18 de agosto de 2025

La fin du monde en avançant


La fin du monde en avançant. Pierre Bergounioux. Fata Morgana, 2006

Pierre Bergounioux es uno de los escritores franceses contemporáneos más prolíficos; su obra, que sobrepasa las setenta publicaciones, puede agruparse en tres grandes bloques —de los cuales voy a citar un solo libro, a título de ejemplo—: la narrativa —Un poco de azul en el paisaje, 2006, 2011—, el ensayo —La invención del presente, 2006, 2023— y la literatura memorialística —Cuadernos de notas (1980-1985), 2006, 2015—; aunque, en realidad, la compartimentación en géneros no se ajusta exactamente al contenido en la mayoría de textos, que muestran un carácter híbrido con la combinación de dos o tres de las categorías mencionadas; como ejemplo, este La fin du monde en avançant, un texto que complementa su literatura eminentemente ensayística con innegables trazos de memorias —en definitiva, más cercano a Montaigne de lo que parece, aunque carezca de las citas de autores clásicos—, concretadas en intervenciones y criterios estrictamente personales del autor.

Formalmente, el libro contiene cuatro textos breves en los que prevalece la dimensión política, en el sentido más amplio —Bergounioux no esconde sus simpatías por el marxismo—, de ofensiva contra la sociedad contemporánea, desde el punto de vista de la filosofía, la antropología, la historia humana y la historia cultural. Conjuntamente, configuran la mirada de un superviviente de un mundo que se está descomponiendo ante nuestros ojos, aquel que vio la luz en 1792 y que, hablando estrictamente, selló su destino el mismo día de su nacimiento.

«Asados quemados y pasteles poco hechos» es el primer ensayo de la antología. El título alude a las consecuencias de la rotura de la puntualidad de Kant: 

«Tan grande era su puntualidad que las amas de casa solían preparar la comida a su paso. Sin embargo, como cuenta Michelet, salía de casa más temprano de lo habitual para ir al encuentro del correo que traía noticias de Francia. La proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano, de la República, del Terror y de la Virtud, se tradujeron, en Könisberg, en asados quemados, pasteles poco hechos y peleas domésticas».

Era la época en que un filósofo de la talla del prusiano podía abarcar la totalidad del mundo sin salir de su Könisberg natal, que contenía, aun en su condición de ciudad de provincias, a la totalidad del mundo: de sus habitantes, de su talento y de su escasez, de sus empeños y —más aún en la época en que vivió el filósofo, en plena Ilustración— de su esperanza debido al nacimiento y definición de la primera corriente filosófica moderna, el racionalismo abstracto. El concepto filosófico de universal podía ser definido por un sujeto cuya particularidad más destacada era la regularidad de sus costumbres, habitante de una apacible ciudad aislada de los centros de poder de la época.

«Se actúa siempre dentro de los límites exiguos, inmemoriales, en los que nuestros actos encuentran su cumplimiento. Pero su máxima se extiende sobre el horizonte universal».

Partiendo de Kant, Bergounioux propone la conversión en universal de nuestra, la de cada uno,  experiencia del mundo —una especie de imperativo categórico de nuestra existencia—; solo de este modo se puede retirar de la vorágine del presente y trascender el condicionamiento que le asigna la evaluación global, antes de que todo se diluya y desaparezca. Uno de los ejemplos más lacerantes de esa disolución —Bergounioux habla por experiencia— es el desarraigo que ha conllevado para los habitantes de la tierra, los campesinos que habían nacido y crecido en el campo, a los que su aislamiento les impidió acceder a esa «felicidad sin límites» prometida desde los tiempos de Kant, pero que también les negó la simple supervivencia.

