, si acaso, que lo distingue de su modelo es que todos los intervinientes tienen —o deberían tener— un objetivo común.

«Durante unos instantes, Jean permaneció sin moverse, apretado contra Maurice; pese a su enorme cansancio, tardaba en dormirse; todo cuanto había dicho aquel señor no cesaba de darle vueltas en la cabeza: Alemania en pie de guerra, de gran densidad, en actitud devoradora; dándose cuenta, además, de que su compañero tampoco acababa de dormirse, pensando en las mismas cosas. Luego, este dejó traslucir un gesto de impaciencia, pareció como retroceder, y el otro comprendió entonces que le estaba molestando. Entre el campesino y el instruido, la enemistad instintiva, la repugnancia que motivaba su distinta clase social y la educación respectiva, venían a ser algo así como un mal físico. El primero de ellos sentía una cierta vergüenza, una tristeza interna que le hacía empequeñecer y tratar de escapar a aquel desprecio hostil cuya existencia adivinaba».

Parece que Zola, a diferencia de lo que sucede en otras de sus obras de la serie, no tiene especial interés en una trama cuyos motivos principales sus lectores conocían sobradamente, y tampoco centró en exceso la acción en la conducta de sus personajes; al protagonismo compartido comentado con anterioridad debe sumarse cierta descomposición del relato en escenas cortas de sucesión rápida con las descripciones justas para facilitar al lector la información que necesita para seguir la acción. Sin embargo, para eviat en lo posible cierto carácter panfletario en el que podría verse inmerso, el retrato colectivo cede terreno en favor de los retratos individuales, particularmente en el de Jean Macquart y algunos de sus subalternos.

En cuanto a la acción, la falta de noticias no era, como predice la máxima, señal de buenas noticias, sino al contrario: el grueso del ejército francés ha sufrido una severa derrota y todas las compañías cercanas a la vanguardia deben iniciar una precipitada retirada. A ese repliegue, que anuncia la no lejana desbandada, le sigue la huida de la mayor parte de la población de los núcleos de cierto tamaño, una huida en precario, precipitada, con solo lo puesto y aquellos enseres fáciles de transportar, viendo —y comunicando— la cobardía de los soldados que les dejan a merced del enemigo. En medio de toda esa debacle, sin fuentes de información fiables, sin que el alto mando aparezca y siempre bajo la amenaza del enemigo, solo Jean parece mantener la calma y el orden que permiten el traslado de las tropas a un nuevo frente.

«Y mientras el periódico resbalaba negligentemente por sus rodillas, Maurice ahora ya, con la mirada perdida en el vacío, creía comprenderlo todo: los dos planes que chocaban entre sí, las vacilaciones del mariscal Mac-Mahon en emprender aquella marcha de flanco tan peligrosa en sí y con tropas poco sólidas; las órdenes impacientes y en tono cada vez más irritado, que le llegaban de París y que le impedían llevar a cabo la temeraria locura de aquella aventura. Seguidamente, en medio de aquella trágica lucha, tuvo en su mente la clara visión del emperador, depuesto de su imperial autoridad, que había dejado en manos de la emperatriz regente, despojado de su mando de general en jefe y con el que acababa de investir al mariscal Bazaine; no siendo ya absolutamente nada, una simple sombra de emperador, vaga e indefinida, una inutilidad indefinible y obstaculizadora, de la que no se sabía qué hacer, que París repudiaba y que carecía de puesto en el ejército, desde el momento en que se había comprometido a no dar una orden.

