François Bon forma parte de la liga de escritores franceses contemporáneos sin los cuales la literatura europea de los últimos cincuenta años sería menos valiente y menos diversa. Creador polifacético, novelista, ensayista, traductor y crítico, fue el fundador, allá en 1997, de una de las primeras webs consagradas a la literatura, tanto en su fase creativa, los talleres de escritura, como crítica: 'Le Tiers Livre' (https://www.tierslivre.net), un legado impresionante de magnitud rabelesiana.
«Nuestras vidas son esencialmente oscuras. La costumbre difumina los contornos. Carecemos de perspectiva. La sombra del pasado cubre el tiempo que es nuestro, el único tiempo real, el presente. Desde hace cinco siglos, la literatura en Francia ha aportado a los sucesivos momentos de nuestra historia una claridad propia, muy personal y, sin embargo, de alcance general. Al darnos nuestro sentido oculto, nos permite actuar con mayor libertad, escribir el capítulo que nos pertenece con mayor conocimiento de causa, con una conciencia más clara. Con este espíritu se examina aquí».
El último capítulo de este breviario se titula Et maintenant?, algo así como ¿Y ahora, qué? —mucho mejor que el literal ¿Y ahora?—, y examina, brevemente, a algunos de sus contemporáneos, esos que, según su criterio, por cierto nada desdeñable, aportan «una claridad propia»: Pierre Michon, Jacques Réda, James Sacré, Jean-Paul Michel y Michel Bon.
El siguiente escrito es la traducción de la parte que dedica a este último:
¿Y ahora qué?
Nada es tan arriesgado como intentar reconocer las obras que el futuro tendrá por representativas del presente. Es preciso que hayan pasado a formar parte del pasado para que sepamos cuál fue su contribución.
Fue a principios de los años 1980 que aparecieron los primeros libros de dos de los novelistas más representativos de nuestro tiempo, Pierre Michon, nacido en 1946, y François Bon, nacido en 1953.
Michon rindió cuentas sobre el difícil acceso del mundo rural pobre, disperso, mudo, a la gran literatura, mientras que Bon lo hizo sobre el fin de la sociedad industrial, sobre la entrada en la «posmodernidad». A pesar de todo lo que los separa, sus temas, su tono, ambos escritores tienen en común un origen provinciano —la Creuse para Michon, la Vendée para Bon— y madres que fueron maestras de escuela. Es una constante de la literatura que, hasta hace pocos años, ha seguido siendo cosa de hombres, con las mujeres en minoría, confinadas a las tareas domésticas, al cuidado de los niños o, para las más afortunadas, las más liberadas —Virginia Woolf en Inglaterra, Colette en Francia—, en el salón, el jardín, la playa, siempre lejos de la acción y de los centros de decisión. Aunque ellas contribuyeron indirectamente. En este caso, proporcionaron a sus vástagos varones no sólo el afecto y la atención que, llegado el momento, alimentarían la confianza en sí mismos, sino también el dominio de los conocimientos académicos, y de la lengua en particular, sin los cuales sería imposible escribir.
Michon se enfrentó al denso silencio de una sociedad rural moribunda. François Bon se ha sumergido en el ensordecedor estruendo de la industria que destruyó la economía agropecuaria a principios del siglo XIX, y que ahora ha entrado en su propio declive.
«No se escribe lo que se quiere», dijo una vez Flaubert. El linaje paterno de François Bon está vinculado a la mecánica —su abuelo era montador, su padre mecánico. Él estudió ingeniería. Pero fue entonces cuando el linaje materno, que incluía una sucesión de maestros de escuela, interfirió en su adhesión a los valores de la cultura técnica. Abandona la Escuela de Artes y Oficios y se pone a trabajar en una fábrica, en Vitry. Trabajará un poco en todas partes, en la acería de Longwy, en Praga, en Moscú, en la India, lugares donde estuvo a punto de morir asfixiado, aplastado por la caída de un rodillo de laminación, fulminado en un armario eléctrico en el que realizaba reparaciones. Pero no son estos grandes desplazamientos los que provocan una ruptura con la rama paterna. El trabajo se internacionaliza con el capital. No, es la actitud reflexiva, cultivada, heredada de su rama materna, lo que François Bon introdujo en el mundo fabril. Ha interiorizado la gran contradicción de las sociedades desarrolladas, la separación de las actividades manuales e intelectuales, la división central del trabajo.
Disponemos de muchos testimonios sobre la clase obrera. En primer lugar, los de los inspectores de trabajo delegados por la Cámara de los Comunes en las acerías, las minas, las filaturas inglesas, cuyos informes alimentaron la acusación de Marx contra el Moloch capitalista. En Francia, tuvimos el estudio de Louis René Villermé. La literatura, con Emile Zola, Simone Weil, Roger Vailland, Robert Linhart, ha hablado de los desposeídos de la palabra, tanto dentro como fuera de la fábrica. Pero estas obras son informes externos debidos a intelectuales generosos o a activistas del exterior.
El primer libro de François Bon, Sortie d'usine (1982), extrae su fuerza de la experiencia cruda, vital, que relata. La expresión no es importada de los lugares protegidos donde aprendemos a hablar y a escribir. Se forja en el seno de un proceso de trabajo que, entre otros efectos, la excluye o la anula. Ensamblada desde dentro, concebida como un instrumento de protección personal, de supervivencia, tiene un efecto retroactivo sobre el lenguaje mediante el que altera el orden, rompe la sintaxis, escamotea las palabras.
La ascendencia heterogénea, paradójica, de François Bon le permitió acceder a un mundo del que los escritores, debido a su extracción social, a la relativa tranquilidad y a las facilidades de que disfrutan, no saben casi nada, aunque sea el mundo de la mayoría de la población. Aunque aparentemente la literatura ha conquistado todas las libertades, tanto de contenido como de expresión, no ha dicho casi nada de la vida de la mayoría. Los best-sellers, difundidos por los medios de comunicación, siguen explotando algunos lugares comunes, mientras que los acontecimientos, transcendentales, por los que nos vemos envueltos, el triunfo del neoliberalismo, la precarización, la marginación de amplios sectores de la población, siguen sin aparecer en la prosa.
Tras Sortie d'usine, François Bon se adentra en el paisaje devastado, transfigurado de finales del milenio. Primero son los suburbios en Limite, Décor ciment, luego la exclusión en Un fait divers, C'était toute une vie, Prison, y la desaparición de la industria tradicional en Temps machine, Paysage fer y Mécanique.
ISA WAERTENS
Todavía estaba en mi balcón cuando apareció Karl Marx (no sé cuándo se acuesta, ese).
Yo tenía las manos en la barandilla, inclinánda un poco para ver bien. Y, debido a este balcón que me pone la barbilla a ras del suelo, cuando de repente lo tuve delante, me asusté.
Se echó a reír (de la forma en que se ríe: pateando en el suelo y echando la cabeza hacia atrás, descubriendo sus deficientes dientes, dispares, grises por la caries). Un gran estremecimiento lo sacudió en su impermeable como un saco, con los bolsillos abultados, y yo estaba de su parte. Luego, tan rápido como había venido, ya había salido corriendo, con ese trote que es todo suyo, piernas que sólo se mueven de la rodilla para arriba pero que lo llevan como una bicicleta. Treinta segundos más tarde, por no sé qué desvíos, ya que ni siquiera los uniformados pudieron detenerle, estaba plantado justo encima de Raymond Crapin, conocido como el capitán, dormido bajo su lona gris. Cuando los policías quisieron apartarlo, se les escurrió, no sé cómo, trotando, dando la vuelta sobre sí mismo a treinta metros del cadáver, bajo el cono de la única farola que quedaba en la loseta, y cruzando de repente la pasarela sobre la carretera principal, desapareció, mientras que seguía lloviendo y no se veía nada.
Le llamamos así porque, «Karl Marx», es lo único que sabe decir. La urbanización Karl-Marx, gemela de la nuestra, separada por la autopista y el ferrocarril, y cada una con su estanco, su autoservicio, su peluquería y su farmacia: así que no tenemos nada que ver con ellos, salvo cuando entran en nuestros aparcamientos y prenden fuego a nuestros coches. Él, el loco, le preguntes lo que le preguntes, se limita a señalar algo que está muy lejos, a sus espaldas, y que puede estar en cualquier parte, como si eso fuera una identidad adecuada y razón suficiente: «¡Kalmarcs, kalmarcs!»
«¡Desgracia y abyección, no fabrican más nadas silenciosas, que sean sumergidos!». ¿Era mejor, en su cabeza arruinada, ésta en su vitrina, que nos bramara sus males en nuestros oídos?
Les digo a mis clientes: honren la noche estrellada y la doble puerta del sol: ellos me responden: «Sí, señora Waertens».
Pero cuando a la vuelta desembocas, con el calor de finales de agosto, en la gran pendiente que precede al inicio de la ciudad y, tragando uno a uno, como una pócima malsana, los coches en llamas que, durante kilómetros y kilómetros, alineados de tres en tres, esperan el pago del rescate de la autopista, y de golpe entras en el halo marrón que la cubre con una verticalidad de arena, y tres días después, recordándolo, te preguntas cómo has podido soportarlo, ya no lo ves; o cuando se ha podido observar, un domingo de fiesta grande, cómo el cielo, por un momento, se aclara, y casi reinventa una transparencia azul, para volverse más tupido en el perímetro donde nos encontramos: ¿Qué pasa con los signos y secretos de las estrellas sobre la ciudad? Ya no encienden nada, los rayos que caen del cielo borroso, y la noche, nunca completa, es tanto más opaca por ello.
No hace falta más que un momento, cada vez, para que mis clientes de asombren: «¿La doble puerta del sol, señora Waertens?»
Y todo bajo el cielo (días blancos y velados, el globo suspendido y difuso, como cubierto de vapor), después de sí mismo, permanece indiferente a las cosas y al destino del hombre: ha hecho demasiado. Abre los ojos, ¿qué hay? No se puede, incluso después de tanto tiempo aquí, saber cuál de estos marcos, yuxtapuestos tan arriba, iluminados por un tenue amarillo, ha recogido tal o cual silueta que, sin embargo, hemos visto desaparecer; el tiempo se ha enredado en esta geografía de nombres imprecisos: La Folie, luego Les Limites, si se va hacia el centro antiguo; Quatre-Routes, Les Six-Routes, y Quatre-Routes de nuevo en La Courneuve, siguiendo la lenta espiral en la que la ciudad se construyó demasiado deprisa. Y entonces se empantana, la marea al bajar deja en la arena su parte más frágil (cuando, mirando pasar un autobús, se tropieza detrás de las ventanillas con esas mismas miradas neutras que te examinan como si fueras transparente, sin ver ni saber).
François Bon, Décor ciment (1988), éditions de Minuit.
Esta visión irruptiva, violenta, de la violencia económica incluye el ruido de fondo que ha acompañado la vida durante los últimos cuarenta años. La invención del transistor, la difusión de la televisión, el desarrollo del consumismo, propiciaron la aparición y la difusión planetaria, a principios de los años sesenta, de la música, cuyos éxitos son como el indicativo de acontecimientos sucesivos. François Bon cuenta la historia de esta invención, indisociable de la producción de masas y de la revolución de las costumbres sociales, en Rolling Stones, une biographie (2002).
El enigma empieza ahí: en un momento en que la guitarra se convierte en el símbolo mayor de una generación, en la imagen de referencia de la rebeldía, si Jagger se embarca en ese momento en la formación igualmente simbólica de un banda con su único amigo, su vecino Dick Taylor, Taylor aprenderá a tocar la guitarra y no él, él se contentará con cantar, y nunca se ha planteado otra cosa que lucir su cuerpo y cantar, aunque los principales modelos eran todos instrumentistas. Pero es todo un país el que se sacude, y muchos otros de Dartford están ahora mismo haciendo lo mismo.
Así, cuando dos guitarristas de diecisiete años, anónimos, habían formado lo que llamaban su banda, un David Soames emparejado con un Mick Turner, no tenían cantante, y Jagger les propuso serlo él. Lo intentaron, pero pensaron que cantaba demasiado raro, a menos que no se atrevieran a decirle que era demasiado bajo y flaco, y que contonearse como lo hacía no aportaba nada, en cualquier caso no hubo continuación. Salvo aprender, de las experiencias que más cuentan, que el fracaso es posible, que está a la vuelta de la esquina. La venganza llega en forma de asociación con ese colega de Dartford que vive en su barrio y que el año siguiente frecuentará el mismo instituto que Keith Richards, Dick Taylor. En Woolwich, el barrio vecino, irán juntos a ver a Buddy Holly y sus Crickets al teatro Odeon: ¿por qué no hacer lo mismo? Jagger y Taylor formaron juntos su primera banda, a la que siguieron otras, pero era una banda porque tenía un nombre, y ahí empieza todo […].
Es probable que ni siquiera Keith Richards apreciara del todo la magnitud del cambio de Brian, durante ese mes de enero de 1963, al diminuto instrumento, cuando los Rolling Stones aún estaban en el limbo, una panda de muertos de hambre tocando por casi nada, actuando de relleno en la programación de clubes que les miraban con arrogancia en el mejor de los casos, desconfianza y desprecio las más de las veces. Incluso antes de la explosión, cuyas condiciones, interiores por la constitución definitiva del grupo, exteriores por el efecto llamada creado por los Beatles, ya se habían reunido (por cierto, poco a poco vivían mejor y comían en Edith Grove, aunque todo el dinero se fuera en equipos y ropa), pero lo que era la principal marca del grupo frente a los demás, un sólido dúo de dos guitarras autónomas, era puesto en entredicho por el hombre que aún se consideraba el líder. Como si, justo en el momento en que las cosas podrían estar empezando con buen pie, hubieran tomado un camino secundario, en el que había que rehacerlo todo. Este mismo proceso marcará todo lo que va a seguir, hasta la expulsión y muerte de Brian.
El chaval de Cheltenham, que había pasado del piano al clarinete, del clarinete al saxofón, que se había hecho un nombre en Londres con sus habilidades con la poco conocida slide guitar, renunció de repente a los progresos que podía hacer para dedicarse a la armónica. Tocará, en los futuros discos de los Rolling Stones, el violonchelo, la flauta, el clavicordio, el dulcimer, el sitar indio. Una de sus últimas grabaciones será una larga improvisación al saxofón soprano, acompañando a John Lennon, también desterrado de un grupo, también caminando rápidamente hacia una muerte violenta.
La consecuencia directa para Keith Richards fue que ya no era el chico tímido con las orejas caídas de Dartford. Estaba a la altura de Brian, tenía la confianza de Charlie Watts, uno de los jóvenes baterías de jazz más respetados del panorama (había muy pocos), sabía que la banda sonaba sólida. Pero a partir de esta primavera, incluso antes de la explosión que estaba a punto de producirse, ya no es el segundo guitarrista o el guitarrista rítmico de la banda: él va a proporcionar, sobre la base ahora segura de Wyman y Watts, lo que es el núcleo del sonido y su sello distintivo, el espacio principal cedido al instrumento más simbólico, la guitarra eléctrica, y será la mayor parte del tiempo el único que llenará el sonido. Fue esta misma soledad la que iba a marcar tanto la cima musical del grupo, desde Beggar's Banquet hasta Exile On Main Street, como las pocas variaciones posteriores de su historia, una serie de círculos concéntricos en los que, aunque fueran cuatro años para Mick Taylor y quince para Ron Wood, cada variación formaba parte de un tiempo logarítmico, ni más ni menos complejo o extendido que lo que estaba ocurriendo aquí y ahora, en enero de 1963.
François Bon, Rolling Stones, une biographie (2002), Librairie Arthème-Fayard
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Este artículo es la traducción amateur que no sustuirá nunca a una realizada por un profesional de la traducción, y que solo pretende hacer accesible el texto al lector en castellano, de parte del capítulo titulado Et maintenant? correspondiente al libro Bréviaire de Littérature à l'usage des vivants, publicado en 2004 por Éditions Bréal, actualmente agotado.
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