Los países. Marie-Hélène Lafon. Editorial Minúscula, 2018 Traducción de Lluís Maria Todó |
INTRODUCCIÓN
Recepción de la autora
Marie-Hélène Lafon es una autora prácticamente desconocida en lengua castellana pero titular de una extensa obra narrativa que la ha hecho acreedora de multitud de premios literarios en Francia. Originaria de Aurillac, en el departamento del Cantal, una zona rural en la región de Auvernia-Ródano-Alpes, es hija de campesinos y se crió en su lugar de origen, en las tierras altas del Cantal, en Saint-Saturnin, hasta los 18 años, estudiando en dos instituciones religiosas. Accede a la Universidad de la Sorbona, donde se licencia en lenguas; en 1987 accede al profesorado y desde entonces enseña francés, latín y griego en diversos institutos de los alrededores de París y de la propia capital.
EL TEXTO
Generalidades
La relación de los campesinos con la ciudad, esa mezcla de miedo y fascinación, el menosprecio como mecanismo de autodefensa para sobreponerse a su evidente complejo de inferioridad, podrían ser, entre otros menos explícitos, los cauces por los que circula Los países (Les Pays, 2012), la octava novela de Marie-Hélène Lafon.
La materialización de esa relación corre a cargo de Claire, hija de una familia campesina del Cantal, que no ha salido del valle del Santoire y del internado para señoritas de Saint-Flour, un mundo que desaparece —su padre se lo repetía desde niña: son los últimos— y que, en su eclipse, parece destinado a sepultar tanto a sus habitantes como a una cierta forma de vida cuya duración, mirando hacia atrás en el tiempo, se hubiese dicho eterna. Ante su incapacidad para trabajar en el campo y sus aptitudes intelectuales, abandona ese mundo primigenio y condenado, agotado —la granja, «ese agujero en el fin del mundo»—, en busca de una escapatoria que intuye que le van a proporcionar los libros, es decir, el saber, gracias a una beca para estudiar Letras Clásicas en la Sorbona.
Este episodio central, alrededor del cual se estructura el relato —es el más extenso— es precedido por una primera visita, cuando niña, con motivo del salón de la agricultura, en compañía de su padre, que podría considerarse como un ensayo del traslado definitivo, la presentación de ese personaje que acaba siendo París: un territorio mítico en el que, forzosamente, deben tener lugar sorprendentes prodigios, y donde es introducida por unos parientes asentados en la capital, en el papel de precursores, de conquistadores, que ya han recorrido, por motivos inherentes a la época, el mismo trayecto que recorrerá la Claire adolescente.
¿Autobiografía o autoficción?
Otra cuestión a tener en cuenta, aunque sobrepase el análisis de los textos tomando en consideración únicamente su contenido y, debido a esta limitación, es posible que todo lo que pueda deducirse desde este punto de vista no sea más que pura especulación, es la relación de los hechos de los tres relatos con la biografía de los autores: una implicación directa en el caso de Bergounioux y Lafon, aunque su visión en conjunto de esa relación difiera en algunos puntos —podría decirse que el protagonista, y el narrador, en el primer caso, se parecen mucho al autor—; y solo tangencial —y que ha tenido que ser desvelada por el autor, porque no se induce del texto: parece que su relación con el deseo sexual tiene mucho de autobiográfica— en el caso de Michon.
El retrato Claire, en todo caso, es el retrato de Marie-Hélène, y la opinión de los contrarios a la elección vital de Claire deben tener mucho en común con los que censuraban a la escritora cuando de trasladó a París:
«Con mujeres como Claire, que no querían cargarse con una familia, soportar un marido, unos hijos, y vivían en pisos atestados de libros, iban a los espectáculos o a ver pinturas en los museos, en París, en Austria o en Nueva York, en vez de criar niños y ocuparse de la casa, con mujeres como ella, que ganaban su dinero sin depender de los hombres, pronto llegaría el fin del mundo».
A diferencia de otros autores que han tratado en sus libros el traslado desde ese origen rural a la metrópoli, Lafon se refiere a ese período desde un futuro concreto, los cuarenta años, cuando la protagonista ha adquirido ya la suficiente perspectiva para analizar racionalmente lo que significó ese destierro —a diferencia de Bergounioux: es un Bergounioux adulto el que habla al lector, muchos años después de su evasión, pero la referencia al pasado es estática, se refiere a un momento en concreto—, sino que evoca el recuerdo del proceso de ese extrañamiento al mismo tiempo que tenía lugar.
