8 de septiembre de 2025

Flaubert y «el otro»

 

Gustave Flaubert. Retrato de Felix Nadar, 1869

Flaubert y el otro

Pierre Bergounioux

«Es el orden simbólico el que es, para el sujeto, constitutivo... La ilusión de que lo ha formado a través de su conciencia proviene del hecho de que es a través de una brecha específica en su relación imaginaria con su semejante que ha podido entrar en este orden como sujeto».

J. Lacan, Écrits.

El indefectible interés suscitado por la obra de Flaubert es indicativo de la resistencia que ofrece a la investigación crítica y de la persistente incapacidad de esta para dar cuenta de la incomodidad cultural, del indefinible desconcierto que su lectura suscita. Las razones de esta incapacidad quizá haya que buscarlas en el carácter eminentemente literario del análisis al que, por lo general, se ha sometido hasta ahora la obra flaubertiana: el estudio de la narración, de los personajes, del entorno —es decir, la crítica temática—, o el registro minucioso de los hechos, la comparación de los acontecimientos narrados en los textos con la época histórica correspondiente —es decir, la crítica sociológica—. Por muy reveladores que sean en lo tocante al estilo, ninguno de ambos métodos ha podido trascender su momento paroxístico. El silencio en torno a Bouvard et Pécuchet sigue siendo atronador, y este pseudópodo flaubertiano parece condenado —desde la óptica tradicional— a la penumbra de la anomalía incalificable, al punto ciego de la interrogación.

Interrogar de nuevo a Flaubert, con la esperanza de identificar su especificidad, consistirá, en primer lugar, en tomar nota de esta inviabilidad y reformular radicalmente la cuestión; en otras palabras, redefinir el objeto. Sustituiremos la noción de obra, demasiado abierta a la confusión empírica, por la de texto, en el sentido extremadamente preciso que le da J. Kristeva: «Dispositivo translingüístico que redistribuye el orden del lenguaje poniendo en relación una palabra destinada a la información directa con diferentes tipos de enunciados antecedentes o sincrónicos1».

Para ordenar en cierto modo las cuestiones y hacer una división metódica  en la masa imprecisa del texto flaubertiano, parece lícito partir de una simple constatación: en solo trece años, de 1836 a 1849, y si nos referimos al «contenido», Flaubert lo ha dicho todo. En otras palabras, lo esencial del mensaje de Flaubert, los temas clave que atraviesan todos sus escritos, ya están ahí. Podemos elaborar, para dejar constancia de ello, un breve cotejo que sacará a la luz la aparición precoz de algunas figuras preferentes con las que, por otra parte, hace tiempo que se intenta reducir y captar a Flaubert. Mémoires d'un fou, Novembre y la primera Education sentimentale son un conjunto de variaciones sobre los temas de la formación, del aprendizaje y de la pasión, Smarh prefigura La Tentation de saint Antoine, Le garçon —una figura tartamuda y ridícula, presente en un borrador de 1845 inédito (N. del T.)— anuncia Bouvard et Pécuchet. Pero existen tres títulos en los que ese modo de relato de formación está ausente: Madame Bovary, Salammbô y Trois contes.. En virtud de esta ausencia, se les concederá un estatuto especial, que quizá permitirá más adelante explicar íntegramente los avatares de la práctica flaubertiana.

En cuanto a la identificación de un punto de partida y de una línea de acción, nos basaremos en datos estadísticos. De los seis textos producidos entre 1836 y 1849, que Flaubert retomará más adelante, el que se repite con mayor frecuencia es el tema de la educación sentimental. Tres de los seis textos le están dedicados, y no es hasta la versión de 1869 (la segunda Éducation sentimentale) cuando el novelista abandona definitivamente esa vía.

Esto parece suficiente para incitar a la búsqueda de la dimensión diacrónica y un cierto número de diferencias en el modo o modos de ser de la escritura flaubertiana.

La resistencia del signo

La precocidad, la implacabilidad, la exuberancia de sus primeros escritos —aquellos que se ha convenido en llamar obras de juventud— dan fe de un deseo imperioso de escribir, en cuya naturaleza no nos detendremos, ni perseguiremos sus motivaciones profundas. Es en la correspondencia del novelista, como sugiere G. Genette2, donde habría materia para reflexionar sobre la relación entre Eros y la escritura, y la posibilidad de esclarecer el significado psicoanalítico del acto de escribir. Pero sería muy peligroso, para nuestros propósitos, buscar en esta correspondencia la toma de conciencia y el autoanálisis, necesariamente erróneos, de una práctica que ignora por sí misma los problemas reales a los que responde3. Nos limitaremos, pues, estrictamente a los textos. En cualquier caso, la presencia exasperante del deseo de escribir es evidente en la obstinación del joven Flaubert, que retomó la escritura de este mensaje tres veces, siendo la forma definitiva y tardía L'Éducation sentimentale (1869).

