15 de mayo de 2023

El origen del mundo. La Grande Beune


El origen del Mundo. Pierre Michon. Editorial Anagrama, 2012
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

«La ficción extensa, novelística, sin excipiente, poderosa sin palabrería, llegó a su fin en el siglo XX con experimentos como los de Joyce o Faulkner, o Beckett, que acabaron con ella». Pierre Michon, Llega el rey cuando quiere.

INTRODUCCIÓN

Pierre Michon albergó durante largo tiempo el proyecto de escribir una gran novela, que se llamaría L'Origin du monde —la referencia al cuadro de Courbet es insoslayable—, con los códigos de la novela realista; ese proyecto nunca llegó a término, pero en 1996 publicó lo que, en sus propias palabras, es «apenas una novela» que «representa apenas un tercio de todo lo escrito» —«La Grande Beune, tal como se publicó en 1996, no es en realidad más que el incipit de una vasta novela que iba a llamarse L'Origine du monde, título al que tuve que renunciar porque, mientras escribía, se publicaron diez textos con ese título»—; esa novela amputada es la obra que en castellano se ha publicado bajo el título El origen del mundo y que en francés responde al nombre de La Grande Beune.

«Lo único que valía la pena publicar era lo que se publicaba: el deseo loco e indefinido de un hombre muy joven por una bella dama, deseo que yo mismo experimenté durante cien páginas. Después, tenía que haber acción, posesión o renuncia, fornicación o asesinato, vueltas y revueltas como se suele decir, todos estos acontecimientos muy relativos y arbitrarios en los que la novela pierde por el camino el potencial energético de la prosa». Pierre Michon, Llega el rey cuando quiere

Posteriormente, en agosto de este año, Editions Verdier, su editorial habitual, ha publicado un volumen, Les deux Beunes, que incluye ese texto más una continuación, que el autor ha titulado La Petite Beune; hasta hoy, no está disponible ni en castellano ni en catalán.

Antes de entrar en materia, dos aclaraciones, imprescindibles teniendo en cuenta el título que le otorgó el editor en castellano, que se perdió en la traducción. La primera, terminológica: beune es un término de origen galo en uso en ciertas zonas de la Dordoña que denomina el fondo de un valle, es decir, el conjunto de la corriente que transcurre en su base y de sus riberas; en la actualidad, bajo la forma beuna, está presente en la lengua occitana. La segunda, geográfica: La Grande Beune —y La Petite Beune— son dos corrientes afluentes del río Vézère, en el departamento de la Dordoña, región de Nueva Aquitania, en una zona especialmente fértil en asentamientos prehistóricos.

EL TEXTO

El origen

Un joven y anónimo profesor de veinte años —en Les deux Beunes se nos revelará su nombre— llega a su primer destino, Castelnau, una noche de lluvia implacable; se aloja en el único hospedaje del lugar, Chez Hélène, que es también una especie de local municipal en el que se reúnen, cada noche, algunos vecinos, principalmente cazadores y pescadores, que parece que no tienen nada mejor que hacer ni sitio donde ir. Esa llegada, que le provoca una fuerte impresión, parece pasar desapercibida para los parroquianos, pero tampoco es que merezca especial atención por parte de su desganada posadera.

El arranque de la novela es absolutamente narrativo: «A Castelnau me destinaron en 1961»; el narrador ronda la veintena en el tiempo narrativo, habla en pasado desde un futuro indeterminado, y todo parece indicar que nos encontramos ante una novela convencional de cariz realista. Sin embargo, existen varios factores que cuestionarían esa atribución: a) la estructura formal, una novela corta cuya temática parece más adecuada para una novela convencional, la ausencia de tiempos muertos o fragmentos de paso, así como de digresiones; b) la existencia de insuficiencias en la trama: ausencia de planteamiento, falta de tensión narrativa; c) la localización, excesivamente determinante para el desarrollo de la acción; y no tanto por el lugar geográfico en sí mismo, que sería un tropos relativamente común que combina lugares reales con otros imaginarios o combinados de localizaciones que sí existen, sino por lo que sucedió allí hace 12.000 años.