Ser conscientes de nuestro estado actual y actuar en consecuencia es la única manera de escapar de la uniformización que, desde 1792, pero, sobre todo, desde la última década del siglo anterior, se nos impone como único modo de relación con el mundo; y reivindicar las dos propiedades que Kant atribuía a la verdadera felicidad: la duración:

«Todo se mueve muy deprisa. No podemos contar ni con las cosas, ni con los paisajes, ni siquiera con nuestras expectativas ni con nuestros pensamientos. No podemos saborear la dulzura de la permanencia, la quietud que proviene de lo que desborda y sostiene nuestra breve estancia. Apenas empezamos a familiarizarnos con el rostro del mundo, este se desvanece y desaparece. Otro lo sustituye, que no se le parece en nada, y cuya abolición es ya inminente»; 

y la perfección:

«[...] nuestra experiencia nunca ha estado más lejos de ella. No sólo no hemos alcanzado ni la paz perpetua ni instaurar la ley moral como guía, sino que su ausencia es tanto más cruel cuanto que durante mucho tiempo creímos que pronto las alcanzaríamos».

En todo caso —Bergounioux es manifiestamente pesimista—, y con independencia de que aquellos que nos sucedan puedan obrar el milagro de resucitarlo, parece que nuestra principal y única tarea sea certificar la defunción del racionalismo.

«A otros les corresponderá ver cómo el mundo se abre y se ajusta a su propia ley, cómo las dichas singulares confluyen en la felicidad común. Tal vez se acuerden de nosotros, del sabor decepcionante, agridulce, que encontramos en este momento, a medio camino entre las alegrías simples, severas, aisladas, que Kant conoció antaño, y la felicidad sin restricciones ni reservas, verdaderamente universal, que su obra, allá lejos, prometía».

«Sobre una cadena de arrastre», título del segundo texto, indaga en las razones de la disolución de la utopía. Mediante una versión que podría considerarse rousseauniana en cuanto a su inspiración, el autor lamenta el atraso padecido entre las gentes del campo debido a su aislamiento, una situación que contribuyó al mantenimiento tanto relaciones familiares compactas como la conservación de ritos laborales ancestrales que, en principio, y a pesar de su demora tecnológica, aseguraba una subsistencia que, aunque frágil, permitía la cobertura de las necesidades básicas. Pero cuando, por una parte, la técnica dio el gran paso hacia la mecanización, las producciones parcelarias, esa idea de los tiempos de la Revolución, dejaron de ser rentables porque no podían competir ni en producción ni en costes con la agricultura de los nuevos tiempos; y, por otra, esta procedente del propio medio, cuando avanzó la alfabetización como resultado de la instauración como única lengua de la lengua de la República y la provincia se hizo más permeable a las influencias exteriores debido a la progresiva facilidad de comunicación y, consecuentememnte, de intercambio, fueron los propios paysans los que no renunciaron a abandonar el terroir para perseguir un progreso que les parecía el remedio para todos sus males. Es el exilio.

«Basta, como sabemos, un ligero movimiento, un imperceptible paso atrás, por nuestra parte o por la suya, para que las cosas cambien. Eso que lleva el nombre de realidad se deduce del lugar que ocupamos, bien entendido que no se nos concede posibilidad de elección. Era únicamente en las paredes de las cámaras de comercio o en los museos de provincias, no hace tanto tiempo, donde se podían ver, pintados al fresco, los continentes y las provincias, los trabajos y los días. Pescadores con pesados chubasqueros halaban sus redes en el mar abarrotado de barcos, a tres pasos de los mineros excavando en la hulla. Los siderúrgicos, cerca de ellos, vertían el metal fundido en un estallido de llamas estilizadas, del mismo color oro deslustrado que las espigas maduras mostraban por donde avanzaba la segadora tirada por caballos. Nos preguntábamos, un poco ansiosos, si evitaría a la Mountain 241 con sus relucientes bielas que se ponía en marcha sin vacilar a través de la llanura interrumpida por las exclusas, los viaductos, los puentes suspendidos, a cuya sombra los ingenieros con redingote, los sabios con perilla y prismáticos, ajenos al estruendo, a las cenizas, se inclinaban sobre sus planos, en un revoltijo de alambiques, folios, escuadras, compases y teodolitos».