En efecto, con algunos años de intervalo —1836, 1842, 1845—, Flaubert retomó la misma historia con, al parecer, la misma mala suerte y una paralizante  insatisfacción. La historia de un joven exaltado que experimenta el amor y la vida en el sentido más amplio de tal manera que le deja una conmovedora e irrevocable amargura para el resto de sus días. No hay nada más común, de hecho, que una fábula de este tipo, cuyo esbozo puede leerse en los textos más representativos del género novelístico en el siglo XIX. El drama del joven Flaubert, los primeros contratiempos en su deseo de escribir, residían en esta súbita saturación, en este exceso de experiencia y de palabras. Se ve perfectamente al leer toda la obra de Flaubert anterior a Madame Bovary. Si nos atenemos  a las voces de la persona, a ese conjunto de signos cuya suma constituye el personaje  novelesco —dejando de lado ese elemento indispensable, pero a nuestros efectos insignificante, que constituye el nombre propio—, parece evidente que Flaubert está en proceso de recuperar a Balzac. Tanto en el fondo y en la forma del contenido como en la forma de expresión4, no hay ninguna innovación que permita distinguir a Flaubert ni revelar bajo este término genérico una diferencia relativa a la escritura, una ruptura en la historia representada.

Esta problemática inicial es también la problemática central, el obstáculo a partir del cual puede surgir otra práctica. Pues la intención de comunicar, la palabra que debe articularse que atormenta a Flaubert es ya, y se descubre en el gesto mismo que la formula, la intención y la palabra del otro. Por un lado, está la tentación del mensaje denotativo, el deseo de expresar una experiencia personal, original, de la existencia, pero por otro está el espectro del déjà dit, de lo ya dicho, el peligro mortal de la repetición. Mientras el joven Flaubert pretende  subsumirse bajo la imagen romántica del creador, la historia se repite, la edad de oro de la singularidad infrangible y el mito del novelista demiurgo se derrumban. La escritura ya no puede reducirse al desvelamiento de una verdad imperecedera, bajo la transparencia de un verbo ingrávido.

No podemos atribuir a Flaubert la plena conciencia de las transformaciones que introduce en la República de las Letras, pero sí se le puede conceder una intuición confusa, surgida de sus ensayos a tientas, de su deseo frustrado, que le revela lo esencial: la presencia preponderante del estereotipo en la palabra que él creía brotada de su subjetividad más profunda. Al mismo tiempo que se expresa, la originalidad se revela banal, lo inédito se vuelve cliché, lo auténtico un lugar común. Pero ese descubrimiento y el consiguiente desbloqueo no son inmediatos. No existe una solución de continuidad entre la sospecha del fracaso y la reorientación significante de la escritura. Prueba de ello es, pese a los imperceptibles pero sintomáticos pródromos que jalonan los escritos de juventud, el regreso, bajo el ropaje de la más superficial convención, de la reiteración obsesiva, de los temas de la educación y la pasión, desde Mémoires d'un fou hasta la primera Éducation sentimentale.

El malestar y los esfuerzos de superación de esa disyuntiva que lo acompañan se manifiestan desde el momento en que Flaubert se enfrenta al lenguaje que la historia le ha dado como horizonte. Una experiencia existencial que pretende ser original y singular en todos los sentidos no encuentra para expresarse sino un lenguaje gastado, exhausto de haber servido de soporte a tantas experiencias aún más originarias. El paso inaugural de la escritura de Flauber tropieza con esta evidencia cegadora, lo que determina de inmediato la huida hacia adelante que va a proseguir en todos los textos anteriores a 1851. Una huida hacia adelante cuya conclusión mítica sería la aprehensión de un objeto siempre codiciado, siempre deseable, que retrocede ante el entramado del significante: «¿Cómo expresar con palabras esas cosas para las que no hay lenguaje, esas impresiones del corazón, esos misterios del alma desconocida para sí misma? ¿Cómo puedo contaros todo lo que he sentido y todo lo que he pensado?5». El primer movimiento del escritor, atrapado en la lógica del complemento, es la búsqueda de un más allá, de un empíreo de la forma que responda a la trascendencia del contenido. Sabemos que, en virtud de esta misma lógica, la exigencia a priori del origen, el deseo de que el signo corresponda a la esencia, no hacen sino acentuar la problemática inicial6. En su deseo de monopolizar el lenguaje, que siente que no le pertenece sólo a él, para darle su sello personal, Flaubert le impone los signos más conspicuos de la generalidad, que él toma por los de la singularidad. Al experimentar el desgaste del instrumento de que dispone y los límites que le asigna el perfil de los textos por los que había pasado y/o que le habían constituido, el primer gesto de Flaubert quiso ser un gesto de liberación. 