Esos pocos kilómetros cuadrados que comprenden le bassin des quatre Beunes son mucho más, aunque también, que unas coordenadas geográficas, mucho más que un paisaje, un entorno natural. El área adyacente a las corrientes ha sido poblada desde el paleolítico y alberga un número notable de asentamientos humanos en cuevas y abrigos. No es desorbitado, pues, pensar que, además de proporcionar unos vestigios que pueden ayudar a trazar las primeras líneas de la historia humana, ese paisaje debe, de algún modo, haber actuado como condicionante de todo lo que allí ha sucedido desde unos ilocalizables inicios hasta hace unos 12.000 años, una difícil pero probable impronta sobre los hombres y sobre los hechos —y no tanto sobre los grandes movimientos históricos, en los que la insignificancia de su extensión siempre la ha hecho subsidiaria de territorios más extensos, sino en las relaciones  más estrechas, vecinales o locales, que son las que acaban orientando, con sus pequeñas pero constantes correcciones, casi inapreciables pero insoslayables, las vidas de sus habitantes—; una geografía lastrada por su geología inmemorial, detenida en un tiempo histórico que ya nadie recuerda, aunque todos los habitantes sean sus hijos.

Sin embargo, ese condicionamiento no actúa abiertamente sobre la conciencia de los personajes, pero sí que subordina su conducta, especialmente con los que no pertenecen a la tribu; se diría que sus reacciones responden a la conducta de esos ancestros, y que ellos mismos, en pleno siglo XX, podrían ser los autores de las pinturas rupestres.

Pero volvamos al texto. Ya en las primeras líneas se citan los Círculos del Infierno de Dante; aparte de hablar en favor de la cultura del narrador, esta mención abre una vertiente enlaza el texto con el mito pero que, sobre todo, plantea al lector una lectura alternativa que trasciende el propio relato y los sucesos que cuenta; posteriormente, esta relación con el mito, con todo lo que ello implica, se materializa en la identificación de Hélène con la sibila de Cumas —nacida en una gruta—, y diversas menciones a Valaquia como lugar remoto e improbable, es decir mítico. Todavía en las primeras líneas, aparece el color sangre de toro de las paredes de Chez Hélène, los cazadores y pescadores presentes en la sala del albergue hablando de sus proezas cinegéticas y el zorro disecado dominando la escena desde su posición elevada; el escenario parece anticipar una historia de violencia y sangre, anacrónica temporal y socialmente, a la que el lector asistirá de la mano de alguien que no pertenece al lugar, una visión externa que compromete su credibilidad porque es posible que el narrador no comprenda muchas de las situaciones en las que se ve implicado, se deje dominar por sus prejuicios o, simplemente, justifique ante el lector su comportamiento, faltando a la verdad. Como en la mayoría de casos de narrador implicado en la trama, su fiabilidad no debe darse por supuesta. Por otra parte, a pesar de no haber ocurrido ningún suceso que lo justifique, el sentimiento preponderante en el narrador es el de sentirse amenazado. El primer encuentro personal, aparte de la hospedera, es con Jean el Pescador —su hijo, por cierto—, que constituye por sí mismo una bienvenida amenazante.

El enorme peso de la historia de la zona y los vestigios prehistóricos parecen imponerse, en la mente del narrador, sobre un presente —los hombres, su dialecto arcaico, pero sobre todo el paisaje, que parece anclado, si no en esa antigüedad remota, sí en una época que parece más cercana a aquella que a nuestros días— cuyo único referente parece su sola presencia; un devenir incierto, puntuado, si acaso, por las distintas caligrafías de las etiquetas que identifican los restos líticos depositados en la vitrina de la escuela, un sucinto, polvoriento y omnipresente resumen de la historia del lugar, y que tienen en común con los restos bélicos del siglo —más anacrónicos , si cabe, que el sílex tallado— el pertenecer a la categoría de objetos letales, armas y objetos contundentes. que se suman a restos bélicos de todas las épocas. De hecho, al igual que los objetos expuestos, las caligrafías señalan el paso del tiempo mediante varios hitos: las más antiguas se remontan a la creación del museo, a finales del siglo XIX; las posteriores son de 1920, después de la Gran Guerra; a continuación de 1950, después de la IIGM. Es la primera aparición, explícita, de la violencia, cuya presencia será ya manifiesta en el resto del relato. 

