El silencio. Don DeLillo. Seix Barral, 2020 Traducción de Javier Calvo |
Dos pasajeros de un vuelo transoceánico intentan asimilar la ingente información disponible por medios digitales en las pantallas de sus asientos, gran parte de la cual ni siquiera comprenden, pero se empeñan en declamar esos datos como si esa fuera la única forma de materializar su existencia física, su realidad, su verdad, una especie de conjuro instantáneo para convocar una información inútil cuya memorización, proceso y provecho son imposibles, una inviabilidad que convierte en improductiva la reflexión y la deducción. Y la memoria.
«—Tiempo restante de vuelo, una hora veintiséis. Te diré de qué no me acuerdo. De cómo se llama esta aerolínea. Hace dos semanas, en la ida, una aerolínea distinta, sin pantalla bilingüe.
—Pero estás contento con la pantalla. Te gusta tu pantalla.
—Me ayuda a esconderme del ruido».
El silencio (The Silence, 2020), la última novela de Don DeLillo, examina, primero en un doble escenario para unificarlo después, las consecuencias de un apagón tecnológico y sus efectos, no solo materiales, sobre cinco personajes irrelevantes que se citan para ver por televisión la final del año 2022 del campeonato de fútbol americano.
Romper una rutina con otra rutina es una apuesta segura pero muy mal remunerada; un jugador experto jamás se lo plantearía no porque reporte poco beneficio sino porque no entraña riesgo: todo aquello que podemos prever acaba sumido en el océano de la inanidad, arrastrado por la irrelevancia, desangrado por la inercia. La previsibilidad de la tecnología en su vertiente práctica y utilitaria es paradigmática y forma parte de su propia naturaleza, pero como sistema integrado posee otras características ambivalentes que la convierten en adictiva: la gradación del binomio de utilidad y dependencia, pero sobre todo el que delimitan la facilitación y la sustitución, cuando cubre una necesidad y cuando la crea para, inmediatamente después, llevar a cabo el simulacro de cubrirla, en una progresión geométrica infinita. La venganza de las máquinas sería mucho más terrible y definitiva si se apagaran que si se rebelaran violentamente contra los humanos.
«Mira la pantalla vacía. ¿Qué nos está escondiendo?»
La tecnología nos proporciona una sensación de poder y de invulnerabilidad que se revela falsa cuando somos conscientes de la fragilidad de ese vínculo, que puede romperse con una facilidad asombrosa: con toda la tranquilidad y la soberbia del mundo, navegamos en una embarcación exorbitante y aparente, con la seguridad de gobernarla a nuestro antojo y obviando que basta la más leve olita para hacerla naufragar.
¿Cuándo se convierte el miedo en paranoia? ¿Cuando la amenaza colectiva se individualiza en un solo sujeto? ¿O es tan solo una cuestión de grado? ¿Es en función de la naturaleza de la amenaza o de la integridad del que la sufre? La peor parte del apagón tecnológico, lo más inconcebible, lo más intolerable, no es la desconexión del mundo sino el silencio resultante.
«—Una cosa les puedo decir. Sea lo que sea lo que está pasando, se ha cargado nuestra tecnología. La palabra misma ya me parece anticuada, perdida en el espacio. ¿Qué pasó con el trasvase de autoridad a nuestros dispositivos seguros, a nuestra capacidad de encriptación, nuestros tuits, trolls y bots? ¿Acaso en la datasfera todo está expuesto a distorsión y robo? ¿Y nosotros solo podemos quedarnos aquí sentados y lamentarnos de nuestro destino?»
"El colapso va a cambiarnos, va a hacernos más fuertes, más humanos, más compasivos, más comprensivos", dicen los agoreros optimistas pensando más en los otros que en sí mismos, como quien recita una letanía sin entrar en el significado de lo que está diciendo. Pero la terca realidad se empeña en llevarle la contraria y la excepcionalidad acaba por revelar lo peor de cada uno porque llevamos inscrito en nuestro código genético el instinto de violencia para responder a la amenaza con más fuerza incluso que el de la supervivencia.
La pérdida de referentes adquiridos inconscientemente conduce al conflicto de estos con los referentes genéticos; los que terminen venciendo en esa cruenta guerra sin cuartel determinarán el estado mental definitivo del individuo afectado provocándole una disonancia cognitiva de compleja resolución en la que ha tenido lugar una subversión incontrolada de los hábitos de conducta y los patrones de reconocimiento. Mirar una pantalla vacía es lo más parecido a observar la nada.
«—Imaginemos que no somos lo que creemos ser. Que el mundo que conocemos está siendo completamente reestructurado mientras estamos aquí mirando o sentados y hablando».
El efecto más nocivo del apagón de la tecnología, un sistema solipsístico por naturaleza, no es la materialización de la propia soledad sino el inevitable descubrimiento del otro. Y el silencio, que se cierne amenazante sobre un mundo anhelante de ruido que no puede remediar ni siquiera la verborrea ininterrumpida e inconsistente en su intento de reparar la soledad ocasionada por la desaparición del interlocutor tecnológico, desvela una nueva dimensión en la que cada ruido es prolongado, repetido y amplificado pero no consigue rellenar el vacío abisal de su ausencia.
«—Llevo años, muchos años, escribiendo en cuadernillos. Ideas, recuerdos, palabras, un cuaderno tras otro, ya hay muchísimos amontonados en los armarios, en los cajones y en todas partes, y a veces revisito cuadernos antiguos y me asombra leer lo que pensé en un momento dado que valía la pena escribir. Las palabras me devuelven a un tiempo muerto».
DeLillo es un especialista en meternos el miedo en el cuerpo, un miedo agónico, inevitable, pero en ninguna de sus novelas anteriores ha conseguido representarlo tan próximo y, por tanto, tan real, porque todas las condiciones para que tenga lugar la situación que describe están ya presentes en nuestra cotidianidad, incluido el presentimiento de la fragilidad del propio medio tecnológico; de hecho, el apagón de El silencio no parece deberse a ningún ataque informático ni a ningún sabotaje a gran escala sino a una incidencia mucho menos transcendental; no se trata de ningún error de seguridad, cuya integridad depende de instrumentos posteriores al propio avance tecnológico, sea un virus o un pirateo, sino que lo que pone de manifiesto es la fragilidad de la tecnología: el último avance depende de un invento, la electricidad, que cuenta con más de un siglo de edad.
Si se quiere buscar antecedentes de El silencio en la obra anterior del propio DeLillo, tal vez no sería descabellado partir de la desorientación existencial del Nick Shay de Submundo, pasar por el hechizo tecnológico subaural de Ruido de fondo y concluir en el estado siguiente, en el que la ausencia de tecnología, después de eliminar el habla, conduce a un silencio absoluto. Especula el propio autor en una entrevista reciente que tal vez El silencio sea su ultima novela; para DeLillo, que escribe con una máquina eléctrica —la edición original reproduce tipográficamente esta particularidad—, no usa ordenador y no tiene correo electrónico ni teléfono móvil, no sería un final descabellado para una de las carreras más relevantes de la literatura norteamericana del último siglo.
«Terminaron de vestirse y se miraron durante un momento largo. La mirada resumía el día entero y el hecho de su supervivencia y la profundidad de su conexión. El estado de las cosas, el mundo de fuera, requeriría otro tipo de mirada cuando fuese oportuno».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Cero K
Notas de Lectura de Fin de campo
Notas de Lectura de La estrella de Ratner
Notas de Lectura de Libra
Fe de Lectura de La calle Great Jones
Fe de Lectura de Americana
Fe de Lectura de Mao II
Fe de Lectura de El ángel esmeralda
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