Liberar el lenguaje de la envoltura de connotaciones indeseadas que arrastra para reencontrar un signo puro, libre de la escoria del intertexto, de la comunicación parásita que menoscaba su fidelidad y transparencia. Paradójica, pero lógicamente, este gesto de liberación y purificación conlleva la incorporación de una plusvalía. Emancipar el significante consiste, en primer lugar, en imponer al lenguaje los rasgos de una subjetividad desbordante. De este modo, la novela de juventud de Flaubert se presenta, indistintamente, como una sobreacumulación de signos novelísticos más que como una novela en el sentido estricto de la palabra. El malestar del escritor se refleja en su incapacidad para utilizar los códigos «naturalmente», para hacer literatura sin segundas intenciones; y la angustia surge del hecho de que no puede evitar utilizar como significante un modelo narrativo cuya ruina, cuya insuperable degradación, experimenta. La primera Éducation sentimentale, por ejemplo, es una enumeración interminable de los paradigmas culturales y semánticos constitutivos de la novela «clásica». Incapaz de recombinarlos a través una sintaxis narrativa obsoleta, el escritor se esfuerza por reinvertir en ellos ese sentido del que se les está vaciando, redimiendo aquellos que le parecen menos deteriorados y aferrándose desesperadamente a ellos. En este intento de reutilización negativa, Flaubert, a través del desmoronamiento de los conocimientos y de los valores, busca en lo más profundo capas resistentes sobre las que asentar el sentido. Especialmente significativas son las páginas en las que, al amparo de la marcha de los dos héroes, Jules y Henry, hacia nuevas certezas, asistimos a la búsqueda de un apuntalamiento semántico resistente, más allá de los códigos culturales desacreditados.

«Con la obstinada voluntad de aprenderlo todo, [Jules] aprendió geografía y ya no situaba el clima de Brasil en la latitud de Nueva York […], también pasó la furia de Venecia, el furor por las lagunas y el entusiasmo por los gorros  de terciopelo con plumas blancas […], la tempestad perdió igualmente la consideración de su estima; el lago, su eterna barca y su perpetuo claro de luna, le parecían tan propios de los recuerdos que se abstenía de mencionarlos, incluso en conversaciones casuales. En cuanto a las ruinas, acabó casi aborreciéndolas desde que un día, en una antigua fortaleza, mientras soñaba tumbado sobre los rabanillos salvajes y contemplaba una magnífica clemátide que trepaba por el fuste de una columna rota, había sido interrumpido bruscamente por un comerciante de sebo […]. Una vez alcanzado este alto grado de imparcialidad crítica, que le parecía el verdadero sentido de la crítica y que debía ser al menos su base, renunció a los paralelismos en los que se hacen tan gratas antítesis7».

«Henry es ya un hombre de veintisiete años que sabe soportar el vino y el amor sin emborracharse ni caer enfermo; es flexible y es fuerte, es audaz y es diestro, se doblega ante las  circunstancias cuando no puede doblegarlas a su voluntad; su ardor por la riqueza y por el poder no le quita nada a su generosidad ni a su alegría; trabaja y sale al mundo, estudia y canta, ríe y piensa, escucha los sermones sin bostezar, oye decir tonterías sin levantar los hombros; es el hombre con todas sus incoherencias y el francés con toda su gracia, etc…8».

La duda con respecto al lenguaje y a sus diversos logros ideológicos, políticos, estéticos, actúa en ese uso casi neurótico de los predicados, pero no ha alcanzado todavía esa profundidad radical que guiará al escritor fuera del terreno  estéril de la iteración. De ahí el doble tono dominante en estos primeros escritos: una ironía hipertrofiada y un didactismo pretencioso, los dos mecanismos más eficaces para bloquear sin remisión cualquier proliferación de sentido. No hay otra explicación para un fracaso ininterrumpido de trece años. Dado que la palabra que le ha sido dada para compartir se frevela demasiado anquilosada y, por tanto, incapaz de representar esa presunción de riqueza que desea confiarle, el joven Flaubert intenta arrancarla de las garras del lugar común y someterla a las de lo propio. Nos limitaremos a señalar las manifestaciones más convincentes de esta sujeción.