Cuando quisieron darse cuenta, cuando pensaron en ello, cuando ese progreso, al que habían creído tener acceso por el solo hecho de dejar el campo, no solo les fue negado, sino que incluso les atropelló, en los inicios de esa quimera llamada globalización, ya no estaba en su mano ponerle remedio: habían sido masticados, tragados y digeridos por un monstruo para cuyo embate no tenían defensa posible. Al exilio sumaban el desarraigo: la tierra que abandonaron ya no existía y, por tanto, no había dónde volver. La parte, ínfima, que les correspondía en el reparto de los bienes de este mundo, se les había sustraído. Las grandes áreas de cultivo, delimitadas por cuidados márgenes mediante los que se detenía el avance del bosque, habían desaparecido, por falta de cuidados, tragadas por esa vegetación, desatada; las imponentes  construcciones que cobijaban a las extensas familias tampoco habían podido escapar de la ruina; incluso las herramientas ancestrales del oficio,  básicas pero prácticas, habían cedido, abandonadas en desmantelados graneros, sepultadas por las malas hierbas o tiradas como chatarra, a la acometida del óxido, imparable. La tierra había sucumbido, y los que habían permanecido en ella se habían convertido en muertos vivientes para, al final, desaparecer. Nadie, viviendo en ninguna parte.
«No sé dónde vi este resumen del mundo. Debía tener unos doce años, que es la edad a partir de la cual uno se eleva un poco por encima de la inmediatez. Fue para constatar que la gente de mi clase, la tribu del desierto central, no aparecía por ninguna parte, a diferencia de los habitantes de las llanuras de trigo, del litoral, de las capitales, del norte industrioso, de la vieja Lorena. O tal vez estábamos perdidos, invisibles y como inexistentes, en las colinas borrosas, insustanciales, expletivas, del paisaje del fondo».

Sostiene Bergounioux que esa pérdida triple, de identidad, de espacio y de tiempo, es el precio que tuvieron que pagar los que, ahogados en la estrechez de la provincia después de haber descubierto, en los libros, el mundo exterior, marcharon a las ciudades o a la costa, a los centros no solo de poder, sino también de decisión. Y es que ese universo que cabía en la ciudad de Könisberg en el siglo XVIII, o en «el círculo de una legua» entre plácidas colinas, es decir, aquello que había convertido a sus habitantes en lo que había llegado a ser, la realidad, había desaparecido, pero lo que lo había sustituido era tan inasible como el humo, tan indescifrable como una lengua desconocida, tan comprometido como un juramento en falso.

«Las cosas a las que estamos apegados porque hicieron de nosotros lo que somos, han desaparecido, mientras que, al parecer, lo que está sucediendo, permanece sin respuesta, sin eco real en nuestras almas sombrías y en nuestros corazones desfasados».

No hay manera de escapar de la perplejidad en que sume a los desterrados un mundo que no tributa el respeto debido a sus orígenes, cuyo progreso es ininteligible, cuyo propósito permanece oculto tras el velo del encandilamiento, que contraría nuestras inclinaciones y que nos convierte en reclutas insignificantes llevados a una guerra con las únicas armas de la conciencia y del deber, oxidadas, melladas, inútiles.

«Lo que se avecina, tras el telón, en el escenario del tercer milenio, me da igual. Pertenezco a las Tierras Verdes, a otra época, y sólo se es una vez. Lo que ocurra después no me interesa».

El tercer ensayo, «El fin del mundo se acerca», el que presta el título a la antología, toma como punto de apoyo la historia humana y lamenta la rotura de las aspiraciones que tuvieron un día las clases subalternas, concienciadas por la Revolución y alentadas por el marxismo. Del mismo modo que la Historia debuta como tragedia y concluye como farsa, los anhelos de liberación comienzan como sueños y terminan como pesadillas. Cuando el capital era de procedencia industrial, los bienes eran materiales, se podían fabricar, tasar, almacenar e intercambiar mediante contraprestaciones acordadas; del mismo modo, el trabajo se basaba en el esfuerzo, era fácilmente evaluable y producía frutos tangibles, reales; pero cuando el capital financiero tomó su lugar, los bienes se desmaterializaron y, en consecuencia, se forzó al trabajo a someterse a una nueva escala de valor cuya gradación dejaba de ser objetivable para convertirse en una abstracción que ha tomado el lugar de la realidad —de lo que se entendió, hasta finales del siglo pasado, por realidad—, transformándola en algo irreconocible. El talón de hierro se ha convertido en un peso inabarcable cuya localización, fuerza, dirección, son tan indescifrables como la nada. El anhelo de liberación —Utopía, de Tomás Moro; Gargantúa, de Rabelais; las sátiras de Fourier; Los viajes de Gulliver, de Swift— ha desaparecido tras la descripción de la reclusión.