En la mente de los soldados más veteranos —y, sobre todo, en la del propio Zola—, ante la confusión  en que se ve envuelto el ejército y la propia Francia, se hace presente, por contraste, la grandeza militar de los tiempos del Emperador —el primero, el verdadero—, sus grandes victorias y el orgullo del que pudo hacer gala el país entero y al que aún se siente unido. Perto todo eso es gloria pasada que no puede reavivarse con ejércitos mal preparados, armas anticuadas, la inútil intendencia,  tácticas inexistentes, estrategias erróneas, mandos incapaces y, sobre todo, ausencia de objetivos claros, más allá de la propia supervivencia.
«Repentinamente, Maurice, con ojos pensativos, perdidos, volvió a leer la arenga que tenía frente a sí: ¡Viva Napoleón!, trazada al carbón sobre la alta y amarillenta tapia. Y experimentó una sensación de intolerable malestar, un arrebato cuya quemazón le agujereaba el corazón. ¿Era verdad entonces que aquella Francia de legendarias victorias, que a tambor batiente consiguiera pasearse a través de Europa, acababa de ser derrotada al primer envite por un pueblo pequeño y desdeñado? Bastaron cincuenta años; el mundo había cambiado, la derrota se abatía despiadada sobre los eternos vencedores».
En todo caso, la perspectiva de Zola parte de una visión pesimista de una situación cuya responsabilidad achaca —el Zola social está siempre presente— al absurdo imperio segundo, al emperador títere y a todas aquellas elites que le sostienen por puro interés. La grandeur francesa, desbocada cincuenta años antes, está en trace de desaparecer por pura fatiga y simple desinterés; aunque, como es habitual, las cuentas pendientes siempre corren a cargo de los mismos.
«En aquel mismo momento, en el fondo de la estremecedora sombra, Maurice tuvo conciencia plena de un gran deber. Había dejado de acogerse a la esperanza jactanciosa de alcanzar victorias legendarias. La marcha sobre Verdún no era otra cosa que una marcha hacia la muerte, y él la aceptaba con una resignación alegre y vigorosa, puesto que se hacía preciso morir».
Sin embargo, en medio del caos, la solidaridad entre pares —e incluso con algunos suboficiales de extracción popular— se da solo entre la soldadesca, cuya campaña, aunque la guerra sea la misma, tiene poco que ver con la de la oficialidad.