En primer lugar, las instancias del discurso. Es el «yo» de la autobiografía el que encabeza Mémoires d'un fou. El pronombre en primera persona «incluye con los signos a la persona que lo utiliza, como elemento de la pragmática del lenguaje9». Flaubert se deja atrapar por este signo, reivindicando la generalidad que pretendía descartar, en la medida en que el «tú» que presupone e invoca es perfectamente idéntico a él. No hay ningún antagonismo, ninguna tensión difícil de contener, entre los dos discursos asumidos respectivamente por el «yo» y el «tú» (este último implícitamente). La dualidad es una falsa dualidad; toda singularidad queda abolida en la reversibilidad y la congruencia. El dialogismo no es posible para abrir el campo de la ambivalencia, para liberar el sentido.

Flaubert parece esperar por un momento que esta liberación provenga de un cambio en la autoridad elocutiva, que aparece torpemente en Novembre.

«El manuscrito se detiene aquí, pero yo conocía al autor […]. Los sentimientos deben tener pocas palabras a su servicio, de lo contrario el libro habría terminado en primera persona. Sin duda nuestro hombre no habrá encontrado nada más que decir; llega a un punto en que se deja de escribir y se piensa, y ahí es donde él se detiene, lástima para el lector10».

Profusión de sentimientos, desbordamiento de lo inefable por un lado, descuido de las palabras por otro, es decir, siempre, ¿cómo otorgar significado? Por debajo de los falsos problemas del desbordamiento subjetivo, cabe destacar la astucia del lenguaje, que hace que Flaubert sustituya un «yo» por otro «yo» estructuralmente isomorfo.

«Admiro la casualidad de que el libro se quedara donde estaba, cuando hubiera llegado a ser mejor11».

El divorcio entre el escritor y el protagonista principal, que tiene lugar mediante el uso del pronombre en tercera persona, el pronombre no-personal, podría haber restablecido una pluralidad de instancias y la interacción conflictiva de la que irradia la polifonía. Pero la apariencia de la narración no se ve alterada en absoluto por el hecho de que el sujeto del enunciado esté enteramente subordinado al sujeto de la renuncia, manteniendo un monismo elocutivo que puede asemejarse a esa categoría de narración que Todorov describe como «visión desde detrás12». Bajo la máscara impersonal del «él», el yo impenitente del escritor y la univocidad del sujeto reactivan las categorías de verdad y falsedad, reagrupando el conjunto heterogéneo del texto en torno a una autoridad discriminadora.

En segundo lugar, y a modo de corolario, la relación entre los niveles de significación contribuye a completar el estrecho bloqueo del sentido que caracteriza a todos los textos de juventud sin excepción. Por su propia naturaleza consagrada al aprendizaje, a la búsqueda de un sentido por venir, estos textos son, involuntariamente, los de la certidumbre, los del sesgo rotundo. Experimentando la vacilación y la desintegración del habla cotidiana, amenazado por los lugares comunes, Flaubert busca una posición de exterioridad, ya indicada por el advenimiento del pronombre en tercera persona. Esta escapatoria, que debería asegurarle la posesión de un sentido pleno, desemboca de hecho en el metalenguaje fuertemente transcriptivo que apuntala el objeto-lenguaje devaluado, y se esfuerza por señalar su vaciedad, su prosaísmo, su estupidez. Al pretender desmantelar un discurso ideológico sobre la base de otro discurso ideológico, Flaubert no hace más que remodelar todo aquello de lo que se había propuesto deshacerse. Lo distiende y lo retoma por su cuenta, aunque sin querer, porque permanece en el mismo terreno y sometido a su contaminación. El movimiento que debía conducir al escritor fuera del espacio rígido del objeto-lenguaje le devuelve a él de forma aún más profunda e insidiosa.