«La diferencia con las épocas anteriores es que la protesta, decepcionada, ha cambiado de rostro. En lugar de oponer un sueño adicional a aquello que es, se pone a dibujar, forzando el trazo, la pesadilla en la que se convertirá. Son las profecías de Kafka, de Orwell, de Huxley, a las que el chamuscado siglo XX ha opuesto el sello de la abominación, de la desolación».

A esa deslocalización del trabajo sucedió la deslocalización de los propios lugares: las particularidades paisajísticas, funcionales, incluso de clase, se han transformado en no-lugares estandarizados y despersonalizados; la arquitectura autóctona, peculiar, ha sido sustituida por las indistinguibles maison d'architecte, con el mismo diseño en Bretaña que en el Lemosín; se trata de una transmutación gradual, pero no por ello menos tangible, que comenzó en las periferias de las ciudades —tanto los centros comerciales como los centros de ocio y las urbanizaciones— pero que, con el tiempo, ha invadido también el campo. Una transformación que es vendida bajo la etiqueta de progreso, pero que ha sustiuido a la vida por el consumo, a la libertad por el enclaustramiento, a los grandes espacios vacíos por los pasillos unidireccionales poblados de tentaciones; incluso los temores ancestrales han sucumbido ante la imposibilidad de permanecer solo.

«Todo va muy deprisa, por otra parte. Hemos, sin duda, cambiado de época. Cualquiera que sea el nombre que le demos —sociedad postindustrial, posmodernidad, democracia neoliberal, fin de la historia—, se perfila como un trastorno de la experiencia ordinaria, como una revolución del paisaje donde predomina lo que el sociólogo Marc Augé describió hace diez años como un no-lugar. La utopía, en el sentido estricto del término, está a punto de invadir el espacio en el que intentamos vivir, con la consecuencia de que ya no tenemos adónde ir».

La alfabetización de la totalidad del país, que tuvo que esperar a la gratuidad de la educación en 1881 y al establecimiento de la educación laica y obligatoria en 1882 en plena III República, ha perdido su valor instrumental porque el nuevo mundo no necesita lectores, sino decodificadores frente a la omnipotencia de los signos que emite el mercado global para que todos deseemos lo mismo al mismo tiempo en todas partes; se anulan los espacios personales en beneficio de los grandes espacios colectivos, las grandes aglomeraciones, en los que es más fácil la manipulación, por el refuerzo que significa el sentimiento de comunidad; el campo, escenario de las peores pesadillas infantiles tanto para sus habitantes como para los de las ciudades, ha sido domesticado mediante la multiplicación indiscriminada de no-lugares perfectamente asépticos y reconocibles; ahora, el miedo reside —confiesa Bergounioux— en que se averíe el automóvil en el que viajamos en alguna de las laberínticas y rugientes autovías que circundan las grandes ciudades, rodeados de coches que se dirían conducidos por autómatas, o quedarse en medio de dos barreras en un aparcamiento, ese «espacio subterráneo, pavimentado, bañado por una pálida luz de refugio antiatómico, de almacén frigorífico o de matadero», en el que no existe ningún interlocutor humano a quien pedir ayuda. Los temores antiguos han desaparecido, pero han surgido nuevos temores para los que no se ha facilitado antídoto. 

«Desde la infancia se desea ser otro, estar en otro lugar, y es ese futuro lo que las nuevas formas generalizadas de producción, distribución y circulación han arrasado. Comportan una misma vida para todos, y el desagrado crónico que produce no tiene remedio porque ahora todo es igual en todas partes».

