16 de noviembre de 2023

La invención del presente I

 

«La labor infinita de la literatura, época tras época, es, será quizá, sacar a la luz [un mundo más justo, más auténtico, válido para todos], en el registro que le es propio, sobre el papel, a la espera de su advenimiento efectivo».

«Flaubert», en La invención del presente. Pierre Bergounioux. Shangrila Textos Aparte, 2023. Traducción de Rubén Martín Giráldez

13 de noviembre de 2023

Peter Handke. Un novelista austríaco en el alto llano numantino

El primero de octubre de 2001, Negro sobre blanco, el programa dedicado a la literatura que dirigió y condujo Fernando Sánchez Dragó, entrevistó al escritor austríaco Peter Handke. Recientemente, Radio Televisión Española ha publicado en su plataforma RTVE Play el vídeo de esa entrevista.

https://www.rtve.es/play/videos/negro-sobre-blanco/peter-handke/6977266/

6 de noviembre de 2023

Las solidaridades misteriosas


Las solidaridades misteriosas. Pascal Quignard. Galaxia Gutenberg, 2021
Traducción de Ignacio Vidal Folch

«¿Lo huele usted? Huele a mar. Aquí siempre huele a mar. Huele a yodo. A tierra apenas huele. Para un labrador es verdaderamente extraño. Mis campos no huelen a otra cosa que a mar. Los matorrales apenas huelen. Los cardos borriqueros apenas huelen. El acebo apenas huele. Sólo las zarzas durante la mitad del año están envueltas en olor a moras».

Claire Methuen, una mujer de mediana edad, regresa, después de una prolongada ausencia, a su lugar de origen, en la Bretaña, el lugar de su niñez, un aglomerado de poblaciones, aldeas y villorrios al borde del mar. Ese nostos no ha sido tan duradero ni heroico como el de Odiseo, pero el alejamiento ha significado perder algo más que el origen, y el exilio se ha revelado como un episodio, otra vez a diferencia del insigne itacense, completamente fallido.

«Escaló las rocas, una por una. Caminaba por la landa, sobre musgos, entre brezos y retamas. Volvía a los lugares de su infancia. Reconocía los bloques de granito, los matorrales, los senderos, los viejos muros, las escalinatas escarpadas, el mar, el estruendo del mar. Los volvía a descubrir con impaciencia».

Quignard es un autor que conjuga a la perfección unos textos de lectura, en el plano explícito,  excepcionalmente asequible, con una compleja posibilidad de interpretaciones en lo referente a las alusiones, al subtexto que se oculta bajo las evidencias. Las solidaridades misteriosas (Les solidarités mystérieuses, 2011) es una novela formalmente canónica, y su fecha de publicación lo suficientemente lejana de aquel 1994 en que el autor abandona París y todas sus ocupaciones públicas para retirarse a escribir; es probable, y no existe ningún indicio irrebatible para deducir lo contrario, que Claire Methuen sea un  personaje enteramente ficticio, pero existen algunos trazos comunes entre su vida y la biografía del propio Quignard; el mismo Paul, el hermano de Claire, se sometió durante ocho años a psicoanálisis, una circunstancia que el autor también experimentó en un momento difícil de su vida. En todo caso, hasta qué punto él mismo se tomó como motivo de inspiración es un problema irresoluble, pero tal vez se debería dejar constancia de esas similitudes porque, en este caso, el conjunto de posibilidades de apreciación de la obra se multiplica alarmante pero apasionadamente. Pero esa es una posibilidad que, una vez apuntada, debería dejarse abierta sin ahondar más en ella.

«Ahora las cosas tenían colores extraordinariamente variados. Ahora se podía ver sin ser cegado o deslumbrado. A veces, lo real volvía. A veces la noche iba penetrando poco apoco en los días. A veces el alquitrán era sólido e hiriente. A veces se podía olvidar la felicidad del verano. A veces había que volver a luchar contra el viento y protegerse del frío».

Claire, cuya aparición en Bretaña no es del agrado de todos sus vecinos y antiguos conocidos, se halla, a su llegada, bajo el efecto de la paradoja del viajero en el tiempo cuando regresa a su lugar de origen: su vida parece haber transcurrido a mayor velocidad que el avance del tiempo en su rincón de procedencia; ella se ha dejado llevar hasta que, ante ese regreso, se ha apewrcibido de que ha quemado demasiadas etapas, de que el tiempo le ha pasado por encima, y que ahora debe recuperar todo aquello que ha perdido en el trayecto; de la posibilidad de esa recuperación dependerá tanto las expectativas como de las consecuencias del regreso.

«A ella aquel lugar le gustaba. Le gustaba el aire, tan transparente, gracias al cual todo estaba más próximo. Le gustaba aquel aire tan vivo, dode todo se oía mejor. Sentía la necesidad de reconocer todo lo que había vivido. Sentía la necesidad de recuperar todo lo que aquí, tiempo atrás, descubrió del mundo. Y en efecto, poco a poco iba recordándolo todo, los nombres, los lugares, las granjas, los arroyos, los bosques. No se cansaba de caminar por las calles, de observar las fachadas, de reencontrar las villas, los jardines, los bosquecillos de especies tan difrentes, toda clase de zarzales, setos, fosos, taludes, no se cansaba de encaramarse a los bloques de granito, de contemplar las flores silvestres, los campos de algas, las rocas, los pájaros. Amaba aquel paíos. Amaba aquella playa tan violentamente  escarpada, tan negra, tan recta, tan vertical al cielo. Amaba aquel mar».

La extrañeza es el primer sentimiento que la abruma: no es capaz de reconocer a las personas más cercanas; sin embargo, esa decepción es sustituida por la alegría de reconocer en ese desconocido, en ese sustituto, al individuo que ha reemplazado; algo parecido le sucede con los lugares que fueron escenario de sus vivencias infantiles, relevados por paisajes coherentes pero irreconocibles, cuyos efectos sobre su comportamiento solo pueden conjeturarse.

Así pues, la recuperación de su orfandad infantil, después de haber probado y fracasado en sus intentos de vida en común, de vida en sociedad, se sostiene más sobre el recuerdo de las personas y los lugares que fueron testigos de esa época que sobre las evidencias de su presente. Ahora, en contraposición a los sucesos del pasado, su búsqueda de la soledad, su deseo de aislamiento, es un estado deseado, aunque no significa un viaje al origen para recomenzar, sino la búsqueda del punto de interrupción para reemprender, desde allí, el camino.

«Se encontró afuera, con el alma vacía, sentada en la hierba ante la marisma, con el vientre empapado en sudor, rebosante de angustia».

La paradoja del viajero del tiempo no es solo una apreciación del lector, la misma Claire se apercibe de la naturaleza del tiempo que pretende recuperar: han transcurrido más años de los que se ha ausentado porque la región no vive en el mismo tiempo que el resto del mundo. El regreso al pasado no ha podido ser inocuo. 

La imaginación de Claire ha actuado sobre el recuerdo haciéndolo traducible y apropiado a los sucesivos presentes y, a través de esa adaptación, lo ha ido modificando. Por esa razón, cuando se visita un lugar que pertenece al pasado, ni la imagen modificada, que se cree que es un recuerdo,  coincide con el lugar que es en realidad, actualmente, ni este tiene que ser forzosamente idéntico al original, que quedó enterrado entre los pliegues del tiempo. Algo parecido sucede, aunque sus consecuencias suelen ser peores, si no se trata de un lugar, sino de una persona, porque se comprende que la apreciación propia tiene un antagonista, la del otro, con sus correspondientes modificaciones, tan estimables como aquella, y con cuyo producto puede entrar en insoslayable contradicción; además, se deja de ser propietario de la ficción con la que se ha construido ese yo a lo largo del tiempo porque se opone a otra, la ajena, imposible de controlar.

«Y también las planta en secreto en la landa. Y es así como empieza a apasionarse por las flores y los arbustos y la landa entera se convierte en su jardín. Todas sus caminatas crecen alrededor de ella. "Pasaré por aquí. Pasaré por allá. Pensaré en este sitio. Pensaré en aquel. Poseeré un poco de la belleza de aquí. También poseeré un poco de la belleza de allá". Todas esas bellezas estrán vivas. Todas las cosas bellas viven. Se decía:"Todas las cosas vivas son recuerdos. Todos somos recuerdos vivos de cosas que fueron bellas. La vida es el recuerdo más conmovedor del tiempo que ha producido este mundo"».

Simon Quelen, el farmacéutico del lugar, con quien sostuvo un inflamado pero infructuoso idilio, es una de esas personas que, en su forma original, quedó anclada, para Claire, en aquel pasado, y que ahora ella recupera, después de los años y de las transformaciones y a pesar de que ese nuevo Simon ha adquirido algunos compromisos personales que convertirán la recuperación de su yo pasado en imposible. Para Claire, sin embargo, representa un cambio en su perspectiva del pasado que Quignard explota, literariamente, mediante hábiles símiles.

«Simon le mostró toda la costa desde el punto de vista del mar. Todo lo que Claire ya conocía desde la infancia, siempre desde el punto de vista de la tierra, desde el punto de vista de las rocas, desde los senderos escarpados, desde las escaleras veticales, desde la landa, ahora lo descubría desde el mar».

Esa nueva relación —no cabe, aquí, tampoco, hablar literalmente de recuperación— significa para la protagonista el rescate de la Claire de trece años, pero el peaje que debe pagar por ese regreso no es fácilmente asumible para alguien que, como ella, anda corta de recursos: por encima de aquella Claire y del momento mismo se han ido depositando capas de objetos, de enseres, también de personas que, con el tiempo, se han convertido en desperdicios, a medida que su falta de uso, de utilidad o su pertinencia las convertía en obsoletas.

Paul, el hermano de Claire, interviene, en primera persona, para ofrecer una visión de testigo directo y complementar la versión del narrador; esta exposición se hace desde el futuro y parte de la llamada de socorro de Claire, que le llevó a trasladarse a ese pueblo donde también él pasó su infancia, y que, como en el caso de su hermana, provocó sustanciales cambios en su vida.

«Cuando yo era pequeño, lo que más me llamaba la atención en mi hermana, que tenía cinco años más que yo, era cómo se concentraba. De repente dejaba de escuchar. Se ausentaba completamente de este mundo. Cuando éramos pequeños yo me daba cuenta enseguida: notaba que ella ya no oía a nadie. Y durante toda su vida fue así. En esos momentos sus ojitos se quedaban fijos, se aguzaban y ya no eran negros sino amarillos como el cobre, como botones de oro. La espalda se curvaba. Se metía en un mundo interior en el que su mirada ya no seguía las cosas, sino que se le endurecía y se llenaba de un agua mala, feroz, centelleante. Y por el contrario, cuando las pupilas se le ponían suaves, cuando volvían a ser del color del ébano, del color de las rocas de Cézembre, era que ella estaba volviendo a este mundo. Entonces buscaba algo que vivía fuera de sí misma. Su calma entonces era turbadora pero benigna. Era una mujer muy compleja. En todos sus movimientos había una especie de lentitud. Y en el fondo también en las respuestas que daba había una especie de lentitud. Reflexionaba mucho rato, tranquilamente, y luego, de repente, estiraba sus largas piernas de garza. Se levantaba, titubeaba un poco, alzaba el vuelo con dificultad, y entonces, bruscamente, emergía de los juncos, se elevaba sobre los árboles, alcanzaba las nubes».

El relato de Paul, que recoge los hechos posteriores al incidente central de la nueva vida de Claire, y que, en este sentido, sigue el hilo temporal de la existencia de su hermana, incluye también recuerdos de infancia, cuyo relato, en primera persona, contrasta, a veces hasta entrar en contradicción, con los recuerdos de su hermana y ofrece al lector un punto de vista alternativo, aunque con la veracidad bajo sospecha. En todo caso, Paul lleva también su historia a cuestas, una carga, como la del resto de protagonistas. nada liviana. 

«A partir de la muerte de Simon, hubo paz. Una paz extraña, total, alcanzó a Claire. Una paz irreductible advino sobre Claire. Todo se había cumplido, y ella simplemente sobrevivía a ese cumplimiento. O más bien participaba en ese cumplimiento. Seguía vagando por el mundo rondando a su amor, mirando su amor desde lejos como si todo hubiera terminado mucho tiempo atrás. Vagaba por la landa, donde acababa su periplo. Si llovía caminaba lentamente bajo la última lluvia. Ya no se protegía de nada. Bajaba hacia el mar —que si se lo mira mucho, y a poco que se compare su origen a la edad de los hombres o a la invención de las ciudades o de las casas, se puede decir que es eterno—. Claire se había convertido en Simon y se había convertido en el lugar. Ahora todo estaba desprovisto de todo temor. Todo era sublime».

El elenco familiar, a falta de unos progenitores desaparecidos en trágicas circunstancias durante la infancia de Claire, lo completa Juliette, su hija, cuya aparición rompe la apática rutina de su madre y la enfrenta, de nuevo y tal vez de forma definitiva, con ciertas partes de un pasado que había relegado más allá del recuerdo, inaccesible a la memoria y cerrado a la posibilidad de evocación. Esta aparición representa, para Claire, la obligación de afrontar, pues, otra pesadilla, otro fantasma del pasado que viene a reclamar su parte de atención, que parece decidido, como los otros, a impedir no ya el olvido, sino también la reconciliación. Tal vez esos espectros vengan a exigir al presente de Claire el peso de su contribución, o quizás se trate, en definitiva, de un simple ajuste de cuentas.

«Un día me explicó que el paisaje, al cabo de cierto tiempo, de repente se abría, venía hacia ella y era el mismo lugar el que la insertaba en él, la contenía de golpe, venía a protegerla, hacía caer la soledad, la curaba. Su mente se vaciaba en el paisaje. Entonces había que colgar los malos pensamientos en las asperezas de las rocas, en las zarzas, en las ramas de los árboles, y ahí se quedaban. Una vez completamente vacía, el lugar se extendía ante ella tanto como en ella. El follaje se abría. Las mariposas y las moscas y las abejas comenzaban a revolotear sin miedo. Salía un ratón de campo y se le acercaba a las rodillas. Una gaviota se posaba sobre una roca cubierta de liquen amarillo y ni la una ni la otra sentían temor ni amenaza. Era como si hubiera dejado de ser un ser humano, como si para los demás seres no representase el peligro de un ser humano, o de un depredador, o de un destructor. Los olores fluían hacia ella, todos reconocibles, más opulentos —olor a tierra, a menta, a avellano, a helechos, a musgo».

El resultado, las consecuencia, de todas esas invasiones en el presente de Claire es el advenimiento de la tragedia, la Gran Tragedia, ese canto del macho cabrío ineluctable, definitivo, que parece cerrar el ciclo y saldar las cuentas pendientes que el presente le debe al pasado y de materializar esas «solidaridades misteriosas» que se habían establecido para conseguir ese fin.

El relato de ese fin, por una cuestión de veracidad —esa es la opción que escoge Quignard; otra podría haber sido volver al narrador omniscente cuya fidelidad parece, a primera vista, garantizada—, no puede sino ser dejado en manos de aquellos que estuvieron presentes a lo largo del recorrido que concluyó en él; personajes secundarios, literariamente hablando —bajo esa perspectiva, Las singularidades misteriosas tendría una única y gran protagonista—, pero que poseen, cada uno, una mirada distinta sobre Claire en función de la relación que mantuvieron con ella, una excusa, una justificación, un arrepentimiento; una búsqueda del perdón, o del olvido, incluso —o precisamente— después de la desaparición de la protagonista; una confesión ante quien ya no puede absolverles; una venganza posterior a la fuga del enemigo, como quien convoca a un difunto para excusarse por su comportamiento pasado. Como si para la comprensión de Claire la única condición irreemplazable fuera su ausencia..

Igual que decía para el caso de la hermenéutica, parece igualmente improductivo e inútil, para el lector, el intento de formular o la pretensión de desvelar una tesis concreta, cerrada y autosuficiente en términos de interpretación, de una obra declaradamente ficcional. Pero a veces es posible —y esta lo es— elevar la mirada más allá de la ficción y buscar indicios: las solidaridades —las complicidades— entre seres diferentes, a menudo antagónicos, con respecto a circunstancias que les afectan, en distintos grados y desde perspectivas diferentes, incluso divergentes, en distintas épocas de su vida: la prevalencia del presente, el único tiempo fidedigno, sobre el pasado; de la vida, el único factor determinante del recuerdo.

«Caminos que antes llevaban a algún sitio ahora se detienen al borde de los campos.  
Otros desaparecen misteriosamente entre las piedras. 
Otros se hunden en el monte bajo y desaparecen. 
Creo que mi hermana era un camino perdido sobre el mar». 

Otros recursos relativos al autor en este blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=pascal+quignard

30 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VIII



Al paredón

Marie-Hélène Lafon sobre Pierre Michon


Todo esto empieza en marzo de 1996, con La Grande Beune —publicada en castellano con el título El origen del mundo—, y me pone contra el paredón; y, para empezar, es sexual. En La Grande Beune, no se trataría más que de esto, de los cuerpos y del deseo de los cuerpos. Es la vieja danza, es la vieja caza, es rupestre, esto ocurre dentro de cuevas, unos cequíes de oro cuelgan de las orejas de la estanquera, y la seda de sus muslos blancos susurra bajo las faldas que el joven maestro no levantará, unas postales se marchitan en expositores solitarios, los zorros tienen los dientes afilados y están disecados o muy muertos y abandonados en manos de los niños, llueve, los brazos de las mujeres limpian las mesas de posada y sirven robustos embutidos, los brazos de las mujeres son blancos, esto no tiene edad y es para siempre mientras la Beune está ocupada en sus barrancos, sigue lloviendo, el pequeño Bernard es irremediable a pesar de su bicicleta nueva, los hombres que huelen a humedad se apoyan en el mostrador, cavilan, lanzan juramentos, han pescado, pescarán, beben sin énfasis, callan, sus manos cuelgan y están rojas, saldrán, la noche se los tragará.


No se trataría más que de esto, en todos los libros de Pierre Michon, y quizá en todos los libros, de los cuerpos y de la vieja danza, antes de la muerte, o incluso después, para hacer durar el deseo, un poco más. Y eso sería más o menos todo. Y ya está.


No es un ejercicio de admiración. Tú lo sabes, se sabe, ellos lo dicen, yo lo sé. Dacuerdo. La admiración sería ridícula, está prohibida, es buena para los simples, o los recién promovidos que aún no saben lo que se hace y lo que no se hace, no es de buen gusto, no está bien llevada, no es chic, adhiere, pega, rezuma, estanca, suda, no hace pensar, no piensa, no piensa en nada. La admiración no piensa, admira. Pero aun así. Habría derecho a admirar. A alimentarse, a apoyarse, a cavilar, a extraer el zumo, a exprimir el fruto, a jugar con la comida, a repetir, y a tomar otro trago, un lengüetazo, un pellizco, una buena ración, un trago colosal, una tremenda dosis. Yo tomo otra dosis y tomo la correcta. Y no importa. Y no importa el aire que tendré, para poner, para ponerme contra al paredón, para rezumar, para babear, para boquear. No importa. Me permito esta voluptuosidad, este jarabe, y el boqueado boqueo; a Pierre Michon le importa un bledo, lo ve de lejos.


Por ejemplo, durante todo un invierno, este último invierno, he estado dándole vueltas a su pero qué tiene, pues, el zorro, que hace que pronunciar su nombre nos perturbe tanto. Está en un número remoto de la Quinzaine littéraire, un número de invierno de 2003; pero yo no lo leí en 2003 en la Quinzaine littéraire, lo extraje de Internet después de que el asunto me hubiera sido mencionada por un animado grupo de jóvenes escritores suizos que conocen a su Pierre Michon al dedillo. Sin signo de interrogación; no lo pongo, lo quito, esto no soporta la interrogación, no me interroga, yo estoy contra el  paredón; y veo al zorro. Eso es lo que cuenta, la encarnación a través del  verbo, ver al zorro, sus rasgos fieros, tener dentro de la nariz y sobre la piel el gusto de la bestia, de la piel sin curtir, presentir, a la orilla del bosque, su latido; y que, con frecuencia, en la curtiduría de la ciudad cálida, se asalvajan todos los inviernos del país; y que un puñado de palabras te arrebata, en el metro, línea 4, entre Mouton-Duvernet y Alésia, o en la mesa de corrección plagada de copias fallidas, o en la modesta línea de cajas del Franprix de la rue  Rendez-Vous; un puñado de palabras arranca y recoge, y de disfrute. Mejor aún, esto se comparte, el zorro y su agitación se comparten, en un aula del bulevar Arago, en una librería de Lyon, en un anfiteatro de Lausana o en un jardín a orillas del Loira. Las palabras del zorro se convierten en el lecho del asombro, serpentean por los pliegues del tiempo, se remontan a las fuentes y a los comienzos de las cosas, abren nuevos caminos, las seguimos, le seguimos. Seguimos al zorro. Seguimos a PM.


Me llamo PM. Entre yo y yo, cuando le llamo, es PM, en la forma anglicista: pi-em, para los vivos; y el bueno de Gustave, para lo otro, para los muertos. Son los dos.


La frase me pone contra el paredón. Contra el paredón blanco de la escritura en este caso; la frase me asigna a la mesa de trabajo, en el otoño de 1996; hace veinte años. Leí a Pierre Michon, primero La Grande Beune, luego Vidas minúsculas, y sólo eso, primero; el resto tendrá que esperar, Joseph Roulin tendrá que esperar, y Cuerpos del rey, y Abades y toda la comitiva de flacos orgullosos apretujados en la casa Verdier con su casaca amarillo dorado; o azafrán; más dorado que azafrán; dorado como los ranúnculos en los prados húmedos de la infancia; ORO. Descubro a Pierre Michon al mismo tiempo que a Pierre Bergounioux y a Richard Millet, el Richard Millet de La Gloire des Pythre; son mi Triángulo de las Bermudas de las regiones desgastadas; en otoño de 1995 me entero de que existen, los tres, sé en qué trabajaban, los tres, lo sé por fin; comprendo, al leerlos, siento que registran con la lengua los viejos países vaciados, el viejo país de los prados húmedos de donde vengo, desgranan la letanía de los burgos exhaustos, se detienen en el recodo del bosque bajo un cielo de invierno sin atractivo, no hacen más que esto pero lo hacen y, al principio, yo no veo más que esto, yo no puedo ver más que esto. Están los tres en esta parte del mundo, en los prados húmedos o al borde del bosque, y eso es decisivo.


Es a Pierre Michon a quien enviaré el primer texto escrito, Liturgie, una breve pieza que trata de un padre, de sus hijas, de cuerpos, de muerte, y de la dermatosis granular de un cuarto de baño, un domingo por la mañana antes de misa. Pierre Michon me contestará; me contestó el 8 de febrero de 1997, escribió la palabra coraje; y haré lo que me dice, trabajar; trabajaré; he trabajado estoy trabajando.


Sería el padre en la escritura; el padre en el orden de los escritores vivos; eso se llamaría convertirse en hijo a sus espaldas, pero a él no le importa, ya lo he dicho, ve esto, y lo demás, desde lejos.


Años más tarde, en Cuerpos del rey, en El cielo es un bhombre pero que muy grande, a cuenta de los prolijos y atareados niños del Menz, que es, en Etiopía, un altiplano extendido bajo el azul extravagante del cielo, leería esto, Simplemente, ellos se habían dado cuenta desde el primer día de que yo llevaba siempre en los bolsillos varios de esos lápices de plástico de colores que se compran en estuches en los quioscos de las estaciones, y que eran un tesoro para ellos; así que la manutención y los servicios estaban puntuados por frecuentes: Padre. Un bolígrafo, dame un bolígrafo, padre.


Padres. Mendigar al padre. Toda la vida. Toda su vida. Este vértigo. Este pozo.  El deseo y la necesidad.


Flaubert, Gustave, y Michon, Pierre. Los padres. El vivo y el muerto. Lo que el muerto le hace al vivo. Lo que el vivo le hace al muerto, lo que él hace con él, lo que escribe sobre él, de nuevo en Cuerpos del rey, lo que cuenta sobre él, lo que  le inventa y le supone, que no hizo nada la mayor parte del tiempo con sus diez dedos en Croisset, que disfrutaba del Sena, del viento en los álamos, de su sobrinita comiendo confituras, de las vacas grandes en los campos, mugitusque boum, de las mujeres grandes de vez en cuando, del libertinaje que es la lectura, de la lujuria que es el conocimiento; que cosechaba alegremente tilo para hacer tisanas, que desafiaba alegremente nomenclaturas fenicias en su cabeza; y que aquí y allá, con estilo, para marcar la hora, para impresionar a los parisinos, para dar trabajo a sus aduladores de París, se metía en su cubil y escribía unas cuantas frases perfectas que le salían con toda naturalidad. El muerto del cuchitril tendría de sorprendente que le importa un bledo el vivo; ni siquiera lo ve de lejos, no lo ve en absoluto.


Él y Saint-Pardoux-les-Cards. El capítulo de les Cards. El crucial y delicado capítulo de les Cards. Las fotos fueron tomadas en la casa por Éric Morin. A veces Pierre Michon está sentado a la mesa, con una chaqueta de lana, la mesa está desordenada y la amplia chimenea, el hogar, se abre a sus espaldas; casi parece estar solo en la casa, solo con ella, en su vientre; y es muy intimidante. No conozco ninguna imagen, ningún retrato de Pierre Michon que sea más fiel y más intimidante. Intento atemperar les Cards con otras fotos, que rodean la casa y serpentean por el bosque, las fotos de Anne-Lise Broyer en Vermillion; lo intento, y tropiezo con la entrevista, al final del libro, tropiezo con los veranos de la infancia, los macaones, todos los verdes de julio, las zarzas homéricas y la restauración de 1985 con los escasos derechos de autor de Vidas minúsculas, y los ciervos, el viento, el tractor trash de Guy, los aviones de caza, y el cenicero mágico, que vela la casa cerrada. Me caigo en el relato, caigo en la epopeya, caigo en el cartel. Se hace liturgia con lo que se puede. Es un viejo cenicero publicitario de las fajas lumbares del doctor Gibaud, que me regaló mi padrino, que era vendador.


La lectura como ceremonia. Un ritual que sólo practico con los libros de Pierre Michon, y aun así, no con todos sus libros, sólo con algunos. Con Vida de Joseph Roulin, por ejemplo. Lo compro como regalo, y pido que me lo envuelvan, me lo regalo; así está envuelto, el libro está envuelto, enfundado en papel de bronce y envainado; se queda, durante mucho tiempo, varios meses, acostado en el papel, arropado; lo veo, me hace señas, sobre mi mesa, en una pila. Luego, en abril de 2008, por primera vez, voy a Nueva York, y me detengo frente al cuadro en el museo, sabía que estaba allí, quería verlo, me había preparado, pero aún así. Tanto azul, tanto azul; y la barba rizada, y la carnosidad de la boca joven escondida allí, bajo los rizos. Vuelvo, dejo pasar un poco de primavera sobre tanto azul, sobre tantos rizos; pasa todo el mes de mayo, y me llevo el libro conmigo al Cantal, lo desnudo en una casa que tengo en el Cantal, in situ, en el epicentro. Es el primero de junio, al día siguiente, el 2 de junio, leo hasta la página treinta y ocho en el tren de regreso. Leo a PM en el tren. Lo acabo, lo acabaré, unos días más tarde, en la silla 256 de la Salle Labrouste, en la Bibliothèque Nationale de France, durante la exposición que allí se celebra, una exposición bulliciosa tramada por Sophie Calle. No me acuerdo los detalles de la página, de la fecha, del lugar, y sabía que no no me acordaría; los anoté, inscritos en tinta violeta, en el libro, sobre él, en su piel. Se hace liturgia con lo que se puede.


Él leyendo. PM leyendo. El libro amarillo oro, ranúnculo. Lejos de los prados húmedos. Él, Ipse, Himself. En el Beauboug el miércoles 12 de marzo de 2008. Frente a una mujer de Bacon, una mujer malva, rosa, púrpura y confusa. Y mujeres enrevesadas de palabras y boqueantes. Bienaventuradas. Yo también. Ego quoque. Ecce homo. Oficiante. El cuerpo del escritor. El cuerpo menudo y seco de un agricultor de la Creuse envuelto en tejidos  oscuros. Reconozco esto también. El cuerpo de los ancestros, de los nimios  linajes tenaces, encorvados, aferrados a las parcelas, predestinados a las bestias, clavados a las cosas; atornillados, obstinados; y orgullosos, violentamente; y humillados, largamente; es atávico y es etimológico. Este es mi cuerpo esta es mi sangre. Bebedla y comedlo todos.


Casti. La llama Casti. Y esto da ganas de reír y de cantar; y esto da ganas de llorar. Casti, como un nombre de país, un nombre de ribera viva, un nombre azul, un nombre de Italia, un nombre de flama, un nombre de oriflama. Un nombre baila en el aire, ese nombre que abofetea y acaricia, un nombre inflamado, un nombre de mujer. Casti.


Él leído. PM leído. Por hombres con bellos nombres de pila masculinos, André, François, Thibault. Le escucho en el habitáculo cerrado del coche que hace de salón, que hace de casa. Es una inmersión en aguas profundas, es hundirse en la carne del verbo, su carne misma, su embrión, su calor, es forrajear allí, estar allí, ser, sepultada, nutrida. Digo ciertas frases, ciertas palabras, en voz alta, las articulo, mi garganta las libera y las emite, me las como, como de ellas. Es mejor de noche, bajo el cielo irracional de la meseta. Es bastante pernicioso para la conducción del vehículo del que sólo se oye el motor.


Pierre Michon en Paris Match. Escribe para Paris Match. En marzo de 2010, con motivo del Salón de la Agricultura. Una columna de texto, con grandes fotos en color, fotos de agricultores tomadas en cualquier lugar de Francia; incluso en el Cantal. En marzo de 2010, en Paris Match, el tema eran los abuelos, los hombres de la Ilíada, el nombre de las cosas, de las personas y de los lugares, de los prados para segar, por la mañana y de los prados segados, por la tarde, de la trilladora y de Victor Hugo, de mitología más que de sociología, de epopeya y de éxodo rural, y de lo que, siempre, sobrevive. Mis padres sobreviven, mi hermano sobrevive, en octubre de 2016, todavía; durante toda mi vida los veo sobrevivir, durante veinte años labro una huella de lo que,  siempre, sobrevive. Durante toda su vida de supervivientes, mis padres y mi hermano compran y leen Paris Match. El peso de las palabras el impacto de las fotos.  


El teatro de la lengua, su énfasis, su hojalatería, su ferretería, su oropol, su tralalá, sus faralaes, sus coqueterías, sus arcanos, sus bambalinas, sus emboscadas, sus callejones sin salida, sus agujeros negros, sus vértigos, su seísmo, sus fastos, sus grandezas, sus miserias, sus desenfados, sus ternuras, su cálida oquedad, sus perfidias, su deslumbramiento, como una Asunción. Hasta los huesos.


El Rey viene cuando quiere. Las entrevistas. El personaje público. Las apariciones. La desaparición, el enmudecimiento, la evasión. Lucir, lucirse, bailar bailar, emprender el camino, tomar la tangente y el matorral. Como el zorro. Agudeza, juego, salvaje, vértigo, dulzura, dolor.


Los rizos de la juventud en las fotos de los años de Clermont-Ferrand. Una en particular, tomada en la rue des Gras, en una librería, la de Jean Rome, a finales de los años sesenta. Tiene las manos en los bolsillos, lleva un gran jersey de cuello alto bajo una chaqueta oscura que podría ser de terciopelo, la barbilla es sabia, la cabeza está inclinada, sonríe, mira los libros. Tendría unas maneras a la Pasolini. Un Pasolini ragazzo que habría en Creuse y crecido en Clermont-Ferrand, bastante lejos de Roma al fin y al cabo. Se me ocurre de repente que este Pierre Michon de pelo rizado habría sido perfecto en el papel de la criada que levita en el patio de su granja natal al final de Théorème. La criada que está de vuelta de todo, que ha vuelto a la granja, devuelta a los dominios de sus orígenes, rimbaldiana y recogida; y santificada, elegida, arrancada, incendiada. Encendida, literalmente encendida, que ha prendido fuego y que incendia. Pierre Michon ha prendido fuego e incendia. Al paredón.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Au mur, de Marie-Hélène Lafon, procedente del volumen Pierre Michon. Cahier de L'Herne, Éditions de L'Herne, Paris, 2017.


Imagen del encabezamiento procede de: https://www.sortir47.fr/evenement/habiter-une-oeuvre-vies-minuscules-de-pierre-michon/

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23 de octubre de 2023

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia


Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. Espasa Calpe, 2003
Traducción de Encarna Castejón

«Yo busco lo imprevisible».

En 1984 Pascal Quignard cuenta 36 años y faltan todavía diez para que renuncie a todas sus responsabilidades en la editorial Gallimard y a su carrera musical para dedicarse únicamente a la escritura. Desde su primera publicación, El ser del balbuceo. Ensayo sobre Sacher-Masoch, en 1969, ha dado a la edición más de una decena de textos, pero una sola novela, Carus, en 1979; la década siguiente publicará tres novelas más: El salón de Wurtenberg (1986) y Las escaleras de Chambord (1989), precedidas por este Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (Les tablettes de buis d'Apronenia Avitia). Con posterioridad a esa década, el autor racionará muy cuidadosamente sus incursiones en el género novelesco, al menos en su vertiente más canónica. Aunque hablar de canon en el caso de Pascal Quignard es bastante temerario; Las tablillas de boj de Apronenia Avitia es un ejemplo de esa dificultad de concreción; forzosamente, con la intención de dar cuenta de esa confusión, estas Notas de Lectura abordarán el texto desde dos perspectivas divergentes; el modo en que Quignard las hace converger es el objeto sobre el que este lector ha puesto su atención.

«Para las tradiciones clásicas en todas las civilizaciones de lenguas muertas, la invención no reside en el tema o en la forma, sino en puesta en práctica lingüística. Ser original es estar cerca del origen. Significa elegir a un anciano al que todos los demás contemporáneos han dejado sin posteridad a la que imitar. En China, un mandarín; en Roma, un patrón; en Sicilia, un padrino». Sur le jadis, (2002)

Siglo IV. Imperio romano, bicéfalo y a punto de entrar en su decadencia definitiva. En su contecto histórico, se trata de una de las épocas más convulsas del Imperio, una época en la que se está decidiendo el futuro de la civilización, en peligro por las amenazas externas, en unas fronteras cuya extensión ha convertido en indefendibles, e internas, con conflictos sucesorios, guerras civiles y el surgimiento y adopción del cristianismo como religión oficial.

Aproenia Avitia, una mujer, romana, patricia, que vive voluntariamente autoexcluida de su contexto, ubicada fuera de los grandes movimientos históricos, deja una serie de testimonios escritos  sobre hechos, pensamientos y anécdotas referentes a su cotidianidad —quién sabe si podría tratarse de una de las precursoras de aquella comunidad de solitarios por la que clama, dieciséis siglos después, el propio Quignard. 

Estos testimonios se materializan, pasados los siglos, en los dos tipos que han sobrevivido: las cartas —epistolae—, dedicadas a comunicaciones con un interlocutor, para gestionar asuntos domésticos, utilitarios o de negocios, y en las que ignoran los hechos históricos; y las tablillas —buxi—, empleadas para asuntos con pretensión de pervivencia, más diario que agenda —aunque también—, y que abarcan el período entre los años 395 y 414.

«De repente, les pareció que llevar el registro de las enfermedades era un medio para contenerlas, ya que no había modo de vencerlas. Todos creían que, poniéndolas por escrito, controlarían un cuerpo devorado por la nada y que así se procurarían una especie de andamio, de aislamiento y de cimientos. Intentaron retener esa agua que se escapa entre los dedos por mucho que apretemos el puño. Soñaban. Es obvio que Apronenia Avitia, al contrario que Vivia Perpetua en el siglo anterior, nunca tuvo intención de hacer público lo que había escrito de manera apresurada. No obstante, Paulino de Pella, en 459, a la edad de ochenta y tres años, publicó sus efemérides. El texto latino de los Buxi figura en los folios 484 a 524 del compendio de Fr. Juret en 1604. A mí, el texto de los Buxi me pareció curioso. Y pensé que si el lector consentía en prestarle la tibieza de su aliento, esos olores y esos ensueños, esas ropas y esas formas recuperarían una especie de resplandor y de movimiento, y que tal vez esta antiquísima sombra femenina erigiese a su lado, en el aire, el recuerdo de un cuerpo vivo».

Estimulado por ese deseo y haciendo uso de su recia formación clásica, Quignard, después de la  introducción que he intentado glosar en las líneas que preceden, traduce y transcribe literalmente el contenido de esos Buxi.

Pero lo cierto —y aquí empezaría ese desdoblamiento de la Nota de Lectura que citaba anteriormente— es que Apronenia Avitia no existió jamás. El apartado Vida de Aponenia Avitia es un acercamiento biográfico absolutamente ficticio de una mujer imaginaria, y los sucesivos capítulos, que glosan los folios «de la reedición parisina del compendio de Fr. Juret, Orrian, 1604», son un mimotexto, una invención del autor.

Una primera particularidad, que aparece nada más emprender la lectura de la segunda parte, tiene que ver con la situación del texto entre tres ejes: el de fidelidad-infidelidad, el de realidad-ficción y, finalmente, el de originalidad-imitación. El primero, evidente ante cualquier tipo lectura, se refiere a la honestidad de Apronenia Avitia a la hora de escribir sus apuntes —no deja de sorprender su indiferencia a los hechos contemporáneos—; y, por otra parte, a la supuesta fidelidad de ese Quinti Aurelii Symmachi, el compendio de François Juret que reproduce los textos originales, un libro que, por cierto, sí que existe, aunque con otro contenido que el que pretende Quignard, así como algunas de las anotaciones de las tabletas, que hacen referencia a ese texto real; el segundo, siguiendo el desafío que propone el autor, tendría que ver con el modo en que este trata un texto inventado con las herramientas, lingüísticas, formales, incluso eruditas, con las que trataría un texto histórico, pero trambién al hecho de la conversión de Pascal Quignard, autor y traductor, en un simple narrador; el tercero, que tiene que ver con la intertextualidad, debería tener en cuenta la referencia a ese texto real y al modo con que Quignard recrea un texto falso que imita otro, el original, inexistente.

Otra de las particularidades del texto —y, en general, de la apuesta estilística de Quignard— es el espacio en blanco. Las aportaciones de Apronenia, reproducidas literalmente, adolecen de una fragmentariedad exasperante: ninguno de los hechos que se relatan, de los pensamientos que se reproducen, de los deseos y demás sentimientos, ni tienen continuación, más allá del fragmento en el que se citan, ni conclusión; con los pocos datos que se nos facilita, es imposible hilvanar, no ya un relato, mucho menos una vida. A menos que el autor, ahora sí Pascal Quignard, pretenda que esos fragmentos se limiten a formar una especie de boceto conceptual a partir del cual, a partir del silencio que representa aquello que no se dice, de la discontinuidad, sea el lector el que reproduzca la biografía real de Apronenia, teniendo en cuenta tanto lo que dice como lo que —supone— que calla.

«Para mí, el arte es algo serio. Es mi vida. O uno retoma la experiencia en su origen, como el sueño de la víspera, sin preocuparse del post o del pre, y uno es constantemente emergente, constantemente un Renaciente. O uno es puro resentimiento o reacción, o caricatura. La destrucción es profundamente académica. La historia de la literatura no me interesa en abasoluto».

18 de octubre de 2023

Todas las mañanas del mundo

 «Tous les matins du monde sont sans retour».

Tous les matins du monde. Pascal Quignard. Gallimard, 1991



Les Pleurs. Monsieur de Sainte-Colombe.

Jordi Savall, Bass Viol Christophe Coin, Bass Viol

16 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VII

 


¿Qué decir de Châtain?

Pierre Bergounioux sobre Pierre Michon


Como forma elaborada, revalorizada, de la experiencia, la literatura no ha reflejado, durante mucho tiempo, más que una fracción de la existencia colectiva, la de los grupos con título, acomodados, que viven en las fincas  prósperas o en las grandes ciudades, la nobleza menor del Périgord, la burguesía de Touraine o Rouen, la gente de París. Existe una especie de afinidad recíproca entre el resplandeciente espejo de los libros y la gente importante; los demás, han permanecido ahogados en las sombras, extraños a sí mismos, ignorados por el mundo entero.


La fantasía de escribir puede prender en cualquiera, pero determinadas circunstancias facilitan ese capricho, mientras que otras se oponen ferozmente. Un nativo del departamento de Creuse, por ejemplo, actuaría con prudencia si se abstuviera de pensar en ello. Ondulada franja del desierto central, con su prefectura de nombre frondoso, Creuse nunca ha sido escenario de nada. En toda su historia, quizá solo haya aportado una palabra a la lengua francesa, la de Croquants, con la que los señores llamaban, antaño, a los campesinos rebeldes. Proviene de Crocq, una aldea en los bosques, por encima de Aubusson, de donde partió una mañana un grupo de descalzos exasperados por alguna amarga injusticia. Fueron masacrados antes de que acabara el día. Aparte de eso, nada. Al menos, nada que justifique tomar lápiz y papel. Gente de escasos recursos, con días deprimentes, farfullando en patois en sus tristes cantones, el vacío, el viento, diría Michon, una nada irredimible.


No se puede hacer libros con eso.


Esta es la conclusión que se impone al ingenuo de cuya mente haya podido aflorar semejante pensamiento, hace unos cuarenta años, cuando el mundo exterior irrumpió en este reducto aislado desde la noche de los tiempos. Para quien se esfuerce en desentrañar lo que ocurrió, hay que imaginar, sin ningún orden en particular, la súbita desaparición del campesinado parcelario, la huida de las muchachas a Limoges, la apertura en Guéret de una tienda de ropa con el rótulo «La moda de París», la ampliación, para algunos niños, de su escolarización, y el descubrimiento, por un puñado de ellos, de que la vida puede encontrar, en las páginas de los libros, una claridad de la que carecería sin ellos.


Pierre Michon escribió sobre este deslumbramiento y la desesperación que lo  siguió. Todo le predestinaba a la incomprensión, al extravío. Los libros extraían, al parecer, su brillo de universos invariablemente alejados cientos de leguas o de años. Nada, de lo que había vivido, era digno de traducirse al magnífico lenguaje que le había sobrecogido.


Hace falta tiempo para entenderlo, tanto más cuanto más antiguas son las obviedades con las que uno se topa. Aquella que, por ejemplo, condena al silencio o al deslumbrante ridículo a los escolares lemosinos, los «escholiers limouzins». Data del siglo XVI. Rabelais la estableció ya en el capítulo VI de su Pantagruel. Irritado por un sabelotodo que imita la bella lengua, nuestro gigante le agarra por el cuello. El otro, inmediatamente, se ensucia, y pide clemencia en su lengua natural: «Ne me touquas gran!», «¡No me toques!».


Pierre Michon experimentó la gran frustración que todo, desde siempre, le había sido impuesto. Contó su larga penitencia y luego la Anunciación, en un día ya avanzado, en el desolado patio de la escuela donde había sido niño, con el campo indigente, a su alrededor, los muertos sin gloria a los que había rechazado, traicionado, para escribir cualquier cosa vana, inventada. Lo que parecía condenarle se ofrecía para salvarle si aceptaba abdicar de sus pretensiones grandilocuentes para volver a lo que había sucedido allí, sin ruido, casi sin enunciados, ante sus ojos, antes de desvanecerse.


Sus Vidas minúsculas hacen salir a la luz a aquellos a quienes se la había negado. Y es justo que ofrezcan una voz, por fin, a aquel que los había ignorado desde buen principio. Pierre Michon ha roto el silencio secular en el que los hombres, y las mujeres, estaban enterrados; ha llevado su existencia al segundo registro, específico, inteligible, de la palabra escrita. La literatura no es otra cosa que este poder de revelación, esta fuerza liberadora.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Que dire du Châtain?, de Pierre Bergounioux, procedente del volumen Pierre Michon. Cahier de L'Herne, Éditions de L'Herne, Paris, 2017.


Imagen del encabezamiento procede de: https://fr.wikipedia.org/wiki/G%C3%A9ographie_de_la_Creuse

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10 de octubre de 2023

Les heures heureuses VII

 

«La especie Homo ha inventado sufrimientos increíbles para los cuerpos humanos que componían sus diferentes especies, después sus diferentes grupos, después sus diferentes estados, para protegerse del conocimiento de la muerte. Detrás de lo que el Neanderthal o el Sapiens llamaban lo real se esconde lo «salvaje» que perdieron cuando comenzaron a hablar o que reprimieron formando tropas que huyeron de tierras, islas, continentes, e incluso levantaban el vuelo al espacio. Por eso la realidad es más imprevisible que la vida misma. No tenemos una imagen más precisa del origen que la radiación fósil emitida trescientos ochenta mil años después del extraño destello de la implosión primigenia. Lo inolvidable es más grande que lo verdadero y lo originario más inmenso que lo inolvidable».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023

8 de octubre de 2023

Les heures heureuses VI

 

«Dar una forma imprevisible a su propia vida y aferrarse a ella, sea lo que sea en lo que se haya convertido, tal es el objetivo de la ascesis.

En el interior del enigma de cada vida, cada cual se convierte en el indicio de una oportunidad, en una ventura que ha como caído del cielo.

Yo he tenido la ventura de vivir.

Buena ventura: buena fortuna.

Mala ventura: mala suerte, mala estrella».


Les heures heureuses. Pascal Quignard. Albin Michel, 2023