De este uso de las instancias elocutivas y de los niveles de significación se desprende que la prueba iniciática del lenguaje, la entrada en la materia —la materia del signo— que creíamos ver en los primeros textos, es en realidad un epílogo. Y por eso no hay nada de sorprendente en afirmar que los escritos de juventud están marcados por la senectud, que los textos de apertura son también los de cierre, y que es el ser conclusión lo que les da sentido y forma. El uso de la palabra, la infancia de la escritura flaubertiana llevan los estigmas de su muerte: la evidencia limitada del sentido. Hay que acabar, pues, con el esquema alternativo de una bipolarización de Flaubert, situado en la encrucijada entre un romanticismo retardado de sensibilidad verborreica y un realismo amargo de expresión parsimoniosa, y evitar inferir un trastorno allí donde el itinerario intradiscursivo flaubertiano experimenta su momento asintótico: el silencio. El resplandor ininterrumpido que intentamos discernir en las primeras obras es en realidad el vómito, la expurgación del estereotipo, del yo como otro. El acceso al significante se produce a través del repliegue del escritor, de ahí la abundancia y la facilidad iniciales. El joven Flaubert sigue siendo el que tiene algo que decir, una lección que dar sobre la presunta inocencia del lenguaje.

Desde el punto de vista de Maurice Blanchot, para quien el escritor es, en última instancia, alguien que no tiene nada que decir, los escritos de juventud se revelan como un viaje laborioso y ruidoso hacia ese silencio final nacido de un agotamiento del significado que confiesa su hética y su insignificancia.

«A veces, ideas gigantescas cruzaban de repente mi pensamiento […]. Me estremecían, me deslubraban; pero cuando encontraba en otros los pensamientos e incluso las formas que yo había concebido, caía sin transición en un abatimiento sin fondo. Me había creído su igual, y solo era su copista13».

Este es el riesgo que corre toda palabra cuyo trabajo sobre la masa de las citas no es más que una repetición pasiva. La primera Éducation sentimentale está ahí para dar fe de la falsa plenitud de una práctica reducida al curso inevitablemente rápido y decepcionante del campo de la afectividad.

Sin embargo, a partir de esas obras ilegibles de juventud, se manifiesta la necesidad del cambio estratégico operado posteriormente por Flaubert en el seno mismo del lenguaje.  El umbral del significante, la escritura como intransitividad, solo eran accesibles al precio de una pérdida de texto; la lógica de la escritura significaba que, bajo el pretexto de los primeros escritos, el Yo se vaciara  en un estallido impuro, dejando al escritor el solo deseo de escribir. El terminus ad quem,el silencio que concluye la experiencia del significado, no constituye una ruptura; a lo sumo, es un desplazamiento, ya que también es un terminus a quo: el silencio inicial a través del cual se abre la problemática del significante.

Escritura y alienación

Es difícil comprender por qué Flaubert pasó de repente de La Tentation de saint Antoine (primera versión, 1849) a Madame Bovary. La biografía del novelista no ofrece ninguna revelación que nos permita ver este salto como la consecuencia indudable de algún acontecimiento determinado. Entre 1849, cuando terminó la primera versión de La Tentation de saint Antoine, y 1851, cuando comenzó Madame Bovary, Flaubert viajó a Oriente. En cuanto a los acontecimientos de 1848, es arriesgado buscar definitiva y mecánicamente en ellos el por qué y el cómo de toda la literatura posterior. Las impresionantes pero abusivas sistematizaciones de Lukàcs14 nos inducen a postular una autonomía relativa de la historia significante y a dejar en suspenso su determinación en última instancia por la historia económica. Aun así, no es intrascendente que Madame Bovary, cuya interpretación ideológica está por ver, se escribiera después de 1848. Es a partir del texto flaubertiano anterior a 1851, y a partir de sus leyes específicas de producción, que estudiaremos Madame Bovary, y nos esforzaremos por captar la  diferencia.

Si abandonamos ahora el nivel interpretativo que hemos utilizado en la primera parte para delimitar el planteamiento inicial de Flaubert en su vano intento de dominar el orden del significante, y situamos los textos de juventud en esa historia del signo, cuya crisis anuncian a su propia escala, ciertas antinomias se deshacen y ciertos problemas desaparecen. Las lecciones de la investigación  estructuralista nos permiten eludir pares tan incómodos como subjetividad y objetividad, propio y común, sustancia y forma, con los que luchan la práctica y el deseo de Flaubert. Se hace posible leer en lenguaje plano lo que el escritor intuye oscuramente, e ignorar un cierto número de puntos obvios, entre ellos :

—La supuesta anterioridad de lo que hay que decir sobre lo que se dice (idea directriz del joven Flaubert). En su lugar, nos encontramos con «la impensable emergencia de la letra en un eclipse de sentido», según la expresión de F. Wahl.

—La presencia de un centro en todo discurso, donde Derrida reveló el juego del pensamiento onto-teleológico. Lo que se sustituye, como inherente al significante, es la evasión de todo centro y el retroceso constante del origen.

—La autonomía irreductible del sujeto hablante. Donde se revelan los efectos constitutivos del significante, que monopolizaría lo más irreductible de cada sujeto.