El tiempo de ocio, ese que facilitó el desarrollo en el plano  individual, se ha rellenado con actividades infructuosas; la agresión audiovisual ha acabado con el silencio y con la conversación, y las pantallas, atentas a las reacciones de los espectadores para direccionarse en función de sus intereses, han rematado a los sucesores de las tablillas de Kish, el que fue considerado, durante milenios, como arma de construcción masiva más invencible, el mejor remedio contra la uniformización: la hoja escrita.

«"Anywhere out of the world", escribió Baudelaire hace siglo y medio. Salvo que el mundo, a sus ojos, coincidía más o menos con los límites del París intramuros, y que, durante las horas de esplín, no tenía que ir muy lejos, con el pensamiento, para sentirse mejor, más a tono. El lujo y la voluptuosidad tenían sus cuarteles en Holanda, y si se obstinó en permanecer en su cuchitril, fue porque tenía mucho con lo que soñar. La utopía ha sido vaciada de su sustancia, apartada no sólo de la realidad, sino también de las posibilidades asociadas. No estamos en el mundo. No nos queda ningún lugar adonde ir, ni hacia atrás, ya que eso es pasado, ni hacia adelante, ya que el triste presente, a falta de alternativas, parece destinado a prolongarse indefinidamente. La realidad se ha vuelto utópica, pero en el sentido más estricto del término, y la vieja cuestión de ser, no ser, dormir, tal vez soñar, se plantea con su agudeza acostumbrada, con su eterna novedad».

El titulo del último ensayo del volumen, «De la literatura a la mercancía», expresa a la perfección el tema, el futuro de la literatura en un mundo —y en una civilización— en el que todo puede ser sujeto a su valor mercantil, un enfoque vinculado a la historia cultural en el que el universo de referencia, a nivel estético, es la literatura francesa, esa fracción de la cultura nacional, chauvinismo aparte, que puede considerarse como «la expresión más cercana de la experiencia colectiva [francesa]».

Esta consideración está camino de su desaparición porque la decadencia social, la falta de objetivos y la relativización del concepto de cultura han provocado un cambio «en las formas de sentir, de actuar y de pensar» que ha conllevado una profunda decadencia de la enseñanza, en la que la literatura, como, según las nuevas tendencias, saber inútil, no puede competir en términos de productividad con las nuevas materias intangibles ni con las disciplinas socialmente más rentables. Cuando el Estado —considérese ese concepto desde el punto de vista republicano francés— dimite de su protección a la literatura nacional y se vende a la visión de lo público venida de otras latitudes —una visión que, por cierto, no ha demostrado nunca ninguna clase de eficacia en lo referente a la formación de sus ciudadanos (un concepto en franca regresión), pero dispone de un aparato propagandístico ilimitado—, de otros procesos históricos —más breves, más elementales y, como consecuencia, más manipulables— capaz de tergiversar las escalas de valores en todos los ámbitos de la vida social.

A partir de mediados del siglo XVII —en pleno Ancien Régime pues, tal vez en su apogeo—, la creación de la Académie Française oficializó la cultura nacional otorgando el sello de nihil obstat a aquellos trabajos que se adecuaban al concepto de Estado, de monarquía y de sociedad aprobados por el organigrama que detentaba el poder. Sin embargo, en ese ecosistema enemigo de la disidencia, un cortesano, Louis de Rouvroy, Duque de Saint-Simon, escribió unas Memorias que siguen siendo el mejor retrato de la vida alrededor del rey y sus secuaces —aunque fueran secuestradas y no se publicaran hasta un siglo más tarde—; otros disidentes, como Descartes, tuvieron que tomar la ruta del exilio para poder pensar en libertad; y, paradójicamente, tres de los más acérrimos adversarios intelectuales de Descartes, Voltaire, Rousseau y Diderot, dieron con sus huesos en la prisión por haber cuestionado el absolutismo; pero su magisterio permaneció inscrito de forma indeleble en el esprit de sus continuadores. 

