«Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que prepararse para la muerte. El motivo es que el estudio y la contemplación retiran en cierto modo el alma fuera de nosotros, y la ocupan aparte del cuerpo, lo cual constituye cierto aprendizaje y cierta semejanza de la muerte; o bien que toda la sabiduría y la razón del mundo se resuelve, a fin de cuentas, en enseñarnos a no tener miedo de morir».
«La meta de nuestra carrera es la muerte, es el objetivo necesario al que nos dirigimos: si nos asusta, ¿cómo vamos a poder dar un paso adelante sin fiebre? El remedio del vulgo es no pensar en ello. Pero, ¿qué brutal estupidez puede ocasionarle una ceguera tan burda?».
«[...] aprendamos a oponerle resistencia a pie firme y a combatirla. Y, para empezar a privarle de su mayor ventaja contra nosotros, sigamos un camino del todo contrario al común. Privémosle de la extrañeza, frecuentémosla, acostumbrémonos a ella. No tengamos nada tan a menudo en la cabeza como la muerte. Nos la hemos de representar a cada instante en nuestra imaginación, y con todos los aspectos. Al tropezar un caballo, al caer una teja, a la menor punzada de alfiler, rumiemos enseguida: "Y bien, ¿cuándo será la muerte misma?", y, a partir de ahí, endurezcámonos y esforcémonos. En medio de las fiestas y de la alegría, repitamos siempre el estribillo del recuerdo de nuestra condición, y no dejemos que el placer nos arrastre hasta el punto de que no nos venga a la memoria, de vez en cuando, de cuántas maneras nuestra alegría está expuesta a la muerte, y con cuántos medios esta la amenaza».
«Quien ha aprendido a morir, ha dessprendido a servir».
«Igual que nuestro nacimiento supuso para nosotros el nacimiento de todas las cosas, nuestra muerte conllevará la muerte de todas las cosas. Por eso, tan insensato es llorar porque de aquí a cien años no viviremos, como hacerlo porque cien años atrás no vivíamos. La muerte es origen de otra vida. También lloramos, también nos costó entrar en esta, también nos despojamos de nuestro viejo velo al entrar en ella».
«Si has sacado provecho a la vida, estás saciado, parte satisfecho. Si no has sabido usarla, si te resultaba inútil, ¿qué te importa haberla perdido?, ¿para qué la quieres aún?».
«En este momento me hallo en una situación tal, a Dios gracias, que puedo partir cuando Él lo tenga a bien, sin lamentar cosa alguna. Suelto amarras en todo; me he desprendido ya de todo el mundo, salvo de mí mismo. Jamás nadie se preparó para abandonar el mundo de manera más absoluta y plena, ni se desprendió más completamente de él de lo que yo me esfuerzo en hacer».
Michel de Montaigne. Los ensayos. Libro I, XIX: «Que filosofar es aprender a morir». Prólogo de Antoine Compagnon. Edición y traducción de J. Bayod Brau. Acantilado, 2007
Tal día como hoy, 13 de septiembre, del año 1592, moría, en su castillo del Périgord, Michel de Montaigne.
La bibliografía existente sobre Montaigne y los Ensayos es inabarcable. Pero en 1993, Gallimard publicó el ensayo Montaigne en mouvement, de Jean Starobinski, un acercamiento al pensamiento del perigordino que pone en escena las consecuencias intelectuales de su escepticismo.
El libro no tiene traducción al castellano; a continuación, la traducción del Prefacio, en el que Starobinski justifica la orientación de su estudio.
Montaigne en movimiento
Jean Starobinski
Prefacio
En un principio, está la pregunta formulada a Montaigne —esta pregunta que él mismo se formula—: una vez que el pensamiento melancólico ha recusado la ilusión de las apariencias, ¿qué ocurre después? ¿Qué va a descubrir aquel que ha denunciado el artificio y el disfraz que le acorralan? ¿Le está permitido acceder al ser, a la verdad, a la identidad, en nombre de los cuales juzgaba insatisfactorio el mundo enmascarado del que se ha despedido? Si las palabras y el lenguaje son una «mercancía tan vulgar y vil», ¡qué paradoja componer un libro y ponerse a prueba uno mismo a través de una obra de lenguaje! El movimiento que este estudio se esfuerza por reconstruir es aquel que, naciendo de esta pregunta, tropieza con la paradoja, y ya no puede encontrar reposo.
He intentado discernir las etapas sucesivas de un pensamiento que toma como punto de partida un acto de rechazo. No se trata aquí de repetir lo que otros han hecho —y a menudo muy bien—: exponer las ideas de Montaigne sobre el movimiento y el devenir universales, organizar en un tratado filosófico las afirmaciones dispersas de los Ensayos¹, o intentar identificar los conceptos y actitudes intelectuales que, en el orden cronológico de las ediciones, van ocupando sucesivamente un lugar predominante. El movimiento al que he prestado atención es el que motivan las consecuencias lógicas de la negación inicial. Sin ser ajeno al problema de la evolución de los Ensayos de Montaigne (tratado en una obra fundamental por Pierre Villey², retomado con nuevos enfoques por otros), he creído poder apartarme de él, a partir de la perspectiva que adoptaba.
Si bien es cierto que he tomado en consideración una buena parte de los problemas de pensamiento y de escritura de la obra de Montaigne, debo advertir al lector que no encontrará, en las páginas que siguen, un libro de conjunto concebido (como los de Friedrich³, Frame⁴ o Sayce⁵) con vistas a una descripción global de la vida, el pensamiento y el estilo de Montaigne. Este libro no busca situarlo en su época ni seguir la historia de su recepción. Solo pretende seguir un recorrido —o una serie de recorridos— a partir de un acto inicial que es, a la vez, de pensamiento y de existencia. Así procedí también al interrogar la obra de Rousseau, cuyas múltiples facetas —autobiografía, pedagogía, pensamiento sociopolítico— dialogan, a veces muy conscientemente, con los Ensayos de Montaigne. Desde su primer esbozo, Montaigne en mouvement⁶ fue concebido como contrapunto de Jean-Jacques Rousseau: la transparence et l'obstacle⁷. Estos estudios paralelos encuentran su sentido en la similitud del acto inicial del que parten —la impugnación del hechizo de la apariencia—, mientras que sus respectivos puntos de llegada difieren de modo significativo: incapaz de alcanzar el ser, Montaigne acaba reconociendo la legitimidad de la apariencia; Rousseau, en cambio, irreconciliable, ve acumularse a su alrededor una sombra hostil con tal de no perder la convicción de que en su propio corazón la transparencia ha hallado su último refugio.
La pregunta inicial, en el presente libro, es un lugar común de la retórica moral más antigua, al mismo tiempo que una anticipación del recelo que caracteriza muchas actitudes contemporáneas. Estas últimas —¿hace falta confesarlo?— no son ajenas a la decisión que tomé de otorgar a la denuncia de la mentira el papel primordial en mi lectura de Montaigne. He escuchado a Michel de Montaigne lo mejor que he podido; he deseado que la iniciativa del movimiento siguiera siendo, en la medida de lo posible, suya. Pero, partiendo de una inquietud moderna, al plantear a Montaigne, desde su texto, las preguntas de nuestro siglo, no he querido evitar que este Montaigne en movimiento fuera también un movimiento en Montaigne, y que así la reflexión del observador estableciera un nudo, un intercambio, con la obra observada. Movimiento de la lectura interrogativa en el que el crítico intenta esclarecer su propia situación interpretando, desde su distancia y su particularidad, un discurso del pasado vivo.
La rehabilitación de los fenómenos (el «fenomenalismo»), el valor extremo conferido al instante, el recurso a la experiencia sensible son las consecuencias sobradamente conocidas del escepticismo. Lo mismo que, en el ámbito cristiano, es el fideísmo. Esto puede leerse en las historias de la filosofía. Y uno podría creer entonces que el punto final al que accede el movimiento de Montaigne está definido de antemano. Pero solo se puede presentar así aplicando un esquematismo extremo. Ese esquematismo, al hacer abstracción de la manera absolutamente singular en que Montaigne se encamina hacia un fin que siempre se le escapa, no haría justicia a lo más precioso de los Ensayos. Todas las variaciones de una chacona están virtualmente contenidas en el primer bajo continuo: la obra, sin embargo, solo se completa cuando se han desplegado todos sus desarrollos. Los siete capítulos que componen este libro son otras tantas variaciones sobre el tema del retorno reflexivo a las apariencias o a los artificios que el pensamiento acusador había rechazado en un primer momento. Variaciones, pues, que, al encadenarse unas con otras, no repiten un mismo paso sino para delinear mejor un recorrido a través de distintos registros: la amistad, la muerte, la libertad, el cuerpo, el amor, el lenguaje, la vida pública.
Montaigne advirtió a sus comentaristas: «Hay más tarea en interpretar las interpretaciones que en interpretar las cosas, y más libros sobre libros que sobre otro asunto: no hacemos más que glosarnos mutuamente. Todo rebosa de comentarios; de autores, en cambio, hay gran escasez». Por otra parte, Montaigne desea un lector autosuficiente, que sepa imaginar, a partir de los Ensayos, los infinitos ensayos de los que su libro debe ser el pretexto. Ese lector sabría aprovechar la fortuna de la que disfrutó el escritor, que se manifestó en rasgos que superaban su comprensión y su saber. Este estudio ha sido realizado con el afán de respetar a la vez la advertencia y la autorización que Montaigne me había legado.
1. La edición en francés de referencia es: Michel de Montaigne, Les Essais, Édition de Jean Balsamo, Catherine Magnien-Simonin et Michel Magnien. Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade (2007). De todas las traducciones al castellano de la obra de Montaigne, las referencias están tomadas de la edición de Acantilado (2007): Michel de Montaigne, Los ensayos (según la edición de 1595 de Marie de Gournay). Traducción de J. Bayod Brau.
2. Les Essais de Montaigne. Pierre Villey, Librairie A-G Nizet, 2002.
3. Montaigne. Hugo Friedrich, Éditions Gallimard, 1968.
4. Montaigne. A Biography. Donals M. Frame, Hamish Hamilton, 1965.
5. The Essays of Montaigne. R. A. Sayce. Weidenfeld and Nicolson, 1972.
6. La edición de referencia es: Montaigne en mouvement. Jean Starobinski, Gallimard, 1993.
7. Jean-Jacques Rousseau, la transparence et l’obstacle. Jean Starobinski, Gallimard, 1971.
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