Así, después de una experiencia en la que ha consumido sus significados, dilapidado el sentido evidente, pero donde el deseo de escribir permanece insatisfecho y las figuras del deseo siguen siendo inasibles, se le presenta al escribiente una alternativa. Una alternativa que, muy pronto se verá, deja de serlo debido a diversas restricciones, aunque podemos enunciar sus términos para mayor claridad. Una vez desenmascarado el otro en el discurso del yo, una vez expurgado el estereotipo junto con la palabra denotativa, habría podido abrirse paso una práctica innovadora, basada en la recuperación de una entera fluidez combinatoria y en la transformación virtual de la axiología semántica. Rechazando la tentación de los lenguajes ya constituidos, trabajando menos sobre los bloques erráticos del intertexto que en el polvo brillante del léxico, esa práctica, radicalmente desmarcada, habría podido desarrollarse bajo la égida de una subjetividad reafirmada, dominando tanto la experiencia vivida como la experiencia del lenguaje. Tal será, en efecto, la empresa rimbaudiana, llevada a cabo por un «yo» que proclama su triunfante alteridad, su absoluta unicidad. Para Flaubert, en cambio —y al menos en lo que concierne a los temas de la formación y de la pasión—, el cribar de una subjetividad alienada, el nacimiento de la sospecha, no afectan a ese dato que es la palabra preestablecida del común, sino a la relación del escribiente con esa palabra. Sencillamente, el «yo» toma conciencia de que es el otro, es decir, el mismo (y no el otro del otro, como ocurre en el caso de Rimbaud). Al captarse a sí mismo como carencia respecto al significante, Flaubert atraviesa el momento hegeliano de la alienación y abdica desde entonces de toda pretensión demiúrgica, de toda creación de un lenguaje nuevo. La alternativa se revela entonces como una trampa: la elección es compulsiva.»

Jean-Paul Sartre15 supo restituir con gran inteligencia la situación contradictoria de Flaubert en el seno del lenguaje. Ya hemos visto, en efecto, que este último sentía una sospecha patológica, en tanto que el lenguaje era traición, falsificación, y devolvía al escritor un sentido deformado, marcado por la alteridad y la repetición. De modo que Flaubert no concibe el lenguaje como posibilidad combinatoria ilimitada, ni la palabra como ese gesto con el cual el mosaico de los enunciados puede desarticularse y recomponerse para liberar un sentido nuevo. Para él, el lenguaje es un conjunto rígido, una concreción compuesta por expresiones lexicalizadas, por sintagmas fosilizados mecánicamente adaptables a un cierto número de situaciones referenciales; es esa compacidad, hecha de todo lo que no es «yo», que, interiorizada, me convierte en otro. Nadie como Flaubert ha experimentado con tanta agudeza el valor institucional, social, del lenguaje. Y la boutade sartriana sobre la pedantería de Flaubert cobra aquí todo su sentido: la desconfianza exasperada del novelista frente al estereotipo —que hay que entender aquí en su sentido etimológico: τύπος σφαλής, ‘marca sólida’— hunde sus raíces en su pertenencia de clase. Como burgués, Flaubert habla como un burgués. El lugar común brota espontáneamente bajo su pluma; al advertirlo, intenta entonces escapar mediante la lucidez, alegando una intención paródica.

De este modo, la preocupación flaubertiana por la forma, la laboriosa dificultad de su tarea, traducen este doble movimiento de atracción y repulsión, la dialéctica del deseo y de la aversión. Es en la palabra del otro, en la densidad del estereotipo, probados y trabajados como tales, donde deberá operar el proceso de significación, donde el escritor podrá mostrarse como significante16. A través del rodeo de la alteridad se efectúa el regreso a la identidad. Al repetir en los mismos términos los mismos temas, con los signos de la singularidad imaginaria obliterados, podrá producirse una escritura singular.

Madame Bovary es el fruto de este tratamiento homeopático, podríamos decir, al que Flaubert somete su escritura. Escribe un texto que tiene su lugar en otra parte respecto de todos los escritos anteriores. Y no es en los efectos de superficie donde se pueden percibir los indicios de semejante vuelco. Apegarse al estilo, a la poética, puede ciertamente arrojar luz sobre la modernidad de la respuesta que Flaubert aporta al problema de la significación. Pero también puede plantearse una interrogación más radical sobre Madame Bovary; se atenderá esencialmente a la heterogeneidad del lenguaje y a la opción por la alteridad que fundamentan su homogeneidad y su singularidad. La escritura flaubertiana cambia en cuanto se basa en el sentimiento de su naturaleza secundaria, redoblada, y es ahí que el escritor burla la trampa de la ideología de la representación, descubriendo el valor significante de ese lenguaje sobre el que trabaja. Tras el colapso del significado trascendental, la literatura toma conciencia de que debe trabajar sobre la palabra devaluada que es fuente y vehículo de la experiencia cotidiana, y que su destino no podrá resolverse más que a condición de ser relectura y escansión del texto originario que constituye su base.