«Ahí estaba aquella vitrina: como estamos a dos pasos de Lascaux, el Beune grande desemboca en el antiguo Vézère, el suelo está repleto de esas herramientas de matadero, y esas granadas en desuso, sin espoleta ya para siempre, ruedan por los arroyos, se quedan atrapadas en el hielo, asoman con las raícos de los árboles caídos y saltan de los surcos, los niños las recogen en algún camino y las llevan a la escuela bajo la capa con capucha, dentro del gorrito valaco, y con una sonrisa simpática le alargan al maestro, que es un entendido, en su mano débil, ese trozo de tinieblas».

Y el sexo, o el erotismo, mejor dicho, personalizado en Yvonne —cuya inicial reproduce las ingles femeninas—, que puede ser el nexo de unión entre el pasado troglodítico y el presente y representar para el narrador su niniciación en ese trayecto temporal, aunque ella parece pertenecer más al pasado que al presente. El primer encuentro con ella es consecutivo a la visión de la carta postal dedicada al jesuita —en realidad no fue jesuita, fue lazarista, de la Congregación de la Misión—, nativo de Castelnau —tampoco es exacto, nació en Montgesty, más al sur de donde debería ubicarse Castelnau—, que fue martirizado hasta morir por los chinos; de nuevo, y esta vez combinada con el sexo, la violencia, quizás como anticipación de la tortura del narrador, una identificación en el sufrimiento que reaparecerá a lo largo del texto, provocado por el deseo: «[Yvonne] me puso al instante pensamienros abominables en la sangre».

A partir de la aparición de Yvonne, el texto adquiere un matiz erótico notable acentuado por la combinación de sexo y violencia pero contra uno mismo —en el caso del narrador, el placer de la mirada de Yvonne «era agudo como una herida»; en el caso de la estanquera, la huella de latigazos en el cuello—. En todo caso, el narrador se ausenta del mundo real cuando entra al estanco y no regresa hasta que sale de él, aunque ese mundo ya no es el mismo, ha sufrido una transformación consistente en la pérdida de su carácter sombrío, amenazador —ha dejado de llover, ha escampado, es más luminoso—, y se ha vuelto más amable.

Este matiz erótico se manifiesta también a través de la fantasía mística —que debe suplir las carencias del mundo real— que se apodera del narrador; así sucede con la carretera que recorre Yvonne —de vuelta de no se sabe dónde—, que adopta el papel de trayecto místico —el narrador ve más allá de la configuración física del camino asfaltado— que atraviesa el bosque, una especie de bosque primordial en el que el narrador espera que sucedan hechos asombrosos —«yo me asfixiaba de bestialidad»—. Pero los encuentros que imagina y la fantasía que es capaz de desplegar para dar rienda suelta a sus deseos, por poderosos que sean, no tienen ninguna posbilidad de ser satisfechos. Yvonne es una pieza de caza mayor, tan inaccesible en su madriguera como a campo abierto, en los sembrados o en el bosque, y el mérito de su captura le está vedado al narrador.

Decir que La Grande Beune es una historia de sexo y violencia es una conclusión bastante arriesgada; si se conoce al autor y, aunque sucintamente, su obra, parece un planteamiento fuera de lugar; naturalmente, no puede encarcelarse la obra en un reducto tan restringido; pero si se acepta que la historia, deslocalizada temporalmente y debido a los condicionantes temporales ya expuestos, podría ubicarse en ese oscuro pasado, con el conocimiento que tenemos de él y por la interpretación que hemos construido debido a los vestigios, puede reducirse, sin temor de caer en clichés manidos ni en una anacronía injustificada, podría considerarse un relato cuyos  desencadenantes son, efectivamente, el sexo y la violencia. Pero ambos, de forma oculta, porque el sexo se esconde tras la máscara del deseo, y la violencia solo se muestra en forma de amenaza.

Junto al sexo y a la violencia, otro elemento que asocia la acción, en pleno siglo XX, con el marco prehistórico, es el ritual, que toma forma, también, como imitación del que suponemos que regía las relaciones sexuales y de poder —espero que la mirada contemporánea no contamine la hipótesis, pero no es descabellado pensar que ambas circunstancias, si no las tres, sexo, violencia y ritual, iban unidas ya en el paleolítico—, traspasado a la actualidad, que, incluso para visiones menos actualizadas en términos de igualdad, llevan el sello del arcaísmo: sexo arcaico, violencia arcaica, ritual arcaico, y poder coetáneo.

Lo único que salva al narrador de morir ahogado en ese océano de anacronismo, de perecer aplastado por las toneladas de historia acumulada, en definitiva, su único anclaje al tiempo que puede reconocer como suyo, es Yvonne, la estanquera de Castelnau, un ser que es capaz, con su sola presencia, de cambiar el paisaje, de iluminar las tinieblas del Beune, de revivir los colores de un paisaje grisáceo y mortecino; de dar, incluso, cierto sentido a la rutinaria profesión de ese maestro anodino, encerrado en su veintena, como ese caracol que no puede librarse de su caparazón más que a cambio de su vida. Aunque todo esto no sea nada más que la visión del anónimo maestro, su interpretación de unos signos que no sabe descifrar.

«Cuando salí, estaba la escampada engendrándose: los adoquines amarillos relucían, había dejado de llover. Por la cuesta hacia la casa de Hélène, hacia el Beune grande, salió el sol, el cielo se abrió y los árboles rubios tomaron impulso; yo tenía en la garganta y en los oídos algo plañidero, poderoso como ese grito interminable, pero cortado en seco, modulado, colmado de lágrimas y de deseo invencible, que hace asomar de gargantas nocturnas, encadenadas, curiosamente libres, la palabra honey en los blues».

Pero, a pesar de su título, La Grande Beune (permítaseme el uso del título original) es una novela acerca de seres humanos, en concreto, de un ser humano trasplantado a un territorio hostil. Y esas mismas coordenadas geográficas que delimitan un determinado lugar pueden trasladarse a la vida de ese alicaído maestro, dando lugar a una nueva geografía: la escuela, el alojamiento y el estanco, si se trata de lugares; Jean el Pescador, Yvonne, la estanquera, y Bertrand, su hijo y alumno del narrador, si de lo que se trata es señalar hitos humanos.

«Y por la mañana estaba la escuela, la ronda de los piececitos. Estaba la escritura que se aprende llorando, la frase y la ortografía, sin saber —no se sabrá nunca, por lo demás— que más adelante, cuando las trencitas sean de pelo de ala de cuervo, cuando los pantalones sean largos incluso en pleno verano, entonces no quedará ya más que la escritura con todos sus efectos, las máquinas y las ofertas de empleo, las motocicletas arregladas y las escopetas de caza, los guateques y el cine de Périgueux, ya solo habrá eso entre vosotros y lo que os crece en el vientre; o, para las trencitas, entre vosotras y lo que os hiende el vientre y crece al revés».

Los hombres son volubles y, bajo la ilusión de dominio absoluto sobre todo lo existente, el escaso período que abarca su vida —y también los miles de años, medidos a escala humana, que lleva sobre esa áspera tierra dordoñesa— es apenas un fugaz instante de las eras geológicas —que son imposibles de soslayar, y menos en el campo— con que la tierra mide su edad; por esa razón, el pasado más remoto que el hombre es capaz de imaginar acaba imponiendo su presencia en forma de grandes rebaños de herbívoros corriendo por los pastizales, acosados, de vez en cuando, por los temibles carnívoros o por esa nueva especie de bípedos lanzadores de objetos hirientes; una nueva especie que romperá las reglas naturales de la procreación y la perpetuación cuando inventará esa farsa que llamará enamoramiento.

El contrapunto —la novela plantea insistentemente la remisión a ese recurso— de esa pasión —tal vez, incluso, el desencadenante, por oposición, no solo narrativa— es la inmersión en el ambiente general de aburrimiento improductivo —las reuniones de los parroquianos en Chez Hélène, la pesca desde la orilla... — y la sensación que provoca, a los protagonistas y al propio lector, la omnipresente lluvia. El personaje de la estanquera está dibujado también mediante una explícita ambivalencia —es preciso recordar que toda la información que poseemos es la que nos facilita el narrador, a la vez que protagonista, de El origen del mundo—, cuando a la devoción manifiesta del narrador, él mismo contrapone el juego erótico-sádico que mantiene con Jean el Pescador, una ambivalencia que provoca la aparición de uno de los protagonistas no humanos, los celos, que se manifiestan incluso con referencia a Bernard, el hijo de Yvonne.  

No obstante, esa castradora civilización, fuente de todo progreso, es acechada silenciosamente por una letal combinación entre la memoria depredadora del bípedo erecto, incapaz de responder al modo primitivo a la llamada de la sangre, y la impasibilidad, pasiva solo en apariencia, omnipresente del paisaje.

«Las manos de Hélène, en el delantal, olían a pescado, miraba a su hijo, que sabía atrapar el pescado: cuando has visto al Gran Esturión sabes dónde están los demás, te lo ha contado en sueños. Bernard, allá, tenía los ojos abiertos en la niebla menos densa que su cuarto a oscuras del todo. Y por fin dormíamos todos, el Beune seguía adelante».

En este mundo endogámico y autorreferencial, teniendo en cuenta que el narrador ya ha sido asimilado, el único referente externo, invador, es Mado, y su papel será extraer al narrador de ese entorno físico y mental y devolverlo al mundo real. Su llegada se compara con las manadas de renos prehistóricos que llegaban cada primavera del Atlántico para pacer en los ricos herbajes, y que eran recibidos por los habitantes del lugar con sus armas de sílez —lenguados, picos de loro—.

Esa extranjeridad de Mado provoca que las visitas a las cuevas adopten un carácter turístico, del que carece para los aborígenes, y estas pierdan su papel fundacional; el choque de dos mundos que se desenvuelven en planos distintos cuya única comunicación es anecdótica, por proximidad física, que impide los intercambios. Esa parte divergente es la que se manifiesta mediante una velada enemistad tejida a base de recelos y de desconfianza.

Pero es también la extranjeridad de Mado la que provoca una de las escenas más extensas del libro y, tal vez, más determinantes, la visita a la cueva de Chez-Quéret, que puede leerse enteramente en sentido metafórico. La entrada está al final de un pajar, como si para acceder a la prehistoria hubiera que reproceder al comienzo de la sociedad agraria que se creó cuando los hombres abandonaron las cavernas y que se ha prolongado hasta nuestros días; es preciso atravesar una especie de umbral, o de zaguán, donde el viajero es despojado de sus atributos para poder acceder al lugar secreto de su origen. Pero su procedencia extranjera no les permite ver las pinturas, solo ven las paredes blancas, sin un solo trazo: las pinturas, su significado, no tanto artístico como mágico, solo serán accesibles, visibles, para los iniciados, para los miembros de la comunidad. Al final, Mado debe marcharse, no tanto porque el narrador esté bajo el influjo de su deseo indomable por Yvonne, sino porque, definitivamente, no pertenece al lugar, y su asimilación, a diferencia del narrador, que disfruta de la mediación de la escuela, es inviable.

El lugar, un locus poco amoens

La acción del relato tiene una indicación geográfica y temporal que, tal vez, condicionan todo o parte de lo que en él ocurre: Castelnau, un topónimo bastante común en la mitad sur de Francia, ubicado en la Dordogne profunda, rural, arcaica, provinciana, en una zona en la que se han descubierto numerosos asentamientos prehistóricos, algunos de los cuales dejaron una huella que ha permanecido hasta nuestros días: las grutas de Rouffignac, de Les Combarelles, de l’Abri Blanc; Les Eyzies de Tayac y L’Abri Cromagnon; y, en la misma zona, en el paraje conocido como La Genèbre, efectivamente, la confluencia de La Grande Beune y La Petite Beune.