Las intrigas palaciegas que, aun en forma de rumores, de primicias sin confirmar, se esparcen a propósito por la población y entre el ejército, no ayuda, no ya a recomponer la situación, sino ni siquiera a tranquilizar los ánimos y a procurar una unidad nacional; actúan como esa carcoma que procede desde el interior, tan invisible como imparable, y cuyos efectos solo se hacen manifiestos en el momento en que se intenta mover el mueble.
«Pensando en todas esas cosas, tembloroso y desesperado, Maurice seguía atentamente la sombra proyectada sobre la ligera muselina de la buena señora Desroches; sombra febril, inquieta, que parecía azuzar la despiadada voz llegada de París. ¿No habría deseado aquella noche la emperatriz que muriera el padre, para que el hijo reinase? ¡Camina, marcha hacia adelante! ¡Muere como un héroe sobre los amontonados cadáveres de tu pueblo, conmueve al mundo entero suscitando su silenciosa admiración, si quieres que él perdone a tu descendencia! , sin duda de ningún género, el emperador caminaba hacia la muerte. En los bajos, la cocina ya no llameaba, los caballerizos, los ayudas de campo y chambelanes, dormían; la casa entera se hallaba a oscuras; en tanto que, sola por completo, la sombra iba y venía sin cesar, resignada a la fatalidad del sacrificio, en medio del ensordecedor estruendo del 12° cuerpo que continuaba desfilando en las tinieblas».
La situación de necesidad hace que cada estamento, político, social o militar, descargue sobre el inmediatamente inferior su odio, sus frustraciones, su indignidad: en el ejército, en una situación bélica que empeora por momentos debido a la cuidada estrategia prusiana y a la incapacidad  manifiesta de los mandos franceses, cuya táctica consistió, principalmente, en rastrear a los regimientos prusianos para, una vez localizados, retirarse desvergonzadamente sin ninguna intención de entrar en batalla, la retirada desordenada y caótica provoca problemas de intendencia cuyos efectos se agravan a medida que se desciende en el escalafón; en la sociedad civil, los insolidarios y los acaparadores acumulan bienes con los que especular y hacen su agosto, mientras que aquellos que están lejos del campo y de los círculos de decisión mueren de hambre. Zola es poco doctrinario a la hora de juzgar esas conductas disociadas, dejando que su narrador omnisciente desempeñe su papel exclusivamente expositivo, pero el modo en que relata las peripecias de todos los implicados, deja bien claro de parte de quién están sus simpatías.
[La retirada]: «El sargento se levantó entonces y se acercó a la ventana. La noche inmensa y negra parecía hinchada por el penoso respirar de las tropas. Subían ruidos más sonoros, choques y crujidos. Le tocaba a la artillería desfilar por el puente medio  sumergido. Los caballos se encabritaban asustados ante aquella superficie líquida que se movía bajo sus patas. Algunos arcones resbalaban en parte y era preciso arrojarlos al río para poder avanzar. Y al ver aquella retirada hacia la otra orilla, tan penosa y tan lenta, pues duraba desde la víspera, y con toda seguridad no terminaría hasta después del amanecer, el joven pensaba en la otra artillería, aquello cuyo salvaje torrente se precipitaba a través de Beaumont derribándolo todo, destrozando bestias y personas, con el único propósito de ir más deprisa».
Los regimientos se dispersan a falta de órdenes concretas; algunos incluso han perdido a sus mandos, y la desmoralización y el temor se unen al hambre y a la falta de sueño. Los soldados vagan por el campo sin tener claro su itinerario, piden comida en las granjas que encuentran o, en el peor de los casos, toman al asalto despensas y bodegas. La fatiga hace estragos y los caballos, también desnutridos, se niegan a avanzar o caen moribundos, incapaces de cumplir las órdenes. La camaradería entre la tropa se mantiene a duras penas, pero la brecha ya existente entre los oficiales y los soldados rasos se hace insalvable. Los desertores se mezclan con los extraviados, pero nadie es capaz de afearles su conducta ni de denunciarles: la campaña se ha convertido en un sálvese quien pueda. El Imperio se tambalea, pero los bonapartistas achacan el origen de todos los males a los diputados republicanos de la oposición.
«Y la escena se evocaba en su recuerdo, la noche plagada de ansiedad, la espera llena de angustia, todo el desastre de Froeschwiller pasando ya por el cielo triste, en tanto que Weiss comunicaba sus temores: Alemania preparada, mejor dirigida, mejor armada, animada por un considerable arranque de patriotismo frente a una Francia asustada, entregada al desorden, retrasada y pervertida, careciendo de los jefes, de los hombres y de las armas necesarias. Y ahora la terrible predicción se estaba realizando».
Cuando la situación empieza a ponerse fea de veras, cuando el avance prusiano es ya inevitable y el ejército francés se da cuenta de que no puede oponer resistencia, la insolidaridad de los mandos queda patente ante toda la tropa, que pierde definitivamente la fe en ellos y se prepara para acudir en auxilio de sus compañeros en un alarde de fraternidad que supera el temor a morir. El desprecio y las burlas hacia sus superiores ni siquiera se disimulan entre esa extraña hermandad de libres e iguales que compone la tropa, indefectiblemente condenada a la derrota y a la muerte. Zola insiste, explícitamente, en la solidaridad entre los de la misma clase como defensa ante los sucesos adversos pero también como defensa contra los conflictos con las clases superiores.