Ha llegado el momento de introducir la noción de código, de probar su eficacia sobre el texto flaubertiano. Conservaremos a tal efecto la definición que ofrece R. Barthes en S/Z17: «Lo que se llama código no es una lista, un paradigma que deba a toda costa ser recompuesto. El código es una perspectiva de citas, un espejismo de estructuras; solo se lo conoce por partidas y retornos; las unidades que de él provienen son siempre salidas del texto… son tantos fragmentos de ese algo que siempre ha sido ya leído, visto, hecho; el código es el surco de ese ya».

A través de esta definición, que utilizaremos como indicador, se dibuja el movimiento intrínseco del texto, el motivo dinámico de su elaboración. Movimiento que podríamos calificar de inmersión, de absorción en el otro. El primer tiempo de la práctica flaubertiana era aversión y circunspección; ebrio de originalidad y viendo aflorar en su discurso el de la alteridad, el escritor se encaminaba poco a poco hacia el silencio, hacia la retención de la palabra. Ese itinerario regresivo estaba jalonado por la masa residual que representan los textos de juventud, investidos ya antes de ser producidos por la marca excluyente del otro. En Madame Bovary se esboza el movimiento inverso que proyecta al escritor dentro de la densidad de los códigos donde se desvanece. Al vértigo de la presencia sucede el vértigo de la ausencia, pero de una ausencia curiosamente consecuente, violentamente agresiva y transformadora18.

No se trata aquí de establecer el catálogo de los códigos cuyo juego lábil teje Madame Bovary, ni tampoco de emprender una lectura «paso a paso» que hiciera surgir la topología exacta de la diseminación semántica y la pluralidad del texto. Basta quizá, a modo de muestra, con abordar uno tras otro los dos grandes niveles de sentido que sostienen el texto: según Tzvetan Todorov19, el nivel de la historia (que incluye una lógica de las acciones y de los personajes) y el nivel del discurso (que comprende los modos y aspectos del relato).

—En el nivel de la historia, es decir, en ese conjunto de acontecimientos considerados en su desarrollo causal y temporal, no hay más que lo tradicional, y es posible identificar en el sintagma narrativo esta secuencia de funciones y acciones tomadas de los códigos del significado (sémico) y del avance narrativo (proairético), y redistribuidas según las normas de la lógica novelesca más convencional. Nada de ambivalente en este aspecto, salvo un leve temblor, un imperceptible desenfoque en el farragoso conformismo de la propia historia. Es por ese conformismo ostensible que Flaubert ha podido ser asimilado como literatura, y es como historia de adulterio que el abogado imperial E. Pinard fustigó Madame Bovary.

—Pero es en el nivel del discurso donde puede apreciarse la intensa subversión que sigue a la eliminación del escritor ante los códigos, ante la palabra hegemónica del otro. Madame Bovary no realiza esa jerarquización detenida de los discursos que en ella se entrecruzan; en lugar de la relación trascendente y unilateral que hasta entonces unía al narrador con sus personajes, al sujeto de la enunciación con el sujeto del enunciado, se produce un vacío. El segundo término de la relación, el sujeto de la enunciación (ese «yo» que, como hemos visto, puede perfectamente disfrazarse de un «él») se ha vuelto inasible. Todas las posiciones clave donde se solía sorprender al creador presente en su creación, todos los lugares destacados que representan las instancias del discurso, los rasgos estilísticos, los enunciados ideológicos, se encuentran desterrados. Ya no hay referencia última que permita determinar el grado de verdad o de falsedad propio de cada discurso, de fijar las coordenadas de un epicentro regulador. La voz del otro se enuncia en su plenitud irresoluble y en la eliminación del escritor que en ningún momento se hace cargo de la vulgaridad, la vanidad o más ampliamente la «ingenuidad» del texto que pone en escena. La estructura de Madame Bovary no es, como en el texto clásico, vertical, sino perfectamente horizontal; es pura yuxtaposición de discursos, cohabitación arbitraria y siempre fluctuante de enunciados-enunciaciones sin origen, sin otro vínculo que su presencia común en el espacio del libro. Puede señalarse aquí la homología entre el carácter paratáctico del «estilo» flaubertiano —o digamos, de cierto fraseo— y las grandes unidades de discurso en las que se integra. La conversación galante entre Rodolphe y Emma, sobre el fondo de una feria agrícola, ofrece un ejemplo notable de esa yuxtaposición e interferencia de discursos, con toda la ambigüedad que de ello resulta:

«Y le cogió la mano; Emma no la retiró.

“¡Hay que combinar los buenos cultivos!”, clamó el presidente.

—Por ejemplo, hace poco, cuando yo vine a su casa…

“A monsieur Bizet, de Quincampoix”.

—¿Sabía yo que iba a acompañarla?

“¡Sesenta francos!”.

—El caso es que cien veces quise marcharme, y la seguí, me quedé.

“Estiércol”.

—¡Qué bien me quedaría yo esta noche, mañana, los días siguientes, toda mi vida!

“¡A monsieur Caron, de Argueil, una medalla de oro!”.

—Pues jamás he encontrado en compañía de nadie un encanto tan completo.

“¡A monsieyr Bain, de Givry-Saint-Martin!”.

—También yo guardaré su recuerdo…

“Por un morueco merino…”

—Pero me olvidará, pasaré como una sombra.

“¡A monsieur Belot, de Notre-Dame!”.

—¡Oh, no!, ¿verdad que seré algo en su pensamiento, en su vida?

“Raza porcina, premio ex aequo, a monsieur Lehérissé y a monsieur Cullembourg, ¡sesenta    francos!”20»


Aplicando avant la lettre el aforismo mallarmeano, es a una especie de «desaparición elocutiva» adonde conduce su apuesta por la alteridad integral. Es en cuanto se retira para dar lugar a los múltiples enunciados que lo rodean, que Flaubert puede reencontrar la literatura, y necesita aniquilarse para resurgir en ella. Un verdadero golpe de fuerza que trastorna la jurisdicción estricta del lenguaje, un gesto sacrificial que abre la literatura a la conciencia desgraciada de su inexistencia —puesto que será el otro—, y la escritura a los modos específicos de su producción.

Pierre Bergounioux

Saint-Cloud, École Normale Supérieure. Paris, École Pratique des Hautes Études.


Notas

1. J. Kristeva, « Le texte clos », Semeiotikè, Recherches pour une sêmanalyse, Seuil, 1969, p. 113-143.

2. G. Genette, « Silences de Flaubert », Figures, Seuil, 1966.

3. A ce sujet, voir L. Althusser, « Sur le jeune Marx (questions de théorie) », Pour Marx, Maspéro, 1971, particulièrement p. 51-67.

4. Prolégomènes à une théorie du langage, Éd. de Minuit, 1969.

5. Mémoires d'un fou, Œuvres, t. 2, Pléiade, p. 468.

6. Cf. Jacques Derrida, De la grammatologie, Éd. de Minuit, 1969.

7. Éducation sentimentale (version de 1845), Œuvres, t. 2, Pléiade, p. 554.

8. Op. cit., p. 567.

9. Benveniste, « La nature des pronoms » et « De la subjectivité dans le langage », in Problèmes de linguistique générale, Gallimard, 1966, p. 257-266.

10. Novembre, Œuvres, t. 2, Pléiade, p. 528.

11. Novembre, ibid.

12. T. Todorov, « Les catégories du récit littéraire », Communications, 8.

13. Novembre, p. 491.

14. G. Lukàcs, Balzac et le réalisme français. Préface, Maspéro, 1969; Le Roman historique, Payot, 1965, p. 205 sq.

15. J. P. Sartre, « La Conscience de classe chez Flaubert », Les Temps modernes, mai- juin 1966, cité par R. Debray-Genette.

16. J. Lacan, Écrits, Seuil, 1966, p. 247 s.

17. R. Barthes, S/Z, p. 27-28, Seuil, 1970.

18. J. Kristeva, Semeiotikè, p. 181 s.

19. T. Todorov, op. cit.

20.. Madame Bovary, traducción de Consuelo Berges para Alianza Editorial, 1993.

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Este texto es la traducción al castellano de: Bergounioux Pierre. Flaubert et l'autre. In: Communications, 19, 1972. Le texte : de la théorie à la recherche. pp. 40-50; doi : https://doi.org/10.3406/comm.1972.1280, reproducido en https://www.persee.fr/doc/comm_0588-8018_1972_num_19_1_1280 

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