El origen: el contexto rural
El lugar de origen de la autora le proporciona, a lo largo de su obra, un escenario físico, un espacio, pero también, debido a su marcha a París, un espacio mental que es más temporal que físico: el del atraso de la región de origen y el de los impedimentos que va a representar para su realización personal. Todos estos ámbitos se traspasan, con muy pocas variaciones, a la mayor parte de sus novelas (consultar vídeo de su relación personal, como autora, no como personaje de sus novelas, con el medio del que procede).
Parece que Lafon insiste en la misma orientación que han transitado otros dos autores con cuya literatura tiene puntos en común, además de compartir localización geográfica de origen —la importancia de esta coincidencia queda pendiente de investigar—, aunque tanto la visión del campo como la de la ciudad difieren cualitativamente: en Bergounioux, el campo es sinónimo de atraso, de obstáculo, para el desarrollo intelectual y humano de sus habitantes; en Michon, el campo —en todo caso un campo muy concreto, el que rodea a la zona de yacimientos prehistóricos— es visto como una caricatura, un lugar que se rige por códigos arcaicos inalcanzables, aunque no indeseables, para cualquier ser civilizado; en Lafon es, simplemente, un escenario en tránsito hacia su desaparición del que es necesario escapar si se quiere aspirar a algo más de lo que puede ofrecer, pero también como quien escapa de un lugar a punto de derrumbarse para no sucumbir bajo los escombros; su relación con ese territorio no es solo geográfica —un lugar concreto compartido, unas coordenadas más o menos precisas— o etnográfica —unas costumbres, una forma de vida, unos requerimientos al medio y a las relaciones personales—, sino orgánica, casi simbiótica, es decir, inseparable, como formando parte de un conjunto que deriva su individualidad de su coherencia.
Posiblemente, la intensidad y la dirección de ese sentimiento hacia el campo, si se toma como escenario unitario, desde una visión capitalina, y se obvian las diferencias, en los casos presentes, del Corrèze, el Périgord Noir y el Cantal, pueden venir determinadas por la diferencia de perspectivas que ofrece el narrador: una primera persona inflexible y severa, con reproches explícitos y un tono casi documental en Bergounioux; una primera persona ajena al medio, entre asombrada y desconcertada por las posibilidades que le ofrece, en una trama totalmente novelesca em Michon; y un narrador omnisciente en tercera persona cercano al punto de vista de la protagonista —¿se podría hablar de narradora? El hecho de que la protagonista sea mujer es fundamental, como queda claro a lo largo del relato, debido a la diferencia de consideración de la mujer en el mundo de procedencia de Claire, una discriminación de baja intensidad, que se suma a las dificultades inherentes a la vida en el campo por el solo hecho de vivir allí, sin diferenciación de sexos, que tal vez solo se hace manifiesta, o lo hace en mayor medida, cuando se abandona ese medio— pero capaz de mantener la neutralidad.
Por otra parte, es sorprendente la neutralidad con que Claire trata a su lugar de origen; a pesar de estar siempre presente y de representar un pasado que se queda, inevitablemente, atrás, no siempre sale perdiendo en comparación con la capital y con un presente que se impone por simple presencia; dice la persona que narra que «el césped pulcramente segado del impecable [Jardín de] Luxemburgo no era hierba a sus ojos», pero Claire no sitúa el jardín en una posición de privilegio con respecto a los prados del Cantal, simplemente la presencia de uno le evoca la de los otros; el cerezo del jardín de la residencia de su profesor de griego le evoca al instante el arce de su granja, pero tampoco en esa ocasión el arce sale perdiendo, sino que, al contrario, su recuerdo se mezcla con las recientes clases de griego y le conecta con el patrono de todos los exiliados, el Ulises homérico:
«Claire había pensado en el corral y en el arce que se alzaba junto a la fachada de la casa y llenaba de sombras en movimiento sus noches de verano en la pequeña habitación central forrada de papel floreado. También había pensado en Ítaca, en el regreso de Ulises, y en el lecho nupcial que construyó con el fuste de un vigoroso olivo».
