Dime una adivinanza. Tillie Olsen. Editorial Las Afueras, 2020 Traducción de Blanca Gago. Prólogo de Jane Lazare. Epílogo de Laurie Olsen |
En un momento histórico en el que cada individuo se siente acreedor de unos derechos insólitos, la lectura de autores como Tillie Olsen es un bálsamo de cordura; en primer lugar, porque su literatura trasciende el entorno temporal en que se escribió, pero también porque su carácter reivindicativo está planteado desde un reducto en que la injusticia, por motivos raciales, sociales o económicos ―Olsen era hija de emigrantes judíos rusos huidos después del intento fallido de la revolución de 1905―, se sobreentiende como una realidad inamovible que incluye como definitivos hechos supuestamente triviales, más próximos, como las relaciones familiares y, concretamente, la maternidad. Su obra más conocida, referenciada y admirada es este sensacional volumen de relatos que toma el nombre de uno de ellos: Dime una adivinanza (Tell me a Riddle, 1961, 2013). Olsen trasciende el papel de prestar voz a los que, por razones discriminatorias, carecen de ella, y se aplica en la exigencia de los derechos a que son acreedoras aquellas personas que jamás los han disfrutado; entre estas, las que unían la escritura y el hecho de ser madres a mediados del siglo pasado y en la peculiar sociedad del midwest norteamericano, con esa religiosidad primaria y esa discriminación endémica.
El pasado es un lastre que impide planificar el futuro, aunque este siempre acaba aconteciendo, pero distinto de como se había planeado, sin correspondencia con los indicios que aquel parecía mostrar; por simple acumulación, el conjunto de acciones ―lo que hicimos―, omisiones ―lo que no hicimos―, posibilidades ―lo que podíamos haber hecho― y aflicciones ―lo que no debimos hacer―, terminan aplastando ese instante fugaz que llamamos presente con un peso ineludible.
La asunción de responsabilidad que conlleva la maternidad, plena y conscientemente asumida, arranca un inevitable sentimiento de culpabilidad cuando no se consigue nivelar expectativas y realidad, una frustración que aumenta en igual proporción que la propia exigencia.
La peor de las tristezas, el desconsuelo ineluctable, sin esperanza, irrumpe en la fría objetividad de la narradora ―la crudeza de esa primera persona, tan próxima, tan poco vehemente y, en cambio, tan verosímil― cuando se refiere a un pasado invasivo que impone su presencia y para el que no existe ya remedio. Un pasado cuyo mero recuerdo evidencia los errores, cometidos en un tiempo ya olvidado, cuya subsanación es imposible.
Tal vez la vida sea poco más que un conjunto de frustraciones irremediables.
«Déjela. Aunque todo lo que hay en ella no vaya a florecer, ¿en cuántos llega a hacerlo? Ya le da para vivir. Solo queda ayudarla a comprender, darle una razón por la que entienda que es algo más que un vestido sobre una tabla, desamparado, antes de que lo planchen».
Ese desapego con la época que ha tocado vivir contamina todo tipo de relación ―en el libro de Olsen, la maternidad, el matrimonio, la amistad, los cuidados mutuos― porque esas vidas están marcadas, desde su inicio, por el estigma de la discriminación, en toda su variabilidad, y los personajes no tienen más remedio que transigir con la situación, ya que su recuperación es imposible.
En las vidas insignificantes nunca ocurren sucesos memorables ―esos que están reservados a las vidas eminentes, como si lo uno fuera función de lo otro―, sino lo que podría calificarse de anécdotas irrelevantes, pero que para ellas, debido a la modestia de sus requerimientos, revisten una importancia fundamental.
La estratificación social, omnipresente e inevitable, se manifiesta en todos los órdenes de la vida desde la escuela, la primera oportunidad de socialización, y actúa no solo verticalmente, en función de la posición social y económica, sino también en forma horizontal, cuando cada estrato busca uno inferior ―la procedencia, la ocupación, la raza― en el que descargar sus frustraciones y sobre el que mantener sus pequeñas porciones de poder; algo que ponga en evidencia una superioridad inexistente y que no lo relegue a la última posición.
«―Joder, es que, si pensáis que es algo tan importante, ¿por qué tenemos que vivir aquí, donde es una realidad? ¿Por qué no nos mudamos a Ivy, como Betsy ―sí, ya lo sé, por el dinero―, donde los tratan como colegas, al menos en la escuela? Allí hay tres niños negros y sus padres son médicos o jueces o peces gordos de no sé qué, y a uno de ellos siempre se le elige presidente de algo y la otra es la primera voz del coro, o lo que sea, para demostrar lo democráticos que somos... ¿Qué quieres que pase con esa pobre niña? A ver, aclárate. Sigue siendo amiga de Parry pero, claro, sin dejar a los tuyos. Sí, seguro. Saca buenas notas, pero no seas empollona. Crece, prepárate para la universidad, pero no te separes de ella. Sí, intégrate, pero... »
Tal vez sea cierto que las dificultades y los retos actúan a favor de la consolidación de una situación frágil, pero, para que suceda esa posibilidad, es imprescindible que el reto sea asumible y que la situación cuente con un índice de cohesión mínimo; si alguna de esas circunstancias no aparece, el proceso colapsa y la recuperación es inviable; como el derrumbe de un edificio, que mostraba una indiscutible solidez, debido a unos defectos constructivos que nadie se había preocupado por examinar.
«No es que no hubiera querido a sus bebés, a sus niños. El amor ―ese afán por cuidar al otro― había crecido con la necesidad como un torrente y, como un torrente, arrastraba y sacrificaba todo lo demás. Pero cuando la necesidad ya estaba satisfecha, ay, ese poder se perdía en el doloroso proceso de retener y secar lo que aún manaba, pero que no tenía un cauce por donde discurrir. Solo quedaba un débil latido que no podía acallarse, que sufría por unas vidas a las que ya no podía sostener ni ayudar».
Cada recuerdo, levemente evocado, emergiendo de las brumas del olvido, deslavazado, intuitivo, es un puñal que agranda la herida de un pasado que se quiere evocar como feliz, aunque sea por contraste con un presente que ejerce su tiranía sin piedad, echando en cara la felicidad inocente de las nuevas generaciones, un asedio constante para el que no existe subterfugio.
«(La corona de tranzas cercenada). Instantáneamente, él dejó a la anciana muda que leía con detenimiento el Libro de los mártires, y se remontó a la madre pisando el pedal de la máquina de coser que cantaba con los niños; a la joven con el uniforme de presa arrugado que se escondía el pelo con sus manos llenas de cicatrices, que alzaba los ojos para ofrecerle una mirada incómoda, pudorosa y llena de amor; y la estrechó en un abrazo afectuoso, intimo, carnal, lleno de toda la intensa pasión que siempre había querido despertar en ella».
Las dos últimas citas pertenecen a Dime una adivinanza, uno de los mejores relatos que recuerdo haber leído en mi vida.
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