Esa referencia prehistórica se manifiesta no solo debido al lugar en que se desarrolla la acción, sino mediante algunas de las acciones de los personajes y de los escenarios. Por ejemplo, ese grupo de niños en el bosque acarreando un zorro colgado de una rama que llevan a hombros, como quien lleva una ofrenda a los espíritus del bosque; ahí queda registrada esa reminiscencia mítica, ceremonial, incluso literaria —Le Roman de Renard, parodia ella misma de la épica caballeresca y de la novela cortés—, cuyo curso transporta de la fantasía a la presencia real del ser convocado; de nuevo se ha compuesto un cuadro ritual arcaico: el bosque al anochecer, la hora en que suceden los prodigios, el sacrificio animal —y no cualquier animal, precisamente el más listo—, el guerrero camino de su ceremonia de iniciación y el espíritu del bosque que ha acudido a la llamada, cuya presencia el aspirante debe superar, y el final de la escena sin conclusión.

«Y estaba de moda hace tiempo ver en aquellos cuantos hombres a chamanes, sabios como los de la barbita puntiaguda y piadosos como mohicanos, que atraían la caza y la lluvia dibujando ambas cosas en la oscuridad, y bailando luego la danza de matar el hambre ante esa enorme despensa donde brincaban vacas grandes, donde escapaba un lobo solitario; y hoy está de moda ver en ellos a unos artistas, ya que están las artes de moda y esta ha mandado a colgar los hábitos a los de las barbitas puntiagudas con sus primates gesticuladores, como si fueran cosas diferentes, como si las artes no danzaran también delante de la despensa para sacudirle las puertas y que se abran de par en par revelando maravillas».

Un invento surgido en los momentos de ocio que les dejaban el proveimiento de alimento y la salvaguarda de su tribu, cuando empezaban a cubrir las paredes de las grutas de Lascaux, la Grotte du Sorcier, la Grotte de Rouffignac y, con la adquisición del sentido de la trascendencia y del aplazamiento que les procuraba la disposición de alimento durante todo el año gracias a la agricultura, y cuya máxima expresión, la excusa para abandonar momentáneamente la reflexión y la racionalidad, es esa ficción desatada e irracional llamada pasión (del latín passio (sufrimiento), del verbo pati, patior (padecer, sufrir, tolerar), y este de la raíz indoeuropea pei, (sufrimiento)).

En cuanto a la ubicación temporal, Michon localiza la acción en la década de 1960, tal vez la primera, después de las Guerras Mundiales, en la que el desfase temporal entre la ciudad y el campo se hizo más ostensible. En este aspecto, la edad del protagonista, en la veintena, con todo lo que esto significa, le otorga una especie de inocencia que provocará que sus experiencias en la provincia revistan cierto carácter iniciático —un carácter que entroncará y dotará de más sentido al ritual casi sacrificial del que he hablado antes, una surgencia prehistórica llevada al presente sin apenas modificaciones—.

Este desfase combinado, espacial y temporal, parece desarrollarse en contra del curso de los acontecimientos mediante un movimiento regresivo, una corriente temporal, la acción, que ascendente desde la actualidad hasta la prehistoria y un viaje geográfico, el del narrador, de la ciudad contemporánea al lugar ubicado en el pasado remoto. Varios autores contemporáneos de Michon, como Pierre Bergounioux o Pascal Quignard, han coincidido en proponer que el paso del tiempo no significa, ni en términos humanos ni artísticos, necesariamente, un progreso: ni la actitud profesional del profesor, dominada por la desidia, dirigida a la comunicación de conocimientos inútiles o, cuando menos, poco prácticos, es necesariamente más evolucionada que la de los habitantes de Castelnau, dedicados fundamentalmente a la caza y a la pesca, actividades que afectan de manera directa a la supervivencia; además, tampoco es evaluable, en términos de evolución positiva, la diferencia que manifiesta su deseo, si se compara el que le despierta Mado, el deseo domesticado, con el que le irrumpe a la vista de Yvonne, el deseo salvaje que, además, Michon expresa en términos cinegéticos —que, por cierto, es el tema dominante en las pinturas rupestres. Si se pretende analizar el relato en términos de ganadores y perdedores, es muy arriesgado afirmar que el narrador y el tiempo en que se desarrolla la acción salgan victoriosos: del mismo modo que las pinturas prehistóricas son ilegibles, igual de indescifrable es, para el narrador, el deseo que siente por Yvonne. 