El destino como extrañamiento: la ciudad
La ciudad ha actuado, a lo largo de la historia, como polo de atracción para los habitantes de provincias por su oferta de oportunidades no solo para aquellos que se ven espoleados por la ambición sino también para los que ven amenazado su sistema de vida en la provincia, opulenta pero balzaquiana al fin y al cabo. Pero el trasplante del campo a la ciudad no es posible siempre porque la fuerza magnética de la tierra, sobre todo para el campesino, es inevitable; aunque, roto el hielo por la generación anterior e inoculado el veneno bajo la excusa del progreso o de la prosperidad, el trasvase de la generación siguiente parece inevitable.
«[…] tenían menos de treinta años, cayeron en la cuenta, pues, supieron que no podrían vivir como habían vivido sus padres y los padres de sus padres y tantos otros antes de ellos. El viento de las ciudades soplaba, el mundo alrededor era extenso y empezaba a existir, en la televisión, en los periódicos, pero también en los papeles del banco, y los reglamentos las normas las primas los cargos, aquello se acababa, eran los últimos».
Para que esa mudanza sea provechosa, es imprescindible tejer una nueva red de relaciones que sirvan para la nueva situación, unos puntos fijos capaces de aguantar una caída desde una altura diferente y cualitativamente superior de la que se daba en la provincia, y con unos nudos capaces de formar una nueva malla. A pesar de ello, existe una amenaza permanente para el emigrado a la capital: la imposibilidad de asumir el fracaso en su empeño cuando se le ha concedido el papel de representante y depositario de la esperanza del clan familiar con respecto al progreso y al futuro. En todo caso, no solo cambia el marco de referencia, sino que los apoyos con los que siempre se podía contar han desaparecido; es cierto que pueden buscarse otros, pero su naturaleza —la incondicionalidad, la autoridad, la proximidad, la costumbre— será distinta.
«Allá arriba habían empezado a segar, si el tiempo era bueno; cada vez empezaban más pronto; en ninguna granja, o casi, ya nadie se cuidaba de rastrillar en los rincones y recodos, avanzaban sin preocuparse de los detalles; ya nadie esperaba, como había hecho el padre, a que los niños salieran del colegio, los últimos días de junio, para atacar el trabajo rudo, la auténtica siega del heno, después del aperitivo, el ensilado, que se practicaba lo más tarde a mediados de junio en cuanto la hierba estaba preparada y el tiempo era más o menos el adecuado. En el parque de Luxemburgo, bajo las frondosidades galantes de aquel jardín urbano que ella estaba descubriendo, Claire pensó en eso. No tanto en los de allí, los que estaban atrapados en las redes de las grandes tareas estacionales, como en las cosas en sí, en el arce del patio, el río, la hierba, la hierba sobre todo antes de que la sieguen ellos, el padre o el hermano, la hierba como oleaje flexible».
El shock que sufre Claire en el segundo capítulo, dedicado a su estancia universitaria, se manifiesta en multitud de ámbitos; en el privado, en el personal, Claire tiene una apariencia tosca, con marcas en la piel que le ha dejado la protección contra el sol cuando trabajaba los veranos en el prado, no viste los pantalones ajustados y los colores vivos que visten esas criaturas extrañas que son sus colegas de Facultad. La misma Sorbona, la entidad casi metafísica, para la visión provinciana, es un lugar en el que se siente ilegítima, intrusa, no solo porque siente que no pertenece al mismo grupo que sus compañeros, sino también porque, a pesar de no avergonzarse de hablar de su mundo de origen, no es capaz de traducirlo al lenguaje de la rive gauche.
Esta situación puede facilitar la asimilación del foráneo, previa renuncia expresa y explícita a su pasado, pero también puede redundar en su desarraigo progresivo, en la pérdida de los referentes campesinos, más por dejación involuntaria que por empeño propio, en la amputación del marco vital del pasado, en la disolución del nexo físico y mental, en el alejamiento del núcleo familiar, que va perdiendo influencia a medida que su presencia se hace esporádica, y de las aspiraciones de la niñez, abandonadas con el cambio de residencia y canjeadas, a la fuerza, por otras socialmente más elevadas, pero cuya persistencia, aunque olvidada, consigue traerlas al presente cuando las nuevas se muestran esquivas o, a lo peor, imposibles de alcanzar.