Esa excepción, según Bergounioux, es fruto, además del factor político, de una particularidad geográfica, representada por la permeabilidad a la influencia de los industriosos vecinos del Norte, luteranos —la cultura germánica—, y, a la vez, de la agrícola Europa del sur, católica —la cultura románica—; y también de otra económica, en el sentido de que el atraso productivo, en una nación de agricultura de supervivencia, actuó como bastión ante las arremetidas —en un curioso fenómeno de permeabilidad selectiva— del incipiente capitalismo. 

«Roma nos impuso su lengua y su derecho, Germania sus barones feudales y sus reyes misóginos, e incluso el nombre de francés, que aún llevamos. Cuando Inglaterra se retiró del reino, fue España la que tuvo que competir por la preeminencia europea. Y para las tres generaciones que me precedieron, Alemania fue un constante y mortal desasosiego. Hace cosa de medio siglo que respiramos en paz. Añádase a este entorno poderoso y contrastado la increíble diversidad de costumbres y de paisajes, de tipos humanos y de lenguas que observamos en el espacio bordeado de mares, compartimentado por montañas, donde nos desenvolvemos, y se obtendrá la clave de la diversidad de temas y de géneros de nuestra literatura. No hay ninguno que no haya sido explotado. Algunas son especialidades sin ejemplo ni precedente y que no tuvieron ninguna continuación. Sus títulos así lo indican : Essais, Discours de la métode, Pensées y también Lettres persanes, Illuminations, A la recherche du temps perdu, L’innommable. Obras inmensas dominan tal o cual siglo de las grandes literaturas europeas, como altas torres en la llanura. Pero es un bosque de monumentos, y del más alto orden, lo que cubre, en Francia, el último medio milenio».

Este estado ideal, fructífero para las manifestaciones culturales, comenzó a declinar en la década de 1960: el libre mercado, y su consecuencia, el neoliberalismo de carácter estrictamente económico, no tiene en cuenta a la literatura porque esta, además de carecer de utilidad, carece de valor de mercado, es decir, no puede ser medida en función de la generación de riqueza material que pueda proporcionar. Ante la magnitud de la ofensiva, el Estado se ha visto obligado a retirarse de la contienda, a medias por incapacidad bélica, a medias por las promesas de participación en el reparto de dividendos; la primera cota en rubricar su rendición ha sido la escuela, y el primer objeto de saqueo, la educación. Pensar que esta mutación de los valores es inocua es ser tan ingenuo como aquel que está convencido que solo le afectará lo que ocurra en un radio de dos metros de su posición.

«La primera generación del siglo XXI es esencialmente diferente de todas las que la precedieron. No puede reconocerse en la literatura que conserva las huellas de aquellas. Liberada de las antiguas limitaciones espaciales y mentales por el desarrollo del transporte y de los medios de comunicación de masas, impaciente y decepcionada, vive en el no-lugar que está a punto de cubrir toda la superficie del globo, con sus bloques y sus torres, sus centros comerciales coronados por los mismos letreros luminosos [...]. Es porque fuimos sedentarios durante tanto tiempo, soñadores o insurgentes, provincianos, en un universo mal desencantado, que los libros fueron inseparablemente, para nosotros, revelación y liberación. ¿Cómo puede la juventud de hoy reeencontrar en ellos? Se trata de un universo que ha desaparecido de repente, y el que lo ha suplantado expone abiertamente sus ofertas y sus pretensiones. Por estas diversas razones, que no tienen nada que ver con la literatura ni con su enseñanza, sino con el curso de los acontecimientos, con la conversión de una vieja nación a la cultura neoliberal, me preocupan no sólo la enseñanza de la lengua y la literatura, sino su existencia futura».

Nos equivocaríamos gravemente si dedujéramos de la actitud de Pierre Bergounioux un tenaz, irracional y obsesivo apego a un pasado, su pasado, cuya inclinación se fundamenta en su trayectoria vital, política y de pensamiento; en todo caso, no se pueden —y Bergounioux no lo hace— contraponer los logros de dos mil años de historia con los resultados de apenas medio siglo, sino como una forma radical —del latín radicalis, relativo a la raíz— de resistencia a la decadencia, al retraso que, paradójicamente, se produce con el pretexto de la modernización.