El extrañamiento

Tal vez una de las reacciones más explícitas del narrador es la de aturdimiento por la calidad de los sentimientos a los que sucumbe, provocados por el medio al que se ha trasladado: el ya conocía aquella triple circunstancia de la que hablaba antes, sexo-violencia-ritual, pero las gradaciones en las que se había visto envuelto, en la ciudad y con su novia legal, no tienen nada que ver con las que ha tomado contacto en la provincia y que, después de la extrañeza  incial, ha adoptado. Por esa razón, la visita de su novia, Mado, aparece, a la vez, tan inapropiada como inoportuna, no solo para el protagonista, sino también para el lector.

Pero mientras que la tríada sexo-violencia-ritual tienen una expresión externa, el vértice superior del supuesto tetraedro, el deseo, es una expresión emocional íntima difícilmente comunicable, tanto para el protagonista como para el propio escritor. Este último, muy parco en expresiones explícitas, hace uso de dos sistemas metafóricos que ayudan a enmarcar ese deseo ante la inexistencia de patrones conceptuales y herramientas formales en la mente del narrador: en primer lugar, en cuanto al cómo, el recurso a la prehistoria —en la que, se supone, o no existía, o si existía era en una etapa muy primaria, el leguaje simbólico de índole verbal—, de cuyos pobladores se siente descendiente directo; pero también, en cuanto al qué, la apelación a la cinegética —desde una perspectiva también prehistórica o, cuando menos, antigua—, con sus patrones de seguir rastros, recoger pistas, acechar, perseguir y cobrar presas, sacrificar, aunque el fin no sea la nutrición sino el erotismo. Y es la ausencia de vestigios en la cueva —Chez-Queret—que visita el profesor lo que confiere a su postura el carácter metafórico: las escenas solo existen en su imaginación, con lo que su identificación con los hombres que las habitaron ni siquiera debe pasar por la fase de la prueba.

El cometido escolar al que es destinado el narrador, que es, dada su edad, seguramente, su primer trabajo, parecería advertir otra cosa que La Grande Beune tampoco es: un bildungsroman, una novela de formación. De hecho, el relato comparte algunos códigos con ese subgénero novelístico: un viaje geográfico a una terra incognita, Castelnau, que representará una experiencia nueva para el narrador; una materia académica, el arte prehistórico en su propia cuna; y el aprendizaje erótico gracias a Ivonne. Sin embargo, ninguna de estas tres oportunidades de formación brindará fruto alguno: en el apartado cosmopolita, la región donde es trasladado es un cul-de-sac cuyos habitantes, rústicos semianalfabetos, poco pueden aportar a su aprendizaje; en el enciclopédico, el arte prehistórico es, simplemente, inexistente, la cueva visitada está vacía; y, finalmente, en el amoroso, Yvonne se limita a miradas y provocaciones. La historia de formación, pues, que parece plantear el autor es solamente un señuelo —o un recurso—: le permite utilizar los medios pero vacía de contenido formativo, sin conclusión, interrumpido en la parte final del relato. 

Otra cosa es que La Grande Beune pueda considerarse un relato de iniciación que se materializaría en la integración paulatina del narrador en un universo, no tan desconocido como implacable, hacia el que no siente, en principio, ninguna atracción, pero que se le acaba imponiendo involuntariamente por simple infusión.

Finalmente, dos breves menciones a la escritura: la primera, puntual, cuando el narrador habla de las hachas o arpones que fabricaban los trogloditas modelando el sílex y que servían para «escribir en el agua». Y la segunda, más extrensa pero no menos concluyente: el narrador se venga de la inaccesibilidad de Yvonne en su hijo Bertrand, su alumno, pero ess es un comportamiento que no puede compensar el rechazo de que el narrador es objeto por parte de dos poderes imbatibles que se oponen, en principio, a aquello que representa lo que el narrador enseña a Bernard y a sus compañeros: la escritura; los hombres con barba de chivo —los intelectuales del siglo XIX y principios del XX—, porque ellos tuvieron que esforzarse  mucho más para aprender; y lo que tallaban el sílex, porque también se vieron superados por quienes utilizaban la escritura, la aritmérica en su primera manifestación. 

 Otros recursos relativos al autor en ente blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Pierre+Michon&max-results=20&by-date=true

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