«En la madriguera de las ciudades las cosas tienen un lugar, el territorio del interior está bajo control. El mundo enorme palpita en sus alrededores, golpea y bate al otro lado de las ventanas, de la puerta, de las paredes, del techo, del suelo».
En su caso, hay una serie de personajes que actúan como catalizadores para la estabilidad de Claire: el profesor de griego, un Prometeo que le consigue el fuego del conocimiento pero también un Zeus patriarca de su «agitada» familia, la personificación del mito, junto con un lugar no animado pero no menos trascendental: la biblioteca, el depósito de la cultura, el lugar, inaccesible a los no iniciados, que concentra todo el saber, el oráculo; Alain, el paisano; Lucie, la brillante compañera de estudios, con la que establece una hermandad tan improbable como indestructible; también algún que otro personaje que el narrador cita como de paso, sin detenerse, lo mismo que hace, por cierto, y en esta ocasión sin ninguna justificación, con el marido de Claire, de cuya existencia nos enteramos también como por casualidad, como si se tratara de un episodio irrelevante.
Tal vez una de las preguntas que el lector puede plantearse es si Claire desea realmente deshacerse de esos campos y esos prados que sus colegas de la universidad son incapaces de distinguir, de ese pedazo de tierra que la modeló, quizás más lejos en el tiempo que en el espacio. La respuesta no es fácil ni manifiesta, pero Lafon incluye dos elementos que parecen negar el carácter lineal de la historia, ese que va del pasado al futuro sin posibilidad de regreso: el primero, el empleado de la biblioteca de la Sorbona, originario de la región del Cantal —al que Claire califica como país: «Claire tenía un país»—, que le hace revivir, a través de su voz pétrea y su forma de hablar, sus sensaciones enterradas, «el aire crudo de las tierras de la infancia», pero que también representa el momento en que se ha extinguido la posibilidad de retorno, la confirmación nde que Claire ha decidido ser parisina con todas las consecuencias, de darse cuenta de que ya no siente nostalgia; y también ese carácter como circular del relato, que comienza y termina con una bella evocación del padre de Claire, un granjero inmutable, en su viaje anual a París: al principio, Claire le acompaña, de niña; al final, como completando el viaje circular, Claire le acoge en su piso parisino, a la edad de cuarenta años; lo que le ha sucedido durante esos veinte años a Claire es el material a partir del cual genera su relato, pero también forma parte de ese mismo relato lo que no le ha sucedido a su padre.
En todo caso, cuando Claire decide que su traslado a París es definitivo, inicia un proceso de adecuación consistente en que todo aquello que la maravilla, que la excita, que la admira, debe perder su carácter de excepcionalidad y pasar a convertirse en rutina; todas aquellas conexiones que estableció para identificarse con su nueva ubicación, esos objetos de comparación mediante los cuales cualquier situación parisina remite a una semejante en el Cantal —la hierba del Luxemburgo con la de sus prados del Cantal, los árboles del patio del hospicio vecino de su habitación con los de los bosques que delimitan los campos en el Santoire— deben desaparecer; y lo hacen porque esas referencias se van perdiendo y toma su lugar lo experimentado en sus primeros días en París, los recuerdos de esa Claire niña con que empieza el relato, como si la referencia recordada fuera avanzando en el tiempo y se acercara al presente, en un intento inconsciente de olvidar —o, al menos, de dejar de tener en cuenta— el pasado freudianamente —y solo freudianamente, es broma— castrador. Personalment, ese distanciamiento paulatino se refleja en sus viajes estacionales al Cantal, mediante los cuales se convierte de la aborigen que regresa a la tierra de sus antepasados a la extranjera desvinculada de visita.
El proceso se cierra de forma circular, definitivamente, cuando la adaptación de Claire ha concluido, cuando el extrañamiento ha desaparecido, pero es reproducido por la visita anual de su padre, acompañado por su sobrino, de la misma o una edad parecida a la suya cuando su padre la trajo por primera vez a París; pero con una diferencia primordial: el lugar en que se halla ahora Claire está separado del de su padre por una brecha irreparable.
