Todo individuo al que reste la más mínima fracción de entendimiento, un “todo” que no se puede considerar ni numeroso ni sujeto a cuotas, no podrá obviar que es mucho más lo que ignora que lo que conoce y que, en consecuencia, siempre podrá encontrar -hay quien, en lugar de encontrar, tropieza-, otra cosa es que esté dispuesto a buscarlo , a alguien que sepa más que él.
Ante esa circunstancia, y para restablecerse de la disonancia que suele provocar el encuentro, ese individuo puede tomar dos caminos: el mayoritario suele ser reforzar su autoestima, ese término tan sobrevalorado, ignorar sus limitaciones, que pasan a ser accesorias, e imponer, bajo pautas de persistencia, de oportunidad o, en el peor de los casos, de autoridad, sus reglas; el minoritario, mucho menos vistoso y, por tanto, menos valorado, es someterse, respetuosamente, a las objeciones a su convencimiento, valorar las aportaciones de quien cuestiona su juicio y aprovecharlas para ampliar su instrucción. En el primer caso, el concepto clave es soberbia, ese sentimiento de envanecimiento por la capacidad propia, que se convierte en incuestionable, inseparablemente asociado al menosprecio de la ajena; en el segundo, la palabra clave es humildad. El primero, fabrica competidores; el segundo, competentes.
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