13 de enero de 2025

Jean-Christophe Bailly sobre Pierre Michon

 


El Musée d'Art Moderne de Saint-Étienne organizó, el 8, 9 y 10 de marzo de 2001, el primer coloquio internacional Pierre Michon. Con motivo de esa efeméride, el servicio de publicaciones de la Universidad Jean Monnet de Saint-Étienne publicó una serie de artículos, reunidos por Agnès Castiglione, escritos por autores, traductores, críticos y profesores sobre la obra del escritor francés, entre los que se encuentra la contribución de Jean-Christophe Bailly, cuya traducción se transcribe a continuación.

En relación a Pierre Michon


Jean-Christophe Bailly


La obra de Pierre Michon se compone de relatos. Sólo una vez, creo, se señala en la portada, «relato», en negro bajo el título en rojo de Vies minuscules. Pero no importa, no había necesidad de especificarlo, y si se especificó una sola vez, puede que fuera porque había que distinguirlo de la novela, para decir que no se trataba de una novela, sino de otra cosa, de ese otro horizonte que se abre cuando se dice relato, que no designa estrictamente un género, sino una manera de situarse más allá del género y tal vez incluso más allá de la propia obra, ante un horizonte de expectativas que no es el de la obra en sí, sino el del ensayo, el de la incursión, cerca de lo que la literatura tiene de menos altiva y menos solemne, aunque sea minuciosamente elaborada y ambiciosa.


El relato, pues (incluído el libro sobre Rimbaud, que comienza con un absoluto narrativo: «Se dice que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif...»), es por tanto una puerta pequeña, y rara vez un trayecto muy extenso, no, es más bien  como un rasguño, como un puñado de sentido arrebatado que no se propaga. En consecuencia, posee algo de impaciencia e incluso de avidez, algo que se mantiene al lado del lector, en una extraña cercanía en la que nunca deja de latir el corazón más infantil de la literatura, que es el de los cuentos y las leyendas, el de los libros leídos en voz alta en la penumbra, en las noches oscuras.


Hay que tener en cuenta que el relato es, en primer lugar, el testimonio de que el origen de la literatura es todo aquello que les acontece a los seres que la crean, y que la crean porque se sienten desamparados ante ese origen que los vincula. Lo que primero les sucede es que nacen, es decir, que aparecen y son echados al mundo como un nuevo ensayo, una nueva tentativa, sin haberlo deseado ni querido en modo alguno. Y esa circunstancia, esa circunstancia que tiene que ver con el nacimiento, que es la  del asombro y el espanto, me parece que está siempre presente en lo que cuenta Pierre Michon. Tanto si habla de sí mismo como si habla de pintores célebres o de gente común, siempre lo hace de aquellos que no regresaron, y cuando digo esto no estoy pensando en una versión amable que convertiría ese no saber vinculado al nacimiento en una delicada mezcla de duda y asombro, no, estoy pensando en algo mucho más cruel, mucho más perturbador, una ansiedad que se obviamente enfrenta a un mundo en el que aquellos que han vuelto son los que dominan, los que viven hasta el final como si hubieran olvidado tanto que nacieron como que van a morir, pero una ansiedad que es, ante todo, incesante porque ha conservado desde el nacimiento y desde la infancia, que es su sombra, un poder ilimitado para cuestionar, ese mismo poder, me parece, que encontramos en los ojos de las bestias que nos ven.


En consecuencia, algo que no es exclusivamente humano, sino mucho más antiguo, mucho más enterrado en la noche de los tiempos, algo que es exactamente lo que Pierre Michon extrajo del agua en La Grande Beune, en el que todo lo que el relato recupera —el deseo de los hombres por las mujeres, los peces de río, las gotas de lluvia en un parabrisas y la presencia fantasmal de los hombres más viejos cerniéndose como una ola levantada sobre el paisaje— puede decirse que está amenazado por esta especie de espada de Damocles que la existencia de los seres y de las cosas tiene suspendida sobre ellos. No se trata ni de la muerte y ni de la vida como opuestos o divergentes, sino de una continuidad perpetua que es el latido que el relato capta, y no diría que es el ser porque eso sería otra limitación, es todo lo que en el ser recuerda que existe, y que ese recuerdo pueda tomar la forma de una estancia de posada iluminada en la noche, esa es la magia que propaga el relato: la inquietud infinita es también el hogar de lo que Bataille llamó el azar, y no digo esto para incluir una cita, sino porque Pierre Michon es el único escritor actual que sigue asomándose al abismo iluminado que reconoció Bataille.


Ya se trate de Vies minuscules, que reúne ocho relatos propiamente autobiográficos, de La Grande Beune, que es una narración en primera persona, o de los libros en los que Goya, Watteau, Piero della Francesca, Van Gogh y Rimbaud son las figuras dominantes, o se trate de Le Roi du Bois o de L'empereur d'Occident, el relato nunca huye de ese material que le proporciona  su desdoblamiento e impulsa su verdad, material que siempre es biográfico, siempre hecho de ese roce con lo vivo en que consiste la vida de un ser. En ningún momento, en el caso de los pintores, por ejemplo, la narración se transforma en discurso crítico, ni mucho menos se evade de su discurso principal, el ser está siempre sujeto a las marcas de su singularidad, como si rebotara entre esas marcas, que no consisten solamente en actos, sino también en cosas vistas y encontradas, en indicios. En estos indicios  se insinúa la doble impronta que le confieren la época y el lugar, pero nunca esa época (la época de Piero, la de Rimbaud, la de Claude Lorrain o la del «yo» que los cuenta) ni ese lugar están ahí de antemano como marcos, sino que llegan como un eco cuya fuente es la masa desvanecida y desvaneciente de una materia de principio a fin. No hay aquí oposición entre los que formarían parte de la gente común y aquellos cuyo nombre se ha convertido en leyenda: su leyenda sólo es real, posible, porque está escrita en la piel del mundo como un temblor, y no es nunca la «gran figura» la que Pierre Michon intenta encontrar, sino el movimiento que los hizo grandes y que es la violencia con la que obedecieron a este temblor. La vida de Watteau y la vida de Rimbaud son también, en cierto sentido, «vidas minúsculas», y lo minúsculo no es un juicio de valor, sino una especie de ley de proliferación que señala la localización de la intensidad.


Una cosa es la actitud que pretende fijar al mundo, otra cosa es el movimiento frenético que lo engulle. Minúsculo es el nombre de lo que no abandona este movimiento, el nombre de lo que no sabe desprenderse de él. Y no hay que olvidar que no es solo a través de sirvientes y de gente común  que lo minúsculo se sostiene en su propia minucia, también hay que recordar que la figura más heroica de entre todas las que recoge Vidas minúsculas es la de un analfabeto, un hombre al que las «letras» no han visitado. Sería muy paradójico convertir a ese hombre que existió en un personaje y a ese personaje en un modelo de escritor, pero mediante esa historia lo que se nos presenta es, para el escritor, una señal, y para el lenguaje, un recordatorio. El dominio del lenguaje se expone aquí en su raíz engañosa, en el primer nivel, es la primera evidencia, pero también se expone en su exigencia más desnuda, que sería saber alcanzar con palabras, con frases, el torbellino de deseo y de respeto en el que el sentido se anuda y se ahoga para aquellos que no saben leer y a los que se envía la experiencia sin apoyo.


No se trata sólo de una historia, porque a través de ella queda fijado un punto de duda y de deseo que está en el corazón mismo de la relación de Pierre Michon con el lenguaje y con la figura del escritor: ¿cómo devolver al lenguaje de los libros la verdad de aquel que no tiene la palabra o de aquel que, aun hablando, no posee el dominio del lenguaje, y cómo, al hacerlo, al intentarlo, no traicionarlo? ¿Cómo, en otras palabras, escribir, sin engrosar las filas de aquellos, dotados o no, que nacieron mutilados de lenguaje? No se trata sólo de evitar las trampas del virtuosismo y de la singularidad, de la bella frase o del «realismo» y las de la fama; se trata de atenerse a la letra del lenguaje, allí donde todavía está al borde del silencio y del ruido, del murmullo informe de lo vivo, allí donde todavía no es más que el pliegue humano que se forma entre los pliegues de otras bestias, allí donde responde a la sorpresa de descubrirse como ese pliegue; no un «poder», sino una simple marca, una imposición de manos en el vacío como la esas manos colocadas en las paredes de las cavernas.


Cada uno de los relatos de Pierre Michon existe como algo que ha resistido a esta tensión, como algo que la restituye sin poder constituir una prueba para la persona que lo ha escrito. Lo que puedo decir, decirle, es que entre lo que ha escrito y el material ilimitado de donde procede hay muy poca distancia, y esto no es tanto un juicio sobre su obra, que me pondría en la posición de un entendido, insostenible, imagino, tanto a sus ojos como a los míos, como una sensación que pude experimentar recientemente, con motivo de un viaje a la Creuse. Viaje es aquí una palabra bastante grandilocuente, ya que se trataba de una excursión de un día a un pueblo muy pequeño, donde tuve que acompañar a un estudiante de la École de Blois, donde trabajo, y que es una escuela de arquitectos paisajistas. Y allí, viendo correr el agua, mirando los lavaderos, las granjas, los bosques, las nubes, intentando comprender un poco este país que estaba descubriendo, me di cuenta de que ya lo conocía, de que ya lo había recorrido: el recuerdo de las historias de mi madre, exiliada por la guerra a la zona de Dun-le-Palestel, el afloramiento, casi en todas partes, del agua bajo las piedras y, aún más, la luz del atardecer en las calles de La Souterraine, antes de volver a coger el tren, todo esto —¿cómo decirlo?— estaba incluido en el interior de Vies minuscules, no como un vago eco, sino como una marca de agua incluida en el libro. A través de los nombres de los lugares leídos en el mapa o en los carteles, a través de la impregnación nervaliana de estos nombres, a través de la forma en que los pueblos se erigen sobre el terreno, llegaba una especie de anhelo cuyo origen era el libro. 


Aunque a cierta distancia, quizás, contenía este país, había extraído de él su misteriosa resistencia, a través de las fotos de un álbum o del ruido de un ciclomotor que se aleja, a través del patio de una escuela o de un paquete de café enviado desde las colonias y guardado en la estantería de una casa de campo. Todo ello no porque Pierre Michon sea en esta ocasión el «cantor» de una región, de un país, sino porque hay la su manera en q ue capta la vida, en que extrae su esencia, algo limpio, algo puro, algo que se entrega, algo que convierte al lenguaje en una especie de linterna mágica, o más bien una antorcha. En la oscuridad, alguien rebusca, no sabe lo que va a encontrar, pero lo encuentra, y lo que surge no es una pista precisa, es una masa alarmante, alarmada. Del asombro de haber nacido, y de estar ahí entre todo lo que ha surgido, y sigue surgiendo, y va a desaparecer, toda esta masa es la historia, la historia no contada de la que, sin embargo, el que sostiene la antorcha tira de un hilo que arrastra a los demás, y todo el ovillo se desenrolla: hay un corral, una niña que atraviesa un bosque corriendo, un chico que silba para sí mismo, otro que está muerto y que le echan tierra encima, hay un río de aguas oscuras que fluye desde siempre y un hábil pescador que extrae carpas de él,  todo esto, iluminado por la antorcha, es como una filmación de extraordinarias convulsiones, como si el lenguaje, en lugar de ser una invención humana o un juego de manos, fuera un material procedente de la tierra, un líquido derramado, una leche en la que se formara una telilla.


«Mira el cometa; mira la nada y la salvación, la revuelta y el amor, el cuerpo vil y la letra, que se agarran, se abrazan, bailan, se deshacen, se retoman, pasan y se derrumban considerablemente». Rimbaud le fils.

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Traducción del texto procedente de Pierre Michon, l’éscriture absolue, VV. AA., Université de Saint-Étienne, 2004.


La imagen de cabecera es de: https://twitter.com/cbamadrid/status/1086579004608528385


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6 de enero de 2025

Princesa vieja reina

Princesa vieja reina. Pascal Quignard. InterZona Editora, 2021
Traducción y prólogo de Silvio Mattoni.
Princesse vieille reine. Éditions Galilée, 2015

La relación de Pascal Quignard con las artes escénicas, dicho sea en forma amplia, ha sido una constante a lo largo de su carrera como creador. En 1990 fundó el Festival de ópera y de teatro barroco de Versalles, que dirigió hasta 1994, cuando abandonó todos sus quehaceres profesionales para dedicarse en exclusiva a la escritura; fue también en 1990 cuando se encargó de escribir el guión de la película que dirigió Alain Courneau sobre su relato Tous les matins du monde; ya sin su participación directa, Benoît Jacquot dirigió, en 2009, la película Villa Amalia, basada en su obra del mismo nombre. La gran mayoría de obras de Quignard no son obras de teatro en el sentido clásico del término y, como tales, no pueden ni están llamadas a ser representadas sobre el escenario; solo se pueden leer; pero admiten diversas lecturas: la usual, en silencio; en voz alta —pero leídas, no declamadas ni interpretadas, es decir, traducidas—; y también a través de otras manifestaciones artísticas: danza, música, incluso pintura y escultura, y escritura, claro —es decir, re-escritura—, reelaboradas, pero manteniendo su naturaleza, como si cambiara la lengua en la que están escritas, pero nunca ni un ápice de su contenido.

Pero Quignard ha producido también textos con destino a la escena: Le Nom sur le bout de la langue (2005), sonata de tres relatos; Triomphe su temps (2006), sonata de cuatro relatos; y Princesse Vieille Reine (2015), sonata de cinco relatos, fueron creados para la actriz francesa Marie Vialle. Medea, un espectáculo de teatro butoh escrito para la bailarina y coreógrafa japonesa Carlotta Ikeda,  fue representado a lo largo del período de 2009 a 2013; después de la muerte de Ikeda, ideó y organizó diversas Performances de ténèbres —una experiencia que recoge en su texto del mismo título, Performances de ténèbres (2017)—; simultáneamente, y en curso en la actualidad (entre otras, Barcelona, Palau de la Música Catalana, 2024), ha organizado una serie de lecturas —en sus propias palabras, «récit-récital»— acompañado por la pianista Aline Pibloule o el clavecinista Pierre Gallon.

Personalmente, además del caso de estos recitales, también ha participado en diversos espectáculos, de entre los cuales: Mourir de penser, una lectura parcial de su texto del mismo nombre (2014), novena entrega de la serie Dernier Royaume; Vie et mort de Nithard Ballet de l'origine de la langue française, basado en sendos fragmentos de Les Larmes (2016); y L'Oreille qui tombe, una «obra sonora y evolutiva sobre la acción del agua y del tiempo», junto con la artista multidisplinar Frédérique Nalbandian.

Princesa vieja reina —sin la coma (,) que figura en el libro en castellano—, Cinco relatos, o Sonate a cinq contes, como lo califica el propio autor, es la publicación que recoge el texto del espectáculo creado para Marie Vialle representado en el Théâtre du Rond Point el 3 de septiembre de 2015. El formato es el de una colección de cinco cuentos tradicionales, todos ellos protagonizados por mujeres de todas las épocas: la historia de amor entre Emmen, hija de Carlomagno, y Éginhard, secretario del emperador; el relato del duque Huan que, después de asesinar a toda la familia de la princesa, la convirtió en su concubina; la historia de la viejísima soberana que reina sola porque su tiempo ha superado al tiempo del mundo y ya no puede recuperarlo; el relato de la tentación del suicidio de George Sand, que no puede librarse del fantasma de su padre; y, finalmente —aunque ocupa el tercer lugar en la serie—, el descubrimiento de Emily Brontë, en 1838, de que su apellido, en griego, quiere decir tormenta.

30 de diciembre de 2024

Gérard Macé sobre Pierre Michon: «Una ilustración de almanaque»


Admirado por la prosa de Pierre Michon, Gérard Macé le dedicó uno de los capítulos la recopilación Colportage I. Lectures (1997), particularizando el homenaje en el libro Vie de Joseph Roulin (1988).

Una ilustración de almanaque

Tocado como un rey, sentado como un papa, así ve Pierre Michon a Joseph Roulin tal como lo pintó Van Gogh, y creemos reconocer en sus atributos, anuncia al principio de su relato, los de Luis XIV en todas sus épocas o los de Inocencio X en 1650. Y además Roulin, con su barba florida, empieza a parecerse a una figura de icono, a un personaje de novela rusa, pero su guerrera de empleado de correos es más bien el atuendo de un príncipe de la República cuya utopía sangrienta le permite asumir los tormentos cotidianos, sobre todo cuando los colores de Le Grand Soir se funden con los de la absenta. Van Gogh, por su parte, es el pelirrojo que busca el absoluto en el amarillo de cromo, que crea sin saberlo, para los biógrafos y marchantes futuros, la leyenda y el oro; un pintor para el que los remolinos que ve en el cielo se convertirán en otros tantos ceros en las subastas. Es con un Van Gogh aún no enterrado en los campos de trigo con el que Pierre Michon rivaliza pintando a su vez el retrato del cartero, pero lo que pone ante nuestra vista, incluso más que el asombrado tête-à-tête del pintor y su modelo, es un intercambio que no se basa en otra cosa que en la precariedad humana, en «el viento y las circunstancias».


En las cartas a Théo (cuyo tono Pierre Michon interpreta como obstinado, inquietante y sobre todo «angustiado» —«navré»—, por utilizar la palabra favorita de Vincent, que utiliza incluso cuando no escribe en francés), Roulin es a la vez una naturaleza recia de campesino, un pobre diablo y un pequeño empleado, «ni amargado, ni triste, ni perfecto, ni feliz, ni siempre irreprochablemente justo». En su voz, cuyo timbre es «extrañamente puro y conmovedor», Van Gogh oye, un día de enero de 1889, «un dulce y angustiado canto de niñera y como un lejano eco de la corneta de la Francia de la revolución». De su «circunspección silenciosa» y de su conversación, retiene la abrupta y sencilla lección de que «el camino no se hace más cómodo a medida que se avanza en la vida».


Pierre Michon amplifica magníficamente estos pocos rasgos, que realza u oscurece según le convenga, que deforma, las más de las veces, para hacer finalmente de Joseph Roulin un héroe de la misma familia que los de Vies minuscules: André Dufourneau, que se marcha a África cuando acaba su jornada; Antoine Peluchet, el «hijo perpetuo y perpetuamente inacabado» que transmite su reliquia al narrador; o la hermana que se convierte en la «pequeña muerta», como si la poesía fuera para el novelista un repertorio de epítetos homéricos. El retrato de Joseph Roulin es, a su manera, el retrato de un antepasado, pero, tanto como su estampa de ilustración de almanaque, secular y exaltada, es su nombre el que inspira al narrador, ese nombre que se confunde con la «escansión vana, despótica y sorda, que sostiene lo que escribimos» —de Joseph Roulin, Michon dice: «Está agotado y quizá tan alegre como la forma. Está vacío, como un ritmo. La escansión vana, despótica y sorda que sostiene lo que escribimos, lo alimenta y lo agota, quiero que lleve su nombre»; del mismo modo, Michon decide que su escansión tendrá un nombre, Rimbaud, Flaubert, Balzac... El fantasma está en esta concavidad voluminizadora, en esta escansión que se hace visible, que toma cuerpo. Michon quiere que esta escansión «tan visible salga a la luz, se manifieste y muera»—, quizá también con el balanceo —roulis, en francés, por homofonía con roulin— del mar y los cantos del gaviero en las novelas de Melville. Este nombre, en el que se enrollan las velas de los navíos detenidos —rouleau—, y los lienzos que Vincent envía a su hermano a «baja velocidad» —enrollados, enroulés—, es en efecto el que oímos en la prosa de Pierre Michon, ebria y colorista, pero de un extremo a otro lastrada por una meditación sobre el valor de las cosas.


Para convertir un alma sencilla en un muerto ilustre que leyó las cartas de Van Gogh sin interpretarlas, Pierre Michon se informó, pero no a la manera de los biógrafos que creen en la historia. Más bien a la manera, antigua y siempre nueva, de aquellos que creen en las apariciones, o al menos en la huella luminosa, incierta, que cada uno deja a su paso. De se modo, es capaz, al final de esta historia verídica, de esta admirable narración que gira en torno a una verdad demasiado humana, de inventar un episodio de la nada: la llegada a casa de Roulin de un marchante venido de París, más dandi que rico, por quien se deja engañar trocando su propia cabeza por un poco de orgullo y algunos dólares, que llegan demasiado tarde para redimir una vida que toca a su fin.


Así pues, sin esfuerzo, pero no sin intención, Pierre Michon aplica aquí al pie de la letra los consejos de Marcel Schwob, quien exige que se dé el mismo valor a la vida de un pobre actor que a la de Shakespeare, y que acaba con estas líneas El arte de la biografía: «No sería tan necesario describir minuciosamente al hombre más grande de su tiempo, ni dejar testimonio de los méritos de los más célebres del pasado, sino contar con el máximo detalle las existencias singulares de los hombres, ya fueran divinos, mediocres o criminales». 

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Este texto es la traducción amateur, que no podrá suplir la hasta el día de hoy inexistente traducción profesional, del capítulo «Une figure d’almach» perteneciente al libro Colportage I. Lectures, de Gérard Macé, Éditions Gallimard, 1997.


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23 de diciembre de 2024

Minimosca

 

Minimosca. Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya, 2024

A ver cómo empiezo esto...

Si sigo el método usual de estas Notas de Lectura, me voy a perder entre los riscos para acabar en alguna hendidura haciendo compañía a Washington —¿lo veis? Ya me estoy perdiendo y citando elementos de un libro que no tenéis por qué haber leído... todavía—. Teniendo en cuenta que a lo que más se parece Minimosca es a un laberinto —lo siento, no querría caer en el tópico, pero es la primera imagen que viene a la cabeza del lector a partir de la página 100—, podría optar por, como hice en el caso de Los reconocimientos, confeccionar un mapa para facilitar no la salida, sino la entrada al insondable dédalo que ha construido el autor, pero de hacerlo así desvelaría algunos atajos que hurtarían al lector el placer de recorrerlo sin indicaciones, de perderse en sus ramificados senderos. Descarto, por impotente ignorancia, redactar un escrito de crítica literaria, así como tampoco me veo capaz —aquí por ignorante impotencia, y porque son mías y de nadie más— de traducir en palabras las sensaciones que he ido experimentando a lo largo de su concienzuda lectura. En fin, sed indulgentes con este intento, nada que pueda escribir nadie podrá siquiera aproximarse a la lectura del desafiantemente intrincado texto de Faverón; pero, más por el valor intrínseco del libro, en este caso, que por coherencia personal, no puedo dejar pasar la oportunidad de escribir unas Notas de Lectura que no pueden ser parecidas a la mayoría de las que figuran en este blog. Tal vez lo mejor —y más abarcable— sea introducir a algunos de los personajes e intentar replicar ciertos pasajes significativos.

En cuanto a los personajes, el lector hará bien en distinguir los reales —es decir, que existen, existieron o existirán— de los imaginados por el autor —en los casos en que esta distinción sea practicable—; pero la discriminación necesaria no acaba aquí porque, en el caso de los primeros, habrá que diferenciar los hechos reales de los recreados. Vamos allá con algunos ejemplos.

Cada uno de los siete capítulos en que se divide el texto tiene un epígrafe; quiero decir, un mismo epígrafe, una cita de Ways of Dying de Sir Thomas Browne —a los que se añaden dos de Sir Paul McCartney y uno de Esmée Maisse, un personaje de la novela—; la procedencia del texto parece clara y la identidad del autor también, pueden buscarse ambas en la red, pero lo que queda en claroscuro son las intenciones del autor al repetirla. Además, hay un protagonista en Minimosca que, aparte de su nombre, adopta a cada momento el nombre del autor que está leyendo; en concreto, cuando aparece en la trama, está leyendo a Sir Thomas Browne; sabiendo esto, tanto si ya lo han hecho como si no, busquen o busquen de nuevo la cita de Sir Thomas Browne y léanla en su contexto.

Por cierto, un inciso: Minimosca es un texto —estoy por llamarlo dispositivo— en el que el autor ha diseminado un ingente conjunto de trampas; algunas, en forma de encerrona, conducen al lector a callejones sin salida para cuyo allanamiento necesitará de ayuda desde el otro lado; otras, auténticos trampantojos —¿qué es un trampantojo auténtico, hacer ver lo que no es o no ver lo que es?—, irán desvelando el engaño a medida que se nos lleva lejos de lugar donde se ha planteado. Como los escritores de ficción que más nos gustan, Faverón es un estafador, conviene tenerlo en cuenta.

Al comienzo del libro aparece un personaje al que un golpe en la cabeza le provoca una amnesia de tal gravedad que no recuerda nada —ni siquiera lo que acaba de escribir y nosotros de leer— ni reconoce a nadie; una vez recuperado, sostiene una conversación con una singular mujer llamada Mrs Mutt, antes Mr Mutt, sobre el extraño caso de un urinario que aparece cuando su dueño tiene ganas de hacer uso de él y desaparece cuando su uso está consumado; conversaciones es lo que tiene lugar en el jardín urbano, el emplazamiento de reunión nocturno, entre Mrs Mutt, «el hombre de los disfraces», «el hippie de los chalecos», «la niña transgénero», «el muchacho con cara de anciano» y el propio Amnésico, todo un elenco. Bueno, pues resulta que ese urinario es el famoso urinario de porcelana blanca de Marcel Duchamp —Fountain, 1917; firmado R. Mutt—, del que se nos informa de su procedencia, compra y avatares; también se nos narra la muerte del artista sirviendo en el ejército en la IGM —pero, ¿no murió en 1968?—; la historia de Mrs Mutt, que calca un relato de Stephen King que no ha escrito, un SK, por cierto, muy asustado por la posibilidad de ser absorbido por una novela —«la menos ilegible»— de Thomas Pynchon. El hecho de que el Amnésico vaya recuperando la memoria, que comparta datos personales y profesionales con el propio autor —una esposa y una hija a las que echa en falta al regresar a su casa, aunque nadie recuerde que hayan existido (espero que Faverón, después de su periplo de presentaciones por tierras de España, no se encuentre en esa situación)—, a estas alturas del libro —primeras cien páginas, más o menos—, no tiene ya la más mínima relevancia.

En cuanto a los personajes imaginarios —o supuestamente imaginarios—, ya pueden ustedes suponer...

John Sinclair, un editor, es el responsable de que podamos leer el capítulo que presta nombre al libro, Minimosca, porque, a falta de originales, siempre rebusca manuscritos en la basura; de hecho, este es recuperado del contenedor y, a pesar de estar incompleto, lo remata y lo transcribe. No sabe quién es el autor —la autoría y naturaleza de ese escrito serán reveladas posteriormente—, aunque la narradora es una tal Mónica, hija de Alberto, limeño —que la prostituye a los catorce años—, hijo de un embajador, y de Esmée Maisse —que también escribió un libro, Nuevos caminos hacia la belleza del infierno, una especie de historia paralela del arte norteamericano en la que aparecen personajes reales con papeles alternativos—, franco-suiza criada por un matrimonio judío en Europa, que desapareció después de parirla. El relato, que sigue la declaración de Mónica a un «policía asmático», versa sobre Arturo, un chaval huérfano de padre asesino y madre sordomuda y analfabeta, estudiante por las mañanas y boxeador por las tardes —en categoría minimosca; se supone que es el Minimosca del título— que, incapaz de dar un puñetazo apropiado, tumba a sus contrincantes susurrándoles versos al oído. 

Orpo y Krippo son dos personajes que aparecen, siempre juntos, varias veces a lo largo del libro y cuyo papel e importancia en la trama parecen irrelevantes; incluso, a medida que avanza el texto, su identidad queda en cuestión. Aparecen en el capítulo «Momias», cuando George Bennet le relata a Raymunda su estancia en Paraguay, como dos matones de Stroeesner —donde se habla, por cierto, de un torurador llamado Egon Schiele: ¿será por su obsesión con la figura humana?—. De parecer una especie de Vladimir y Estragón burlones y desenfadados, reaparecen en una cárcel de Stroessner, cuentan una desopilante expedición en busca de un personaje uno de cuyos avatares es El Diablo, para, finalmente, quedar —supuestamente— descubierta su identidad y explicado, a posteriori, su extraño comportamiento.

Angus White —que es el nombre que adopta cuando está solo, según Orpo— es otro de los personajes proteiformes que recorren el libro; el hecho de que sea admirador de Sir Thomas Browne —anda siempre con un ejemplar del «Urne-Buriall» (ese es el nombre del libro según Orpo; el título  real es Hydriotaphia, Urn Burial, or, a Discourse of the Sepulchral Urns lately found in Norfolk; parece que hay más de un Sir Thomas Browne implicado en la novela; véase, de nuevo, el asunto de la cita de Ways of Dying) a cuestas— es un factor determinante de su participación en la trama, así como la relación que mantiene con varios de sus protagonistas, que ande invariablemente equipado con un paracaídas a pesar de que siempre viaja a pie, que desaparezca misteriosamente, su encuentro con Allen Ginsberg en una playa nudista y que acoja y ceda su casa a Minimosca.

El Pintor Fugitivo, un personaje escurridizo de cuya identidad real —¿o debería decir alternativa?— nos vamos a enterar  en las páginas finales, pinta ínfimos cuadros negros, una colección que él mismo bautiza con el nombre de «HORROR INFINITO» (sic), que esconden, cada uno, a un muerto, y cuyo detalle solo puede ver un ciego, Mario Ernesto, un personaje que hunde sus raíces en Vivir abajo. Su aparición en la trama, que podría parecer irrelevante, es empleada por el autor para bosquejar uno de los numerosos laberintos con los que va a tener que lidiar el lector; a título de ejemplo, y sin desvelar nada significante, ahí va un intento de explicación —no es necesario conocer la filiación de los personajes para captar lo que quiero mostrar—: el palindrómico Miroslav Valsorim, el librero de Valparaíso que incitó a George Bennet —otro personaje cuyas circunstancias se encuentran enVivir abajo— a matar a Patricio Herskowitz y liberar a Raymunda Walsh y a su hijo, el citado Mario Ernesto, es informado por un cura del orfanato en el que se crio, de que fue sacado de la barriga de un oso en 1922 —un año recurrente, además de ser el de la publicación, por ejemplo, de Ulises —por cierto, mi reconocimiento y admiración por John Maxwell, «el crítico que se perdió en el Ulises»—, La Tierra Baldía (Eliot es uno de los uppercuts utilizados por Minimosca para noquear a sus rivales) y, notoriamente, Trilce, el poemario de César Vallejo, el más mortífero, otro de los personajes reales con un rol en la novela—; ese suceso es narrado, parcialmente, en un subrelato, «El oso de Bosanska Krajina»; sin embargo, el Pintor Fugitivo asegura que «el soldado serbio» y «la prisionera maya» —protagonistas de otros dos subrelatos— fueron sus padres biológicos, que le encontró una monja chileno-americana, que se crio en un orfelinato de Portland; y que ambos, vivos y muertos a la vez, están recogidos en su casa —¿ven a lo que me refiero cuando recurro insistentemente a la palabra laberinto? Para empezar, ahora me doy cuenta de que el párrafo que he dedicado a uno de los personajes pretendidamente irrelevantes es más extenso que los dedicados a los más importantes —.

Otro personaje —¿o habría que decir personajes?— proteiforme es un tal Richard Diekenborn; digo personajes porque el sujeto, al menos con ese nombre —no se excluye la posibilidad de que se manifieste bajo otro patronímico; de hecho, se manifiesta, se ha manifestado, en el episodio que ubicado en La Higuera, recuerden, el lugar donde, el 9 de octubre de 1967, el sargento Mario Terán​ ejecutó, en la escuela, al Che Guevara— aparece en dos versiones: la que se cita en el libro se Esmée Maisse citado con anterioridad y en la que pasa por ser el Diekenborn real, pintor establecido en Utah, y que recibe en su casa a Angus White —con su paracaídas a cuestas—; a John Sinclair —y se menciona el encuentro del manuscrito de Minimosca, pero con ligeras diferencias de como había sido descrito anteriormente—; a Atticus Johnson —uno de los personajes encubiertos que, a pesar de su poco protagonismo, es esencial en la trama— en su doble personalidad de Santo y de Diablo, junto con su hija Kim; a Jim White, que conoció a un chico al que asesinó el coronel Bennet —el padre de George Bennet, un personaje desgajado de Vivir abajo—; y al propio George Bennet hijo. Una de las particularidades del personaje es que es incapaz de pintar otra cosa que no sea el mapa de Utah, aunque sí lo hace con múltiples orientaciones —el lector debe recordar, cuando está en la página 561, el dibujo incluido en la 21 y en la 237, pordiós—.

¿Menudo enredo, verdad? Y eso que solo he reseñado a algunos de los personajes que aparecen en Minimosca. Pero no se lleven a engaño, ese enredo quedaría en insípida acrobacia, en infructuoso despliegue de la imaginación del autor si no estuviera acompañado de literatura, es decir, si Faverón no fuera un «autor implicado» —otro concepto para cuya comprensión es imprescindible la lectura de la novela; piensen en Kafka, por ejemplo, para ir haciendo boca con la idea—. Intentaré poner algunos ejemplos que atienen a la forma, aunque sea, en este caso, inseparable del contenido.

El primer capítulo, «El Amnésico», contiene extensos párrafos sin puntos, en el intento, sospecho,  de reproducir el lenguaje oral; por cierto, hablando de puntos, las partes en que se divide ese capítulo están separadas por puntos de distinto tamaño que (puede que) marcan los distintos niveles de la narración y los diversos narradores.

En el capítulo «Minimosca», Mónica, la narradora —hum... — cuenta de viva voz su vida al «policía asmático», pero ese relato es la historia del boxeador-poeta, triple relato que, inconcluso y parcial, tiene que ser completado por Sinclair, el editor y redactor final del texto que leemos. Y ahora re-piensen sus hipótesis sobre los narradores fiables.

En el tercer capítulo, «Angus», Orpo y Krippo cuentan que Angus recuerda una historia que le contó Diekenborn —otro personaje integrador que adquiere importancia hacia el final del libro— sobre Theo Göthann y Erich Schiller, historia que se reproduce en el texto.

La cuestión de los subrelatos explícitos citados—es decir, formando subcapítulos con título— llega al paroxismo en «Momias», el relato central y el más extenso que integra a gran parte de los personajes aparecidos hasta ese momento; intentaré descifrar su ramaje: resulta que el episodio «Un policía serbio» es una «película mental» que miran George y Raymunda —lo de miran en cursiva se debe a que, de hecho, la «proyectan telepáticamente»— hace referencia a cierta prisionera maya; pues «La prisionera maya» es, en realidad, otra película que el Pintor Fugitivo le cuenta a Raymunda, pero que coincide exactamente con la que ella y George habían planeado. De hecho, existe otra «película mental», «El niño que nació en un orfanato», que también es relatada, y que consiste en la historia del hijo de la prisionera maya, en la que aparecen también soldados serbios. Por cierto, hablando de películas, ¿no será Minimosca, el libro, como la idea de George Bennet «de hacer una sola película con todas sus películas»?

Luego están los pasajes en los que diversos personajes interactúan dando lugar a situaciones que, acostumbrado el lector al ritmo de la mecedora faveroniana, parecen mantener sospechosas referencias con el trabajo del propio autor. Por ejemplo —la siguiente enumeración se basa únicamente en el criterio de este lector; no pretende ser, por supuesto, el desvelamiento de las intenciones de Gustavo Faverón (por otra parte, inextricables para este lector) ni nada que se le parezca—: el asunto de la «historia inaudible», las partes ausentes de la Gran Historia de la que George Bennet y Raymunda Walsh realizan, mediante las «películas mentales», episodios aislados, podrían traducirse con el razonamiento de que, tal vez, esas películas podrían identificarse con Minimosca, el libro, y que la «historia inaudible» podría ser la suma del contenido explícito de Minimosca y las lagunas entre los relatos que la componen, bajo el supuesto de que toda historia —y toda Historia— es parte de una historia mayor (disculpen la sobreabundancia del condicional).

Pues bien, ante la imposibilidad manifiesta —para muestra, lo escrito hasta ahora—, reconocida —no me duelen prendas en confesarla—, de seguir con el análisis —Minimosca está muy por encima de las capacidades de este pobre lector—, voy a citar algunos fragmentos, uno por capítulo, con la esperanza de que quien lea estas Notas de Lectura pueda extraer las conclusiones que yo no soy capaz de examinar.

«El Amnésico»

«Esa historia que me contó, la historia de la muerte de Duchamp, pregunto, ¿es real? Es real, dice ella. No solo porque es, palabra por palabra, lo que Rrose Sélavy —que era Duchamp— les contó esa tarde, en el café, a Arensberg, y Stella, antes de que sucediera, sino porque así está escrito en los libros de historia, incluido el de no sé si Gombrowicz o Gombrich. Vaya historia, digo. De modo que Duchamp murió en 1918, digo, y su urinario se quedó para siempre en un baño del Metropolitan Museum. No para siempre, dice ella. Solo hasta 1921. Arensberg, tras la muerte de Stella (que murió en 1919), reconoció el urinario en el museo, por la firma, e hizo las gestiones para rescatarlo y exhibirlo en una galería. Desde entonces, el urinario de Duchamp se volvió una celebridad y lo demás es historia, dice la mujer. No entiendo por qué, digo yo. El culto de Duchamp, dice ella, creció en todo occidente y después en todo el mundo. Sus culteranos visitaban una tumba sin nombre en una villa de las afueras de Séchault, como hasta hoy, dice. El urinario fue exhibido en galerías de América y Europa: la obra de arte que había vivido en los servicios higiénicos del Metropolitan cuatro años, el objeto que probaba que el arte y el no-arte eran lo mismo. No veo cómo, digo yo. El urinario, dice ella, volvió al Materopolitan Museum por la puerta grande en 1924. Décadas más tarde, digo yo, el urinario se apareció en frente de R. Mutt cuando estaba a punto de orinar y después desapareció con la orina de R. Mutt adentro y así muchas veces. Así mismo, así ocurrió, dice la mujer».

«Minimosca»

«Se pregunta qué relación tiene la poesía con el boxeo, con las peleas, y qué cosa es un poeta-boxeador, y se pregunta contra quién está peleando cuando lee y en qué habrá en su mente que lo hace conectar esos dos mundos —cuál es el vínculo— y se pregunta en contra de quién lee cuando lee, qué cosa combate, a quién busca en los poemas, a qué rival, qué cosa ha perdido y por qué trata de encontrarla en un ring de box o en una biblioteca, si debe de estar en su cabeza. ¿Qué es esa cosa?, se pregunta. En verdad no lo sabe. Relee los poemas de Eliot y no comprende mucho, pero lo detesta más. Por las tardes, una sensación de incertidumbre y anonimato lo capturan como si él fuera una playa enemiga en cuya orilla la incertidumbre y el anonimato acoderan sus botes anfibios y clavan sus banderas».

«Angus»

«El Pánico es una teoría sobre el mundo, sobrepuesta al mundo, que no lo modifica, pero, sin modificarlo, lo hace más terrible, porque una cosa es el horror del mundo y otra cosa es creer que el horror está articulado, tiene forma y sigue reglas. Creer que hay un principio del horror, dice, ese es el horror verdadero. Saber que todas las cosas que pasan son parte de una idea. Después imaginar la idea y después imaginar que alguien la ha pensado y por último darse cuenta de que aquél que la ha pensado es uno mismo».

«Momias»

«Hay fantasmas que se desprenden de una sola persona, pero son muchos y hay fantasmas que provienen de una multitud, pero son uno solo (a George, yo solía decirle que ese era el caso de Argentina). Hay fantasmas que se sientan en la sala a mirar la tele a nuestro lado y nunca sabemos que están ahí pero hay otros que nos miran desde la tele y nos acosan desde el techo y las lámparas y un día se deciden a salir y hacen de nuestra casa su lugar, se apropian de nuestro sitio y se quedan para siempre en nuestro sitio acumulando nostalgia y cuando pasamos por donde están no los vemos pero sabemos que andan por ahí y que además lloran y su llanto nos conmueve y nos conduce al llanto comunal y a una tristeza que es la base de la sociedad (eso lo decía siempre George). O sea que hay fantasmas que están cómodos en su papel, pero hay otros que no pero también hay un fantasma que es más silencioso que los otros, y más triste, porque está muerto desde antes de todo, está muerto desde el principio, y nos mira con los ojos volteados, como si nos viera desde adentro de una página de Macedonio o desde un cuadro de Chagall en un museo».

«Utah«

«Eso es lo que pasa con la vida, uno quiere hacer películas para olvidar la pena y después uno quiere hacer películas para engendrar penas. Uno quiere hacer películas como playas lacustres bajo un sol alegre de verano y después quiere hacer películas para hundirlas debajo de un cementerio, para hacer que las vean desde sus tumbas los muertos que fueron enterrados bocabajo».

«El museo de la Rue de Babylone»

«Recordó ese poema tremebundo de Vallejo que dice: "Mi padre duerme. Su semblante augusto figura un apacible corazón; está ahora tan dulce... si hay algo en él de amargo, seré yo". Se preguntó si Vallejo no quería tener hijos porque le parecía una atrocidad multiplicarse, porque multiplicar a la gente multiplica el dolor en el mundo, o si no quería tener hijos porque pensaba que los hijos multiplican el dolor del padre, como parecía decir en ese poema, o si no quería tenerlos porque temía ser un monstruo y terminar devorándoselos. Se preguntó si abortarlos o era semejante a devorárselos, solo que antes de que nacieran. Pensó en Arturo y su padre, Hugo Lino Acchara y recordó la Torre de la Muda. Después pensó en su propio padre, Alberto. Después pensó en su madre, Esmée. Después pensó en su abuelo, César Vallejo. Pensó en la perversidad y en el odio y en la tristeza y pensó que la naturaleza del dolor era el dolor dos veces, y la condición del martirio, carnívora, voraz, era el dolor dos veces. Vio al anciano y sintió su soledad y como era de noche se ofreció  a acompañarlo a su casa».

«El Sur»

«Arturo dijo que Mónica Buchenwald era una mujer muy rara, una mujer que al parecer volvió a Lima desde Estados Unidos en los años ochenta y se encerró en una casa en el bosque de El Olivar una década, hasta hace un año, pero no se ha dado cuenta  de cuánto tiempo estuvo encerrada y ahora cree que aún son los ochenta. Ve patrullas militares por las calles de Lima y enciende la radio y escucha las noticias del pasado y en San Marcos ve senderistas que marchan con banderas rojas por la ciudad universitaria como si fueran principios de los ochenta en lugar de semiocultarse en las sombras como hacen ahora. Dice que es periodista y quiere escribir una crónica para una revista americana, una crónica sobre mí, porque yo le parezco un bicho raro, creo, porque soy poeta y soy boxeador pero ahora soy un desaparecido. Una mujer muy inteligente, a pesar de su locura o debido a su locura, muy culta y muy bella, de la cual yo también me enamoré, aunque creo que nunca se lo dije».

Bueno, hasta aquí. Espero que, entre tanta oscuridad —la noche, el bosque, el sótano; el libro podría, perfectamente, haber adoptado esa tríada como título—, haya quedado clara la intención del autor: la abducción total, incondicional, del lector. Decía el otro día que el sentimiento de enajenación que he experimentado durante su lectura solo lo he padecido con Los  reconocimientos, la obra maestra de William Gaddis, a pesar de las diferencias mayúsculas que los separan —y aunque en ambos aparezca un pintor con graves dificultades para ejecutar su obra; en el fondo, Wyatt Gwydon y Richard Diekenborn no son tan diferentes—; fundamentalmente, en Gaddis, la pérdida es absoluta, el lector se extravía en el laberinto de digresiones, jamás puede recuperar el sendero correcto y, a pesar de que las intenciones del autor son aviesas y retorcidas, es en ese extravío donde encuentra el placer y la motivación de la lectura; Faverón, en cambio, se sirve de la seducción para atrapar al lector incauto que, intentando buscar la respuesta a la eterna pregunta «¿y qué sucedió después?», pasa, progresivamente, por los estados de asombro, pasmo, embeleso, fascinación y, finalmente, éxtasis —y sigue sin poder responderla—. Por supuesto, no puedo entrar en las razones, en las motivaciones del autor, pero voy a servirme de un fragmento de Los reconocimientos —disculpad la fijación—, para cerrar estas Notas de Lectura, que bien podría sintetizarlas: 

«Muy bien, escucha, tengo ideas, pero ¿por qué habría de agobiarte con ellas? Es tu trabajo, y algo como escribir es muy íntimo, ¿no? Qué... qué frágiles son las situaciones. Pero no tenues. Delicadas, pero no endebles, no indulgentes. Delicadas, por eso se rompen, deben romperse y uno debe juntar los trozos y mostrarlo todo antes de que vuelva a romperse, o dejar esos pedazos a un lado durante un  momento cuando se rompe alguna cosa y uno se vuelve hacia ella, y todo sigue ocurriendo. Por eso, casi todo lo que ahora se escribe, cuando uno lo lee van uno dos tres cuatro y te cuentan lo que ocurrió como reportajes periodísticos, sin adjetivos, sin frases largas, sin truco alguno en apariencia, y finalmente creen que creen realmente que la forma en que lo vieron es la forma en que ocurrió, cuando en realidad... [...] No... uno nunca se queda sin aliento cuando le cuentan cosas que ya sabe, cuando lo exponen todo linealmente, como si los términos y el tiempo, y la naturaleza y el movimiento de todo fueran secretos de la misma magnitud. Escriben para gente que lee con la superficie de su mente, gente con hábitos de lectura que les exigen lo mínimo, gente enseñada a leer en busca de hechos, que sabe lo que va a venir a continuación y quiere saber lo que viene a continuación, y se enfada con las sorpresas». Los reconocimientos. William Gaddis. Editorial Sexto Piso, 2014. Prólogo de William H. Gass. Traducción de Juan Antonio Santos.

Otros recursos relativos al autor en este blog: Notas de Lectura de Vivir abajohttp://jediscequejensens.blogspot.com/2019/10/vivir-abajo.html

16 de diciembre de 2024

Gérard Macé y Pierre Michon: «Dime con quién andas... »

 

Siguiendo con el empeño de desvelar vínculos, ocultos o explícitos, entre algunos escritores franceses de la misma generación, aparte de la admiración mutua y la amistad personal que los une, transcribo el artículo «Dis-moi qui tu hantes… je te dirai qui tu es», en el que se rastrean las conexiones entre Gérard Macé y Pierre Michon en relación a la escritura biográfica.

Gérard Macé y Pierre Michon:

«Dime con quién andas y te diré quién eres»


Karine Gros

1

Los relatos de fin de siglo de Gérard Macé y Pierre Michon desatienden deliberadamente las teorías de la novela para desarrollar un nuevo arte literario. Al hacerlo, remiten a una forma de escritura narrativa que podía creerse desaparecida: la que privilegia a las anécdotas del pasado y reintroduce el gusto por las leyendas. No se trata, para esos dos escritores, amigos en la vida real, de escribir una novela sobre la novela, sino de escribir y describir el placer del relato, que se vuelve, de este modo, eminentemente poético. Gérard Macé no duda en elogiar los poderes del poeta, recuperando como exergo de Vieas antérieures una cita de Keats, parafraseada por Baudelaire: «El poeta goza del incomparable privilegio de poder ser, según le plazca, él mismo y los demás. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, se apodera, cuando quiere, del personaje de cualquiera» (ibíd., p. 9). Este comentario, que subraya la primacía de las obsesiones de los autores, sugiere el nacimiento de una nueva escritura sobre el yo, de una escritura que podría responder a la exigencia «Dime con quién andas y te diré quién eres».

Con el fin de subtayar las formas y las cuestiones en juego en las obras de Pierre Michon y Gérard Macé, es necesario establecer los vínculos entre el relato de vida, la biografía imaginaria y el ensayo-ficción, y luego la renovación autobiográfica que oscila entre el relato de vida, la mitobiografía y la autoficción. De este modo, se hace manifiesto que uno de los objetivos de las obras de Pierre Michon y Gérard Macé, más allá del desvelamiento del yo a través de las obsesiones, es proponer, con una escritura poética y musical, un cuestionamiento del lenguaje, visual, corpóreo, verbal, pero también literario.

Las narraciones poéticas de Pierre Michon y Gérard Macé: entre la biografía imaginaria y el ensayo-ficción

Cuando Pierre Michon se pone a evocar vidas, empieza por contar nacimientos: el advenimiento de una palabra en Rimbaud le fils, de una correspondencia epistolar o de una lectura en Vies minuscules, de un texto en Mythologies d'hiver, de cuadros, los de Watteau, Goya o Piero della Francesca en Maîtres et serviteurs o los de Van Gogh en Vie de Joseph Roulin. Pero evocar vidas, para Pierre Michon, significa también relatar los fracasos y decepciones de los personajes. Algunos, como André Dufourneau, Antoine Peluchet y los hermanos Bakroot2, sólo tienen «vidas minúsculas», mientras que otros se crean, como Le Roi des Bois, un «reino sin ilusión»3 que no pueden más que maldecir, como sugiere el terrible mandato del final: «Maldecid al mundo, él hace lo mismo con vosotros» (ibíd., p. 50).

Aunque las biografías imaginarias de Pierre Michon se basan en una determinada cultura, no se trata de que el autor siga a un personaje ilustre desde su nacimiento hasta su muerte, como cabría esperar de una biografía clásica. Se trata, por contra, sin dejar de admitir sus dudas y escollos, de centrarse en un detalle que revela hondamente el carácter de la persona. Así, hablando de Van Gogh y de Roulin, admite que «no sabemos lo último que se dijeron»4, y puntúa su obra con algunos «creo», «quiero creer» o «tal vez» (ibíd., p. 20, 24, 35, 41, etc.). Esta poética de la vacilación se desarrolla a través de una estética de la negación —pero también de la oposición— que forma parte integrante de la voluntad de ficción del autor y le permite construir biografías imaginarias, renovando así el género biográfico. Al presentar a su personaje Hilère en Mythologies d'hiver, el autor señala:

«Hilère se está haciendo viejo. Podemos saber que se está haciendo viejo, pero sabemos poco de él. Sabemos lo que no es. No es Hilaire de Poitiers [...]. No es Hilaire de Carcassonne [...]. No es Hilaire de Padoue [...]. Tampoco es Hilarión de Gaza, el amigo de San Antonio, de quien Flaubert dijo audazmente que era el diablo. Y el nuestro, Hilère, conoce muy bien al diablo también»5.


Al igual que Pierre Michon, Gérard Macé mezcla con éxito el relato y la biografía de un personaje conocido. Deteniéndose en momentos concretos de la vida de sus personajes, el autor recuerda, por ejemplo, ciertos periodos de la vida de Cristóbal Colón, que «quería ser rey»6 , o los momentos deslumbrantes de Díaz del Castillo, que, pensando «en tanto esplendor del que no queda nada, [...] se dice que tal vez haya visto Troya» (ibid, p. 61). Admitir sus lagunas es para él un medio para enriquecer su narración, para inventar hasta cierto punto otro personaje, al tiempo que se inspira en elementos concretos. Hablando de Dumézil, confiesa:

«No conocí a Georges Dumézil, por eso puedo hacer de él un héroe de nuestro tiempo, a medio camino entre el muerto ilustre y el personaje imaginario; pero me informo recogiendo lo que él mismo confió, lo que no es poco, en sus prefacios o en sus notas a pie de página, así como en un libro de entrevistas»7.


Esta mezcla de biografía, invención y cultura demuestra que las narraciones poéticas de Gérard Macé y Pierre Michon se acercan a la «mitobiografía»8. Así lo expresa Claude Louis-Combet, que recuerda que los mitos participan del desvelamiento de una personalidad. Según Dominique Viart, se trata incluso de un caso de «un mitología corregida por la sociología», ya que las «poses y posturas de los artistas [...] reflejan a la vez su construcción mítica y su posicionamiento sociológico»9.

Escribir vidas míticas salpicadas de elementos sociológicos es uno de los enfoques estimados por Gérard Macé y Pierre Michon. Este último lo asimila a una «dura prueba», ya que con los «seres que han existido realmente, se piensa en el otro y no sólo en los propios apetitos, [mientras que] una narración dejada enteramente a la imaginación sólo puede ser una narración del deseo»10. Resulta difícil, por tanto, clasificar genéricamente las obras de Pierre Michon y Gérard Macé, como este no duda en reconocer:

«Estoy verdaderamemnte fascinado por el término “ensayo”, que se ajusta a mi propósito. Siento una fuerte atracción por las formas breves, cambiantes, inciertas. Los ensayos, esos intentos, esa gran categoría de la literatura, esos escritos proteicos, son mi modelo. Ese término, “los ensayos”, me convendría, con todo lo que conlleva de aventura»11.


La escritura de Gérard Macé puede compararse con la definición del ensayo de Jean-Claude Larrat, que subraya la importancia de la metamorfosis del Yo en Otro, tanto para el autor como para el lector:

«El arte del ensayista, como el del novelista, consiste en hacer que el lector, al que se supone que acudimos para hablar del mundo, sea sensible a un “yo” distinto de él mismo, hasta el punto de hacerle esperar una metamorfosis en ese otro “yo”, con el único fin de ser él mismo»12.


Mientras que algunos de los escritos de Gérard Macé pueden ser asimilados al ensayo-ficción, como el Ex Libris dedicado a Corbière, Nerval y Segalen entre otros, Pierre Michon, por su parte, se niega a ver en sus relatos fragmentos de ensayos. Al contrario, quiere poder desprenderse y desligarse de lo que escribe. Como alguien que escenifica nacimientos, y cuyas obras evocan a menudo la cuestión de la paternidad biológica o espiritual, se reserva el derecho de no reconocer la autoría de lo que dice, o al menos de no suscribirlo completamente. Remarca, en efecto, que:

«No puedes imaginar que eres aquel que has establecido a través de unos pocos textos. No puedo atenerme completamente a lo que he escrito. Sólo los ideólogos pueden, incluso los de muy alto nivel como Péguy o Bernanos. Al definir su pensamiento en sus libros, sólo pueden atenerse a él. Pero alguien que no es un ideólogo, un fabricante de textos como yo, puede desvincularse de lo que ha hecho»13.


Quizá por ello sea mejor hablar con Dominique Viart de «ficción crítica»14 que de ensayo-ficción.

Una renovación de la autobiografía

Hablar de los demás para hablar de uno mismo, para vivir una vida por delegación a través de los demás, a través de sus obsesiones: éste es el verdadero propósito de Vies minuscules. El autor advierte de ello al lector desde las primeras páginas de su libro, en las que evoca a André Dufourneau: «Pero hablando de él, es de mí mismo de quien hablo»15.

El objetivo no es tanto revelar verdades sobre esos personajes como encontrar en sus vidas elementos personales que el autor desvela a veces sólo al final del relato, en una conclusión cercana a una moraleja:

«Me he esforzado en no adoptar un enfoque de historia literaria, sino un punto de vista individual, subjetivo. Para mi Rimbaud, he intentado ver dónde mi propia persona y la suya están en la misma onda [...] para alimentar una relación cara a cara entre lo que yo era en mi juventud y lo que pudo haber sido Rimbaud»16.


Estos relatos se basan en un paralelismo, una fusión entre las vidas de los demás que le persiguen, que él persigue, y su propia vida. Pierre Michon se revela, descubre sus incertidumbres a través de los demás.

Las obras de Gérard Macé, a veces biográficas, indirectamente autobiográficas, permiten también al autor descubrirse a sí mismo a través del Otro y proponer una vida por delegación, una vida parasitaria. «Escribimos para alojarnos en el cuerpo de otro, y para vivir como parásitos en uno de los agujeros cavados por la memoria»17, afirma en Vies Antérieures. Todo parece mezclarse para dar a luz una nueva escritura sobre uno mismo a través de un desvío por el otro. Claude Louis-Combet, en Blesse, ronce noire, habla de «uno de esos ensueños posibles, sin ninguna preocupación por el trasfondo histórico», de «una ficción, nada más, nacida de la contemplación de los rostros, sabiendo que sólo podemos conocernos donde nos reconocemos»18. Ningún deseo tampoco «de historia con trasfondo histórico» en Pierre Michon, para quien los lugares no tienen valor por sí mismos: «Poco importa que Gévaudan e Irlanda sean los escenarios en los que se desarrollan estos breves dramas. Lo que importa es que, con el mundo, se hagan países y lenguas, con el caos del sentido»19.

La preocupación del autor es escribir una historia universal, construir un sentido a partir de lo escrito, a partir de sus libros, lograr una escritura mítica. Y cuando Gérard Macé dice que «traducir, interpretar, soñar la propia vida tomándose por otro, es decir, una preocupación poética, expresada aquí por la evocación de personajes»20 , se refiere a lo que Dominique Rabaté llama el «olvido de sí mismo», es decir, el hecho de que «el sujeto se desprende de sí mismo, se distancia y se proyecta como en un personaje de ficción»21

El sujeto de la escritura es, pues, una fuerza en movimiento que se compromete en el acto mismo de la enunciación a partir de sus obsesiones. Una fuerza en movimiento que no propone una verdadera autobiografía, sino elementos autobiográficos a través del Otro. El propósito literario de ambos autores parece, en cierto modo, unirse al proyecto de Serge Doubrovsky, quien, a propósito de su obra Fils, afirmaba:

«¿Autobiografía? No, ése es un privilegio reservado a las personas importantes de este mundo, en el atardecer de su vida, y en un bello estilo. Ficción, de acontecimientos y de hechos estrictamente reales; si se quiere, autoficción al haber confiado el lenguaje de una aventura a la aventura de un lenguaje... »22.

Nótese la palabra «aventura», muy apreciada por Gérard Macé. ¿No será el objetivo de Pierre Michon y Gérard Macé poner de relieve la aventura del lenguaje?

De la aventura del lenguaje al placer de la poesía

La aventura del lenguaje, o más exactamente, la aventura de los lenguajes. El lenguaje de la imagen en Un monde qui ressemble au monde, en el que se combinan texto y fotografías, pero también el lenguaje de la naturaleza, en Choses rapportées du Japon, «donde se escucha crecer las piedras»23. Gérard Macé es también un escritor que presta gran atención al cuerpo, a su papel como lenguaje24. El lenguaje corporal influye en el niño, que lo busca y lo descubre en su madre, quizá porque la primera lengua es la materna. Champolion, según Gérard Macé, «aprendió a leer siguiendo los movimientos de los labios de su madre»25. Este habla materna se ve a veces obstaculizada, desbaratada, como en Les Trois Coffrets, por una herida en la boca, «por una cicatriz en el labio superior: no el dolor de la carne cosida, sino una huella tan leve como el acento extranjero de la musa o el lapsus de una amante»26 . Esta palabra, a veces silenciosa, se convierte en el símbolo por excelencia de un misterio, como «La muette de Raphaël» en Colportage III27. Escribir, para Gérard Macé, pasa por evolucionar en torno a ese misterio, a ese secreto evocado, de modo que la aventura del lenguaje es también la aventura del lenguaje literario. En una búsqueda frenética del arte poético, el lenguaje de Macé cita a poetas y poemas y se agota en la prosa. Recordando la fórmula de Nerval de que «había allí suficiente para hacer un poeta»28, Gérard Macé también admite, angustiado, que no es «más que un soñador de la prosa» y deplora la desaparición de la poesía. Que «el viento» esté ahora «en la prosa» (ibíd., p. 109) es, en efecto, lo que lamenta. En La Mémoire aime chasser dans le noir, llega incluso a presentar a Orfeo como un «viejo búho de ojos de oro abiertos de par en par [...] guiado por las palabras de un canto de ciego» (ibíd., p. 107). Por último, desaprobando la somnolencia poética, Gérard Macé denuncia: «Siglos de arrogancia para acabar como cerdos, con oídos absolutamente modernos y sordos absolutamente: ya no hace falta cantar, basta con la sorna, porque el viento está en la prosa y estamos curados del Oriente» (ibíd., p. 109).

Del mismo modo, en 1997, en un pasaje particularmente virulento en el que subraya sus convicciones literarias29, Gérard Macé da un paso más y condena de nuevo la poesía moderna, considerada como artificio, en el sentido peyorativo del término. Preguntado sobre su pasión por la poesía, sobre su estilo de escritura, que a menudo mezcla prosa y poesía, y sobre su concepción del género novelesco, responde:

«Se pueden contar muchas historias fuera de la novela, y la poesía nunca ha rehuido esto. La poesía narrativa, la de Coleridge. Lamento la desaparición de esa narración poética.

¿Poética? ¿Qué es este tipo de poética? En la poesía narrativa, se trata de un  pensamiento que no es discursivo, sino analógico: el estilo cuenta tanto como el resto. Así pues, atraído por este tipo de escritura, me gustaría llegar, tanto a través de mis obras en prosa como poéticas, a conclusiones más musicales que didácticas»30.


Es a través de una prosa poética como nos revela que el verdadero reto de su escritura, su búsqueda primordial, es la poesía. Simónides, Orfeo31, Champollion o Dumézil son los símbolos por excelencia de esta búsqueda literaria. La errancia de los personajes es el reflejo de la errancia de sus relatos, que oscilan entre distintos géneros, y la del lector desconcertado, que no consigue clasificar las obras que descubre.

Hay autores cuya obra es inclasificable, este es el caso de Gérard Macé. A  menudo fragmentarias, aparecen simultáneamente como relatos, ensayos, poemas en prosa, en los que la narración, a veces primordial, se convierte en pretexto para el ensayo, o el ensayo, a veces primordial, invade la narración poética. Oscilando entre diferentes temas, mezclando múltiples obsesiones, sus textos se distinguen por su ritmo, por el entrelazamiento de las palabras, las ideas y las imágenes que desarrollan, y se presentan como secuencias que se responden, se oponen, se mezclan, arrastrando al lector a la aventura del lenguaje y del placer poético.

También resulta difícil clasificar las obras de Pierre Michon. Mientras que La Grande Beune pertenece al género novelístico y, según Bruno Blanckeman, recuerda incluso a «la novela de formación»32, las demás obras de Pierre Michon se distancian de esa clasificación. Esta distancia es deseada por el autor, que considera anticuado al género novelísticoa. En su opinión, su apogeo tuvo lugar en el siglo XIX, y la novela contemporánea no es más que un «subproducto»33: «Porque, ¿qué era la novela en el siglo XIX? Un estudio sociológico unido a una historia de amor. No creo que hoy en día la novela sea la mejor manera de hacer eso; el cine lo hace mucho mejor» (ibíd., p. 6).

En razón de que la novela, según el autor, haya sobrevivido a su utilidad, es por lo que recurre a las formas breves para poner en valor esta aventura del lenguaje.

La mayor aventura del lenguaje que Pierre Michon pone en escena, ¿no es la intrusión de los libros en una vida? Columbkill, el «lector brutal»34 que copia el texto de Fausto de la biblioteca de Finian, ve su vida modelada por el Salmo que lee. ¿Acaso la mayor aventura del lenguaje no es también la constatación del poder y la belleza de la palabra, como experimenta, en Mythologies d'hiver, el médico y antropólogo Barthélémy Prunières, en el curso de sus excavaciones en el Causse Méjan, pero también en el momento de morir?35 Del mismo modo, Énimie le pide a su amante «que le diga de nuevo el hermoso y puro nombre latino, el nombre de su priorato»36 . Y es en el momento de la muerte cuando descubre la belleza del lenguaje y «pronuncia el nombre impronunciable» (ibíd., p. 51). Este deseo del habla y de la palabra escrita no debe satisfacerse; debe mantener una parte secreta y oscuro, como revelan las obras de Gérard Macé, y también las de Pierre Michon. Cuando Columbkill consigue por fin el libro deseado, «el libro no está en el libro»37, el placer del deseo se ha consumido:

«Quiere disfrutarlo lentamente, lo abre, lo acaricia, lo hojea, lo contempla... y de repente ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen algo que ha visto y que ha desaparecido. Busca durante mucho tiempo en vano: estaba allí, aunque no era suyo (ibíd., p. 26-27)».


La aventura del lenguaje influye en la propia escritura del autor. El estilo de Pierre Michon, como el de Gérard Macé, evoluciona. A los largos períodos, prolijos, que recuerdan la prosa de Proust, suceden, a partir de Mythologies d’hiver, frases y secuencias más fragmentadas que alejan la obra de Pierre Michon del género novelístico de La Grande Beune y Vies minuscules38. La escritura de Pierre Michon no sólo es una forma de escritura de sí mismo, sino que también se acerca a la poesía. «No puedo escribir sin cantar» (ibíd., p. 11), afirma el autor, que desea hacer cantar a su prosa poética del mismo modo que lo hicieron, según dice, Mallarmé, Proust y Faulkner: «No es el sentido de las palabras lo que es importante, sino el hecho de que por su interrogación, por su aspiración vacía, reinicien una secuencia de prosa» (ibíd.).

Cabe preguntarse si la escritura de Pierre Michon y Gérard Macé no será una escritura del vacío, del vacío creado por los personajes que les persiguen y a los que dan un lugar de honor en sus obras, del vacío de las palabras que intentan, finalmente, llenar, dando nacimiento a una nueva forma literaria.

Debido a que, para hablar de sí mismos, Gérard Macé y Pierre Michon lo hacen a través de los demás, este camino recuerda un comentario de Henri Meschonnic evocando el estatuto especial del sujeto. En Politique du rythme. Politique du sujet, Meschonnic afirma que «el sujeto es una lucha; quiere ser y nunca es suficiente. En lucha por sí mismo antes de luchar con los demás. [...] Su plenitud: ser siempre otro»39. En las obras inclasificables de Pierre Michon y Gérard Macé, ya no se trata de una literatura del Yo, sino del sujeto que juega con las contradicciones del propio sujeto a través del Otro, a través de sus obsesiones, y esta búsqueda del sujeto se convierte en una búsqueda de la literatura, de una nueva forma de escritura que tiende a alejarse del género novelístico.

Notas: 

Desgraciadamente, algunos de los títulos referenciados en estas Notas carecen de traducción a alguna lengua peninsular; los que sí se han traducido figuran junto a las ediciones en la lengua original.

1 Gérard Macé, Vies antérieures, NRF, Gallimard, Le Chemin, 1994, 4e de couverture.

2 Pierre Michon, Vies minuscules, Gallimard, 1984, 207 p. Vidas minúsculas, traducción al castellano de Flora Botton-Burlà, Anagrama, 2002. Vides minúscules, traducción al catalán de Adrià Pujol Cruells, Amsterdam, 2021.

3 P. Michon, Le Roi des bois, Verdier, 1995, 4e de couverture. «El rey del bosque», en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

4 P. Michon, Vie de Joseph Roulin, Verdier, 1994, p. 10. «Vida de Joseph Roulin» en Señores  y sirvientes, traducción al castellano de María teresa Gallego Urrutia, Anagrama, 2003 

5 P. Michon, «Saint Hilère», Mythologies d’hiver, Verdier, 1999, p. 45-46. «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

6 G. Macé, L’Autre hémisphère du temps, Gallimard, collection L’Un et l’autre, 1995, p. 27.

7 G. Macé, Le Goût de l’homme, Le Promeneur, 2002, p. 23.

8 Ver el artículo de Jean-Christophe Millois, «Péché d’écriture Claude Louis-Combet: Blesse, Ronce noire», Écritures contemporaines 1, mémoires du récit, La Revue des Lettres Modernes, 1998, p. 101-116.

9 Dominique Viart, «Les ‘fictions critiques’ de Pierre Michon», Pierre Michon, l’écriture absolue, Publications de l’Université de Saint-Étienne, 2002, p. 210.

10 «Pierre Michon», Scherzo, Revue de littérature, Clamecy, n° 5, octobre-novembre-décembre 1998, p. 5.

11 Encuentro Karine Gros–Gérard Macé, 9 diciembre 2001, en la Sorbonne.

12 Jean-Claude Larrat, «Malraux: le roman et l’essai séduits par le discours poétique», Récits de la pensée. Études sur le roman et l’essai, dir. Gilles Philippe, Sedes et Université de Picardie, 2000, p. 114.

13 «Pierre Michon», art. cit, p. 9.

14 D. Viart, «Les ‘fictions critiques’ de Pierre Michon», art. cit., p. 203. Estas dos expresiones, ensayo-ficción» y «ficción crítica», fueron acuñadas por D. Viart. Según él, «la expresión “ficción crítica” puede entenderse de diferentes maneras, bien como la escritura de ficción con espíritu crítico hacia el propio género, bien como el disfraz de la crítica, ya sea literaria o pictórica, de ficción, la ficcionalización de una afirmación crítica», p. 203.

15 P. Michon, «Vie d’André Dufourneau», Vies minuscules, op. cit., p. 14. «Vida de André Dufourneau» en Vidas minúsculas, traducción al castellano de Flora Botton-Burlà, Anagrama, 2002. Vides minúscules, traducción al catalán de Adrià Pujol Cruells, Amsterdam, 2021.

16 «Pierre Michon», art. cit, p. 7.

17 G. Macé, «J’ai essayé en secret la position du scrib», Vies antérieures, op. cit., p. 11.

18 Claude Louis-Combet, Blesse, ronce noire, Corti, 1995, 4° de couverture. Hiere, negra espina, traducción al castellano en David Martín Copé, Editorial Periférica, 2019

19 P. Michon, Mythologies d’hiver, Verdier, 1999, 4° de couverture. «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

20 G. Macé, Vies antérieures, op. cit.,4e de couverture.También añade que «de una historia a otra, y de los ecos a las asociaciones, es la voz del narrador la que establece el vínculo; un narrador cuya memoria va mucho más allá de los recuerdos personales, y que parece creer en la verdad popular: “Dime con quién andas... y te diré quién eres”».

21 Dominique Rabaté, Poétiques de la voix, José Corti, Les essais, 1999, p. 278.

22 Serge Doubrovsky, Autobiographiques de Corneille à Sartre, PUF, Perspectives critiques, 1988, p. 69.

23 G. Macé et Pierre Alechinsky, Choses rapportées du Japon, Fata Morgana, 1993.

24 Voir notamment L’Art sans paroles, Le Promeneur, 1998, p. 39.

25 G. Macé, Le Dernier des Égyptiens, Gallimard, 1988, p. 11.

26 G. Macé, Les Trois Coffrets, Gallimard, 1985, p. 32-33.

27 G. Macé, Colportage III, Images, Le Promeneur, 2000, p. 125.

28 G. Macé, La Mémoire aime chasser dans le noir, Gallimard, 1993, p. 85.

29 Gérard Macé afirma, efectivamente, que «a la arbitrariedad y el preciosismo de la imagen cultivada por sí misma, a la logorrea de inspiración surrealista, se han añadido los misterios fáciles y la furia fabricada, las pretensiones filosóficas, el elogio del silencio y la glosolalia, el artificio de la compaginación que a menudo sirve de cortina de humo, una descomposición sintáctica que ocupa el lugar de la prosodia, la desaparición del canto que ha convertido tantos poemas en un dialecto torturado, traducido por sordos; por no hablar de la fría elegía y el ronroneante verso libre, una nueva academia que recuerda los juegos florales de antaño, o los clubes de haiku del Japón actual", ibid. , p. 104.

30 Encuentro Karine Gros-Gérard Macé, 9 diciembre 2001, en la Sorbonne.

31 «Lo cierto es que con una palabra, un gesto e incluso un silencio, Simónides tanto como Orfeo, de un modo mucho más humano en todo caso, nos indican el papel del poeta cuando esperamos de él, como de los milagros, que dé sepultura a los muertos recordando sus nombres, y que afine la escritura a la voz humana como lo haríamos con un instrumento» revela Gérard Macé en «L'invention de la mémoire», Vies antérieures, op. cit., p. 22.

32 Bruno Blanckeman, «Pierre Michon, une poétique de l’incarnation», Pierre Michon, l’écriture absolue, op. cit.: Bruno Blanckemanseñala con razón que «La Grande Beune recuerda así la tradición de la novela pedagógica en la que el protagonista completa su iniciación afectiva al mismo tiempo que aprende a conocer el mundo», p. 148.

33 «Pierre Michon», art. cit., p. 6.

34 P. Michon, «Tristesse de Columbkill», Mythologies d’hiver, op. cit., p. 22. «Tristeza de Columbkill» en «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

35 «Junto a este hueso, encontró la sencilla y hermosa frase que pronunció en el Congreso de Antropología de Burdeos el 12 de septiembre de 1872: “Todos estos huesos habían sido blanqueados por la lluvia, el rocío y la nieve”», frase que Barthélémy Prunières repitió en voz alta mientras agonizaba, atrapado en una tormenta de nieve. Pierre Michon, «Barthélémy Prunières», Mythologies d’hiver, op. cit., p. 42-43. «Barthélémy Prunières» en «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

36 P. Michon, «Énimie», Mythologies d’hiver, op. cit., p. 51. «Enimia», en «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

37 P. Michon, «Tristesse de Columbkill», Mythologies d’hiver, op. cit., p. 26-27. «Tristeza de Columbkill» en «Mitologías de invierno» en Prosas y mitos, traducción al castellano de Nicolás Valencia Campuzano, Ediciones Malpaso, 2020

38 Véase en particular «Pierre Michon», art. cit. p. 12, donde el autor señala: «Una de mis fantasías sería escribir en un estilo completamente diferente, con otro nombre, siendo otra persona, porque este Michon fundado en Vies minuscules, que antes no existía, que aún existía un poco más tarde, tengo la impresión de que ya no existe. Me gusta leerlo, pero ya no soy yo».

39 Henri Meschonnic, Politique du rythme. Politique du sujet, Verdier, 1995, p. 359.

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Este texto es la traducción amateur del artículo del mismo título publicado en https://books.openedition.org/psn/1628

La imagen de cabecera procede de: Michel Martin Drolling http://www.culture.gouv.fr/public/mistral/joconde_fr

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