Al mismo tiempo, abandona pregresivamente el relato bélico de los movimientos de los ejércitos y del curso de la guerra para focalizar su atención en los soldados, en sus familias y en su entorno, como si la guerra fuera poco más que una molestia cuya mayor gravedad era no tener un plazo fijo, tener que subsistir sin conocer la fecha de su finalización. Para completar el cuadro y ampliar aquello que no es puramente bélico pero sí su consecuencia, Zola se detiene también en la vida en la retaguardia, a la que la guerra, otra más, en una época especialmente convulsa  (México, Argelia, Extremo Oriente, las guerra napoleónicas, las diversas guerras revolucionarias) que va ya camino del siglo, afecta solo de forma tangencial, por la ausencia de hombres o la carencia de suministros. Las escenas de batalla, aunque reducidas, también se individualizan y alcanzan una dureza y una violencia inauditas: no es lo mismo describir la desgracia de un regimiento que la muerte de un soldado, en el entorno de debacle definitiva.
«Maurice y Jean habían tenido la suerte de encontrar un cercado, al amparo del cual pudieron avanzar sin ser vistos. Una bala sin embargo agujereó la sien de uno de sus compañeros, que cayó a sus mismos pies. Tuvieron que apartarle para poder continuar. Pero los muertos no contaban ya; los había en demasía. El horror del campo de batalla, un herido que percibieron pegando alaridos sujetándose las entrañas con las manos, un caballo que se arrastraba aún con las patas rotas; toda esa espantosa agonía en fin, acababa por no impresionarles. Y llegó un momento en que su único sufrimiento consistió en el agobiante calor del sol de mediodía que les quemaba las espaldas».
Cuando la derrota se ha manifestado ya inevitable —el desastre de Sedán ha sido definitivo—es cuando pueden darse las más irracionales muestras de valor, pero también cuando se pone de manifiesto la hartura de una situació que si tuvo visos de heroicidad, a esas alturas no tiene ya ningún sentido; el enfrentamiento se ha convertido en una rutina, se sigue disparando mientras queda munición para tener algo que hacer, se avanza para no quedarse quieto, se odia por desgana, se mata por rutina. No detenerse parece la única forma de burlar a la muerte.
[Descripción de Napoleón III por uno de los personajes]: «—Un auténtico incapaz, como nos resulta forzoso convenir en estos momentos: pero aun esto nada significaría en suma... Un espíritu quimérico, un cerebro desequilibrado, que creyó estar triunfando mientras la suerte estuvo de su parte... No, compréndalo, ninguna falta hace que intenten que nos compadezcamos de su desgracia contándonos que le indujeron a error, que la oposición le negó los hombres y los créditos precisos. Fue él quien nos llevó engañados, como fueron sus vicios Y sus faltas los que nos lanzaron al espantoso caos en que ahora nos encontramos sumidos».
A falta de acción, Zola se detiene en las descripciones; especialmente sobrecogedora es la imagen del soldado francés que ataca a bayonetazos a los prusianos muertos en el campo de batalla; cuando la bayoneta ya no sirve, les aplasta la cabeza con la culata del fusil, y cuando el fusil está destruido, agarra a los cadáveres del cuello con la intención de estrangularles; pero también las descripciones de los cadáveres de ambos bandos dispersados por el campo de batalla y de los cadáveres destrozados de los caballos.
«En su estado de somnolencia, tuvo la visión brusca de cuanto estaba ocurriendo: el Imperio barrido, violentamente arrebatado bajo el clamor de una condena universal, la República proclamada en medio de una explosión de fiebre patriótica, mientras que la leyenda del 92 hacía desfilar sombras, los soldados de la leva en masa; los ejércitos de voluntarios redimiendo de extranjeros el suelo de la patria. Y todo ello formaba como una amalgama confusa en su pobre mente enferma. las exigencias de los vencedores, la codicia de la conquista, la obstinación de los vencidos en derramar hasta la última gota de sangre, la cautividad para los ochenta mil hombres que allí se hallaban; primero en aquella península, y en las fortalezas alemanas a renglón seguido, durante semanas, meses, años quizás. Todo crujía, se derrumbaba para siempre en el fondo de una desdicha sin límites.

Finalmente, la situación bélica concluye con la definitiva rendición francesa y el armisticio, pero las huellas de la guerra tardarán aún en desaparecer.Después del tratado de paz, ¿qué hacer con las tropas que quedan dispersas por todo el territorio? ¿Y con los caballos cuyos jinetes han muerto? La desesperación del hambre provoca una pérdida de humanidad convirtiendo a los hombres en bestias despiadadas.

«Se abrazaron, y como en el bosque la víspera, había en lo más hondo de ese abrazo la fraternidad de los peligros corridos juntos; la inquietante vida de aquellas heroicas semanas de existencia en común había conseguido unirles con un lazo más estrecho que el que hubieran podido llegar a forjar años y años de corriente amistad. Los días sin pan, las noches sin dormir, los excesivos y agotadores cansancios, la muerte siempre al acecho, hacían acto de presencia en su emotivo enternecimiento. ¿Pueden acaso dominarse dos corazones, cuando la entrega del propio ser consiguió fundir uno en otro de aquella forma? Sin embargo, el abrazo que se dieran bajo las tinieblas de los árboles estaba lleno de la nueva esperanza que la huida les abría, mientras que este otro, el que ahora se daban, llevaba consigo el estremecimiento propio de las angustias del adiós. ¿Volverían a verse algún día? ¿Cómo, además? ¿En qué circunstancias de dolor o de alegría?