 _______________


Textos en lengua original.

«Des rôtis brûlés et des gâteaux mal cuits»

«Si grande était sa ponctualité que les ménagères réglaient sur son passage leurs préparatifs de cuisine. On le verra pourtant, raconte Michelet, quitter plus tôt qu’à l’ordinaire son domicile pour aller au-devant du courrier qui apporte des nouvelles dde France. La proclamation des droits de l’homme et du citoyen, la République, la terreur et la Vertu, se traduit, à Königsberg, par des rôtis brûlés, des gâteaux mal cuits et des querelles domestiques». 

«On agit toujours dans les limites exiguës, immémoriales, où nos actes trouvent leur accomplissement. Mais leur maxime se déploie au loin sur l’horizon universel».


«Tout va très vite. Nous ne pouvons compter ni sur les choses, ni sur les paysages, ni même sur nos attentes et nos pensées. Nous ne goûterons pas la douceur des permanences, la quiétude qui sourd de ce qui déborde et conforte notre brève saison. A peine commen-çait-on à se familiariser avec le visage du monde qu'il s'altère et s'évanouit. Un autre le remplace qui ne lui ressemble pas et dont on pressent, déjà, l'abolition prochaine».


«[...] jamais notre expérience n'en fut plus éloignée. Non seulement nous n'avons ni la paix perpetuelle ni la loi morale pour guide, mais leur absence est d'autant plus cruelle que nous avons cru, longtemps, les atteindre bientôt».


«C'est à d'autres qu'il appartiendra de voir le monde s'ouvrir et se ranger à sa loi propre, les bonheurs singuliers confluer dans la félicité commune. Peut-être se souviendront-ils de nous, du goût décevant, doux-amer, que nous avons trouvé à cette heure, à mi-chemin des joies simples, sévères, isolées, que Kant a connues jadis, et du bonheur sans restrictions ni réserves, effectivement universel, dont son œuvre, là-bas, a porté la promesse».


«Sur une chaîne d'attache»


«Il suffit, on le sait, d'un léger mouvement, d'un imperceptible recul de notre part ou de la leur pour que les choses changent. Ce qui porte le nom de réalité se déduit de la place que nous occupons, étant bien entendu qu'il ne nous est pas donné de choisir. C'est seulement aux murs des chambres de commerce ou des musées de province qu'on voyait, il y a peu, peints à fresque, les continents et les provinces, les travaux et les jours. Des pêcheurs aux lourds cirés halaient leurs filets sur la mer chargée de barques, à trois pas des mineurs piochant la houille. Les sidérurgistes, près d'eux, coulaient la fonte dans un jaillissement de flammes stylisées, du même or terni que les épis mûrs en quoi elles se muaient, où s'avançait la faucheuse hippotractée. On se demandait, un peu inquiet, si elle éviterait la Moutain 241 aux bielles étincelantes qui s'engageait sans tergiverser dans la plaine encombrée d'écluses, de viaducs, de ponts suspendus à l'ombre desquels des ingénieurs en redingote, des savants à barbiche et binocles, insoucieux du fracas, du vent marin, des escarbilles se penchaient sur des épures, dans un désordre de cornues, d'in-folios, d'équerres, de compas et de théodolites». 


«Je ne sais plus où j'ai vu cet abrégé du monde. Je pouvais avoir une douzaine d'années, qui est l'âge où l'on s'élève un peu au-dessus de l'immédiateté. Ce fut pour constater que les gens de ma sorte, la peuplade du désert central, ne figuraient nulle part, à la différence des habitants des plaines à blé, du littoral, des capitales, du Nord industrieux, de la vieille Lorraine. Ou alors nous étions perdus, invisibles et comme inexistants, dans les collines estompées, sommaires, explétives de l’arrière-plan».


«Les choses auxquelles nous sommes attachés parce qu'elles nous ont faits ce que nous sommes, ont disparu tandis que ce qui, paraît-il, se produit, reste sans répondant, sans écho véritable dans nos âmes ombreuses et nos cœurs surannés».


