Tiempo curvo en Krems. Claudio Magris. Anagrama, 2021 Traducción de Pilar González Rodríguez |
Temps curvilini a Krems. Claudio Magris. Edicions de 1984 Traducció d'Anna Casassas |
Así como la juventud es una época de acumulación, la vejez debería ser de liberación, tiempo de ir soltando todo aquello que se ha acaparado para hacer más ligero el viaje, cuando es posible escoger entre lo aprendido aquello que, más que utilidad práctica, muestra síntomas de oportunidad y que puede sustituir a los bienes materiales; y también de renuncia al respeto del que se ha hecho acreedor, al miedo que se ha inspirado y a las envidias que se han provocado. Sin embargo, ninguna de estas renuncias representa ninguna utilidad si no tiene lugar la abdicación más importante: la del papel que se ha representado, la del personaje que se ha sido y las de todas las posibilidades a las que, un día, se aspiró.
«Cada día se alejaba más de aquel individuo, de aquel abstracto él mismo que en ocasiones le parecía un simple homónimo, y de vez en cuando seguía firmando mecánicamente en su despacho de actas ―solo las de cierta importancia― que le ponían delante; se lo quitaba de encima poco a poco, como quien se quita un traje de ceremonia y lo cuelga en el armario. ¿Envejecer era esto? Le parecía que en realidad era el otro quien envejecía, echándose a la espalda cada vez más años y más cosas, como una percha cada vez más cargada, mientras él, por el contrario, se iba volviendo más ligero, más ágil».
La gravedad de un error cometido no debería depender del momento en que percibimos haberlo consumado; sin embargo, la nuestra conciencia discrimina con claridad la diferencia entre el error que se nos hace manifiesto nada más perpetrado y el que se manifiesta después de transcurridos muchos años, cuando es imposible enmendarlo porque ha quedado incorporado a nuestra conciencia sin ninguna consecuencia negativa. Pero, en realidad, no es posible volver atrás, doblar la flecha del tiempo, para enmendarlo porque ninguna de las decisiones tomadas en función del error pueden ser corregidas.
«Casi tumbado en el coche, Salman miraba las cosas que pasaban fugaces hacia atrás y pensó que, tras aquella rápida visita, también la villa y el salón y la veranda se quedaban ahora a su espalda para siempre. Recordó la mirada del otro que leía en la suya y se preguntó para qué servía la costumbre ancestral de bajar los ojos si justo en el momento oportuno, a causa de una estúpida lentitud de reflejos, había que levantar el velo y permitir que inevitablemente se escudriñase en su interior».
Los recuerdos falsos, aquellos que errónea pero inocentemente nos atribuimos, forjan nuestra biografía con la misma intensidad que los verdaderos; representan la función de hitos en un camino cuya veracidad o falsedad deja de tener importancia una vez establecidos porque sus consecuencias sobre el relato de nuestra vida son ineluctables, y la cadena de decisiones que han originado no tiene vuelta atrás si se pretende mantener la frágil unidad de nuestra conciencia. Hitos de un pasado que no importa si existió o no, por más que persista en nuestro recuerdo, que se proyectan hacia un futuro hipotético y frágil en el que tal vez nosotros tampoco existamos, pero hacia el que especulamos proyectarnos.
«El tiempo es el señor de la causalidad: una causa produce un efecto y, por tanto, lo precede, viene antes que este. Pero desde un efecto se retrocede a la causa que lo ha producido; la familiaridad por teléfono era, pues, el efecto de un conocimiento recíproco que por fuerza debía estar en el pasado y, por tanto, modificaba este último, se remontaba al tiempo de crear, décadas antes, algo que entonces no había sido. Sí, el tiempo es una orden causal, pero si la causa se propaga en el espacio-tiempo con velocidad nunca superior a la de la luz, me decía a mí mismo trepando por vagos recuerdos del instituto y aclaraciones solicitadas sin demasiado éxito a amigos físicos, la relatividad especial afirma, creo que se dice así, que dos acontecimientos que no pueden relacionarse por medio de una señal causal que viaje a velocidad menor o igual a la de la luz no pueden ordenarse en el tiempo de modo absoluto».
Tal vez la única resolución se halle en un punto intermedio entre el exilio exterior, la disposición para sentirse extranjero en cualquier lugar, extraviado el sentimiento de pertenencia, y el exilio interior, no reconocerse en ninguno de los yoes del pasado y, a la vez, rendirse ante la imposibilidad de integrar todas las experiencias en un solo personaje, que no sería más que una ficción autogenerada en beneficio de un hipotético equilibrio psíquico.
«Su relato hablaba de alguien que, cuando era jovencísimo, había sido guarda en una especie de lager en una isla adriática y que vuelve a la vista treinta años después, junto con una mujer, mucho más joven que él, recién casada. Aparecían paseos, cigarras, lagartijas que mudaban de piel entre las rocas donde treinta años antes el hombre había sido vigilante, el rostro envejecido de una campesina, el horror y la magia del verano, alguna cruda escena erótica entre los esposos que le produjo, al leerla, cierta incomodidad porque se dio cuenta de que eran cosas que, en realidad, no había experimentado».
Es imposible integrar en un yo sólido las incoherencias en la reproducción del pasado; de nuevo, la infidelidad del recuerdo, el propio y los ajenos, reclama sus derechos. Las anécdotas casi olvidadas, ilocalizables en el tiempo, supuestamente infructuosas, que se convierten en hitos ineludibles con efectos terminantes, contra las grandes experiencias, concluyentes en su época, que muestran, pasado el tiempo, su irrelevancia. Es inverosímil fijar el lugar que ocupamos en el pasado de los otros, aislar el motivo de que ocupemos ese lugar, averiguar si depende de nuestra experiencia o de la de los demás. El convencimiento de poseer recuerdos verdaderos retrocede ante la posibilidad de que todo recuerdo deba filtrarse a través del cedazo de la experiencia ajena. El recuerdo cambia cada vez que es evocado, que es comunicado, que es compartido.
«"Entonces, ¿cómo era esa época?", le preguntó el director en la fonda cercana al puente sobre el río, que corría ligero tras la pequeña pero impetuosa cascada. Si ya no es aquel tiempo, si no existe, ¿se puede decir qué era, cómo era? El no ser no es, decía en clase junto a su compañera de filosofía, nunca ha sido. ¿Y yo? Sin embargo...».
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Notas de Lectura de No ha lugar a proceder
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