Una vez consumada la derrota francesa, Zola cambia el escenario del campo de batalla por los lugares donde los soldados heridos, prisioneros o desertores, intentan recuperarse de la pérdida. Jean Macquart, gravemente herido, es recibido por un aldeano y se propone pasar su convalescencia en compañía de la viuda de un colega; el objetivo de sus invectivas ya no son los mandos militares, sino los políticos que pretenden mantener sus privilegios intentando amparar un Imperio que ya ha expirado.

«Y en efecto, la guardia nacional había extremado su valentía. Y siendo como era esto una realidad insoslayable, ¿no había que llegar forzosamente a la conclusión de que la derrota se debía exclusivamente a la estupidez y a la traición de los jefes? En la calle de Rivoli encontró a unos grupos tumultuosos que gritaban: "¡Abajo Trochu! ¡Viva la Comuna!". Tratábase del despertar de la pasión revolucionaria, de un nuevo impulso de opinión tan inquietante, que el gobierno de Defensa nacional para no ser derribado hubo de forzar al general Trochu para que dimitiera, y reemplazarlo por el general Vinoy».

Zola escribe historias particulares, como Balzac, pero, a diferencia de este, con intención generalista. Si uno, según sus palabras,  hacerle «la competencia al registro civil», el otro podría ser un complemento perfecto —y, a menudo, más ajustado a la verdad que el discurso oficial— de los manuales de Historia.

«Lo mismo de una parte que de la otra se había dado ya comienzo a las atrocidades. Versalles fusilaba a los prisioneros, París decretaba que por cada cabeza de uno de sus combatientes ellos harían caer tres de las de los rehenes; y la poca serenidad de raciocinio que pudiera quedarle a Maurice, después de tantas sacudidas y ruinas, resultaba arrastrada por la furia que soplaba por doquier. Aparecía la Comuna a sus ojos como vengadora de las vergüenzas soportadas, como libertadora blandiendo el hierro que amputa, el fuego que purifica. No es que todo ello apareciese muy claro en su espíritu; cuanto en él había de persona instruida evocaba simplemente recuerdos clásicos, ciudades libres y triunfantes, federaciones de ricas provincias imponiendo su ley al mundo. Si París le arrebataba era porque lo veía rodeado de gloria, reconstruyendo una Francia de justicia y de libertad, reorganizando una nueva sociedad después de haber barrido los podridos desperdicios de la antigua».
Zola no vende al favor del público sus novelas al precio de un final amable, aleccionador o feliz; las novelas de Zola son como la vida: crudas, inclementes, inevitables, y la tragedia que acecha siempre acaba imponiéndose. El azar o la necesidad, más que la intención, colocan a los hombres en bandos enfrentados, y uno acaba siempre imponiéndose sobre el otro.
«Era tal la claridad reinante, que el río aparecía iluminado como por el sol de mediodía cuando cae verticalmente, a plomo y sin proyectar una sola sombra. Distinguíanse los más nimios detalles con particular precisión, los tornasolados de la corriente, los montones de grava de los márgenes, los arbolitos de los muelles. Los puentes, sobre todo, se ofrecían de una blancura deslumbrante, tan nítidos que hubieran podido contarse las piedras; y hubiérase dicho que existían, entre uno y otro incendio, estrechas pasarelas intactas por encima de aquel agua en ascuas. En medio del clamoreo runruneante y continuo, oíanse de tanto en tanto bruscos crujidos. Caían ráfagas de hollín, el viento era portador de pestilentes olores. Y lo más terrible del caso era que París, los demás barrios lejanos situados allá abajo, en el fondo de la brecha del Sena. ya no existían a la vista. A derecha e izquierda, la violencia de los incendios deslumbraba, abría hacia el fondo un abismo negro. No se divisaba más que una enormidad tenebrosa, la nada, como si París entero, alcanzado por el fuego, hubiera ya desaparecido en una eterna noche. Y también el cielo aparecía muerto; las llamas subían tan alto que extinguían las estrellas».

Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédiay Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de ParísLos Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
El tugurio. Los Rougon-Macquart VII
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las DamasLos Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
GerminalLos Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
El sueño. Los Rougon-Macquart XVI
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
El Desastre. Los Rougon-Macquart XIX, en este post
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893

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