1 de mayo de 2023

La imagen que hoy nos falta

La imagen que hoy nos falta. Pascal Quignard. Quatro Ediciones, 2016
Traducción de Julián Mateo Ballorca
«Solo puedo pensar escribiendo, pero escribo leyendo».

El griego Simónides de Ceos, allá por el siglo V a.e.c., enunció una de la citas en que se fundamenta la visión clásica del arte: «la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda»; posteriormente, el latino Horacio, a caballo del cambio de era, reformuló la tesis de Simónides con otra frase no menos célebre: «ut pictura poesis» —literalmente, «como la pintura, así es la poesía»—; si sustituimos, para poder generalizar,  "pintura" por imagen y "poesía" por escritura, puede que nos hallemos ante la tesis-base de numerosos textos de Pascal Quignard, ubicados en la frontera entre la narrativa y el ensayo, como este La imagen que hoy nos falta (Sur l'image qui manque à nous jours, 2014), procedente de una serie de conferencias que dictó an varias ocasiones —École Normale Supérieure de París y Musée des Beaux-Arts de Lille, entre otras—, centradas en el tratamiento singular de la temporalidad en la pintura antigua, desde la pintura rupestre hasta los frescos romanos, y acerca de las conexiones entre imagen y escritura.

«Solo soy una persona que ha leído mucho o, mejor aún, un literato, es decir, un hombre que aprende continuamente a escribir sus letras, a descifrarlas, a transportarlas, que no deja de seguir con este aprendizaje, al que le gusta apasionadamente leer, estudiar, traducir, volver a traducir, escribir».

El punto de partida, ya citado por Quignard en otros textos anteriores, es la constatación de dos ausencias, fundamentales, dos imágenes, dicho en su sentido amplio, «que nos faltan»: una en el origen, pues no asistimos al momento de nuestra concepción; y otra, en el final, ya que no estaremos presentes en nuestra muerte. Esta circunstancia pone de relieve la capacidad de abstracción del lenguaje —que, en la pintura, se da ya por descontada—, es decir, la aptitud de nombrar aquello que falta, la ausencia.

El descubrimiento de la dominación del fuego, alrededor del año 500.000 a.e.c., provocó la aparición de las sombras en el interior de las cuevas; el trazo, con carbón procedente de la hoguera, de las siluetas en las paredes del refugio, es la primera representación de la ausencia. Tal vez —imposible asegurarlo— ese trazo actuaba como hechizo, más allá de su significado artístico —que, presumiblemente, es una cuestión de nuestros días—, para convocar a lo ausente.

Esta materialización de la ausencia, esa representación gráfica, solo es el producto de una visión; en realidad, el hombre ve aquello que no está presente en tres instancias: el acecho, los sueños y el pensamiento. Para rastrear esa materialización, Quignard usa unas imágenes de referencia pertenecientes al arte antiguo.


El acecho, cuya imagen asociada es el fresco de Aquiles y Troilo en Tarquinia, es una disposición activa en la que la presa —el enemigo, la amenaza— está ausente, pero también lo están los precedentes —las razones del acechante— y las consecuencias —el ataque a traición del que espera, en su manera ausente también de la escena principal, escondido, camuflado— del encuentro.

El sueño, cuya imagen Quignard obvia debido a la profesión de los asistentes a su conferencia, pero bien podría tomarse como referencia cualquier imagen que incluyese a Hypnos, en cambio, es una disposición pasiva sobre la que el sujeto consciente no tiene ninguna potestad. Tal vez por esa razón, y sorteando las ficciones de la interpretación, el sueño sea una versión involuntaria del deseo y, como este, focalizado en aquello de lo que el sujeto carece, es decir, en aquello que está ausente.


En cuanto al pensamiento, cuya imagen es el fresco de Medea meditando de la Casa de los Dioscuros, Quignard postula que Medea es "la que medita", es decir, la que "pre-medita", la que piensa, la que ve, dentro de sí misma, lo que va a suceder; lo que está ausente  en su exterior —pero que ella puede percibir—, de hecho, lo está construyendo en su interior. Eso que está a punto de  suceder es que va a matar a sus dos hijos y va a deshacerse del que está en su seno —va a librarse de alguien ausente—.

«La imagen ve lo que falta. La palabra nombra lo que fue».

Por lo general, la pintura romana no representa el hecho, el clímax, la consecución de la acción, sino el instante previo de que esta suceda —la que recogen los libros de historia o el acervo mítico—; el momento inestable que sucede antes de que tenga lugar la acción, cuya realización devolverá la estabilidad cancelando las otras posibilidades. Todos sabemos lo que va a suceder, pero ese instante permanece oculto; es la imagen que falta la que asume el protagonismo; es un augurio, un signo de lo inevitable.

«[...] los frescos de la antigüedad romana le ahorran a la pintura figurativa el problema de la anécdota. La belleza se mantiene decididamente en reserva de lo visible, antes de la epifanía. Nunca se muestra la anécdota».

Imaginar es abrir todo el abanico de posibilidades para que lo pensable pueda ocurrir. Plutarco dijo que «los pintores muestran las acciones como a punto de suceder —imaginan, convierten en imágenes—, los relatos los narran como habiendo sucedido». Heródoto llamará a la pintura «escrituta viva», y «escritura muerta» a la Historia. Volviendo a los dos momentos citados al principio, la pintura correspondería a la primera imagen que nos falta, la del feto, la de lo que todavía ha de ocurrir; la Historia, en cambio, atañería a lo ya sucedido; es la imagen que falta al cadáver.

«Los pintores (zoographoi) muestran (deiknuousi) las acciones (práxeis) cuando se están haciendo (ginoménas) —corriendo todavía los treinta y cuatro kilómetros que llevan de la llanura (de Maratón, después de la batalla) a la ciudad—».

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