«Ce qui s'apprête, derrière le rideau, sur la scène du troisième millénaire, je m'en moque un peu. Je suis du Pays Vert, d'un autre âge et l'on n'est qu'une fois. La suite ne m'intéresse pas».


«La fin du monde en avançant»

«La différence avec les âges antérieurs, c’est que la protestation, échaudée, a changé de figure. Au lieu d’opposer un rêve supplémentaire à ce qui est, elle se met à dessiner, en forçant le trait, le cauchemar en quoi il va se muer. Ce sont les prophéties de Kafka, d’Orwell, d’Huxley, à quoi le feu XXe siècle a apposé le sceau de l’abomination de la désolation».

«Tout va très vite, désormais. Nous avons, à n’en pas douter, changé d’ère. Quels que soient les noms qu’on lui donne, société post-industrielle, supra-modernité, démocratie néo-libérale, fin de l’histoire, elle s’annonce à un bouleversement de l’expérience ordinaire, à une révolution du paysage où prédomine ce que le sociologue Marc Augé a qualifié, voilà une dizaine d’années, de non-lieu. L’utopie, au sens strict du terme, est en train d’envahir l’étendue où nous tentons de vivre, avec cette conséquence que nous n’avons plus nulle part où aller».

«C’est dès l’enfance quon souhaite d’être autre, ailleurs et c’est cet avenir que la généralisation des nouvelles procédures de production, de distribution et de circulation a balayé. C’est la même vie qu’elles font à tous et le déplaisir chronique qu’on en conçoit est sans remède puisque c’est partout pareil, désormais».

«Rome nous impose sa langue et son droit, la Germanie ses barons féodaux et ses rois misogynes et jusqu'à ce nom de Français que nous portons toujours. Quand l'Angleterre se fut retirée du royaume, c'est à l'Espagne qu'il fallut disputer la prééminence européenne. Et pour les trois générations qui me précèdent, l'Allemagne fut un constant et mortel souci. Il y a un demi-siècle, à peu près, que nous respirons en paix. Qu'on joigne à cet environnement puissant et contrasté la diversité incroyable des usages et des paysages, des types humains et des langages qu'on observe dans l'espace bordé de mers, cloisonné de montagnes où nous jouons notre partie, et l'on a la clé de la diversité des thèmes et des genres de notre littérature. Il n'en est aucun qu'elle n'ait exploité. Plusieurs sont des spécialités sans exemple ni précédent et qui n'eurent point de suite. Leur titre l'indique - Essais, Discours de la méthode, Pensées et encore Lettres persanes, Illuminations, A la recherche du temps perdu, L’innommable. Des œuvres immenses dominent tel ou tel siècle des grandes littératures européennes, comme de hautes tours dans la plaine. Mais c'est une forêt de monuments, et de première grandeur, qui couvre, en France, le dernier demi-millénaire».


«La première génération du XXI® siècle est essentiellement différente de toutes celles qui l'ont précédée. Elle ne saurait se reconnaître dans la littérature qui en conserve la trace. Affranchie des anciennes limitations spatiales et mentales par le développement des transports et des communications de masse, impatiente et désabusée, elle habite le non-lieu (l'expression est de Marc Augé) qui est en passe de couvrir toute la surface du globe, avec ses barres et ses tours, ses aires commerciales coiffées des mêmes sigles lumineux [...].  C'est parce que nous sommes restés très longtemps sédentaires, rêveurs ou insurgés, provinciaux, dans un univers mal désenchanté, que les livres furent inséparablement, pour nous, révélation et délivrance. Comment la jeunesse d'aujourd'hui s'y retrouverait-elle ? C'est d'un univers soudain révolu qu'ils parlent et celui qui l'a supplanté affiche ouvertement son offre et ses prétentions. Pour ces diverses raisons, qui ne tiennent pas à la littérature ni à son enseignement, mais au cours des choses, à la conversion d'une vieille nation à la culture néo-libérale, je nourris quelques inquiétudes non seulement sur l'enseignement de la langue et de la littérature, mais sur leur existence future».

No hay comentarios: