17 de abril de 2023

Sacher-Masoch. El ser del balbuceo


Sacher-Masoch. El ser del balbuceo. Pascal Quignard. Editorial Funambulista, 2017
Traducción de Paz Gómez Moreno

Justo después de comprobar que bajo los adoquines no estaba la playa, Pascal Quignard, un estudiante de filosofía de la universidad de Nanterre de veintiún años, publicó su primer libro, Sacher-Masoch. El ser del balbuceo (L'Être du balbutiement. Essai sur Sacher-Masoch, 1969, reeditado en 2013 con el postfacio à la pactio antique). El texto llamó la atención del consagrado Louis-René des Fôrets, miembro del comité de lectura de Gallimard, que le reclutó para la editorial, con la que colaborará en distintas funciones hasta 1994, cuando abandonará todas sus responsabilidades laborales para dedicarse exclusivamente a la literatura.

Los epígonos europeos de la obra de Sacher-Masoch —principal, pero no exclusivamente La Venus de las pieles— ponen en evidencia la necesidad que tenía la literatura, justo en el momento, en el lugar y en el entorno literario en que se publicó —después de los excesos tan conmovedores como patéticos del Romanticismo, aunque lo peor estaba por llegar: las alucinaciones enfermizas del psicoanálisis, corregidas y aumentadas por sus fanáticos seguidores—, de esa obra y de la temática que aborda; los avatares que sufrieron, tanto el autor como la novela, desde su publicación —transcurrieron solo quince años desde su publicación cuando, todavía en vida del autor, Kraft-Ebing, en su Psychopathia Sexualis, acuña el término masoquismo— y hasta nuestros días no hacen más que avalar esta tesis.

Paradójicamente, el concepto psicopático supera a la obra y al propio autor, haciendo que estos últimos pasen a un encubierto segundo plano para, posteriormente, llegar a la práctica desaparición; algo parecido a lo que le sucedió, un siglo antes, a Donatien Alphonse François de Sade. Estas circunstancias, en las que los delirios de Freud y de sus acólitos tienen tanta responsabilidad, han conseguido relegar al análisis literario a una mera anécdota; tampoco la filosofía ha dejado lugar para el texto, limitándose a confeccionar, y luego discutir, sinopsis interesadas que se han redactado, a posteriori, en función de aquello que se pretendía demostrar. Quignard desea centrarse en el texto y no sobrepasarlo ni con la interpretación ni con la apología o la condena.

«Se trata, en la extensión neutra de sus páginas, de escuchar el temblor que la subordina [la lectura], de mostrar, mediante el único juego de sus líneas, la presencia escalonada en la que culmina su habla más original».

Como si avanzara cincuenta años en un segundo y anunciara su La vida no es una biografía (La vie n'est pas une biographie, 2019), Quignard descarta a la biografía, como género, del mismo modo que a la historiografía y a la psicología, para responder a la pregunta: ¿Quién es Sacher-Masoch?. La  respuesta hay que buscarla en su texto, concretamente en la parte más íntima y determinante del autor, su habla; y su habla, en la que el significado se adelanta al concepto y la alocución al significado, es el balbuceo: un balbuceo emplazado entre el del bebé, que no tiene nada que decir, pero actúa por imitación, y el del moribundo, lleno de palabras a las que se les ha negado la expresión, la materialización.

«El balbuceo es el habla del retorno, del desvío hacia el retorno mismo, hacia la madre, del retorno al desvío mismo, a la muerte. El balbuceo es el habla límite de la expresión y de la indicación».

El ecosistema en el que se desarrollan los textos de Sacher-Masoch están dominados por el efecto de suspense —que incluye, aunque no necesariamente, la noción de espera como disposición activa ante aquello que es posible que suceda, pero sin incluir coordenadas temporales ni obligación de cumplimiento—, de expectación, entendida esta como el conjunto de posibilidades ubicado entre dos polos: aquello que es susceptible de ocurrir y la muerte; dos polos que delimitan también el dominio de la duda y entre los cuales el tiempo no es una variable a considerar. Este suspense no es una circunstancias accesoria en las ficciones de Sacher-Masoch, sino un mecanismo ficcional a través del cual se articula la acción: el aplazamiento que crea expectación. La manifestación de esa espera —suspendida—, que ahonda en la imposibilidad de determinar los hechos futuros, a la vez que indetermina también el signo de los acontecimientos —y su efecto sobre los protagonistas—, conlleva, como expresión más pura, la imposibilidad del discurso —la pugna entre un habla que no quiere detenerse y un silencio que no logra imponerse—, es decir, el balbuceo. 

Lo desconocido que se niega a ser conocido, que utiliza el suspense para dilatar su ocultación, entra en relación con la dominación y exige, por tanto, sumisión, una capitulación de la que el habla es desterrada.

«Esta expulsión del habla es el balbuceo. El balbuceo es la ausencia del habla ante el habla totalizada del otro totalizante. El balcuceo es el arrodillamiento ante la huella».

Quignard prosigue su ensayo sobre Sacher-Masoch formulando el binomio Caín-Jesús —el Caín que balbucea cuando Yahvé le pregunta dónde está su hermano (una pregunta ociosa e intencionada, viniendo de quién viene, que ya sabe la respuesta); y el Jesús que balbucea pidiendo explicaciones al Padre (otra intervención sin respuesta) por no haber apartado de él ese cáliz— y acudiendo al concepto schopenhauriano de voluntad como esencia de todas las cosas, aunque situada fuera de la causalidad, y fondo de todos los fenómenos, aunque con ausencia de motivación. Si la voluntad es reductible al deseo, "los órganos viriles son el foco de la voluntad" (Schopenhauer). La relación entre el filósofo alemán y Sacher-Masoch viene establecida por la recombinación de los tres elementos citados:

«La relación entre Caín y Jesús no es más que la duplicación del Sí y el No de la voluntad, de la afirmación y la negación del querer-vivir. Caín es el asesinato y la errancia del mundo. Jesús es la bella mortificación que entrega el alma y rehúsa».

El contrato que establece el protagonista de La Venus de las pieles con su dominatriz consiste, fundamentalmente, no en la renuncia, sino en la cesión de su voluntad a la de ella. Desde el momento de su firma, el poder erótico del contrato se articula en dos niveles: a posteriori, por las consecuencias de esa cesión de la voluntad; pero también a priori: el terror que conlleva la propia firma para el cedente y la imposibilidad de transgrtedirlo —un efecto que es la primera y la última razón de la firma—.

«El contrato firma el anonimato. El contrato contrae; en la medida de su no-tuteo, de su alteridad, contrae el nombre de pila. Por último, la obra permite quen el autor firme su propio anonimato al pie del contrato. El contrrato simple remite a la "palabra de honor"; esa palabra no es otra cosa que la ligadura con el lenguaje que exhibe, suprime y renueva la unicidad del yo, su diferencia, la eclosión en el mundo y la repetición del mito, indistintamente. Lo que hemos llamado contrato simple, contrata con el cuerpo del contrato: su lenguaje, su posibilidad, la posibilidad de la firma y de la obra, retomada en el contrato como  una primera constatación donde el Yo dice Yo, permite que el Tú contrate, permite a su vez el desplazamiento del Yo hasta ser su Otro, hasta ser la obsesión de su obra en su palabra no autentificada y, sin embargo, idéntica».

El balbuceo puede llevar implícito el concepto de súplica, tanto formal como intencionalmente, que es dintinto de quedarse sin palabras —que puede ser un reconocimiento de culpa, pero nunca una súplica—, y tienen, pueden tener, en común, la angustia y la espera, y una relación con la mirada, en ambos comúnmente implorante, ambos buscando acogida, rogando aceptación con una mirada baja que representa sumisión —una mirada que no pretende ver, cuyo fin natural no es la visión, del mismo modo que el balbuceo no intenta hablar (aunque la intención de ambas sea comunicar)—, por más que la súplica rehuya pero busque a los ojos del otro y la voz balbuceante se dirija a sus oídos. Ambas tienen en común la capacidad de afectar a su sentido específico, un efecto que redunda en su idoneidad para generar una respuesta positiva, esperable, porque ambas son la negación del ocultamiento. No resulta extraño pensar que la súplica y el balbuceo pudieran ser dos de las reacciones más tempranas en la historia de la comunicación humana inter pares; la súplica, en la mirada y en la voz, implican terror y ausencia, pero también solicitan comprensión y perdón.

«La novela La mujer separada se reduce al acontecer de un grito lanzado desde el espejo; se trata de un "espejo inmenso, roto a lo ancho por una gran raja"; unas cien páginas más adelante, el espejo, donde se origina la mirada en el ya-desvío, habla, pero como toda habla, de aquello que la quiebra: "La raja del espejo crujió, lanzando un lúgubre lamento"».

La renuncia a la voluntad posee, en el fondo, un carácter fingido que no cabe dejar pasar, una redundancia que sobrepasa su significado primordial: la abdicación de la voluntad es, desde su formulación, un acto voluntario, consecuencia de haber respondido a la voluntad de renunciar a ella: es una decisión en la que coexisten la voluntariedad —puesto que el acto no es forzado por ningún tipo de medio a su suspensión— y el desestimiento de la misma mientras el contrato siga vigente.

Del mismo modo, el balbuceo puede verse como la incapacidad de llevar a términos factuales la comunicación, e implica una disposición de hacerla efectiva; la negación de la comunicación no es el balbuceo, es el silencio; son los puntos suspensivos contra el punto y seguido: unos comprometen  contenido que no se expresa, el otro, en cambio, está vacío de contenido —el balbuceo es la boca que permanece abierta mientras intenta comunicar; el silencio es la boca cerrada que ya no tiene contenido para emitir: suspensión de la palabra contra inexistencia—; unos revelan la voluntad de comunicación —que no se hace efectiva—, mientras que el otro implica la voluntad de no comunicar. Uno de los términos del contrato es la renuncia a la súplica; por tanto, renuncia al habla, a la palabra —que se cede a la otra parte—, pero no obligación de silencio: el balbuceo es la forma que toma el habla cuando esta está excluida.

«El balbiuceo es esa habla al límite del habla, ese silencio a punto de hablar; el balbuceo es suspensión del habla hacia el silencio, suspensión del silencio dentro del habla. La deseperación es abandono; la desdicha: fusión, confusión, efusión. La muerte tiene un nombre que el habla expulsa, donde el silencio enmudece; se trata de tutear al Otro, de que el miedo sea absoluto, pero en una mirada que no es devuelta: "Ahora empiezo de veras a temeros profundamente". El silencio se inclina hacia el habla de una sola persona, en el balbuceo. Se arrodilla ante la huella del piececito, agacha la cabeza ante quien habla, encorva el cuerpo hacia el látigo: "¿Eres desgraciaso? —Yo agaché la cabeza y guardé silencio". "Me tendí a sus pies, balbuciendo súplicas y ruegos. Quería aquello mismo que había temido como muerte, lo exigía"».

El objeto del contrato de Sacher-Masoch puede llegar a ser una forma de huir de la muerte, de experimentar aquello que le es más próximo, sin morir; esa relación con la casi-muerte no puede implicar el mismo tipo de comunicación que con la vida, por eso se suspende la palabra, por eso se balbucea.

O tal vez se trate de engañar a la muerte experimentando los efectos más próximos, en cuyo caso el balbuceo formaría parte de la estrategia de mostrarse como no-enteramente vivo. La humillación, en ambos casos no sería más que una estrategia y el balbuceo el recurso, que forma parte del ritual, fundamental.

«La existencia traumatizada previa a la adquisición de la lengua (previa a la memoria que la lengua instala y que su aprendizaje lento y penoso permite) solo puede curarla el propio cuerpo (dentro de su saber no verbal, animal, enteramente alojado en su intuición no mediata, primaria). El masoquismo hace que se alce lo asimbólico, así como el análisis hace que se alce lo simbolizado (esto es, todo lo que ha sido condensado con las palabras del lenguaje). El masoquismo vuelve a trazar el maltrato, que permanecía silencioso, asimbolizable, alingüístico, inevocable. El cuerpo traumatizado solo puede curarse mediante la retraumatización del cuerpo. El único acceso es el acceso originario».

Otros recursos relativos al autor en este blog:

http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Pascal+Quignard&max-results=20&by-date=true

No hay comentarios: