6 de noviembre de 2023

Las solidaridades misteriosas


Las solidaridades misteriosas. Pascal Quignard. Galaxia Gutenberg, 2021
Traducción de Ignacio Vidal Folch

«¿Lo huele usted? Huele a mar. Aquí siempre huele a mar. Huele a yodo. A tierra apenas huele. Para un labrador es verdaderamente extraño. Mis campos no huelen a otra cosa que a mar. Los matorrales apenas huelen. Los cardos borriqueros apenas huelen. El acebo apenas huele. Sólo las zarzas durante la mitad del año están envueltas en olor a moras».

Claire Methuen, una mujer de mediana edad, regresa, después de una prolongada ausencia, a su lugar de origen, en la Bretaña, el lugar de su niñez, un aglomerado de poblaciones, aldeas y villorrios al borde del mar. Ese nostos no ha sido tan duradero ni heroico como el de Odiseo, pero el alejamiento ha significado perder algo más que el origen, y el exilio se ha revelado como un episodio, otra vez a diferencia del insigne itacense, completamente fallido.

«Escaló las rocas, una por una. Caminaba por la landa, sobre musgos, entre brezos y retamas. Volvía a los lugares de su infancia. Reconocía los bloques de granito, los matorrales, los senderos, los viejos muros, las escalinatas escarpadas, el mar, el estruendo del mar. Los volvía a descubrir con impaciencia».

Quignard es un autor que conjuga a la perfección unos textos de lectura, en el plano explícito,  excepcionalmente asequible, con una compleja posibilidad de interpretaciones en lo referente a las alusiones, al subtexto que se oculta bajo las evidencias. Las solidaridades misteriosas (Les solidarités mystérieuses, 2011) es una novela formalmente canónica, y su fecha de publicación lo suficientemente lejana de aquel 1994 en que el autor abandona París y todas sus ocupaciones públicas para retirarse a escribir; es probable, y no existe ningún indicio irrebatible para deducir lo contrario, que Claire Methuen sea un  personaje enteramente ficticio, pero existen algunos trazos comunes entre su vida y la biografía del propio Quignard; el mismo Paul, el hermano de Claire, se sometió durante ocho años a psicoanálisis, una circunstancia que el autor también experimentó en un momento difícil de su vida. En todo caso, hasta qué punto él mismo se tomó como motivo de inspiración es un problema irresoluble, pero tal vez se debería dejar constancia de esas similitudes porque, en este caso, el conjunto de posibilidades de apreciación de la obra se multiplica alarmante pero apasionadamente. Pero esa es una posibilidad que, una vez apuntada, debería dejarse abierta sin ahondar más en ella.

«Ahora las cosas tenían colores extraordinariamente variados. Ahora se podía ver sin ser cegado o deslumbrado. A veces, lo real volvía. A veces la noche iba penetrando poco apoco en los días. A veces el alquitrán era sólido e hiriente. A veces se podía olvidar la felicidad del verano. A veces había que volver a luchar contra el viento y protegerse del frío».

Claire, cuya aparición en Bretaña no es del agrado de todos sus vecinos y antiguos conocidos, se halla, a su llegada, bajo el efecto de la paradoja del viajero en el tiempo cuando regresa a su lugar de origen: su vida parece haber transcurrido a mayor velocidad que el avance del tiempo en su rincón de procedencia; ella se ha dejado llevar hasta que, ante ese regreso, se ha apewrcibido de que ha quemado demasiadas etapas, de que el tiempo le ha pasado por encima, y que ahora debe recuperar todo aquello que ha perdido en el trayecto; de la posibilidad de esa recuperación dependerá tanto las expectativas como de las consecuencias del regreso.

«A ella aquel lugar le gustaba. Le gustaba el aire, tan transparente, gracias al cual todo estaba más próximo. Le gustaba aquel aire tan vivo, dode todo se oía mejor. Sentía la necesidad de reconocer todo lo que había vivido. Sentía la necesidad de recuperar todo lo que aquí, tiempo atrás, descubrió del mundo. Y en efecto, poco a poco iba recordándolo todo, los nombres, los lugares, las granjas, los arroyos, los bosques. No se cansaba de caminar por las calles, de observar las fachadas, de reencontrar las villas, los jardines, los bosquecillos de especies tan difrentes, toda clase de zarzales, setos, fosos, taludes, no se cansaba de encaramarse a los bloques de granito, de contemplar las flores silvestres, los campos de algas, las rocas, los pájaros. Amaba aquel paíos. Amaba aquella playa tan violentamente  escarpada, tan negra, tan recta, tan vertical al cielo. Amaba aquel mar».

La extrañeza es el primer sentimiento que la abruma: no es capaz de reconocer a las personas más cercanas; sin embargo, esa decepción es sustituida por la alegría de reconocer en ese desconocido, en ese sustituto, al individuo que ha reemplazado; algo parecido le sucede con los lugares que fueron escenario de sus vivencias infantiles, relevados por paisajes coherentes pero irreconocibles, cuyos efectos sobre su comportamiento solo pueden conjeturarse.

Así pues, la recuperación de su orfandad infantil, después de haber probado y fracasado en sus intentos de vida en común, de vida en sociedad, se sostiene más sobre el recuerdo de las personas y los lugares que fueron testigos de esa época que sobre las evidencias de su presente. Ahora, en contraposición a los sucesos del pasado, su búsqueda de la soledad, su deseo de aislamiento, es un estado deseado, aunque no significa un viaje al origen para recomenzar, sino la búsqueda del punto de interrupción para reemprender, desde allí, el camino.

«Se encontró afuera, con el alma vacía, sentada en la hierba ante la marisma, con el vientre empapado en sudor, rebosante de angustia».

La paradoja del viajero del tiempo no es solo una apreciación del lector, la misma Claire se apercibe de la naturaleza del tiempo que pretende recuperar: han transcurrido más años de los que se ha ausentado porque la región no vive en el mismo tiempo que el resto del mundo. El regreso al pasado no ha podido ser inocuo. 

La imaginación de Claire ha actuado sobre el recuerdo haciéndolo traducible y apropiado a los sucesivos presentes y, a través de esa adaptación, lo ha ido modificando. Por esa razón, cuando se visita un lugar que pertenece al pasado, ni la imagen modificada, que se cree que es un recuerdo,  coincide con el lugar que es en realidad, actualmente, ni este tiene que ser forzosamente idéntico al original, que quedó enterrado entre los pliegues del tiempo. Algo parecido sucede, aunque sus consecuencias suelen ser peores, si no se trata de un lugar, sino de una persona, porque se comprende que la apreciación propia tiene un antagonista, la del otro, con sus correspondientes modificaciones, tan estimables como aquella, y con cuyo producto puede entrar en insoslayable contradicción; además, se deja de ser propietario de la ficción con la que se ha construido ese yo a lo largo del tiempo porque se opone a otra, la ajena, imposible de controlar.

«Y también las planta en secreto en la landa. Y es así como empieza a apasionarse por las flores y los arbustos y la landa entera se convierte en su jardín. Todas sus caminatas crecen alrededor de ella. "Pasaré por aquí. Pasaré por allá. Pensaré en este sitio. Pensaré en aquel. Poseeré un poco de la belleza de aquí. También poseeré un poco de la belleza de allá". Todas esas bellezas estrán vivas. Todas las cosas bellas viven. Se decía:"Todas las cosas vivas son recuerdos. Todos somos recuerdos vivos de cosas que fueron bellas. La vida es el recuerdo más conmovedor del tiempo que ha producido este mundo"».

Simon Quelen, el farmacéutico del lugar, con quien sostuvo un inflamado pero infructuoso idilio, es una de esas personas que, en su forma original, quedó anclada, para Claire, en aquel pasado, y que ahora ella recupera, después de los años y de las transformaciones y a pesar de que ese nuevo Simon ha adquirido algunos compromisos personales que convertirán la recuperación de su yo pasado en imposible. Para Claire, sin embargo, representa un cambio en su perspectiva del pasado que Quignard explota, literariamente, mediante hábiles símiles.

«Simon le mostró toda la costa desde el punto de vista del mar. Todo lo que Claire ya conocía desde la infancia, siempre desde el punto de vista de la tierra, desde el punto de vista de las rocas, desde los senderos escarpados, desde las escaleras veticales, desde la landa, ahora lo descubría desde el mar».

Esa nueva relación —no cabe, aquí, tampoco, hablar literalmente de recuperación— significa para la protagonista el rescate de la Claire de trece años, pero el peaje que debe pagar por ese regreso no es fácilmente asumible para alguien que, como ella, anda corta de recursos: por encima de aquella Claire y del momento mismo se han ido depositando capas de objetos, de enseres, también de personas que, con el tiempo, se han convertido en desperdicios, a medida que su falta de uso, de utilidad o su pertinencia las convertía en obsoletas.

Paul, el hermano de Claire, interviene, en primera persona, para ofrecer una visión de testigo directo y complementar la versión del narrador; esta exposición se hace desde el futuro y parte de la llamada de socorro de Claire, que le llevó a trasladarse a ese pueblo donde también él pasó su infancia, y que, como en el caso de su hermana, provocó sustanciales cambios en su vida.

«Cuando yo era pequeño, lo que más me llamaba la atención en mi hermana, que tenía cinco años más que yo, era cómo se concentraba. De repente dejaba de escuchar. Se ausentaba completamente de este mundo. Cuando éramos pequeños yo me daba cuenta enseguida: notaba que ella ya no oía a nadie. Y durante toda su vida fue así. En esos momentos sus ojitos se quedaban fijos, se aguzaban y ya no eran negros sino amarillos como el cobre, como botones de oro. La espalda se curvaba. Se metía en un mundo interior en el que su mirada ya no seguía las cosas, sino que se le endurecía y se llenaba de un agua mala, feroz, centelleante. Y por el contrario, cuando las pupilas se le ponían suaves, cuando volvían a ser del color del ébano, del color de las rocas de Cézembre, era que ella estaba volviendo a este mundo. Entonces buscaba algo que vivía fuera de sí misma. Su calma entonces era turbadora pero benigna. Era una mujer muy compleja. En todos sus movimientos había una especie de lentitud. Y en el fondo también en las respuestas que daba había una especie de lentitud. Reflexionaba mucho rato, tranquilamente, y luego, de repente, estiraba sus largas piernas de garza. Se levantaba, titubeaba un poco, alzaba el vuelo con dificultad, y entonces, bruscamente, emergía de los juncos, se elevaba sobre los árboles, alcanzaba las nubes».

El relato de Paul, que recoge los hechos posteriores al incidente central de la nueva vida de Claire, y que, en este sentido, sigue el hilo temporal de la existencia de su hermana, incluye también recuerdos de infancia, cuyo relato, en primera persona, contrasta, a veces hasta entrar en contradicción, con los recuerdos de su hermana y ofrece al lector un punto de vista alternativo, aunque con la veracidad bajo sospecha. En todo caso, Paul lleva también su historia a cuestas, una carga, como la del resto de protagonistas. nada liviana. 

«A partir de la muerte de Simon, hubo paz. Una paz extraña, total, alcanzó a Claire. Una paz irreductible advino sobre Claire. Todo se había cumplido, y ella simplemente sobrevivía a ese cumplimiento. O más bien participaba en ese cumplimiento. Seguía vagando por el mundo rondando a su amor, mirando su amor desde lejos como si todo hubiera terminado mucho tiempo atrás. Vagaba por la landa, donde acababa su periplo. Si llovía caminaba lentamente bajo la última lluvia. Ya no se protegía de nada. Bajaba hacia el mar —que si se lo mira mucho, y a poco que se compare su origen a la edad de los hombres o a la invención de las ciudades o de las casas, se puede decir que es eterno—. Claire se había convertido en Simon y se había convertido en el lugar. Ahora todo estaba desprovisto de todo temor. Todo era sublime».

El elenco familiar, a falta de unos progenitores desaparecidos en trágicas circunstancias durante la infancia de Claire, lo completa Juliette, su hija, cuya aparición rompe la apática rutina de su madre y la enfrenta, de nuevo y tal vez de forma definitiva, con ciertas partes de un pasado que había relegado más allá del recuerdo, inaccesible a la memoria y cerrado a la posibilidad de evocación. Esta aparición representa, para Claire, la obligación de afrontar, pues, otra pesadilla, otro fantasma del pasado que viene a reclamar su parte de atención, que parece decidido, como los otros, a impedir no ya el olvido, sino también la reconciliación. Tal vez esos espectros vengan a exigir al presente de Claire el peso de su contribución, o quizás se trate, en definitiva, de un simple ajuste de cuentas.

«Un día me explicó que el paisaje, al cabo de cierto tiempo, de repente se abría, venía hacia ella y era el mismo lugar el que la insertaba en él, la contenía de golpe, venía a protegerla, hacía caer la soledad, la curaba. Su mente se vaciaba en el paisaje. Entonces había que colgar los malos pensamientos en las asperezas de las rocas, en las zarzas, en las ramas de los árboles, y ahí se quedaban. Una vez completamente vacía, el lugar se extendía ante ella tanto como en ella. El follaje se abría. Las mariposas y las moscas y las abejas comenzaban a revolotear sin miedo. Salía un ratón de campo y se le acercaba a las rodillas. Una gaviota se posaba sobre una roca cubierta de liquen amarillo y ni la una ni la otra sentían temor ni amenaza. Era como si hubiera dejado de ser un ser humano, como si para los demás seres no representase el peligro de un ser humano, o de un depredador, o de un destructor. Los olores fluían hacia ella, todos reconocibles, más opulentos —olor a tierra, a menta, a avellano, a helechos, a musgo».

El resultado, las consecuencia, de todas esas invasiones en el presente de Claire es el advenimiento de la tragedia, la Gran Tragedia, ese canto del macho cabrío ineluctable, definitivo, que parece cerrar el ciclo y saldar las cuentas pendientes que el presente le debe al pasado y de materializar esas «solidaridades misteriosas» que se habían establecido para conseguir ese fin.

El relato de ese fin, por una cuestión de veracidad —esa es la opción que escoge Quignard; otra podría haber sido volver al narrador omniscente cuya fidelidad parece, a primera vista, garantizada—, no puede sino ser dejado en manos de aquellos que estuvieron presentes a lo largo del recorrido que concluyó en él; personajes secundarios, literariamente hablando —bajo esa perspectiva, Las singularidades misteriosas tendría una única y gran protagonista—, pero que poseen, cada uno, una mirada distinta sobre Claire en función de la relación que mantuvieron con ella, una excusa, una justificación, un arrepentimiento; una búsqueda del perdón, o del olvido, incluso —o precisamente— después de la desaparición de la protagonista; una confesión ante quien ya no puede absolverles; una venganza posterior a la fuga del enemigo, como quien convoca a un difunto para excusarse por su comportamiento pasado. Como si para la comprensión de Claire la única condición irreemplazable fuera su ausencia..

Igual que decía para el caso de la hermenéutica, parece igualmente improductivo e inútil, para el lector, el intento de formular o la pretensión de desvelar una tesis concreta, cerrada y autosuficiente en términos de interpretación, de una obra declaradamente ficcional. Pero a veces es posible —y esta lo es— elevar la mirada más allá de la ficción y buscar indicios: las solidaridades —las complicidades— entre seres diferentes, a menudo antagónicos, con respecto a circunstancias que les afectan, en distintos grados y desde perspectivas diferentes, incluso divergentes, en distintas épocas de su vida: la prevalencia del presente, el único tiempo fidedigno, sobre el pasado; de la vida, el único factor determinante del recuerdo.

«Caminos que antes llevaban a algún sitio ahora se detienen al borde de los campos.  
Otros desaparecen misteriosamente entre las piedras. 
Otros se hunden en el monte bajo y desaparecen. 
Creo que mi hermana era un camino perdido sobre el mar». 

Otros recursos relativos al autor en este blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=pascal+quignard

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