La Claire de la que habla el narrador y cuyo punto de vista adopta en el capítulo final es una Claire madura que sigue viviendo en París porque es su elección, trabaja y escribe porque, por fin, ha sido capaz de transgredir su lugar de origen para poder hablar de él con amor y con lealtad, pero sin nostalgia, con el convencimiento de que, igual que supo descifrar el lenguaje de su país natal, su «coto privado», cuando estuvo allí pero también desde París, es decir, supo darse cuenta de lo que significaba, ahora también podía hacer lo mismo con el lenguaje de su «país de adopción», el de la capital, porque ambos tienen un marco de referencia distinto: el espíritu de las épocas respectivas.
«Respira la ciudad bulliciosa, su segunda piel, huele el aroma familiar que no acaba de desentrañar; está todo amontonado, máquina y carne, engranajes y sudor, alientos agrios y perfumes cansados sobre polvo grasiento, es animal y mineral al mismo tiempo; está en el lado sucio y ella se hunde en esta sustancia viscosa, ocupa su lugar encajada en el flujo»
El país y los países
Más de veinte años después de su establecimiento en la capital, Claire, más allá de la cuarentena, efectúa el repaso de su vida desde la niñez hasta la actualidad, que ha consistido, sobre todo, en relacionar etapas, lugares y experiencias; ese proceso se desarrolla en tres etapas, que coinciden con los tres capítulos del libro: Claire niña que visita París por primera vez para acudir al salón de la agricultura; Claire adolescente y alumna de la Sorbona; y Claire adulta, profesora de lenguas muertas. Cuando descubre la capital, el contexto de Clara eran dos países, en principio, los del título, dos ubicaciones geográficas, dos espacios, la provincia y la capital, el Cantal y París, pero cada uno de ellos presenta tres facetas distintas, que corresponden a las tres edades de Claire: tres París, el desconocido de la niñez, el cómplice de la adolescencia, y el habitual de la madurez; tres Cantal, también: el sentido como lugar propio, el que se abandona, y el que no representa más que una anécdota de un pasado que se recuerda con amor pewro sin nostalgia. Pero esa larga y definitiva —al menos en el tiempo que abarca Los países— estancia desvela más componentes de esa distinción: tres países que pueden ser también tres tiempos, la infancia rural, la juventud estudiantil y la madurez capitalina; e incluso tres cuerpos: el cuerpo de la niña, psicológicamente inexistente para su poseedora; el de la joven provinciana que se establece en París, con el correspondiente zarandeo hormonal, y el de la mujer madura, divorciada y sin hijos, asentada en la ciudad; todos ellos han ayudado a configurar esos países que superan el ámbito geográfico y se han convertido en países mentales que pueden provocar un fenómeno de disociación cognitiva que Claire —y quizás también Marie Hélène, pero eso sería mera especulación— intenta remediar a través de la escritura.
«Claire escuchaba a Alain —el paisano archivero de la biblioteca—, opinaba y daba la réplica, sorprendiéndose al encontrar en sus modos de decir unos giros cuyo uso ya había perdido en su vida nueva y segunda; pero sentía, más que saber, que algo se había perdido, había sido abandonado, algo que no remitía al luminoso paraíso de las infancias; no existía paraíso, de las infancias nos escapamos; en ella, en su sangre y bajo su piel estaban infusas unas impresiones fuertes que formaban paisaje y componían el mundo, eso lo tenemos dentro, había que ampliar la vida, ganarla y ampliarla gracias a la mediación única y muda de los libros».
Lafon utiliza una cita del Diario de Eugène Delacroix —el pintor; una referencia llamativa— como epígrafe de su novela: «Nous ne possédons réellement rien; tout nous traverse» —«En realidad no poseemos nada; todo pasa a través de nosotros»—, mejor que el «todo nos atraviesa» de la traducción. En este sentido, sería posible considerar —tal vez ese es el deseo de Lafon, ya que incluye el epígrafe— Los países como en relato de una travesía entre países, teniendo en cuenta la polisemia expresada con anterioridad —países geográficos, pero también tiempos, cuerpos, incluso medios sociales— que excluye, una vez el proceso se ha completado, el dolor por haber dejado algo de sí en el lugar que se abandona, la traición, porque el pasado que fue aún presente para sus padres pero no ha podido serlo ya para nadie más no puede recuperarse, y la venganza, porque no hay nada que recriminar —si acaso, solo que agradecer— a un mundo que ha dimitido, que se ha vuelto indiferente; en definitiva, dolor, traición y venganza no acaban poseyendo a la protagonista, simplemente, pasan a su través.
La forma
La sombra de Balzac es alargada y su influencia en la literatura francesa, y particularmente en la novela de corte realista, se ha mantenido desde hace más de doscientos años. Formalmente, su narrativa, extensa en número e intensa en pasión y se diría que tiene pocos puntos en común con la literatura de Lafon y con Los países; sin embargo, a medida que avanza la acción, el rastro de Balzac, al que la literatura debe la caracterización canónica del provinciano en París —sus Escenas de la vida en provincias—, de las relaciones entre este y el habitante capitalino y el estatuto de ese relato como tema literario, se va haciendo más presente y acaba por iluminar la totalidad del cuadro pintado por Lafon que, más que una parodia, acaba constituyendo un homenaje que la autora utiliza en la parte central de la novela, cuando la acción parece requerirla.
Tal vez Balzac esté presente también en la viveza del tono —no aparecen ni manifestaciones desmesuradas, ni censuras severas, ni declaraciones rimbombantes; se diría que todo el relato tiene una modulación tenaz, constante, pero sutil— y en cierto grado de humor sutil apoyado en detalles anecdóticos de escenas minúsculas que acaban ejerciendo más influjo sobre el lector —podría hablarse de interés, sino esa palabra no tuviera la acepción económica— que los grandes escenarios de odio o de venganza.
«Tal afluencia de libros, reunidos en el mismo lugar, eventualmente en varios estantes, la privaba de todo discernimiento; era demasiado de todo, y a la vez, de un solo golpe. Los libros que no había leído, aquellos que nunca leería jamás, y aquellos, pérfidos sobre todos, que ya debería haber leído, en los lejanos años de su primera vida».
Lafon despliega una prosa ramificada y envolvente, con ausencia de diálogos, que avanza en pos de los personajes que, además de protagonizar los diversos episodios, son utilizados para caracterizar situaciones relacionadas con la trama de forma directa o que cumplen su función ampliando la información proporcionada por la autora; un encadenamiento no tanto causal como posicional que más que describir, expone, y en el que los hechos pierden sus diferentes grados de preponderancia para presentarse en toda su amplitud en una sucesión ininterrumpida de cuadros. Párrafos interminables, con apenas puntos y aparte, que parecen dudar sin concluir, merodear por suelos inseguros en busca de la frase conclusiva, que se resiste o que, con frecuencia, no aparece nunca; una estructura de la frase que recuerda a la comunicación verbal —cuando hablamos solo hacemos comas—. Esa alteración de la puntuación —ausencia de comas en oraciones enunciativas, de pausas que requerirían un punto y coma o punto y seguido— para que la frase conserve un ritmo determinado, una musicalidad muy flaubertiana —«hay que leer lo escrito a gritos» para asegurarse de que se conserva el ritmo de la frase, como le aconsejaba el propio Flaubert a Louise Colet— que se pierde, o sufre cambios irreparables, en la traducción; no hay que olvidar que Lafon es una flaubertiana confesa —el panfleto Flaubert forever, publicado en castellano por la misma editorial Minúscula que Los países, sería su distintiva declaración de principios— y que Claire ha hecho de Un Coeur simple su «breviario absoluto, tanto más absoluto y tanto más breviario cuanto que aquella lectura inaugural se cumplió un domingo, en papel biblia, en un volumen que se parecía más a un misal que a las ediciones de bolsillo de segunda mano con las que se conformaba» y llora cada vez que lo lee..
Se trata de una prosa sin duración en la que el tiempo es un elemento accesorio, pues pasado y presente se muestran de forma simultánea como si el conjunto de relaciones que los conectan fueran exclusivamente de forma biunívoca, cuando el pasado es capaz de influir de forma inevitable en el presente deja de ser pasado para convertirse en parte del mosaico existencial inscrito en un solo plano, el que configura ese presente continuo que denominamos hoy.
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